David Villahermosa's Blog, page 38
August 25, 2014
2×887 – Desliz
887
Norte de la ciudad de Nefesh
25 de noviembre de 2008
Paris seguía zarandeando por los hombros el cuerpo sin vida de Fernando, cuya cabeza se ladeaba de un extremo al otro a cada nueva sacudida. No paró hasta que Christian le puso una mano en el hombro. El dinamitero se giró rápidamente hacia él, ansioso por destrozar algo, por hacer que alguien pagase por cuanto dolor estaba padeciendo. Christian llegó incluso a inquietarse al recibir aquella mirada reprobatoria, pero Paris enseguida agachó la cabeza, apesadumbrado. Su momento de euforia había pasado, y ahora se encontraba sumido de nuevo en un pozo oscuro del que aún le costaría mucho salir.
Por fortuna para Christian, el dinamitero había tenido ocasión de desfogarse la noche anterior abatiendo en soledad a todos los infectados que habían osado acercarse al abrigo de la música y al olor de aquellos animales muertos. Había acribillado sus cuerpos sin compasión y sin demasiado criterio, gastando tanta o más munición de la que hubiera necesitado de haberle acompañado Fernando, cuya puntería dejaba mucho que desear.
CHRISTIAN – Paris, no insistas. Está muerto.
PARIS – Pero…
El dinamitero sollozó lastimosamente y acto seguido devolvió con suavidad a Fernando a su posición en aquella vieja y polvorienta cama. Ya no había nada que pudieran hacer por él. Ambos se quedaron en silencio cerca de un minuto, velando el cadáver del mecánico. Sin previo avisto y como movido por un resorte, Paris se incorporó, cogió la pistola de Christian de la mesilla de noche y colocó su cañón en la frente de Fernando. Christian, escandalizado, le sujetó la mano, con lo que se ganó una nueva mirada de odio.
CHRISTIAN – ¿Qué haces? ¡¿Qué haces?!
PARIS – ¿Cómo que qué hago? Acabar con esto de una vez. No creo que a él le hiciese mucha gracia convertirse en una de esas cosas. Tendremos que darnos prisa, antes que…
Christian se sorprendió por que fuera precisamente él quien lo propusiera, a sabiendas de su extraña obcecación por mantener con vida a Marco y a Nuria. Pero Christian sabía algo que él desconocía. El ex presidiario negó con la cabeza, sin apartar su mano de la de Paris, que todavía apuntaba al mecánico.
CHRISTIAN – No va a hacer falta. No se va a transformar.
Paris frunció el ceño, sin acabar de entender las palabras del ex presidiario.
PARIS – Anda, ¿y eso por qué?
Christian se dio cuenta de su error demasiado tarde. Bárbara también le había prevenido específicamente sobre eso. Él sabía que Fernando no se transformaría en una de aquellas bestias porque jamás había recibido la vacuna ЯЭGENЄR, pero eso no podía compartirlo con el dinamitero, no después de haber permitido que él mismo se vacunase delante de todos, durante el rescate de Zoe de manos de Héctor y sus secuaces, eliminando de un plumazo toda posibilidad de supervivencia si resultaba infectado en cualquier momento. El ex presidiario tragó saliva, tratando de reconducir la conversación.
CHRISTIAN – Si tuviera que levantarse, ya lo habría hecho. ¿No lo ves? Está muerto.
Paris escrutó el rostro del ex presidiario, bañado por la luz rojiza que filtraban las cortinas de la habitación, durante unos segundos que a Christian se le antojaron eternos. Entonces apartó la pistola y la dejó de nuevo sobre la mesilla de noche. Su estado de ánimo era tan débil que no tenía fuerzas siquiera para seguir discutiendo al respecto. De un tiempo a esta parte, todas las personas a las que había aprendido a apreciar habían acabado perdiendo la vida. Él, que desde pequeño había tenido problemas para interactuar con sus semejantes, se sintió todavía peor, al saberse responsable de cuanto había sucedido.
PARIS – ¿Y entonces qué hacemos?
Christian empezó a darle vueltas a la cabeza. Pese a que era consciente que eso podía ocurrir, dado el lamentable estado en el que se encontraba el mecánico cuando le rescataron de las garras de todos aquellos infectados, se había acabado por convencer que Fernando no moriría, revitalizado por el efecto de aquél extraño virus en su organismo. Pero debía rendirse a la evidencia, por más que le doliese, más después de haber recibido aquél impagable regalo. Fernando merecía un final digno, y abandonarle ahí a su suerte no era siquiera una opción.
CHRISTIAN – Deberíamos enterrarle. Es lo menos que podemos hacer por él.
Paris se le quedó mirando, reflexionando sobre lo que acababa de oír. Tenía la mirada perdida, y Christian temió que no le hubiese escuchado. Desde que se conocieron, jamás le había visto en una actitud similar.
CHRISTIAN – No le podemos dejar aquí. Si algún infectado le huele, intentará entrar, y la puerta de este piso está destrozada. Y… tampoco tendría sentido llevárnoslo con nosotros de vuelta. No creo que sea… de buen gusto. Imagínate a Zoe, que… no. Dios. No.
El dinamitero se había quedado de nuevo en silencio. Christian sentía sobre sus hombros el peso de toda la responsabilidad del devenir de la extraña pareja que formaba con Paris, y su actitud pasiva y pesimista no le ponía las cosas nada fáciles.
PARIS – Bueno… Podríamos echarle a la pira que encendí hace un rato en la calle.
CHRISTIAN – ¿Ahí, con todos los demás infectados muertos?
Paris reflexionó un momento, y enseguida se dio cuenta de lo cruel que resultaría darle el mismo final que a sus verdugos. El dinamitero negó con la cabeza, rechazando de pleno su propia idea.
PARIS – No. Sí. Tienes razón, no es buena idea. Será mejor que lo enterremos.
Christian asintió levemente. Paris seguía cabizbajo mientras el ex presidiario cerró definitivamente los ojos de Fernando, antes de ocultar su rostro con la sábana salpicada de sangre que le había acompañado toda la noche. Hizo una mueca de dolor al apoyar su pie en el suelo, y el dinamitero le ayudó a cargar el cuerpo de Fernando. Trataron de trasladarlo entre los dos, pero el dolor del tobillo herido de Christian era todavía demasiado intenso. Paris le relegó de esa responsabilidad y se encargó en exclusiva de sacar al cuerpo sin vida de Fernando de aquél viejo y destartalado piso de la periferia.
August 22, 2014
2×886 – Conversaciones
886
Guardería Olam, al oeste de la ciudad de Nefesh
25 de noviembre de 2008
Bárbara y Marion estaban sentadas en uno de los bancos del patio de recreo principal, junto a aquél viejo algarrobo al que tantos y tantos niños habían trepado durante años. Carlos deambulaba en pequeños círculos delante de ellas, mientras discutían su situación en solitario. Habían estado conversando largo y tendido con Carla y con Juanjo, a quienes enseguida se les sumó Darío e incluso el pequeño Josete, aunque éste se mantuvo bastante al margen, aún cohibido por la presencia de tantas caras nuevas. Charlaron sobre su día a día, sobre las vicisitudes que habían tenido que sufrir hasta llegar ahí y cuántos compañeros habían quedado por el camino, y ante todo sobre los bebés de los que de la noche a la mañana habían tenido que hacerse cargo. Juanjo había mantenido en todo momento la voz cantante, y parecía bastante más interesado por averiguar qué podrían ofrecerles ellos que por exponerles su propia historia. Ambos grupos se demostraron bastante herméticos, aún con cierta desconfianza mutua, obviando explicar a sus interlocutores nada que pudiera comprometerles si finalmente tomaban caminos divergentes.
BÁRBARA – No sé a qué viene tanto misterio, Carlos. Nunca antes nos habíamos preocupado tanto al conocer a nadie nuevo.
CARLOS – Nunca antes habían intentado matarnos.
La profesora respiró hondo. Carlos echó un vistazo a Marion, pero ella estaba mirando hacia la clase en la que se encontraban Carla y Darío, cambiando el pañal a uno de los bebés sin nombre.
BÁRBARA – A mi me parece gente la mar de normal. Quiero decir… está claro que están peor que nosotros y que han debido pasar lo suyo, pero… pueden ayudarnos. Y nosotros podemos ayudarles a ellos.
CARLOS – Lo que está claro es que todos esos críos no pueden quedarse aquí.
Bárbara sonrió, satisfecha al escuchar la conclusión del instalador de aires acondicionados, pues era idéntica a la suya.
BÁRBARA – Sólo tres personas, al cargo de veinte bebés y un niño pequeño. Yo no sé ni cómo han conseguido llegar tan lejos.
CARLOS – ¿Entonces qué, les decimos que si quieren venirse?
BÁRBARA – Yo en principio… no veo ningún inconveniente. Me parece bien.
CARLOS – ¿Tú qué opinas, Marion?
La hija del difunto presentador se giró hacia su pareja, algo distraída. No había estado prestando demasiada atención a la conversación.
MARION – No… Bueno… Bien. Está claro que una amenaza no son. Sólo… la cría esa…
Marion chistó con la lengua, visiblemente incómoda.
BÁRBARA – ¿Tú también te has fijado?
Marion y Carlos fruncieron el ceño. Ninguno de los dos sabía de lo que estaba hablando Bárbara.
BÁRBARA – No… no tiene por qué ser nada, pero esa venda… La venda que lleva en el brazo…
Carlos y Marion echaron un vistazo a la joven, que se les quedó mirando, extrañada, mientras seguía aplicando pomada al trasero de aquél bebé. Ninguno de los dos se había fijado en ese detalle, y ambos se sintieron estúpidos por ello.
BÁRBARA – No quiero parecerme a Paris, cuando nos encontró a nosotros, pero… Se me está ocurriendo una cosa. Antes de nada. Antes de… proponerles nada, me gustaría saber si están limpios. Todavía tengo encima algunos viales de la vacuna que utilizamos para engañar a Héctor.
MARION – ¿Qué haces con eso encima?
BÁRBARA – No sé. Los llevo siempre en la mochila. No… Bueno. El caso es que… con esto puedo hacerle la prueba de la que os hablé que me hice yo con Abril. Con una pequeña muestra de sangre puedo saber si la chica está limpia o… no.
El instalador de aires acondicionados asintió, satisfecho por la conclusión de la profesora. Cualquier precaución era poca, y consciente del cuidado que tenían que tener con dos infectadas en el grupo, quería estar prevenido si aceptaban a una nueva, sobre todo si no era de la condición de Bárbara y Maya, lo cual podría significar un problema mayúsculo a muy corto plazo.
BÁRBARA – ¿Por qué no os vais vosotros con uno de ellos dos, mientras me quedo yo con la chica?
Marion asintió, satisfecha. La idea de perder de vista a Carla se le antojó especialmente atractiva.
BÁRBARA – Así tendría tiempo de explicárselo todo y hacerle la prueba, mientras vosotros vais a buscar a Paris y a Fernando, para que nos ayuden, porque… lo que no podemos hacer es llevarlos a ellos tres, al niño, y a los veinte bebés en la furgoneta, ahora mismo. Esto es demasiado serio para tomárselo a la ligera.
CARLOS – No, no. Eso está claro.
BÁRBARA – Pues… bueno, ¿vamos?
Carlos asintió. Marion y Bárbara se levantaron y fueron a reunirse con sus anfitriones. Juanjo se apresuró a recibirles, siempre con aquella sonrisa entre los labios, esforzándose por resultar lo más cortés y hospitalario posible.
BÁRBARA – Bueno. Hemos… Hemos estado hablando y… hemos tomado una decisión, pero querríamos saber qué es lo que proponéis vosotros.
JUANJO – Bueno, yo… Si me permitís…
Carla puso los ojos en blanco. Darío se mantuvo en silencio, dispuesto a intervenir si el banquero decía algo fuera de lugar.
JUANJO – Me gustaría acompañaros allá donde residís, antes de tomar ninguna decisión precipitada. Ni por una parte ni por la otra, a ver si me entendéis…
El viejo pescador frunció el ceño. En todo el tiempo que llevaba conviviendo con él, había aprendido a diferenciar entre lo que decía, y lo que verdaderamente pretendía, y esta propuesta le había cogido por sorpresa.
JUANJO – Para nosotros lo más importante son los niños, y… no quiero ofenderos, pero…
Bárbara negaba agitando la cabeza ligeramente, quitándole importancia.
JUANJO – Aquí no tenemos mucho, eso es cierto, pero los niños… están bien. Llevamos mucho tiempo con ellos, y… no querríamos por nada del mundo que les pasase nada malo.
Carla tuvo que morderse la lengua, deseosa como estaba de insultar a ese hipócrita. Juanjo había pasado todos y cada uno de los días que llevaban viviendo ahí despotricando de los bebés, desentendiéndose de su cuidado a la primera de cambio, maldiciendo a Germán por haberles encasquetado el muerto, como él decía, y amenazándoles día sí día no con mandarlo todo a la mierda y abandonarles a su suerte. Bárbara, sin embargo, no conocía de él más que lo que había visto, y quedó bastante satisfecha de su emotiva exposición.
BÁRBARA – Me parece justo. Vete tú con ellos dos, y yo me quedo con Carla y con…
CARLA – Darío.
BÁRBARA – Con Carla y con Darío, para que a los niños no les falte de nada de mientras. Y luego ya… a la vuelta, tomáis una decisión. ¿Os parece?
Carla y Darío decidieron no involucrarse en la decisión. Bárbara fue la que más confianza les había inspirado de los tres, y no querían perder la oportunidad de perder de vista a Juanjo y poderle explicar con tranquilidad los pormenores de su convivencia con él, así como seguir interrogándola sobre lo que se encontrarían si finalmente decidían irse con ellos. Juanjo ofreció su mano abierta a Bárbara. Ella la estrechó amistosamente, notándola flácida y sudorosa, pese a la contundencia con la que el banquero la agitó arriba y abajo, mientras no paraba de sonreír.
JUANJO – Trato hecho.
August 18, 2014
2×885 – Confianza
885
Bloque de pisos al oeste de la ciudad de Nefesh
25 de noviembre de 2008
Carla se desembarazó de aquellos gruesos e incómodos pantalones de trabajo, dejando a la vista sus tejanos cortos y sus mallas blancas y negras, herencia del fondo de armario de una de las antiguas vecinas de la manzana, cuyos gustos en cuanto a moda eran bastante similares a los suyos, aunque su talla era algo más pequeña. A medida que se desvestía iba resiguiendo con la memoria la conversación que acababa de mantener con aquellos tres forasteros, aún sin tener muy claro qué opinión debía forjarse de ellos. La primera impresión no había sido demasiado buena, aunque superaba por mucho todos los diversos escenarios dramáticos que su mente había dibujado la noche anterior, mientras se esforzaba por conciliar el sueño entre todo aquél estruendo.
Bárbara era sin duda la más sociable y comunicativa de los tres. Fue la que le inspiró más confianza desde el primer momento, quizá porque fue la primera que guardó su arma tan pronto vio que ellos estaban desarmados y que no suponían ningún peligro. Se había sentido bastante identificada con Carlos, pues resultaba evidente que era con diferencia el más desconfiado, exactamente igual que ella. Se sorprendió a sí misma al descubrir que su actitud recelosa y defensiva, lejos de antojársele un defecto o un motivo de rechazo, le atrajo. Si la alianza prosperaba y acababan formando parte de su grupo, esos eran unos valores que ella quería en dicho grupo. Marion había demostrado ser un caso aparte. Resultaba evidente que la primera impresión que ella había tenido al verla había sido nefasta. El sentimiento por su parte había sido recíproco, en cualquier caso. Enseguida dedujo que debía ser pareja de Carlos, y que había visto en ella una potencial competidora, pero ello no justificaba ni su hostilidad ni su inmadurez.
Respiró hondo, puso la mano en el pomo y se dirigió de vuelta al salón, dispuesta a dar el último y definitivo paso en aquél peligroso plan. De cómo reaccionasen ellos al ver a los bebés dependería todo cuanto habían arriesgado permitiéndoles inmiscuirse en sus vidas. Si se demostraban interesados por su porvenir, todo el esfuerzo habría valido la pena. De lo contrario, podrían tener problemas, y más conociendo a Juanjo.
A su vuelta al salón fue recibida por una mirada de rechazo por parte de Marion, previsible al descubrir el atuendo que había escondido tras todas aquellas capas de tela. En cierto modo se sintió satisfecha por ello. Bárbara salió de la cocina, donde había estado husmeando, y la saludó amistosamente. Carla aún no había adquirido confianza suficiente para devolverle la sonrisa. Debía mostrarse seria e inflexible si quería que se la tomasen en serio. Darío la observaba desde su posición en el sofá, como mero espectador. Había relegado en ella toda la responsabilidad y estaba muy satisfecho con cómo se estaba desenvolviendo. La veinteañera pidió la llave del portal a Bárbara, y ésta se la entregó.
Juanjo les invitó a dirigirse a la guardería, pero Carlos parecía no confiar que esas fueran sus verdaderas intenciones y les propuso ir solo, temiendo a todas luces una eventual emboscada. Carla se sintió algo avergonzada por su actitud, puesto que quienes estaban armados eran ellos. Finalmente se pusieron de acuerdo y acabaron decidiendo que irían los tres. El banquero les guió al antiguo dormitorio de Samanta, de donde ella acababa de salir. Los recién llegados se sorprendieron tanto como ellos lo habían hecho en su momento al descubrir la abertura que había en la pared trasera del armario. Carla había pasado tantas veces por ese hueco que ahora ya se le antojaba lo más normal del mundo, pero no por ello dejó de comprender su desconcierto.
Carla sacó una linterna de la cómoda, la encendió e iluminó el butrón. Uno a uno fueron entrando todos. Todos excepto Darío, que había acordado previamente quedarse en la retaguardia para poder defenderles si surgía cualquier tipo de problema, ya fuera entrando a la carga o abriéndoles paso desde fuera a través de la persiana de la guardería. Se había quedado en el salón, con la vista fija en la rudimentaria arma de Germán, más que dispuesto a echar mano de ella y llevarse por delante a quien hiciese falta si cualquiera de ellos amenazaba con hacer daño a su nieta. Sin embargo, estaba la mar de tranquilo. Tenía un don para reconocer el espíritu de las personas, y del mismo modo que no se fiaba un pelo de Juanjo, los tres recién llegados se le antojaron gente noble.
Carla, Juanjo y los recién llegados se dirigían a la clase de las hormigas cuando Josete salió por la puerta de la zona de administración de la guardería. Seguramente había ido a usar el servicio. Carla notó que el corazón le daba un vuelco al ver a Carlos alzar su escopeta. Por un momento creyó ver cómo éste disparaba al pecho del pequeño, y cómo Josete se desplomaba en el suelo con el tórax abierto y todos sus pequeños órganos hechos trizas. La veinteañera no se lo pensó ni un segundo y empujó el arma del instalador de aires acondicionados hacia abajo. Era la primera vez en su vida que tocaba un arma de fuego, y se sintió realmente extraña. Aunque estaba tan furiosa y tan excitada que no tuvo ocasión siquiera de darse cuenta de lo que hacía. Josete, que se había visto sorprendido por aquella multitud de desconocidos, se había quedado quieto donde estaba, como un conejo asustado.
JOSETE – ¿Carla?
CARLA – Sí. Ven aquí, cariño. Han venido unos amigos a visitarnos.
JOSETE – ¿La mama?
Carla negó con la cabeza, apesadumbrada.
CARLA – No… La mama no…
El niño se fue por donde había venido, intimidado sin duda por tantas caras nuevas, y les dejó solos en aquél oscuro pasillo.
CARLA – Ése era Josete. Los demás… no sabemos cómo se llaman.
Juanjo abrió la puerta que tenían a su vera, y prácticamente sin solución de continuidad empezaron a escucharse los primeros gimoteos, seguidos de un llanto infantil. A Carla le llamó la atención ver cómo Carlos, que a diferencia de sus compañeras no había soltado el arma en ningún momento desde que enterase por la puerta, se acomodaba la escopeta a la espalda, asumiendo que no la iba a necesitar. La veinteañera respiró aliviada, consciente que finalmente habían conseguido ganarse su confianza, y satisfecha de que hubieran sido precisamente los bebés quienes le hubieran hecho llegar a esa determinación.
Uno a uno fueron entrando todos a la clase, cuyo aire estaba bastante viciado por el tiempo que llevaba sin ventilarse desde que la veinteañera bajase su persiana. Como dándoles la bienvenida o con la intención de sugestionarles en su próxima decisión, uno detrás de otro, los bebés empezaron a llorar en un coro lastimero que lo inundó todo por un momento. Carla estaba sudando, pese a no tener ya toda aquella ropa encima. El corazón latía detrás del tatuaje de su pecho a toda velocidad, consciente de lo decisivo del momento. Observó atentamente la reacción de los tres, buscando alguna pista sobre lo que vendría a continuación. Le llamó la atención la voz de Juanjo, que se impuso por un momento al llanto de los bebés.
JUANJO – Pues… aquí los tenéis.
Carla se sorprendió al ver cómo Carlos se la quedaba mirando. En su rostro ya no había un ápice de aquella mirada llena de sospecha y recelo que le había acompañado desde que se conocieran minutos antes. Carla se mordió ligeramente el labio, visiblemente nerviosa. La suerte estaba echada.


