David Villahermosa's Blog, page 8
February 11, 2019
3×1182 – Justicia
1182
En el coche de Guillermo, de camino a la costa
7 de octubre de 2008
OLGA – Pero el de Iyam es más… grande. Y… tampoco está tan lejos.
GUILLERMO – Mira, no sé dónde está mi hermana, pero no hace mucho que se fue. Lo más lógico es que hayan ido al puerto más cercano. ¿No? Vamos, digo yo.
OLGA – No… no tiene por qué. Piénsalo… Si lo que quieren es encontrar un barco, lo suyo es que hayan ido al puerto más grande, no necesariamente al que está más cerca. Yo… si fuera ella, hubiese ido a Iyam, no a Bejor.
GUILLERMO – Antes de salir habíamos quedado que íbamos a probar suerte primero en Bejor, ¿no?
OLGA – No, ya… Sí, pero…
Guillermo resopló. No haría ni quince minutos que habían abandonado el centro de refugiados, y Olga no había cerrado la boca desde entonces. Guillermo, tan acostumbrado como estaba al silencio, y a la única compañía de su hijo, que hacía demasiado tiempo que no articulaba palabra, estaba empezando a arrepentirse de haber accedido a llevar consigo a los dos hermanos. Hasta el momento, el trayecto había transcurrido sin el menor contratiempo, pero aún tenían un largo camino por delante.
OLGA – Pero si yo lo digo por ti, no vaya a ser que…
GUSTAVO – ¡Para, para! ¿Puedes parar?
Guillermo miró al chico por el retrovisor. Aminoró la marcha sin llegar a detener el vehículo, visiblemente molesto. El joven arquero observaba desde el asiento trasero, junto al silencioso Guille, un coche accidentado, volcado de lado, que descansaba en la mediana.
GUILLERMO – ¿Qué pasa?
GUSTAVO – Ese coche…
El investigador biomédico puso los ojos en blanco. Su paciencia se estaba agotando a marchas forzadas.
GUILLERMO – Hay muchos coches accidentados, chico. No tienes que darle demasiada importancia. Yo… he visto más de uno desde que…
GUSTAVO – No, no, no. No es eso. Olga. ¿Quieres decir que ese no es…?
OLGA – ¡Sí! ¡Para, para, para!
Guillermo resopló de nuevo, se hizo a un lado y accionó por mera inercia el botón que dio vida a los cuatro intermitentes. Detuvo el vehículo en el arcén, a unos cien metros del coche accidentado. Nada invitaba a pensar que en aquella carretera fueran a encontrar peligro, pero él no estaba dispuesto a dejar nada al azar, y no le hizo la menor gracia la deriva que llevaban los dos hermanos.
GUILLERMO – Mira, como no empecéis a…
OLGA – Escúchame, haz el favor. Ese coche… es el que llevaba la gente aquella de la que te hablamos. Los dos chicos con el niño. Los que nos robaron. Te lo he explicado antes, ¿te acuerdas?
La expresión de la cara de Guillermo cambió por completo.
GUILLERMO – ¿Estás segura de eso?
OLGA – Si no es el mismo, es uno idéntico. Pero igualito, ¿no es verdad, Gus?
GUSTAVO – No. Es el mismo.
Guillermo respiró hondo, dio marcha atrás y se dirigió hacia el vehículo accidentado. Olga fue la primera en abandonar el coche, seguida de cerca por Gustavo. El investigador biomédico no hacía más que mirar en derredor. Por fortuna, no había mucho a lo que mirar. Se trataba de una carretera intercomarcal en una zona muy plana, con una visibilidad excelente en todas direcciones: no tendrían compañía, ni la tendrían en mucho tiempo si estaban mínimamente alerta a cuanto les rodeaba.
El motivo del accidente resultaba evidente incluso en el lamentable estado en el que se encontraba el coche. El capó, al igual que el parachoques, estaba abollado en su parte central, y a la misma altura el parabrisas lucía una telaraña concéntrica que delataba dónde había rebotado la persona, presumiblemente infectada, que habían atropellado durante su huida al sur.
Se acercaron con cautela al lugar del siniestro, llevándose las manos a la cabeza al descubrir las cajas destrozadas de cuanto les habían robado, que lucían desperdigadas y hechas pedazos varios metros a la redonda. Guillermo no osó acompañar a los hermanos hasta que hubo comprobado mecánicamente que las puertas que había cerrado electrónicamente estaban, en efecto, cerradas, de modo que Guille estuviera a salvo de los infectados. Tal era su ignorancia al respecto de la condición de su hijo.
Olga se llevó la mano a la boca al comprobar que los tres ocupantes del vehículo seguían ahí. Jonatan y Mónica habían muerto en el accidente, presumiblemente en el acto. De los tres, solo él llevaba puesto el cinturón, pero aquél coche era tan viejo que no tenía airbag, y el joven no había podido aguantar el embate de las vueltas de campana que su coche había dado antes de quedar inmóvil. El niño, pese a tener las dos piernas partidas, había conseguido reptar hasta los asientos delanteros y se estaba alimentando del cuerpo de su madre. A juzgar por el estado del pecho y el estómago de la misma, debía llevar varias horas así.
Más de una docena de moscas zumbaban dentro del coche, y otras tantas habían acudido, atraídas por el intenso olor a sangre corrupta y heces que ahí dentro se estaba formando. Los tres, hombro con hombro, se quedaron mirando, fascinados y asqueados a partes iguales, cómo el niño devoraba el cuerpo de su madre. Desconocían si no había reparado en ellos, o si sencillamente estaba demasiado interesado en su particular banquete incestuoso, pero el pequeño infectado no se dignó siquiera a dirigirles la mirada.
Pese a lo fatal que les habían tratado, Gustavo se sintió mal por ellos. Llegó incluso a ponerse en su piel y los ojos se le velaron por las lágrimas, mientras comenzaban a recoger todo lo que había esparcido por los alrededores. Olga, sin embargo, concluyó que se trataba de un acto de justicia divina, algo así como un karma vengativo que les había tratado como sin duda merecían. No comentaron nada al respecto, porque ya se conocían demasiado el uno al otro, y ello hubiera estado de más.
Veinte minutos más tarde, una vez concluyeron que no encontrarían nada más, pues tanto la baca, como el maletero y todo el terreno en más de doscientos metros a la redonda ya habían sido barridos a conciencia, volvieron al Audi de Guillermo. Habían visto algo más dentro del vehículo, pero estaba todo tan manchado de sangre que prefirieron dejarlo estar. Además, no tenían la menor intención de perturbar la macabra actividad del pequeño Izan.
Retomaron el camino con bastante mejor ánimo, incluso después del desagradable espectáculo del que habían sido testigos, pues reemprendían el viaje con más del triple de reservas de alimento que con las que habían partido.
February 8, 2019
3×1181 – Simbiosis
1181
Campamento de refugiados a las afueras de Midbar
7 de octubre de 2008
GUILLERMO – ¿Pero… cuánto tiempo hace de eso?
OLGA – Cuatro… cuatro o cinco días lo sumo.
Guillermo trató de mostrarse sereno, pero le estaba resultando una tarea harto complicada. Se sentía a un tiempo ilusionado y expectante: su hermana, contra todo pronóstico, seguía con vida. Aquellos dos jóvenes habían convivido unas horas con ella, mientras él estaba encerrado en su casa. Todos los demás problemas parecían ahora nimios: su orden de prioridades había dado un vuelco de ciento ochenta grados. Ahora que sabía que su hermana estaba viva, movería cielo y tierra hasta que finalmente pudieran reencontrarse.
Estaban los cuatro a buen recaudo en la caseta del sargento Serrano, donde los chicos habían estado comiendo hasta que él les interrumpió haciendo sonar el claxon. Guillermo se mostró sorprendido por el repentino cambio de actitud en la joven, tan huraña y hostil como se había mostrado al encontrarse con él hacía escasos quince minutos. Ello no hizo sino delatar que realmente había estado interpretando un papel, protegiendo a su hermano ante cualquier potencial peligro, ahora que sus padres habían muerto.
GUSTAVO – Y ella estaba… ¿bien? Quiero decir… ¿No…?
Olga y Gustavo se miraron por un instante, algo extrañados. Guillermo tenía una pregunta en la cabeza, pero era perfectamente consciente que no debía formularla, jamás, y no era capaz de encontrar las palabras precisas para dar un rodeo que le permitiese encontrar la respuesta que buscaba sin despertar sospechas. Por fortuna, la joven de los pendientes de perla salió en su ayuda, aún sin ser consciente de ello.
OLGA – No, no. Ella estaba perfectamente. Tu hermana estaba sana como una manzana. Igual que el policía y que la niña. Lo único que tenía… eran bastantes ojeras. No parecía que hubiese dormido mucho últimamente, pero… se la veía bien.
Guillermo sonrió. Eso era muy normal en su hermana. Acarreaba unas imponentes ojeras incluso desde niña. El joven arquero estaba distraído, observando de reojo a Guille, oculto por la capucha de su sudadera negra. El pequeño se había quedado arrinconado en el suelo, en la esquina opuesta a la que ocupaban los otros tres supervivientes. Gustavo hizo el amago de acercarse a él, pero Guillermo le cortó en seco, con un simple gesto de negación de la cabeza que el chico entendió y respetó. Guille no había abierto la boca desde que su padre le trajese hasta la caseta, cogido de la mano, una vez aparcaron el coche en el interior del complejo, ya cerrado a conciencia.
OLGA – El único que parecía algo más enfermo era el chico… estaba algo… Estaba demasiado delgado. Como… Pero no de… infectado, ¿eh? Los cuatro estaban… bien. Bien… dentro de las posibilidades.
El investigador biomédico asintió y respiró hondo. Ahora venía lo más difícil.
GUILLERMO – ¿Sabes hacia dónde iban?
OLGA – Nos dijeron que iban hacia el sur, hacia algún lugar de la costa. Eso sí que lo recuerdo.
GUILLERMO – ¿Pero a dónde, a qué pueblo? ¿A qué…?
OLGA – No…
GUILLERMO – Iyam, Bejor, Hatulim… ¿Seguro que no dijeron dónde?
Olga negó con la cabeza. Uno de los principales motivos por los que había decidido no acompañarles había sido precisamente ese: que parecían estar improvisando demasiado, de un modo excesivamente temerario al que no quería exponer a Gustavo. Estaba más que convencida que no habían dicho hacia dónde se dirigían, principalmente porque ni ellos mismos lo sabían en esos momentos.
GUILLERMO – Intenta hacer memoria, te lo pido por favor. Es… Es muy importante…
Olga se sorprendió al escuchar la voz de su hermano a su lado.
GUSTAVO – Te está diciendo la verdad. Querían alejarse de aquí, pero no tenían claro hacia dónde. Sólo sabemos que se dirigían a la costa. Siento que no podamos ayudarte más.
Guillermo suspiró. Por un momento había llegado a convencerse que podría reencontrarse fácilmente con Bárbara, pero ahora volvía al punto de partida. Aunque existía una diferencia sustancial: ahora tenía conocimiento de que seguía con vida, o al menos así había sido hasta hacía poco menos de una semana, y eso era mucho más de lo que hubiera podido siquiera soñar escasas horas antes.
El investigador biomédico estaba muy inquieto y no era capaz de pensar con claridad. Tenía demasiadas ideas en la cabeza y mucha prisa por llevarlas todas a cabo. Se acabó de un sorbo el café que Olga le había entregado y se levantó de la silla. Los hermanos le miraron, sorprendidos.
GUILLERMO – Muchas gracias por todo.
OLGA – ¿Os vais, ya?
Olga frunció ligeramente el ceño. Ella también lidiaba con sus propias tribulaciones, y la repentina prisa por marcharse de Guillermo le había cogido con la guardia baja.
GUILLERMO – Sí. No quiero entreteneros más. Habéis sido muy amables dejándonos pasar y explicándome lo de Bárbara. Pero… como comprenderéis… ahora me voy a dirigir hacia el sur, a ver si la encuentro.
Guillermo echó un vistazo a su hijo. Éste parecía haberse quedado dormido encima de la silla. De hecho, tenía serias dudas sobre si realmente lo había hecho, pues había pasado muy mala noche, sin apenas pegar ojo.
OLGA – ¿Puedes esperar un segundo?
El investigador biomédico asintió, distraído, y vio cómo ambos hermanos abandonaban la estancia principal y entraban al dormitorio contiguo. Desde la destrozada puerta, que dejaron entornada, se podía ver la cama deshecha en la que ambos habían dormido la noche anterior.
Les oyó cuchichear durante un par de minutos. Hablaban en una voz demasiado baja para que él les pudiera escuchar: ese era precisamente su objetivo. Guillermo despertó a su hijo y le hizo ponerse en pie. El niño rezongó un poco, pero acabó acatando la orden de su padre. Enseguida los dos hermanos salieron del dormitorio y se reunieron de nuevo con ambos Guillermos en la sala principal. Olga dio un paso al frente. La expresión de su cara distaba años luz a la que había mostrado cuando le recibió, rifle en mano.
OLGA – Nos gustaría venir contigo.
Guillermo frunció el ceño, sorprendido. Eso era algo que no se había llegado siquiera a plantear. Olga respiró hondo, consciente de las posibles implicaciones de la apresurada decisión que acababa de consensuar con su hermano.
OLGA – Tenemos bastante comida y agua, y… bastante combustible.
El investigador biomédico reflexionó durante unos instantes. Ahora más que nunca, necesitaba ayuda con Guille: alguien que se pudiera hacer cargo del chico si él moría. La respuesta vino sola. Ellos le necesitaban tanto con él les necesitaba a ellos.
Una hora más tarde, con la baca del coche hasta arriba con todo cuanto habían desenterrado del pedregal que había a los pies del roble que había salvado la vida de Olga y de Gustavo, partieron los cuatro hacia el sur en el coche negro de alta gama de Guillermo, con una mezcla bastante equilibrada de pánico y esperanza.
February 4, 2019
3×1180 – Fraternal
1180
Frente al campamento de refugiados a las afueras de Midbar
7 de octubre de 2008
Guillermo se armó de valor, cerró los ojos y apretó el centro del volante con la mano abierta. El sonido del claxon lo llenó todo, y el investigador biomédico no pudo evitar sentir un escalofrío recorriéndole la espalda. Pese a que no habían encontrado ningún tipo de hostilidad por el camino, él estaba aterrado. Guille, desde su posición en el asiento del copiloto, con el cinturón puesto, gruñó asustado al escuchar el característico sonido. Su padre trató de apaciguarlo, casi tan nervioso como él. En los tiempos que corrían, llamar la atención de aquél modo en un lugar en apariencia tranquilo jamás era una buena idea.
Tenía el motor del coche en marcha, y estaba más que dispuesto a salir de ahí a toda velocidad si entraba en juego cualquier tipo de hostilidad propiciada por su llamada de atención, aunque todo parecía apuntar a lo contrario. Al poco de llegar había dado un par de vueltas al complejo, salvaguardado por el coche pero, para su sorpresa, lo encontró totalmente vacío. Ahí sencillamente no había nadie. Ni infectado ni sano.
Tampoco había rastro alguno de los muchos cadáveres que dejaron atrás al huir aquél fatídico día, y ello, sencillamente, no tenía el menor sentido para él. Pensó que algunos o incluso muchos de ellos habrían podido abandonar la zona por su propio pie, al resultar resucitados. Pero no todos. Ahí había algo que no encajaba, y el hecho que las vallas volvieran a estar en pie, por más que él recordaba perfectamente haberlas visto caídas antes de partir, no ayudaba a brindar más luz a ese extraño enigma.
Guillermo, una vez fue consciente que no había atraído a ningún infectado con el sonido del claxon, abandonó el vehículo y se dirigió al portón de entrada, ataviado con aquella ridícula riñonera roja que contenía, entre otros enseres de primera necesidad, el último vial con aquél fármaco que revertía el efecto de la vacuna ЯЭGENЄR. Una chica joven que no tendría ni veinte años, de oscura melena, que sostenía un rifle con el que apuntaba al suelo, acudió presta a su encuentro. Por la expresión de su cara no parecía muy contenta con la visita. Pese a no ser buen fisonomista, Guillermo estaba convencido que la había visto antes, ahí mismo.
GUILLERMO – Buenos días.
OLGA – Hola.
Guillermo frunció ligeramente el ceño. No pretendía hallar a nadie ahí, y el perfil de aquella joven distaba mucho de cuanto había imaginado que podría encontrar. Por fortuna, para bien.
GUILLERMO – ¿Estás tú sola?
Olga cerró los ojos y respiró profundamente. Guillermo concluyó que debía medir muy bien sus palabras, si no quería acabar con un cartucho entre ceja y ceja.
OLGA – ¿Qué es lo que quieres?
GUILLERMO – Bueno… quería… A ver… Yo vivía aquí en este campamento, con… mi hijo.
El investigador biomédico miró instintivamente al pequeño Guille. Éste seguía con la mirada perdida en el infinito, totalmente ajeno a la conversación que estaban manteniendo su padre y Olga a escasos tres metros de ahí.
GUILLERMO – Tuvimos que irnos, hace cosa de una semana, cuando… vinieron unos…
OLGA – Sí. Yo también estaba aquí. Sé lo que pasó.
Guillermo hizo un gesto afirmativo. Estaba en lo cierto. Habían convivido en el campamento hasta que éste se vino abajo.
GUILLERMO – Pero he visto que ya lo… que ya está arreglado. Muy buen trabajo.
El investigador biomédico esbozó una sonrisa forzada. Olga se mantuvo imperturbable. Entonces fue cuando vio al chico. Un lustro más joven que ella, pero resultaba imposible negar que eran hermanos. Le saludó amistosamente, y eso pareció molestar aún más a la joven de los pendientes de perla, que enseguida reprendió a Gustavo por haber abandonado su escondite. Se giró de nuevo hacia Guillermo, con cara de pocos amigos.
OLGA – ¿Qué es lo que quieres?
GUILLERMO – Bueno… Me gustaría… entrar. Parece que éste vuelve a ser un lugar seguro, y dudo mucho que encuentre nada mejor por los alrededores…
OLGA – Pues me temo que eso no va a ser posible.
Olga se cambió el rifle vacío de mano. Guillermo se dio por enterado y tragó saliva. Estaban jugando a un delicado juego de ajedrez, y ella le tenía en jaque. Intentó replantear su estrategia. Al fin y al cabo, ella no hacía más que proteger lo que él había venido a buscar.
GUILLERMO – Tengo… Traigo algo de comida, en el coche. Si es por eso… Mi hijo y yo sólo necesitamos un par de camas de la carpa dormitorio. No necesitamos nada más. Si fuerais tan…
OLGA – Lo lamento.
GUILLERMO – ¿Puedo al menos entrar a recoger unas cosas que me dejé en una maleta? Es más que nada ropa, y algo de…
OLGA – No lo hagas más difícil.
Guillermo agachó la cabeza, rendido. No quería seguir tirando de la goma, porque estaba convencido que acabaría por darse con ella en la frente. Y eso no se lo podía permitir, no en el estado en el que se encontraba Guille.
GUILLERMO – Siento haberte molestado.
OLGA – No pasa nada.
Dio media vuelta y se fue por donde había venido. Entró de nuevo al coche y arrancó el motor, dispuesto a volver a casa. Necesitaría idear un nuevo plan, pero concluyó que eso era lo más sensato, tras ver la hostil bienvenida con la que había sido recibido. Se quedó unos segundos tras el volante, con la mirada perdida. Entonces una idea estúpida le cruzó por la cabeza. Trató de desecharla, pero fue incapaz. Al fin y al cabo, no perdía nada por intentarlo. Apagó el motor y volvió sobre sus pasos, hacia el portón de acceso. Olga no se había movido ni un centímetro.
GUILLERMO – Perdona… Perdona que te moleste otra vez… Es… seguramente es una tontería, pero…
Guillermo no pudo evitar fijarse en cómo se tensaron los dedos de la joven, que sostenían aquél robusto rifle. Se rascó la coronilla.
GUILLERMO – No habrás visto una… una chica joven. Algo mayor que tú. De unos… veinticinco años. Es rubia, y tiene el pelo muy, muy largo… Es… es mi hermana.
Para su sorpresa, ambos hermanos se miraron el uno al otro, en una conversación muda. El joven arquero dio un paso al frente y se dirigió a él.
GUSTAVO – ¿Tu hermana se llama Bárbara?
El corazón de Guillermo se paró por un momento. Eso sencillamente no podía estar ocurriendo. Una lágrima fugaz recorrió su mejilla, sin que él supiera siquiera de dónde había emergido. No podía tratarse de una simple coincidencia.
Si ese era, en efecto, el hermano que Bárbara había creído muerto, y encajaba bastante bien con su descripción, por poco que se pareciese a ella, Olga estaba convencida que movería cielo y tierra por encontrarla. La joven de los pendientes de perla suspiró largamente, consciente que ahora ya no podrían quitarse de encima a aquél hombre tan fácilmente.
February 1, 2019
3×1179 – Vencido
RECETA PARA EL APOCALIPSIS: PASO 10
Dejar reposar en un lugar frío y oscuro
1179
Casa de Guillermo en Sheol
7 de octubre de 2008
Guille miró el tenedor que su padre sostenía entre el índice y el pulgar. Tragó saliva, con la cabeza entre los hombros, y acercó la temblorosa mano al pedazo de salchicha que había ensartado en la punta. Cogió la carne con la palma de su rechoncha mano, se alejó un par de pasos hacia atrás y se la llevó a la boca, sin perder de vista a quien se la había suministrado. Guillermo, pese a lo psicológicamente agotado que se encontraba, no pudo evitar sonreír.
El tormento de no saber si jamás podría recuperar a su hijo era intermitente. De lo que no cabía la menor duda era que Guille no estaba sano. Pero al mismo tiempo tampoco estaba infectado. De algún modo, al inocularle aquél fármaco, el investigador biomédico había hecho que el chico se quedase en un limbo entre ambos estados, no lo suficientemente cuerdo como para considerar que lo había salvado, pero tampoco lo suficientemente enfermo como para siquiera plantearse tirar la toalla con él. Al contrario. Guillermo era consciente que ahora, más que nunca, Guille le necesitaba. Y él estaba dispuesto a llegar hasta el fin del mundo si fuera necesario, con tal de devolverle lo que aquél fatídico mordisco le había arrebatado, aunque tuviera que volver a enseñarle todo desde cero.
Cinco largos días, con sus cinco largas noches: habían resultado una verdadera pesadilla para el asustado padre. Pese a que su estado distaba años luz del chico que fuera antes de resultar infectado, la evolución de Guille había sido excepcionalmente rápida e incluso esperanzadora. Le costó muchísimo que el chico dejase de desconfiar de él, otro tanto que osara alimentarse en su presencia y mucho más repetir aquellos escasos y lamentables intentos por ofrecerle algún tipo de dignidad higiénica. No obstante, Guille demostró ser un buen pupilo, y su padre el mejor y más paciente de los maestros.
Pero ahora parecía haberse estancado. Había conseguido que tolerase su presencia e incluso daba la impresión que disfrutase de ella por momentos. Había conseguido apaciguar su espíritu al conseguir que se alimentase y que no se hiciera las necesidades encima, pero por más que lo intentaba, era incapaz de robarle una sola palabra. Temió que lo hubiese olvidado todo, y que tuviera que enseñarle a hablar como cuando era un bebé. Hubiese estado incluso satisfecho de haber sido así, pero el chico, sencillamente, no mostraba ningún tipo de evolución a ese respecto. Guillermo se sentía cada vez más ridículo y más frustrado, al sentir que trataba a su primogénito como aun loro, pero el niño no mostraba signo alguno del menor progreso.
El chico parecía odiar especialmente las fuentes de luz intensas y vestía a todas horas una vieja sudadera con capucha. Su padre había intentado quitarle aquella costumbre, pero le había resultado del todo imposible. El niño aprendió incluso a ponérsela él mismo, cuando su padre se la quitaba, y llegó un momento en el que el investigador biomédico acabó tirando la toalla. Al fin y al cabo, así no hacía daño a nadie.
Sus sospechas se habían demostrado ciertas. Su hijo tan solo le había mordido en aquella primera ocasión por puro pánico. En su interior no habitaba la necesidad de hacer daño que sí compartían el resto de infectados. Ahora incluso él mismo lo achacaba a su ignorancia al respecto de su peculiar situación: le había forzado demasiado, en un momento en el que el chico estaba muy asustado, y éste se había defendido como mejor había sabido. Si aún quedaba algún atisbo de duda al respecto de cómo y por qué se propagaba la infección, aquél mordisco, que hacía días que había cicatrizado ya, no le dejó lugar a dudas: la vacuna era la culpable de todo. La vacuna que su padre se había encargado de hacer llegar a la corriente sanguínea de prácticamente todo ser humano sobre la faz de la tierra.
Aunque aún disponían de unos pocos víveres y agua con los que aguantar unos días más, Guillermo había tomado una determinación: debían volver al campamento de refugiados que se encontraba a las afueras de Midbar. Pese a los pésimos recuerdos que ese lugar le traía, pues ahí había sido donde había perdido a Guille, para recibir a cambio a aquél huraño y asustadizo niño que habitaba su piel, sabía a ciencia cierta que ahí podría encontrar todo cuanto necesitaba para poder seguir trabajando duro con él para devolverle la niñez que la pandemia le había robado. Nadie en su sano juicio podría haberse quedado ahí después de lo que ocurrió, y si para entonces los infectados ya habían partido, aquél enorme botín estaría en entero a su disposición.
Le dio muchas vueltas al respecto. No sabía si traerle consigo o dejarle en casa. No tenía ninguna garantía de éxito en esa peligrosísima empresa, del mismo modo que tampoco la había tenido en ninguna de las anteriores. Si le dejaba ahí encerrado, tal era la involución a la que había sido sometido en el niño, que no sería capaz siquiera de salir de ahí por su propio pie a buscar alimento, y sin duda acabaría pereciendo de inanición si a él le pasaba cualquier cosa y no podía volver. Si se lo traía consigo y durante el camino encontraban problemas, su destino raramente sería mejor que morir de hambre. Pensó que, habida cuenta que ambas alternativas eran igualmente poco halagüeñas, al menos teniéndole a su lado podría conservar el espíritu en calma, sabiendo cómo se encontraba en todo momento.
Amparándose en que no había visto un solo infectado desde que volvieran a la casa, tras abandonar a la carrera los laboratorios que habían sido pasto de las llamas y ahora no eran más que un feo esqueleto chamuscado, subió al niño a su coche de alta gama, con el depósito lleno con cuanto había podido robar la tarde anterior del coche de uno de sus vecinos de calle, y se puso en marcha. Guille estaba demasiado distraído para fijarse en el cadáver medio devorado de un imponente dragón de Komodo junto al que pasaron al poco de abandonar la que había sido su casa durante décadas, y a la que jamás volverían ninguno de los dos. Su padre, sin embargo, no pensó en otra cosa durante el trayecto.
January 4, 2019
3×1178 – Verdad
1178
Barrio de Bayit, ciudad de Nefesh
27 de enero de 2009
Guillermo sentía la cabeza embotada, como de corcho. No estaba preparado para eso. Dudaba mucho que jamás lo hubiera estado, pero en ese momento, con el tremendo dolor por el fallecimiento de su hijo tan a flor de piel, sabía a ciencia cierta que no sería capaz de gestionarlo debidamente.
CHRISTIAN – Es una pregunta muy sencilla, Guillermo, sólo dime si lo sois o no.
El investigador biomédico cruzó su mirada con la de Bárbara, la cual era todo un poema. Le suplicaba al mismo tiempo que dijera la verdad y que ni se le pasara por la cabeza hacerlo, bajo ningún concepto.
GUILLERMO – Sí. Es cierto. Somos sus hijos.
OLGA – Pero eso no tiene nada que ver, Chris. Que sean los hijos de José Vidal no significa que lo que ha dicho Juanjo sea verdad.
Bárbara frunció el entrecejo, contrariada. Christian se giró hacia la joven de los pendientes en forma de perla, y se dirigió de nuevo a Guillermo.
CHRISTIAN – ¿Y tú trabajabas con él, en los laboratorios?
Guillermo asintió. Le temblaban las piernas. Había temido que ese momento llegase desde que puso el primer pie en Bayit.
Zoe, desde su posición tras la puerta interior del recibidor, no alcanzaba a comprender nada. Ella le había mencionado a Bárbara en más de una ocasión que su padre, Adolfo, trabajaba en la seguridad de los laboratorios ЯЭGENЄR. No concebía que la profesora no le hubiese contado nunca que el suyo también lo había hecho, de igual modo que su hermano.
CHRISTIAN – Mira, te lo voy a poner más fácil. Al igual te parecerá una tontería, pero… ¿Es culpa tuya que la infección se haya extendido por toda la Tierra?
Guillermo respiró bien hondo y expulsó el aire lentamente, por ambas fosas nasales. Llegados a esas alturas no valía la pena seguir mintiendo. Bárbara comenzó a girar a toda velocidad su anillo de pedida en el dedo corazón. Quería que se la tragase la tierra. De repente, su idea de desvelar el secreto al grupo parecía mucho menos atractiva que hacía unos minutos.
GUILLERMO – Sí, es cierto.
La respuesta cayó como un jarro de agua fría en el grupo. Todos se quedaron de piedra. Incluso Bárbara, aunque por un motivo muy distinto al del resto. Eso generaba un punto de inflexión sin posibilidad alguna de enmienda. El propio Christian, que lo que pretendía era sacarle los colores a Juanjo, se quedó sin palabras. Reflexionó durante unos segundos, y le vino a la mente la imagen de aquella fotografía, en su decimoctavo cumpleaños, acompañado de su madre. Su madre había perdido la vida por culpa de aquél hombre.
El investigador biomédico notó cómo le temblaba la mandíbula y cómo la punta de sus dedos se tornaba gélida. Su mirada fue incapaz de pasar por alto el hecho que todos llevaban un arma encima. Todos y cada uno de ellos, a excepción del niño. Pero por algún motivo, se sentía extrañamente sereno. Sabía que, en el fondo, necesitaba eso, tanto como necesitaba recuperar a su difunto hijo. Llevaba demasiado tiempo atormentándose por todo el mal que había provocado por su exceso de ambición, y así podría, aunque sólo fuera mínimamente, expiar sus pecados. No merecía la compasión de esa gente a la que había privado de sus seres queridos y de su vida. Merecía un castigo por todo el mal efectuado y estaba dispuesto a recibirlo sin luchar. No le quedaban fuerzas para eso.
Christian, como movido por un resorte, se llevó la mano a la cintura y cogió su arma. Su gesto provocó más de una exclamación entre los presentes. No apuntó directamente a Guillermo, pero sus intenciones resultaron suficientemente claras. Bárbara no lo pudo evitar y dio un paso al frente, colocándose entre su hermano y el ex presidiario.
BÁRBARA – ¿Pero qué te pasa a ti, que le quieres tomar el relevo a Paris? ¿Te has vuelto loco?
CHRISTIAN – Por culpa de ese hombre mi madre está muerta.
BÁRBARA – Ese hombre es mi hermano, y tiene un nombre.
CHRISTIAN – Me da exactamente igual.
BÁRBARA – ¿Y qué te crees, que matándolo la vas a recuperar?
Christian tragó saliva. El arma le temblaba en la mano. Maya se vio tentada a mediar, para evitar una catástrofe, pero ella también había perdido a toda su familia. Le resultaba terriblemente complicado empatizar con los hermanos Vidal. Si aquél hombre era el responsable de la muerte de Melissa y del pequeño Daniel, al igual que de su padre y de su madre, ella no tenía intención alguna de mover un dedo para ayudarles.
BÁRBARA – Por el amor de Dios, pero si ni siquiera sabes lo que pasó. ¿Quién eres tú para juzgarlo?
CHRISTIAN – ¿Tú lo sabías, Bárbara?
Bárbara no tuvo ocasión de responderle. Guillermo la echó a un lado, empujándola, y se encaró a Christian.
GUILLERMO – No. Ella no tiene absolutamente nada que ver.
CHRISTIAN – Perdona, pero no estoy hablando contigo.
El ex presidiario se dirigió de nuevo a Bárbara.
CHRISTIAN – ¿Lo sabías?
Bárbara agachó la mirada como única respuesta. Eso fue más que suficiente para Christian. Quien tenía delante, ahora, no era más que una extraña.
GUILLERMO – Da igual que ella lo supiera o no. Toda la culpa es mía.
CHRISTIAN – Ella es igual de culpable que tú, por ocultárnoslo durante todo este tiempo.
GUILLERMO – ¿Seguiría tu madre viva si ella te lo hubiera contado cuando os conocisteis? ¿No, verdad? La única diferencia que es ella estaría muerta.
Señaló a su hermana, que quería que se la tragara la tierra, consciente que habían abierto una caja de Pandora que jamás se podría cerrar. Nada ni nadie podría arreglar las repercusiones de cuanto ahí estaba aconteciendo.
GUILLERMO – Lo único que os ha mantenido vivos todo este tiempo es que habéis estado juntos, ayudándoos unos a otros. No la metas a ella en esto, te lo pido por favor. Demuestra que eres mejor que Paris. Aquí el único culpable soy yo. Si alguien merece un castigo, soy yo, no ella.
Christian respiró hondo de nuevo. El papel de verdugo le quedaba muy grande, pero no estaba dispuesto a pasar por alto todo el mal que aquél huraño hombre había provocado.
CHRISTIAN – Que levante la mano quien considere que Guillermo debe irse de Bayit.
Christian se giró hacia los demás, que prestaban atención a la conversación desde el rellano, sin ser aún capaces de dar crédito a tantas revelaciones consecutivas. Bárbara observó uno a uno todos los presentes en el rellano. Uno a uno fueron levantando la mano al tiempo que agachaban la cabeza. Al parecer, no les hacían falta más explicaciones para juzgar y sentenciar a su hermano. Fue entonces cuando se dio cuenta de lo equivocada que había estado desde el principio, al pensar que debió habérselo contado. Todos y cada uno de ellos levantaron la mano. Incluso Josete lo hizo, aunque tan solo fuera por imitación al resto, puesto que no estaba entendiendo nada de lo que ahí ocurría. Todos lo hicieron a excepción de Zoe.
CHRISTIAN – Está decidido. Tú te puedes quedar, pero él tiene que irse.
Bárbara soltó una corta y aguda risotada.
BÁRBARA – No, no. Ni de coña. Si tú te vas, yo me voy contigo.
GUILLERMO – Bárbara, no seas tonta.
BÁRBARA – ¿Lo vais a echar sin escucharlo? ¿En serio me lo estás diciendo?
GUILLERMO – Bárbara, no estropees más las cosas.
BÁRBARA – Vale… vale. Si es eso lo que queréis. Pero nos estáis echado a los dos.
CHRISTIAN – Bueno, pues ya sabéis dónde está la puerta. Ahora es más ancha que nunca, gracias a Paris. Podéis coger algo de comida y un poco de munición. Haced lo que os dé la gana, pero aquí no sois bienvenidos. Y si intentáis volver, os trataremos igual que a cualquier otro infectado.
BÁRBARA – No, no te preocupes, que no volveremos.
ZOE – ¿Pero se puede saber qué bicho te ha picado, Christian?
El ex presidario abandonó por un instante su semblante serio y adusto, cuando la niña se colocó entre los dos hermanos.
ZOE – ¡Estás hablando de Bárbara! Estaríamos todos muertos si no fuera por ella.
CHRISTIAN – Estaríamos todos vivos si no fuera por él.
ZOE – Todavía estarías en aquella celda si Bárbara no hubiera venido a ayudarte. No sé ni cómo no se te cae la cara de vergüenza.
Christian llevaba demasiado tiempo buscando un culpable para todo aquél sufrimiento, una cabeza de turco sobre la que poder volcar toda su ira y frustración por quienes habían perdido por el camino. De hecho, todos lo hacían, y en gran medida por ello prefirieron callar. Aquella niña no le iba a privar de ello.
CHRISTIAN – No. no te equivoques bonita, fue Morgan quien decidió ir a la cárcel, fue él quien me liberó, no ella. Y te recuerdo que él está muerto, igual que lo están tus padres, y todo por culpa de él.
Zoe hinchó los carrillos. Con aquella cara de enfado y los ojos rojos, costaba verla como la niña inquieta y bondadosa que siempre había sido. Christian no pudo evitar que se le erizase el vello de los brazos, por más que sabía que la niña no intentaría atacarle para comérselo vivo. Siempre le había costado mucho mantener el contacto visual con ella después de su milagrosa recuperación.
ZOE – Si los echáis a ellos, también me estáis echando a mí.
Bárbara, con los ojos vidriosos, se giró hacia la niña.
BÁRBARA – Zoe, no…
La niña no le dejó acabar de hablar. Estaba muy enfadada.
ZOE – No, Bárbara, lo siento. Si te vas, me voy contigo. No voy a volver a perderte otra vez. Nunca.
Bárbara notó cómo una lágrima recorría su mejilla. Se arrodilló y abrazó a la niña con fuerza, mientras los demás se mantenían en silencio.
Una hora más tarde, después de haber recogido sus enseres, recopilado algo de comida, unas cuantas garrafas de agua y algo de munición, Bárbara, Zoe y Guillermo fueron expulsados de Bayit. Nadie fue capaz de encontrar a Juanjo, aunque se pasaron toda la tarde buscándole. Jamás lo harían.
December 31, 2018
3×1177 – Congregación
1177
Barrio de Bayit, ciudad de Nefesh
27 de enero de 2009
JUANJO – Os preguntaréis por qué os he reunido a todos aquí.
Darío puso los ojos en blanco. Christian cuchicheó algo al oído de Maya. Estaban todos en pie, describiendo una media circunferencia en cuyo centro se encontraba el banquero. Les había congregado en el centro de día, en el mismo lugar donde hacía tan poco tiempo habían descubierto el cadáver de Marion y los de todos aquellos bebés. Por más que habían limpiado a conciencia y a golpe de vista todo parecía en regla, el que más el que menos, todos se sentían bastante incómodos ahí. Ninguno le dio especial importancia al hecho que ni Bárbara ni su hermano hubiesen sido convocados a aquella reunión extraordinaria. Juanjo hubiera deseado avisar también a Zoe; de hecho, era una de sus prioridades, pero la niña vivía con los hermanos Vidal y él no quería correr riesgos.
El banquero había ido avisando a todos los habitantes del bloque azul, piso a piso, obviando únicamente el ático y el de Marion y Carlos, que ahora estaba vacío. A diferencia de lo que él sospechaba, todos decidieron acompañarle: la curiosidad fue más grande que la animadversión que les despertaba Juanjo, al que hacía semanas que apenas veían el pelo. Le acompañaron al centro de día, lejos de las potenciales miradas indiscretas de Bárbara y de Guillermo.
DARÍO – Va, déjate de misterios. ¿Qué es lo que quieres de nosotros?
JOSETE – Os he hecho que vengáis aquí porque tengo algo que contaros. Algo que es muy importante.
Olga puso los ojos en blanco. No le gustaba un pelo ese hombre.
JUANJO – Bárbara y Guillermo nos han estado ocultando algo desde hace demasiado tiempo.
Las miradas de tedio y recelo se tornaron en curiosidad.
JUANJO – Bárbara y Guillermo son los hijos de José Vidal, el hombre que inventó la vacuna ЯЭGENЄR.
Poco a poco, el discurso del banquero fue calando entre los presentes, que empezaron a dejar de hablar entre sí y a prestarle verdadera atención.
CARLA – ¿Ese hombre no murió este verano?
JUANJO – Sí. Un par de días antes de que empezase la epidemia.
CARLA – Vale, ¿y qué?
JUANJO – ¿No te parece mucha coincidencia? Guillermo también era un científico, y trabajaba con su padre.
MAYA – Perdona que te diga, Juanjo, pero no me parese para tanto. Después de cómo se portó la gente cuando empesó la epidemia, echándoles la culpa a ellos, me parese normal que no hayan querido contarnos que estaban relasionados con los laboratorios. Yo tampoco lo hubiera hecho.
JUANJO – No, no. Si esto no es más que el principio. El padre creó la vacuna, pero el hijo, Guillermo, fue quien inventó el virus.
El silencio se rompió con varias voces que se pisaban unas a otras, mostrando desconcierto e incredulidad a partes iguales.
OLGA – Eso no tiene ni pies ni cabeza, Juanjo. ¿A qué viene todo esto? ¿Qué es lo que pretendes?
JUANJO – Entiendo que os cueste creerlo. Yo tampoco lo creí, cuando les escuché por casualidad, hablando entre ellos. Entonces… cometí el error de contárselo a Paris y… ya veis lo que…
GUSTAVO – ¡¿Así que tú eres el culpable de todo lo que ha pasado?!
JUANJO – No, no, no. No te equivoques, chaval. Todo esto lo ha hecho Paris, porque se volvió loco al descubrir lo que yo os estoy contando ahora. Él no supo gestionarlo. Pero… considero que vosotros también tenéis el derecho a saberlo, y por eso he preferido contároslo. Creo que os lo merecéis. Merecéis saber con quién estáis conviviendo. ¿Por qué creéis que Paris mató al hijo de Guillermo? Fue por venganza.
DARÍO – No entiendo a qué viene todo esto, Juanjo.
JUANJO – Dejadme acabar de explicarlo, y luego… sacad vuestras propias conclusiones.
El viejo pescador asintió y Juanjo se lo agradeció con un gesto de la cabeza.
JUANJO – Se enteró de lo que os estoy contando a vosotros y decidió tomarse la justicia por su mano. Pero Bárbara fue más lista, y le mordió. Ella está infectada, ya lo sabéis. Él… estaba vacunado y… sabía que iba a morir. Por eso volvió a destruir el barrio, porque sabía que no tenía nada que perder y quería matarlos a toda costa. Pero le salió el tiro por la culata.
MAYA – Todo esto me parese muy fuerte. Has perdido el juisio por completo.
El banquero hizo ver que no la había oído.
JUANJO – El padre murió este verano y Guillermo trató de revivirlo, con un experimento secreto en el que había estado trabajando…
CARLA – ¿Pero tú te estás oyendo, por el amor de Dios?
JUANJO – ¡Déjame hablar, cojones!
Los cuchicheos cesaron por un momento, y Juanjo prosiguió.
JUANJO – El padre resucitó, como Guillermo pretendía, pero… lo hizo como infectado, y ahí fue cuando empezó… todo. Él sabía que algo malo iba a pasar, pero aún así lo hizo. Lo único que le importaba era recuperar a su padre, aunque fuera a costa de acabar con toda la raza humana. Por eso ellos no se vacunaron. ¿No os parece raro que precisamente los dos hijos del hombre que inventó la vacuna no se hubieran vacunado? Ellos lo sabían. Lo sabían todo desde el principio. Pero prefirieron callarse. No les dijeron nada a las autoridades, aún cuando así podrían haber reaccionado a tiempo y evitar todo lo que pasó después. Y llevan todo este tiempo viviendo con nosotros, riéndose en nuestras caras cada día, sabiendo que hemos perdido a nuestros familiares, a nuestros amigos… Y todo por su culpa. No podemos seguir viviendo con esa gente, que nos ha estado mintiendo todo este tiempo.
OLGA – Mira, lo siento, pero yo no aguanto ni un minuto más esta tontería, Juanjo. Yo me voy.
JUANJO – Si no me creéis, preguntadles a ellos. ¿Qué necesidad tengo yo de inventarme todo esto? ¿Qué gano?
Olga y él mantuvieron una breve batalla de miradas.
CHRISTIAN – Pues sí, será lo que hagamos.
Todos se giraron hacia el ex presidiario, sorprendidos por su reacción. Parecía ser el único que realmente estaba dando crédito a las palabras del banquero.
JUANJO – Id y preguntadles. Yo os estaré esperando aquí.
CHRISTIAN – ¿Por qué no te vienes tú también?
JUANJO – Porque sé perfectamente lo que os van a decir, y porque no les quiero volver a ver la cara, a ninguno de los dos. No sé ni qué haría si me los vuelvo a cruzar, en serio te lo digo.
CHRISTIAN – Bueno… vale. Venga, va. Vamos a preguntarles a ver qué opinan ellos de todo esto.
Christian hizo un gesto con la mano al resto de supervivientes, al tiempo que daba media vuelta y ponía rumbo a la copistería desde que la se accedía de vuelta a la calle corta. Maya le siguió, sin más. El resto recelaron un poco, pero finalmente, uno a uno, sin saber muy bien cómo ni por qué, le imitaron, hasta que finalmente Juanjo se quedó solo en el centro de día. Eso era lo que él pretendía.
Todos, en fila india, se dirigieron de vuelta al edificio azul, y él, satisfecho del trabajo bien hecho, se dirigió hacia la camioneta de reparto que había aparcado horas antes no muy lejos de ahí en la calle larga. En aquella camioneta había cargado todo cuanto había robado las últimas semanas, que no era precisamente poco: tanto alimento como combustible, armas y municiones suficientes para poder sobrevivir durante años: décadas incluso.
Paris había destruido su idea original de quedarse en el barrio, al tornarlo tan peligroso como cualquier otro rincón de la isla, de modo que Juanjo había decidido abandonarlo, para no volver. Y eso fue lo que hizo. A bordo de la camioneta abandonó Bayit y puso rumbo al sur, al tiempo que Christian daba tres certeros y rápidos golpes en la puerta del ático donde vivían Bárbara y Guillermo.
December 28, 2018
3×1176 – Comitiva
1176
Barrio de Bayit, ciudad de Nefesh
27 de enero de 2009
Afuera seguía lloviendo, aunque no se trataba de una lluvia muy intensa y no tardaría en extinguirse. Zoe estaba en su cuarto, con la puerta entornada, leyendo una novela gráfica que trataba sobre un grupo de conejos que debía huir de su madriguera para evitar que los humanos acabasen con su vida. Bárbara se encontraba en la cocina del ático que compartía con su hermano y con la niña, sentada en uno de los taburetes, con la mirada gacha. Guillermo le daba la espalda, entretenido despedazando una gallina que habían sacrificado esa misma mañana, tras el sepelio, con un enorme cuchillo de carnicero de mango blanco con la afilada hoja manchada de sangre.
Llevaban unos veinte minutos en un silencio solo roto por el repicar de las gotas de lluvia en la ventana, más acompañados por sus propios demonios personales que por el otro. Todo había pasado demasiado rápido, y aún les costaba dar crédito a que no podrían volver a ver jamás a Guille. Que su verdugo también hubiera perdido la vida no servía siquiera de consuelo. Nada ni nadie podría devolverles al pequeño Guille.
Bárbara seguía muy intranquila. Pese a que sabía a ciencia cierta que tanto Carlos como Paris se habían llevado su secreto a la tumba, no podía dejar de sentirse mal por todo cuanto había ocurrido por mantenerlo oculto a toda costa. El propio instalador de aires acondicionados le había quitado la venda a ese respecto, poco antes de pasar a mejor vida. Llevaba todo el día y toda la noche dándole vueltas.
BÁRBARA – Tendríamos que haberlo contado todo desde el principio…
El investigador biomédico chistó al oír las palabras de su hermana.
GUILLERMO – ¿Otra vez con eso?
La profesora se giró hacia él, sorprendida por su tono de voz. Fue más una reflexión en voz alta que una idea realmente madurada, pero no por ello molestó menos a su hermano. Lo último que necesitaba Guillermo era que nadie le echase la culpa por lo ocurrido: ya se le daba suficientemente bien a él hacerlo; de hecho, no hacía otra cosa desde que descubriese el cadáver del chaval hacía un par de días.
BÁRBARA – Nada de esto hubiera ocurrido, y ahora…
Bárbara suspiró. Al fin y al cabo, Carlos tenía razón: no valía la pena echar la culpa a nadie, eso no revertiría el mal ya acontecido, y tan solo propiciaría aún más dolor.
GUILLERMO – Así que esto también es culpa mía, ¿no?
La profesora respiró hondo, aguantándole la mirada unos segundos, con un nudo en el estómago y unas irrefrenables ganas de llorar. Él acabó por darse por vencido y siguió con sus quehaceres culinarios. Volvieron a sumirse en el silencio, roto de vez en cuando por algún que otro gimoteo esporádico de la profesora.
Tres certeros y rápidos golpes en la puerta de entrada sacaron a ambos hermanos de su ensimismamiento. Bárbara frunció el ceño, pues no esperaban visita.
BÁRBARA – Voy a… voy a ver.
Guillermo no se molestó siquiera en levantar la mirada de la pechuga que estaba fileteando. La profesora se dirigió hacia la entrada y tiró de la puerta. Al hacerlo, se encontró de frente con Christian. Tras él estaban Maya e Ío, y el resto del rellano lo ocupaban Olga, Gustavo, Darío y Carla. Incluso Josete se había sumado a aquella comitiva tan inesperada como extraña para Bárbara. La profesora no echó en falta a Juanjo. Ni siquiera sabía si había sobrevivido al ataque de los infectados, lo cual realmente le traía sin cuidado.
Pensó que quizá se habían acercado para acordar cómo proceder para reconstruir las porciones de muralla que Paris había destruido en su ataque kamikaze antes de perder la vida. Era algo que rondaba la cabeza de todos desde hacía un par de días: de lo que no cabía la menor duda era que no podían seguir encerrados en el bloque azul de por vida, por más que tuvieran alimento y agua suficientes ahí dentro para aguantar varias semanas, y que la puerta del portal estuviese atrancada a conciencia para evitar visitas inesperadas. Sin embargo, algo dentro de sí le invitó a pensar que el objetivo de esa inesperada visita no era tal: para ello no hubiera hecho falta que viniesen todos.
Pese a que la puerta seguía rota y podrían haber entrado sencillamente presentándose en voz alta, como acostumbraban a hacer, por algún motivo prefirieron seguir un cierto ritual de buenos modos. Bárbara se extrañó al ver la expresión ceñuda y seria de quienes habían decidido ir a visitarles. El ex presidiario parecía haberse autoproclamado portavoz del grupo, encabezándolos a todos en aquella curiosa comitiva en forma de triángulo invertido.
CHRISTIAN – ¿Puede salir tu hermano un momento?
BÁRBARA – ¿Mi hermano?
CHRISTIAN – Sí, tu hermano, Bárbara. El único que tienes. Queremos hablar con él.
Bárbara frunció el ceño. No le gustó un pelo la expresión de la cara de Christian ni sus malas formas. Tuvo un mal presentimiento.
BÁRBARA – Sí. Dame… dame un segundo.
CHRISTIAN – Gracias.
La profesora se dio media vuelta, pero aún así, todavía se sentía escrutada por aquellas más de dos docenas de ojos.
Vio a Zoe asomar de la puerta de su habitación, con el pelo rojizo recogido en una trenza, sin las gafas de sol. Ambas se aguantaron la mirada un instante. Bárbara respondió a la pregunta muda de la niña de la cinta violeta en la muñeca limitándose a alzar los hombros en señal de indiferencia, y se acercó arrastrando los pies hasta la cocina. Su hermano se giró, cuchillo ensangrentado en mano, y frunció también el ceño al ver la expresión de su cara.
BÁRBARA – ¿Puedes… puedes venir un momento? Quieren hablar contigo.
GUILLERMO – ¿Quién?
Guillermo ladeó la cabeza, ligeramente contrariado. Ni esperaba ni deseaba vista alguna. Tan solo quería comer en paz, pues estaba hambriento, y luego echarse en la cama, para no volver a salir de ahí jamás si hiciera falta. Bárbara tragó saliva.
BÁRBARA – Todos.
Ambos hermanos se dirigieron al recibidor del ático y quedaron bajo el umbral de la puerta de entrada.
GUILLERMO – ¿Qué pasa?
December 24, 2018
3×1175 – Tumbas
1175
Barrio de Bayit, ciudad de Nefesh
27 de enero de 2009
Tres nuevas tumbas. Una grande, una mediana y una pequeña. Mucho el dolor de los que velaban a los muertos, con ojos en la nuca por si algún otro infectado decidía acercarse al barrio. El cielo también estaba del luto, en consonancia con el ánimo de los supervivientes, amenazando lluvia. El Jardín ya no era un lugar seguro, y no volvería a serlo hasta que reconstruyeran cuanto Paris había destruido.
Todos habían acudido al sepelio, pese al peligro que éste entrañaba ahora que las murallas no les protegían del exterior. Todos a excepción de Juanjo, que no se había dignado a mover un solo músculo por librar al barrio de los infectados, incluso viéndolos pasear impunemente por la calle larga desde detrás de las ventanas de su nueva casa. El banquero estaba extremadamente furioso con Paris por lo que había hecho, y más convencido que nunca que no podía confiar en nadie para conseguir lo que se proponía. Héctor y Paris le habían dado la mejor lección a ese respecto. Pero él ya tenía en mente su siguiente plan.
Paris no se encontraba entre los homenajeados, y no porque los supervivientes hubieran decidido que no lo merecía, que hubiera sido el caso sin lugar a dudas llegado el momento, sino porque a duras penas quedó nada reconocible de él después que los infectados se dieran semejante festín con su cadáver. Los pedazos desmembrados de su cuerpo que los infectados no habían tenido tiempo de comerse antes que les matasen, yacían ahora entre las cenizas de la descomunal pira funeraria que habían preparado en medio del Jardín para deshacerse de los cadáveres de cuantos infectados había traído consigo el dinamitero en su regreso kamikaze.
Librar al barrio de los infectados había sido un trabajo duro, lento y farragoso. No paraban de acudir, incluso horas después que la música hubiese cesado, quizá atraídos por el ruido de los disparos que acababan con la vida de sus congéneres, quizá sencillamente porque Paris les había despertado, obligándoles a cambiar sus rutinas y explorar nuevas zonas de la isla. En el fondo, el dinamitero les había hecho un pequeño favor después de todo: la isla jamás había sido más segura que en ese momento, con del orden de trescientos infectados menos de los que preocuparse jamás.
Bárbara tenía el corazón dividido entre Carlos y su sobrino. Ella misma se había encargado de darle el adiós definitivo, siguiendo las indicaciones del propio instalador de aires acondicionados. Éste enfermó, como todos sospechaban que ocurriría, y mucho más rápido de lo que ninguno de ellos hubiese podido prever. Ella estuvo a su lado prácticamente en todo momento, cosa que Guillermo no llegó a entender dadas las circunstancias. Se sentía en deuda con él, y ella misma, la tarde de la jornada anterior, sola, disparó a su sien tan pronto éste exhaló su último aliento de vida, antes de convertirse en una de aquellas bestias. La suya era la tumba grande.
Christian no podía parar de mirar el mural que él mismo había dibujado, en el que se encontraba Fernando. Lo dibujó en un momento en el que creyó que el mecánico estaba muerto, sin estarlo realmente. Ahora sí lo estaba. Él mismo se había encargado de enterrar lo que quedaba de su cuerpo, no mucho tras la explosión del taller y el posterior ataque de los infectados. Había cavado la tumba él solo, con la ayuda de Maya, que hacía guardia junto a él, pistola en mano, la mañana de la jornada anterior. La suya era la tumba mediana.
Guillermo no había comido nada desde la muerte de Guille, y apenas había mediado palabra con nadie. Bárbara estaba francamente preocupada por él: jamás le había visto tan afectado, huraño y cabizbajo, ni siquiera tras la muerte de su padre ni de la de su madre. La seguridad del niño y el empeño por encontrarla a ella en aquél mundo devastado habían sido los únicos motivos que habían mantenido al investigador biomédico en pie de guerra. Ahora Guille ya no estaba con ellos más que en cuerpo, y Bárbara estaba más preocupada por su estado que por encontrarse en mitad del Jardín a merced de los infectados. La suya era la tumba pequeña.
Cuando empezó a chispear, Carla se llevó a Josete de vuelta al edificio azul. Darío les siguió. Resultaba en cierto modo irónico: parecía que la naturaleza se hubiese apiadado de ellos y les brindase la oportunidad de honrar a los muertos sin temer por sus vidas, pues los infectados detestaban la lluvia. Nadie había abierto la boca por homenajear a los recién caídos: nadie fue capaz de encontrar las palabras adecuadas. Todos, en cierto modo, estaban tan tristes como asustados, preguntándose cuál de los presentes sería el siguiente en ocupar un hueco junto a Marion, junto a Morgan, o junto a cualquiera de los bebés.
Uno a uno todos fueron abandonando lo que cada vez se parecía más a un camposanto, a medida que la lluvia fue haciéndose cada vez más intensa. Todos menos los hermanos Vidal, que permanecieron hombro con hombro frente a la tumba del pequeño Guille. Se apiadaron de ellos no obstante, conscientes que no era lo mismo perder a un amigo, por bueno que fuera, que perder a un hijo.
Ninguno entendió muy bien qué había podido pasar por la cabeza de Paris para decidir acabar con la vida del niño, pero nadie osó preguntarle directamente a Bárbara o a Guillermo. Quienes conocían el motivo estaban muertos, y se habían llevado el secreto con ellos a la tumba. Eso era algo que atormentaba muy gravemente a Bárbara. Ella era cada vez más consciente que todo eso había ocurrido por su afán por mantener ese maldito secreto oculto, y cada vez le quemaba más dentro.
BÁRBARA – Vamos, que nos estamos empapando.
El investigador biomédico levantó el mentón, y giró la cara empapada en agua de lluvia hacia su hermana. La tristeza reflejada en sus ojos hizo que Bárbara sintiese un pinchazo en el costado. Le asió la mano, y le llevó consigo de vuelta a la relativa seguridad que brindaba el edificio azul, pasando a través del destrozado taller mecánico.
December 21, 2018
3×1174 – Fiel
1174
Barrio de Bayit, ciudad de Nefesh
25 de enero de 2009
El ocaso de aquél día tan largo y duro había llegado finalmente. Carlos salió de su estado de sopor al escuchar un par de golpes en la puerta de su dormitorio. El mismo dormitorio donde tantas noches había compartido con Marion desde que se instalasen ahí. La idea de asentarse en un barrio amurallado había sido de Fernando; la de que Bayit fuese ese lugar, de Paris. Ahora ambos estaban muertos, y el barrio era tan peligroso sino más que cualquier otro lugar en la isla.
BÁRBARA – ¿Se puede?
CARLOS – Pasa.
La profesora accedió al dormitorio y cerró con suavidad la puerta tras de sí con ayuda del hombro. Sus ya habituales ojeras se mostraban más acusadas que nunca. Carlos estaba tumbado sobre la cama, en el mismo sitio donde ella e Ío le habían dejado esa misma mañana, hacía horas, después de limpiar y vendar sus heridas. Le llamó la atención la bandeja que sostenía entre las manos, con un plato hondo humeante. Bárbara había guisado una cantidad obscena de judiones con chorizo para todos los habitantes del barrio, y le traía un buen plato al instalador de aires acondicionados.
BÁRBARA – Te traigo… algo para cenar.
CARLOS – Gracias.
Bárbara dejó la bandeja sobre la cómoda que tenía a su lado y se acercó a Carlos. Éste se incorporó con una mueca de dolor en el rostro. Aún le dolía el tobillo cada vez que hacía algún movimiento con el pie. Colocó la almohada contra el cabezal de la cama, para apoyar ahí los riñones, y no pudo evitar reparar en las heridas vendadas de sus manos. Era perfectamente consciente que se había infectado y de lo que eso implicaría a muy corto plazo, pues recordaba perfectamente cuándo le vacunaron, en uno de los centros de menores en los que pasó su infancia.
BÁRBARA – ¿Cómo te encuentras?
Carlos levantó la mirada y la fijó en los ojos castaños de Bárbara. Aún no había asumido del todo la irreversibilidad de lo ocurrido, y se encontraba algo mareado por el humo que había inhalado en el incendio del taller. Cogió aire para responderle, pero no fue capaz de encontrar las palabras.
BÁRBARA – Te debo una explicación.
El instalador de aires acondicionados hizo un gesto con su mano vendada, quitándole importancia.
BÁRBARA – Lo siento… Lo siento mucho.
Bárbara comenzó a girar su anillo de pedida en el dedo anular, visiblemente nerviosa.
BÁRBARA – Os lo tenía que haber… os lo tenía que haber contado todo desde el principio. Pero temí que… que no quisierais en el grupo, que me… rechazaseis y…
La profesora chistó con la lengua.
CARLOS – ¿Pero qué tontería es esa, Bárbara? Nos has salvado el culo mil veces, y… siempre has sido la primera en levantarnos el ánimo cuando las cosas se ponían feas. ¡Joder, si no fuera por ti, se me habrían comido vivo esta misma mañana!
BÁRBARA – Ya, ya… Pero aún así… Es que esto es muy fuerte, Carlos. Es un secreto demasiado… gordo.
CARLOS – ¿Paris decía la verdad?
BÁRBARA – Bueno… él…
Bárbara tomó aire y lo soltó lentamente, mientras reflexionaba.
BÁRBARA – Sí.
CARLOS – ¿Tu hermano creó el… el virus éste? ¿La infección?
BÁRBARA – ¡No! Eso fue… eso fue un accidente. Él… él sólo pretendía salvar a mi padre. Pero… ya hacía mucho tiempo que habíamos perdido a mi padre. Él… A ver cómo te lo explico… Mi padre era José Vidal, el hombre que inventó la vacuna ЯЭGENЄR.
Carlos se mostró genuinamente sorprendido ante tal revelación. Conocía el apellido de la profesora, pero jamás imaginó que podría estar emparentada con el célebre científico que había inventado semejante prodigio para la medicina.
BÁRBARA – Él… murió hace unos meses. Y mi hermano…
Bárbara tragó saliva.
BÁRBARA – Él intentó devolverle a la vida, usando una… prueba desechada de cuando mi padre estaba trabajando en la vacuna. Él… lo único que quería era recuperarle, pero… todo salió mal. Mi padre revivió, sí, pero… no como él esperaba. Y… Bueno, ya sabes lo que pasó luego. Mi padre fue el primer infectado, e infectó a otros, que infectaron a otros y… Es la reacción entre la vacuna y esa… prueba, lo que hace que la gente enferme. El virus en sí… es inofensivo, de hecho, es como una versión muy mejorada de la propia vacuna. Por eso a mi no me ha pasado nada, pese a estar infectada, porque yo nunca llegué a vacunarme.
CARLOS – A diferencia de mí.
Bárbara agachó la cabeza, avergonzada. Carlos iba a morir por culpa de su padre por inventar la vacuna, por culpa de su hermano por intentar revivirle, y por su culpa por propiciar accidentalmente su muerte en primera instancia, desencadenando aquél efecto dominó de resultados apocalípticos. Era todo demasiado arbitrario, demasiado absurdo. Una lágrima recorrió la mejilla de la profesora.
CARLOS – No pongas esa cara. Te lo he dicho más de una vez: nunca llegué a creerme del todo que hubiéramos podido sobrevivir… tanto. Esto… tenía que ocurrir más tarde o más temprano. No vale la pena echar la culpa a nadie. El mal ya está hecho. Y ninguno de los dos queríais que esto ocurriese, ¿verdad?
BÁRBARA – ¡No!
CARLOS – Pues ya está. No te calientes la cabeza.
La profesora se acercó más y sujetó con suavidad la mano vendada de Carlos. Tenía los ojos velados por las lágrimas. Esas palabras eran lo que ella necesitaba para apaciguar, aunque fuese mínimamente, su atribulada cabeza. En esos momentos hubiera dado su propia salud con tal de librar a Carlos de la infección, pero ya no había nada que se pudiera hacer por él. Zoe había gastado ese último cartucho.
BÁRBARA – Pero es tan injusto, es tan…
Volvió a sollozar. Por algún motivo, Bárbara no se sorprendió cuando Carlos la sujetó del mentón con la otra mano y la besó en los labios. Un arrebato de furia, miedo, pena y lujuria recorrió su cuerpo de arriba abajo como un latigazo. Sin saber muy bien cómo, se encontró devolviéndole el beso, apasionadamente, sin el menor atisbo de arrepentimiento. Carlos la atrajo hacia sí con delicadeza y ambos se acomodaron en la cama, donde empezaron a desvestirse mientras seguían besándose, comunicándose tan solo con la mirada. No hacía falta nada más.
Hicieron el amor. Se trató más de una comunión entre sus almas, un efusivo saludo entre buenos y viejos amigos que saben que no van a volver a verse nunca más. El modo en el que Carlos la perdonaba por haber ocultado aquél secreto durante tanto tiempo. El modo en el que Bárbara entendió que debía haber sido franca desde el primer momento. Una despedida definitiva.
Fuera, una miríada de cadáveres lucía cual desproporcionada alfombra roja en el Jardín y sus alrededores. Prácticamente todos los habitantes supervivientes de Bayit se encontraban en la azotea del edificio azul, fuertemente armados, ajusticiando a cualquier infectado que se les pusiera a tiro con la ayuda de la luz de las farolas. La sensación general era de total abatimiento. Haría falta muchísimo trabajo para reconstruir todo lo que Paris había destruido en cuestión de minutos.
De vez en cuando sonaba algún disparo, amortiguado por la ventana cerrada, pero ni Bárbara ni Carlos fueron capaces de oírlos: estaban demasiado concentrados el uno en el otro.
December 17, 2018
3×1173 – Desidia
1173
Barrio de Bayit, ciudad de Nefesh
25 de enero de 2009
Carlos se apresuró tanto por bajar del baluarte que cayó rodando aparatosamente por la rampa de tierra. Sentía la necesidad de frenar a Paris cuanto antes, consciente que había perdido el poco juicio que le quedaba, y que podría hacer cualquier cosa. Se sintió extremadamente ridículo mientras caía y se lastimaba. El eco de la música empezaba a filtrarse débilmente a través del pitido que se había apoderado por completo de su sentido del oído tras la descomunal explosión.
Se torció un tobillo en el proceso, se magulló el lateral izquierdo de la cara y perdió el rifle mientras rodaba. Para entonces Paris ya había accedido al Jardín, y mantenía un corto aunque tenso duelo de miradas con Fernando. Cuando finalmente quedó inmóvil, en la parte inferior de la rampa, el instalador de aires acondicionados se levantó a toda prisa y notó un fuerte un pinchazo en el pie que le hizo apretar los dientes. Sintió un nudo en el estómago y unas irrefrenables ganas de llorar. El dinamitero había subido de nuevo a la furgoneta y ponía rumbo al extremo opuesto del Jardín, donde se encontraba Christian.
CARLOS – ¡Ven aquí si eres hombre, hijo de puta!
El dinamitero ni siquiera le oyó, aunque en su caso por un motivo bien distinto al suyo: él llevaba puestos tapones en las orejas, en previsión de los destrozos que pretendía seguir haciendo al barrio. Carlos miró en derredor hasta dar con su rifle, y subió cojeando una pequeña porción de rampa hasta que dio con él. En ese preciso momento una nueva explosión le hizo girar el cuello.
Vio la persiana del taller volando por los aires, y un buen puñado de ladrillos desperdigándose en todas direcciones. Utilizando el brazo de escudo se tapó la cara, pero por fortuna no le hubiera hecho siquiera falta. Carlos corrió como bien pudo, con su tobillo herido, en dirección al taller. Sabía a ciencia cierta que Fernando estaba dentro, y temía que la vil fechoría de Paris hubiese podido acabar con su vida.
Al quedar delante del agujero humeante donde antes se encontraba la persiana, se vio en la obligación de tomar una decisión. El derrumbe del edificio del centro de ocio y la posterior nube de polvo habían extinguido todo el fuego de la primera explosión, pero en el taller cundía el caos, y había fuego por todos lados. Nada le apetecía más que enfrentarse a Paris, pero algo dentro de sí le empujó en dirección opuesta. Si la vida del mecánico dependía de él, Carlos no estaba dispuesto a mirar hacia otro lado. Entró al humeante taller.
Carlos miró en derredor hasta dar con un extintor, y suplicó en voz alta que estuviese en buen estado. Se colgó el rifle al hombro, cogió el extintor y comenzó a rociar las bases de todos los fuegos que había ahí dentro, que no eran pocos. Entre el polvo en suspensión, el humo y la pulverización del extintor, Carlos se quedó sin otro de sus cinco sentidos. Por más que se esforzó, no fue capaz de dar con el mecánico, pero al menos consiguió lo que se proponía.
Con los ojos llorosos, pero satisfecho al comprobar que había podido extinguir por completo todo el fuego, y que por ende el barrio no sería pasto de las llamas, se internó algo más en el taller. Quería enfrentarse al dinamitero, pero antes quería saber si Fernando necesitaba su ayuda: de lo contrario no habría servido de nada todo ese tiempo que había perdido.
Se alegró al descubrir que, en efecto, Fernando estaba ahí. Lo encontró hecho un ovillo en la esquina opuesta a la de la persiana ahora ausente, con un corte en la frente del que no paraba de manar sangre. Le cogió de la mano, instándole a levantarse, y se sorprendió de lo ligero que era. Al disiparse un poco más la humarasca descubrió el motivo: el mecánico tan solo tenía ese brazo .También había perdido las extremidades inferiores y gran parte del estómago y el tórax, en un intento desesperado por evitar la explosión. Estaba muerto. Definitivamente muerto.
El instalador de aires acondicionados lo soltó, consciente que ya nada podría hacerse por él, y se giró, dispuesto a desandar sus pasos y, ahora sí, matar a Paris. Aquél gordo desequilibrado había matado a sangre fría a Fernando, amén de echado por tierra todo el esfuerzo por hacer del barrio un lugar seguro. Un lugar seguro en el que vivían niños que no tenían ninguna culpa de su enemistad con la familia Vidal: ya no podía seguir pasándolo por alto.
Al girarse se encontró de frente con una mujer de avanzada edad, con el pelo muy grasiento y cano recogido en un moño medio deshecho. Resultaba complicado verla entre todo aquél humo. Para entonces Carlos estaba literalmente llorando, aquejado de un escozor muy molesto en los ojos y un picor desagradable en la garganta.
El instalador de aires acondicionados tragó saliva, al ver, incluso con todo aquél polvo, los ojos inyectados en sangre de la infectada. Ésta no se lo pensó dos veces y se abalanzó sobre él, haciéndole caer de espaldas y perder nuevamente el rifle.
El forcejeo comenzó genuinamente bien. Aquella anciana era muy delgada, y a Carlos aún le quedaban bastantes fuerzas. Sin embargo, cuando otros seis infectados entraron al taller y se unieron a la fiesta, todo cambió drásticamente. Por fortuna, al menos para él, dos de ellos repararon en Fernando y comenzaron a comérselo ahí mismo, arrodillados junto a él, pero el resto se unieron a la septuagenaria. Carlos fue incapaz de evitar que le mordiesen y le arañasen. Le costaba incluso respirar, pues uno de ellos, uno especialmente pesado, había hundido la rodilla en su pecho.
Consciente que había llegado su hora, Carlos tuvo una visión fugaz de su vida, desde su triste infancia hasta su aún más triste declive. En esos momentos no fue capaz de rememorar siquiera un solo momento feliz. Había tragado mucho humo y estaba cada vez más mareado: era consciente que no tardaría en perder el conocimiento, y que jamás despertaría de ese sueño. Gritó insultándoles, mientras los infectados hundían sus dientes en sus extremidades, mordiendo más tela que carne, pero dejándole de recuerdo algún que otro mordisco bien profundo en los dedos, la muñeca y la cara.
Creyó ver a Marion entre el humo, y sonrió. Al fin podría reencontrarse con ella. Marion llevaba una pistola en cada mano y disparó con ambas, con bastante buena puntería, a la cabeza de los infectados que tenía a su alrededor. Disparó una, dos, tres, y hasta veinte veces, hasta que todos y cada uno de ellos estuvieron muertos. Carlos notó el peso muerto del cuerpo del infectado que tenía sobre sí, e hizo uso de sus últimas fuerzas para quitárselo de encima.
Marion corrió hacia él y le ofreció su mano para que se levantase. Pero no era Marion. Era Bárbara. Carlos empezó a llorar. La profesora le levantó, se lo echó al hombro, mostrando una fuerza poco acorde a su escaso peso y su baja forma física, y se lo llevó de ahí, hacia la seguridad que aún ofrecía el edificio azul. Zoe e Ío, fuertemente armadas, abrieron la puerta del portal para dejarles paso, y ambos consiguieron hacerlo a tiempo, antes que los demás infectados que habían accedido al Jardín reparasen en ellos.
La niña de la cinta violeta se encargó de atrancar a conciencia la puerta mientras Ío y Bárbara llevaban al instalador de aires acondicionados escaleras arriba, al mismo tiempo que una docena de infectados, no muy lejos de ahí, destruían el estómago de Paris y comenzaban a alimentarse de lo que había dentro.


