David Villahermosa's Blog, page 10
September 7, 2018
3×1162 – Hipoxia
1162
Barrio de Bayit, ciudad de Nefesh
24 de enero de 2009
Uno a uno y en ocasiones en parejas, todos fueron abandonando el improvisado funeral, sin apenas mediar más que alguna que otra mirada gacha de asentimiento. Paris había sido el primero, dando así el pistoletazo de salida al resto de integrantes del cada vez menos numeroso grupo. En esos momentos Zoe abandonó la tumba de Morgan, con los ojos aún más rojos que de costumbre. Se fue de la mano de Ío, a pasar el luto en casa de la joven del pelo plateado, dejando a solas a Bárbara y a Carlos, entre la tumba del policía y la de Marion.
La profesora se vio tentada a acompañarlas, pero se le rompía el corazón al ver la expresión triste en el rostro del instalador de aires acondicionados. Apenas habían hablado desde que murió Héctor, y la reacción de Carlos había sido muy distinta a la que ella esperaba. Parecía muy tranquilo, pero ella le conocía ya lo suficiente para saber que la procesión iba por dentro, y que Carlos estaba destrozado por lo ocurrido. Bárbara conocía muy bien la historia de Beatriz, porque habían charlado al respecto en más de una ocasión tanto de ella como de Enrique. Sumar a su pérdida la de Marion no sería un trago fácil para él. Últimamente habían estado muy unidos.
Bárbara reparó en el reloj de oro que lucía el instalador de aires acondicionados en la muñeca y esbozó media sonrisa. Si tuviera ocasión de verle, desde donde quiera que estuviese, sin duda Marion estaría orgullosa de él. Sin embargo, esa misma sonrisa se desdibujó de su cara un instante después, tan pronto le vino a la memoria el embarazo de la hija del difunto presentador. Por un momento se vio tentada a explicárselo todo, pero enseguida concluyó que no sería una buena idea. Ese era un secreto que ella, al igual que Marion, también se llevaría a la tumba. Carlos ya había sufrido suficiente.
La profesora dio un paso en dirección a su amigo. Éste no levantó siquiera la mirada de aquél discreto montículo de tierra que él mismo había aplanado.
BÁRBARA – ¿Por qué no te vienes a comer con nosotros?
Carlos no respondió. Bárbara incluso dudó si la había escuchado. Tragó saliva y reemprendió su tentativa.
BÁRBARA – Se te va a venir la casa encima como te metas ahí dentro tú solo. Va, que yo te preparo algo rico.
Carlos aspiró aire y lo soltó en forma de suspiro. Se giró hacia ella y sus miradas se cruzaron. Bárbara intentó regalarle una sonrisa, pero ésta se quedó congelada en su rostro antes siquiera de materializarse. Ella tampoco estaba pasando por un buen momento. Le asió del hombro y le estrujó con delicadeza.
BÁRBARA – Hazme caso, hombre.
Carlos no respondió, pero cuando Bárbara comenzó a desfilar en dirección al taller mecánico, él la siguió. Ello hizo que la profesora se sintiera algo más tranquila. No quería que Carlos hiciera una tontería, y para evitarlo, lo mejor que podía hacer era mantenerle entretenido el mayor tiempo posible. Ambos caminaron en silencio, a un par de pasos de distancia. El barrio estaba sumido en un silencio tenso, muestra sin duda del estado de ánimo de sus habitantes. Tardarían mucho en recuperarse de ese duro golpe, aunque lamentablemente, siempre acababan haciéndolo más tarde o más temprano. Esa era la única manera de sobrevivir en ese nuevo mundo sin acabar abandonándose a la desidia.
Subieron las escaleras del bloque de pisos azul sin prisa. Bárbara no paraba de darle vueltas al modo cómo entablar una conversación con Carlos que no fuese artificial. Al llegar al ático, se quedó parada frente a la puerta del piso que compartía con Zoe, su hermano y su sobrino. La puerta estaba abierta de par en par, y eso le resultó extraño. Estaba rota y no encajaba bien, pues Héctor había reventado el mecanismo que la unía al marco, pero ella recordaba haberla dejado cerrada antes de irse al funeral. Sabía que Guillermo no estaba ahí, pues había acudido al centro de día con Abril y aún no había vuelto. Pensó que quizá su sobrino hubiera podido abrirla, pero enseguida lo descartó: Guille, a esas horas, siempre dormía como un tronco, si nadie se molestaba en despertarle. Aquél día hacía algo de viento, y quiso convencerse que quizá era debido a que su hermano pudiera haber dejado alguna ventana abierta. No sería la primera vez que se sucedían los portazos en el bloque. Entraron.
Su inicial recelo se convirtió en nerviosismo al escuchar un ruido extraño proveniente del pasillo de las habitaciones. Ella se adelantó, dejando a Carlos en el recibidor, y corrió hacia la fuente del mismo. No le hizo falta siquiera cruzar el umbral de la puerta para descubrir la fuente de aquél sonido. Lo que vio le resultó tan inverosímil y estúpido, que no alcanzaba a creer que fuera cierto.
Paris estaba en el dormitorio de Guille, arrodillado en el suelo, junto a su cama, que tenía las sábanas arrancadas de su sitio, medio caídas en el suelo. Estaba de espaldas a ella y pese a lo voluminoso de su cuerpo, Bárbara pudo ver sin dificultad cómo el dinamitero tenía agarrado al chaval por el cuello. Sus ojos, sin vida, habían adquirido un tono rojizo, fruto de la tensión y la falta de oxígeno. Su cabeza, en una posición antinatural, miraba hacia el techo. Resultaba evidente que había muerto hacía un buen rato, pero Paris seguía apretándole el débil cuello con todas sus fuerzas como si aún sirviera de algo. De no haber sido invierno, el dinamitero luciría en los brazos los arañazos que Guille, en su intento a la desesperada por librarse de su yugo, la había regalado.
Al escuchar la aspiración sorprendida de Bárbara, el dinamitero soltó finalmente al chico, que golpeó su espalda y su cabeza contra el duro suelo.
BÁRBARA – Pero… Pero… ¿¡Por qué!?
Paris se giró lentamente hacia ella, respirando agitadamente, con una gran vena palpitándole en el cuello, y una expresión de ira en el rostro como no se la había visto jamás. En ese momento llegó Carlos a la escena del crimen, y se llevó una mano a la boca al descubrir lo que ahí había ocurrido, igual de sorprendido que Bárbara de lo que veía.
August 31, 2018
3×1161 – Chivato
1161
Barrio de Bayit, ciudad de Nefesh
24 de enero de 2009
Juanjo se asomó por la persiana del taller y vio el panorama de lo que parecía el velatorio de un entierro múltiple. Puso los ojos en blanco y entró de nuevo, sin que nadie se hubiese percatado de su presencia. Era sin duda el momento idóneo para seguir con su incansable plan para aprovisionarse de víveres: si se daba la prisa suficiente, podría volver a llenar el carro sin que nadie le importunase. El cachorrillo, Carboncillo, que parecía haber aparecido de la nada, le olisqueó y emitió un agudo ladrido. El banquero lo ahuyentó de una patada, molesto. El perro salió corriendo en dirección opuesta, internándose en el Jardín, y él aprovechó para desandar sus pasos.
Juanjo sacó el carro de la compra del aparcamiento subterráneo donde lo había escondido, gruñendo al subir la cuesta, y se dirigió al acceso al centro de ocio. Paró en seco al escuchar unas voces procedentes del restaurante que había justo al lado de la entrada principal. En su rápido vistazo al improvisado cementerio había dado por hecho que todos los demás habitantes del barrio estaban ahí congregados: resultaba evidente que se había equivocado. Dudando entre si dejarlo estar y volver a su casa o entrar de todos modos, se encontró prestando atención a la conversación a través del cristal roto de la entrada del restaurante.
Lo que escuchó a continuación cambió por completo su percepción de la realidad, hasta el punto de creer que lo estaba soñando. Incapaz de dar crédito a lo que oía de la conversación entre los hermanos Vidal, e igualmente incapaz de alejarse de tan suculenta fuente de información, Juanjo iba acercando su oreja cada vez más a la entrada, aún lejos del campo de visión de Bárbara y Guillermo. Estaba tan obnubilado por cuanto escuchaba, que llegó un momento que incluso perdió el equilibrio y a punto estuvo de caer al suelo. Consiguió agarrarse al carro a tiempo de no caerse, pero hizo un ruido imperdonable, que inevitablemente alertó a los hermanos.
Juanjo se quedó de piedra, convencido que le habían descubierto. Aguantó la respiración, quieto como una estatua, consciente que si sabían lo que había averiguado le querrían muerto y enterrado, tal como estaba Marion a escasos cincuenta metros de ahí. El corazón luchaba por salírsele del pecho.
BÁRBARA – Debe de ser el perro. Carla lo ha dejado suelto, y no para de dar vueltas por todos lados.
El banquero se dirigió de nuevo al aparcamiento subterráneo, empujando el carro e intentando hacer el menor ruido posible. Desde la rampa escuchó como los dos hermanos abandonaban el restaurante y volvían al velatorio. Por fortuna, no habían reparado en él, y todo se lo debía a aquél maldito perro. Le bendijo en voz baja por ello.
Le temblaban las manos, y el corazón le latía a toda velocidad debajo del pecho. Pasó más de quince minutos dándole vueltas a lo que había escuchado, en su particular escondrijo en el cuarto de la maquinaria de mantenimiento del aparcamiento, que era donde guardaba el carro con el que había robado más de una tonelada de comida las últimas semanas. Mientras más vueltas le daba, más piezas encajaban en su cabeza. No quería precipitarse, pero al mismo tiempo era consciente que algo así era justo lo que necesitaba para fracturar aún más al grupo y forzarles a un conflicto que revertiría en que él, a corto plazo, debería compartir aquella comida con aún menos gente.
Juanjo respiró hondo, salió de aquél claustrofóbico cuarto que olía a cerrado y se dirigió de vuelta al Jardín, como si no hubiera roto un plato en toda su vida. Se sorprendió al comprobar que Paris ya no estaba ahí, pero concluyó que eso le vendría aún mejor, y se dirigió de nuevo al edificio del centro de ocio, dejando al resto velando a los muertos.
Se rascó la incipiente calva frente a la puerta del dinamitero, confiando que se encontrase dentro de su piso. Finalmente se armó de valor y golpeó la puerta con los nudillos. Tres golpes fuertes y certeros. Pasaron unos segundos en los que llegó a convencerse que no había nadie dentro. Finalmente escuchó un arrastrar de pies y acto seguido se abrió la puerta. Al otro lado se encontraba el orondo dinamitero, vestido de chándal y con pantuflas de andar por casa. El desorden y la suciedad que reinaban en la vivienda resultaban abrumadores. Juanjo decidió pasarlos por alto y fijó su mirada en los ojos de Paris. No se amedrentó al ver su cara de odio.
JUANJO – ¿Tienes un momento?
PARIS – No estoy de humor para hablar con nadie. Y menos contigo.
Paris agarró la puerta y la empujó con fuerza, con la intención de cerrarla de un portazo. Juanjo metió el pie en el último momento y la puerta rebotó en él, abriéndose de nuevo. El banquero se aguantó el dolor como bien pudo. Paris se mostraba aún más irritado que antes. Juanjo tragó saliva, pero se mantuvo firme en su propósito.
PARIS – ¿Quieres hacer el favor de dejarme en paz, joder?
JUANJO – No hubiese venido si no fuera importante.
El dinamitero respiró hondo. Hubo unos segundos de silencio tenso.
JUANJO – Cambiarás de opinión cuando escuches lo que tengo que contarte. No te lo vas a creer.
El dinamitero se vio tentado a pegarle un empujón, tirarle al suelo en medio del rellano, y materializar el portazo que había quedado interrumpido, pero algo en la expresión de la cara de rata del banquero, a caballo entre la exaltación y le regocijo, le hizo replanteárselo. No estaba de humor, pero Juanjo había conseguido despertar su curiosidad. Hacía mucho tiempo que no hablaban; últimamente a duras penas le veía el escaso pelo. Decidió darle una oportunidad: al fin y al cabo, siempre estaría a tiempo de echarle a patadas.
Paris se hizo a un lado. Juanjo agradeció el gesto con un movimiento de cabeza y accedió al maloliente piso. El dinamitero cerró la puerta tras de sí una vez ambos se encontraron dentro.
August 24, 2018
3×1160 – Charla
1160
Barrio de Bayit, ciudad de Nefesh
24 de enero de 2009
Bárbara se giró hacia su hermano al notar cómo éste la cogía de la mano. Se la estrechó y ambos miraron de nuevo al frente. Estaban todos envueltos en un silencio sepulcral frente a las tumbas de quienes les habían dejado. Pese a que el tamaño de las de Marion y Morgan era mayor, ver todos aquellos pequeños montículos de tierra removida resultaba mucho más doloroso. Su mera presencia hacía que todos los presentes se sintieran enormemente desdichados. Aquellos pobres bebés no tenían la culpa de nada. No debían haber muerto, y mucho menos en esas circunstancias. Pero ya nada podía hacerse por ellos.
Maya tenía los ojos rojos de tanto llorar, y estaba abrazada a Christian, cuya cara era todo un poema. Zoe se había hecho fuerte junto a Ío, y ambas mostraban idéntica cara de cansancio y tristeza.
Ninguno de ellos dio crédito a las palabras de Fernando, cuando llegó el día anterior a la mansión de Nemesio con tan funestas noticias. Les costó mucho convencer a Guillermo de que esperasen al menos hasta que amaneciese para volver, y así lo hicieron, tras una noche en la que casi nadie pegó ojo. Saber que su hermana había recibido el impacto de una bala, por más que éste no le hubiera afectado más allá de dejarle una fea cicatriz en el pecho, le había trastocado sobremanera.
Cuando llegaron, a media mañana, Carlos ya había acabado con el trabajo hacía horas, y de manera instintiva, sin apenas mediar palabra, todos se congregaron alrededor de las tumbas, honrando a quienes se habían ido para no volver. Tanto Carlos como Bárbara se vieron tentados a decir unas palabras, intentando ofrecer algo de consuelo al resto, pero no fueron capaces de encontrarlas, y prefirieron callar. Ellos las necesitaban tanto como los demás, sobre todo Carlos, que aún no concebía que no podría volver a besar a Marion. Las emociones estaban demasiado a flor de piel, y los llantos y sollozos a la orden del día.
En esos momentos se encontraban todos congregados alrededor del mural, formando una media luna. Todos a excepción de Juanjo, quien pese a que habían invitado, no se había dignado a venir, y Guille, que a esas horas de la mañana dormía a pierna suelta en su dormitorio del ático. Paris era el único que se encontraba algo alejado del resto. Él no había conocido a Morgan, y tampoco se había preocupado jamás por los bebés, pero sí sintió la muerte de Marion, y era únicamente por ello que estaba ahí. Ella fue la única que jamás le había tratado como un igual, aunque hacía bastante tiempo que apenas mediaban palabra. No había vuelto a hablar con nadie desde el inoportuno arrebato de ira de Bárbara; nadie se había atrevido a decirle nada al ver la cara de pocos amigos que lucía.
Guillermo soltó la mano de Bárbara e hizo un gesto con la cabeza a su hermana, invitándola a acompañarle. Ella asintió, algo distraída. Se alejaron del grupo y accedieron a la calle corta por el taller mecánico, que tenía ambas persianas abiertas. Instintivamente se dirigieron hacia un bar que había junto al acceso principal al centro de ocio. El investigador biomédico se molestó incluso en cerrar la puerta, habida cuenta del frío que reinaba en el exterior, pero no sirvió de mucho, pues tenía el cristal roto, y por ella se colaba tanto el agua de la lluvia, como las hojas de los árboles y el silbar del viento.
Guillermo tomó asiento en una de las sillas más cercanas a la entrada y su hermana le imitó. El resto del local estaba en penumbra, y pese a que sabían a ciencia cierta que dentro del barrio no había infectados, ambos habían tenido demasiadas malas experiencias como para internarse más sin sentirse desprotegidos.
Tras un silencio incómodo demasiado largo, finalmente Guillermo tomó la iniciativa.
GUILLERMO – Piensas que es culpa mía, ¿verdad?
La profesora se giró hacia su hermano, con el ceño fruncido. La pregunta la había cogido con la guardia baja.
BÁRBARA – ¿Pero qué dices?
GUILLERMO – Aunque nunca lo…
El investigador biomédico tragó saliva, visiblemente afectado.
GUILLERMO – Me atormenta desde el primer día, ¿sabes?
BÁRBARA – Cállate.
GUILLERMO – No, Bárbara. Todo esto es culpa mía. Si no hubiese intentado devolverle la vida al papa… ahora nada de esto… Ahora todos esos bebés… aquella chica…
BÁRBARA – ¿Y a quién demonios se le iba a ocurrir que por hacer eso se iba a desencadenar un puto Apocalipsis? Haz el favor de callarte, ¿quieres?
GUILLERMO – Eso no quita que sea culpa mía. ¡Todo es culpa mía! ¡TODO! ¡Me cago en Dios! ¿¡Tú te imaginas lo que es vivir con eso en las espaldas!?
BÁRBARA – ¿Era eso lo que tú querías hacer, lo hiciste con esa intención? ¿O lo que pretendías era sencillamente salvar a tu padre?
GUILLERMO – No, hombre. No… Yo… ¿Pero eso qué importa?
BÁRBARA – No podemos cambiar lo que ocurrió, Guille. ¿Quieres echarte sobre las espaldas la culpa de toda la infección? Adelante. Yo llevo mucho tiempo echándomela por haberle matado.
GUILLERMO – ¿Pero qué tonterías dices? Tú no lo mataste.
BÁRBARA – Yo le maté.
GUILLERMO – No. Tú no le mataste. Fue un accidente.
BÁRBARA – Exacto. Fue un accidente. Yo no pretendía que el papa se cayese por el hueco de la escalera, del mismo modo que tú no pretendías que por pincharle con aquella muestra de un experimento desechado de vete tú a saber hace cuantos años, que por cierto, inventó él mismo, fuese a convertirse en un puto muerto viviente que desencadenase el Apocalipsis. Todo ha sido un puto accidente. Una concatenación de accidentes que ha acabado con todo hecho una mierda, pero aquí no hay…
Bárbara comenzó a sollozar, y su hermano se incorporó en la silla y la abrazó. No tardó en recomponerse.
BÁRBARA – No vamos a cambiar… Nunca vamos a poder cambiar lo que pasó. Y que tú seas o no el responsable de eso no va a servir para nada más que para atormentarnos, así que… será mejor que lo enterremos.
Ambos se giraron al escuchar un ruido proveniente de la calle corta. Guillermo hizo incluso el amago de acercarse a ver qué ocurría.
BÁRBARA – Debe de ser el perro. Carla lo ha dejado suelto, y no para de dar vueltas por todos lados.
GUILLERMO – Ah…
Su hermano asintió vagamente y se sentó de nuevo. En un lugar tan silencioso, cualquier sonido, aunque fuera el de la estructura del edificio asentándose, resultaba sospechoso.
BÁRBARA – Mira. Vayámonos con los demás, que no es elegante desaparecer en un momento… como este, ¿No te parece?
Guillermo suspiró, pero acto seguido asintió, no demasiado convencido del desarrollo de la conversación.
GUILLERMO – Sí, mejor será.
August 17, 2018
3×1159 – Agujeros
1159
Barrio de Bayit, ciudad de Nefesh
23 de enero de 2009
Abril dio el último punto en el pecho de Bárbara. Después de todo, tan solo quedó una pequeña marca a unos pocos centímetros del pezón. Resultaba algo inquietante el modo cómo respondía su cuerpo. Tuvo que horadar un poco con el bisturí para poder acceder a la bala, pues el tejido había empezado a cicatrizar interiormente, absorbiendo el cuerpo extraño. Se trataba de una operación delicada, que en cualquier otra circunstancia Abril se hubiese negado a hacer en tan precarias condiciones, pero la situación era del todo menos normal. En esos momentos a la médico no le hubiera hecho ninguna falta hacer prueba alguna con su sangre para determinar que Bárbara estaba infectada. El poder curativo de ese virus resultaba a todas luces inverosímil.
Lo desinfectó a conciencia y lo vendó en diagonal. Bárbara agradeció su ayuda, y agarró el sujetador para vestirse de nuevo.
ABRIL – Todo esto ha pasado por mi culpa…
BÁRBARA – ¿Pero qué tonterías dices? ¿Tú qué ibas a saber?
Abril suspiró, y comenzó a guardar el equipamiento médico en el maletín que había traído consigo. Se sentía increíblemente estúpida por haberse dejado engañar todo ese tiempo.
ABRIL – Debí haber sospechado algo… Ese hombre… no era del todo normal.
Bárbara se enfundó en una camiseta interior térmica limpia. Todos habían dado por hecho que Héctor estaba muerto, y no sin razón. El único culpable de lo que había ocurrido había sido él mismo.
ABRIL – Pero estaba tan sola…
La profesora frunció el ceño.
BÁRBARA – Abril… no tienes por qué estarlo. El barrio… es seguro. Ya lo has visto. Aquí no se puede colar ningún infectado. A estas alturas de la película… yo me preocuparía más por las personas, que por ellos.
Abril levantó la mirada, aún con aquella expresión triste en el rostro.
BÁRBARA – ¿Por qué no te quedas con nosotros, de una vez por todas?
La médico bajó la mirada y suspiró de nuevo.
ABRIL – Lo siento. De verdad que lo siento.
Bárbara se adelantó y abrazó a la médico. Ambas sollozaron durante unos minutos, apoyándose la una en la otra. Pese a que el peligro ya había pasado, las consecuencias de éste jamás se borrarían. Nadie podría devolver la vida a todos aquellos bebés, que tan poca culpa tenían de las ansias de venganza de aquél loco.
Ambas abandonaron el ático en un silencio tenso. Cuando pasaron frente a la puerta del piso de Ío, que seguía tirada en el suelo, Bárbara tuvo la tentación de llamar la atención de su inquilina, e invitarla a que se sumase a ellas, pero prefirió no hacerlo. La joven aún debía digerir todo lo que había ocurrido, y le vendría bien estar sola un rato. Así al menos podría descansar, pues por la noche no había pegado ojo.
Al llegar al Jardín, descubrieron a Carlos trabajando duro en el terreno frente al pedazo de muro donde Christian había hecho aquél mural. Se había quitado la chaqueta y de cintura hacia arriba tan solo vestía una camiseta blanca de manga corta. Pese al frío que reinaba en el ambiente, estaba sudando.
Había avanzado a una velocidad sorprendente, aprovechando que la tierra estaba aún bastante blanda por las últimas lluvias. Ambas contemplaron, con un nudo en el estómago, dos grandes agujeros en los que cabría sin problemas un cuerpo humano adulto. En esos momentos el instalador de aires acondicionados estaba trabajando en otro mucho más pequeño. Aún tenía mucho trabajo por delante.
Carlos no se molestó siquiera en girarse hacia ellas, pese a que las había visto llegar. Al fin había encontrado algo con lo que ocupar su cuerpo y su mente. Aquél trabajo mecánico tan farragoso le permitió apartar de su cabeza todos los fantasmas que por ella revoloteaban. No pararía hasta acabar, del mismo modo que no aceptaría la ayuda de nadie.
Las dos mujeres continuaron caminando hasta la escena del crimen. Zoe se había quedado dormida hecha un ovillo junto al cuerpo sin vida de Morgan, que ahora permanecía oculto bajo una sábana de un blanco impoluto. No lucía sus habituales gafas de sol, y con los ojos cerrados, nadie podría haber sospechado que estaba infectada. Ella había sido la primera en recibir la atención médica de Abril, que tan solo tuvo que dar una docena de puntos al pedazo de piel que Héctor había rebanado en su cuerpo cabelludo. No recuperaría el lóbulo perdido de su oreja, pero la herida ya había cicatrizado por sí sola, y Abril tan solo se encargó de desinfectarla y limpiarla a conciencia.
Fernando hacía cosa de una hora que había abandonado el barrio, después de sustituir los neumáticos pinchados de la furgoneta por otros nuevos. Había puesto rumbo a la mansión de Nemesio en busca de los demás, para traerlos de vuelta al barrio y poder despedir entre todos a los que les habían dejado.
Ambas se giraron hacia el portón de acceso delantero al recinto de la escuela, al escuchar cómo gruñían los goznes. Vieron a Paris, caminando a paso decidido hacia la entrada del gimnasio. Bárbara frunció el ceño. Se vio tentada a abordarle, para pedirle disculpas por su arrebato de ira, del que se sentía algo avergonzada, pero no lo hizo. Las dos contemplaron, con una expresión sorprendida, cómo el dinamitero agarraba el cadáver de Héctor por el tobillo y lo arrastraba, dejando un irregular reguero rojo en la pista, hacia el vehículo con el que había llegado hasta Bayit en compañía de la médico y de Fernando.
Abrió el maletero del coche y metió al irreconocible Héctor dentro, de muy malas maneras. Cerró el maletero con un sonoro portazo y condujo el coche hasta el portón de acceso trasero del recinto de la escuela.
ABRIL – ¿Dónde va ese?
BÁRBARA – Déjalo. Por mi, como si no vuelve.
Paris cerró a su paso y se alejó de Bayit, conduciendo por las vacías y silenciosas calles de Nefesh acompañado tan solo por sus oscuros pensamientos. Con ello, no hacía más que acabar lo que había empezado hacía un par de meses.
Para su sorpresa, la enorme mayoría de sus antiguos amigos aún seguían con vida, aunque estaban más hambrientos que nunca, a juzgar por su aspecto. El dinamitero, no sin cierta dificultad, consiguió introducir el cadáver de Héctor en el instituto. Docenas de infectados acudieron raudos, ansiosos, gruñéndose y golpeándose unos a otros, devorando el cadáver del ex presidiario como si fuera su última cena. Tan solo la verja separaba a Paris de una muerte segura. Tal fue el éxito de su iniciativa, que en cuestión de minutos, resultó irreconocible.
Paris se quedó mirándolos hasta que, horas más tarde, el último infectado abandonó el último pedazo mordisqueado de hueso.
August 13, 2018
3×1158 – Reproches
1158
Barrio de Bayit, ciudad de Nefesh
23 de enero de 2009
Bárbara descansaba sobre la cama en la que poco antes el ya difunto Héctor había dormido. Tenía los ojos muy abiertos, y observaba el techo con la mirada perdida. Carlos estaba junto a ella, sentado en el taburete, con un par de fragmentos de la destrozada radio en sendas manos. Había empezado a encajar piezas por mero instinto, principalmente por tener las manos ocupadas, aún siendo consciente que no serviría de nada. Su cuerpo estaba ahí, pero su mente se encontraba a años luz de Nefesh. Ahora que el peligro había pasado, no podía dejar de pensar en el trágico destino de Marion y de los bebés. Le costaría mucho asimilar la irreversibilidad de los hechos.
Ío estaba tumbada en su propia cama, en un piso inferior de ese mismo bloque, abrazada a la almohada mientras lloraba desconsoladamente. Pasaría mucho tiempo antes que la joven pudiese recuperarse de semejante impacto emocional. Juanjo había vuelto a su casa poco después de descubrir que su plan había fracasado, tras haber intercambiado a duras penas un par de frases con quienes lo habían echado por tierra. Consciente que Bárbara saldría de esa, y por más que ésta le insistió en que les acompañase, Zoe se había negado a abandonar el cadáver de Morgan y seguía junto a él, velándole, abrazada a uno de sus brazos, con la cabeza apoyada en su agujereado pecho.
El instalador de aires acondicionados dejó sobre la mesa lo que se traía entre manos y respiró hondo. Echó un vistazo por la ventana y frunció el ceño al ver aparecer en el patio de la escuela a la niña de la cinta violeta en la muñeca agitando los brazos. No parecía asustada, pero a juzgar por sus gestos resultaba evidente que reclamaba su presencia. Intentando quitarle hierro al asunto, pese a haber vuelto a entrar en tensión, hizo el amago de abandonar la habitación. Bárbara se le adelantó, incorporándose en la cama.
BÁRBARA – ¿Dónde vas?
CARLOS – Abajo, al patio. Zoe me ha hecho señas para que baje.
BÁRBARA – Espera. Voy contigo.
Llegaron justo a tiempo de ver a Zoe, ahora sí, armada, abriendo el portón de acceso trasero al recinto del colegio para dejar pasar al otro vehículo que Abril guardaba en la mansión. Se reunieron con ella, y al tiempo que la niña cerraba de nuevo el portón, vieron salir del coche apresuradamente a Paris y Fernando. Bárbara apuró el paso, con una expresión muy seria en el rostro. Sendos hombres se quedaron de piedra al ver los cadáveres de Héctor y Morgan frente a la entrada del gimnasio. Habían acudido a regañadientes tras la insistencia de Abril, que estaba muy afectada al ver que no daban señales de vida. Ella fue la última en salir del vehículo y gritó al ver semejante espectáculo. Se acercó a Héctor, tapándose la boca con su mano derecha.
ABRIL – Dios mío… ¡¿Qué le ha pasado a Ezequiel?!
Carlos y Bárbara cruzaron sus miradas un instante. Ello no hacía más que corroborar sus sospechas. Paris se acercó al cadáver del ex presidiario y le dio la vuelta, empujándole con la punta de su bota. Una parte de su cráneo siguió donde estaba; la otra acompaño al cuello. En su cabeza se habían formado un millar de preguntas, pero estaba más divertido que preocupado.
PARIS – ¿Así que éste es el amigo del que tanto nos habías hablado?
Abril, aún con la mandíbula caída, incapaz de comprender qué había podido pasar ahí, se acercó al cadáver, ignorándole. Resultaba evidente que ya no podría hacer nada por él, pero su deformación profesional le obligó a ello. Zoe se acercó al grupo, con la mirada gacha. Bárbara caminó en dirección al dinamitero.
BÁRBARA – No, Paris, no. Éste es Héctor. Era Héctor.
Paris cruzó su mirada con la de la profesora. Ella estaba aún más seria. Paris negó con la cabeza, aún con aquella sonrisa dibujada en el rostro.
PARIS – ¿Pero qué tonterías dices? Héctor murió en la explosión del barco. Todos murieron.
BÁRBARA – Te aseguro que es él, Paris. Si seguimos vivos es por…
La profesora no pudo evitar echar un vistazo a Zoe, que también la estaba mirando a ella. La niña enseguida apartó la mirada. Abril observaba a uno y a otro alternativamente, intentando entender algo, aunque sin demasiado éxito. Era incapaz de asumir que había estado viviendo durante tanto tiempo con el enemigo.
BÁRBARA – … por pura suerte.
PARIS – Te lo digo en serio, Bárbara. Héctor no pudo sobrevivir a la explosión. Si hubieses estado ahí lo sabrías. Nadie pudo sobrevivir a eso.
Bárbara respiró hondo, tratando de contenerse. La sonrisa ya había abandonando la cara del dinamitero.
BÁRBARA – ¿Tú llegaste a ver el cadáver?
PARIS – No, pero… Joder, ¡si recogí hasta su brazo! Por el amor de Dios. Díselo tú, Fernando.
El mecánico, que se encontraba a su lado, respiró hondo. La expresión de la cara de Bárbara hablaba por sí sola, y prefirió no estropear más las cosas. La profesora dio un paso al frente.
BÁRBARA – Sí, el brazo que le falta, ¿no?
El dinamitero echó un vistazo de nuevo al cadáver de Héctor. Pese a que todas las pruebas apuntaban en una dirección, él se cerró en banda. Bárbara dio otro paso, encarándose al dinamitero. Carlos la miraba con el ceño fruncido. No la reconocía en ese papel. Ella estaba sobreexcitada por todo lo que había ocurrido.
PARIS – Déjate de chorradas, ¿quieres?
BÁRBARA – ¿Chorradas? ¡Por el amor de Dios! Por su culpa Marion ha muerto. ¡Ella y todos los bebés!
Un lagrimón recorrió la cara de Bárbara hasta caer al vacío desde su barbilla. Abril se llevó una mano a la boca, incapaz de creer lo que acababa de oír. Las caras largas de Carlos y Zoe eran todo un poema. Fernando suspiró. Paris se había quedado en estado de shock ante tal revelación. Le costaba mucho reaccionar a ese tipo de estímulos, y pese a que se había estabilizado bastante desde que dejó la meditación, de nuevo notó cómo aquella nube oscura se cernía sobre él.
PARIS – ¿Y qué insinúas, que eso es culpa mía?
BÁRBARA – Si os hubieseis molestado en comprobar que estaban todos en el barco, antes de…
Bárbara cruzó su mirada con la del mecánico. Fernando no la apartó. Volvió a centrarse en Paris cuando éste alzó la voz.
PARIS – Yo por lo menos me molesté en afrontar el problema. No hice como vosotros, escondiéndome como las ratas.
BÁRBARA – Ya ves tú de lo que ha servido. ¡Ya ves tú de lo que ha servido!
Para sorpresa de todos, Bárbara se adelantó un paso más y comenzó a golpear el orondo pecho del dinamitero, con los ojos cerrados anegados en lágrimas. Paris se dejó golpear, haciendo ver que no le afectaba. Carlos no daba crédito a la reacción de la profesora, y aún menos a su vitalidad, después de haber recibido un balazo que a punto estuvo de acabar con su vida.
CARLOS – ¡Eh, eh, eh!
Carlos agarró a Bárbara de la cintura y la apartó del dinamitero. La profesora no ofreció demasiada resistencia. El instalador de aires acondicionados la llevó junto a Zoe, y desanduvo sus pasos en dirección a Paris.
CARLOS – Discúlpala, por favor. Estamos todos muy excitados con lo que ha pasado. Estoy seguro que ella no pretendía…
Paris no se movió un milímetro. La expresión de su cara resultaba inexpugnable, y ello hizo que Carlos sintiera un escalofrío. En cierto modo, hubiera preferido que tuviera una de sus crisis nerviosas, al menos de ese modo habría sabido cómo reaccionar.
August 10, 2018
3×1157 – Disparos
1157
Barrio de Bayit, ciudad de Nefesh
23 de enero de 2009
El alegre sonido del canto de los pájaros dando la bienvenida al nuevo día contrastaba con el ambiente triste que se vivía en el patio de la escuela. Los dos cadáveres que poblaban la pista seguían desangrándose por las múltiples heridas de bala que les habían brindado, despidiéndose para siempre del mundo que les había visto nacer. Cualquiera hubiera podido jurar que eran la encarnación del bien y del mal. Ambos habían muerto con la misma facilidad, con idéntica fragilidad, demostrando a los supervivientes que la guadaña de la muerte no entendía de esas cosas, que la justicia no era más que una entelequia, una ingenua invención humana.
Carlos apretaba aquél pedazo de tela sobre la herida de Bárbara, que ya apenas sangraba. La profesora había recuperado el conocimiento hacía unos minutos, para descubrir que Héctor ya no volvería jamás a suponer una amenaza. Tenía un millar de preguntas al respecto, más al descubrir el cuerpo de Morgan tendido a escasa distancia del de su verdugo, pero viendo las caras de los demás, prefirió esperar. Estaba todavía bastante afectada por el disparo, que a punto estuvo de acabar con ella. El peligro ya había pasado, y eso era todo cuanto ella necesitaba saber por el momento.
La bala que le regaló Héctor había penetrado por su escaso tejido adiposo para acabar alojándose en una de sus costillas, sin afectar a ningún órgano, por fortuna. Si tal solo hubiese accedido a su cuerpo unos milímetros más arriba o más abajo, todo hubiera sido muy distinto, pues detrás se encontraba su corazón. Precisaría de la ayuda de Abril, de nuevo, para eliminar la bala de su organismo, pero no cabía duda de que sobreviviría. Además, su herida cicatrizaría enseguida y su cuerpo regeneraría la sangre perdida en un abrir y cerrar de ojos, gracias a su particular condición. Ser una infectada tenía sus ventajas.
Zoe estaba frente al cadáver de Morgan, sosteniendo la mano salpicada de sangre del policía entre las suyas, mientras las lágrimas le recorrían las mejillas. Se sentía muy culpable por haberle arrastrado a ese destino, pero era consciente que ya no se podía hacer nada por él. Los infectados tenían una fuerza y una resistencia prácticamente sobrehumanas, pero no eran inmortales. La joven de la cinta violeta en la muñeca ignoraba que Morgan se habría sentido increíblemente afortunado de tener ese final. Acabar como un infectado había sido la peor de las torturas sus últimos días, y tener que abandonar a Zoe, un trago demasiado doloroso. Salvarla, en última instancia, al menos brindaba algo de sentido a toda esa locura. Lamentablemente, él nunca lo sabría.
Ío estaba en el otro extremo de la pista, alejada de sus compañeros, dándoles la espalda. Se había sentado en uno de los bancos después de su inesperado aunque necesario arrebato de ira. Nadie había abierto la boca desde entonces.
Después de acabar con la vida de Héctor había dejado caer la pistola vacía al suelo, aún con un rictus de tensión en el rostro, y se había alejado de su cadáver arrastrando los pies. La visión de lo que quedaba de la cabeza de aquél infame hombre que tan mal se lo había hecho pasar resultaba grotesca, pero a diferencia de lo que ella esperaba, no le brindó la paz que creía encontraría borrándole del mapa, sino que le hizo sentirse muy mal consigo misma. Por más que lo mereciera, y que su muerte significase que otros muchos vivirían, y por más que hubiera muerto de todos modos en cuestión de minutos debido a lo malherido que lo había dejado Morgan, ella sintió que había sido injusta, tratándole igual que lo hubiera hecho él mismo. En aquél momento, lo único que la movía era un sentimiento de venganza, y temía haber sobrepasado una línea que jamás podría volver a cruzar en sentido opuesto. Aquél mundo estaba jodidamente podrido.
Desde entonces se había mantenido quieta, con las manos sobre las rodillas, la mirada perdida en ninguna parte, intentando vaciar su mente aunque fracasando estrepitosamente en el intento. Habían sido demasiadas emociones fuertes en muy poco tiempo, y aún tardaría muchísimo en ser capaz de digerirlo todo. Por fortuna, aún tenía muy buenos amigos en los que apoyarse para no hundirse en su desconsuelo. Todos, a excepción de ella, que no pudo oírlo, se giraron hacia el portón de acceso delantero al recinto del colegio al escuchar cómo se abría con un gruñido.
Juanjo, vestido con pantalón de chándal y una chaqueta de plumas abrochada hasta el cuello, caminaba hacia ellos con una expresión de evidente preocupación en el rostro. Frunció el ceño al descubrir el estrepitoso fracaso de su plan para deshacerse de sus molestos vecinos. Esforzándose por hacerse el sorprendido, cruzó su mirada con la de los demás, intentando leer en ellas algo que le diese alguna pista sobre lo que había ocurrido. Su reacción le resultó de lo más gratificante. Héctor no parecía haberle delatado, antes de acabar con su cabeza hecha papilla, de modo que después de todo, la cosa no había salido tan mal. Volvía al punto de partida.
El banquero se había propuesto mantenerse al margen hasta que todo hubiese acabado, pero al escuchar semejante escándalo, concluyó que algo no debía andar bien. Héctor no pretendía acabar con sus enemigos con armas de fuego, y aunque así lo hubiese hecho, Juanjo dudó mucho que todos aquellos disparos los hubiese efectuado él.
Corrió hacia ellos, aún forzando aquella expresión de asombro e incredulidad en el rostro. Le echó un vistazo al cadáver de Héctor, sin ningún tipo de remordimiento por haber sido una pieza clave para su caída definitiva. Es más, sintió rabia por haber confiado en él para satisfacer sus egoístas aspiraciones. Estaba claro que si quería que las cosas se hiciesen bien, debía hacerlas él mismo. O quizá urdir un mejor plan.
JUANJO – ¿Pero qué ha pasado aquí? He oído un montón de disparos.
CARLOS – A buenas horas llegas tú.
August 6, 2018
3×1156 – Infierno
1156
Barrio de Bayit, ciudad de Nefesh
23 de enero de 2009
Observar semejante duelo de titanes resultaba un espectáculo hipnótico y absorbente a partes iguales. Ío no comprendía cómo había podido entrar al barrio aquél infectado. Podría haberlo reconocido por el mural de Christian, pero para ella no era más que eso. Carlos se negaba a creer que la presencia de Morgan fuese una mera coincidencia. Sospechaba, de igual modo que hacían todos los que no conocían cuál había sido su destino, que debía seguir deambulando por la isla como infectado, pero lo último que hubiese esperado era encontrárselo ahí, y mucho menos en ese preciso momento.
Zoe no había tenido ocasión de traer un arma consigo cuando decidió, sin ningún tipo de premeditación, esconderse en la parte trasera de la furgoneta al ver que algo se estaba torciendo, poco antes que Bárbara y Carlos partieran de vuelta a Bayit. Salió de ahí dentro en plena noche, una media hora después que ellos, para tener la certeza de no ser vista. No quería ganarse otra más que merecida bronca por parte de Bárbara si todo resultaba ser una falsa alarma, pero tampoco quería quedarse de brazos cruzados si realmente necesitaban ayuda, y sabía perfectamente que no la habrían dejado venir con ellos si se lo hubiera pedido.
Al encontrar el cadáver de Marion y los de los bebés en el centro de día entró en pánico. Sabía perfectamente dónde guardaban las armas, pero desconocía dónde podía encontrarse Héctor en esos momentos, y no tuvo presencia de ánimo para aventurarse al interior del barrio, por miedo a ser atrapada y correr idéntico destino al de la difunta hija del difunto presentador. No había rastro de Ío, del mismo modo que de Carlos y Bárbara. Consciente que ella sola no podría hacer frente al ex presidiario, desarmada como estaba, lo primero que se le vino a la cabeza fue ir a pedir ayuda, pero no estaba dispuesta a subir al ático a hacer una llamada de radio. Su instinto le resultó de gran ayuda, porque de haberlo hecho, habría encontrado a Héctor durmiendo junto a la radio destrozada. Con aquél sentimiento de impotencia en la boca del estómago, abandonó el barrio.
A sabiendas que tardaría al menos un par de días en llegar a la mansión de Nemesio a pie, siempre que no encontrase infectados por el camino, lo que era más que probable, decidió pedir ayuda a la única persona que jamás le había fallado, el único que siempre había antepuesto su seguridad a la de los demás, demostrándose el mejor compañero en ese nuevo mundo inhóspito y peligroso en el que les había tocado vivir. Para su sorpresa, no le costó convencerle para que le acompañase.
En el patio de la escuela, frente a la puerta del gimnasio, Morgan estaba fuera de sí de ira. Ni Zoe, que era quien mejor le había podido conocer en esa última etapa como infectado, era capaz de reconocerle. El policía metió uno de sus pulgares en la cuenca del ojo izquierdo de Héctor, hundiéndoselo. El ojo estalló y comenzó a supurar un líquido que hizo que la sangre que brotaba del agujero se volviera grumosa. En esa misma posición, agarrándole por ambas sienes, comenzó a golpear su cabeza contra el cemento, al tiempo que gritaba de un modo que incluso podría haberse confundido con el de una persona sana. Extremadamente furiosa pero sana.
Héctor, por más que no fuese capaz de sentir el dolor como el común de los mortales, sí concluyó que algo andaba rematadamente mal. Aún sostenía el arma en su única mano. Con el muñón de la otra trató de quitarse a Morgan de encima, pero le resultó imposible. Morgan era mucho más fuerte y pesado que él. No dudó ni un segundo en apuntar con la pistola al pecho del policía y apretar el gatillo.
Morgan no se inmutó lo más mínimo al recibir el impacto de la primera bala, y continuó golpeando la cabeza de Héctor contra el cemento. El ex presidiario apretó de nuevo el gatillo. Aún con el pitido del ruido del disparo metido en la cabeza, todos, a excepción de Ío, escucharon con meridiana claridad el sonido del cráneo de Héctor al partirse, como lo hubiera hecho un coco tras un certero martillazo. Otro disparo. Morgan golpeó una vez más contra el cemento el cráneo partido de Héctor, que se hundió ligeramente. Con la poca fuerza que aún le quedaba, el ex presidiario disparó una vez más a Morgan. La bala impactó de lleno en su corazón, y éste cayó a plomo sobre su verdugo. El golpe hizo que la pistola se escurriese de los dedos de Héctor.
El ex presidiario, magullado y muy malherido, con sangre manando de su ojo ciego y de la comisura de su boca, empujó con más que evidente dificultad el cadáver de Morgan hacia un lado, y estiró la mano en busca de la pistola que había acabado con su vida. Intentó alcanzarla, pero algo se lo impidió. Lo primero que vio fue el pie, enfundado en unas deportivas rojas. Levantó la mirada con dificultad y contempló cómo Ío se agachaba, sin dejar de ejercer presión en la muñeca de su única mano, y cogía la pistola.
HÉCTOR – No… No… Por… Favor…
Ío, aún con lágrimas en los ojos, que habían adquirido una expresión enloquecida, giró a lado y lado la cabeza en un gesto de negación.
ÍO – Púdrete en el infierno.
Héctor soltó una lágrima de sangre al tiempo que Ío apretaba el gatillo, hundiéndole la bala en mitad de la frente. La joven del cabello plateado disparó otra vez. Y otra. Y una más. El sonido de los disparos resultaba atronador, reverberando a cientos de metros a la redonda, despertando a más de un infectado errante. Disparó una y otra vez hasta que acabó vaciando el cargador en la cabeza del ex presidiario, que acabó reducida a pulpa, habiendo dejado salpicones de sangre por doquier. Incluso así, siguió apretando el gatillo al menos una docena de veces más, mientras las lágrimas le recorrían las mejillas e impactaban en el suelo. Finalmente acabó parando. Después, todos los que habían sobrevivido oyeron lo mismo que ella: absolutamente nada.
August 3, 2018
3×1155 – Fantasma
1155
Barrio de Bayit, ciudad de Nefesh
23 de enero de 2009
Ío ya se había desarmado, de idéntico modo a Bárbara. Ver a su amiga en semejante apuro le había hecho perder el sentido del juicio. En su mente se repetía una y otra vez la escena de la muerte de Marion con toda su crudeza. El mismo arma, empuñada por el mismo chalado sin escrúpulos. Zoe no moriría por su culpa.
Carlos maldijo a la niña. De no ser por ella, en semejante inferioridad de condiciones, podrían haber acabado con Héctor en un abrir y cerrar de ojos. De lo que no cabía la menor duda era que Zoe era un alma libre, que no atendía ni a órdenes ni a razones, que hacía lo que le venía en gana cuando le venía en gana, sin pensar en las consecuencias. Resultaba evidente que se había colado en la furgoneta y había llegado a Bayit con ellos, cual polizón, tal como hizo con el barco cuando Bárbara fue a buscar a su hermano. De ningún otro modo podría haber llegado tan rápido. El por qué de tal acción era un enigma para él, pero estaba convencido que esta vez sería diferente, que no tendría tanta suerte. Aquél hombre no tendría ningún tipo de compasión. Ni con ella ni con nadie.
Intentó pensar fríamente, aún con su arma en la mano, bajo la atenta mirada de ocho ojos inquisitivos que esperaban ansiosos que tomase una decisión. Si los tres hubiesen abatido a tiros a Héctor, probablemente Zoe no viviría para contarlo, pero ella sería sin lugar a dudas su última víctima. Aun estaba a tiempo de intentar atinarle en mitad de la frente y acabar con el problema de raíz, sin más bajas que la de la él, pero dudaba muchísimo que pudiera hacerlo lo suficientemente rápido como para que el cuello de Zoe siguiera de una pieza. Su puntería no era tan buena, aunque pensándolo fríamente, quizá esa era la mejor solución…
BÁRBARA – Carlos…
La mirada asesina que recibió por parte de la profesora no ayudó a que tomase la decisión más sensata. El grito de Zoe, al sentir la hoja del cuchillo hundirse en su cuello, sí. Tan pronto vio manar un hilillo de sangre del cuello de la pequeña, Carlos acabó abandonándose a la desidia e imitó a sus acompañantes. Estaba claro que no se lo merecía, pero el instalador de aires acondicionados no supo sentenciar a muerte a la pequeña, por más que se lo hubiese ganado a pulso. Levantó ambas manos, haciendo que el ex presidiario dejase de ejercer presión con el cuchillo en el cuello de Zoe, y dejó caer la pistola al suelo, consciente que de ese modo, no solo la estaba condenando a ella, sino a los cuatro.
Héctor sonrió abiertamente al ver acercarse la tercera y última pistola. Las cosas no habían salido tan mal, después de todo.
HÉCTOR – Sí… Sí. Así me gusta.
El ex presidiario dio otro paso al frente, y empujó con el pie el arma de Carlos, juntándola con las otras dos, en una pequeña parcela de suelo bien lejos del alcance de sus anteriores dueños. Le hubiera encantado poder coger una sin necesidad de soltar a la pequeña, pero disponer de un solo un brazo tenía sus inconvenientes. Él aún no sabía si había alguien más con ellos, y Zoe era lo único que les impediría acribillarlo a balazos sin contemplaciones.
Todo había pasado demasiado rápido. Excesivamente rápido. Tan pronto acabó de inutilizar las cuatro ruedas de la furgoneta escuchó unas voces distorsionadas por el eco en el interior del gimnasio y accedió a él sigilosamente. Al entrar, descubrió a la pequeña saliendo de los vestuarios del gimnasio. No le costó nada ocultarse tras unas colchonetas que había apoyadas contra una pared para evitar ser visto y atraparla por sorpresa. Su intención era la de matarla ahí mismo, por eso había desenfundado de nuevo su cuchillo favorito, pero entonces escuchó la voz de Bárbara ahí fuera, y la tentación de aprovechar la situación fue demasiado grande, de modo que forzó a la niña a salir de nuevo al patio, donde se encontró con aquellos tres idiotas.
BÁRBARA – ¡Tenemos un barco!
Héctor puso los ojos en blanco.
BÁRBARA – Te puedo llevar hasta ahí, y… te puedes llevar toda la comida que tenemos aquí, en el barrio. Toda. Tenemos mucha. Pero… por favor… no le hagas daño…
El ex presidiario negó con la cabeza. No estaban en condiciones de negociar. Él ya estaba en disposición de cuanto quisiera. Si seguían vivos, era únicamente por su divertimento.
HÉCTOR – ¿Me la queréis volver a jugar con un barco? ¿Yo tengo cara de subnormal?
Bárbara cayó en la cuenta de su error. Su mente hervía en busca de una solución al problema que tenía entre manos, pero era consciente que tal solución no existía. Nada de lo que dijese haría cambiar a Héctor de opinión.
BÁRBARA – Pues deja que nos vayamos nosotros, y quédate con la isla.
HÉCTOR – Basta de cháchara.
Un ruido proveniente del gimnasio, como el de algo pesado cayendo de una estantería, hizo que Héctor perdiera durante un segundo el hilo de su pensamiento y girase ligeramente el cuello hacia atrás. Zoe aprovechó la situación para intentar escabullirse. El ex presidiario apretó el cuchillo, pero tan solo consiguió rebanarle un buen pedazo del cuero cabelludo, prácticamente hasta la nuca, y el lóbulo de la oreja. Zoe jamás podría volver a ponerse un pendiente ahí, aunque hacía más de un año que no lo hacía.
La niña agarró a Héctor del hueco poplíteo de su pierna derecha y le hizo perder el equilibrio, tirando con fuerza hacia sí. Éste cayó al suelo de espaldas, golpeándose la cabeza contra el duro cemento. Aún algo aturdido, ya sin el cuchillo en la mano, pues lo había perdido durante la caída, agarró a Zoe del tobillo, y la hizo caer de bruces al suelo. En un hábil movimiento, rodó sobre sí mismo y alcanzó una de las pistolas que había en el suelo, apuntó a la pequeña de la cinta violeta en la muñeca y disparó sin contemplaciones. Lo hizo un instante después que Bárbara se abalanzase sobre ella para protegerla.
La bala impactó en el pecho derecho de Bárbara, abatiéndola y haciéndola caer al suelo cual fardo de patatas, donde quedó inmóvil, con los ojos perdidos. Zoe se abalanzó hacia ella y se arrodilló a su lado, llorando, tratando de averiguar si seguía con vida. Ambas sangraban profusamente.
Héctor se puso en pie, colocándose entre ellas y las otras dos pistolas, respirando agitadamente bajo la atenta mirada de Carlos e Ío, que no se habían movido ni un milímetro desde que se desarmasen, y les retó con la mirada. Estaba increíblemente excitado y más furioso que nunca.
HÉCTOR – ¿Alguien más quiere hacerse el valiente?
Carlos e Ío agacharon la cabeza, avergonzados.
HÉCTOR – Te juro que sois lo puto peor que me he encontrado en la vida. ¡Dios mío! Es que no… Es que no… ¡Ah!
Héctor dio un paso hacia Zoe, que seguía velando a Bárbara, que sangraba profusamente por la herida de su pecho. La niña lloraba desconsoladamente, ajena al peligro que se cernía sobre ella. No salió de su ensimismamiento hasta que notó cómo Héctor apretaba la pistola contra su sien. Ío gritó, sin parar de llorar: estaba al borde de un ataque de nervios. Zoe se abrazó a Bárbara y cerró los ojos, consciente que había llegado su final.
Carlos sabía que no podía hacer nada por evitarlo, pero fue incapaz de quedarse de brazos cruzados. A duras penas alcanzó a hacer el amago de salir a la carrera hacia ahí, y ello hizo que Héctor demorase el momento de la inevitable muerte de Zoe. Sus miradas se cruzaron al mismo tiempo que Carlos frenaba en seco, con una extraña expresión en el rostro. Viéndole, cualquiera podría haber jurado que acababa de ver un fantasma. En cierto modo, así era.
Héctor no tuvo ocasión siquiera de acabar de girarse antes que Morgan le arrollase. Ambos pisotearon a Bárbara y a Zoe, tropezaron y cayeron rodando un par de metros más allá.
De igual modo que cuando se conocieron, Morgan volvía para salvar a Zoe del ataque de una serpiente carente de escrúpulos que pretendía acabar con su vida. Aunque esta serpiente era más pequeña, resultó ser mucho más peligrosa.
July 30, 2018
3×1154 – Rehén
1154
Barrio de Bayit, ciudad de Nefesh
23 de enero de 2009
BÁRBARA – ¿No puedes hacer nada?
Carlos miró a la profesora con una expresión de evidente molestia en el rostro. Podría ser buen técnico, pero no era un mago.
CARLOS – ¿Pero tú has visto cómo está esto?
Bárbara suspiró, y comenzó a girar su anillo de pedida en el dedo. Héctor parecía haber aprendido de sus errores, e iba por un paso por delante. Ellos no hacían más que dar palos de ciego, y la profesora cada vez tenía menos esperanza en que consiguieran salir de esa sin más bajas.
BÁRBARA – Si la ha destrozado, es porque no quiere que no les avisemos. Lo más seguro es que ya se haya ido a por ellos.
Carlos asintió vagamente. Parecía tener la cabeza en otro lado. Necesitaba tiempo para reflexionar, pero ahora mismo tiempo era lo que menos tenían. Bárbara estaba sobreexcitada.
BÁRBARA – ¡Tenemos que salir de aquí cuanto antes!
CARLOS – No vamos a poder llegar antes que él. Debe de hacer horas que se fue.
BÁRBARA – Bueno, pero por lo menos… ¡Algo hay que hacer! ¿no? Venga, ¡va!
Abandonaron el dormitorio a toda prisa. Con excesiva prisa. Ío les seguía a la carrera. Empezaba a arrepentirse seriamente de no haberse quedado en el sótano del pub, tal como le aconsejó Carlos. De haber estado menos ansiosos, menos nerviosos, Bárbara hubiese caído en la cuenta que la cama de su dormitorio estaba deshecha, a diferencia de cómo ella la había dejado al abandonar el barrio. Si hubiese ido más allá, incluso podría haber detectado que aún conservaba parte de la calidez del cuerpo de su enemigo, y ello le habría hecho cambiar sustancialmente sus prioridades. Pero por suerte o por desgracia, tenía demasiada prisa. Sin otra idea que la de abandonar el barrio cuanto antes, pusieron rumbo al patio de la escuela.
En esta ocasión fueron más temerarios que en el trayecto hacia el ático. Si bien los tres estaban armados y más que dispuestos a defenderse ante cualquier ataque, la excesiva prisa con la que iban les podría haber salido muy cara. Pero por fortuna, nada ocurrió, y llegaron al patio de la escuela en tiempo récord, aquella fría mañana de enero de cielo despejado. La sensación general era de incomodidad: todo estaba resultando demasiado sencillo. Héctor parecía haber desaparecido del mapa.
Bárbara corrió hacia la furgoneta y abrió a toda prisa la puerta del copiloto. Ío la seguía como si fuera su sombra. Lo único que quería era desaparecer de ahí cuanto antes. El barrio ya no era un lugar seguro. En esos momentos, cualquier otro lugar de la isla, incluso con infectados merodeando por la zona, le resultaría mucho más atractivo. Carlos se quedó quieto donde estaba, en medio de la zona de tiros libres, con la mirada gacha. La profesora se giró hacia él, muy molesta por su parsimonia.
BÁRBARA – ¿¡A qué esperas!?
Carlos negó con la cabeza. Bárbara rezongó, salió del vehículo y se enfrentó a él. Estaba extremadamente nerviosa. El sol emergió por el horizonte, dando la bienvenida a un nuevo día. A nadie pareció importarle lo más mínimo.
BÁRBARA – ¿Qué pasa, Carlos?
CARLOS – Mira las ruedas.
Bárbara giró el cuello y contempló las dos ruedas del lado derecho del vehículo. Estaban completamente deshinchadas, igual que las otras dos, como si alguien las hubiera pinchado con una afilada navaja de más de quince centímetros de filo. La profesora se quedó pálida como la tiza. No solo no podrían salir del barrio sobre ruedas, sino que Héctor sabía que estaban ahí. Se sintió estúpida. Debió haberlo pensado antes. Movida más por el instinto que por el raciocinio, volvió a la furgoneta y agarró a Ío de la muñeca, haciéndola salir a toda prisa. La joven no entendía nada, pero estaba tan asustada que se dejó hacer.
BÁRBARA – Vámonos de aquí, Carlos. ¡Vámonos ya!
El instalador de aires acondicionados asintió, y los tres pusieron rumbo a los portones de entrada. Incluso aunque tuvieran que deambular por las calles en busca de otro vehículo, exponiéndose a ser sorprendidos por los infectados, cualquier alternativa era más apetecible y sensata que seguir ahí un minuto más. Lamentablemente, no tuvieron ocasión de avanzar ni cinco metros.
HÉCTOR – ¡No tan rápido!
Bárbara y Carlos frenaron de golpe y se giraron a toda prisa al escuchar la voz de Héctor tras ellos. Ío lo hizo poco después, al descubrir que se había quedado sola. A Bárbara se le vino el mundo encima tan pronto vio que Héctor no estaba solo. Los ojos de Ío se velaron por las lágrimas instantáneamente, y las piernas empezaron a temblarle incontrolablemente. No podía ser cierto.
Héctor había atrapado a Zoe. Otra vez. Bárbara no entendía nada. La pequeña de la cinta violeta en la muñeca no podía estar ahí: debía estar a salvo en la mansión de Nemesio, durmiendo a pierna suelta en uno de los muchos dormitorios que ahí había, ajena al drama que ahí se estaba viviendo. El ex presidiario tenía su único brazo rodeándole el cuello, y un espeluznante cuchillo de deshuesar apoyado en su yugular, presumiblemente el mismo que había acabado con la vida de Marion horas antes.
HÉCTOR – Un solo movimiento en falso y le rebano el cuello. Sabéis perfectamente que soy capaz de ello, ¿me equivoco?
Bárbara y Carlos se miraron el uno al otro durante un instante, antes de girarse de nuevo a Héctor, que avanzaba hacia ellos a paso lento, empujando a Zoe. La niña tenía la mejilla izquierda enrojecida. Su labio inferior sangraba por un corte que parecía muy reciente. Parecía más avergonzada que asustada, y a diferencia de Ío, no lloraba.
HÉCTOR – Dejad las armas en el suelo, y empujadlas hacia aquí.
Bárbara no se lo pensó dos veces. De hecho no pensó absolutamente nada, sencillamente acató su orden ciegamente. Zoe no tuvo el valor de levantar su mirada del suelo. La profesora puso su arma en el duro suelo de cemento, la pisó y la empujó en dirección al ex presidiario. Carlos puso los ojos en blanco.
July 27, 2018
3×1153 – Dudas
1153
Barrio de Bayit, ciudad de Nefesh
23 de enero de 2009
CARLOS – ¡Pero es que puede estar en cualquier lado a estas alturas!
BÁRBARA – Mira, vosotros haced lo que os dé la gana, pero yo me voy a avisar a los demás. Llevamos demasiado tiempo aquí encerrados.
CARLOS – ¿Y quién te dice que no está aquí arriba, esperando que abramos para pegarnos un balazo en la frente a cada uno?
A Ío, que había estado siguiendo la conversación girando a toda prisa el cuello en una y otra dirección, para leer los labios de sus compañeros, le recorrió un escalofrío por la espalda.
Llevaban varias horas ahí encerrados, a la tenue luz de un par de velas que amenazaban con consumirse definitivamente de un momento a otro. La mayor parte del tiempo lo habían pasado discutiendo sobre cómo proceder a continuación, sin ser capaces de llegar a ningún consenso. Ese era sin duda un lugar perfecto para mantenerse ocultos y evitar que Héctor les pudiera hacer daño, pero quedándose ahí abajo lo único que harían sería demorar el inevitable enfrentamiento con ese monstruo, amén de poner en grave peligro al resto de sus compañeros.
BÁRBARA – Joder, nosotros somos tres y estamos armados. ¡Él es sólo una persona!
CARLOS – De poco nos va a servir ser tres si nos dispara por la espalda.
Bárbara puso los ojos en blanco. Le daba la impresión de estar discutiendo con una pared. Había acabado perdiendo la poca paciencia que le quedaba, y estaba enfadada con Carlos por su actitud. No le reconocía en ese papel: él siempre había sido mucho más activo, más expeditivo y valiente. Mucho más temerario. Bajo su punto de vista, los demás tenían derecho de saber el peligro al que se exponían, y si Héctor realmente había puesto rumbo a la mansión de Nemesio tras acabar con Marion y con los bebés, como ella sospechaba, ya apenas disponían de tiempo para avisarles antes que fuese demasiado tarde.
BÁRBARA – Pues vale, quédate aquí. Quedaos los dos. Pero yo me voy.
La profesora se levantó, airada, y se inclinó hacia la escalerilla. Carlos chasqueó la lengua y la agarró de la muñeca antes que tuviese ocasión de subir el primer peldaño.
CARLOS – Bárbara…
BÁRBARA – Lo único que quiero es avisarles, Carlos, tampoco quiero hacerme la valiente enfrentándome a él. Les damos el aviso, y que salgan de ahí por patas. ¡Si es que no hay más! Ese hijo de puta no se lo va a pensar dos veces antes de masacrarlos a todos. Yo no puedo tener eso en mi conciencia. Lo siento, pero es que no puedo.
Sin soltarla, Carlos le aguantó la mirada unos segundos más, hasta que finalmente se rindió, y destensó su mano.
CARLOS – Vale. Iremos juntos. Les avisamos y volvemos volando, ¿de acuerdo?
Bárbara asintió, algo más tranquila. Detestaba tener que arrastrarle, pero también estaba muerta de miedo. El instalador de aires acondicionados se giró hacia la joven del pelo plateado.
CARLOS – Tú quédate aquí hasta que volvamos, ¿vale?
ÍO – ¡No!
La profesora se mostró sorprendida ante la contundencia de la negativa de Ío. Más al estar tan poco acostumbrada a escuchar su voz.
ÍO – A mi no, no, me va-vais a de… jar aquí so-sola otra vez.
Carlos buscó consejo en Bárbara. Ella respiró hondo.
BÁRBARA – Démonos prisa y ya está. Esto es muy grande, tú mismo lo has dicho antes. Puede estar en cualquier sitio. Estemos bien atentos y… ya.
El instalador de aires acondicionados asintió.
Fue Bárbara la primera en asomarse por la trampilla. Para su sorpresa, descubrió que el pub no estaba sumido en las sombras. En algún momento, durante el tiempo que estuvieron discutiendo, la noche había alcanzado su fin. Aún no había amanecido, pero el cielo había perdido el oscuro manto que hasta bien poco lo había cubierto. Desde ahí lo único que se veía era la parte trasera de la barra. Héctor bien podía estar esperándoles al otro lado, aunque sólo había una manera de averiguarlo. Arma en mano, acabó de abrir la trampilla, intentando hacer el menor ruido posible, y echó un vistazo al interior del local. Ahí todo parecía en regla.
Salieron del pub a una velocidad ridículamente lenta. Bárbara iba a la cabeza, con Ío prácticamente pegada a la espalda. Carlos cubría la retaguardia. Los tres iban armados, y miraban en todas direcciones a medida que avanzaban hacia la calle corta. Estaban en tan estado de tensión que dispararían a cualquier cosa que se moviese en cien metros a la redonda. Pese a que todos habían pensado en él en uno u otro momento, ninguno se molestó en proponer al resto ir a avisar a Juanjo de lo que estaba ocurriendo en el barrio. A duras penas habrían tenido que desviarse, pues él vivía en el extremo opuesto de esa misma calle.
Llegaron a la calle corta sin hallar el más ligero atisbo de hostilidad por el camino, aunque ello no hizo que se sintieran más seguros. Bárbara incluso fantaseaba con la idea de ir a buscar el barco y abandonar la isla a toda prisa, abandonando a Héctor a su suerte en Nefesh.
La relativa seguridad que les había acompañado durante el trayecto se esfumó enseguida tan pronto entraron al bloque de pisos azul. De lo que no cabía la menor duda, era que alguien había pasado por ahí durante su ausencia. Todas y cada una de las puertas que encontraron a medida que subían las escaleras estaban forzadas, si no rotas. La del piso de Ío, estaba incluso sacada de sus goznes, y yacía tirada en el suelo, con un par de pisadas de unas botas de gran tamaño encima.
Tan pronto llegaron al ático, Bárbara se desmarcó del resto y corrió hacia su dormitorio. Carlos e Ío la siguieron. El instalador de aires acondicionados frunció el entrecejo al ver la expresión apesadumbrada en el rostro de la profesora, que se que había quedado quieta bajo el umbral de la puerta. Entonces entró, seguido de cerca de Ío, y contempló lo que quedaba de la radio. Se giró hacia Bárbara, al escuchar su voz.
BÁRBARA – Se veía venir…


