David Villahermosa's Blog, page 12
April 30, 2018
3×1142 – Vano
1142
Alrededores de la mansión de Nemesio, isla Nefesh
25 de noviembre de 2008
Héctor observaba la imponente mansión a través de la ventanilla, con el mentón ligeramente levantado. No daba crédito a cómo alguien había decidido erigir una vivienda de esa envergadura en un lugar tan recóndito y mal comunicado con la ciudad. Sin duda, debía tratarse de una familia adinerada y especialmente huraña. La médico estaba visiblemente nerviosa y resultaba evidente que tenía mucha prisa por encontrarse con su paciente, lo cual resultaba un engorro para Héctor. Abrió su puerta y le hizo un gesto con la mano, instándole a salir del coche.
ABRIL – Ven, ven.
El ex presidiario cerró con un fuerte portazo la puerta del vehículo al salir y acompañó de mala gana a la médico hacia aquella pequeña puerta de servicio, maravillado por la caída de agua que provocaba todo aquél ruido, preguntándose por qué no entraban por al puerta principal. La siguió por varios pasadizos, iluminados pobremente por ventanas firmemente tapiadas con maderos y puertas abiertas, hasta que llegaron al vestíbulo de entrada, ridículamente ostentoso. Entonces cayó en la cuenta de por qué no habían entrado por la puerta principal; por ahí no habrían podido entrar ni cien infectados golpeándola y empujándola al mismo tiempo. Esa vivienda estaba muy bien protegida ante la pandemia que asolaba el planeta, por más que no lo necesitaba.
La acompañó escaleras arriba, y de nuevo por un par de pasillos aún más oscuros, hasta que vio cómo se plantaba frente a una puerta cerrada. Héctor se quedó a una distancia prudencial de ella, y tanteó el bolsillo para comprobar que el bisturí seguía ahí.
ABRIL – ¿Hola?
La médico tragó saliva, respiró hondo, y giró del pomo de la puerta, atrayéndola hacia sí. Tan pronto tuvo ocasión de ver lo que había al otro lado, chistó con la lengua, contrariada, agitando la cabeza de lado a lado.
ABRIL – Tenía que haberlo imaginado…
Héctor se acercó un poco más, sin soltar el bisturí, curioso por el destino de aquella otra mujer de la que tanto había hablado Abril durante el trayecto a la mansión.
Al echar un vistazo a través de la puerta abierta descubrió un dormitorio bastante grande, por el que parecía haber pasado un pequeño huracán. Las cortinas descansaban hechas un bulto informe en el suelo, y una de las barras de madera estaba partida por la mitad. Había ropa de cama tirada por todos lados, varios armarios y cajones estaban abiertos y las paredes lucían manchas irregulares de sangre, algunas de las cuales recordaban la forma de una mano humana. Lo que más le llamó la atención fue la ventana: estaba rota de un modo muy extraño, y entre los cristales partidos se podían ver más manchas de sangre seca.
Abril respiró hondo y soltó el aire lentamente, en medio de la habitación, de espaldas a Héctor. Había llegado tarde. De todos modos, tampoco hubiera podido hacer nada por ayudarla, de modo que haber estado ausente durante su muerte, resucitación y posterior huida, en el fondo había sido un golpe de suerte. Se puso a hablar atropelladamente, más consigo misma que con Héctor, lamentando su demora, intentando justificar que había hecho todo lo que estaba en su mano, e imaginando que a esas alturas aquella mujer podía estar en cualquier lugar del bosque, y que con toda seguridad no volverían a saber de ella. Pero Héctor ya no la escuchaba. Decidió que ya había tenido bastante: había obtenido de ella más de lo que podría haber soñado. Ya no la necesitaba. Sacó el bisturí del bolsillo, mientras la médico no paraba de hablar, ajena a sus intenciones.
Héctor dio un paso en su dirección, ocultando el bisturí en la palma cerrada de su mano, dispuesto a rebanarle el cuello ahí mismo, sin darle siquiera ocasión a defenderse. Tenía mucha curiosidad por saber cuánto podría encontrar ahí, y Abril no era más que un estorbo. Durante el trayecto hacia la mansión había fantaseado con la idea de violarla antes de acabar con su vida, pero aún tenía demasiado reciente el incidente con Marion, y prefirió no arriesgarse, pues ahora jugaba aún con menos ventaja, al carecer de un brazo. Además, no se sentía nada excitado ni atraído por la médico: no era su tipo.
Estaba tan solo a un paso de ella, con el bisturí en alto, cuando se sobresaltó al escucharla gritar.
ABRIL – ¡Eh!
La médico se giró hacia Héctor, que tuvo el tiempo justo de esconder el bisturí en su mano. De no haber estado infectado, habría gritado de dolor al notar aquél pequeño corte en la palma.
ABRIL – Tengo que hacer una llamada.
Abril sorteó ágilmente al ex presidiario y salió de la habitación. Él giró levemente la cabeza, contrariado. La médico se dirigió a Héctor, desde el pasillo, y le invitó a acompañarle.
ABRIL – Tengo a unos amigos, en… a las afueras de la ciudad. Les prometí que les llamaría en cuanto llegase. No quiero que se preocupen.
Aún siendo consciente que la probabilidad de que aquellos amigos de los que ella hablaba fueran los mismos que habían intentado hacerle volar por los aires era muy baja, Héctor prefirió no dejar pasar esa oportunidad. En un hábil gesto, girando el cuerpo cuarenta y cinco grados haciendo ver que observaba uno de los viejos cuadros de caza de la pared, se volvió a guardar el bisturí en el bolsillo. Por el momento no lo necesitaría.
Siguió a la médico hasta el final del pasillo, hasta dar con otro dormitorio, aún más grande, en el que había instalado algo parecido a una estación de radio para aficionados. Se sorprendió al ver cómo la médico la ponía en funcionamiento.
ABRIL – ¿Zoe?
MAYA – No. Soy yo, Maya.
Por fortuna, Abril le estaba dando la espalda y no vio la expresión perpleja de su cara. De lo contrario, habría tenido severos problemas para justificarla. Héctor se esforzó por serenarse, a medida que escuchaba hablar a las dos mujeres. Si estaba en lo cierto, la joven con la que la médico estaba hablando era aquella chica que, según la versión del difunto Gerardo, lucía un mordisco en la pierna, y Abril hablaba de aquella niña pelirroja que habían capturado para luego perder en el desafortunado incidente de la granada.
A medida que la conversación avanzaba, la médico intentó involucrarle a él presentándoselo a su joven amiga. Él rehusó torpemente tal ofrecimiento, despertando las sospechas de la médico. Por fortuna, la conversación fue bastante corta. Una vez acabada, Abril se dirigió de nuevo a él.
ABRIL – No tenías pinta de ser tan tímido en el hospital.
Héctor alzó los hombros. La médico se levantó del taburete y se acercó a él, le agarró del antebrazo y le hizo un gesto con la cabeza.
ABRIL – Va, vamos a comer algo, que debes estar muerto de hambre.
Abril estaba en lo cierto. El ex presidiario asintió, y siguió de nuevo a Abril por los pasillos y las escaleras en dirección a la cocina, mientras reflexionaba sobre lo que acababa de ocurrir. Eso lo volvía todo mucho más fácil. Héctor se sentía pletórico; no daba crédito a la suerte que había tenido de encontrar fortuitamente a Abril. Disponía de la oportunidad perfecta para llevar a cabo su ansiada venganza, contando con el factor sorpresa. Aquella mujer le sería de mucha más utilidad de la que había pensado: por el momento, le perdonaría la vida.
April 27, 2018
3×1141 – Mentiras
1141
Hospital Qinah, ciudad de Nefesh
25 de noviembre de 2008
ABRIL – ¿Y cuánto tiempo dices que llevas aquí?
HÉCTOR – No lo sé… ¿Una semana?
La médico asintió, interesada pero también muy concentrada en su tarea. Sabía que jugaba a contrarreloj, y ya había perdido demasiado tiempo. Héctor observaba con más que evidente hastío cómo Abril seguía paseándose de un extremo al otro de la sala, colocando todo tipo de medicamentos y equipamiento médico sobre un carrito de acero inoxidable que había aparecido ahí como por arte de magia. Se hostigaba por no haber sido más rápido de reflejos, pues la médico cogió el arma antes que él cayera en la cuenta. Los cadáveres de los tres infectados seguían desangrándose en el suelo, pero ella parecía no verlos.
ABRIL – ¿Y te lo has curado tú solo?
HÉCTOR – ¿El qué?
Abril señaló su muñón. Él le echó un vistazo a sus vendajes. Resultaba evidente que no lo había hecho un profesional, pero para habérselo vendado él mismo y con una sola mano, no estaban nada mal.
ABRIL – Yo es que soy médico, ¿sabes?
HÉCTOR – ¿Tan mal lo he hecho?
ABRIL – No, no. Para nada. No me malinterpretes. Si has conseguido… Joder, has hecho un muy buen trabajo, Ezequiel.
Héctor frunció ligeramente el ceño al escuchar ese nombre, un instante antes de recordar que era su nuevo apodo.
ABRIL – Si quieres le puedo echar un vistazo, para… comprobar si está todo en regla.
HÉCTOR – No, no hará falta. Está bastante bien.
ABRIL – No es molestia. De hecho… he venido aquí en busca de medicamentos y equipamiento que necesitaba, porque me he encontrado a otra persona herida allá donde vivo, y necesita ayuda urgente. Por eso tengo tanta prisa, ¿sabes?
El ex presidiario recuperó repentinamente el interés por la conversación.
HÉCTOR – ¿Dónde dices que vives?
ABRIL – En… una casa que hay en mitad del bosque, junto a una cascada. Vivo sola. Tengo… unos pocos animales. Desde que… llegó aquí la epidemia… nunca me ha parecido buena idea vivir en la ciudad. La mayoría de los infectados están por aquí. Y yo, la verdad… es que no se me da muy bien lidiar con ellos. Bueno, ya lo has visto. En el bosque… sí, hay alguno por ahí perdido, pero… donde yo vivo, no se acerca ni uno. Pero ni uno, de verdad. Es exagerado.
Ella siguió con sus quehaceres. Héctor aprovechó para recuperar su bisturí, arrancándoselo de la cabeza al último infectado que había ajusticiado, y comenzó a limpiarlo despreocupadamente.
ABRIL – ¿Y cómo te hiciste eso?
Héctor respiró hondo. No le gustaba un pelo esa mujer, pero resultaba evidente que con su ayuda podría recuperarse definitivamente, obtener un lugar seguro donde dormir y alimento. Tenía mucho que ganar y muy poco que perder, de modo que prefirió seguirle el juego un poco más.
HÉCTOR – Me mordió uno, en la muñeca.
Abril dejó lo que estaba haciendo y se lo quedó mirando, con los ojos bien abiertos.
HÉCTOR – Por suerte, pude cortarme el brazo antes de que la infección se extendiera, y salvé la vida.
La médico se dio media vuelta e hizo ver que buscaba algo en la estantería que tenía delante, para evitar que Héctor pudiera ver la expresión de su cara. Su respuesta más bien parecía el argumento de una mala película de muertos vivientes. No obstante, prefirió no decirle nada. Estaba convencida que amputando el miembro, si realmente había resultado infectado, no conseguiría nada. El virus era mucho más rápido, y tan pronto accedía al aparato circulatorio, se extendía como la pólvora encendida por todo el cuerpo. Si aquél hombre realmente había resultado infectado y se había amputado el brazo para evitar la propagación del virus, debía haberlo hecho en vano, pues si seguía vivo, era sin duda porque jamás se había vacunado, y no por su noble aunque estéril hazaña. No obstante, prefirió no mostrarle abiertamente su perspectiva, por no hacerle sentir aún peor. El cualquier caso, ahora sabía que estaba infectado, al igual que Bárbara, de modo que mantendría las distancias.
Abril se giró de nuevo hacia él, sosteniendo un paquete lleno de píldoras blancas en la mano. No pudo evitar mirar de nuevo el vendaje de su muñón, y reparó en que tenía una mancha de sangre.
ABRIL – ¿Seguro que no quieres que te lo mire? Estás sangrando.
Héctor frunció el ceño, contrariado, y miró el vendaje. Se sorprendió al ver que, en efecto, en el extremo del codo había una mancha rojiza que crecía por momentos. Hasta el momento había estado perfectamente limpio. Él guardaba mucho celo con la higiene de sus heridas, y en especial con la de su brazo amputado.
HÉCTOR – Esto es porque le he dado un golpe al… payaso este.
El ex presidiario le dio una patada al infectado que tenía a sus pies.
HÉCTOR – Y… Pero que estoy bien, de verdad.
Ambos cruzaron la mirada un segundo. Abril no pudo evitar que su vena profesional se impusiera al instinto.
ABRIL – ¿Por qué no te vienes?
Héctor alzó las cejas, sorprendido. Pensaba que le costaría mucho convencerla para ello, y que tendría que hacerlo a punta de bisturí. Eso sólo facilitaba las cosas. Se demoró unos segundos en responder, haciendo ver que reflexionaba al respecto.
HÉCTOR – ¿No seré una carga?
ABRIL – Parece que te las arreglas bastante bien, solo. Y además…
La médico echó un vistazo a los cadáveres que había estado esquivando continuamente mientras recolectaba todas aquellas medicinas.
ABRIL – Te debo una.
HÉCTOR – Pues… Vale. Gracias.
ABRIL – Gracias a ti. Insisto.
Abril empujó el carrito por aquél largo pasillo, dejando en el proceso cuatro marcas rojas en el suelo durante su avance, junto a la miríada de huellas de pies de idéntico color que lo decoraban por doquier.
ABRIL – Ayúdame con esto. Tengo el coche aparcado ahí delante.
Héctor respiró hondo, y agarró la bolsa que la médico le ofrecía. Ambos desanduvieron el camino que la médico había tomado para llegar hasta aquél almacén y, tras cerrar concienzudamente a su paso, subieron a bordo de la pickup que Abril había utilizado para llegar a Nefesh, y pusieron rumbo de vuelta a la mansión de Nemesio.
April 23, 2018
3×1140 – Ezequiel
1140
Hospital Qinah, ciudad de Nefesh
25 de noviembre de 2008
Un ruido en la planta baja despertó a Héctor de una pesadilla bastante recurrente en la que un millar de infectados le descuartizaban sin clemencia. Se incorporó rápidamente, con las sientes perladas por sudor y aún algo aturdido. Aguzó el oído y esperó pacientemente unos segundos, pero aquél sonido no se repitió. No obstante, él estaba convencido que había oído un disparo.
Llevaba más de una semana encerrado en el hospital, sin encontrar el momento de abandonarlo de una vez por todas. Durante ese período de tiempo sus heridas habían evolucionado muy favorablemente: muchas de ellas ya estaban perfectamente cicatrizadas e incluso se había tomado la libertad de quitarse los puntos. Otras, sin embargo, mucho más profundas, aún requerían constantes cuidados, lo cual le resultaba excepcionalmente tedioso. Ahí dentro había dado con una fuente ilimitada de agua, pero a excepción de eso, a duras penas había encontrado unas pocas bolsitas de bollería industrial, algunas golosinas y media docena de refrescos azucarados que echarse a la boca. Desde su resucitación había perdido mucho peso debido a su paupérrima alimentación. El poco pelo que tenía estaba grasiento y tenía la barba descuidada y llena de migajas. Olfateó su axila y tuvo que apartarse, después de haberse ofendido a sí mismo.
Tenso ante la perspectiva de recibir la visita de los verdugos de sus verdugos, a sabiendas que estaban mucho mejor preparados que él, se puso en pie. Durante un momento se vio tentado a esconderse, consciente que aún no estaba preparado para hacerles frente. Respiró hondo y escuchó el eco de unas voces. La curiosidad fue mucho mayor que su recelo y tomó la decisión de bajar. Llevaba ya demasiado tiempo postergando el momento de abandonar definitivamente el hospital, y esa excusa parecía tan buena como cualquier otra.
Bajó las escaleras de dos en dos, intentando mantener el equilibrio pero aún con dificultades para acostumbrarse a la ausencia de su miembro. Pese a que no se había vuelto a repetir ningún disparo, resultaba evidente que ya no estaba solo en el hospital. Siguió el ruido de los ecos de aquellas voces que sonaban cada vez más cercanas. Camuflada entre las habituales incongruencias de los infectados se escuchaba una voz femenina que intentaba, en vano, razonar con ellos. No tardó mucho en llegar al lugar del que provenía el sonido.
Cruzó la última esquina de aquél pasillo laberíntico y vio a una infectada tumbada boca arriba bajo el umbral de una puerta abierta, con un agujero de bala en la sien del que manaba una sangre tan oscura que parecía negra. Se acercó a toda prisa y echó un vistazo al interior de aquella sala, lugar del que provenían las voces. Junto al tobillo de la infectada descansaba una pistola semiautomática, sin duda la autora del disparo que le había desperado de su siesta. Delante de ella, dos infectados le daban la espalda. Ambos caminaban sin prisa pero sin pausa hacia el final de la sala en busca de una mujer bajita de piel y pelo oscuros a la que él no había visto en su vida.
Héctor no comprendía cómo había podido llegar esa mujer hasta ahí, y mucho menos los infectados. Hasta el momento, el hospital había sido una fortaleza tanto o más eficaz para mantenerlos a raya que el propio hotel, con muralla y todo. Resultaba evidente que la mujer conocía un lugar por el que acceder al hospital, lugar por el que, presumiblemente sin querer, había dejado entrar a los infectados. No en vano, había estado trabajando en él hasta que la infección se apoderó de la isla, y conocía hasta el último centímetro como la palma de su mano.
Abril estaba acorralada en una larga habitación cuyo único acceso era la puerta por la que había entrado. Tenía a lado y lado docenas de estanterías con infinidad de medicamentos y equipamiento médico sin estrenar, que arrojaba ansiosamente hacia los infectados que pretendían darle caza en un vano intento por persuadirles de que cejaran en su empeño. El ex presidiario esbozó una sonrisa. Por un momento se vio tentado a ver cómo se desarrollaba la escena, deleitándose con la muerte de la aquella mujer a manos de los infectados, pero tuvo una revelación. Si ella tenía un arma y hasta ahora había conservado la vida, seguramente vendría de un lugar en el que habría comida, o incluso mejor: más armas y municiones. Sacó el bisturí que llevaba en el pantalón y actuó instintivamente.
HÉCTOR – ¡Eh!
Uno de los infectados se giró; el otro siguió caminando en dirección a Abril, que se le quedó mirando a él, aún aterrorizada, pero con un brillo de esperanza en los ojos. Prácticamente sin esfuerzo, Héctor rebanó la yugular del infectado cuando éste llegó a su altura, haciendo una finta en el último momento para evitar su embestida. Se llevó un buen golpe en el muñón, pero mantuvo el tipo. El infectado, sin embargo, cayó a plomo al suelo, sujetándose el cuello con ambas manos, entre las que salía sangre a chorro, como en una fuente. No se levantaría de ahí con vida. El otro estaba a punto de alcanzar a Abril. El ex presidiario gritó de nuevo para llamar su atención, pero el infectado ni siquiera se inmutó. Eso le enfureció. Caminó hacia él al trote, esquivando todo lo que Abril había dejado desperdigado por el suelo, y justo en el último momento, cuando estaba a punto de alcanzar a Abril, que se había hecho un ovillo en el suelo, le rebanó el cuello por delante, con un ágil movimiento de muñeca.
Abril tuvo que taparse la cara con ambos brazos para evitar que la sangre le salpicase, al tiempo que gritaba, horrorizada ante tan dantesca perspectiva. El infectado se giró hacia Héctor, y éste aprovechó para clavarle el bisturí en la sien derecha, acabando definitivamente con su vida. En menos de un minuto, lo había dejado todo perdido de sangre. Pero al menos, ahora ya no había peligro alguno.
La médico apartó los brazos de delante de sus ojos y observó la escena. Aquél hombre, que había salido de la nada, acababa de salvarle la vida.
ABRIL – Joder. Creía que no lo contaba. ¡Madre de Dios!
Héctor le ofreció su única mano, para ayudarla a levantarse. Ella la miró, aún en un más que evidente estado de shock. La aceptó y se puso en pie con su ayuda. Las piernas aún le temblaban del miedo. Tragó saliva, y esbozó una sonrisa.
ABRIL – Gra… Gracias. Muchas gracias. Yo me llamo Abril.
HÉCTOR – Yo soy Héc… He… Ezequiel. Me llamo Ezequiel.
Abril frunció ligeramente el ceño, pero enseguida recuperó el semblante afable. Se acercó aún más a él, le plantó un beso por mejilla y le abrazó con fuerza. Héctor quedó quieto como una estaca, sin saber cómo reaccionar.
April 20, 2018
3×1139 – Invencible
1139
Hospital Qinah, ciudad de Nefesh
15 de noviembre de 2008
Héctor no daba crédito a lo que le decían sus ojos. Volvió a introducir la hoja del bisturí en la carne viva de su brazo amputado, pero no notó prácticamente nada; poco más que un ligero cosquilleo. Estaba a mitad de camino entre el desconcierto y la euforia. Creía encontrarse atrapado en un sueño, pero ni siquiera podía pellizcarse para corroborarlo, pues a duras penas lo habría notado.
Recuperar la vida después de haber asumido que la abandonaría para siempre le había resultado extremadamente satisfactorio. No en vano, aún recordaba la sensación de impotencia de sus últimos segundos de vida, a bordo del yate. Tener que pagar por ello con su brazo derecho y todas aquellas cicatrices, no era tanto de su gusto. De cualquier modo, se alegraba de lo que les había ocurrido a sus anteriores compañeros de prisión. No podría ser él quien se vengara por lo que le habían hecho, pero todos habían recibido su justo merecido, a juzgar por cuanto encontró en la playa al despertar de su efímero fallecimiento. Y encontró otra ventaja digna de mención: los autores de tal matanza también le darían a él por muerto, por lo que jugaba con el factor sorpresa para poder darles su merecido llegado el momento. Pero para eso aún era pronto.
Consciente que en su estado no duraría mucho por las calles de Nefesh, por más que el astro rey mantuviera a raya a la mayoría de los infectados y que los más próximos se encontraban en la playa dándose un festín, decidió buscar un lugar seguro en el que recuperarse. En cualquier caso, en el estado en el que se encontraba, pronto serviría de postre a alguno de ellos si no hacía algo por evitarlo. Su primera idea fue la de volver al hotel, pero enseguida recordó que eso ya no era una opción viable: a esas alturas tan solo debía quedar un esqueleto chamuscado donde antaño se había erguido aquél fortín que le había servido de refugio desde su llegada a la isla. La decisión de haberle prendido fuego ahora le resultaba un inconveniente mayúsculo, pero no se arrepentía de ella. De lo único que se arrepentía era de no estar ahí para ver la cara de aquél hombre tan gordo y aquella mujer de rubio pelo corto al descubrirlo.
Tan pronto llegó al paseo marítimo estudió los altos apartamentos para veraneantes que ahí se erguían. Se podría meter en cualquiera de ellos sin demasiados problemas, pero así lo único que haría sería ganar algo de tiempo. Tiempo en el que no tendría con qué curar sus heridas ni nada que llevarse al estómago. Convencido de que lo que necesitaba era recuperar su pretérito estado físico para poder estar en forma para su venganza final, concluyó que lo más inteligente sería dirigirse al hospital, donde poder curar sus cuantiosas heridas con el equipamiento necesario y sin visitas indeseadas. Ahí es donde se encontraba en esos momentos, ignorante de que la medicina moderna no podría darle nada que el virus que recorría su cuerpo no le hubiese regalado ya.
El camino hasta ahí no había sido en absoluto fácil. Se demoró más de cuatro horas, en las que tuvo serios problemas en más de media docena de ocasiones. Buena cuenta de ello la daban los numerosos arañazos y mordiscos que lucía en brazos y cuello, que hasta hacía unos minutos habían estado sangrando con mayor o menor profusión. Pero ni eso parecía preocuparle. Consciente que era gracias a ello que había recuperado la vida, ahora ya no tenía ningún miedo a resultar infectado: era obvio que ya lo estaba. Lo que no resultaba tan evidente era por qué no se había convertido en una de aquellas bestias en el proceso. No obstante, encontrar respuestas a esas preguntas tampoco era su prioridad en esos momentos. Seguía con vida y se encontraba en plena forma: eso era cuando necesitaba saber por el momento.
El acceso al hospital con un solo brazo tampoco había sido fácil. Por fortuna, éste estaba en un enclave aparentemente poco atractivo para los infectados. Hacía más de cinco minutos que no veía uno cuando llegó. Tuvo que rodearlo por completo dos veces hasta que encontró un punto por el que poder acceder, y aún así, tuvo serios problemas para escalar lo suficiente para colarse por aquél ventanuco. De lo que estaba convencido, era que un infectado jamás podría hacer lo que él acababa de hacer. Eran demasiado estúpidos. Fue precisamente en ese momento, forzando al máximo su brazo amputado, cuando se dio cuenta que apenas tenía sensibilidad, y que no sentía nada vagamente parecido al dolor.
Ahora se encontraba encerrado en una especie de quirófano que había encontrado vagando por la primera planta. Llevaba ahí más de dos horas atendiendo a sus numerosas heridas, con la más que evidente dificultad añadida de disponer de un único brazo y del hecho de ser su propio paciente. Había cosido todos y cada uno de los apuñalamientos de su pecho y su estómago, que más bien parecía un colador diseñado por un loco, con más de un centenar de puntos, y sin necesidad alguna de anestesia. Le sorprendía el hecho que no es que fuese insensible. Sí notaba cómo la aguja entraba y salía de su piel, pero más como una ligera caricia que como un pinchazo. Le costaría mucho acostumbrarse.
Con el trabajo acabado, se encontró con el dilema de qué hacer con su brazo amputado. Lo había desinfectado a conciencia, quizá incluso en exceso, pero no era capaz de encontrar el modo de coserlo. La piel no era tan flexible. Por fortuna, el corte había sido excepcionalmente limpio, y confió en que vendándolo sería suficiente. Así lo hizo, al igual que había hecho con sus demás heridas, y una vez concluida tan ardua tarea, se descubrió con una amplia sonrisa en la boca. Se sintió invencible, convencido que ahora ya nadie podría hacerle frente, que era prácticamente inmortal.
April 16, 2018
3×1138 – Arena
XXIV. HÉCTOR
Segundas partes nunca fueron buenas
1138
Playa junto al puerto deportivo de Nefesh
15 de noviembre de 2008
Héctor despertó sobresaltado, tomando una gran bocanada de aire que le provocó una arcada. La cabeza le daba vueltas. Estaba tumbado sobre su costado en una de las playas de aquella maldita isla a la que jamás debía haber acudido. Tenía la cara llena de arena, y sentía un intenso sabor a mar en la boca y un desagradable cosquilleo en su mano derecha. Todavía algo aturdido, intentó infructuosamente rascarse la palma de la mano con los dedos.
Aún algo mareado y con bastante dificultad, entreabrió los ojos. Una rápida inspección ocular le reveló algo que le heló la sangre: donde debía estar su mano derecha y su antebrazo, no había nada. Junto con él, había desaparecido el tatuaje de la cobra real que éste lucía, del que tan solo había conservado la punta de la cola, a la altura del codo. Su lugar, no obstante, lo ocupaba la cabeza de una infectada que, arrodillada sobre la arena, lamía su herida: un corte limpio que prácticamente había dejado de sangrar. Héctor no comprendía nada.
Ya no llovía, y por la posición del sol en el cielo aquella apacible mañana de otoño, todo apuntaba a pensar que no hacía mucho que había amanecido. En un cielo azul sin mácula vio la luna casi llena, que se despedía para volver la noche siguiente. Tragó saliva mezclada con un poco de arena y notó de nuevo aquél desagradable sabor salado en la boca. La infectada seguía lamiendo su herida, y pronto Héctor comprendió el motivo. Se trataba de una anciana, que a juzgar por su aspecto debía tener más de ochenta años. Carecía de dientes; debía haber perdido la dentadura postiza en alguno de sus primeros ataques después de resultar infectada. Si no le mordía era sencillamente porque no podía. Ya lo había intentado.
Aprovechando que aún no había despertado la atención de la infectada, miró en derredor sin mover la cabeza. No dio crédito a lo que le revelaban sus ojos recién resucitados. Sobre la arena y flotando en el agua, atraídos hacia la costa por la marea, había cientos de pedazos de aquél yate en el que sus hasta hacía tan poco compañeros de viaje habían intentado huir de la isla. Asimismo, cientos e incluso miles de pedazos de carne medio chamuscada eran atraídos por el incesante oleaje hacia la costa, a la que se habían acercado al menos dos docenas de infectados, que se alimentaban de la carne fresca con más que evidente deleite. Por fortuna, él no despertaba más atención que todos aquellos pedazos de carne sanguinolenta que había por doquier.
Héctor respiró hondo. Se incorporó un poco y ello hizo que la infectada, que hasta el momento tan atareada había estado bebiendo su sangre, se pusiera en estado de alerta. El ex presidiario intentó incorporarse, pero aún estaba demasiado débil, y no pudo evitar caer de espaldas cuando ésta se abalanzó sobre él y comenzó a mordisquearle el cuello con las encías desnudas, manchándole de saliva. Incluso sin su brazo derecho y aún algo indispuesto, pues hacía un minuto aún estaba muerto, no tuvo demasiadas dificultades para partirle el cuello, en un movimiento rápido y certero. No era la primera vez que lo hacía.
La infectada, ya muerta, cayó a plomo sobre su pecho, cual saco de patatas. Héctor, boca arriba en la arena, se llevó la mano al hombro, esforzándose en vano por limpiarse toda aquella saliva. Una tímida sonrisa se dibujó en su rostro. Fue entonces cuando se dio cuenta: era precisamente la saliva de aquella octogenaria la que le había devuelto la vida, pues de lo que no cabía la menor duda era que él había muerto la noche anterior a bordo del yate.
No le hizo falta siquiera levantar la camiseta que llevaba puesta para entender que había recibido muchas más puñaladas después de muerto, gentileza de los mismos individuos a los que el había salvado la vida en la prisión de Kéle, devolviéndoles la libertad de la que el estado de derecho les había privado. Ésta lucía muchos más agujeros de los que hubiese deseado. Al contrario de lo que él mismo hubiese podido prever, lo que sintió no fue rabia si no una increíble paz interior. Resultaba evidente que quienes le traicionaron habían corrido incluso peor suerte que él. Al fin y al cabo, si seguía vivo y de una sola pieza, a excepción de la porción de brazo que había perdido fruto de la explosión, mientras su cadáver era mecido por las olas, era gracias a ellos. La ironía le hizo esbozar otra sonrisa nerviosa.
Al pretender matarle a sangre fría, lo que habían hecho era darle una última oportunidad con la que ellos ya no podrían siquiera soñar jamás. Aquella paz le duró muy poco, tan pronto se preguntó cómo había ocurrido todo aquello. No le cabía la menor duda de quién había perpetrado tal atrocidad. Le hirvió de nuevo la sangre, al darse cuenta que había vuelto a caer en la trampa de aquél pequeño grupo de supervivientes que tantas veces se la habían jugado, los mismos que habían acabado a sangre fría con la vida de Ángel, su único y mejor amigo. Héctor aún tenía muchas cuentas pendientes con ellos, pero no podría saldarlas si no abandonaba la playa cuanto antes.
Al intentar incorporarse de nuevo se llevó la mano izquierda al lateral del cuerpo, esforzándose por atesorar la fuerza suficiente para tenerse en pie. Notó algo duro y frunció ligeramente el ceño. Metió su única mano en el bolsillo y extrajo de él un pequeño vial con un extraño líquido violeta en su interior. Recordaba perfectamente cómo había llegado eso hasta ahí. Apretó los dientes con fuerza y volvió a guardarlo donde estaba. Conservarlo le recordaría cuál debía de ser su principal objetivo en adelante: acabar con todos y cada uno de ellos.
Finalmente consiguió levantarse, aún débil y extremadamente pálido, pues había perdido una cantidad de sangre incompatible a todas luces con la supervivencia. Por fortuna, el virus que ahora recorría hasta el último centímetro de su cuerpo se encargaría de restaurarla en tiempo récord, y devolverle en cuestión de horas la fuerza de la que había hecho gala antes de fallecer.
Caminó tambaleante hacia el paseo marítimo, sin dar crédito al hecho que los demás infectados no parecían en absoluto interesados en darle caza. Pensó que quizá fuese su caminar errático, el modo cómo arrastraba los pies, o tal vez el hecho que estuviese manchado de sangre. La realidad tenía mucho menos atractivo: si no intentaban atraparle, era sencillamente porque tenían demasiada hambre, y sobre la arena había mucha más comida que en su cuerpo mutilado y de color enfermizo.
April 13, 2018
3×1137 – Mordiscos
1137
Campamento de refugiados a las afueras de Midbar
1 de octubre de 2008
Guille abandonó toda resistencia prácticamente antes de empezar. Curiosamente, esa era la reacción de gran parte de las víctimas de los infectados: gente que no estaba preparada ni física ni psicológicamente para hacer frente a un problema de tal calibre, que quedaba a merced de sus verdugos poco antes de unirse a ellos en busca de nuevas víctimas. Ver semejante explosión de violencia a su alrededor había hecho que su joven cerebro colapsase de puro estrés. El caos se había vuelto absoluto ahí dentro en cuestión de segundos.
Tras la caída de la primera porción de valla, y habida cuenta que ese no era bajo ningún concepto el mejor lugar por el que abandonar el ya nada seguro campamento, los refugiados que no se encontraban en primera fila, héroes que habían dado su vida por los demás aún sin tener la más remota intención, habían corrido hacia el portón de acceso donde se encontraban padre e hijo discutiendo con el soldado. La estampida de infectados venía tras ellos. Unos pocos tuvieron la suerte de meterse a toda prisa en algunos de los pequeños habitáculos prefabricados con paredes metálicas, cerrando a toda prisa tras de sí. El resto se limitó a huir hacia el mismo lugar por el que habían entrado al recinto, ignorantes de la suerte que correrían. El fuego de las armas retumbaba por doquier, y quienes las portaban pronto dejaron de distinguir entre infectados y refugiados, disparando a todo el que se moviese, con el único propósito de sobrevivir, aunque fuese a costa de la vida de cien inocentes.
Se trataba de un hombre alto y fornido, con una mirada de loco acentuada por aquellos ojos inyectados en sangre. Le faltaba un pedazo de mejilla, y desde el agujero, por el que se escapaba una saliva espumosa, se podían ver sus dientes y parte de su lengua. De entre todos los refugiados que corrían como pollos sin cabeza de un lado para otro intentando en vano salvar la vida, por alguna extraña razón, le escogió a él.
Guille sintió la necesidad de pedir ayuda a su padre, pero éste estaba forcejeando con otros dos infectados, intentando salvar su propia vida. Aquél hombre se abalanzó sobre él y le agarró con fuerza del cuello. El pequeño notó que le faltaba el aire, y sujetó al infectado del antebrazo, mientras notaba cómo se les entrecerraban los ojos. El grito que profirió al recibir aquél profundo mordisco bajo la muñeca hizo que incluso el infectado le soltase por un momento. Guillermo se quitó a la infectada que tenía encima de un fuerte manotazo al escuchar el grito, dejándole un par de dientes bailando. Ella trastabilló e hizo caer de espaldas al otro de aquellos seres que intentaba dar caza a Guillermo.
El investigador biomédico se levantó y corrió hacia su hijo, que acababa de perder el conocimiento, incapaz de soportar tal nivel de estrés. Agarró del tobillo al infectado, que pretendía seguir donde lo había dejado, y tiró hacia arriba con todas sus fuerzas. Éste cayó de bruces al suelo. El fuerte golpe en la cabeza le dejó aturdido unos segundos. Guillermo no necesitó más: agarró a su hijo, tal como lo hacía cuando era un bebé, aún con las evidentes dificultades que añadía su sobrepeso, y miró en derredor. Los infectados corrían de un lado para otro. Había mucha sangre por todos lados, y los gritos, tanto de personas sanas como de infectados, resultaban ensordecedores. Pero algo había cambiado sustancialmente: el portón de acceso estaba abierto de par en par.
El mismo soldado que le había negado la apertura, había acabado abriéndolo, con la poco noble intención de salir de ahí por piernas. Ahora descansaba boca arriba en el suelo a escasos metros de la puerta, con la mirada perdida en el cielo y el estómago, del que media docena de infectados se alimentaba, abierto. El investigador biomédico corrió hacia ahí. Poco antes de cruzar el umbral vio su arma en el suelo. Se vio tentado a cogerla. Sin embargo, para eso debería haber soltado a su hijo, y eso era algo que no entraba en sus planes. Pasó de largo.
Tan pronto salió, se encontró de frente con unos veinte infectados. No había manera humana de esquivarlos, y varios de ellos se interesaron por él y por su hijo, de modo que Guillermo se limitó a ignorarlos. Corrió en línea recta hacia el coche que había aparcado a unos cincuenta metros de ahí, haciendo caso omiso a la presencia de los infectados. Para su sorpresa, el primero se apartó, antes de recibir su embiste. Al segundo consiguió placarlo, y cayó rondando al suelo. El tercero, una mujer joven, se mantuvo inmóvil como una estaca. Guillermo intentó placarla también, pero lo único que consiguió al chocar contra ella fue que Guille se le escurriese de las manos, al tiempo que ambos caía de bruces al suelo.
La infectada se abalanzó hacia Guille, dispuesta a brindarle otro mordisco. Su padre consiguió levantarse justo a tiempo de evitarlo. La agarró de la camiseta y se la desgarró, dejándola desnuda de cintura para arriba: no llevaba sujetador, y lucía un piercing en el pezón izquierdo. La infectada, molesta por la intromisión del investigador biomédico, dio un salto hacia él y le hizo caer de espaldas al suelo, colocándose a horcajadas sobre él.
Guillermo se dio un fuerte golpe en la nuca. Mareado y dolorido, intentó mantener la cara de la infectada a cierta distancia de su piel, para evitar un mordisco que podría resultar fatal. Milagrosamente, aún no se había infectado. Forcejearon durante unos segundos, pero Guillermo enseguida se quedó sin fuerzas. Esa joven era mucho más fuerte que él. Consciente que había llegado su fin, Guillermo notó cómo la boca de la infectada se acercaba cada vez más y más a su cuello, a su yugular. En el último momento, justo antes de recibir aquél mordisco mortal de necesidad, la cabeza de la infectada estalló en mil pedazos, salpicando sangre y esquirlas de cráneo por doquier.
El investigador biomédico, que había cerrado los ojos justo a tiempo, los volvió a abrir y se limpió la sangre de la cara con el antebrazo. Miró a su izquierda y vio a la persona que le había salvado la vida: No se trataba de un soldado, sino de un refugiado más, un chico de unos quince años que sostenía el subfusil que él mismo había dejado atrás segundos antes.
GUILLERMO – ¡Gracias!
Aquella alma caritativa le quitó importancia a su acto con un gesto de la mano que tenía libre y corrió colina abajo, zigzagueando entre los infectados, disparando a alguno de vez en cuando. Guillermo, consciente que un golpe de suerte de esa envergadura no se repetiría, volvió a levantar a Guille del suelo y corrió hacia su Audi. Por fortuna, en esta ocasión no se encontró con ningún infectado más interesado en ellos por el camino. La mayoría habían entrado al campamento, y el resto se estaba alimentando con los muchos refugiados y soldados que ya habían caído. No obstante, aún había muchos por los alrededores, y unos cuantos repararon en él y procedieron a darle caza.
Sangrando, magullado, dolorido y aún algo mareado por el golpe en la nuca, tras haber dejado a Guille en el asiento del copiloto con el cinturón firmemente aferrado al pecho, Guillermo arrancó el motor del coche, mientras media docena de infectados golpeaban los cristales, manchándolos con la sangre fresca de sus manos, amenazando con romperlos de un momento a otro.
El investigador biomédico metió la primera marcha, con las manos temblando, y apretó el pedal del acelerador de tal manera que incluso temió partirlo en dos. El coche patinó unos instantes en el suelo, levantando una nube de tierra y polvo que obligó a los infectados que golpeaban el coche desde atrás a hacerse a un lado, antes de conseguir tracción y salir a toda velocidad.
Uno de los infectados se había quedado sobre el capó, y vociferaba las habituales incongruencias de aquellos seres. Se trataba de una niña de origen sudamericano de la edad de Guille. Quizá incluso más pequeña. Durante un instante Guillermo sintió compasión por ella, pero tal sentimiento fue extremadamente fugaz. Echó un vistazo al asiento del copiloto. Guille seguía inconsciente: cualquiera hubiera podido jurar que estaba muerto, pero sus jadeos entrecortados delataban lo contrario. Acto seguido echó un vistazo por el retrovisor y comprobó que los infectados que había dejado atrás ya estaban a más de ciento cincuenta metros de él, por más que le seguían a buen ritmo. Entonces frenó en seco el coche, haciendo que la pequeña infectada saliera disparada hacia delante, rodando aparatosamente por el suelo mientras profería un grito de sorpresa. No tuvo ocasión siquiera de inmovilizar el coche, cuando apretó de nuevo el acelerador con todas sus fuerzas.
GUILLERMO – ¡Muérete, hija de la gran puta!
Una sonrisa histérica se dibujó en sus labios al notar cómo el coche se agitaba violentamente al pasar con las dos ruedas izquierdas por encima de la pequeña.
Un minuto más tarde, consciente de que lo peor ya había pasado, pero también consciente de que su hijo había resultado infectado, y que si no hacía nada por evitarlo, se habría convertido en una de aquellas bestias en cuestión de horas, Guillermo tomó una decisión suicida. Respiró hondo y accionó el intermitente izquierdo, al tiempo que dirigía el coche hacia el desvío más cercano, que le llevaría hacia el incendio, hacia el mismo lugar del que provenían todos aquellos infectados; de vuelta a Sheol.
April 9, 2018
3×1136 – Revivir
1136
Campamento de refugiados a las afueras de Midbar
1 de octubre de 2008
Guillermo se despertó con un sobresalto. Durante un breve lapso de tiempo no fue capaz de recordar dónde se encontraba. Su hijo le había agarrado del brazo y se lo agitaba violentamente, instándole a que despertase cuanto antes. Entreabrió los ojos y vio en primer plano la riñonera roja del chaval, pero tuvo que volver a cerrarlos con presteza, molesto por el exceso de luz. Hacía más de veinticuatro horas que no conciliaba el sueño, y lo poco que había descansado desde que abandonase el campamento había sido en cortas etapas de duermevela. Volvió a abrirlos, y se intranquilizó al ver la expresión aterrada en el rostro del chaval.
GUILLE – Papa. ¡Papa!
El investigador biomédico se incorporó, esforzándose por mantener los ojos abiertos. Fue el sonido de los lejanos gritos asustados y las voces alteradas de otros refugiados lo que le puso en guardia. Con la lección aprendida de lo ocurrido en Mávet, lo primero que hizo fue agarrar las llaves de su Audi y la mochila en la que llevaba los útiles de primera necesidad. Con ella al hombro y con su hijo de la mano, salió a toda prisa de la carpa que hacía de dormitorio, con todas aquellas literas, colchones y colchonetas desperdigados por el suelo. Otros refugiados seguían tomando la siesta, ajenos al creciente ajetreo del exterior. No tardarían en despertarse.
Contra todo pronóstico, allá afuera todo parecía en regla. Guillermo frunció ligeramente el ceño. Su hijo le condujo hacia el extremo opuesto del campamento, lugar del que provenían todas aquellas voces. Un montón de civiles les daban la espalda, mirando algo al otro lado de la valla perimetral, algo que ellos no alcanzaban a ver. Guillermo se escurrió entre el gentío, con Guille firmemente sujeto por la mano, hasta encontrar un hueco por el que poder ver aquello que tanto interés parecía suscitar entre sus congéneres.
Pese a la distancia más que generosa que aún les separaba de ellos, aquella visión hizo que el vello de los brazos de Guillermo se erizase instantáneamente. Una masa humana de proporciones inconcebibles avanzaba inexorablemente hacia el campamento. Debía haber cientos, incluso miles. Todo apuntaba a pensar que huían de aquella enorme nube negra que se había alzado en el horizonte, allá por Sheol, poco después de la explosión que padre e hijo habían notado hacía escasas horas. El retumbar de los pisotones de aquellos cientos de pies que avanzaban al unísono resultaba espeluznante.
Más de cincuenta hombres y mujeres armados custodiaban la valla, a ambos lados de la misma, instando a los curiosos a apartarse, asegurándoles que todo estaba controlado y que no había de qué preocuparse. Guillermo tuvo más que suficiente con lo que había visto, y desanduvo sus pasos todo lo rápido que pudo. Tiró de Guille al trote hacia el extremo opuesto del campamento, donde se erguía el portón de acceso. Ahí tan solo había un soldado armado haciendo guardia, uno especialmente joven, que parecía más nervioso que el propio Guille.
GUILLERMO – Ábreme la puerta, por favor. Necesito salir con mi hijo ahora mismo.
El soldado le miró extrañado, como si acabase de decir la mayor estupidez imaginable. Esbozó una sonrisa.
SOLDADO – ¿Quiere salir… ahí fuera? ¿Pero usted has visto…?
GUILLERMO – Sí. Sí lo he visto. Precisamente por eso. Ábrela, por favor.
SOLDADO – No puedo abrir la puerta. Y mucho menos ahora. ¿Pero usted se ha vuelto loco?
GUILLERMO – No tardarán mucho más en llegar. Están muy cerca.
SOLDADO – ¿Y cree que fuera va a estar más seguro?
GUILLERMO – No tengo tiempo para discutir. Será sólo un segundo, te lo prometo. Abres, cierras. No te hago perder más tiempo, nos vamos… Todos ganamos.
El soldado negó con la cabeza, muy seguro de su decisión.
SOLDADO – Esa puerta no se va a mover un milímetro mientras yo esté al cargo de ella.
Las voces se intensificaron a sus espaldas. Guillermo estaba al borde de un ataque de nervios, y Guille empezó a gimotear, asustado. Se produjeron los primeros disparos, que abatieron a al menos una docena de infectados. Con ello tan solo ganaron un poco de tiempo, cuando los que les seguían tropezaron con sus cadáveres. No obstante, la marea humana no parecía tener intención de frenar su avance, por más que aquellos asustados soldados les disparasen con todo su arsenal.
GUILLERMO – ¡Abre, por lo que más quieras!
SOLDADO – Aléjese de la puerta. Haga el favor.
Los disparos y los gritos asustados se hacían cada vez más insoportables. Guillermo apartó a su hijo tras de sí y respiró hondo. En menos de un minuto los infectados alcanzarían la valla, y para entonces ya sería tarde. El investigador biomédico se abalanzó contra el soldado, tratando de hacerse con su arma. Ambos forcejearon durante unos segundos, pero la pésima forma física de Guillermo enseguida se hizo latente. Guille gritó, suplicándole al soldado que no hiciese daño a su padre. Pese a su corta edad, éste parecía haber recibido una buena instrucción, pues enseguida consiguió reducir a Guillermo. Le golpeó la nuca con el cañón de su subfusil y le dio una patada en las costillas, alejándolo de sí. Guillermo, con una mueca de dolor en el rostro y un hilillo de sangre manando de su cuero cabelludo, se dirigió al irritado soldado.
GUILLERMO – No van a poder con tantos. ¡Nos van a matar a todos! ¡Déjanos salir! ¡Te lo suplico!
SOLDADO – ¡Échese a un lado!
Guillermo negó con la cabeza. Echó un vistazo a Guille, y el corazón se le rompió en mil pedazos al leer en su rostro la expresión del más puro pánico.
GUILLERMO – Tengo el coche ahí fuera. Está muy cerca. Puedes venir con nosotros, si quieres. Los infectados no pueden igualar la velocidad de un coche. Lo he comprobado. ¡Nos podemos salvar los tres! ¡Aún estamos a tiempo!
SOLDADO – Usted ha perdido la cabeza.
Ambos se giraron al escuchar el estruendo que produjo una gigantesca porción de valla al caer a plomo al suelo, tras el primer embiste, tal como si hubiera estado hecha de papel. Los gritos desesperados de los refugiados y el estridente sonido de cientos de disparos lo llenaron todo. Fue entonces cuando Guillermo comprendió que ya no había tiempo para huir; estaban abocados a una muerte segura.
April 6, 2018
3×1135 – Gacha
RECETA PARA EL APOCALIPSIS: PASO 8
Añadir unas briznas de mentira
1135
Campamento de refugiados a las afueras de Midbar
30 de septiembre de 2008
Guille sintió un efímero regocijo cuando dobló por última vez aquél pequeño trozo de papel, orgulloso al haber conseguido, por primera y única vez sin ayuda, dar forma a la pajarita. Tal como su padre le había enseñado, cogió el bolígrafo que llevaba consigo en la riñonera y le dibujó una sonrisa y un pequeño ojo a cada lado del triángulo que hacía de cabeza. Llevaba del orden de media hora con aquél pedazo de papel, que de tantas veces doblado y desdoblado amenazaba con partirse por la mitad, pero por fin había conseguido lo que se proponía: su obra estaba acabada.
Dejó la pajarita sobre aquella larga mesa a la que se sentaban a la hora de comer los muchos supervivientes que poblaban el campamento, y suspiró echando un vistazo al cielo nublado. Hacía mucho tiempo que no llovía, pero todo apuntaba a pensar que eso cambiaría en breve.
Ya hacía cuatro días, con sus tres largas e interminables noches, que su padre había abandonado la seguridad del campamento en una misión suicida para intentar encontrar a su tía Bárbara y traérsela consigo. Guillermo había prometido que volvería ese mismo día, o lo más tardar al siguiente, pero desde entonces no había vuelto a tener noticias de él. Ya había pasado demasiado tiempo, y ahora ni siquiera era capaz de dar crédito a sus propias palabras de ánimo, intentando convencerse de que en el momento menos pensado cruzaría la puerta de entrada para reunirse con él, y que Bárbara estaría a su lado, ansiosa por darle un fuerte abrazo. La realidad imperante en ese nuevo mundo hacía que fuese mucho más realista; mucho más pesimista.
Desde que su padre se había ido, él no había vuelto a hablar con ninguna otra persona. Cada cual tenía o bien su propia familia de la que preocuparse o sus propias tribulaciones con las que lidiar, y a nadie parecían importarle demasiado los lloriqueos de un niño gordito de diez años que deambulaba de un lugar a otro sin hacer ruido, manteniendo en todo momento un perfil bajo. Él aún recordaba vívidamente a su amigo Koldo, que había perdido la vida en el asalto al centro de acogida a refugiados de Mávet, al igual que su padre y que la enorme mayoría de los asustados civiles que habían acudido ahí en busca de ayuda. A Guille le costaba mucho dormir por las noches recordando los gritos agónicos y suplicantes de quienes eran masacrados e incluso comidos vivos por aquella horda de infectados, y si algo temía, más incluso que el hecho que su padre jamás volviese, era revivir esa pesadilla.
Se giró asustado al escuchar un grito a su espalda. Alguien le estaba llamando por su nombre, y aquella voz le resultó demasiado familiar. Después de tantos días sin saber nada de su padre, había asumido lo peor, y verle de nuevo, cuando menos lo esperaba, dio un vuelco a su joven corazón. Los ojos se le llenaron de lágrimas al reconocerle. Éste caminaba a buen ritmo, aunque sin correr, en su dirección. Guille se levantó del banco en el que había aposentado sus posaderas hacía más de una hora, y con las piernas aún agarrotadas por la falta de ejercicio corrió a reunirse con él, mientras lágrimas de alegría surcaban sus sonrosadas y rechonchas mejillas. Ambos se fundieron en un sincero y emotivo abrazo. Guille manchó de lágrimas y mocos la camisa de su padre, pero a él no pareció importarle lo más mínimo. Guillermo, con unas acusadas ojeras y la barba descuidada, cerró los ojos, saboreando el momento que tanto había ansiado desde su partida.
Una vez el pequeño se hubo recuperado un poco de la sorpresa, y aún con aquella amplia sonrisa surcándole la cara, se dirigió a su padre, que contra todo pronóstico, parecía triste.
GUILLE – ¿Y la tita? ¿No viene contigo?
El investigador biomédico negó con la cabeza, sin apartar aquella expresión apesadumbrada de su rostro.
GUILLERMO – Lo siento, cariño.
GUILLE – ¿No estaba en el sitio donde fuiste a buscarla?
GUILLERMO – No. No. Ahí… no estaba.
Guille se quedó pensativo unos segundos.
GUILLE – ¿Y te dijeron algo ahí, de dónde podía estar? ¿Hablaste con alguien que…?
Guillermo negó nuevamente con la cabeza. Parecía molesto.
GUILLE – ¿Y entonces por qué has tardado tanto en volver?
El investigador biomédico respiró hondo. Un silencio incómodo, incluso con tanta gente hablando alrededor, se cernió sobre padre e hijo.
GUILLERMO – Lo siento, Guille, no pude encontrarla.
Guille pareció infectarse del pesar de su padre y la sonrisa desapareció de su rostro, sustituyéndose por un rictus de pena cercano al llanto. Guillermo se dio cuenta de lo desacertado que había estado y le acarició el costado del hombro, intentando tranquilizarlo, aunque sin demasiado éxito.
GUILLERMO – Pero… tú no te preocupes, seguro que está bien. Tú… no te preocupes. Sólo que… no sé dónde está. Debe estar en otro centro como este. Hay… hay muchos, mucho más, y… puede estar en cualquier parte. Igual que nosotros hemos acabado aquí… ¿Lo entiendes?
Algo en la expresión de su cara hizo pensar a Guille que había mucho más que no le estaba contando. Incluso él se daba cuenta que estaba inventándose esa burda excusa sobre la marcha para salir del paso, pero aún así, prefirió no indagar mucho más al respecto, consciente que lo que pudiese averiguar probablemente sería mucho peor que la ignorancia y la esperanza, que eran unos de los pocos bienes que aún conservaba. Era pequeño, pero no tonto, y aunque nunca lo verbalizaba, odiaba la condescendencia con la que todos los adultos acostumbraban a tratarle, al ser un niño tan dependiente y sensible.
Guille se tragó las ganas de llorar y se conformó con que su padre hubiese vuelto con él, y que lo hiciera de una pieza, y no como un infectado que pretendía matarle, como en su última pesadilla. Al fin y al cabo, eso ya era mucho más de lo que él había acabado asumiendo que conseguiría.
De repente, el suelo se agitó por un instante, y ambos se miraron, frunciendo ligeramente el ceño, preguntándose sin palabras si el otro también lo había notado. El imponente sonido de una explosión en la lejanía, unos segundos más tarde, confirmó sus sospechas. No obstante, todo volvió a la normalidad y, lamentablemente, ninguno de los dos dio mayor importancia a ese hecho.
January 2, 2018
3×1134 – Inconcebible
1134
Barrio de Bayit, ciudad de Nefesh
23 de enero de 2009
Ya hacía varias horas que había anochecido, pero por fortuna, no se habían cruzado con un solo infectado en todo el trayecto. Pasaban unos minutos de la medianoche.
Bárbara sacó la linterna de su mochila y abandonó la furgoneta de un salto. Abrió el portón de la escuela y Carlos condujo el vehículo al interior, mientras ella se encargaba de cerrar de nuevo a conciencia. Tras un sonoro portazo, una vez dentro de nuevo, Bárbara se dirigió a Carlos, mientras éste conducía el coche hacia el otro portón, el que les daría acceso al Jardín, pasando por encima de la pista deportiva en la que tantos y tantos partidos de fútbol habían echado durante el recreo cientos de niños que hoy día estaban muertos o eran infectados errantes en busca de algo que llevarse a la boca.
BÁRBARA – Nadie había forzado nada. He tenido que abrirla. Estaba cerrada, Carlos. Sólo podrían haberla abierto desde dentro, pero estaba tal cual la dejamos. Exactamente igual. Aquí no ha entrado nadie.
Carlos no respondió, ni siquiera se giró hacia ella. Llevaba bastante tiempo callado, y ello disgustaba bastante a la profesora.
BÁRBARA – Como hayamos venido sólo a ver que se ha estropeado la sirena de la radio, vas a ver. Con la de cosas ricas que había preparado Abril. ¿Viste el postre que…?
CARLOS – Déjalo. ¿Quieres?
Bárbara se giró hacia el instalador de aires acondicionados. Él la estaba mirando, y tiró del freno de mano con quizá excesiva contundencia. Tan solo pretendía romper un poco la tensión del ambiente, pero entendió que no era el momento. Estaba deseando salir de una vez por todas de dudas, avisar a quienes ya debían estar durmiendo en la mansión de que todo estaba en regla, y dormir a pierna suelta en su cama. Estaba algo cansada. Ese había sido un día muy largo, con demasiadas horas sobre ruedas. Le ponía nerviosa la seriedad en el rostro de Carlos, y aunque no paraba de intentar convencerse que se estaba excediendo, ella tampoco las tenía todas consigo.
Ambos salieron del furgón y accedieron a pie al Jardín. Por fortuna, las farolas del barrio seguían funcionando como el primer día. Todas lo hacían, a excepción de un par en el extremo nororiental de la calle larga, en una zona que apenas visitaban, mucho menos por la noche. Caminaron hombro con hombro por entre los invernaderos abandonados y los árboles, en un silencio tenso. No esperaban otra cosa, con el barrio prácticamente vacío y a esas horas de la madrugada, pero no ver una sola luz tras ninguna ventana, ni escuchar voz alguna les hizo reafirmar aún más sus suspicacias.
Cruzaron el taller mecánico, con el sempiterno olor a grasa de motor, y una vez en la calle corta se dirigieron a la copistería de la esquina, desde la que se accedía al centro de día por la trastienda, por uno de aquellos agujeros que hicieron en las paredes. Carlos llevaba la delantera, y a Bárbara le costaba seguirle el ritmo. El instalador de aires acondicionados estaba muy excitado, y no se quedaría tranquilo hasta que pudiese darle un abrazo a su pareja y disculparse por la pequeña discusión que habían tenido antes de separarse, esa misma mañana. Le sorprendió que no hubiese una sola luz encendida en el centro de día, pero se limitó a encender la linterna y seguir adelante, hacia la sala donde descansaban los bebés. Todo apuntaba a que dormían, pues no se escuchaba un solo llanto. De hecho, el silencio resultaba incluso agobiante. Él mismo se encargó de corregirlo.
CARLOS – ¡No! ¡No, no, no!
Bárbara, que iba varios pasos por detrás de él, sin necesidad de encender su propia linterna, pues sólo con la luz residual de la de Carlos tenía suficiente, dio un bote del susto, y aún se apresuró más. Se dio de frente con Carlos, que salía por la puerta tras la que se encontraban los bebés. El instalador de aires acondicionados, aún con un rictus de dolor e incredulidad en el rostro, le barrió el paso.
BÁRBARA – ¿Qué ha pasado?
CARLOS – No entres ahí.
BÁRBARA – ¡¿Pero qué pasa?!
Carlos negó con la cabeza. Bárbara hizo el amago de pasar por su lado, pero él la agarró del brazo, reteniéndola, impidiéndole avanzar.
CARLOS – No. Bárbara… no. Hazme caso.
BÁRBARA – Quítate. Haz el favor.
La profesora trató de zafarse de él, pero Carlos la sujetó aún con más fuerza. Tan solo pretendía protegerla, pero ella no lo entendió. Cuando Bárbara vio una lágrima recorrer su mejilla, se convenció de que no podía perder más tiempo. Necesitaba saber qué había al otro lado de la puerta.
BÁRBARA – Que te quites. ¡Apártate!
Bárbara agarró a Carlos del brazo que la sujetaba y consiguió zafarse de él. Le dio un fuerte empujón, y ello pareció ayudarle a recuperar la cordura, pues lo que hizo acto seguido, al tiempo que Bárbara entraba a toda prisa en la sala, fue llevar su mano a la parte trasera del pantalón y quitarle el seguro a la pistola que llevaba encima.
Bárbara se llevó una mano a la boca, abierta de par en par. Encendió su linterna y enfocó a un lado y a otro, absolutamente incapaz de creer lo que le mostraban sus ojos. La visión era espeluznante. Había sangre por todos lados. Había demasiada sangre.
Daba la impresión que una legión de infectados hubiese entrado en tropel a la sala. Pero había algo que no cuadraba. Ninguno de los pequeños cadáveres, que descansaban cada uno en su propia cuna, tenía heridas de mordiscos. Todos tenían heridas de arma blanca. Muchas, demasiadas heridas. Algunos tenían los ojitos abiertos, otros cerrados, unos estaban boca arriba, otros boca abajo. Pero todos y cada uno de ellos estaban muertos, al igual que Marion, que descansaba en el mero centro de la sala sobre un enorme charco hecho con su propia sangre, con una única herida que iba de lado a lado de su blanco cuello. Carlos volvió a entrar a la sala. Apenas podía ver nada, con los ojos anegados por las lágrimas. Bárbara, sin embargo, estaba muy seria y concentrada: había adoptado su actitud.
La profesora se agachó para mirar más de cerca el cadáver de Marion, y vio algo que Carlos había pasado por alto. Sobre el pecho de la hija del difunto presentador, entre sus senos y el ombligo, descansaba uno de los viales de la vacuna ЯЭGENЄR. Justo debajo, había una pequeña nota manuscrita, que decía lo siguiente: “Os lo devuelvo. Creo que ya no me va a hacer falta”.
December 30, 2017
3×1133 – Reacción
1133
Barrio de Bayit, ciudad de Nefesh
22 de enero de 2009
Las nubes cubrían el cielo a esa hora de la tarde, y se había levantado algo de viento, lo que hacía que el frío que les acompañaba desde el alba aún fuera más acusado. Por fortuna, el pequeño brasero que había instalado en el centro de día, sumado al calor corporal de todos sus inquilinos, mantenía la estancia donde descansaban los bebés en una temperatura bastante aceptable.
Marion echó unas gotas de leche sobre el dorso de su mano, y tras comprobar que la temperatura era correcta procedió a darle de beber a uno de los bebés: un niño especialmente pequeño de corto y negro cabello ensortijado. Ella apenas podía distinguir a unos de otros, y si lo hacía era más por la posición de su cuna en la habitación que por su aspecto físico. La única que realmente les reconocía sin problemas era Zoe, pero ella debía estar ya donde Abril, a media isla de distancia. De todos modos, no hacía falta distinguir a los bebés ni recordar sus nombres para cuidar de ellos. Si bien era un trabajo muy laborioso, ya no tenía secretos para ella, y al contar los bebés con una salud de hierro gracias a la vacuna que recibieron al poco de nacer, no había mucho de qué preocuparse. Con tenerles limpios, darles de comer y dejarles gatear un poco de vez en cuando, había más que suficiente.
La hija del difunto presentador escuchó algo de ruido a su espalda y dedujo que se trataría de Ío. El bebé que sostenía en sus brazos se alimentaba con quizá excesivo entusiasmo, y Marion no se molestó siquiera en girarse, pues aún tenía mucho trabajo por delante. Era la hora del biberón, y aunque en ese momento estaban todos los demás bebés bastante tranquilos, lo cual no era tampoco muy frecuente, más de uno se había despertado, y no tardarían en pedir su ración. No había tiempo que perder, si no pretendía volverse loca con un coro de agudos llantos.
Ambas habían acordado turnarse en el cuidado de los bebés, conscientes que más tarde o más temprano tendrían que dormir, y que nadie más las podría cubrir, pues los demás estaban ya muy lejos de ahí y aún tardarían al menos un día entero en volver. Pese a que las dos sabían que Juanjo seguía en el barrio, ni se molestaron en sugerir a la otra ir a buscarle para que les echase una mano, aunque estaban convencidas de que, incluso a regañadientes, acabaría accediendo. La relación con el banquero, por parte ya no sólo de ellas dos si no de todos los demás supervivientes que vivían en Bayit, se había enfriado sobremanera desde la llegada de Fernando. Actualmente era más un extraño viviendo en la periferia que parte de la comunidad. Y a nadie parecía molestarle en absoluto.
Ío hacía unos minutos que se había ido a echar una siesta, y no volvería al centro de día hasta que se pusiera el sol. Eso había sido lo acordado. Una vez lo hiciera, Marion le tomaría el relevo y se iría a dormir unas horas, durante las cuales Ío, que ya habría tenido ocasión de descansar, haría guardia con ellos. Era lo habitual: el ritual interminable al que se habían acabado acostumbrado, aunque ahora dos personas debían cubrir el trabajo de doce, y no podían hacerlo por parejas si pretendían dormir algo, lo cual resultaba todavía más aburrido. Marion no comprendía por qué la joven había vuelto, pero no le dio demasiada importancia. Tenía demasiadas cosas de las que preocuparse para ello.
MARION – ¿Qué se te ha olvidado ya? Oye… ¿Sabes qué? He estado pensando y… creo que voy a llamar a Carlos. A estas horas… ya deben haber llegado. De hecho… me extraña que no nos hayan llamado, ya. Pero bueno… Yo… es que… No… No paro de pensar en la discusión que tuvimos antes. Quizá… fui demasiado dura con él. No sé… estoy muy sensible estos días, y… no es con él con quien tengo que pagarlo, y… me sabe mal. Me ha quedado mal cuerpo, ¿sabes? Por lo menos, me gustaría que pudiéramos hablar… un ratillo. ¿Tú…? ¿Tú podías quedarte aquí un momento, en lo que subo al ático? Será… nada, cinco minutos como mucho. Te prometo que no tardo más. Pero… así me quedaré más tranquila.
Pese a escuchar la respiración y notar la presencia de quien había entrado a la sala, no obtuvo respuesta alguna. Frunció ligeramente el ceño. Pese a que aún quedaba medio biberón, el bebé parecía haber saciado su sed. Marion lo dejó con delicadeza sobre la cuna. Se le cerraban los ojos: pronto se quedaría de nuevo dormido. Era el momento de ir a por el siguiente.
MARION – ¿Me estás oyendo?
No fue hasta entonces que se dio cuenta que había estado hablando sola. Soltó una pequeña risotada, al tiempo que hacía un gesto negativo con la cabeza.
MARION – ¡Pero qué idiota soy! ¿Cómo me vas a oír?
Marion sonrió de nuevo, consciente al mismo tiempo del ridículo de la situación, como del hecho que Ío jamás se enteraría de que se había pasado casi un minuto hablando sola. No fue hasta entonces que se giró. La sonrisa que se había dibujado en su rostro se quedó helada instantáneamente al comprobar que la persona que había en el umbral de la puerta, con la que había estado hablando, no se trataba de Ío.
La hija del difunto presentador reconoció a esa persona al instante, y ello hizo que el biberón que sostenía cayese al suelo, formando un sonoro estruendo al romperse en mil pedazos, desperdigando trocitos de cristal y leche por todo el suelo. Con el ruido del golpe, un par de bebés se despertaron y comenzaron a llorar. Marion pareció empatizar en cierto modo con ellos, pues un gran lagrimón emergió prácticamente al mismo tiempo de su ojo derecho, al tiempo que su mandíbula inferior comenzaba a traquetear incontrolablemente.
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