David Villahermosa's Blog, page 7

March 18, 2019

3×1192 – Ironía

1192


 


Ensenada Tamir, costa este de la isla de Nefesh


27 de enero de 2009


 


Ambos hermanos se miraron, incapaces de dar crédito a lo que les mostraban sus ojos. Ese era el último sitio en el que hubieran esperado encontrar al banquero. Zoe entró a toda prisa en la nave, agitada, sosteniendo su propia arma: llegaba tarde. La niña contempló el cadáver que yacía a escasos cuatro metros de la entrada, y se llevó la mano izquierda a la boca.


ZOE – ¡Es Juanjo!


La niña pelirroja miró a Bárbara, como exigiéndole una explicación. La profesora estaba tan sorprendida como ella, y aún le duraba el temblor en las piernas ante el susto. Eso era algo que, por más tiempo que pasara, jamás desaparecía. Por más que a esas alturas ya se habían acostumbrado a vivir en ese nuevo mundo hostil, esos picos de pánico y adrenalina resultaban siempre genuinamente inesperados y poco bienvenidos.


GUILLERMO – ¿Qué diablos? ¿Qué hacía este tío aquí?


BÁRBARA – Pues… con toda seguridad, lo mismo que nosotros.


Zoe se adelantó un poco más y le observó de cerca. Los ojos de Juanjo eran idénticos a los suyos, salvo por el hecho que los de él carecían de vida, y miraban al vacío, a algún lugar indeterminado entre la cubierta a dos aguas y la pared frontal de la nave. Era plenamente consciente que si ella estaba ahí, si Bárbara y su hermano habían sido expulsados de Bayit, era debido exclusivamente a las malas artes de aquél hombre bajito y huraño. No sintió la menor lástima por él, pero tampoco se alegró por su muerte. De lo que no cabía la menor duda era que no volvería a levantarse: la profesora había hecho un trabajo excelente.


Bárbara se colocó a su vera, y ambas se aguantaron la mirada unos segundos. Guillermo se mantuvo quieto frente al umbral de la puerta. Seguía ampliamente consternado: él no estaba tan acostumbrado como ellas a disparar y acabar con la vida de aquellos viles seres. Ambas hicieron el mismo camino que había tomado Juanjo, pero a la inversa, y encontraron el cadáver de su verdugo, un chico algo mayor que Zoe, con una cantidad a todas luces ridícula de agujeros de bala por todo el cuerpo. También descubrieron varios impactos en la pared del fondo, igualmente salpicada de sangre. La historia se explicaba por sí misma.


La profesora echó un vistazo a aquellas grandes letras negras mayúsculas en la eslora del barco, y no pudo evitar recordar a su autor. Aún le costaría mucho asumir que Carlos se había ido para no volver.


GUILLERMO – ¡Chichas!


Bárbara y Zoe se giraron al escuchar la voz de Guillermo. Aunque no parecía en absoluto asustado, su hermana salió corriendo hacia la puerta de entrada, pues su voz venía de fuera. El investigador biomédico había encontrado las llaves de la furgoneta en uno de los bolsillos del anorak que el banquero llevaba puesto, y la había utilizado para abrir el portón trasero de la furgoneta. Lo que vio ahí detrás le dejó tan perplejo que no pudo evitar compartirlo con sus compañeras de viaje.


La cantidad de comida y agua que Juanjo había robado impunemente del barrio durante meses resultaba abrumadora. No les costó reconocer que la fuente de semejante botín era la misma de la que ellos habían estado alimentándose desde que comenzaron a vivir en el barrio amurallado: la sala de baile de la discoteca del centro de ocio. Se sintieron increíblemente estúpidos y ultrajados por no haberse percatado antes.


Juanjo había estado robándoles desde sólo Dios sabía hacía cuánto tiempo, y tras echarles a los leones, delatando a Guillermo con el único propósito de crear más confrontación entre ellos, igual que había hecho con Paris, había abandonado Bayit para robar el barco y dejarles desamparados, a merced de los infectados. Bárbara incluso se alegró de haber acabado con su vida, infectado o no. Ese hombre era la maldad personificada, y merecía cuanto le había ocurrido.


La furgoneta estaba tan cargada que a duras penas hubieran podido meter un par de cajas de zapatos. Tras sacar de la nave los dos cadáveres, Guillermo se encargó de introducir la furgoneta, de igual modo que el coche que les había traído hasta ahí, y acto seguido cerraron tras de sí, sabiéndose de nuevo seguros.


Comenzaron a desperdigar el contenido de la furgoneta por el suelo, frente a aquella pequeña oficina. La mayor parte de su contenido era alimento y bebida, pero también había algunas armas y algo de munición. Incluso munición de armas que el banquero no había traído consigo. También encontraron varios libros y manuales de navegación, así como bastante material de pesca e incluso un extraño artilugio que parecía extremadamente caro y delicado, que no tardaron mucho en averiguar que se trataba de una desalinizadora portátil de agua salada, que les haría la vida mucho más fácil en alta mar.


Para cuando acabaron de hacer inventario de todo cuanto disponían, al menos diez o doce veces más de lo que tenían al llegar, ya era demasiado tarde para llevar el barco al puerto y partir de Nefesh. Cenaron en la pequeña oficina de la que disponía la nave, a la luz de las linternas, aún incapaces de creerse la suerte que habían tenido, después de lo increíblemente mal que había empezado el día. Devolver todo eso a los actuales habitantes de Bayit fue algo que ninguno de los tres llegó siquiera a contemplar.


Habida cuenta que disponían de dormitorios más que suficientes en el barco, decidieron pasar ahí la noche. Zoe y Bárbara ocuparon una de las grandes camas; Guillermo se acostó en otra, en el extremo opuesto del navío. Pasada la medianoche, Bárbara despertó, tras el enésimo codazo de la niña. Zoe dormía a pierna suelta, emitiendo aquellos extraños soniditos tan característicos. Bárbara se dirigió al baño, pero antes de entrar echó un vistazo a la puerta entreabierta del dormitorio de su hermano: la cama estaba vacía.


Tras revisar el barco y concluir que Guillermo no estaba dentro, bajó y anduvo en silencio por la nave, hasta aquella pequeña oficina. Un hilillo de luz se filtraba por debajo del minúsculo cuarto de baño. Bárbara se acercó un poco más, pero paró en el umbral de la puerta de la oficina al escuchar los sollozos y el llanto de su hermano. Algo se rompió dentro de sí. Llegó incluso a colocar su mano sobre el tirador de la puerta, pero no tuvo valor para abrirla, y acabó volviendo sobre sus pasos, con el alma a los pies.

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Published on March 18, 2019 16:00

March 15, 2019

3×1191 – Justo

1191


 


Ensenada Tamir, costa este de la isla de Nefesh


27 de enero de 2009


 


Bárbara acabó con la vida de Juanjo instantes antes de reconocer su identidad. El banquero cayó al duro y frío suelo de la nave con seis agujeros más de los que tenía al despertar esa mañana: los cuatro que había recibido en el torso efectuados por el arma del aterrido Guillermo, el del certero y oportuno disparo en la cabeza que le brindó Bárbara y el de la fea herida de su cuello, la misma que había acabado con su vida horas antes y le había transformado en infectado.


Su periplo a solas tras la gran revelación que había brindado a los habitantes de Bayit empezó genuinamente bien. Con el enorme botín que había ido acumulando para el invierno como la hormiga del cuento popular en su poder, había huido del barrio tal como lo hiciera el irresponsable capitán de un barco que se está hundiendo: al fin y al cabo, éste ya no era un lugar seguro.


Por primera vez en mucho tiempo se sentía realmente a gusto: él era una persona extremadamente misántropa y algo sociópata, perfil que se había acentuado hasta cotas insospechables desde el inicio de la pandemia, y la vida en esa microsociedad jamás le había acabado de gustar. Estaba tan ilusionado por la nueva etapa lejos de una gente a la que había aprendido a detestar con toda su alma, como enojado con Paris por todo el mal que había hecho a sus anteriores planes en su ridícula misión suicida, haciendo del barrio un lugar igual de poco apetecible que cualquier otro rincón de la isla.


Sabía muy bien lo que hacía y hacia dónde debía dirigirse para llevar a término la última fase de su plan de ermitaño: muchos de sus anteriores clientes habían vivido ahí, y al fin y al cabo, él era un vecino más de la isla y conocía perfectamente la zona. El hecho de no encontrar ningún infectado por el camino hizo que bajase la guardia. Llegó a la ensenada en un abrir y cerrar de ojos, y se sorprendió muy gratamente al descubrir que el barco seguía ahí, de una pieza, aunque debajo de aquella enorme lona azul.


No fue más que un descuido, un error acentuado por la especial parsimonia y cautela con la que se movía aquél joven infectado, que lo único que buscaba era un lugar donde resguardarse de la lluvia que pronto remitiría. Tan emocionado estaba con su hallazgo que olvidó cerrar la puerta. Sabía a ciencia cierta que los infectados odiaban la lluvia, y se confió. Ese fue su error.


Tan solo pretendía quitar la lona para contemplar su nueva adquisición: no debería tardar ni un minuto. El infectado, que había estado rondando la zona a solas desde hacía varios días, se había acercado atraído por el ruido de la furgoneta, y había visto el cielo abierto al encontrar la nave: todas y cada una de las casas de la zona estaban concienzudamente cerradas, y él ya no podía soportar más aquella ominosa sensación de impotencia al recibir en su cuerpo el embate de la naturaleza en forma de lluvia.


Juanjo aún estaba tirando de la lona para liberar a Nueva Esperanza cuando el infectado, un joven de unos doce años cuyo padre él mismo había desahuciado de su vivienda pocos meses después del fallecimiento de su esposa, se abalanzó sobre él y le hundió los dientes en la yugular, cual vampiro diurno.


No murió al instante, e incluso tuvo tiempo de acribillar a balazos al chaval. Pese a estar armado, era increíblemente torpe y acabó vaciando en su joven cuerpo hasta la última bala que había en el cargador de su pistola semiautomática, demostrando no haber aprendido absolutamente nada de los consejos  que le había dado el dinamitero. No estaba en absoluto preparado para lidiar solo con un problema de semejante calibre. No fue hasta entonces que comprendió la importancia de la comunidad; las bondades del apoyo del prójimo en momentos tan críticos.


El dolor resultaba lacerante, y contemplar semejante cantidad de sangre, aunque fuese la suya propia, le hizo perder el conocimiento. Despertó un par de minutos más tarde, sobre un charco rojo. Su rostro había palidecido, y se sentía mareado y débil, pero enseguida se puso en movimiento, consciente que si seguía perdiendo sangre a esa velocidad, acabaría muriendo en menos de una hora.


Intentó practicarse un torniquete en el cuello, tan solo para darse cuenta que era una idea en entero ridícula. De todos modos, era perfectamente consciente que ya estaba infectado, y habida cuenta que estaba vacunado, acabaría pereciendo como cualquier otro hijo de vecino. Pero ello tampoco le amedrentó. Intentó por todos los medios cortar la hemorragia, gritando de dolor al taponar la fea herida con sus rechonchas manos, pero todo esfuerzo fue en vano. Murió desangrado media hora más tarde, junto al cadáver del chico. Su muerte fue igual de gratuita y ridícula que su vida.


Tardó varias horas en resucitar. Cuando lo hizo, la lluvia ya hacía largo rato que había remitido. Se levantó, ya con la herida cicatrizada, mientras su cuerpo se afanaba en fabricar nueva sangre que repusiera tanta como había perdido. Estaba hambriento, aunque en realidad no tenía hambre. Era otro tipo de hambre la que le aquejaba, y tal hecho le estaba resultando de lo más molesto.


Lo primero que hizo fue reparar en el chico que él mismo había matado a sangre fría. Se arrodilló junto a él y le olisqueó. Algo dentro de sí le dijo que por más hambriento que estuviera, hincar el diente en su joven carne no era una buena idea. Se puso de nuevo en pie y comenzó a deambular por la nave, sin ningún tipo de plan, cuando de repente, escuchó un sonido.


Se trataba del ruido del un motor de un coche, aunque a esas alturas él ya había perdido la capacidad para discernir de qué se trataba. Comenzó a caminar hacia la puerta de entrada y al ver aquellas dos siluetas en su umbral, corrió para alcanzarlas, llamándoles la atención con un alarido animal. Las balas le alcanzaron mucho antes que él pudiera posar sus ensangrentadas manos sobre ninguno de los hermanos Vidal.

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Published on March 15, 2019 16:00

March 11, 2019

3×1190 – Lazos

1190


 


Frente a la mansión de Nemesio, isla de Nefesh


27 de enero de 2009


 


ABRIL – Adiós.


Abril no les mandó al infierno, pero poco le faltó. Lo último que vieron de ella fue su enfadada cara al otro lado de la puerta, antes que ésta diese un sonoro portazo. No se lo había tomado nada bien. Bárbara no era capaz de reconocerla en ese papel, después de lo bien que se habían portado siempre la una con la otra, y se sintió realmente mal por ello. Pese a que lo que habían hecho tanto los restantes habitantes de Bayit como ella no fue más que utilizar a Guillermo como cabeza de turco para volcar sus frustraciones, ello le hizo reflexionar sobre la naturaleza misma de su particular herejía: ni su hermano era tan malo, ni ellos eran tan buenos.


Volvieron los tres al coche, con bastante peor ánimo del que tenían al abandonarlo. Guillermo había llegado a asumir que sería recibido de igual manera, sino peor, allá donde fuera a parar y explicase su particular historia. Bárbara, sin embargo, estaba convencida que ese era el único modo como podrían vivir con la conciencia tranquila. Zoe seguía sin dar crédito a la manera cómo todos trataban a los hermanos Vidal, expulsándolos de sus vidas sin apenas darles ocasión de explicarse. Lo que había hecho Guillermo no estaba bien, pero si realmente él no sabía lo que iba a ocurrir, tampoco merecía semejante ostracismo.


Guillermo llevaba cerca de dos minutos en silencio, con las manos sobre el volante, dándole vueltas a la cabeza, sin arrancar el coche. Bárbara posó su mano izquierda en su hombro, y ello rompió la frágil burbuja en la que el investigador biomédico se había sumido.


BÁRBARA – Hemos hecho lo correcto. No le des más vueltas.


Guillermo respiró hondo, acusando un ligero gimoteo. Arrancó y puso rumbo a la ensenada Tamir. Se habían alejado bastante de su objetivo original, y empezaba a hacerse algo tarde. Por fortuna, apenas se habían cruzado con media docena de infectados, y éstos estaban tan mutilados o sencillamente famélicos, que no fueron capaces más que de gritar un poco y alzar la manos en su dirección mientras ellos seguían su camino antes de perderles definitivamente de vista.


A medida que se acercaban a su destino, recorriendo el zigzag de la carretera de los acantilados, Bárbara no pudo evitar recordar el lluvioso día en el que encontró el barco, en compañía de Carlos. Junto a Zoe, él había sido el único en perdonarla por no haber compartido desde un buen comienzo el oscuro secreto que tanto la había atormentado desde el inicio de la pandemia. Una parte de sí misma le decía que si lo había hecho, realmente había sido porque ya no tenía nada más que perder, y había preferido morir en paz con ella y con el mundo. Pero la profesora estaba convencida que no era así, que la había perdonado de corazón, y que de haber sobrevivido, ahora estaría con ellos.


El trayecto hasta la ensenada resultó ridículamente pacífico. Los pocos infectados que encontraron en el trayecto hacia la mansión de Nemesio y por el bosque, sencillamente desaparecieron a medida que iban aproximándose al barco con el que pretendían abandonar Nefesh para siempre. Ello era debido en parte al hecho que hacía pocas horas que había acabado de llover, o tal vez a que estaban alejándose más y más cada vez del centro urbano. En cualquier caso, ninguno de ellos le dio demasiada importancia: todos tenían demasiadas cosas en las que pensar.


Guillermo guió hábilmente el coche a través de aquella larga calle salpicada de casas de alto standing. Le recordó en cierto modo al barrio en el que él mismo había vivido, en un tiempo que ahora se le antojaba un espejismo irreal, una vaga e ingenua ensoñación. No pudieron evitar fijarse en el buen estado que aún lucía aquél pequeño barrio adinerado. Cualquiera hubiera podido jurar que aún seguía en activo el servicio de limpieza y mantenimiento, de no haber sido por las hojas secas de los árboles que se habían adueñado de gran parte del suelo. De todos modos, el lugar no invitaba a sentirse incómodo y desprotegido, como sí lo hacía la ciudad.


Siguiendo las indicaciones de Bárbara, que era, de los tres, la que más veces había estado ahí, el investigador biomédico guió el vehículo más allá de las casas, hasta aquella minúscula glorieta, cuya única función era permitir a los conductores volver sobre sus pasos, y más allá, hasta el otro extremo de la corta calle sin salida que desembocaba en aquella enorme y austera nave. Algo no iba bien.


Bárbara recordaba haber dejado cerrado aquél enorme portón metálico con ruedas que corrían sobre raíles en el suelo, y ahora estaba abierto de par en par. Guillermo condujo con precaución más allá del portón y detuvo el vehículo a unos ocho metros de una furgoneta de reparto. Resultaba evidente que alguien había acudido a la nave en su ausencia. Tanto a él como a su hermana aquella furgoneta les resultó vagamente familiar.


La profesora comprobó que su arma estuviera cargada y preparada para disparar antes de abandonar el vehículo, ordenando a Zoe que no la siguiera. Guillermo sí lo hizo. En la furgoneta no había nadie, y todas las puertas estaban cerradas. No les hizo falta acercarse mucho para descubrir que la pequeña puerta que había en medio de aquél imponente portón de más de seis metros de altura estaba entreabierta. Los dos se acercaron a ella, en silencio, pisando el suelo embarrado.


Bárbara abrió ligeramente la puerta y se asomó al interior. Una agradable sensación se apoderó de su estómago: el barco seguía ahí, de una pieza, junto a aquella enorme lona azul hecha un ovillo en el duro suelo que ya apenas lo cubría. Algo se movió y le obligó a mirar al extremo opuesto. Al fondo, burdamente iluminado por aquellos enormes lucernarios longitudinales que presidían el techo a dos aguas de la nave, la profesora distinguió claramente a un hombre bajito y regordete, con cara de rata, con escaso pero negro pelo, agazapado entre las sombras. Tan pronto él la vio, emitió algo parecido a un graznido y se dirigió al galope hacia la entrada.

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Published on March 11, 2019 16:00

March 8, 2019

3×1189 – Renegados

XXVI. DESTIERRO



Todo acto tiene sus consecuencias




1189


 


Costa oriental de Nefesh


27 de enero de 2009


 


Trece pares de ojos observaban alejarse el coche desde el baluarte sur. Ninguno de ellos les apuntaba con arma alguna, pero tanto Bárbara como su hermano se sentían como si realmente lo estuvieran haciendo. En esos momentos pesaba más el orgullo herido por haber sido expulsados del grupo cual apestados que la conciencia de que realmente se lo habían ganado a pulso, arrastrando consigo en el proceso a la pequeña de la cinta violeta en la muñeca.


Ellos, aún bastante aturdidos por la inesperada revelación, no hacían más que corroborar que efectivamente se iban, sin ser realmente conscientes de lo que acababan de hacer, ignorantes que al exponerles de ese modo a una muerte más que probable, sin haberles dejado siquiera ocasión para explicarse, no eran en absoluto mejores que ellos. Guillermo había puesto rumbo al sur por mera inercia, alejándose de la urbe.


El silencio reinaba en el interior de coche que sus potenciales verdugos habían consentido en brindarles para su destierro, tan solo roto por el ocasional ruido del limpiaparabrisas. Nadie osaba mirar a los ojos del prójimo. Guillermo, que había amanecido convencido que ya nada podía salir peor, y que era imposible sentirse más mal de lo que ya se sentía, estaba sorprendido por la envergadura de su equivocación. No habrían avanzado ni un kilómetro, a duras penas habían tenido ocasión de perder de vista a Bayit, cuando el investigador biomédico aminoró la marcha hasta detener el vehículo. Por fortuna, no habían visto un solo infectado vivo desde que partieran.


BÁRBARA – ¿Qué haces?


Guillermo inspiró profundo y soltó el aire lentamente entre los labios.


GUILLERMO – Os voy a llevar de vuelta. No os puedo arrastrar conmigo en esto. Vosotras no tenéis culpa de nada. Yo sí me lo merezco. Vosotras no.


Bárbara cruzó su mirada a través del retrovisor con la de Zoe, que se encontraba detrás de ella, en uno de los asientos traseros del vehículo. Era la primera vez que lo hacían desde que se subieran al coche.


BÁRBARA – Haz el favor de callarte, ¿quieres? Ellos no son mejores que tú. No saben absolutamente nada de lo que pasó, de lo que tú has pasado, y aún así, nos han echado a los leones, por mera venganza ciega. Tú también lo has perdido todo.


GUILLERMO – No. Bárbara. Ellos tienen razón. Es lo que tú decías, desde el principio.


El investigador biomédico negó con la cabeza a toda velocidad, al tiempo que comenzaba a girar el volante. Su hermana le puso una mano encima de la suya, con delicadeza pero con contundencia.


BÁRBARA – Que no, que pares.


Guillermo la miró a los ojos, tan parecidos a los suyos, que habían adquirido un brillo característico. Daba la impresión que fuese a estallar en llanto de un momento a otro.


GUILLERMO – ¿Qué quieres que hagamos? No tenemos a dónde ir.


BÁRBARA – Te equivocas.


GUILLERMO – Abril también nos va a echar a patadas en cuanto se entere. Y no pienso estar dando vueltas por ahí con vosotras hasta que nos acaben matando. Ya tengo demasiadas muertes en la conciencia.


La profesora negó sutilmente con un gesto de la cabeza, muy segura de sí misma. Se llevó una mano al bolsillo, hizo a un lado la minúscula bolsa de plástico en la que se encontraba la pajarita de papel que había hecho su sobrino meses atrás, y sacó de nuevo la mano, mostrando unas llaves.


BÁRBARA – En esta isla infecta ya no se nos ha perdido nada. Pero los tres sabemos de un sitio en el que podemos empezar de cero.


Guillermo conocía muy bien esas llaves. Eran las de Nueva Esperanza, el barco que les había traído hasta Nefesh. Guillermo no alcanzaba a comprender cómo Bárbara había podido hacerse con ellas antes de abandonar el barrio.


BÁRBARA – ¿Te acuerdas de dónde dejamos el barco?


El investigador biomédico asintió, cabizbajo. No le gustaba un pelo la actitud que estaba adoptando su hermana, pero no se sentía con fuerzas para discutir con ella. Al fin y al cabo, su propuesta era bastante más atractiva que devolverlas a ambas a Bayit para acto seguido abandonarse a la desidia y acabar muriendo en pocos días.


BÁRBARA – Pues ya sabes.


Guillermo tragó saliva, debatiéndose internamente sobre si hacer caso de las órdenes de su hermana o por el contrario ignorarla y volver sobre sus pasos.


BÁRBARA – ¡No! Vamos a hacer las cosas bien. Vamos a hacer las cosas bien por una… vez. Quiero hablar con Abril.


El investigador biomédico chistó con la lengua.


GUILLERMO – No va a servir de nada.


BÁRBARA – No sé si va a servir o no de nada, pero no quiero irme de aquí sin darle la oportunidad de mandarnos al infierno. Y si aún así, después de explicárselo todo, quiere venirse con nosotros, será bienvenida.


GUILLERMO – Nos va a mandar a freír espárragos. Lo que no sé es por qué no lo has hecho tú todavía, Zoe.


Guillermo giró el cuello y cruzó su mirada con la de la niña, que enseguida se puso en tensión. Había estado escuchando la conversación, sin intención alguna de involucrarse, y ahora el corazón le latía a toda velocidad bajo el pecho.


BÁRBARA – Vamos a ir donde Abril, y luego pondremos rumbo a Éseb. No se hable más. Y le vamos a explicar a Zoe todo. Todo. Creo que se lo merece.


El investigador biomédico asintió. No podía estar más de acuerdo con su hermana. Tragó saliva. No hizo falta que Bárbara le insistiera. Era algo que necesitaba hacer desde hacía demasiado tiempo.


GUILLERMO – Nuestro padre, José Vidal, fue quien fundó la compañía farmacéutica ЯЭGENЄR. Yo, en cuanto acabé la carrera y el doctorado, me puse a trabajar con él. Él fue quien inventó la vacuna, quien ayudó a miles de millones de personas en todo el mundo. Ahí… también trabajaba tu padre, Adolfo. Yo le conocí. Era muy buen hombre, muy educado y atento.


Zoe notó cómo se le humedecían sus ojos, otrora verdes, ahora inyectados en sangre.


GUILLERMO – Hace unos veinte años, nuestra madre enfermó. Mi padre se obsesionó con curarla, aún sabiendo que el mal que había contraído no tenía cura. Sí la hubiera tenido hoy en día, irónicamente… Trabajaba día y noche, contrarreloj, intentando encontrar una manera de evitar que muriera, desechando una tras otra docenas de versiones de la vacuna con la que pretendía salvarla, pero… no llegó a tiempo. Nuestra madre murió.


Se lo explicó todo, con pelos y señales, desde el modo cómo intentó recuperar a su padre, hasta el motivo por el que ella, milagrosamente, había salvado la vida después de resultar infectada, motivo por el cual sus ojos lucían ahora aquél inquietante aspecto. La niña lo escuchó todo sin abrir la boca, sorprendida y escandalizada a partes iguales.


Todo cuanto escuchó de boca de los dos últimos integrantes de la familia Vidal no hizo sino reafirmar su decisión de unirse a su grupo de renegados. Sabía a ciencia cierta que, de haber tenido en su mano la oportunidad de recuperar a alguno de sus padres, ella tampoco hubiese dudado un segundo en intentarlo, fuera cual fuese el precio a pagar.


Para cuando Guillermo acabó su larguísimo monólogo ya había parado de llover, y no les faltaba mucho para llegar a la mansión de Nemesio.

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Published on March 08, 2019 15:00

March 4, 2019

3×1188 – Pieza

1188


 


Comisaría de Bejor


7 de diciembre de 2008


 


No hizo falta que Olga insistiera demasiado, pues Guillermo ya había estado dándole bastantes vueltas el último día, mientras planificaba su próxima ruta en busca de su hermana. La joven de los pendientes de perla lo planteó como una idea altruista: si Guillermo se podía poner en contacto con algunos centros de refugiados desde la radio de la comisaría, tal vez pudiera dar con el paradero de Bárbara sin necesidad de seguir arriesgando la vida en sus viajes kamikazes. La realidad era mucho más anodina: ella lo que quería era tener la ocasión de volver a hablar con Samuel, y para ello necesitaba que él la llevase en coche. Sea como fuere, la voluntad de ambos se alineó y ello permitió que partieran de nuevo hacia la comisaría, dos días después de su primera visita.


Para sorpresa de ambos, Gustavo se ofreció a quedarse al cargo del niño. El joven arquero aún se sentía mal por tantas vidas inocentes como había segado desde las ventanas de la comisaría para poder salir de ahí. Por más que fueran infectados, que no hubieran dudado un segundo en acabar con su vida y con la de su hermana, para alimentarse acto seguido de sus cadáveres, él aún tenía demasiados sentimientos encontrados como para repetir la vil hazaña, al menos no hasta que tuviera ocasión de reflexionar largo y tendido sobre la naturaleza de la misma. Olga y Guillermo aceptaron de buen grado su propuesta, y partieron enseguida.


El camino hasta ahí había sido considerablemente más complicado que la vez anterior. Por algún extraño motivo, aquella mañana las calles estaban mucho más transitadas que de costumbre. El rodeo que tuvieron que tomar, huyendo sobre ruedas de los infectados que les perseguían corriendo, hizo que un trayecto que a duras penas debía haberse demorado cinco minuto les tomase más de media hora. No obstante, consiguieron llegar de una pieza, y con la tranquilidad de no haber atraído a nadie hasta su destino.


Ahora se encontraban de nuevo a salvo entre las paredes de aquél monolítico edificio, esperando a que Samuel se dignase a contestar. Guillermo había consentido de buen grado que primero la chica conversase con su amigo antes de probar suerte intentando contactar con algún centro de refugiados, pero ahora estaban a punto de tirar la toalla, pues hacía ya más de cinco minutos que esperaban. Para sorpresa de ambos, aquél desagradable sonido fue sustituido por la voz de Samuel.


SAMUEL – Hola. ¿Hola? ¿Sigues ahí? ¿Hola?


OLGA – ¡Hola Sam!


SAMUEL – ¡Hombre, Olga!


OLGA – ¡Caray! Pensé que no nos oías.


SAMUEL – Sí, es que estaba… estaba algo lejos. Y desde donde estaba no se oye muy bien la… bueno, da igual. ¿¡Qué tal estás!?


OLGA – Pues… bien, dentro de las posibilidades. Hoy nos ha costado un poco más llegar. Estoy aquí con Guillermo. Te hablé de él el otro día.


SAMUEL – Guillermo… No sé de qué me suena ese nombre…


OLGA – Quizá hayas hablado con alguien que se llamara así, antes… De los que te han estado llamando todo este tiempo…


SAMUEL – No… Yo… Yo creo que no. Bueno, da igual. No importa.


OLGA – Pues eso. Él se llama Samuel. Aunque prefiere que le llamen Sam.


GUILLERMO – Encantado, Sam.


SAMUEL – Igualmente. Es un placer.


El investigador biomédico se sentía ridículo. No entraba dentro de sus planes conversar en aquella especie de teléfono de la amistad post apocalíptico. No era a eso a lo que había venido a la comisaría. No obstante, intentó no resultar rudo, y se limitó a dejarse llevar por la conversación, indagando en lo que Olga le había contado al respecto de aquél enigmático personaje.


Samuel parecía tener las ideas muy claras, y no se anduvo con rodeos. Tras un breve intercambio de impresiones con ambos, no tardó en hacer referencia a la historia que Olga le había contado al respecto del encuentro con Christian, Morgan, Zoe y Bárbara. Guillermo no daba crédito a lo que oía, y llegó incluso a molestarse, esforzándose por convencerse que Olga y Samuel no se habían aliado para tomarle el pelo.


SAMUEL – No te lo vas a creer. ¡Me han llamado! A la radio. ¡A mi! Y… así hablando… les dije que había hablado contigo y con Gus, y enseguida se acordaron de vosotros. Bueno… el policía ya… no está con ellos, pero los demás sí. Y ahora están en un grupo mucho más grande. Con… con más gente.


OLGA – ¿Me estás diciendo que has estado hablado con Bárbara? ¿En serio?


SAMUEL – Sí. Ella es la que contactó conmigo la primera vez. Hablamos casi cada día. Te lo hubiera dicho antes, pero no tenía manera de conectar con vosotros.


Se trataba de un tema demasiado serio como para tomárselo a guasa, y él creía conocer a Olga lo suficiente, después de tanto tiempo de convivencia, para saber que no haría jamás algo así. No obstante, no las tenía todas consigo.


GUILLERMO – Si esto es una broma, Olga, ya te adelanto que me voy a enfadar. Y mucho. Con esto no se juega.


OLGA – Que yo no le he dicho nada, Guillermo. Te lo juro. Estoy tan sorprendida como tú.


GUILLERMO – ¿Me estás diciendo que puedes ponerte en contacto con Bárbara Vidal, Sam?


SAMUEL – ¿Tú también la conoces? Creía que ellos ya se habían ido cuando tú llegaste a Midbar… ¡Ah! ¡Claro! Guillermo… ¡De eso me sonaba tu nombre! Bárbara tiene un hermano que se llama igual que tú.


GUILLERMO – Bárbara es mi hermana.


SAMUEL – ¿De verdad? Madre mía. ¡Qué pequeño es el mundo!


GUILLERMO – Nos… ¿Nos puedes dar su… número, su…? ¡Oh, Dios! No puede ser verdad.


SAMUEL – La puedo llamar directamente, y hablamos todos. ¡Qué alegría, ¿no?!


GUILLERMO – Lo que sea. Pero date prisa. Necesito hablar con ella.


SAMUEL – Dame un segundo.


Guillermo sujetó a Olga del antebrazo y la miró a los ojos, con una expresión muy seria y fría, que hizo que la joven de los pendientes de perla se pusiera en tensión.


GUILLERMO – Como sea una broma, te juro que no…


OLGA – Te lo digo en serio, Guillermo, no sabía nada. Estoy tan sorprendida como tú.


El investigador biomédico, con el corazón latiéndole a toda velocidad bajo el pecho, soltó a Olga y tragó saliva, muy concentrado en la cadencia de su respiración. Ambos escucharon con meridiana claridad la llamada de Samuel, que se demoró lo que a Guillermo le parecieron horas. Finalmente escucharon una voz al otro lado de la línea, pero no era Samuel quien hablaba.


BÁRBARA – ¿Hola? Aquí Bárbara y Zoe.


SAMUEL – ¿Bárbara?


BÁRBARA – ¡Hombre Sam! Muy buenos días. ¡¿Qué tal andas?!


SAMUEL – No te vas a creer a quién tengo aquí al otro lado de la línea.


BÁRBARA – Sorpréndeme.


SAMUEL – No… no te lo vas a creer.


OLGA – Déjame. Déjame, que quiero… ¿Puedo decírselo yo? Por favor…


SAMUEL – No, si te está oyendo ya.


OLGA – ¿Qué? ¿Ah sí?


BÁRBARA – ¿Hola?


OLGA – ¿Bárbara?


BÁRBARA – ¿Con quién tengo el placer de hablar?


Guillermo estaba en estado de shock. Trato de arrebatar el micrófono a Olga, pero ésta, con una sonrisa de oreja a oreja, se lo impidió.


OLGA – Sht. Calla, calla. Ahora mismo le…


BÁRBARA – ¿Hola?


OLGA – Hola. ¡Soy Olga!


ZOE – ¡Hola Olga!


OLGA – ¡Hola cariño! ¡Cuánto tiempo! ¿Qué… qué tal estáis por ahí?


BÁRBARA – Estamos muy bien. No te lo vas a creer. Al final conseguimos encontrar un barco, y ahora estamos viviendo en una isla, en un barrio con unas murallas muy altas que hemos construido alrededor. Estamos…


OLGA – Sí. Algo me ha contado Sam al respecto, antes de… llamarte. Siento… siento mucho lo del… lo del policía. Vuestro compañero.


BÁRBARA – Sí, bueno… muchas gracias. Oye, ¿y vosotros qué tal estáis? Madre mía. Pensé que no volveríamos a hablar nunca.


El investigador biomédico se había quedado mudo. No era capaz de encontrar las palabras. Creía que le habían engañado, pero conocía demasiado bien la voz de su hermana. Era a Bárbara a quien estaba escuchando charlar amistosamente, la misma persona cuyo cadáver había encontrado tirado en el suelo hacía poco más de dos meses. El nuevo mundo triste y hostil en el que vivían también podía ser maravilloso si se lo proponía. Intentó de nuevo arrebatar el micrófono a Olga, pero ésta volvió a atraerlo hacia sí.


OLGA – Que sí… ahora. Nosotros, pues… Mira. Estuvimos un tiempo viviendo en el centro de refugiados, donde nos conocimos, allá en Midbar. Pero… no… al final tuvimos que irnos. Hicimos como vosotros, y fuimos a la costa. Pero… ya no había ningún barco cuando nosotros llegamos. No hemos visto ninguno desde entonces. Ahora estamos viviendo en una escuela de náutica que hay en el puerto deportivo de aquí de Bejor. Estamos… estamos bien.


BÁRBARA – Madre mía. Me alegro muchísimo de que estéis bien. Hemos pensado mucho en vosotros desde que nos fuimos.


OLGA – Y nosotros… Te lo puedo jurar.


Olga se lo estaba pasando en grande. Guillermo se sorprendió de sí mismo, al no querer abofetearla por ello. Se sentía como en una nube, en un sueño del que despertaría de un momento a otro.


BÁRBARA – ¿Y qué…?


OLGA – Oye. Tengo a alguien aquí que se muere de ganas de hablar contigo. Ya no puede esperar más.


BÁRBARA – Ah, pues dile que se ponga. ¿Es tu hermano?


OLGA – No. No es mi hermano.


BÁRBARA – ¿Hola? Hola. ¿Con quién hablo?


GUILLERMO – Barbie. Barbie, soy yo.


Bárbara no respondió. Guillermo frunció el entrecejo.


GUILLERMO – ¿Bárbara? ¿Bárbara me oyes?


Nadie respondió. El investigador biomédico empezó a ponerse genuinamente nervioso.


GUILLERMO – ¡Oye! ¡Eh! ¿Me escucha alguien?


ZOE – ¡Carlos! ¡Carlos! ¡Carlos, sube! ¡Es Bárbara! ¡No sé qué le pasa! ¡Se ha… se ha…!


Olga no sabía dónde meterse. Guillermo se quedó a cuadros cuando lo único que escuchó al otro lado de la línea fueron los llantos desconsolados de aquella niña, convencido que el destino, de nuevo, se había reído en su cara, haciéndole creer que podría reencontrarse con su hermana, para acto seguido arrebatarle de nuevo toda esperanza.

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Published on March 04, 2019 15:00

March 1, 2019

3×1187 – Señal

1187


 


Glorieta frente a la comisaría de Bejor


5 de diciembre de 2008


 


No era la primera vez que Guillermo aparcaba en mitad de una rotonda desde el inicio de la pandemia. Aquella le agradó especialmente, pues tenía en su centro una pequeña colina artificial con césped al que le habían crecido malas hierbas, y desde ahí arriba disponían de una panorámica inmejorable de los alrededores. Todo estaba sumido en un silencio y una calma que resultaban incluso desagradables.


La previsión original de un trayecto de unos cinco o diez minutos se acabó demorando más de media hora. Sin embargo, todos estaban increíblemente satisfechos, pues no se habían cruzado con un solo infectado desde que abandonaran la escuela de náutica, dejando a Guille encerrado en una de las aulas, con alimento y agua a su alcance, amén de su amada colcha de Ratatouille.


Con la llegada del frío, los infectados parecían menos activos que de costumbre, y raramente abandonaban sus escondrijos diurnos a no ser que algún ruido les molestase. Guillermo había aprendido, por las malas, que era más aconsejable circular a baja velocidad por las calles abandonadas que hacerlo a toda prisa, pues de ese modo, la precaución extra le permitía no perturbar su sueño. No tenía ninguna intención de volver a vivir el desasosiego de ser perseguido por un centenar de aquellas bestias sin saber si la siguiente calle que tomaría en su huída desesperada estaría o no cortada.


Se trataba de un edificio relativamente reciente. Poco o nada tenía que ver con la escuela de marina donde habían pasado los últimos dos meses. Su monolítica fachada de bloques prefabricados de hormigón, con minúsculas e idénticas aberturas para dejar pasar la luz, no invitaba a pensar que lo tendrían fácil para acceder. Fue Gustavo el que se dio cuenta de aquella pequeña brecha en el perímetro, y corrió a avisar a su hermana y a Guillermo.


Volvían a llegar tarde, aunque curiosamente eso se traducía en buenas noticias. Alguien se les había adelantado ahí también. Los barrotes que protegían las ventanas de cualquier inconsciente que osara intentar acceder a las bravas a la casa de la ley y el orden eran a todas luces infranqueables. Sin embargo, en aquella alejada y discreta ventana del primer piso, el joven arquero se percató que faltaban unos cuantos, y que la ventana que protegían estaba entreabierta.


Dada la pendiente de la calle, en aquél punto el edificio estaba parcialmente soterrado y les hizo falta arrastrar hasta ahí un enorme contenedor verde que olía a rayos para poder entrar. Olga fue la primera en hacerlo, seguida de cerca por su hermano, que no había soltado el arco un solo instante desde que abandonaran el vehículo. El chico se rajó la mejilla con uno de los barrotes al intentar acceder a la comisaría. Gritó de dolor, con lo que se ganó el reproche de Guillermo. Aquellos barrotes, que parecían haber sido serrados con una radial, cortaban como cuchillas.


Por fortuna, tan solo se trataba de un corte superficial, y aunque dejaría una pequeña cicatriz, no requeriría siquiera puntos. El investigador biomédico se sorprendió al entrar y descubrir que se encontraban en los lavabos para hombres, a juzgar por los tres urinarios que les dieron la bienvenida. En esta ocasión estaban bastante mejor preparados que la vez anterior, e hicieron uso de una linterna cada uno para inspeccionar la zona. En cualquier caso, aquél parecía un lugar seguro, y Guille, sin lugar a dudas, estaría durmiendo a pierna suelta a esas horas. No tenían prisa.


La buena noticia era que el edificio había sido precintado poco después del inicio de la pandemia, y ahí jamás había entrado un solo infectado. La mala, que quienes les habían puesto tan fácil el acceso tenían idéntico objeto que ellos. La armería había sido saqueada a conciencia. Quienes les precedieron habían destruido su puerta con una generosa cantidad de explosivos, a juzgar por su estado y por los tres extintores vacíos que yacían alrededor de aquél pedazo chamuscado de pasillo.


Revisaron de arriba abajo el edificio, pero lo único que sacaron en claro fueron tres cargas de cinco litros del dispensador de agua y varios kilos de café en grano en un armario en la sala de descanso, junto a la cafetera. Ya estaban a punto de tirar la toalla y volver por donde habían venido cuando Olga reparó en algo que le llamó poderosamente la atención en una pequeña sala con un montón de archivadores.


OLGA – Espérate. Espérate, espérate, espérate.


Olga se quitó la mochila que llevaba a la espalda y comprobó que, en efecto, había traído consigo aquél viejo bloc de notas.


GUILLERMO – ¿Qué pasa?


La joven de los pendientes de perla accedió a aquél cuartucho y señaló ilusionada la mesa que había al fondo. Se trataba de una estación de radio prácticamente idéntica a la que Gustavo había estropeado en el centro de refugiados. Un brillo especial se dibujó en sus ojos. El principal problema residía en el hecho que el edificio hacía meses que se había quedado sin corriente eléctrica.


Guillermo encontró una solución rápida a la par que eficaz a ese problema. Tan solo les hizo falta encontrar un alargo para enchufar la radio al generador portátil que había visto en otra sala de la misma planta. Un corto viaje de vuelta al coche para traer una de aquellas garrafas rojas  llenas de combustible fue suficiente para devolver la vida a aquél viejo aparato que había quedado obsoleto hacía años, que habían trasladado por mero romanticismo de la anterior sede de la comisaría de Bejor, que actualmente era una galería de arte.


El ruido que hacía el ajado generador portátil era tan estreident que tuvieron que alejarlo tanto como pudieron del cuarto de la radio para poder oír algo, haciendo uso del alargo negro que acabó en tensión.


GUILLERMO – Yo voy a seguir buscando, a ver si encuentro algo más, ¿vale?


Olga asintió, algo decepcionada al ver que el investigador biomédico no tenía intención alguna de hablar con Samuel. Les dejó a solas en la pequeña estancia. Los hermanos acercaron un par de sillas a la mesa, cerraron la puerta y Olga puso en funcionamiento la radio, con un cosquilleo muy agradable en el estómago. En el bloc de notas tenía anotados los números que le pondrían en contacto con Samuel. El chico respondió en menos de un minuto.


OLGA – ¿Sam?


SAMUEL – ¿Sí? ¿Quién es? ¿Te conozco?


OLGA – Soy yo, Olga.


SAMUEL – Olga…


Ambos hermanos se miraron, sorprendidos y algo decepcionados. Al fin y al cabo, habían pasado del orden de dos largos meses desde la última vez que hablaron con él. El ruido del generador portátil resultaba molesto, pero podrían comunicarse con Samuel sin necesidad de los auriculares.


Samuel no solo seguía con vida y a salvo, sino que les recordaba. Ello les reconfortó. Los hermanos le pusieron al día de los cambios que habían experimentado desde la última vez que conversaran, haciendo especial hincapié en el geográfico. Él siguió mostrándose tan hermético que las primeras veces, pero Olga y Gustavo estaban tan excitados y alegres de tener alguien más con quien hablar, que no le dieron importancia.


Hicieron mención tanto a Guillermo como a su hijo, pero pese a que a esas alturas Samuel ya conocía sobradamente a Bárbara, a la que le unía una bonita amistad, no alcanzó a atar cabos. La conversación no fue muy larga, pero sí lo suficientemente intensa para que ninguno de los tres pensara en otra cosa el resto del día.


Instantes después de cortar la comunicación, la puerta se abrió de un empujón y ambos hermanos dieron un respingo al ver entrar a Guillermo.


GUILLERMO – Chicos. Chicos, tenemos que parar esto.


GUSTAVO – ¿Qué pasa?


Guillermo subió con delicadeza la persiana, e invitó a los hermanos a echar un vistazo a través de la ventana. El ruido del generador había atraído a un buen puñado de infectados, que deambulaban despistados alrededor del edificio, sin saber muy bien hacia dónde dirigirse. Estaban rodeados.


Tardaron más de tres horas en deshacerse de la mayor parte de ellos y tener la certeza de que el resto habían abandonado la zona antes de armarse de valor y volver al coche de Guillermo. De no haber contado con el arco de Gustavo y su envidiable puntería, esa noche la hubieran pasado ahí dentro.

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Published on March 01, 2019 15:00

February 25, 2019

3×1186 – Medidas

1186


 


Frente a la escuela de náutica, puerto deportivo de Bejor


7 de diciembre de 2008


 


Dio un único bocinazo. Tragó saliva y miró hacia atrás, hacia el paseo. El sol caía a conciencia aquél mediodía de otoño, y los infectados de Bejor dormían a pierna suelta dondequiera que hubieran ido a parar en su deambular nocturno. No obstante, Guillermo no las tenía todas consigo, y no se quedaría tranquilo hasta que cruzase al otro lado del paseo. Ellos jamás lo hacían.


Hacía dos largos meses que buscaba a su hermana. Todo esfuerzo había caído en saco roto, y él no era capaz de dar crédito a cómo aún seguía con vida, riéndose a cada nuevo día en la cara del peligro. Recorrió de cabo a rabo todo el litoral de Bejor, y cuando se dio por vencido, probó con Iyam y con Hatulim. Esos eran los lugares más evidentes, pero en ellos no encontró rastro alguno de Bárbara. Cada vez amplió más y más su radio de acción, en viajes suicidas que en ocasiones se demoraban varios días, como era este el caso, pero jamás encontró ni una sola pista sobre su paradero. La frustración empezaba a resultar abrumadora.


Durante sus frecuentes viajes encontró otros asentamientos; otras personas que también lo habían perdido todo. Algunas resultaron ser hostiles, otras en extremo bondadosas. Encontró un sinfín de infectados y tuvo más de un susto, aunque en realidad tuvo bastante suerte. Por fortuna, disponía de combustible más que suficiente para poder efectuar esos viajes, gentileza del centro de refugiados que a punto estuvo de acabar con su vida y con la de su hijo. Sin embargo, no encontró rastro alguno ni de su hermana ni sus dispares compañeros de viaje.


Todo esfuerzo había resultado estéril, y de nuevo volvía con el rabo entre las piernas, agotado y abatido, al punto de partida, con la sensación de que le estaba fallando tanto a su hijo como a su hermana.


Hacía cosa de veinte minutos había pasado frente a aquél centro de refugiados al que todos, pese a no verbalizarlo, se habían negado a acudir el día que se asentaron en Bejor. Guillermo sintió un escalofrío por la espalda al pasar por delante. Su estado distaba años luz del que había lucido la primera vez que lo visitase, hacía unas siete semanas, cuando acudiera a preguntar por su hermana. En esos momentos el centro se encontraba en todo su esplendor, mucho mejor de lo que el de Midbar llegó a estar jamás. Ahora resultaba imposible distinguirlo de cualquier otro de cuantos habían caído en el transcurso de aquella pesadilla.


Respiró aliviado al ver cómo los dos hermanos se asomaban por una de las ventanas de la escuela. Gustavo parecía más ilusionado por la visita que su hermana: hasta el momento habían estado jugando a cartas, y Olga le estaba pegando una paliza épica. Hacía más de cuatro días que Guillermo había abandonado la escuela, y ambos hermanos, que habían quedado al cargo de Guille, temían que no volviese. Pese a la actitud huraña del chaval, Olga y Gustavo supieron cuidar de él tan bien como lo hubiera podido hacer su padre.


OLGA – ¡Bajamos!


Guillermo asintió y les vio desaparecer de nuevo. Se volvió a girar y respiró aliviado al ver que no había infectados en la costa. No le costaría mucho echarse al agua y nadar hasta el otro extremo, pero prefería no pasarse el resto del día tiritando. Esperó pacientemente a que colocasen la tabla para dejarle paso, y entre los tres la recogieron de nuevo y cerraron tras de sí al entrar a la escuela.


OLGA – ¿Ha habido suerte?


Guillermo negó con la cabeza, al tiempo que dejaba sobre el mostrador de recepción la mochila que había estado acarreando. No tenía muchas ganas de hablar. Traía consigo menos víveres de los que tenía al partir, y cada vez acusaba más la malnutrición. Había perdido mucho peso las últimas semanas, y de un tiempo atrás lucía una desarreglada barba que caneaba por los lados. Lo único que no abandonaba jamás era aquella fea riñonera roja, a la que los chicos nunca hacían mención en su presencia.


GUILLERMO – ¿Ha dado mucha guerra, Guille?


OLGA – Qué va.


Olga mintió. Las noches resultaban harto complicadas para Guille siempre que su padre no estaba cerca, y pese a que los hermanos lo habían hecho lo mejor que habían podido, ambos se alegraron mucho de no tener que volver a preocuparse del niño. Ellos jamás podrían emular el vínculo que había entre padre e hijo.


OLGA – Quiero… Me gustaría que me dijeras qué opinas de una cosa…


GUILLERMO – ¿No puede ser luego? Estoy bastante cansado, y quiero ver a mi hijo…


OLGA – No, si… sólo quiero que me digas qué te parece… Será sólo un segundo…


El investigador biomédico puso los ojos en blanco, inhaló aire y lo expulsó lentamente entre los labios.


GUILLERMO – Tú dirás.


Olga trató de poner en orden sus ideas. Eso era algo que llevaba rondando su cabeza desde hacía semanas, algo que sólo había compartido con su hermano, que opinaba lo mismo que ella.


OLGA – Me gustaría que fuéramos a la comisaría.


GUILLERMO – ¿A la comisaría, para qué?


OLGA – Hemos estado mirando unos mapas. Hay una bastante cerca de aquí. La idea… me la dio el hombre aquél negro, el amigo de tu hermana… Walter, creo que se llamaba.


Gustavo arrugó la frente, convencido que ese no era el nombre del policía que acompañaba a Zoe y a Bárbara, aunque en esos momentos a él tampoco le venía el nombre a la cabeza.


OLGA – Nos estamos quedando sin comida y apenas nos queda agua. No podemos seguir así mucho más tiempo…


GUILLERMO – Lo sé…


OLGA – Hemos pensado que…


GUILLERMO – Este sitio es muy seguro. No creo que sea conveniente que nos vayamos.


OLGA – No, no, no. No digo que nos vayamos. Aquí… se está de lujo. Pero… necesitamos ir a buscar más comida. Más agua.


El investigador biomédico asintió tan pronto lo comprendió. El único modo que tendrían de salir de ahí era encontrar algo con lo que defenderse.


OLGA – Sólo tenemos los arcos y… el único que sabe utilizarlo es él. Hemos pensado que… tal vez ahí podríamos encontrar más armas, con las que… salir a buscar más comida, y así…


Gustavo asentía a medida que su hermana hablaba. Habían discutido largo y tendido al respecto durante el último viaje de Guillermo. El argumento de la joven tenía sentido, si uno obviaba lo extremadamente temerario que resultaba.


GUILLERMO – Vale.


OLGA – Si nos…


Olga dejó la frase a medias. No esperaba esa respuesta. Creía conocer a Guillermo lo suficiente, después de tanto tiempo, pero al parecer se equivocaba.


GUILLERMO – Vale, tienes razón. Déjame que vaya a saludar a Guille y de aquí media horita nos vamos.


La joven de los pendientes de perla asintió, con un nudo en el estómago. Pese a que había sido ella misma la que lo había propuesto, ahora empezaba a sentir el vértigo. Llevaban demasiado tiempo ahí encerrados, sin tener que preocuparse de los infectados. Al menos, sería por una buena causa.

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Published on February 25, 2019 15:00

February 22, 2019

3×1185 – Náutica

1185


 


Puerto deportivo de Bejor


7 de octubre de 2008


 


GUILLERMO – ¡La virgen!


Guillermo desabrochó a toda prisa el cinturón que retenía a su hijo y tiró con fuerza de su brazo. Guille se puso nervioso y comenzó a gimotear, intentando contrarrestar los esfuerzos desesperados de su padre por sacarle del coche. Olga se debatía sobre si correr con su hermano para intentar salvarse o ayudar al desesperado padre. No le costó demasiado tomar una decisión.


GUILLERMO – ¡Guille, por el amor de Dios, no es el momento!


Entre los dos consiguieron sacar al niño del coche, no sin serias complicaciones, pues éste, aterrorizado como estaba, se agarró con fuerza primero al asiento y después a la puerta, poniéndole cada vez más fáciles las cosas a los infectados que corrían para darles caza. El investigador biomédico le agarró de las axilas y le arrastró contra su voluntad por la tambaleante tabla, mientras Olga capitaneaba la vanguardia, volviendo con su hermano, que se encontraba frente a la puerta abierta.


Guillermo se sobresaltó al notar cómo el infectado más avanzado daba finalmente con su objetivo, agarrando al chaval por el pantalón. Dio un tirón, intentando liberar a su hijo, pero el infectado tenía demasiado claras las ideas como para dejarse amedrentar. La flecha voló por el aire a una velocidad asombrosa. El investigador biomédico llegó incluso a temer por su integridad física, al sentirla tan cerca.


Cruzó su cuello de un extremo al otro, y a punto estuvo de seguir adelante como si nada. Guillermo miró al chico con los ojos bien abiertos. Aún sostenía el arco con los dedos temblorosos, incapaz de creer lo que acaba de hacer. No estaba acostumbrado a tirar a objetivos móviles, y pese a estar sorprendido e incluso orgulloso de su hazaña, por haber podido ayudar a Guillermo, lo que más le impactó fue la naturaleza de ésta. Acababa de disparar a una persona. No estaba en absoluto orgulloso de ello.


El infectado, ensartado como estaba, comenzó a vomitar sangre por la boca y enseguida aflojó el abrazo de la pierna de Guille. Dio con las rodillas en la madera y se llevó ambas manos al cuello, intentando librarse de aquello que tanto le incomodaba. Guillermo no lo dudó un instante y continuó su avance a la desesperada, increíblemente agradecido por la ayuda que le había brindado el joven arquero. Era plenamente consciente que detrás de ese primero venían tres más, y sin duda otro montón acudiría ante el revuelo que ahí se estaba formando.


El asesino arco yacía inerte en el suelo. Ambos hermanos ya tenían la tabla sujeta por su extremo, esperando que padre e hijo pasaran al otro lado. Tan pronto lo hicieron, tiraron con todas sus fuerzas, pero éstas no fueron suficientes para levantarla: los demás infectados ya transitaban por encima. Estaban demasiado cerca. Fue la ayuda de Guillermo la que decantó la balanza, tan pronto soltó a Guille, que corrió a refugiarse a la escuela de náutica.


Con la ayuda de una fuerza que ni él mismo supo de dónde había salido, ahora sí, entre los tres, consiguieron levantar la tabla, haciendo caer a los infectados que intentaban sortear a su moribundo compatriota. La empujaron con las pocas fuerzas que les quedaban y ésta cayó al agua con un chapoteo que salpicó en todas direcciones, quedando a merced del suave oleaje.


Tres de los cuatro infectados cayeron al agua, al lado derecho del paseo, donde no podían hacer pie. El cuarto se quedó parado al extremo opuesto del paseo, observando los fútiles intentos desesperados de sus compañeros por mantenerse a flote. Los dos hermanos se quedaron mirándolos, obnubilados por su torpeza. Gustavo había recuperado el arco, e incluso había preparado una nueva flecha para hacer frente a cualquiera que osara poner en jaque de nuevo su seguridad: no le haría la menor falta.


Guillermo, al ver que el peligro más inminente ya había pasado, miró en derredor, y el corazón le dio un vuelco al comprobar que no había rastro alguno de su hijo. Accedió al interior de la escuela a toda prisa. Tardó cerca de un minuto en dar con él. Estaba agazapado tras el mostrador de recepción, hecho un ovillo. Lloraba. Le costó bastante tranquilizarle, pues aún estaba muy excitado por cuanto había ocurrido.


Olga y Gustavo accedieron poco después, trayendo consigo a rastras la tabla que habían rescatado del agua, cerrando la robusta puerta a su paso. Temían que alguno de aquellos infectados que se habían congregado al otro lado del paseo, temerosos de seguir adelante al comprobar lo que les había ocurrido a quienes habían caído al agua, osaran entrar. Ahí dentro todo parecía en regla, de no haber sido por el eco de las voces de los infectados que habían dejado atrás.


Habían olvidado todo en el coche, que había quedado con una de las puertas traseras abierta de par en par. Lo único que conservaban, además de la empapada ropa, era el arco de Gustavo, con ocho flechas. Tras consensuarlo, después de poner a Guille en un lugar seguro, gritaron para llamar la atención a cualquier otro infectado que rondase por el edificio. Para su tranquilidad, no obtuvieron respuesta alguna.


Tras una más que concienzuda inspección del frío y oscuro edificio, haciendo uso de la vieja linterna que había encontrado Olga en uno de los cajones del mostrador de recepción, pues para esos entonces ya era noche cerrada, lo único que encontraron fueron tres cadáveres, que no parecían en absoluto recientes. Uno de ellos descansaba sobre un charco de su propia sangre ya seca. Tenía un martillo de encofrador todavía clavado en la cabeza. Era el único de los tres que tenía los ojos rojos tan característicos de los infectados. Los otros dos, un hombre y una mujer completamente desnudos, no lucían ningún tipo de marcas de violencia, y sus ojos, marrones, no inspiraban desconfianza alguna. A juzgar por el tarro vacío de pastillas que yacía junto a ambos cadáveres, abrazados sobre un colchón en mitad de una de las aulas, habían decidido suicidarse juntos.


Tras concluir que ese sería un lugar seguro en el que pasar la noche, acordaron hacerlo todos juntos en la misma sala: la secretaría que se encontraba en la primera planta. Así lo hicieron durante cerca de una hora, cuando los hermanos tomaron la decisión de irse a la sala contigua, el despacho de dirección, incapaces de soportar los pánicos nocturnos de Guille. Guillermo se disculpó por ello, incapaz de hacer nada por apaciguar a su primogénito. Esa no sería más que la primera de muchas noches que pasarían ahí dentro.


Para cuando finalmente consiguieron conciliar el sueño, aquellos tres cuerpos ya sin vida navegaban en la deriva por el Mediterráneo con destino incierto.

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Published on February 22, 2019 15:00

February 18, 2019

3×1184 -Puerto

1184


 


Puerto deportivo de Bejor


7 de octubre de 2008



Guillermo había detenido el coche prácticamente al final del paseo de las palmeras que debía llevarles a la escuela de náutica. De haber continuado unos metros más adelante, el coche y sus ocupantes hubiera sido pasto de los peces.


De camino al puerto, tras abandonar el polígono comercial, habían visto un enorme cartel que anunciaba un centro de refugiados relativamente cercano. Pese a que hasta entonces los hermanos no habían parado de hablar, tan pronto todos pudieron ver con claridad el cartel, el silencio se apoderó del interior del coche. Todos habían tenido al menos una experiencia traumática en uno de esos centros, y nadie abrió la boca para sugerir ir ahí a pasar la noche, por más que la idea revoloteó por sus cabezas.


Tras descubrir que el puerto deportivo carecía de barco alguno, concluyeron que no era el momento de seguir buscando a ciegas a la hermana del investigador biomédico: era demasiado tarde, y pronto sería noche cerrada. Tan pronto vieron aquél viejo y monolítico edificio azul y blanco en el extremo oriental del puerto, de algún modo supieron que sería ahí donde pasarían la noche.


La escuela de náutica se encontraba en el mismo puerto, junto a una larga playa de arena blanca, en una minúscula península natural a la que se llegaba por aquél corto paseo con palmeras a ambos lados. La robusta puerta de madera estaba abierta de par en par, invitándoles a entrar. El estrecho paseo que llevaba a la península, que en tiempos había sido un pequeño islote, estaba en muy mal estado. Faltaba una porción de unos cuatro metros, que les impediría acceder tanto en coche como a pie. Por su estado resultaba evidente que alguien lo había volado por los aires para proteger el edificio de los infectados. Tan cerca y a la vez tan lejos.


Pese a la presencia cada vez más opresiva de la oscuridad, no vieron ningún tipo de luz ni actividad en la escuela. Ello podría de igual modo traducirse en buenas o en malas noticias. Gustavo salió del coche, cuyos faros apuntaban a la puerta abierta de la escuela. Su hermana le imitó. Guillermo se les quedó mirando. Necesitaba acceder a ese edificio cuanto antes, pero dudaba mucho que Guille, en su estado, le fuera a poner las cosas fáciles para cruzar al otro extremo del paseo.


OLGA – ¿Dónde vas?


GUSTAVO – ¿No vamos ahí?


Su hermana observó la silueta del edificio que señalaba recortada por la luz del ocaso. Olga le dio la espalda y se dirigió hacia el investigador biomédico.


OLGA – ¿Tu qué opinas?


GUILLERMO – El niño no sabe nadar. Creo que será mejor que demos media vuelta.


Olga negó con la cabeza, bastante segura de sí misma, lo cual molestó bastante a Guillermo.


OLGA – Es demasiado tarde. Para cuando queramos darnos cuenta, las calles estarán infestadas. No tenemos mucha más alternativa. Podríamos… Podríamos intentar entrar a algún edificio o un local de ahí del paseo, pero… Esto parece mucho más seguro, ¿no te parece?


Guillermo frunció el ceño. Por más que le reventase, la chica tenía razón, pero aún así él no las tenía todas consigo.


OLGA – Le podemos ayudar entre los tres a…


El investigador biomédico se ladeó para mirar más allá de Olga.


GUILLERMO – ¡¿Dónde va tu hermano?!


La joven de los pendientes de perla se dio media vuelta, a tiempo de ver al joven arquero metido en el agua hasta el cuello, a mitad de camino del agujero en el paseo. Tenía uno de los arcos y un carcaj lleno de flechas en volandas, evitando que el agua del mar lo mojase. Se giró hacia ellos, sonriendo.


GUSTAVO – ¡Hago pie! ¡Venid!


Guillermo resopló. Cada vez se arrepentía más de haber accedido a traer consigo a los hermanos. Él también salió del coche, sintiéndose entre la espada y la pared. Echó un vistazo a Guille, que seguía inmóvil en su asiento, con el cinturón puesto. Se le formó un nudo en la garganta.


OLGA – Va, dile al niño que venga, y… le ayudamos a pasar entre todos. Luego sólo tenemos que secarnos, y… mañana, cuando sea de día, ya veremos qué hacemos.


Gustavo ya había accedido a la escuela. Ahí todo parecía en regla. Lo primero que vio nada más entrar fue una enorme tabla apoyada en el mostrador de recepción. Tenía unos gruesos nervios que daban rigidez en la dirección longitudinal unidos con una cantidad a todas luces excesiva de perfiles metálicos. No le costó mucho atar cabos. Cogió la pesada tabla y tiró de ella en dirección a la puerta por la que había entrado. Pesaba tanto que no pudo levantarla, tan solo arrastrarla.


Su hermana ya se había sumergido hasta las rodillas en la gélida agua del Mediterráneo cuando él le llamó la atención. Entre los tres, aprovechándose de que aquél armatoste flotaba, consiguieron crear un puente entre ambos lados del maltrecho paseo. Estaban demasiado entretenidos en sus quehaceres para reparar en el pequeño infectado que acudió a ver qué hacían. Hacía poco que había despertado de su letargo diurno y estaba hambriento. Fueron los gritos de pánico de Guille los que les alertaron.


El infectado no parecía en absoluto hostil. Tan solo miraba maravillado al asustado niño a través de la ventanilla. Parecía incuso divertido. Guillermo, tan pronto le vio, corrió gritando hacia él, agitando las manos, intentando ahuyentarle. Lo consiguió. El pequeño infectado dio un respingo, saliendo al instante de su ensimismamiento, y corrió verbalizando un sinfín de incongruencias, volviendo sobre sus pasos al extremo opuesto del paseo. Guillermo respiró hondo, satisfecho aunque aún muy afectado, abrió la puerta y comprobó que su hijo estuviera bien.


OLGA – Guillermo. ¡Guillermo!


El investigador biomédico se giró hacia Olga. La joven estaba señalando en la dirección por la que había huido el niño. Ya no había rastro alguno de él, pero cuatro infectados adultos se dirigían hacia ahí a una velocidad asombrosa. Sólo Dios sabía de dónde habían salido tan rápido, pero ya habían cruzado más de medio paseo y enseguida les alcanzarían.

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Published on February 18, 2019 15:00

February 15, 2019

3×1183 -Reabastecimiento

1183


 


Polígono comercial de Bejor


7 de octubre de 2008


 


El color anaranjado que estaba adquiriendo el cielo luchaba por hacer perder definitivamente los nervios a Guillermo. Se maldecía una y otra vez por haber hecho caso a los hermanos, parando en aquél complejo comercial, más cuando la distancia que les separaba de su destino era ya tan corta.


Ambos habían hecho del largo viaje a la costa un verdadero suplicio, sin un minuto seguido de silencio. Incluso Guille se había demostrado incómodo ante tal verborrea, gimoteando en un par de ocasiones cuando el tono de voz de los hermanos se volvía demasiado alto. No obstante, Guillermo no daba crédito a lo bien que se estaba portando el niño: mucho mejor de lo que él había imaginado. Se mostraba mucho más tímido y ensimismado que de costumbre, lo cual era cuanto menos sorpresivo, aunque extremadamente oportuno. El investigador biomédico se sintió satisfecho, cada vez más seguro que no debería dar demasiadas explicaciones, al ver que, sencillamente, su hijo pasaba desapercibido por completo a los sobreexcitados hermanos.


Le estuvieron acribillando a preguntas, a las cual él respondió como mejor pudo, obviando todo lo que pudiera resultar sospechoso, dando respuestas vagas y en muchas ocasiones con meros monosílabos. Eso no fue óbice para que los dos hermanos siguieran en sus trece. Le explicaron la trágica historia que les había llevado al centro, y fueron capaces de encontrar un buen puñado de divertidas anécdotas del tiempo que ahí habían convivido aún sin ser plenamente conscientes de ello, debido al gran número de gente que ahí se llegó a reunir.


Las horas al volante se dilataban como un chicle, principalmente por todos los rodeos que tuvieron que dar a carreteras cortadas por coches abandonados. El investigador biomédico se vio tentado a hacer un alto en el camino para proseguir al día siguiente, pero lo acabó descartando. El principal motivo era la consciencia plena de que luchaba a contrarreloj, pues su hermana le llevaba casi una semana de ventaja, y si su intención era la de coger un barco para abandonar la península, quizá un par de horas podrían marcar la diferencia entre reencontrarse con ella o no volver a verla jamás.


Durante el interminable trayecto a la costa Olga y Gustavo no mostraron interés alguno por parar, y él se aprovechó de ello para apurar al máximo las horas de sol. Sabía demasiado bien lo que podía ocurrir si seguía adelante una vez cayese la noche, pero estaba demasiado cegado por la idea de encontrar a su hermana para pensar con claridad. Tener de nuevo un objetivo en el que centrar toda su atención era un arma de doble filo. Por una parte le mantenía anclado a la realidad, con ganas de seguir luchando y de sobrevivir a toda costa, pero por la otra le volvía insensato y temerario, y eso, en los tiempos que corrían, no era en absoluto aconsejable.


No fue hasta que se encontraban a escasos cinco kilómetros de la línea de la costa cuando Gustavo imploró a Guillermo que parase en el polígono comercial que había a las afueras del pueblo costero. El investigador biomédico llevaba demasiadas horas sentado, quería estirar los pies y comprobar en qué estado se encontraba Guille, amén de darle algo de comer. No lo pensó demasiado. No tenían por qué ser más de cinco minutos, y ese parecía un lugar excepcionalmente tranquilo. Aún sin saber muy bien por qué, acabó accediendo a sus súplicas.


Hacía más de quince minutos que ambos hermanos habían accedido a aquella enorme nave de equipamiento deportivo, y Guillermo estaba que se subía por las paredes. Había tenido tiempo de dar de comer y de beber a su hijo, había caminado en círculos alrededor del coche y había orinado con él en un alcorque lineal cercano lleno de malas hierbas. Ahí ya no se le había perdido nada más. El cielo se oscurecía a marchas forzadas, y aún tendrían que encontrar un lugar seguro en el que pasar la noche, si no querían hacerlo dentro del coche, a merced de cualquier infectado que diera con ellos en su deambular errático. Guillermo resopló por enésima vez.


GUILLERMO – ¿¡Pero todavía no estáis!?


GUSTAVO – Sí, sí. Ya lo tengo.


Para su sorpresa, ambos hermanos emergieron por el irregular agujero de la puerta automática, ahora muerta, por la que habían entrado un cuarto de hora antes. Ella llevaba tres mochilas a la espalda, cargadas de suplementos alimentarios, barritas energéticas, bebidas isotónicas, y cuatro chaquetas de pluma de oca, cada una de una talla distinta. Guillermo no se fijó demasiado en ella, pues toda su atención se centró en su hermano.


Gustavo llevaba a la espalda tres enormes arcos olímpicos que parecían extremadamente caros, que aún parecían más grandes en contraste con la escasa estatura del chico. También llevaba tres carcajes de cuero negro y una bolsa que parecía más pesada incluso que las tres abultadas mochilas de su hermana juntas, llena hasta los topes de flechas.


Ellos mismos habían roto la puerta para poder acceder al interior, ilusionados al descubrir que la nave había resultado inviolada desde el inicio de la pandemia. Al parecer, un comercio de equipamiento deportivo resultaba mucho menos atractivo que el supermercado destrozado y saqueado hasta la extenuación que había en la nave contigua. Por ello se demoraron tanto, al saberse seguros ahí dentro, maravillados al poder llevarse cuanto quisieran sin tener que rendir cuentas a nadie ni pagar por ello. Era una sensación realmente extraña, y sorpresivamente placentera.


GUILLERMO – ¿Ya estáis?


Olga asintió, al tiempo que entregaba una de las mochilas a Guillermo. Hacer entrar todo eso en el abarrotado coche o en la saturada baca sería sin duda una tarea complicada, pero tan pronto le dijeron lo que habían traído consigo, el investigador biomédico concluyó que no había sido tan mala idea después de todo. Disponer de algo más que llevarse a la boca y de armas con las que poder defenderse bien valía esa demora.


Reemprendieron el camino al mismo tiempo que el crepúsculo empezaba a dar el testigo a la noche y las primeras estrellas se dejaban ver. Llegaron a la costa a tiempo de ver cómo se ponía el sol en la línea del horizonte marino, subrayada por el puerto deportivo de Bejor, en el que hacía semanas desde que botó el último barco. Por más que todos sospechaban que eso sería lo que encontrasen al llegar, les resultó ciertamente inquietante.

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Published on February 15, 2019 15:00