La hora de Mirabeau
Uno de los grandes héroes y víctimas de la Revolución Francesa, Honoré Gabriel Riqueti, más conocido como el Conde de Mirabeau, escribió una vez que un jacobino deja de ser jacobino una vez que es ministro. El mismo era un líder del Club de los Jacobinos, pero después de su muerte, Robespierre lo expulsó de ese panteón, porque sospechaba que no lo era tanto, destino que podría haber servido para otra sentencia de Mirabeau.
En el Chile de estos días, el jacobinismo ha vivido un apogeo casi tan rápido como súbita ha sido la reacción para refrenarlo. La voz de alarma la puso el nuevo ministro de Hacienda, Rodrigo Valdés, quien dijo algo obvio: que el dinero fiscal no alcanza para todo.
Hay que decir que esta ha sido la alarma oficial, porque lo mismo venían advirtiendo voces numerosas de la propia Nueva Mayoría desde el año pasado, aunque no estaban investidas del rango de ministros o habían sido expulsadas del panteón bajo la sospecha de faltar a la ortodoxia, es decir, al programa. Tras las palabras de Valdés, han venido a proliferar los dirigentes e intelectuales que llaman a poner orden en las prioridades y a moderar las expectativas sociales, antes de que la sensación de pérdida de control, extendida aunque todavía subjetiva, se convierta en una situación política anarquizada.
Un aporte a esta sensación proviene de la demora del gobierno en tomar decisiones relevantes para sí mismo, como el nombramiento del ministro secretario general de la Presidencia. Otro, del estado de emergencia con que la Nueva Mayoría aguarda las siguientes revelaciones sobre dinero privado en el financiamiento de la política, que la tienen pasmada y a la defensiva. Pero esta semana, las contribuciones más importantes fueron la extensión del paro de los profesores y la acumulación de tomas de sedes de educación superior.
Los orígenes de ambos movimientos pueden rastrearse muy atrás. Pero su detonante próximo fue el anuncio, el pasado 21 de mayo, de la gratuidad parcial en el sistema universitario a partir de 2016. Dos efectos debían producirse sin necesidad de que nadie los adivinara: la percepción de exclusión de una parte importante del universo estudiantil y la visibilización de un nuevo gasto fiscal inmenso que no es viable si no excluye a otros.
Esta urgencia ha hecho posible que Jaime Gajardo virtualmente haya perdido el control del Colegio de Profesores, dejando al Partido Comunista en la incómoda posición de que sus socios constaten que la fuerza sindical que parece tener llega hasta por ahí no más, y que cuando las cosas se ponen duras, su adhesión al oficialismo adquiere la solidez de un flan. El movimiento magisterial está en manos de dirigentes que no creen en la gradualidad, pero especialmente en la Nueva Mayoría, y que quieren hacer prevalecer una historia combativa en contra de muchos años de quietud.
Con los estudiantes pasa casi lo contrario. Como todos los que la historia ha conocido, el movimiento universitario reúne la virtud de empujar hacia el futuro con el vicio de ignorar el pasado. Las dirigencias estudiantiles tienden no sólo a repetir las demandas fallidas hace décadas, sino también a incurrir en los mismos errores de otras épocas, el más notorio de los cuales es utilizar una reivindicación específica para plantear un montón de otras, en un volumen que llega a ser abstracto. Los líderes del movimiento del 2011 fueron personalmente muy exitosos, pero hace rato que dejaron de ser estudiantes, que es lo mismo que les va a pasar a los actuales, aunque aún no se den cuenta.
Por esta vez, por esta única y rara vez, es posible que la conciencia de esa transitoriedad se haya puesto al frente de la protesta universitaria. La gradualidad tiene poco sentido cuando se sabe que cada año que pasa es uno menos para dejar de ser estudiante, o uno más para seguir soportando el costo de la educación. Después de todo, si un gobierno dura un poco menos que una carrera universitaria, no hay razón para esperar que una administración deje paso a otra antes de que se cumplan sus promesas.
El caso es que, en breve, el gobierno está metido en un atolladero con dos de los proyectos de su megarreforma que debían ser menos problemáticos, mientras acechan, a la vuelta de la esquina, las otras dos prioridades que siempre se disputan el primer lugar con la educación: la salud y la seguridad. Estas últimas no forman parte de los afanes estructurales del programa, en parte porque su diagnóstico original no los consideró como motores de la igualdad, en parte porque nunca han sido muy del gusto de los intelectuales.
El caso es que mientras estos conflictos sigan vivos, con un Parlamento que se siente continuamente desautorizado, los llamados al orden buscan ansiosamente que el semestre perdido del 2015 no se convierta en un año completo. Como Mirabeau en su momento más trágico, aspiran con angustia a que el discurso no se devore a sus hijos ni ahogue sus más fervientes motivaciones
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