David Villahermosa's Blog, page 9

December 14, 2018

3×1172 – Frenesí

1172


 


Barrio de Bayit, ciudad de Nefesh


25 de enero de 2009


 


Paris tuvo serias dificultades para proseguir con su concienzudo avance hacia el barrio con la luna delantera de la furgoneta hecha añicos por la metralla de la descomunal explosión que él mismo había provocado. El vehículo, con aquella carga tan inestable, se ladeó peligrosamente al pasar a toda velocidad sobre el cráter aún humeante, y a punto estuvo de volcar cuando accedió al Jardín.


El dinamitero, con una sonrisa de loco dibujada en el rostro, hizo derrapar la furgoneta, que quedó finalmente parada frente al taller mecánico. La música seguía a todo volumen, acallando el zumbido lejano del paso de los cientos de infectados que se dirigían al barrio. La nube de polvo comenzó a asentarse pesadamente tan pronto el edificio del centro de ocio, que había colapsado parcialmente hacia el sótano, mostrando las entrañas de una de las salas de cine, recuperaba su pretérita inmovilidad.


Escrutado por unos incrédulos Christian y Carlos en sendos baluartes, Paris bajó la ventanilla y cruzó su mirada con la de Fernando, que le observaba severamente, con las manos envueltas en un trapo manchado de grasa de motor. El dinamitero negó ligeramente con la cabeza, algo contrariado, pero no modificó ni un ápice su plan original: era demasiado tarde para echarse atrás.


Tan pronto sospechó de las intenciones del dinamitero, Fernando se apresuró hacia la persiana y comenzó a bajarla al tiempo que Paris cogía algo parecido a un puñado de cilindros de cartón atados por cinta americana del asiento del copiloto y lo tiraba al interior del taller. Consiguió hacerlos entrar justo a tiempo antes que la persiana tocase el suelo.


Paris aceleró hacia el baluarte sur, alejándose del taller, y entonces accionó el detonador. La explosión en el interior del taller, pese a ser mucho más discreta que la que abrió aquella gran brecha en la muralla, destruyó tanto la persiana como todo cuanto encontró a su paso. Paris frenó en seco junto al baluarte, se quitó los tapones de las orejas y salió a toda prisa del vehículo. Por fin había conseguido lo que se proponía: ya no había ninguna barrera entre el mundo exterior y el corazón del barrio. Sólo precisaba hacer una última cosa antes de volver por donde había venido.


Dio un par de pasos hacia la trasera de la furgoneta, escudándose en ella para no ser visto por los muchos curiosos, armados, que le seguían la pista desde ventanas y balcones del edificio azul, con la firme convicción de abrir el portón trasero y liberar a sus antiguos amigos del instituto. Paró en seco, sorprendido, al encontrarse cara a cara con Christian, que le apuntaba desde lo alto del baluarte sur con su rifle de francotirador. Para entonces, la horda de infectados estaba ya a punto de llegar al barrio.


Christian apuntó y disparó en dos ocasiones. Dio de lleno en su objetivo. Paris abrió los ojos, muy sorprendido al no haber recibido ningún impacto de bala. El chico no era el mejor tirador del barrio, pero a esa distancia, y más con un blanco de tal envergadura, resultaba improbable que fallase. El dinamitero miró en derredor y enseguida se dio cuenta que no le había disparado a él, sino a los neumáticos de la furgoneta, que se deshinchaban a una velocidad alarmante. Paris se encendió de ira, pues el chico acababa de truncar la última fase de su plan macabro, pero no por ello tiró la toalla.


PARIS – ¡¿No os ha contado nada, verdad?!


La voz de Paris no consiguió imponerse al atronador sonido de la música. Christian alzó de nuevo el rifle y apuntó a los altavoces. Hicieron falta más de seis disparos para que el silencio reinase de nuevo en el barrio. Paris negó con la cabeza, aún más enfadado que antes. Nada de eso entraba dentro de sus planes, y el tiempo jugaba cada vez más en su contra.


PARIS – Yo no soy tu enemigo. ¿No te das cuenta?


Christian frunció el ceño, ladeando ligeramente la cabeza. Le apuntó con el rifle.


PARIS – El hermano de Bárbara fue el que provocó la epidemia, el que provocó toda esta mierda. Por su culpa tu madre está muerta. Por su culpa han muerto todos sus amigos. Pero es a mí a quien apuntas con ese rifle.


Christian abrió la boca, en algo parecido a un bostezo muy sobreactuado. Paris no le dio importancia. El eco de los pasos resultaba cada vez más próximo, unido al rugido de los infectados que ocupaban la parte trasera de la furgoneta, más excitados que nunca.


PARIS – Bárbara lo sabía todo desde el principio, y no nos dijo nada. ¡A nadie! ¡Merecen morir!


El dinamitero, viendo que Christian no parecía especialmente inclinado a dispararle, se dirigió a la parte trasera de la furgoneta y abrió el portón, sin pensárselo demasiado. Lo que él no sabía era que el ex presidiario aún estaba demasiado afectado por la primera detonación, y no había sido capaz de escuchar una sola palabra de lo que el dinamitero le había dicho. El chico estaba en esos momentos demasiado entretenido subiendo a la cubierta de chapa del baluarte, en previsión del caos que reinaría en el nivel del suelo en cuestión de un minuto, como para preocuparse de nada más que su propia seguridad.


Los excitados infectados, que habían estado esperando ese momento desde hacía horas, se abalanzaron hacia el exterior, atropellándose unos a otros. Un joven adolescente al que le faltaban la mitad de los dientes saltó hacia Paris mientras él intentaba desandar sus pasos de vuelta tras el volante. El dinamitero cayó de espaldas al suelo, golpeándose la parte trasera de la cabeza. Se incorporó enseguida, algo aturdido.


PARIS – ¡Es a ellos a quienes tenéis que matar, yo os he liberado, yo os he dado de comer!


En esos momentos empezaron a sonar un sinnúmero de disparos, amplificados por la reverberación del ambiente. Paris miró en derredor, a tiempo de darse cuenta que no iban dirigidos hacia él, sino hacia el cráter por el que había accedido con la furgoneta al Jardín, por donde ahora entraban los infectados cual marabunta.


El dinamitero se quitó al infectado adolescente de encima de un fuerte empellón, mientras los demás famélicos infectados seguían saliendo de la furgoneta. El muchacho cayó rodando al suelo, gritando airadamente en el proceso. Paris se levantó y golpeó en la mandíbula a otro infectado con el puño, lastimándose los nudillos. Sin saber muy bien cómo, consiguió volver a su asiento sin recibir más que algún arañazo superficial y un par de desgarrones en la ropa.


Trató de arrancar la furgoneta, que aún con dos neumáticos pinchados sería mejor alternativa que intentar huir de ahí corriendo. No reparó en que tenía la ventanilla bajada hasta que media docena de manos accedieron al interior, intentando alcanzarle. El dinamitero trató de bajarla girando la manivela, pero lo único que consiguió fue que tres de ellos hincasen sus dientes en la chaqueta que llevaba puesta y que otro de ellos le arrancase de un mordisco el dedo anular. Paris gritó de dolor al tiempo que ocho infectados más se subían al capó del coche y acababan de destrozar la maltrecha luna delantera, hundiéndola con su peso. Su mirada se cruzó de nuevo con la de Christian.


PARIS – ¡Ayúdame!


El ex presidiario negó con la cabeza. Tampoco le había oído, pero entendió muy bien lo que decía. No obstante, se limitó a observarlo desde su posición privilegiada, sin ser capaz de dar crédito a lo que veía. No se le pasó por la cabeza en ningún momento levantar el rifle para disparar a quienes habían rodeado al dinamitero con la única intención de devorar tan opíparo manjar. Estaba convencido que aunque lo hubiese querido ayudar, que no era el caso, no habría podido hacerlo. El resto de habitantes de Bayit que se encontraban en el edificio azul disparaban sin cesar a la miríada de infectados que seguía accediendo incansablemente al barrio.


Varios consiguieron entrar a la furgoneta, otros se limitaron a destrozar los cristales para obtener parte del último regalo en forma de alimento que el dinamitero les brindaría jamás: su propio cuerpo. Las manos y la cabeza de Paris fueron las primeras víctimas de la sed de sangre de aquellos seres sin ningún tipo de compasión, pero pronto consiguieron hacerse paso a través de las capas de ropa hasta dar con el plato fuerte, mientras Paris, cada vez más desesperado y aterrado, trataba inútilmente de quitárselos de encima.


Intentó en más de una ocasión salir de la furgoneta, hechizado por una risa histérica fruto de los nervios, pero en esos momentos era tal el número de infectados que había accedido al Jardín, que no hubiera podido dar un solo paso antes de ser engullido por aquella horda incontrolable que él mismo se había encargado de llevar hasta ahí. Murió tras el volante entre terrible sufrimiento, viendo cómo una docena de infectados hurgaban entre sus entrañas, peleándose por la pieza más jugosa.

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Published on December 14, 2018 15:00

November 27, 2018

3×1171 – Sentenciado

1171


 


Edificio de apartamentos Gadol, paseo marítimo de Nefesh


25 de enero de 2009


 


La apatía de Paris rayaba el dolor físico, pero sus ansias de venganza eran mucho mayores. Era consciente que sus horas estaban contadas, pero si de algo estaba convencido, era que no abandonaría este mundo sin hacer todo el daño posible a quienes impunemente lo habían destruido.


No podía quitarse de la cabeza el momento en el que él mismo se había inoculado la vacuna que ahora estaba pugnando por eliminar de su cuerpo el virus con el que Bárbara le había infectado al morderle. Se maldijo una y mil veces por ello. La herida tenía cada vez más mala pinta, pero él se esforzaba por no mirarla. No había encontrado el momento para limpiarla y curarla: era consciente que eso no serviría de nada. Marco y Nuria le habían dado una buena lección a ese respecto.


Si Juanjo estaba en lo cierto, y Bárbara no había parecido en absoluto inclinada a desmentir sus sospechas, era la vacuna lo que hacía que la gente enfermase, en contacto con la sangre o los fluidos de los infectados. Y si de algo no cabía la menor duda, era que ella estaba infectada. Bárbara lo sabía todo desde el principio, y por ello se dejó morder delante de Héctor, y por ello no enfermó a continuación.


Cuando él se ofreció a vacunarse para engañar al ex presidiario, ella no había movido un solo músculo por evitarlo: había permitido que dejase de ser inmune al virus, como era ella, con tal de salirse con la suya. Y no contenta con ello, ahora le había mordido, sentenciándole a muerte y regodeándose en su vileza con la boca rota por una sonrisa y manchada de sangre. Y Guillermo era tanto o más culpable que ella, al haber permitido que todo se desmadrase desde un buen comienzo, callándoselo todo: ambos hermanos debían morir.


Había abandonado el barrio en un estado de semiinconsciencia, como movido por unos hilos invisibles. Puso rumbo al edificio de apartamentos de manera instintiva. Su propio subconsciente le dictaba lo que debía hacer a continuación, y a él pareció gustarle bastante la idea. A las pocas horas ya tenía fiebre y se notaba extrañamente agotado, pero no por ello cejó en su empeño de morir matando.


Salió del cuarto de contadores del agua y las bombas de presión de la planta baja del edificio cargado con explosivos suficientes para hacer que Bayit ardiese hasta los cimientos. La ira era quien dominaba su cabeza, y en esos momentos tan solo tenía un objetivo en mente. Apenas había dormido un par de horas en uno de los numerosos dormitorios del edificio, y se sorprendió al descubrir que ya era noche cerrada en Nefesh. Tenía bastante hambre, pero ni siquiera eso, que hasta el momento había sido de importancia capital para él, tenía ya la menor importancia.


Con los ojos vidriosos y un malestar generalizado que era consciente que sólo iría a peor, cargó todo aquél material destructivo en la furgoneta y puso rumbo de vuelta a Bayit. En su lento y perezoso camino por la ciudad vacía, vio a más de un infectado errante caminando por las sucias calles. Alguno incluso hizo el amago de seguirle, pero él se limitó a apurar aún más el paso y enseguida le perdió de vista. No tenía tiempo para entretenerse.


Llegó a Bayit a una hora indeterminada de la madrugada. Descubrir una zona iluminada, después de haber circulado tanto tiempo por calles oscuras y abandonadas, resultaba en cierto modo inquietante. Se encontraba algo embotado, y le costaba fijar la vista, pero por fortuna para él, nadie se percató de su presencia: no en vano había apagado las luces de la furgoneta mucho antes de poder ser visto. Había hecho el resto del camino a pie, cargando en el carro de la compra de un supermercado en el que sólo el polvo cubría las estanterías toda la dinamita, y el receptor que utilizaría para detonarla a distancia.


Dejó la carga en un lugar estratégico para hacer el mayor daño posible y poder dar rienda suelta al siguiente punto de su plan, en el encuentro entre el edificio del centro de ocio y la muralla en la que se erguía el baularte norte, que cortaba la carretera de la costa. Si todo salía según lo previsto, así crearía una brecha que comunicaría el Jardín y la calle larga con el exterior. Aún debía encontrar el modo de abrir otra en el muro que protegía la calle corta, pero ello también formaba parte de su plan: aún conservaba una cuarta parte de la dinamita que Fernando y él habían ocultado en el edificio de apartamentos mientras ultimaban los preparativos para acabar con los ex presidiarios.


Satisfecho del trabajo bien hecho, abandonó la zona sin despertar sospechas y se dirigió hacia el instituto. Destruir la puerta de entrada fue sencillo. Recular a tiempo la furgoneta con el portón abierto para encajarla de modo que los infectados entrasen sin escaparse, no lo fue tanto. Sin embargo, tan pronto encendió los altavoces, ellos acudieron raudos, y parecieron haberle leído la mente, pues entraron a tropel hasta que a duras penas cabía un alfiler en el vehículo.


Paris pronto se dio cuenta que el ruido de la música, un disco de música clásica que había encontrado por casualidad en el edificio de apartamentos, no sólo atraía a sus viejos amigos, sino a otro montón de infectados que se encontraban por la zona, de modo que se apresuró a cerrar la puerta trasera de la furgoneta, empujándola a pulso sin el freno de mano, y consiguió ponerse tras el volante a tiempo de evitar que el resto de infectados le atrapasen, aunque para ello tuvo que acabar con la vida de más de una docena de ellos.


Con la adrenalina corriendo por sus venas, y una sonrisa macabra dibujada en su rostro, puso rumbo a Bayit al tiempo que el sol emergía del horizonte. Pensó en apagar la música, pues estaba atrayendo a una cantidad desproporcionada de infectados, pero enseguida descartó esa idea: ese pequeño imprevisto aún mejoraba más su plan original.


Sería sin duda el último viaje que hiciese, pero estaba convencido que valdría la pena.

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Published on November 27, 2018 04:57

November 23, 2018

3×1170 – Detonación

1170


 


Barrio de Bayit, ciudad de Nefesh


25 de enero de 2009



El silencio reinaba en el barrio aquella fría mañana de invierno. Aunque sería por poco tiempo.


Bárbara y Guillermo velaban el cuerpo sin vida del pequeño Guille, que seguía sobre la cama, aunque con una vestimenta más adecuada para el sepelio que más temprano que tarde deberían brindarle, pero para el que jamás encontrarían momento adecuado. No habían pegado ojo en toda la noche, a caballo entre los lamentos por la muerte del niño y la incertidumbre que había surgido a tenor de la revelación de Paris, preguntándose una y otra vez de qué modo podría haber llegado a conocimiento del dinamitero su oscuro secreto.


Zoe había pasado la noche con Ío, consciente que Guillermo sería la mejor compañía para Bárbara en esos momentos tan duros. Ío todavía estaba muy afectada por los últimos acontecimientos, y pensó que sería lo más oportuno. Ambas dormían plácidamente, del mismo modo que el resto de habitantes del bloque azul, a excepción de los hermanos Vidal. Era demasiado pronto.


Abril había abandonado el barrio por su propio pie la tarde anterior, haciendo uso de uno de los vehículos cuyas llaves habían encontrado por casualidad la temporada que se entretuvieron en ir asaltando pisos. Fernando se había encargado de ponerlo a punto y con gasolina más que suficiente para el viaje. Escogió uno automático, ya que el esguince que Paris le había regalado antes de abandonar el barrio le hubiera impedido conducir uno con marchas sin ver las estrellas. Había decidido no volver jamás a Bayit, en parte avergonzada por haber cuidado de Héctor y en consecuencia haber permitido que ocurriese aquella barbarie, y en parte porque seguía convencida que estaría mucho más segura en la mansión de Nemesio.


Fernando trabajaba en el taller en esos momentos. Desde su estancia en prisión había adoptado la costumbre de madrugar bastante, y no paraba de darle vueltas a lo ocurrido, sintiéndose en gran medida culpable de la muerte de Marion y de los bebés, tanto como de la de Guille. Él había convivido e incluso congeniado en cierto modo con ambos verdugos, Héctor y Paris. No paraba de repetirse que podría haber evitado que todo aquello hubiese ocurrido.


Carlos hacía guardia en el baluarte sur. Contrario a lo que Bárbara temía, todavía no había compartido con nadie ninguno de sus hallazgos. No tenía la menor intención de hacerlo, al menos antes de mantener una larga conversación con la profesora. Había pasado a solas el resto del día, dándole vueltas a cuanto había ocurrido, y la inercia le había acabado llevando al baluarte. Necesitaba algo con lo que ocupar su mente, y proteger el barrio de la posible vuelta de Paris, si es que la infección no había acabado ya con él, le pareció la mejor manera de hacerlo.


En un primer momento creyó que se trataba de imaginaciones suyas. Aguzó el oído, y pronto se convenció de que lo había imaginado. El instalador de aires acondicionados echó un vistazo al reloj dorado de su muñeca. Marcaba las seis y cuatro minutos de la mañana. A duras penas había dado una corta cabezada esa noche, preocupado por el paradero del dinamitero, y aún se encontraba algo mareado y soñoliento.


A medida que el sonido fue haciéndose más audible, no le cupo la menor duda que se trataba de música clásica. Una mirada cómplice con Christian, que se encontraba en el baluarte sur, le convenció que estaba en lo cierto: no lo había imaginado. Aquél loco había escogido La cabalgata de las valquirias para hacer su reentrada más épica. Le detestó por ello.


No le hicieron falta siquiera los prismáticos. Era la misma furgoneta que había robado el día anterior, huyendo de la iracunda Bárbara. La vio acercarse a gran velocidad. Pese a que iban bastante rezagados, como no podía ser de otro modo con la música a semejante volumen, una horda de infectados la seguía, como las ratas al flautista de Hamelín. Desde esa distancia era imposible determinar su envergadura, pero Carlos se puso en lo peor.


El instalador de aires acondicionados se quitó los guantes, ayudándose de los dientes, y apuntó con el rifle a la aún lejana furgoneta. Si hacía falta matar a Paris para evitar que esos infectados accediesen al barrio, no dudaría en hacerlo. Ya le habían dado demasiadas oportunidades. Le temblaban los dedos debido al frío que reinaba en el ambiente. Él fue el único de todo el barrio que le vio acercarse, el único que pudo haber dado la señal de alarma. Pero no tuvo ocasión. Paris se le adelantó.


La detonación fue a todas luces excesiva: no tuvo nada que envidiar a la del barco que acabó con la vida de todos aquellos ex presidiarios y cercenó el brazo de Héctor con la metralla. Carlos tuvo que agarrarse con fuerza al muro de hormigón para no caer al suelo con la onda expansiva. Se agachó a tiempo de evitar que la bola de fuego le devorase por completo, auque sí le chamuscó el vello de la coronilla. Se rompieron cientos de cristales de ventanas y coches, y una lluvia de cascotes, tierra y piedras voló por los aires, destruyéndolo todo a su paso. En adelante Carlos no escuchó nada más. Temió incluso haberse quedado sordo.


Por fortuna, el baluarte se mantuvo de una pieza y se llevó la peor parte. No corrió la misma suerte la enorme porción de la muralla que voló por los aires, víctima de la dinamita que Paris había ocultado hábilmente la noche anterior, sin que nadie se percatase de su intromisión. Carlos se asomó justo a tiempo de ver, entre la humarasca, cómo el edificio del centro de ocio, donde el propio Paris había vivido, colapsaba sobre sí mismo. Se vio obligado a refugiarse de nuevo tras el baluarte para evitar ser engullido por la nube de polvo que pronto lo envolvió todo.


La explosión y el posterior derrumbe habían comunicando con el mundo exterior tanto el Jardín, como la calle corta y la calle larga. La música sonaba cada vez más cerca.

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Published on November 23, 2018 15:00

November 19, 2018

3×1169 – Injusto

1169


 


Barrio de Bayit, ciudad de Nefesh


24 de enero de 2009


 


Carlos pasó por alto la ausencia de la furgoneta Volkswagen en su frenética carrera hacia la escuela. Tenía un mal presentimiento, y por ello sujetaba con fuerza la pistola de Bárbara, dispuesto a volver a usarla si cualquier infectado accedía a Bayit. La profesora le iba pisando los talones: la ausencia del vehículo en el taller fue en lo primero en lo que se fijó.


Paris estaba vacunado. Ella lo había visto vacunarse con sus propios ojos, frente al hotel, en un tiempo tan remoto que parecía irreal. Si de algo estaba convencida, más después de la larga conversación que mantuvo con Guillermo tras su reencuentro, era que Paris comenzaría a enfermar en cuestión de horas y moriría en cuestión de días. Si había decidido morir lejos del barrio, esa no sería una decisión que ella censurase. Ya no vendría de un infectado más o menos deambulando por las calles.


La profesora no había podido igualar la velocidad de Carlos, y cuando finalmente se reunió con él junto al portón de acceso trasero al recinto de la escuela, éste ya estaba firmemente cerrado. Si había salido tras de él, había sido más porque le veía como una bomba de relojería andante que porque realmente temiese que los infectados pudiesen asaltar el barrio. Por fortuna, a esas horas de la mañana en un día soleado como ese, y más en esa latitud de la isla, donde tantas veces habían hecho limpieza con anterioridad, no se había acercado ni un solo infectado.


BÁRBARA – Carlos.


Carlos se dio media vuelta y comenzó a desandar sus pasos, sin siquiera dirigirle la mirada. Cualquiera hubiera podido jurar que no la había oído.


BÁRBARA – Carlos. Carlos, escúchame.


El instalador de aires condicionados continuó andando, dándole la espalda. Bárbara comenzó a caminar tras él. Carla, Olga, Maya y Christian, que acababan de salir del taller, cada cual con su propia pistola en la mano, les observaban desde la distancia, del mismo modo que lo hacían Zoe e Ío desde el dormitorio de Guille, donde Abril y Guillermo finalmente habían desistido en sus intentos por resucitar al chaval.


BÁRBARA – Por favor, Carlos. Te lo puedo explicar todo.


Carlos frenó su avance, pero no se giró.


CARLOS – Déjame, Bárbara, en serio te lo pido. Necesito… necesito tiempo. Necesito descansar la mente. Me va a explotar la cabeza. No puedo más.


Bárbara tragó saliva. Un nudo de impotencia le crecía en la boca del estómago. Sentía la obligación de suplicarle que no dijese a nadie lo que había oído en el dormitorio de Guille, aunque sabía que así tan solo demostraría que la reacción de Paris no había sido del todo injustificada. Fue incapaz de encontrar las palabras, y finalmente Carlos reemprendió su camino, satisfecho al comprobar que Bárbara había desistido en su empeño por retenerle.


Bárbara le vio alejarse, y sintió unas ganas irrefrenables de gritar. De hecho, estuvo a punto de hacerlo. Se quedó unos minutos a solas, sentada en uno de los bancos del patio de la escuela, notando cómo crecía la ira dentro de sí. Después del horrible incidente con Héctor merecía un descanso, y Paris no había hecho más que estropearlo todo a un nivel inconcebible. Guillermo jamás volvería a ser el mismo, de eso estaba más que convencida. Y la culpa de todo la tenía Paris. Una idea le vino a la mente, y se levantó a toda prisa.


Caminó de vuelta al taller al trote, cerrando a su paso todas las puertas que el dinamitero había dejado abiertas. Agarró una de las mochilas de emergencia que Fernando había colgado hábilmente en unos ganchos junto a la persiana que comunicaba con el Jardín, y accedió a la calle corta. Por fortuna, no se cruzó con nadie en su peregrinaje hacia la calle larga.


Llegó a la tienda de animales en un abrir y cerrar de ojos, escrutada por Juanjo, que le observaba sin ser visto desde su particular atalaya de ermitaño. Él tampoco estaba pasando por su mejor momento, pero había preferido no acercarse a comprobar cómo Paris lo había estropeado todo, igual que hizo Héctor.


Nuria se excitó mucho al oírla entrar. No acostumbraba a recibir muchas visitas. Bárbara caminó con paso decidido hacia la trastienda, y no paró hasta que quedó plantada a un metro de ella, con tan solo aquellos barrotes separándola de un ataque extremadamente iracundo.


La infectada tenía un pequeño barreño hasta arriba de agua junto a la puerta de su jaula, y otro lleno de lo que parecía una mezcla de albóndigas en salsa de tomate y sardinas en escabeche. Al parecer, Paris también había limpiado la jaula recientemente. No habría cuidado de los bebés ni una sola vez, pero a Nuria no le había faltado de nada desde que la trajese al barrio, contraviniendo al opinión del resto de habitantes. Aún le odió más por ello.


Dejó caer la mochila que llevaba sujeta por la asidera superior, se arrodilló junto a ella y escarbó en su interior hasta dar con la pistola automática. Apuntó con ella a Nuria, que no dejaba de emitir gruñidos iracundos y carentes de sentido, intentando en vano alcanzarla, estirando los brazos por entre los barrotes.


Probablemente hubiera apretado el gatillo, aunque sólo fuera por saciar su sed de venganza, pues Paris con toda seguridad jamás se enteraría de lo que había hecho, de no haber reparado en el estómago de la infectada. Tan solo hacía tres meses que se había quedado embarazada, pero su vientre ya empezaba a abultarse de una manera perceptible. Bárbara sintió envidia de Nuria, consciente que ella jamás podría quedarse embarazada. Entonces bajó la pistola, y se puso a llorar. Prácticamente sin solución de continuidad, Nuria se tranquilizó.


Bárbara escuchó un ruido tras de sí, y se giró a tiempo de ver a Zoe accediendo a la trastienda. Dejó caer la pistola dentro la mochila abierta y se limpió las lágrimas con la tercera falange del índice antes de dirigirse a la niña.


BÁRBARA – ¿Cómo sabías que estaría aquí?


ZOE – Carlos me lo ha contado todo.


Bárbara frunció el entrecejo. Por algún extraño motivo, los ojos de Zoe, idénticos a los de Nuria, ya no le resultaban inquietantes.


ZOE – Lo siento mucho. Siento mucho lo que ha pasado.


La profesora suspiró, y Zoe la abrazó de nuevo. Entonces fue cuando se derrumbó definitivamente. Sus gimoteos se mezclaron con los de Nuria, en una sinfonía ciertamente inquietante.

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Published on November 19, 2018 15:00

November 16, 2018

3×1168 – Ido

1168


 


Barrio de Bayit, ciudad de Nefesh


24 de enero de 2009



Guillermo entró abruptamente al dormitorio, acallando así la acalorada discusión entre Carlos y Bárbara. La profesora acunaba el cadáver de Guille entre sus manos, ordenando su alborotado cabello. No hubiera hecho falta siquiera que ambos hermanos mediaran palabra. Una mirada fue más que suficiente.


BÁRBARA – Ha sido él. Ha sido Paris.


Una lágrima llegó hasta la punta de la nariz de Bárbara y ella la inhaló, involuntariamente. Guillermo escrutó su triste mirada con un nudo en el estómago, y ella se limitó a hacer un gesto negativo con la cabeza, invitándole a perder toda esperanza.


El investigador biomédico notó una punzada en el pecho. Una parte de sí le empujaba a desandar sus pasos, correr escaleras abajo e ir a buscar al verdugo de su hijo, pero enseguida desechó esa idea. No era la primera vez que le veía morir. Si le había conseguido traer del otro lado una vez, ¿quién le decía que no podría volver a hacerlo?


Guillermo corrió hacia su hermana y le arrebató con delicadeza al chaval de las manos. Posó su cadáver sobre la mullida cama, boca arriba, esforzándose por no prestar atención a la posición antinatural de su cuello o al aspecto que lucían sus ojos. Acercó su oreja a la boca del niño, esperando escuchar una débil respiración. Cualquier cosa a la que aferrarse sería mejor que asumir que no había nada por hacer.


BÁRBARA – Guille, no… Él está… está…


GUILLERMO – ¡Cállate!


Guillermo no fue capaz de encontrar respiración alguna y trató de encontrarle el pulso, con idéntico éxito. Bárbara y Carlos le observaban en un silencio tenso. La mandíbula inferior de Guillermo empezó a traquetear incontrolablemente. Se sentía increíblemente impotente, pero no sabía qué hacer a continuación. Ya no tenía ningún as en la manga que le permitiese burlar a la muerte una vez más. En ese momento vieron aparecer a Abril bajo el umbral de la puerta. Guillermo creyó ver en ella a un ángel salvador.


GUILLERMO – ¡Abril!


La médico frunció ligeramente el entrecejo al ver aquél panorama. No pudo evitar fijarse en los impactos de bala que había en el techo de la pequeña estancia. Un millar de preguntas se arremolinaron en su cabeza, pero Guillermo no le dejó siquiera abrir la boca.


GUILLERMO – Míralo. Míralo, por Dios. ¡No respira!


La médico entró en la habitación, acusando una ligera cojera, fruto de los golpes recibidos cuando el dinamitero la tiró por las escaleras.


ABRIL – Haceos a un lado. Quitaos de en medio, por favor.


Carlos y Bárbara se apartaron, cada uno a un lado de la cama. El instalador de aires acondicionados se quedó junto a la ventana, sintiéndose totalmente fuera de lugar, mientras ambos hermanos se daban la mano, observando impotentes cómo Abril procedía. Ella, esforzándose por ignorar el punzante dolor de su tobillo, se metió en su papel de médico. No tardó en corroborar la sospecha de ambos hermanos: Guille había perdido la vida. No hacía falta ser médico para dar fe que el motivo de la muerte había sido el estrangulamiento. Tenía el cuello hinchado e inflamado, e incluso se podían distinguir las marcas de los dedos del orondo dinamitero grabadas en la pálida piel.


Pese a que ella era consciente que en tal estado poco podría hacerse ya por él, tanto la mirada suplicante del padre como su propia deformación profesional la empujaron a hacer todo cuanto estuviera en su mano para resucitarle.


Entrelazó los dedos de ambas manos y comenzó a practicarle a Guille un contundente masaje cardíaco. Acto seguido acercó su boca a la del niño para insuflar aire en sus pulmones, pero en el último momento recibió un empujón de Bárbara, que a punto estuvo de tirarla al suelo. Abril se incorporó, muy sorprendida, y miró a la profesora con muestras de un más que evidente reproche. La expresión de su hermano era prácticamente idéntica.


ABRIL – ¿Se puede saber qué haces?


BÁRBARA – ¡Perdón! Es que… el niño… Está infectado. No…


GUILLERMO – ¡Ya lo hago yo! ¿Qué hay que hacer?


La médico frunció el entrecejo, aturdida, y miró alternativamente a ambos hermanos. De no haber sido por Bárbara, habría resultado infectada. Sentía la cabeza embotada.


ABRIL – Pero… si el niño está infectado… tú tampoco deberías…


GUILLERMO – ¡Yo también estoy infectado! ¡¿Qué coño hay que hacer?!


Carlos no daba crédito a cuántas revelaciones había sido testigo en el transcurso de los últimos minutos. No sería consciente hasta poco más tarde, pero hasta Marion había abandonado sus pensamientos. Observó el esfuerzo tan incansable como estéril de Abril y Guillermo por devolver a la vida a Guille durante varios interminables minutos.


Poco a poco empezaron a llegar los curiosos, atraídos por el griterío y los disparos. El primero fue Christian, aunque seguido de cerca por Zoe. Ambos se mantuvieron en silencio. Para entonces, Bárbara ya se había dado por vencida y lloraba desconsolada, de pie junto a su hermano, sujetándose la cintura con una mano y tapándose la boca con otra. Zoe se escabulló entre los presentes y la abrazó. Bárbara la estrechó entre sus brazos, instintivamente, sin siquiera mirarla. Sólo tenía ojos para su sobrino.


El instalador de aires acondicionados echó un vistazo por la ventana. Desde ahí tenía una panorámica perfecta del Jardín. Su mirada se dirigió instintivamente hacia la puerta de la verja de la escuela: estaba abierta de par en par. Exactamente igual que el portón de acceso trasero.


CARLOS – Se ha ido.


En ese momento Abril tomó el relevo a Guillermo, que se dirigió a Carlos con evidente enfado.


GUILLERMO – ¡Cállate tú! ¿Quieres? Si no tienes nada mejor que decir, será…


CARLOS – No. Paris. Que se ha ido. ¡Y el hijo de puta se lo ha dejado todo abierto!


Los presentes observaron al instalador de aires acondicionados abandonar la habitación a toda prisa. Aunque desde ahí no podía verlo, estaba convencido que las persianas del garaje también estarían abiertas de par en par. El barrio entero estaba a merced de los infectados.

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Published on November 16, 2018 15:00

November 12, 2018

3×1167 – Huido

1167


 


Barrio de Bayit, ciudad de Nefesh


24 de enero de 2009



El sonido del disparo en una habitación tan pequeña resultó atronador. Una fina capa de un polvo blanco y marrón cayó sobre la calva de Paris al tiempo que éste se llevaba la mano a la oreja que había estado a punto de perder.


Carlos había golpeado a Bárbara en la muñeca justo a tiempo de evitar que su disparo acabase a sangre fría con la vida del dinamitero. Ahora él lucía tan enfadado como ellos. Agarró a la profesora del antebrazo, intentando evitar que volviese a disparar. Ella estaba más que dispuesta a hacerlo.


Paris les observaba a corta distancia, aún bastante aturdido por lo ocurrido. Su estado de enajenación transitoria, que le había llevado a acabar con la vida de Guille, se diluía a marchas forzadas. Cada vez era más consciente tanto de lo que había hecho como de las consecuencias que ello podía acarrear.


CARLOS – ¡¿Pero es que no ha muerto ya suficiente gente en este puto barrio?!


Bárbara y Carlos siguieron forcejeando un par de segundos más, pero finalmente Carlos consiguió arrebatarle la pistola. La profesora le miró con una expresión de odio similar a la que le había regalado a Paris hacía unos segundos. Lo que vino a continuación le dejó aún más perplejo.


La profesora apartó a Carlos de un empujón. Éste protegió la pistola con la mano opuesta, pensando que ella pretendía recuperarla. Sin embargo, Bárbara le ignoró y se abalanzó sobre Paris, que no se lo esperaba. Ambos cayeron aparatosamente al suelo y comenzaron a pelearse a puñetazos.


Él pesaba más que el doble que ella, pero eso no parecía importarle demasiado a la profesora. Bárbara estaba totalmente fuera de sí, y la única manera que encontró para volcar sus frustraciones fue descargando toda su ira contra aquél ser despreciable. Carlos no daba crédito a lo que veía. Pese a tener la pistola en la mano, se sentía el más desarmado de los tres.


CARLOS – ¿Pero qué coño hacéis? ¿¡Te has vuelto loca!?


Ninguno de los dos pareció siquiera haber oído al instalador de aires acondicionados. Ambos seguían peleando, incansables. Carlos no sabía qué hacer para separarlos y acabar con ese sinsentido. Enseguida se decantó la balanza, y Bárbara se encontró debajo de Paris, que comenzó a apretar su cuello, de idéntico modo que lo había hecho con el de su sobrino minutos antes. La cabeza de Bárbara comenzó a ponerse roja, debido a la falta de oxígeno. Sus ojos, desorbitados, miraban al techo. Carlos no pudo soportarlo más. Puso el índice en el gatillo de la pistola, apuntó al techo y disparó tres veces.


Otro buen puñado de fragmentos de cerámica, yeso y pintura cayó sobre los contendientes. Paris, que por un instante creyó que los disparos iban dirigidos a él, aflojó el funesto abrazo al cuello de Bárbara, dejando sus manos frente a la cara de la profesora. No por oportuna, la reacción de Bárbara fue menos consciente. Quería matarle por lo que había hecho, y disponía de un arma más certera incluso que la que Carlos sostenía entre sus temblorosos dedos. La profesora aprovechó el momento de confusión para brindarle al dinamitero un certero mordisco en la mano, entre el índice y el pulgar.


De no haber reaccionado apartando la mano, Bárbara habría seguido apretando con la mandíbula hasta arrancarle un buen pedazo de carne, tal como si fuera una infectada. En realidad lo era: ese era el motivo por el que había decidido vengar de ese modo la muerte de Guille.


Paris se asustó al notar el dolor en su mano, se incorporó, le dio una patada en el pecho a Bárbara y la estampó contra la mesa donde descansaba la destrozada radio. La profesora, con una sonrisa acentuada pon un hilillo de sangre que caía de la comisura de su labio, la sangre de Paris, siseó entre los dientes apretados.


BÁRBARA – Estás muerto.


El dinamitero gritó, totalmente fuera de sí. La quería muerta a toda costa. En esos momentos aún no era consciente del significado de ese mordisco. Se disponía a acabar lo que había empezado cuando la voz de Carlos le hizo frenar en seco.


CARLOS – ¡Un solo paso más y disparo! Te juro por Dios que no me lo pienso dos veces.


Le estaba apuntando con la pistola, cuyas balas parecían tener su nombre grabado. Paris se sintió acorralado. Sabía que en el barrio todo el mundo estaba armado, como las circunstancias exigían, y temía que lo matasen. Su instinto de supervivencia se impuso al de sus ansias de venganza y viró el rumbo, dirigiéndose a la puerta del dormitorio. Carlos, aún con la pistola en la mano, se apartó justo a tiempo de evitar la embestida del dinamitero.


BÁRBARA – No hace falta que huyas, hijo de puta. ¡Ya estás muerto!


Los pisotones del asustado Paris, que escapaba a toda prisa del ático, fueron diluyéndose en la distancia.


BÁRBARA – ¡¿Me escuchas?! ¡Ya estás muerto!


Tan pronto llegó al rellano se encontró de frente con Guillermo. Éste le brindó una mirada de incomprensión, a la que Paris respondió con una del más visceral odio. Le hubiese atacado ahí mismo de no haber visto cómo pendía aquella pistola de su mano.


GUILLERMO – ¿Qué ha pasado, Paris?


El dinamitero respiró hondo, tratando de contenerse. El investigador biomédico no le estaba apuntando con la pistola, de hecho ni siquiera sabía de qué iba todo eso, pero Paris estaba demasiado nervioso para pensar con claridad.


PARIS – Ya me encargaré de ti más tarde.


Guillermo frunció el entrecejo, sin entender nada, al tiempo que Paris proseguía su huída escalera abajo. Se encontró con Abril de frente. Ésta intentó hacerse a un lado, pero no fue lo suficientemente rápida. El dinamitero le dio un empujón, y ella cayó rodando escaleras abajo. Sin el menor reparo por el daño efectuado, Paris continuó su descenso atropellado, sin más idea la de que huir del bloque de pisos, huir del barrio, huir de la isla. Lamentablemente, no había lugar al que escapar. Bárbara estaba en lo cierto: sus horas estaban contadas.

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Published on November 12, 2018 15:00

November 9, 2018

3×1166 – Razón

XXV. EL ENEMIGO EN CASA



Se pilla antes a un mentiroso que a un cojo




1166


 


Barrio de Bayit, ciudad de Nefesh


24 de enero de 2009



Paris se levantó y dio un paso al frente, dando un fuerte pisotón. Bárbara apretó los dientes, al tiempo que una lágrima le recorría la mejilla izquierda. Se vio tentada a ir a socorrer a Guille, pero resultaba evidente que ya nada podía hacerse por él.


BÁRBARA – Pero… ¿se puede saber en qué…? ¿¡Es que te has vuelto definitivamente loco!?


El dinamitero negó ligeramente con la cabeza. Le temblaban las manos. Su enajenamiento empezaba a disolverse, pero no por ello se sentía menos furioso. Aún con aquél rictus de odio en el rostro, miró de reojo al cadáver del chaval. Empezaba a ser consciente de lo que había hecho, pero no se arrepentía por ello. Guillermo merecía ese castigo. Haber guardado aquél terrible secreto durante tantísimo tiempo no podía quedar impune: ambos debían pagar por su mentira.


PARIS – ¡Y porque no te he encontrado a ti aquí, o al hijo de puta de tu hermano!


Bárbara hizo el amago de abalanzarse sobre el dinamitero, para matarle con sus propias manos si hubiera sido necesario, tal como él había hecho con su indefenso sobrino. Carlos la agarró de la muñeca, impidiéndoselo, consciente que la profesora no tenía ninguna posibilidad contra Paris. El ambiente estaba ya demasiado caldeado y visto lo visto, él era el único que podía hacer algo al respecto. Se colocó entre ambos y le puso una mano en el pecho a cada uno. Los dos le miraron con más que evidente antipatía.


CARLOS – Eh, eh, eh, eh, eh. Calmémonos todos un momento ¿vale?


BÁRBARA – ¿¡Que me calme!? ¿¡Pero tú has visto lo que ha hecho!?


El instalador de aires acondicionados no pudo menos que empatizar con el punto de vista de Bárbara. Él, en su lugar, ya estaría intentando sacarle los ojos al dinamitero. Aquello no había por dónde cogerlo.


CARLOS – Paris, ¿qué está pasando aquí?


PARIS – ¿Que qué está pasando?


Pequeños proyectiles de saliva salían disparados de la boca del airado dinamitero. Carlos recordaba aquella mirada, y no le gustó una pizca. La última vez que le vio en ese estado, acabó volando por los aires un barco lleno de gente, sin el menor remordimiento.


PARIS – ¿No te ha contado tu amiga quién es su hermano, lo que ha hecho ese cabrón?


Carlos frunció el entrecejo. Su relación con Guillermo siempre había sido muy superficial. Era un hombre parco en palabras y bastante independiente: no demasiado sociable. No llegaba al nivel de Juanjo, pero no era alguien que destacase demasiado, ni para bien ni para mal. No alcanzaba a comprender qué podría haberle hecho a Paris para desencadenar tal reacción.


PARIS – ¡Ellos dos! Ellos dos son los culpables de todo.


CARLOS – ¿Pero qué dices, hombre? Haz el favor de cal…


PARIS – ¡Ellos lo empezaron todo! Fue su hermano el que propagó… to… to… ¡toda esta mierda!


Carlos miró a Bárbara, sin comprender nada, buscando en ella algún tipo de respuesta. Por algún motivo, no le llamó la atención la expresión sorprendida, con los ojos bien abiertos, que se dibujó en el rostro de la profesora. Se giró de nuevo hacia el dinamitero tan pronto éste reanudó su diálogo.


PARIS – Por su culpa la humanidad entera se ha ido a la mierda. Y mírala, ahí, tan tranquila, como si no hubiera matado una mosca en su vida. ¡Nos han engañado a todos!


El instalador de aires acondicionados entendía las palabras, pero lo que decía Paris no albergaba el menor sentido para él.


CARLOS – ¿Pero no te das cuenta que eso que dices no tiene ni pies ni cabeza? Nadie sabe cómo empezó todo esto.


PARIS – Nos han lavado el cerebro a todos, Carlos. Esa mujer es mala… es muy mala.


CARLOS – ¿Pero tú te estás oyendo? Ella no era más que una maestra de escuela y su hermano…


Carlos se giró hacia Bárbara.


CARLOS – ¿De qué trabajaba tu hermano?


La expresión que vio en el rostro de la profesora no le gustó una pizca. Su mandíbula comenzó a traquetear nerviosamente. Donde debía haber incomprensión y resentimiento, vio miedo y vergüenza. Y mucho odio. Más del que parecía capaz de soportar. Bárbara no le respondió. Paris se incorporó hacia un lado y miró de frente a la profesora.


PARIS – Niégaselo. Ten los cojones de decirle que es mentira lo que digo, que me lo estoy inventando todo, que estoy loco.


Ella, superada por la situación, se limitó a mantenerse en silencio. No alcanzaba a comprender cómo el dinamitero se había enterado del oscuro secreto que compartía con su hermano, aquella pesada losa que llevaba a las espaldas desde hacía más tiempo del que jamás creyó posible.


Notaba cómo todo se iba desmoronando a su alrededor, de un modo prácticamente tangible. Ese había sido uno de sus principales temores desde el momento en el que fue consciente de la verdadera envergadura de la acción de Guillermo aquella fatídica noche de verano. Todo en lo que había trabajado hombro con hombro con aquella gente se iría al garete por culpa de Paris: cada vez lo tenía más claro. Y el motivo por el que más rabia sentía era porque en el fondo sabía que se lo merecía. Ella era tan culpable como su hermano por haberlo ocultado, y ahora ya no había tiempo de seguir alimentando la mentira, posponiendo lo inevitable.


Sabía que lo que les ocurriese a su hermano y a él como consecuencia de la revelación de Paris se lo habían ganado a pulso. Pero quien no lo merecía era Guille. Él no tenía culpa absolutamente de nada, y Paris debía pagar por lo que había hecho.


Bárbara echó un vistazo a la mesilla de noche, en cuyo cajón superior se encontraba una pistola cargada lista para ser usada. Lo único que le impedía abrirla, apuntar al dinamitero y acabar con él era Carlos, que se encontraba en mitad del camino. Ni corta ni perezosa pegó un empujón al instalador de aires acondicionados, que por no esperárselo, casi cayó al suelo. Con la mirada de los dos hombres clavada en ella, alcanzó la mesilla de noche, sacó la pistola y apuntó con ella a la cabeza del verdugo de Guille, dispuesta a pagarle con la misma moneda.

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Published on November 09, 2018 15:00

October 26, 2018

3×1165 – Vela

1165


 


Casa de Guillermo en Sheol


2 de octubre de 2008



Sobre la mesilla de noche descansaban el vial vacío y la jeringuilla con la que Guillermo había inoculado aquél líquido incoloro a su hijo. El otro vial, intacto, se encontraba dentro de la riñonera roja del niño, en la sala de estar. Él ya no la necesitaría, pues hacía más de un día que había muerto.


Guille estaba tumbado sobre su propia cama, en la casa de su padre. Su vida se había apagado sin pena ni gloria cuando ambos aún estaban en el coche, huyendo del incendio que la violenta lluvia se encargaba ahora de extinguir. La propia inercia fue la que llevó al investigador biomédico hacia su vivienda, un lugar tan seguro como cualquier otro ahora que los infectados habían huido en tropel del centro, pero lo suficientemente alejado del incendio como para poder dar rienda suelta a la siguiente etapa de su plan desesperado por evitar lo aparentemente inevitable. Al menos ahí tenía el equipamiento médico necesario para poder llevar a cabo su propósito.


Quiso convencerse que su hijo estaba dormido o sencillamente inconsciente, cuando lo trasladó, envuelto en la manta, del coche a su cama. Intentó sin éxito encontrarle las constantes vitales, mientras grandes lagrimones surcaban sus mejillas, fruto de la más exasperante frustración. Sabía que de un momento a otro su hijo acabaría despertando: estaba vacunado y todos los que morían después de haber recibido un mordisco lo acababan haciendo, más tarde o más temprano. Pero eso ya no le importaba. De hecho, ya no le importaba nada en la vida. En menos de una semana había perdido a su hermana y a su hijo, sus dos únicos y últimos nexos con la vida; sus dos únicos motivos para seguir luchando y no abandonarse a los brazos de la pandemia.


No obstante, inyectó el contenido de uno de aquellos dos viales en el cuerpo del niño, aún consciente de que llegaba tarde. Le hizo masajes por el brazo, para hacer que aquél fármaco se extendiese por su corriente sanguínea, puesto que su corazón ya había dejado de latir. Pero todo esfuerzo resultó en vano: la reacción fue nula. No le sorprendió. El padre se quedó velando al hijo, sentado a su lado, sosteniendo su fría mano, hasta que inevitablemente acabó durmiéndose: llevaba demasiado tiempo sin descansar.


Un fuerte trueno retumbó en el ambiente. El repicar de las gotas de lluvia al otro lado de la ventana resultaba abrumador. El investigador biomédico creyó notar cómo vibraba el suelo bajo sus pies, al despertar sobresaltado. Se incorporó en la mecedora de diseño en la que había caído en los brazos de Morfeo y comprobó que su mano ya no sujetaba la de su hijo. Entrecerró los ojos aún con las pupilas muy dilatadas y se quedó mirando la cama vacía. El corazón comenzó latirle a toda velocidad en el pecho. Su hijo ya no estaba ahí.


Guillermo se incorporó a toda prisa. Ya no quedaba ningún rastro del sueño en el que había estado profundamente sumido hasta hacía un momento. Tocó con la palma de la mano el lugar donde Guille había estado tumbado cuando él se quedó dormido. Las sábanas estaban frías, lo cual se veía venir. Miró en derredor, al otro lado de la cama, y por toda la habitación: no había rastro del niño. Comenzó a gritar su nombre, desesperado. Sabía que lo que estaba haciendo no era una buena idea, pero le importaba bien poco. Estaba convencido que su hijo no estaba muerto, y eso era todo cuanto necesitaba para seguir peleando. Al parecer, la experiencia similar que había vivido con su padre hacía cosa de un mes no le había servido de lección.


Pasó más de veinte minutos buscándolo por toda la casa, gritando su nombre, nada vez más nervioso. Revisó una y otra vez todas las estancias, mirando dentro de los armarios, debajo de las camas y detrás de los sofás. Comprobó las dos puertas que conectaban con el exterior, pero ambas seguían firmemente atrancadas, como él las había dejado. El niño no había podido salir por ninguna de ellas y volverlas a dejar así, y todas las ventanas, además de enrejadas, estaban firmemente cerradas y con la persiana bajada, de modo que sólo dejaba entrar la escasa luz del día lluvioso a través de unas pequeñas rendijas. Sabía que el niño seguía dentro, pero era incapaz de encontrarle. Pensó que acabaría volviéndose loco.


Se disponía a subir por cuarta vez al primer piso, cuando cayó en la cuenta que la puertecita del pequeño trastero que había bajo las escaleras estaba ligeramente entornada. Era uno de los pocos sitios que aún no había registrado, de modo que la abrió del todo, y se arrodilló para entrar. Aún bajo el umbral, alzó la mano y accionó una pequeña luz led a pilas que había instalado hacía un par de meses. La pequeña estancia se inundó de un blanco brillo. Junto a varios paquetes de baldosas sin abrir y media docena de fardos de parquet, se encontraba Guille, hecho un ovillo. Un olor ácido llegó a la nariz del investigador biomédico.


El niño gimoteó y se apretujó aún más contra la pared cuando su padre entró al trastero. Guillermo se extrañó sobremanera al leer el pánico reflejado en sus ojos. Sus ojos. Fue entonces cuando cayó en la cuenta, y una sonrisa radiante de dibujó en su cara. El azul grisáceo de los ojos del niño seguía intacto, del mismo modo que la esclerótica, de un blanco inmaculado. Un calor reconfortante recorrió el cuerpo del investigador biomédico. Después de todo, su viaje suicida hacia la boca del lobo parecía haber surtido efecto. Guille seguía vivo, y todo apuntaba a pensar que estaba perfectamente sano.


GUILLERMO – Guille…


El investigador biomédico, con el ceño ligeramente fruncido, extrañado por la actitud del niño, extendió una mano en dirección al éste, que gruñó ligeramente.


GUILLERMO – Guille, ¿estás bien, pasa algo?


Guillermo tragó saliva, haciendo caso omiso a todas las señales de alerta que le enviaba su cerebro, y dio un torpe paso más en dirección al asustado y desorientado niño.


GUILLERMO – Guille, soy yo… El papa…


Guille, sintiéndose acorralado, acabó reaccionando y, a voz en grito, se abalanzó sobre el brazo extendido de su padre y le mordió con todas sus fuerzas en el desnudo antebrazo.

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Published on October 26, 2018 15:00

October 22, 2018

3×1164 – Nieva

1164


 


Laboratorios de la compañía ЯЭGENЄR


1 de octubre de 2008



Guillermo soltó un estridente grito de dolor mientras tanteaba en el suelo en busca de la linterna. Notó a un tiempo algo mojado y una astilla de cristal clavándose en la palma de su mano. Sabía que aquél líquido no se trataba del mismo agua le había hecho resbalar, y no hacía falta ser muy inteligente para saber de dónde venía aquél pedazo de cristal. Suplicó al cielo que no se hubiesen roto todos los viales, y tras deshacerse de la astilla de cristal siguió tanteando el suelo desesperadamente, tratando de encontrar la linterna. Tardó del orden de un minuto en hacerlo, convencido aunque sin motivos, de que la sala se había llenado de infectados y que moriría devorado mucho antes de siquiera poder verles.


Al coger la linterna notó que se había soltado la parte trasera, y tuvo que volver a meter dentro las dos pilas que yacían junto al aparato antes de poder devolverle la vida. Para su regocijo, lo consiguió a la primera. El fogonazo de luz le cegó por un instante. Iluminó el suelo y dirigió el haz de luz hacia el lugar donde habían caído los viales: estaban todos rotos.


Un tembleque incontrolable se apoderó de su mandíbula inferior. Aquello no podía estar pasando. Se acercó algo más y comprobó que entre los pedazos rotos de viales tan solo había cuatro tapas. Él recordaba perfectamente haber rescatado seis. El paradero de los otros dos, era un enigma que no tardó mucho en resolver. Del mismo modo que esos cuatro se habían roto al impactar contra el suelo, los dos restantes habían resbalado por él hasta quedar inmóviles junto a uno de aquellos enormes cilindros, a escasos tres metros de distancia.


Se limpió la pequeña gota de sangre que había manado del dedo herido en el pantalón. Con los dientes castañeándole, aunque no supo dilucidar si ello era debido al frío o a la tensión del momento, cogió los dos viales y se los metió en el bolsillo. Comenzó a desandar el camino que había hecho hasta llegar ahí, linterna en mano. Le sorprendió el cambio de temperatura tan pronto abandonó la sala, que fue incrementando a medida que se acercaba a la entrada. Descubrió el motivo al mismo tiempo que apagó la linterna. Ya no le haría ninguna falta: la luz de las llamas ofrecía toda la iluminación que necesitaría.


Cómo había llegado el incendio hasta ahí tan rápido, era algo que jamás comprendería. Pero de lo que no cabía la menor duda era que debía darse prisa. Tan solo dos manzanas le separaban de un incendio de proporciones titánicas que estaba devorando media ciudad. Al salir de nuevo al exterior se sorprendió enormemente al descubrir que estaba nevando.


Miró al cielo, increíblemente extrañado. Vio caer aquellos pequeños copos del cielo y levantó la mano derecha frente a sí, con la palma extendida hacia arriba. Uno de ellos se posó en su mano, y él se sorprendió aún más al notar que no estaba en absoluto frío. Una inspección ocular más concienzuda le convenció de que no se trataba de nieve. Aplastó aquél pequeño pedazo de ceniza con el índice de la mano opuesta, y éste se desmenuzó al instante, transformándose en polvo.


Pasó junto a la desafortunada pintada a la carrera, y al cruzar la esquina que le llevaría al aparcamiento tuvo que frenar en seco. Un infectado en llamas se abalanzó sobre él, haciéndole perder el equilibrio. Ambos cayeron aparatosamente al suelo. Guillermo, con el culo aún dolorido por el golpe, se alejó de aquél pobre infeliz caminando a gatas hacia atrás todo lo rápido que pudo, temiendo que se levantase de nuevo para acabar con él. Los alaridos del infectado resultaban escalofriantes. De no haber sabido que era imposible, el investigador biomédico hubiese jurado que se trataba de gritos de dolor.


El fuego había devorado su ropa, su piel, su pelo, y ahora lo estaba haciendo con su carne. El olor a barbacoa mal atendida, con aquél peculiar tono dulzón, resultaba abrumador. El infectado trató sin éxito de ponerse en pie. Ahora parecía más bien una irregular bola de fuego en el suelo, consumiéndose a ojos vistas. Guillermo no se quedó ahí para contemplar su lento declive. El incendio que había acabado con el infectado lo haría igualmente con él y con su hijo si no ponía rumbo lejos de Sheol cuanto antes.


Con buen criterio, había aparcado el coche en el mero centro del aparcamiento, cuyo pavimentado suelo hacía de cortafuegos. Una fina capa de ceniza lo había cubierto por completo. El incendio seguía propagándose a una velocidad alarmante, pero aún estaba a tiempo de huir de él si no se entretenía. Miró en derredor: ningún otro infectado errante le sorprendería antes de llegar a su destino.


Se vio considerablemente tentado a inocularle el contenido del vial ahí mismo, en el asiento trasero del vehículo donde se encontraba el chaval, pero desestimó la idea enseguida. El incendio rodearía el aparcamiento de un momento a otro y no habría manera de salir de ahí sin cruzarlo a la carrera, lo cual parecía demasiado temerario. Si se demoraba demasiado, no podrían salir de ahí hasta que el incendio se extinguiese por sí mismo, y para eso podían pasar horas, en el mejor de los casos. Sin embargo, el verdadero motivo por el que desestimó esa idea era sencillamente porque no había caído en la cuenta de recoger una jeringa de los laboratorios, y necesitaba que aquél fármaco entrase en su corriente sanguínea.


Echó un último vistazo hacia atrás, una vez se hubo sentado en el asiento del conductor. El aspecto del joven era ridículo, tumbado en los asientos traseros, tapado por completo a excepción de la cabeza por aquella vieja manta y atado con los dos cinturones. Parecía dormido. Guillermo arrancó el coche olvidando ponerse su propio cinturón: al fin y al cabo, ningún policía le multaría por ello, y él tenía demasiada prisa. El interior del coche estaba muy oscuro. El parabrisas estaba cubierto de ceniza, que enseguida se hizo a un lado cuando el investigador biomédico accionó los limpiaparabrisas.


En esos momentos el incendio ya había llegado a los laboratorios, por muchas de cuyas ventanas emergía el implacable fuego. La idea de reproducir el fármaco si éste se demostraba un éxito, se evaporó en el aire al tiempo que Guillermo quemaba rueda, alejándose de Sheol, del incendio, y aún sin saberlo, de su hermana Bárbara.

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Published on October 22, 2018 15:00

October 19, 2018

3×1163 – Desesperación

RECETA PARA EL APOCALIPSIS: PASO 9


Sazonar con una pizca de desesperación


 


1163


 


Estacionamiento de los laboratorios de la compañía ЯЭGENЄR


            1 de octubre de 2008


 


Guille estaba muerto.


Al menos eso es lo que Guillermo creyó, con su tembloroso pulgar en la muñeca del niño, incapaz de encontrarle el pulso.


El investigador biomédico lo intentó de nuevo, pero no pudo. En honor a la verdad, estaba tan nervioso que no fue capaz de dilucidar si ello era o no debido a su estado de tensión. Respiró hondo, con su propio corazón latiéndole a toda velocidad bajo el pecho, y soltó la muñeca del chaval. Había vendado burdamente la herida del mordisco que lucía en su otra muñeca con la manga arrancada de su propia camisa, pero ésta seguía empapándose lentamente debido a la, por otra parte, no muy profusa hemorragia. Levantó la camiseta del chico y posó su oreja en medio del pecho de éste. Un escalofrío le recorrió el cuerpo de arriba abajo al notar un débil pulso.


Aún existía esperanza para él, pero de lo que no cabía la menor duda era que debía hacer algo cuanto antes si pretendía ayudarle. A diferencia de él y de Bárbara, su hijo estaba vacunado, y el mordisco de aquél infectado se traduciría en una tragedia mayúscula si él no hacía nada por evitarlo. Era muy difícil que su arriesgado e improvisado plan surtiera efecto, pero jamás se perdonaría ver a su hijo convertido en una de aquellas bestias sabiendo que él había podido hacer algo por evitarlo, aunque fuese una locura desesperada. Cerró fuertemente los ojos y tomó una determinación.


Volver a Sheol había sido una verdadera locura. Todos sabían que ese era uno de los lugares menos seguros en cientos de kilómetros a la redonda. No en vano, por eso era por lo que aún quedaban plazas cuando llegaron en el centro del que acababan de escapar por los pelos: porque la mayoría de los supervivientes prefería buscar asilo en uno que estuviese más lejos de la zona cero de la infección.


Le quitó el cinturón a su hijo y lo llevó torpemente hacia los asientos traseros y lo tapó con una manta, para que su presencia no llamase la atención de ningún infectado errante que pasara por ahí en su ausencia. Bastante incómodo por dejarle solo, finalmente abrió la puerta del coche, convencido que no podría llegar a la entrada de los laboratorios sin cruzarse con una horda de infectados.


Al salir del vehículo y mirar en derredor se dio cuenta de cuán equivocado estaba. Una pequeña retrospectiva le hizo caer en la cuenta que desde que abandonase el campamento de refugiados de Midbar no se había cruzado con uno solo. Tan solo le hizo falta girar el cuello noventa grados para entender el motivo. El fuego y sobre todo aquella descomunal columna de humo daban buena fe de que no debía quedar uno solo infectado por las calles de la ciudad: era precisamente por ello que ambos estaban ahí, porque los infectados habían huido en estampida de Sheol.


Sacó de la mochila la linterna que había utilizado para exhumar el cuerpo de su padre y comenzó a caminar con paso dubitativo hacia el mismo lugar por el que había accedido al edificio para ir a trabajar en innumerables ocasiones. De camino a la entrada principal pasó frente a un pedazo de fachada que discurría paralelo a la carretera por la que había accedido al aparcamiento. Cuando condujo por ahí delante hacía escasos cinco minutos se le había pasado por alto, pero ahora fue incapaz de ignorarla. Se trataba de una gran pintada, con letras de más de medio metro de altura, que rezaba: ASESINOS. Guillermo apretó los dientes, airado e irritado.


Esa pintada, aunque dirigida a los laboratorios de un modo mayestático, estaba realmente destinada a él. Notó que la ira crecía dentro de sí: él detestaba como el que más lo que había ocurrido, y en esos momentos, más aún con su hijo moribundo en el asiento del copiloto de su coche, se sentía más víctima que verdugo de todo lo ocurrido.


Consiguió llegar a la entrada sin haber encontrado un solo infectado. Al internarse en el recinto tuvo que encender la linterna. Si bien el vestíbulo era acristalado y se veía perfectamente aún sin luz artificial, tan pronto se adentró en las entrañas del edificio, le resultó imprescindible.


Temió encontrar a alguno de sus colegas transformados en infectados, aún con la bata blanca, deambulando por los pasillos, pero ahí hacía semanas que no entraba nadie. Le sorprendió gratamente descubrir todas las puertas abiertas a su paso. Había temido precisamente lo contrario cuando entró. Alguno de sus antiguos compañeros debió pensar que sería buena idea dejarlas abiertas si el edificio se quedaba sin corriente eléctrica, o quizá sencillamente habían olvidado cerrarlas. De cualquier modo, ello le vino como anillo al dedo. Algo más animado, fue adentrándose más y más en el edificio, linterna en mano, hasta llegar a su objetivo.


La puerta estaba cerrada electrónicamente, y el edificio hacía demasiado tiempo que se que había quedado sin corriente, así como sin el suministro de emergencia de los generadores del sótano. Pensó por un momento bajar las escaleras para arrancarlos de nuevo, con algo de gasolina, pero no sabía dónde encontrarla, y estaba convencido que las puertas de la zona de instalaciones sí estarían cerradas bajo llave. Entonces cayó en la cuenta de algo: esa sala estaba refrigerada, muy por debajo de los cero grados. En ese tipo de salas, la normativa de prevención de riesgos exigía que una de sus paredes fuese mucho más débil y permitiera a quien se hubiese quedado encerrado dentro salir de manera autónoma haciendo uso de un hacha habilitada a tal efecto. Por desgracia, el hacha con la que debía destruir la pared estaba a buen recaudo justo al otro lado de la pared.


Tardó más de quince minutos en hacer un agujero lo suficientemente grande para poder entrar, haciendo uso de una de las sillas metálicas de un despacho cercano. Al acceder a aquella sala, le sorprendió notar que ahí dentro aún se estaba algo más fresco que en el exterior, y por un momento se convenció que fuera ya había llegado el fuego del incendio, y que el coche en el que descansaba su hijo estaría envuelto en llamas, de modo que su empresa se demostraría estéril, cuando descubriese su cadáver chamuscado al volver sobre sus pasos.


Algo más apurado incluso que antes y con la piel de gallina, decidió apresurarse aún más. Sorteó un charco de agua que se había formado en el suelo, herencia de la descongelación de la sala, y se dirigió hacia el fondo. Sabía que el fármaco que buscaba se encontraba ahí dentro, pero no tenía la más remota idea de por dónde comenzar a buscar.


Volver a ese lugar le retrotrajo a un momento del que se había arrepentido en infinidad de ocasiones. Deseó poder viajar en el tiempo y advertir al Guillermo del pasado de lo que ocurriría si robaba aquella muestra de sangre de roedor con la que acabaría devolviendo a la vida a su padre. Suspiró.


Comenzó a tantear entre todos aquellos cilindros metálicos, leyendo las inscripciones de los viales que contenían, hasta que finalmente dio con lo que buscaba. Por fortuna, su padre tenía la costumbre de etiquetarlo todo muy claramente, aunque el logotipo estampado con el logotipo de la OMS en la etiqueta le ayudó mucho.


Descubrió para su regocijo que había un total de seis viales, idénticos en forma y tamaño al que había sustraído hacía más de un mes, aunque el color y la textura del líquido que contenían eran distintos. Fue sacándolos uno a uno de aquél pequeño cilindro y colocándolos en la palma de su mano, mientras sostenía la linterna con la axila. No necesitaría más que uno para inoculárselo a su hijo, pero si estaba en lo cierto y aquél líquido podía revertir el efecto de la vacuna y por ende, el de su reacción con el virus que aquél infectado había introducido en su cuerpo, aquellos pequeños viales tenían un valor incalculable. Quizá incluso podría encontrar la documentación que sin duda su padre habría archivado al respecto, y repetirlo para crear algo parecido a una cura para la infección para quienes ya habían sido vacunados. Quizá podría redimir sus pecados y convertirse en el salvador de la humanidad, o de lo poco que quedaba de ella. El lejano sonido de una explosión le hizo abandonar sus ensoñaciones.


Al volver sobre sus pasos pisó el charco de agua. El suelo era de chapa metálica y pese a ser estriado, más resbaladizo de lo que sus zapatos pudieron soportar. Cayó de espaldas al suelo y durante el proceso, mientras intentaba infructuosamente agarrarse a algo para evitar el inevitable golpe, perdió la tracción de ambas manos.


La linterna se apagó en el mismo instante en el que recibió el impacto. El sonido de aquellos cristales rompiéndose al chocar contra el suelo metálico le resultó incluso más doloroso que el del fuerte golpetazo en su espalda.


Tras soltar una blasfemia a voz en grito, envuelto en la más absoluta oscuridad y con la única compañía del silencio, se arrodilló en el suelo y comenzó a buscar desesperadamente la linterna.

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Published on October 19, 2018 15:00