David Villahermosa's Blog, page 36

November 1, 2014

2×906 – Sustituto

906


 


Barrio de Bayit, ciudad de Nefesh


25 de noviembre de 2008


 


Paris se giró al escuchar unos golpecitos al otro lado de la puerta de entrada. Se rascó la nuca y la cabeza, cerrando fuertemente los ojos, mientras se incorporaba del sofá. A su paso cayeron un par de latas de cerveza al suelo.


PARIS – ¿Qué te has olvidado ya? Pasa. Está abierto.


            La puerta se abrió de par en par y tras ella apareció Bárbara. Aquella niña de rebelde pelo escarlata y rostro salpicado de pecas estaba a su lado. Paris puso los ojos en blanco.


BÁRBARA – ¿Se puede?


PARIS – Estás en tu casa.


ZOE – Hola.


            El dinamitero miró a la niña, y acto seguido giró la cara en dirección contraria. Zoe se quedó callada y miró a Bárbara, elevando ligeramente el mentón. Ésta alzó los hombros. El dinamitero sintió un pudor repentino al ver el lamentable estado en el que se encontraba su vivienda, y empezó a recoger las bolsas, los platos y las botellas vacías que había desperdigados por doquier. Era la primera vez que entraba ahí una mujer desde que se había adueñado del piso.


PARIS – ¿Pasa algo?


BÁRBARA – Nada… Bueno. Que ya están preparando la cena.


PARIS – Ah, mira, genial. Tengo mucha hambre.


BÁRBARA – Hoy no cenaremos en la calle. Cenaremos… ¿sabes donde está la copistería, en la esquina?


            Paris asintió, sin poder evitar que en su frente se dibujasen algunas arrugas. Zoe cruzó el umbral de la puerta y fue directa a la chimenea. La mandíbula inferior se le desplomó al contemplar ahí el brazo burdamente momificado de Héctor. Nunca lo había visto anteriormente, al menos separado de su dueño, pero lo reconoció al instante. El tatuaje de la cobra resultaba inconfundible. Incluso después de todo el mal que aquél deleznable hombre había hecho, sintió que no era correcto exponer ahí su miembro amputado.


BÁRBARA – Por el agujero que hay en la pared de atrás se entra a una residencia de ancianos. Cenaremos ahí.


PARIS – Luego, luego… enseguida voy.


            El dinamitero hizo un gesto con la mano, invitándolas a abandonar el piso. Bárbara no se dio por enterada.


BÁRBARA – Han…


            La profesora tragó saliva. Era consciente de que el estado anímico de Paris no era el más adecuado para mantener una conversación larga con él, pero quería estudiar sus reacciones, para saber a qué atenerse cuando estuviese rodeado de todo el grupo. Con tantas nuevas variables a tener en cuenta, debía andarse con mil ojos para asegurar que su reacción no fuese un desastre mayúsculo. En cualquier caso, parecía bastante tranquilo y sereno, si uno obviaba el rancio olor alcohólico de su aliento.


BÁRBARA – Hemos traído un par de personas más, un niño y… varios bebés. Carlos me dijo que ya te lo había explicado, antes de salir.


PARIS – Sí. Estoy al tanto.


BÁRBARA – Bueno, pues… luego te los presentaré. Cuando… vengas.


PARIS – Vale. Bien. Que sí. Luego voy. ¿Qué más quieres?


BÁRBARA – Nada…


            Bárbara hizo un gesto a Zoe, que estaba echando un vistazo al piso vecino por el agujero que había en la pared, y la niña corrió de vuelta a la entrada. El sentimiento de rechazo de Paris hacia ella era correspondido. Instantes antes de salir, Bárbara se giró de nuevo y se dirigió al dinamitero, que puso los ojos en blanco.


BÁRBARA – Por cierto. ¿Sabes dónde está Juanjo, el otro…?


            Paris hizo un gesto con la cabeza, levantando las cejas, señalando detrás de la profesora. Bárbara se giró, pero ahí no había nadie.


BÁRBARA – ¿Cómo?


PARIS – Ahí delante.


BÁRBARA – Ahí delante dónde, ¿en el piso de Fernando?


            El dinamitero leyó la mirada de disgusto que se dibujó en el rostro de la profesora, aunque ésta no tenía ni punto de comparación con la de la niña.


PARIS – No te preocupes, ya me he encargado yo de quitar las cosas de Fernando.


BÁRBARA – ¿Se va a quedar ahí, a vivir?


PARIS – Sí. El piso está limpio, y yo tenía una copia de las llaves. Le he dicho yo que se quede. ¿Algún problema?


BÁRBARA – No… Ninguno. Nos… nos vemos luego.


PARIS – Adiós.


            Bárbara cerró tras de sí al salir. La niña le estiró de la camisa y le susurró al oído.


ZOE – No me gusta que ese hombre se quede en la casa de Fernando.


BÁRBARA – A mi tampoco, cariño. A mi tampoco.


ZOE – No está bien.


            Cruzaron el angosto pasillo junto a la escalera, y Bárbara golpeó la puerta del piso en el que hasta hacía tan poco había estado residiendo el mecánico. Juanjo la abrió en cuestión de segundos. Conservaba la misma sonrisa de la última vez que ella le había visto, mostrando sus dientes amarillos y los ojos entrecerrados. Dada su corta estatura, Bárbara pudo mirar por encima de su hombro y echó un vistazo al piso de Fernando. Le llamó la atención que hubiera cambiado los muebles de sitio, y juraría que esas no eran las mismas cortinas de la última vez que ella y el mecánico tomaron un café en esa misma sala.


JUANJO – ¡Hombre! Muy buenas, Bárbara. Eres mi primera invitada. Pero pasad, pasad. No os quedéis ahí.


            Zoe acompañó a Bárbara al interior del piso de Fernando, y ambas tomaron asiento en el sofá. Juanjo se sentó en el sillón que él mismo había colocado delante hacía escasos minutos.


BÁRBARA – ¿Dónde has estado tanto tiempo? Hace horas que hemos vuelto.


JUANJO – Estuve con Paris. Me ha estado enseñando un poco el barrio. Lo tenéis todo muy bien montado, sí señor. Se nos ha debido ir el santo al cielo. Discúlpame.


            El banquero esbozó una sonrisa aún más forzada, tratando de quitarle hierro al asunto. Un silencio incómodo se apoderó de la estancia.


BÁRBARA – ¿No me vas a preguntar si hemos llegado bien… o algo?


JUANJO – ¿Estáis aquí, no? Quiero decir… ¿No ha pasado nada malo, verdad?


BÁRBARA – No. Hemos llegado bien, pero… bueno, tanto da. Estamos todos bien.


JUANJO – Me alegro, me alegro mucho.


            Bárbara empezó a sentirse incómoda con aquella sonrisa. Las arrugas de su frente lo delataban. Tan solo entonces empezó a dar crédito a las advertencias de Carla y Darío. Zoe estaba muy seria y le miraba con los labios apretados. Ella también se había forjado su propia opinión del banquero, y tampoco era demasiado halagüeña.


BÁRBARA – ¿Sabes que este piso pertenecía a uno de mis compañeros?


JUANJO – Sí. Me ha explicado Paris la noticia. Una verdadera tragedia. Os acompaño en el sentimiento.


BÁRBARA – Gra… gracias. ¿Y… ya te está bien quedarte aquí?


JUANJO – Bueno… Paris me dio la llave. Me dijo que podría quedarme, que el piso estaba limpio y vacío. ¿He hecho algo mal?


BÁRBARA – No… bueno. Vosotros sabréis.


JUANJO – Si quieres…


            Juanjo se sacó una llave del bolsillo y la colocó sobre la mesa que les separaba.


BÁRBARA – No, Juanjo. A mi no me tienes que dar nada.


JUANJO – Yo sólo…


            Bárbara negó con la cabeza.


BÁRBARA – Vamos a cenar enseguida. Pero antes… hay una cosa que querría que hiciéramos. Si no te molesta.


JUANJO – Lo que sea.


BÁRBARA – Es una prueba muy sencilla. La hemos hecho con Darío y con Carla. Y… con todos los niños.


JUANJO – ¿Y de qué trata?


BÁRBARA – Es para saber si…


            Bárbara tragó saliva. Desconocía cuál podría ser la reacción de ese hombre a lo que estaba a punto de proponerle, pero no estaba dispuesta a pasarlo por alto. Era demasiado lo que estaba en juego. Más después de descubrir que Darío sí estaba infectado.


BÁRBARA – Para descartar que estés infectado.


            La profesora leyó un tic nervioso en el ojo de Juanjo y un cambio radical en su expresión, que enseguida mutó de nuevo a aquella sonrisa sardónica. Bárbara se llevó la mano al bolsillo trasero del pantalón y sacó un pequeño vial con algunos mililitros de sangre. Siguiendo las indicaciones de su instinto, había preferido coger parte de su sangre para hacer la prueba, en vez de uno de aquellos viales con la vacuna. El resultado sería igual de concluyente, si no más, y no despertaría elucubraciones innecesarias.


BÁRBARA – Esto es sangre de infectado.


JUANJO – ¿De dónde has sacado eso?


BÁRBARA – Por desgracia, no es que sea muy difícil de encontrar, hoy día.


JUANJO – Bueno… ¿Y… qué es lo que tengo que hacer?


BÁRBARA – Es una prueba muy sencilla. Sólo necesito una gota de tu sangre. Y… tenemos que mezclarlas. Dependiendo de cuál sea la reacción…


JUANJO – ¿Y no te vale con mi palabra?


            Juanjo se rió el chiste. Fue el único que lo hizo. Ya había perdido a Zoe, y Bárbara iba por el mismo camino.


BÁRBARA – Será sólo un momento.


            El banquero chistó con la lengua.


JUANJO – ¿Y cómo quieres hacerlo?


BÁRBARA – Necesitaría que te pinchases en un dedo, con… una aguja o…


            Juanjo negó con la cabeza, y sacó una genuina navaja suiza del bolsillo de su pantalón. Estuvo tanteando diferentes útiles hasta que dio con una hoja de cuchillo bastante afilada. Apretó fuertemente los dientes al pincharse en el dedo índice, pero no paró hasta que vio brotar la sangre. Entonces dejó la navaja sobre la mesa con un sonoro golpe, y le mostró el dedo ensangrentado a una sorprendida Bárbara.


JUANJO – ¿Contenta?


            La profesora frunció el ceño de nuevo. Zoe no daba crédito a lo que estaba ocurriendo, pero no por ello lo disfrutó menos. Bárbara resiguió con la mirada la estancia, y cogió un platillo de cristal que había sobre el mueble del salón. Lo dejó dado media vuelta sobre la mesa, e invitó a Juanjo a poner ahí una gota de su sangre. El banquero lo hizo y acto seguido se llevó el dedo a la boca. Fue entonces cuando la profesora se dio cuenta de que le había abandonado aquella sonrisa. Bárbara procedió y dejó caer una gota de su propia sangre sobre la de Juanjo. La reacción no se hizo esperar, y fue algo más espectacular de lo que ella misma esperaba.


JUANJO – ¡Gordo hijo de la gran puta! ¿Qué coño me ha echado en la bebida?


            Juanjo estaba fuera de sí de ira y desesperación. Bárbara, viendo en qué podría desembocar ese malentendido, decidió actuar de inmediato, antes que Juanjo tuviese nada de lo que arrepentirse. Más tarde reconocería que hubiera sido interesante dejarle creer que estaba infectado, al menos un poco más.


BÁRBARA – Eh, eh. ¡Relájate! Esto no significa que estés infectado. Al contrario.


JUANJO – ¿Cómo? Pero si…


BÁRBARA – Eso que ha pasado es lo que te pasaría si te muerde un infectado. Es normal que pase eso. Lo preocupante sería que no hubiera pasado nada.


JUANJO – Joder, qué susto me has dado. ¡Eso se avisa!


            El banquero respiró hondo y soltó todo el aire rápidamente, llevándose la mano a la frente perlada de sudor frío.


JUANJO – Dios santo. No vuelvas a darme un susto así.


BÁRBARA – Lo siento.


JUANJO – Bueno. ¿Eso es todo? ¿Ya está todo bien?


BÁRBARA – Sí. Todo bien. Ahora puedes venirte con nosotras a cenar.


JUANJO – Vale, de acuerdo.


            Bárbara reconoció cómo aquella desagradable sonrisa había vuelto al rostro del banquero. Negó ligeramente con la cabeza, deseando no tener que arrepentirse de haber metido a ese hombre en el grupo. Estaba más que convencida que Carla y Darío eran gente noble y que harían buenas migas con ellos además de resultarles útiles, pero ese hombre era diferente. Había algo en él que no le inspiraba confianza, aunque no hubiera sabido definirlo. Trató de convencerse que si habían acabado aceptando a Paris, difícilmente encontrarían a alguien peor, pero aún así no podía quitarse de encima ese desagradable presentimiento. Los tres se dirigieron de vuelta al centro de día en el más estricto de los silencios.


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Published on November 01, 2014 01:07

October 27, 2014

2×905 – Voluntarias

905


 


Centro de día para ancianos en Bayit, ciudad de Nefesh


25 de noviembre de 2008


 


Josete estaba sentado en una cómoda y mullida butaca, a todas luces mucho mayor de lo que su minúsculo cuerpo exigía. Sus pies estaban en alto, sobre un pequeño artilugio acolchado que emergió para su sorpresa de las entrañas de la butaca al echarse hacia atrás. Tenía ambos brazos extendidos en los apoyabrazos, mientras escuchaba con atención la conversación de los mayores, tratando de recordar todos aquellos nombres nuevos. Estaba tan absorto por los cambios que había olvidado preguntar por su madre desde que llegaron.


            Tardaron cerca de tres horas en dejarlo todo listo. Primero trasladaron los bebés al centro de día, luego veinte cunas, la mitad de las cuales habían traído en el furgón. El resto lo saquearon si compasión de una tienda de ropa y mobiliario para bebés que había en la calle larga del complejo amurallado, a un par de manzanas de ahí. Trasladaron también todos los pañales, las toallitas higiénicas, las pomadas, los potitos, la papilla, la leche en polvo… todo cuanto habían traído de la guardería, herencia del anterior grupo de Germán. Había mucho más en la discoteca del centro de ocio, el lugar que habían habilitado como alacena y almacén de armas, pero aún tardarían mucho tiempo en necesitarlo. Por primera vez agradecieron la insistencia de Paris por traerlo todo, pese a que entonces no lo necesitasen. Lo más parecido que tenían en esos momentos a un bebé era el que esperaba Nuria, pero ella a duras penas llevaría un mes embarazada.


Habían alimentado a los bebés, les habían cambiado los pañales a los que estaban sucios, y les habían dado un baño completo a todos y cada uno de ellos, con agua y jabón, no sólo con toallitas perfumadas, como acostumbraban a hacer Carla y Darío. A excepción de Paris y Juanjo, que aún no se habían dignado a hacer acto de presencia, habían participado todos, incluso el propio Josete, que se sentía como pez en el agua.


Curiosamente, fue Maya quien ofreció los mejores consejos sobre cómo hacerse cargo de los bebés y la que demostró mejor mano con su cuidado. Ella había ayudado a criar a su difunto hermano Daniel desde su mismo nacimiento, y era la que más experiencia tenía de todos con bastante diferencia. Demostró más conocimiento incluso que Carla o Darío, que se habían encargado prácticamente en exclusiva de ellos desde hacía más de una semana. La chica estaba pletórica. Era la primera vez que se había sentido genuinamente útil desde su incorporación al grupo, y ello le había hecho sentir realmente viva.


La inclusión de esos bebés en la ecuación, que de entrada hubiera debido llevar de cabeza a cualquier grupo de supervivientes mínimamente organizado, había resultado ser un regalo para ellos. Su presencia hacía que Bayit se convirtiera en un lugar de destino, no sólo mero hito en el camino que dejar atrás. Ahora ya no podrían seguir vagando de un lado a otro con la mochila a cuestas, mientras huían de hordas de infectados. Esos bebés eran como un ancla, y Bayit el idílico barco que tanto tiempo llevaban buscando. Bárbara se sorprendió en más de una ocasión imaginándose en la escuela que había al otro lado del primer muro que habían levantado, dando clase a los niños unos años más adelante, conviviendo en paz y armonía con sus actuales compañeros y otros que vendrían más adelante para dotar de nuevo de vida al barrio, alimentándose de los frutos del huerto y de los animales que criarían en comunidad. En momentos como ese era cuando más echaba en falta a Morgan, pues al fin y al cabo, sin su ayuda jamás hubieran podido llegar tan lejos. Todo se lo debían a él.


Estaban reunidos en la sala de estar del centro de día, que era el doble de grande que el aula en el que habían vivido los bebés las últimas semanas. Incluso desde ahí se veían las ventanas de los dormitorios del bloque en el que vivían la mayoría de ellos. Disponían de un generoso patio de forma trapezoidal al que comunicaban la mayor parte de las estancias del centro, que a falta de un gran algarrobo, tenía cinco altos y esbeltos álamos blancos que marcaban un camino empedrado salpicado de bancos a la sombra. Pancho dormía a pierna suelta sobre el césped, a unos metros de ahí. Habían sustituido las mesas y las butacas por cunas, y habían llenado la cocina y un pequeño almacén contiguo con todo cuanto habían traído. El trabajo había sido lento y pesado, pero por fin había concluido.


Carla se sentía enormemente agradecida por la implicación de sus nuevos compañeros para con los pequeños e incluso con ellos mismos. Después de convivir tanto tiempo con Juanjo, había olvidado que aún quedaba gente buena e íntegra, y cada vez estaba más convencida que venir con ellos había sido un acierto mayúsculo.


            Los bebés estaban especialmente tranquilos en ese momento. Limpios, saciados, y envueltos entre algodones, a la aterciopelada luz del inicio del ocaso, la mayoría de ellos estaban durmiendo, y la otra parte se limitaban a juguetear con los móviles y los peluches que tenían a su alrededor.


BÁRBARA – A partir de ahora tendríamos que hacer… no sé, turnos, para asegurarnos que siempre hubiese alguien con ellos. Somos…


            La profesora contó a los presentes con los dedos de ambas manos, incluyendo a Paris y a Juanjo. Se sorprendió al comprobar que acabaron faltándole dedos.


BÁRBARA – Somos un montón, si organizamos un horario… ¿Cuántas personas crees que harían falta para cuidar de los niños?


CARLA – Ah. No… Nosotros pasábamos los dos la mayor parte del día con ellos, claro que tampoco teníamos mucho más que hacer. Uno solo se puede quedar cuando están durmiendo, porque no suelen dar demasiado trabajo, pero el resto del tiempo, sobre todo cuando hay que darles de comer o limpiarlos… lo suyo serían… como mínimo dos personas. Dos o tres.


MAYA – Yo me ofresco voluntaria para cuidarlos esta noche.


Ío puso su mano sana sobre el hombro de su amiga y dio un paso al frente.


ÍO – Yo tam-bién.


CARLOS – Podríamos hacer un sorteo, no hace falta que os…


MAYA – Vosotros seguro que habéis descansado mucho menos que nosotras, ayer por la noche, y yo sabré mejor qué haser si pasa cualquier cosa.


            Carla sonrió. Recordó la mala noche que había pasado por culpa de aquella atronadora música, y no pudo menos que darle la razón a la chica pelirroja. Bárbara asintió, satisfecha.


BÁRBARA – Vale. De acuerdo. Quedaos vosotras dos esta noche con ellos, pero a partir de mañana tenemos que organizarnos como Dios manda. Y… hay que empezar cuanto antes a construir el último muro, que ahora más que nunca nos conviene estar especialmente protegidos.


            Carlos sonrió. Bárbara en esos momentos estaba pensando más en los cadáveres de los infectados que habían encontrado de camino, que en los que aún seguían con vida en la isla.


CARLOS – No hay quien te lo quite de la cabeza, ¿verdad?


BÁRBARA – No. Y además, luego hay que preparar el terreno delante del colegio para cultivar, ¿no es verdad, Darío?


            El anciano asintió, divertido. Lo estaba observando todo desde una cierta distancia. Aún se sentía algo fuera de lugar.


BÁRBARA – Ahora vamos a comer algo, que nos lo hemos ganado. Podemos cenar ahí mismo, en el patio.


            Un murmullo general de asentimiento consolidó la propuesta de la profesora.


MARION – Yo me encargo de preparar la cena. ¿Me ayudas?


CARLOS – Sí. ¿Os quedáis vosotros por aquí?


BÁRBARA – Yo voy a buscar a Paris, y… a ver si encuentro a Juanjo por ahí fuera. Que ya me está empezando a preocupar.


            Carla y Darío pusieron los ojos en blanco.


ZOE – Voy contigo.


            Los que quedaron en el centro de día hicieron un corrillo y comenzaron a charlar tranquilamente. Les explicaron a los recién llegados los pormenores del lugar al que acababan de llegar, esforzándose por afianzar vínculos con quienes serían sus vecinos presumiblemente por el resto de sus días. No había pasado ni un minuto cuando uno de los bebés, al otro extremo de la sala, despertó sobresaltado y empezó a llorar. Todos y cada uno de los presentes se dirigió instintivamente a atenderlo. No habían avanzado mi un par de pasos cuando todos se pararon en seco, mirándose unos a otros. No pudieron evitar reírse a carcajadas.


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Published on October 27, 2014 16:02

October 24, 2014

2×904 – Bienvenidos

904


 


Barrio de Bayit, ciudad de Nefesh


25 de noviembre de 2008


 


Maya e Ío se encargaron de bajar la persiana al tiempo que Christian aparcaba la furgoneta tras el furgón. El ex presidiario sintió un pinchazo de dolor al apoyar su tobillo herido en el suelo del taller. Entonces se dio cuenta que había estacionado justo al lado de la motocicleta que Fernando le había intentado regalar hacía unos días. Posó una mano sobre la sábana gris que la cubría, acariciando la tela. Suspiró largamente, arrepintiéndose por enésima vez del trato tan injusto que le había dado al mecánico, cuando éste tan solo pretendía enterrar el hacha de guerra y mantener una relación cordial con él. Maya se acercó y le preguntó qué tal se encontraba. Christian mintió, pero al menos consiguió que la hija del difunto pescador se sintiera algo mejor.


            Pese a que el taller era enorme, estaba abarrotado de gente, efecto que aún se amplificaba más con los llantos de los bebés, que se habían reanudado de nuevo a mitad de trayecto. Le llamó la atención que tanto Paris como Juanjo estuviesen ausentes. Entendía que el dinamitero tuviese cosas mejores a las que dedicar su tiempo, e incluso agradeció que no se hubiese presentado, consciente que en un momento tan delicado, con el cadáver de Fernando aún caliente, les convenía tenerlo lo más lejos posible. No obstante, le sorprendió que Juanjo no hubiese venido a dar la bienvenida a sus compañeros. Apenas había cruzado un par de palabras con él desde que le conoció, pero le había supuesto ansioso por volver a ver a sus compañeros y por corroborar que los bebés habían llegado sanos y salvos al barrio.


            Tras las enésimas presentaciones, intercambiando besos y saludos, a las que Ío accedió de buen grado, pues aquél vejete le inspiró más ternura que miedo, hicieron un corro entre los dos vehículos, cuyos portones estaban abiertos de par en par, mostrando la valiosa carga que habían traído a Bayit.


CARLOS – Bueno. Me alegro de teneros a… todos, aquí reunidos. Lo peor ya ha pasado. Ahora ya no hay nada de qué preocuparse.


            Carlos hizo una pequeña pausa, dejando asentarse los cuchicheos entre los presentes.


CARLA – Yo quería aprovechar para agradeceros que nos hayáis dejado venir…


            El instalador de aires acondicionados negó con la cabeza. Marion puso los ojos en blanco. La veinteañera estaba demasiado sobrecogida por el cambio para poder reaccionar.


BÁRBARA – Es lo menos que podíamos hacer, Carla. Oye… ¿Dónde está Juanjo?


MAYA – No lo sé. Salió hace… un buen rato. A darse un paseo por la calle larga, y todavía no ha vuelto. ¿Quieres que le vaya a buscar?


BÁRBARA – No, no… Ya… ya vendrá. Bueno… ¿Qué decías, Carlos?


CARLOS – Los niños. Hay que buscar un buen sitio para dejarlos. A mi se me han ocurrido varios, pero están todos en la calle larga, y… preferiría que se quedasen aquí, que los tendremos mucho mejor controlados y…


BÁRBARA – Pero aquí sólo hay pisos y locales pequeños y… está también lo de los cines, que es bastante grande, aunque…


            Carlos negó con la cabeza. El complejo de ocio estaba soterrado en su mayor parte, sin ventilación ni iluminación natural, y desde el primer momento no le había inspirado demasiada confianza. Su integración en la zona amurallada había sido más un capricho de Paris. Además, la entrada principal daba a plena calle, por más que la hubieran cubierto con idénticos bloques de hormigón que todos los muros que protegían el barrio. Los bebés merecían algo mejor.


CARLOS – No. No me gusta.


MAYA – ¿Por qué no los llevamos al sentro de día?


CARLOS – ¿A dónde?


MAYA – La residensia de ansianos que hay aquí al lado. Es bastante grande. Y además tiene un patio interior que da a esta misma mansana. Los podríamos ver desde las habitasiones de dentro. Las… las nuestras.


BÁRBARA – Sí. Ese sería un buen sitio. Pero está por la parte de fuera, por la calle larga. Y la entrada la tapiamos cuando hicimos la primera corona, antes de que vinierais vosotros. Ahora no se puede entrar. Además… sería mejor que los dejásemos aquí dentro, porque cuando acabemos el otro muro, esto quedará dentro de la segunda corona. Y nos conviene tenerlos lo más protegidos posible.


MAYA – Eso no importa. Se puede entrar desde la trastienda de la copistería de la esquina. Uno de los agujeros que hisimos da a la cosina del sentro de día.


BÁRBARA – Hmm. ¿Tú qué opinas?


            Carlos hizo memoria. Él mismo se había encargado de echar abajo ese tabique, aunque habían echado abajo tantos los últimos días que lo había olvidado. Un centro de día para ancianos sería perfecto para un puñado de bebés. Contradictorio pero al mismo tiempo eficiente.


CARLOS – Bien… No es mala idea. Vamos a echar un vistazo, a ver cómo está eso. Aquí no se pueden quedar. Coged un bebé cada uno, en un capazo o en un carrito de los que hemos traído en el furgón, y seguidme.


            El instalador de aires acondicionados sacó un carrito del furgón, y acomodó a un infante que tenía un espeso manto de pelo negro en su cabecita. El muchacho le miró con los ojos y la boca bien abiertos. A Carlos le sorprendió descubrir que no tenía dientes, y no pudo evitar esbozar una sonrisa. Él fue el primero en abandonar el taller, seguido de cerca por el resto de sus compañeros, los nuevos y los viejos. Cada uno de ellos cogió un capazo o un carrito con un bebé dentro, pero aún así tendrían que dar un par de viajes, puesto que los bebés les superaban en número. Incluso el pequeño Josete llevó uno.


Bárbara y Zoe se quedaron atrás, mientras ayudaban a sus compañeros a llevarse a los pequeños que había en el furgón. Zoe salió la penúltima, y Bárbara, que iba tras ella, se quedó parada al ver a Pancho estirada en mitad de la calzada, con la panza al aire, mostrando aquellos sonrosados pezones. La perra se dio media vuelta al ver a Zoe y se acercó cojeando ligeramente hacia la niña. Zoe tragó saliva.


BÁRBARA – ¿Y esto?


            La profesora miró a la perra con el ceño fruncido y especial atención. Estaba convencida que no era la primera vez que la veía, pero no recordaba dónde ni cuándo había visto antes a ese animal.


ZOE – Es una perra. ¡Es muy buena!


BÁRBARA – ¿Y cómo ha llegado aquí dentro?


ZOE – La encontramos ayer. Está un poco coja, y… está embarazada. No la podíamos dejar ahí fuera. La hubieran matado.


            Bárbara asentía a medida que la niña le hablaba.


BÁRBARA – ¿Y por dónde ha entrado?


            La niña agachó la cabeza, avergonzada. Ella misma se delató. Bárbara frunció el ceño.


BÁRBARA – Zoe. Esto no es un juego. Podría haberos pasado algo. No volváis a abrir nunca si nosotros estamos fuera. ¿Entendido?


            Zoe asintió, con sus profundos ojos verdes clavados en los de Bárbara. La profesora apartó la expresión seria de su rostro y la niña respiró aliviada.


BÁRBARA – ¿Y cómo se llama?


ZOE – Se… Se llama. Se llama Pancho


BÁRBARA – ¿Pero no me has dicho que es una perra?


ZOE – Sí, pero se llama Pancho. Lo pone en su collar.


            Bárbara mostró su desconcierto, pero no le dio importancia.


ZOE – ¿Se puede quedar?


BÁRBARA – Bueno…


            La profesora sonrió al ver la desesperación en los ojos de Zoe. Al fin y al cabo no dejaba de ser una niña, aunque cada vez costase más verla en ese papel.


ZOE – ¡Por favor! Se portará bien. Sólo ladra cuando ve que se acercan infectados, y… es muy mansa. Mira.


            Zoe puso el freno al carrito y se acercó a la perra, le acarició la barriga, y el can ladró amistosamente, saludándola.


ZOE – ¡Por favor!


BÁRBARA – Si no hace mucho ruido y os vais a encargar vosotras de darle de comer y sacarla a pasear… no veo por qué no. Al igual nos puede venir hasta bien, si nos alerta cuando se acerquen infectados. Pero tiene que ser con una condición.


ZOE – Lo que sea.


BÁRBARA – Que no volváis a abrir nunca, a nadie, si nosotros no estamos.


ZOE – Te lo prometo.


BÁRBARA – Entonces vale, se puede quedar.


ZOE – ¡Gracias!


La niña corrió y besó a la profesora en ambas mejillas. Bárbara le guiñó un ojo.


BÁRBARA – Venga, vámonos, que deben estar esperándonos.


            Zoe corrió hacia su carrito y le quitó el freno. Ambas llevaron a los bebés al otro extremo de la corta calle y desaparecieron tras la puerta de la copistería que hacía esquina.


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Published on October 24, 2014 15:00

October 20, 2014

2×903 – Reciente

903


 


Polígono industrial este, ciudad de Nefesh


25 de noviembre de 2008


 


Lo que más les llamó la atención no fue la cantidad, sino el estado en el que se encontraban, y el hecho que todos y cada uno de ellos fueran infectados.


            Bárbara y Carlos contemplaban atónitos aquél macabro espectáculo. Estaban desperdigados por toda la calzada, algunos amontonados encima de otros. Catorce infectados, con innumerables heridas de arma blanca. De lo que no cabía la menor duda era que el autor de la masacre no había sido uno de ellos. Los revisaron a conciencia, pero a excepción de los arañazos y los mordiscos habituales que lucían esas bestias, heraldos de su posterior transformación, ninguno de ellos mostraba una sola herida de bala. De lo que no cabía la menor duda era que estaban muertos. Definitivamente muertos. A juzgar por el estado de la sangre que había manado de sus cuerpos, no debían llevar mucho tiempo ahí, pues a excepción de algún que otro coágulo aislado, la mayor parte aún estaba fresca.


BÁRBARA – Pero… qué… diablos…


CARLOS – ¿Quién ha podido hacer esto?


            La profesora se acercó a uno de los infectados, un anciano al que le faltaba un brazo y que lucía un corte limpio en el cuello que se adentraba al menos cuatro dedos en la carne de su garganta. Con toda seguridad hasta que el arma utilizada tocó hueso. Ni siquiera era consciente del hecho que una visión así ya no le afectaba lo más mínimo. Unos meses atrás hubiese gritado horrorizada, hubiese vomitado, se hubiese puesto a llorar en mitad de la calle, con un cuadro de ansiedad. En los últimos tiempos había aprendido a normalizar la muerte, a convivir con ella. Ahora mismo su mayor preocupación era no cruzarse en el camino de quien quiera que hubiese perpetrado ese genocidio.


BÁRBARA – ¿Quieres decir que Paris no…?


CARLOS – ¿Qué? No. Qué va. Paris ha estado todo el rato con Chris, y además no estaban ni remotamente cerca de aquí.


BÁRBARA – ¿Pero… cómo es posible?


CARLOS – El que quiera que haya hecho esto, debía saber muy bien lo que hacía… y tener muy poco aprecio por su vida. Aunque los hubiera matado de uno en uno… Pero por el amor de Dios… ¿cuántos hay?


BÁRBARA – Esto ha tenido que ser un grupo de gente. No lo ha podido hacer una sola persona. Tal vez fueran…


CARLOS – No. No. Fíjate en la sangre. Si hubieran sido ellos estaría ya toda seca. Y además, que desde entonces ha llovido varias veces. Quien haya hecho esto lo ha hecho hace… poco. Cuestión de horas… uno o dos días como mucho.


BÁRBARA – Parece que los hayan cortado con una espada.


            Carlos se arrodilló junto al cadáver de una sexagenaria. Tenía media docena de agujeros en la camisa, empapada en sangre, y tantos más en el tórax. Incluso después de haber despachado a más de un centenar de ellos la jornada anterior, el trato que habían recibido esos infectados se les antojó excesivamente cruel, pues mostraba claros indicios de ensañamiento. La persona que los había matado no lo había hecho únicamente para defenderse, o para tratar de librar a la isla de su amenaza. Daba la impresión que hubiese disfrutado viéndoles caer uno detrás de otro.


CARLOS – Yo me inclinaría más por un machete…


BÁRBARA – No entiendo nada.


CHRISTIAN – ¡¿Qué hacéis ahí delante?!


            Ambos se giraron hacia la voz. Estaban tan absortos con su descubrimiento que habían olvidado lo que se traían entre manos. Vieron a Christian asomado junto a la furgoneta, con un brazo en alto. No parecía muy contento. Los bebés se habían tranquilizado bastante, y la calle parecía segura, pero ellos sabían mejor que nadie que todo podía torcerse en cuestión de segundos. Bárbara chistó la lengua al comprobar que había metido el pie en uno de aquellos charcos de sangre infecta. Se lo restregó contra los adoquines de la acera, e hizo un gesto a Carlos, invitándole a abandonar la zona.


BÁRBARA – Vámonos.


CARLOS – Chris, da marcha atrás, que cogeremos la otra calle. Por aquí no se puede pasar.


CHRISTIAN – ¡Voy!


            Bárbara se dirigió a la furgoneta, y Carlos ocupó de nuevo su asiento tras el volante del furgón. Mientras hacía las maniobras necesarias para retomar el camino, pues no había manera de seguir adelante sin pasar por encima de todos aquellos cuerpos, Carlos se dirigió a Darío, que había estado observándolo todo desde su asiento. Trató de ser lo más discreto posible, para evitar que el más pequeño del grupo se enterase de nada, aunque Marion había hecho un muy buen trabajo a ese respecto, tan pronto averiguó el motivo de la parada.


CARLOS – ¿Usted tiene idea de quién ha podido hacer eso, abuelo?


            El viejo pescador negó con la cabeza, aún algo impresionado por cuanto había contemplado. Para él, más incluso que para los demás, resultaba especialmente difícil lidiar con situaciones de ese estilo. Él acababa de aterrizar en ese mundo de locos, y aún le costaba trabajo dar crédito a lo que le mostraban sus ojos.


DARÍO – No. En absoluto. Vosotros sois las primeras personas que encontramos desde… desde que me alcanza la memoria. Sólo hemos salido en contadas ocasiones a buscar algo de comida, pero… nunca habíamos llegado tan lejos.


CARLOS – No…


            Carlos trató saliva, aún sin poder quitarse aquella imagen de la retina. Al pasar tanto tiempo metidos en su propia burbuja incluso después de haber conocido a Carla y compañía, se les hacía bastante difícil imaginar que la ciudad debía tener más habitantes, que ellos no eran los únicos que debían enfrentarse día a día a aquél infierno.


CARLOS – Ojalá no nos encontremos nunca con la gente que hizo eso.


DARÍO – ¿Estamos cerca del lugar a donde vamos?


CARLOS – Qué va. Todavía tardaremos un rato en llegar.


DARÍO – Tanto mejor.


            El resto del trayecto lo hicieron mayormente en silencio, y con bastante peor cuerpo que antes de aquél pequeño alto. Por fortuna no encontraron ningún problema más por el camino, ni siquiera un triste infectado trasnochador al que pasar de largo, hasta que finalmente llegaron de vuelta a Bayit.


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Published on October 20, 2014 15:03

October 17, 2014

2×902 – A��ejo

902


 


Barrio de Bayit, ciudad de Nefesh


25 de noviembre de 2008


 


Nuria ro��a aqu��l pedazo de carne sanguinolento de origen incierto con las enc��as desnudas, soltando espumarajos de saliva rojiza que le recorr��an el ment��n hasta impactar contra el duro suelo de cemento del patio de la tienda de mascotas. Ten��a un nuevo barre��o lleno hasta arriba de agua limpia en el que hab��a saciado su sed poco antes, en esta ocasi��n sin volcarlo. Estaba tan entregada a su tarea que ni siquiera prestaba atenci��n a Paris, que estaba sentado en el suelo al otro lado de aquellos gruesos barrotes, rodeado de al menos media docena de botellas vac��as de vino, vodka y ron.


PARIS ��� ��Pero t�� te has visto? Tienes toda la ropa llena de��� de sangre, y de v��mito, y adem��s te has��� Recu��rdame que te ba��e un d��a de estos. Apestas.


���������������������� El dinamitero agarr�� la botella de vino que ten��a al lado y bebi�� a morro hasta que no qued�� una sola gota. Acto seguido la estamp�� contra la pared, desperdigando una mir��ada de cristales por doquier. El eructo que expuls�� a continuaci��n hizo que la infectada se abstrajese por un momento de su manjar y se le quedase mirando. El pedazo de carne que sosten��a entre sus dedos, cuyas u��as hab��an empezado a crecer de nuevo, se le escurri��, rebot�� en su rodilla desnuda y qued�� inm��vil en el sucio suelo. La infectada se abalanz�� contra los barrotes y empez�� a agitarlos con ambas manos, mientras gritaba otro mont��n de incongruencias.


PARIS ��� ��Que te calles! Encima que te traigo de comer me vas a venir a mi con gru��iditos.


���������������������� La infectada grit�� de nuevo. Paris imit�� el grito, pero con un tono de voz mucho m��s alto. Nuria volvi�� a gritar, aunque algo m��s t��midamente. Paris vocifer�� hasta desga��itarse, hasta que unas gruesas venas se hinchasen en su cuello y su sien. Entonces se percat�� que Nuria se hab��a arrinconado en el extremo opuesto de su jaula, hecha un ovillo y con la cabeza gacha, asustada por sus gritos. El dinamitero sonri��.


PARIS ��� Ah, Dios m��o, Nuria��� ��S��lo me quedas t�� en esta vida! Y mira que no me ca��ste bien nunca. Hablabas demasiado, joder. Mira que m��s de una vez pens�� que tendr��a que haberte dejado encima de aquella farola, con tal de no o��rte. Pero el chico��� a ��l le gustabas mucho. No s�� qu�� vio en ti, la verdad. Si est��s medio esquel��tica y no tienes tetas. Pero a ��l��� No te portaste bien con ��l. Nadie se port�� bien con ��l. L��stima de chaval. Si no fuera porque��� ��Ah! Los matar��a otra vez, y otra, y otra. ��Hijos de la gran puta!


���������������������� El dinamitero dio un golpe con el pu��o cerrado en uno de los barrotes, y un caracter��stico sonido met��lico vibrante se apoder�� por un momento de la trastienda.


PARIS ��� ��Sabes? La culpa no fue m��a. ��l estaba ya casi en el portal cuando le dio por ir a buscar al puto cr��o ese. Habr��amos tenido tiempo de subir los dos tranquilamente, mientras se lo com��an. Pero no. El se��or perfecto ten��a que ir a salvar al imb��cil ese que no hac��a m��s que ponerle verde. Me cago en Dios��� Est�� claro que no puedo tener amigos. Todo lo que toco se echa a perder. Soy el Rey Midas de la mierda.


���������������������� Al dinamitero pareci�� agradarle su ocurrencia, y comenz�� a re��rse a carcajadas, sin duda azuzado por el exceso de alcohol que corr��a por sus venas. La infectada le observaba con atenci��n, sin saber muy bien c��mo reaccionar.


PARIS ��� Pero a ti no te va a tocar un pelo nadie. Hombre que no. Como alguien intente hacerte algo, te juro por Dios que le arrancar�� la cabeza con mis propias manos. No. No, no, no��� T�� todav��a tienes que dar a luz a Marquitos.


���������������������� Paris sonri��, y ech�� un vistazo en derredor en busca de alguna otra botella que llevarse a los labios. Suspir�� decepcionado al comprobar que aquella botella de vino era la ��ltima. Se lo hab��a bebido todo.


PARIS ��� Me cago en la puta. Tendr��a que haber tra��do m��s���


���������������������� Se dispon��a a levantarse, pero le sobrevino un mareo y tuvo que volver a tomar asiento, viendo c��mo todo daba vueltas a su alrededor.


PARIS ��� Oh, Dios m��o. C��mo tengo la cabeza.


���������������������� Ya se hab��a quedado medio dormido cuando los gritos de Nuria le abstrajeron de su somnolencia et��lica. Abri�� los ojos y vio que la infectada se hab��a levantado. Paris se qued�� de piedra al comprobar c��mo se manten��a en pie. S��lo estaba apoyando la pierna izquierda, y la otra la ten��a doblada en una posici��n realmente grotesca, que produc��a dolor con s��lo mirarla, pero su pie izquierdo parec��a haberse curado. El tend��n de Aquiles que ��l mismo se hab��a encargado de cortar semanas atr��s parec��a haberse vuelto a soldar por s�� solo, contraviniendo todas las leyes de la fisiolog��a humana. Paris sonri�� durante un instante al contemplar el logro, pero aquella sonrisa le abandon�� instant��neamente tan pronto se dio la vuelta y vio a Juanjo asom��ndose a la puerta del patio.


JUANJO ��� ��Se puede?


PARIS ��� ����Qu�� co��o haces t�� aqu��!?


���������������������� Juanjo trag�� saliva, consciente de lo delicado de la situaci��n, dada la envergadura de ese hombre y su m��s que evidente estado de embriaguez.


JUANJO ��� Estaba��� Estaba dando una vuelta���


PARIS ��� Vete. Aqu�� no se te ha perdido nada.


JUANJO ��� Pero���


PARIS ��� ��Fuera!


JUANJO ��� Es que��� vengo acompa��ado.


���������������������� El banquero mostr�� la mano que hab��a mantenido oculta tras el marco de la puerta. En ella sosten��a una vieja botella de etiqueta blanca con un l��quido dorado en su interior.


PARIS ��� ��C��mo es eso?


JUANJO ��� Mi amiga��� es escocesa, y tiene dieciocho a��os. Nadie nos va a detener por meterle mano.


���������������������� Paris aguant�� un par de segundos m��s su rictus de odio, pero enseguida comenz�� a re��rse. Juanjo respir�� aliviado, consciente de lo cerca que hab��a estado de echarlo todo a perder.


PARIS ��� Trae.


���������������������� Juanjo corri�� sumiso hacia el dinamitero y le entreg�� la botella de whiskey a��ejo, sin perder ojo a Nuria, que segu��a dando voces al otro lado de los barrotes. Paris le quit�� el tap��n, lo tir�� hacia un lado, perdi��ndolo dentro de otra de las jaulas vac��as, y le dio un buen trago.


PARIS ��� ��D��nde has encontrado esto?


JUANJO ��� Estaba en la casa de un viejo, metido dentro del minibar. ��Est�� bueno?


PARIS ��� Joder que si est�� bueno. Me cago en mi vida. Toma, pru��balo.


���������������������� El banquero sigui�� la sugerencia de Paris, y dio un corto sorbo a la botella. El dinamitero no ment��a: ten��a muy buen sabor.


JUANJO ��� S�� que est�� rico. Se nota que tienes buen paladar.


���������������������� Paris sonri��. De repente se gir�� hacia Nuria, muy serio.


PARIS ��� ��Que te calleeeeeees!


���������������������� La infectada dej�� de zarandear la jaula y se arrodill�� en el suelo, d��ndoles la espalda. Juanjo se qued�� de piedra. Jam��s antes hab��a visto a un infectado en una actitud ni remotamente parecida. Se inclin�� ligeramente y le ofreci�� su mano a Paris.


JUANJO ��� Yo soy��� Juanjo.


���������������������� Paris observ�� la mano rolliza que ten��a delante de s��, mir�� de nuevo a los ojos del visitante, y acto seguido la estrech�� fuertemente. Juanjo se esforz�� por no mostrar con su expresi��n facial el dolor que sent��a por el exceso de entusiasmo de su nuevo compa��ero, y le estrech�� la mano lo mejor que supo. Paris rode�� a Juanjo con su brazo por detr��s del cuello, posando su rolliza mano sobre el hombro del banquero. Habl�� muy cerca de ��l, soltando una r��faga de f��tido aliento alcoh��lico que nubl�� la vista de Juanjo por un instante.


PARIS ��� T�� y yo nos vamos a llevar bien.


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Published on October 17, 2014 15:00

2×902 – Añejo

902


 


Barrio de Bayit, ciudad de Nefesh


25 de noviembre de 2008


 


Nuria roía aquél pedazo de carne sanguinolento de origen incierto con las encías desnudas, soltando espumarajos de saliva rojiza que le recorrían el mentón hasta impactar contra el duro suelo de cemento del patio de la tienda de mascotas. Tenía un nuevo barreño lleno hasta arriba de agua limpia en el que había saciado su sed poco antes, en esta ocasión sin volcarlo. Estaba tan entregada a su tarea que ni siquiera prestaba atención a Paris, que estaba sentado en el suelo al otro lado de aquellos gruesos barrotes, rodeado de al menos media docena de botellas vacías de vino, vodka y ron.


PARIS – ¿Pero tú te has visto? Tienes toda la ropa llena de… de sangre, y de vómito, y además te has… Recuérdame que te bañe un día de estos. Apestas.


            El dinamitero agarró la botella de vino que tenía al lado y bebió a morro hasta que no quedó una sola gota. Acto seguido la estampó contra la pared, desperdigando una miríada de cristales por doquier. El eructo que expulsó a continuación hizo que la infectada se abstrajese por un momento de su manjar y se le quedase mirando. El pedazo de carne que sostenía entre sus dedos, cuyas uñas habían empezado a crecer de nuevo, se le escurrió, rebotó en su rodilla desnuda y quedó inmóvil en el sucio suelo. La infectada se abalanzó contra los barrotes y empezó a agitarlos con ambas manos, mientras gritaba otro montón de incongruencias.


PARIS – ¡Que te calles! Encima que te traigo de comer me vas a venir a mi con gruñiditos.


            La infectada gritó de nuevo. Paris imitó el grito, pero con un tono de voz mucho más alto. Nuria volvió a gritar, aunque algo más tímidamente. Paris vociferó hasta desgañitarse, hasta que unas gruesas venas se hinchasen en su cuello y su sien. Entonces se percató que Nuria se había arrinconado en el extremo opuesto de su jaula, hecha un ovillo y con la cabeza gacha, asustada por sus gritos. El dinamitero sonrió.


PARIS – Ah, Dios mío, Nuria… ¡Sólo me quedas tú en esta vida! Y mira que no me caíste bien nunca. Hablabas demasiado, joder. Mira que más de una vez pensé que tendría que haberte dejado encima de aquella farola, con tal de no oírte. Pero el chico… a él le gustabas mucho. No sé qué vio en ti, la verdad. Si estás medio esquelética y no tienes tetas. Pero a él… No te portaste bien con él. Nadie se portó bien con él. Lástima de chaval. Si no fuera porque… ¡Ah! Los mataría otra vez, y otra, y otra. ¡Hijos de la gran puta!


            El dinamitero dio un golpe con el puño cerrado en uno de los barrotes, y un característico sonido metálico vibrante se apoderó por un momento de la trastienda.


PARIS – ¿Sabes? La culpa no fue mía. Él estaba ya casi en el portal cuando le dio por ir a buscar al puto crío ese. Habríamos tenido tiempo de subir los dos tranquilamente, mientras se lo comían. Pero no. El señor perfecto tenía que ir a salvar al imbécil ese que no hacía más que ponerle verde. Me cago en Dios… Está claro que no puedo tener amigos. Todo lo que toco se echa a perder. Soy el Rey Midas de la mierda.


            Al dinamitero pareció agradarle su ocurrencia, y comenzó a reírse a carcajadas, sin duda azuzado por el exceso de alcohol que corría por sus venas. La infectada le observaba con atención, sin saber muy bien cómo reaccionar.


PARIS – Pero a ti no te va a tocar un pelo nadie. Hombre que no. Como alguien intente hacerte algo, te juro por Dios que le arrancaré la cabeza con mis propias manos. No. No, no, no… Tú todavía tienes que dar a luz a Marquitos.


            Paris sonrió, y echó un vistazo en derredor en busca de alguna otra botella que llevarse a los labios. Suspiró decepcionado al comprobar que aquella botella de vino era la última. Se lo había bebido todo.


PARIS – Me cago en la puta. Tendría que haber traído más…


            Se disponía a levantarse, pero le sobrevino un mareo y tuvo que volver a tomar asiento, viendo cómo todo daba vueltas a su alrededor.


PARIS – Oh, Dios mío. Cómo tengo la cabeza.


            Ya se había quedado medio dormido cuando los gritos de Nuria le abstrajeron de su somnolencia etílica. Abrió los ojos y vio que la infectada se había levantado. Paris se quedó de piedra al comprobar cómo se mantenía en pie. Sólo estaba apoyando la pierna izquierda, y la otra la tenía doblada en una posición realmente grotesca, que producía dolor con sólo mirarla, pero su pie izquierdo parecía haberse curado. El tendón de Aquiles que él mismo se había encargado de cortar semanas atrás parecía haberse vuelto a soldar por sí solo, contraviniendo todas las leyes de la fisiología humana. Paris sonrió durante un instante al contemplar el logro, pero aquella sonrisa le abandonó instantáneamente tan pronto se dio la vuelta y vio a Juanjo asomándose a la puerta del patio.


JUANJO – ¿Se puede?


PARIS – ¿¡Qué coño haces tú aquí!?


            Juanjo tragó saliva, consciente de lo delicado de la situación, dada la envergadura de ese hombre y su más que evidente estado de embriaguez.


JUANJO – Estaba… Estaba dando una vuelta…


PARIS – Vete. Aquí no se te ha perdido nada.


JUANJO – Pero…


PARIS – ¡Fuera!


JUANJO – Es que… vengo acompañado.


            El banquero mostró la mano que había mantenido oculta tras el marco de la puerta. En ella sostenía una vieja botella de etiqueta blanca con un líquido dorado en su interior.


PARIS – ¿Cómo es eso?


JUANJO – Mi amiga… es escocesa, y tiene dieciocho años. Nadie nos va a detener por meterle mano.


            Paris aguantó un par de segundos más su rictus de odio, pero enseguida comenzó a reírse. Juanjo respiró aliviado, consciente de lo cerca que había estado de echarlo todo a perder.


PARIS – Trae.


            Juanjo corrió sumiso hacia el dinamitero y le entregó la botella de whiskey añejo, sin perder ojo a Nuria, que seguía dando voces al otro lado de los barrotes. Paris le quitó el tapón, lo tiró hacia un lado, perdiéndolo dentro de otra de las jaulas vacías, y le dio un buen trago.


PARIS – ¿Dónde has encontrado esto?


JUANJO – Estaba en la casa de un viejo, metido dentro del minibar. ¿Está bueno?


PARIS – Joder que si está bueno. Me cago en mi vida. Toma, pruébalo.


            El banquero siguió la sugerencia de Paris, y dio un corto sorbo a la botella. El dinamitero no mentía: tenía muy buen sabor.


JUANJO – Sí que está rico. Se nota que tienes buen paladar.


            Paris sonrió. De repente se giró hacia Nuria, muy serio.


PARIS – ¡Que te calleeeeeees!


            La infectada dejó de zarandear la jaula y se arrodilló en el suelo, dándoles la espalda. Juanjo se quedó de piedra. Jamás antes había visto a un infectado en una actitud ni remotamente parecida. Se inclinó ligeramente y le ofreció su mano a Paris.


JUANJO – Yo soy… Juanjo.


            Paris observó la mano rolliza que tenía delante de sí, miró de nuevo a los ojos del visitante, y acto seguido la estrechó fuertemente. Juanjo se esforzó por no mostrar con su expresión facial el dolor que sentía por el exceso de entusiasmo de su nuevo compañero, y le estrechó la mano lo mejor que supo. Paris rodeó a Juanjo con su brazo por detrás del cuello, posando su rolliza mano sobre el hombro del banquero. Habló muy cerca de él, soltando una ráfaga de fétido aliento alcohólico que nubló la vista de Juanjo por un instante.


PARIS – Tú y yo nos vamos a llevar bien.


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Published on October 17, 2014 15:00

October 13, 2014

2×901 – Trayecto

901


 


Oeste de la ciudad de Nefesh


25 de noviembre de 2008


 


Los bebés no paraban de armar jaleo en ambos vehículos. Los reiterados intentos por tranquilizarles, meciéndoles y ofreciéndoles biberones y juguetes habían demostrado no servir de mucho. Hacía unos minutos que habían dejado atrás a los pocos infectados que les siguieron tras su huida de la guardería, pero no se sentirían plenamente tranquilos y seguros hasta que no estuviesen de nuevo al resguardo de los muros de Bayit, y mucho menos con el valiosísimo cargamento que llevaban a bordo. Esa era sin duda la misión más delicada y arriesgada que habían llevado a término desde los albores de la epidemia.


            Carlos estaba al volante del furgón de Germán, con Darío como copiloto. Josete y Marion se encontraban en la parte trasera, cada uno con un bebé en brazos. Tenían todas las ventanillas bajadas, confiando que así pudiese sofocarse el ruido del interior del vehículo, pero aún así estaban todos en tensión.


CARLOS – ¿Ya le ha contado Bárbara cómo es el lugar a donde vamos?


DARÍO – Algo nos ha dicho, sí…


            De nuevo reinó en el furgón tan solo el irregular lamento de aquellos infantes. Carlos vislumbró un coche volcado en mitad de la calzada y tuvo que hacer un cambio de rumbo, preguntándose cómo diablos habría llegado ese vehículo a acabar panza arriba en una calle tan estrecha. Si hubiese prestado algo más de atención al estado del mobiliario urbano y a los vehículos estacionados en esa calle, no hubiera tardado mucho en dar con la respuesta. La ausencia total de ley hacía que el vandalismo resultase mucho más atractivo, dada su impunidad, y parecía que algún que otro vecino de la zona se había entretenido dando pedradas a las farolas, arrancando los retrovisores de los coches e incluso volcando ese en mitad de la calzada, por el mero placer de hacer el mal.


CARLOS – ¿Y… a qué se dedicaba usted, antes de… todo esto?


DARÍO – Era pensionista. Pero… antes de eso… trabajaba en el mar. Me he pasado desde los catorce años pescando. Empecé como un simple ayudante, pero acabé fletando mi propio barco, y contratando a otros pescadores para que salieran a faenar conmigo. Eran otros tiempos.


CARLOS – Qué curioso. Nosotros teníamos un pescador anteriormente en el grupo.


DARÍO – No es tan raro. Nefesh no es más que un pueblo de pescadores venido a más. Yo soy hijo y nieto de pescadores. Cuando era un chaval, Nefesh era un pueblo muy pequeño. Podías cruzar de un extremo al otro en menos de cinco minutos.


CARLOS – Quién lo diría. Con lo grande que es hoy día…


DARÍO – El turismo ha hecho mucho, con todos los hoteles y apartamentos que construyeron en la costa en los sesenta y… también hay mucha segunda residencia. Estamos demasiado lejos de la península para que la gente quisiera vivir aquí todo el año, pero… en verano esto se ponía de bote en bote. ¿Y qué fue de vuestro amigo, el pescador?


CARLOS – Ah, bueno… Él… murió.


DARÍO – Lo siento. No debí haber preguntado.


CARLOS – No, no. Tranquilo.


            Marion y el pequeño Josete seguían tratando de distraer a los bebés ahí detrás. La hija del presentador era la primera vez que cogía a uno en brazos, y se sentía como un pulpo en un garaje.


MARION – ¿Lo hago bien?


            El niño chistó con la lengua.


JOSETE – Tienes que cogerle la cabeza. Mira, así.


            La joven hizo caso al niño, y éste asintió, satisfecho.


JOSETE – Mejor. Y acércatelo más.


            Marion imitó a Josete, y sintió cómo el bebé que tenía entre brazos se relajaba. Era uno de los pocos que no estaba llorando en esos momentos.


MARION – Se te dan muy bien los niños.


JOSETE – ¿A que sí?


MARION – Mucho. ¿Tenías algún hermano pequeño?


JOSETE – No.


MARION – Ah…


            Marion no podía quitarse de la cabeza a Diego, aquél chaval al que había dejado morir por su total y absoluta incompetencia, poco antes que Carlos la rescatara en aquél centro comercial abandonado. Ahora, rodeada de todos aquellos bebés, y con aquél niño en frente, que aunque era algo mayor que Diego a ella se le antojó su misma reencarnación, se sintió en la obligación de enmendar su falta. No estaba dispuesta a repetir su error.


            Christian se encontraba al volante del vehículo que les seguía a escasa distancia, con Bárbara a su vera. Zoe y Carla estaban en la parte de atrás, con idéntico cometido que Josete y Marion, aunque a ellas se les estaba dando considerablemente mejor. El ex presidiario estaba muy concentrado en la carretera, y trataba de ignorar los llantos de todos aquellos bebés, que estaban empezando a ponerle de los nervios. Había estado explicando por enésima vez la trágica sucesión de acontecimientos que desembocó en la muerte del mecánico, en esta ocasión a Bárbara, y se sentía agotado tanto física como emocionalmente. Tras unos minutos de silencio, Bárbara tuvo que posar una mano en su hombro para llamar su atención, después de dos intentos sin éxito de comunicarse con él.


BÁRBARA – ¿Estás bien?


            Christian se giró un momento hacia la profesora, que le observaba atentamente, bastante preocupada. Sorbió los mocos y volvió a centrar su atención en la carretera.


CHRISTIAN – Sí. Sólo me duele un poco, pero creo que se curará solo, porque ya no me duele tanto como antes, y está empezando a deshincharse.


BÁRBARA – No me refiero a eso, Chris.


            El ex presidiario miró de nuevo Bárbara, y emitió un suspiro entrecortado. De nuevo tenía aquél característico brillo en los ojos.


BÁRBARA – Fue un accidente. Estas cosas pasan… y más hoy día.


CHRISTIAN – Sí. Fue un accidente, pero… fue culpa mía. Si no me hubiera resbalado…


BÁRBARA – Y si yo no hubiera hecho aquella maldita grabación de radio, nunca hubiese llegado aquí, y seguramente estaría la mar de bien en otro lugar. O no. No te puedes echar la culpa por las consecuencias de todo lo que haces. Te lo puedo asegurar, yo soy una experta en eso.


CHRISTIAN – Pero es que no paro de pensar en… Joder. Si hubiese ido con un poco más de cuidado…


BÁRBARA – Por esa regla de tres la misma culpa tiene Paris, por idear ese invento enfermizo. No le des más vueltas, Chris. Hazme ese favor.


            Christian suspiró de nuevo. Quería hacer caso a las palabras de la profesora, pero todavía lo tenía todo demasiado reciente. A un escaso metro detrás de ellos, Carla y Zoe acunaban a un par de niñas, que entre las dos no sumarían ni un año de edad.


ZOE – ¿Tú eres de la isla?


CARLA – No. Bueno… sí. Nací aquí, pero me fui a la península cuando era muy pequeña Vine este verano a visitar a mis abuelos, pero… luego surgió todo esto, y… me tuve que quedar.


ZOE – Tu abuelo es ese hombre del pelo blanco, ¿no?


CARLA – Exacto. Se llama Darío. Luego te lo presento.


ZOE – Y yo tengo que presentarte a mis amigas.


CARLA – ¿Están en el sitio a donde vamos?


ZOE – Sí. Están esperándonos ahí, con Juanjo.


            Carla arrugó la frente. Se había tomado la libertad de olvidar al banquero durante un tiempo, pero nuevamente volvía a hacer acto de presencia. No todo serían buenas noticias allá en Bayit. Dejó a la niña medio adormecida sobre uno de los capazos y asió a un niño de los que estaban llorando.


ZOE – Me gusta mucho tu pelo. Es un color muy bonito.


CARLA – A mi me encanta el tuyo. Pareces… una leona.


            Zoe sonrió tímidamente. Había recibido muchos insultos en el colegio por el color de su cabello, la palidez de su piel y sobre todo por la profusión de sus pecas faciales. Ella era de idéntico parecer al de la veinteañera. Pese a lo que dijeran los demás, ella adoraba su rebelde pelo escarlata.


CARLA – Yo lo tengo súper liso. Daría lo que fuera por tenerlo así como tú.


ZOE – Cuesta mucho peinarlo, y…


            La niña agachó ligeramente la cabeza.


ZOE – Lo tengo un poco sucio.


            Carla sonrió abiertamente. Cada vez se encontraba más cómoda en ese nuevo grupo, y esa niña le inspiraba tanta o más confianza que la propia Bárbara.


CARLA – No te preocupes por eso. Si te digo yo el tiempo que hace que no me ducho…


            Ambas rieron, sin percatarse que durante su conversación habían cesado los llantos de los bebés. Bárbara las miró por el retrovisor, y también esbozó una sonrisa. Se había enfadado mucho con Carlos por haber consentido que Zoe le acompañase, pero la niña al fin y al cabo tenía razón. El propio Morgan lo había dicho en más de una ocasión. Envolviéndola entre algodones lo único que conseguirían sería hacerla débil y todavía más vulnerable. La responsabilidad de cuidar de ella en los tiempos que corrían era realmente complicada, y parecía no haber una elección correcta. Pero por fortuna la niña seguía de una pieza, aún después de tantas aventuras.


            Zoe no pudo evitar fijarse en una señal de tráfico que mostraba el camino a seguir para llegar al hospital de Nefesh. Estaban tan solo a media docena de manzanas ahí, aunque se alejaban en perpendicular, y Zoe sintió la tentación de suplicar a Christian que se desviase para poder echar un vistazo y corroborar que la médico no estuviera teniendo ningún tipo de problema ahí dentro. No obstante sabía que eso era una locura, en esas circunstancias, y lo dejó pasar. No habían cruzado ni dos calles más, cuando la niña percibió que la furgoneta iba perdiendo velocidad paulatinamente. Zoe frunció el ceño, consciente que aún se encontraban bastante lejos de Bayit.


BÁRBARA – ¿Qué pasa, Chris?


CHRISTIAN – Yo qué sé. Es Carlos, que se ha parado. No veo qué hay ahí delante…


            La profesora chistó, nerviosa, al ver cómo el instalador de aires acondicionados abandonaba el furgón.


BÁRBARA – Quedaos aquí. Voy a ver qué pasa. No apagues el motor.


            Christian asintió, y la profesora salió de la furgoneta, con la pistola por delante. Zoe y Carla cruzaron una mirada cómplice, incómodas por la situación. Christian se llevó una mano al tobillo mientras observaba cómo Bárbara se acercaba a Carlos. El instalador de aires acondicionados se giró al escuchar los pasos de la profesora, pero enseguida se volvió a concentrar en lo que tenía delante.


BÁRBARA – ¿Se puede saber qué mosca te…?


Entonces ella también lo vio, y se quedó sin palabras. No pudo evitar llevarse una mano a la boca, sobrecogida ante semejante espectáculo.


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Published on October 13, 2014 15:22

October 10, 2014

2×900 – Socio

900


 


Ático de Bárbara en Bayit, ciudad de Nefesh


25 de noviembre de 2008


 


ABRIL – ¿Zoe?


MAYA – No. Soy yo, Maya.


ABRIL – Ah. ¿Está Zoe por ahí?


MAYA – No. Estoy con Ío, los demás han salido todos a buscar a una gente que han encontrado en la otra punta de la isla.


            La chica del pelo plateado observaba atentamente los labios de su compañera, desde su posición sentada sobre la cama de Bárbara, que todavía estaba deshecha.


ABRIL – Anda, qué coincidencia.


MAYA – Estábamos preocupadas. Como tardabas tanto en llamar… Ya habíamos dicho de ir a buscarte y todo.


ABRIL – Que exagerados. Acabo de llegar, hace… nada. Unos minutos.


MAYA – ¿Está todo bien, por ahí?


ABRIL – Bueno… sí.


MAYA – ¿Y aquella mujer que te encontraste, está mejor?


ABRIL – No. Zoe tenía razón. Estaba infectada.


MAYA – ¿Pero… qué es lo que ha pasado? ¿Tú estás bien?


ABRIL – Sí. Yo estoy perfectamente. Ella… no sé dónde estará, si te digo la verdad. Al volver… el cuarto en el que la había dejado estaba todo manga por hombro, y la ventana hecha pedazos y llena de sangre.


MAYA – Pero qué… ¿qué ha pasado?


ABRIL – Debió llegar aquí ya bastante enferma, cuando todavía era de noche, seguramente atraída por la luz, y… murió esta mañana mientras yo iba al hospital. Se habrá despertado mientras yo estaba fuera, y como la puerta la había dejado cerrada… después de destrozar media habitación, al final ha salido por la ventana. Por suerte estaba en el primer piso. Debe de haberse perdido por el bosque, vete tú a saber dónde estará ahora. No encontramos rastro alguno de ella cuando volvimos.


MAYA – ¿Volvimos?


ABRIL – Ah, que no te he contado lo mejor.


MAYA – ¿Qué pasa?


ABRIL – En el hospital. Encontré a una persona. Si no llega a ser por él, te juro que se me hubieran comido ahí mismo. Me habían acorralado un par de infectados, y él me libró de ellos. Casi no lo cuento. Todavía me tiemblan las piernas.


MAYA – No tenías que haber ido sola, ya te lo dijo Soe


ABRIL – Ezequiel, ven aquí un momento. Saluda a Maya, que es una buena amiga mía.


            La hija del difunto pescador escuchó unas voces apagadas, ininteligibles, a través de la línea radiofónica. Ío estaba desconcertada. Tan solo podía retener el cincuenta por ciento de la conversación, y sólo con la intervención de Maya no le bastaba para entender lo qué estaba ocurriendo. Había empezado a montarse una historia en su cabeza, que tenía bastante mala pinta. Sin embargo la expresión facial de su amiga la contradecía, pues Maya parecía sorprendida, pero en ningún caso preocupada.


ABRIL – Ven, hombre, que no muerde… Bueno, pues nada. Que no quiere. Parece que le da vergüenza.


MAYA – Tanto da. Dale saludos de nuestra parte. Si te ha ayudado, estoy segura que debe ser buena gente.


ABRIL – No, si te está oyendo.


MAYA – ¿Quieres que… que avise a Carlos, para que vaya para allá, ahora cuando lleguen? Por si vuelve esa mujer o algo…


ABRIL – No. No, no. No será necesario. Aquí a la mansión los infectados ni se acercan. Por eso no te preocupes. Yo estoy aquí la mar de bien protegida, y mucho más con Ezequiel aquí a mi vera… Pero qué tonto eres. ¿Qué te cuesta?


MAYA – ¿Qué pasa?


ABRIL – Que no quiere ponerse. No hay manera.


MAYA – Dile que si… Explícale dónde estamos, que si… si le apetese puede venirse aquí con nosotros, que es bienvenido. Podríais veniros los dos…


ABRIL – Buen intento, Maya.


            La antigua hemipléjica escuchó reírse a la médico al otro lado de la línea. Maya también rió. Ío estaba deseando que acabasen de hablar para que Maya le explicara de una vez por todas lo que le había contado la médico.


ABRIL – Yo también se lo dije, pero no quiere ni oír hablar de volver a la ciudad. Además… es mejor que se quede aquí conmigo, al menos durante un tiempo. Tuvo un… un percance de salud, hace un tiempo. ¿Cuánto hace?


            Se escuchó un cuchicheo al otro lado de la línea.


ABRIL – ¿Sólo, quieres decir? Pues eso. Y… de hecho por eso me lo encontré en el hospital. El pobre había hecho lo mejor que había podido, pero… estará mucho mejor con un médico a mano.


MAYA – ¿Pero él está bien?


ABRIL – Sí, sí. Está fuera de peligro, pero… es mejor que lo tenga un tiempo en observación, para estar seguros de que se recupera del todo. Además, nos hemos traído medio hospital a cuestas, y aquí ahora tengo todo lo que necesito para cubrir cualquier eventualidad.


MAYA – Bueno… me alegro de que esté todo bien por ahí.


ABRIL – Nosotros te vamos a dejar, que todavía no hemos comido nada.


MAYA – Cuidaos.


ABRIL – Cuéntaselo todo a Zoe cuando vuelva, ¿vale? O mejor, que me llame.


MAYA – Eso está hecho.


ABRIL – Perfecto. Pues… nada. Que os vaya bien la tarde.


MAYA – Igualmente, y que aproveche.


ABRIL – Gracias.


            Maya escuchó el inconfundible sonido de estática que delataba que la conexión se había cortado. Dejó el micrófono sobre la mesa y se giró hacia Ío. La chica sorda le hizo un gesto con ambos brazos, abriendo bien los ojos, exigiéndole explicaciones. No hacía falta conocer el lenguaje de los signos para entenderla. Se quedó bastante más tranquila al leer la explicación de sus labios, aunque la presencia de más hombres en escena, aunque fuera a tantos kilómetros como se encontraba la mansión de Nemesio, la dejó algo intranquila. Sus temores androfóbicos, que se habían apaciguado considerablemente tras la convivencia con ese nuevo grupo que tan bien la había tratado, habían vuelto a aflorar con la llegada de Juanjo, y de nuevo volvía a sentirse intranquila.


            Ambas acompañaron a Pancho de vuelta a la calle, donde volvió  darse otro atracón de croquetas para perros. Ninguna de las dos supo qué fue de Juanjo, que no apareció por ahí por más tiempo que ellas aguardaron pacientemente el regreso de sus compañeros. En cualquier caso, tampoco le echaron de menos.


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Published on October 10, 2014 15:12

October 6, 2014

2×899 – Encima

899


 


Frente a la guardería Olam, al oeste de la ciudad de Nefesh


25 de noviembre de 2008


 


Zoe observó desde su posición encima de la furgoneta Volkswagen cómo Bárbara sacaba de la guardería otro de los bebés dentro de un capazo azul, escoltada por Carla y por Carlos. Había estado contándolos hasta la media docena, pero ya había perdido la cuenta. Daba la impresión que no fuesen a acabarse nunca. La profesora se apresuró a entregarle la cunita a Darío, como si estuviese participando en una carrera de relevos, y corrió de vuelta al interior de la guardería a por el siguiente, seguida de cerca por sus dos fieles guardaespaldas. Darío introdujo el bebé en el furgón de Germán, junto a los demás que ya habían trasladado anteriormente y a Josete, que se encargaba de mantenerlos distraídos con peluches y juguetes varios.


            No habían tenido tiempo siquiera para las presentaciones, pues lo que tenían entre manos era demasiado importante para entretenerse con banalidades. Lo primero que hicieron fue trasladar a la furgoneta verde oliva todos los enseres infantiles y el alimento de los bebés que habían acumulado tras la persiana. Acto seguido Carlos se encargó de acercar hasta ahí el furgón de Germán, haciendo uso de las llaves que le entregó Darío. Desde entonces habían estado trasladando a los pequeños, uno tras otro, y repartiéndolos alternativamente entre los dos vehículos. Zoe había trepado a la furgoneta y Marion al furgón blanco, y ambas oteaban en todas direcciones, rifle en mano, atentas y dispuestas a actuar con total contundencia al más mínimo signo de hostilidad.


            Bárbara emergió de nuevo de la persiana de la guardería, sosteniendo por el asa otro de aquellos capazos acolchados, en el que descansaba una niña rubia de ojos azules que lo miraba todo con entusiasmo desmedido y una pizca de ansiedad. La pequeña se puso a llorar al escuchar la fuerte detonación que hizo retumbar los cristales de los comercios circundantes. Otros tantos bebés no tardaron en imitarla. La profesora se giró hacia el extremo de la calle, para descubrir el cuerpo de un infectado tirado en el suelo, retorciéndose, con una herida de bala en el cuello de la que no paraba de brotar sangre infecta a borbotones. Miró a Zoe, que sostenía entre sus dedos temblorosos el rifle con el que había disparado al sigiloso infectado.


BÁRBARA – Muy bien, Zoe.


            La niña asintió brevemente, centrando de nuevo toda su atención en la calle abandonada. A Marion le temblaban las piernas. Ella ni siquiera había reparado en él hasta que la pequeña lo abatió. La profesora se giró al escuchar tras de sí la voz de Carlos, que entraba de vuelta a la guardería seguido de cerca por Carla, que había estado siguiéndoles de un lado a otro sin abrir la boca desde que llegaron.


CARLOS – Sólo queda uno ya, voy a por él.


BÁRBARA – ¡Vale!


            Carlos y Carla entraron a toda velocidad a la guardería. Bárbara, algo más intranquila, mirando en todas direcciones, se dirigió a la furgoneta y le entregó el portabebés a Chistian, que hizo caso omiso al dolor de su pie y cumplió con su deber maquinalmente. El ex presidiario cerró el portón trasero con un portazo, lo que hizo que los bebés de ambos vehículos llorasen aún con más ganas, sin importar ya los esfuerzos del pequeño Josete por mantenerlos en silencio.


ZOE – ¡Viene otro!


            Marion asintió, y apuntó hacia donde señalaba la niña, pues ésta no podía atinarle, ya que Marion se encontraba en la trayectoria del disparo. Era una niña, de la misma edad que Josete, aunque tenía la cara desfigurada y le faltaba el brazo izquierdo hasta la altura del hombro. A diferencia del infectado que había abatido Zoe, ella no tenía el menor pudor en gritar, y venía corriendo a gran velocidad. A Marion no le tembló el pulso y disparó a la niña. La bala impactó en la calzada, desprendiendo en el proceso algo de asfalto y algunas chispas. La hija del famoso presentador de informativos se concentró, colocó el ojo derecho en la mirilla y disparó de nuevo. La niña rodó por el suelo tras el impacto, y se disponía a levantarse cuando una tercera bala atravesó su cráneo, entrando por la frente y saliendo por la nuca, salpicándolo todo de sangre a su alrededor. Carla salía en ese momento de la guardería, con otro de aquellos capazos a cuestas, y su mirada se cruzó por un momento con la de Marion. La veinteañera se giró hacia la niña muerta, y su mandíbula inferior cayó a plomo hacia abajo. Carlos la arrancó de su ensimismamiento con un grito.


CARLOS – ¡Vamos! ¿A qué esperas?


            El instalador de aires acondicionados agarró a Carla del antebrazo y prácticamente la arrastró al furgón. Su abuelo se encargó de acomodar al pequeño en la parte trasera del vehículo. El sonido de los llantos infantiles no hacía más que empeorar la situación. Al parecer la sesión de limpieza no había sido suficiente, ya que los gritos coléricos de otros infectados se oían en la distancia. De lo que no cabía la menor duda, era que debían abandonar la zona cuanto antes.


BÁRBARA – ¡¿Ya están todos?!


CARLOS – Sí.


BÁRBARA – ¡Pues vámonos de aquí cagando leches!


            La profesora tiró de la persiana de la guardería con todas sus fuerzas, y ésta impactó contra el suelo generando un gran estruendo. Ya poco importaba un poco más o menos de ruido. Ayudó a Zoe a bajar de encima de la furgoneta y llamó la atención de Carla, que se había quedado embobada mirando al cadáver de aquella niña, el interior de cuyo cráneo seguía drenándose en la sucia calzada. La guió al vehículo tras cuyo volante ya se encontraba Christian, que se había molestado incluso en arrancar el motor, y entraron las tres sin demora. Carlos arrancó el furgón y tomó la delantera, y seguido de cerca por el ex presidiario, abandonaron el lugar, dejando tras de sí la furgoneta roja con la que habían venido y a un grupo de al menos cinco infectados que se dirigían ahí a ver si podían hincharles el diente.


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Published on October 06, 2014 15:02

October 3, 2014

2×898 – Infructuoso

898


 


Barrio de Bayit, ciudad de Nefesh


25 de noviembre de 2008


 


Aquél incómodo silencio llevaba prolongándose por más de diez minutos. Prácticamente tanto tiempo como tiempo hacía que Carlos, Marion, Christian y Zoe habían partido. Maya e Ío estaban sentadas hombro con hombro a un lado de la mesa. Juanjo se encontraba al otro, hurgándose las muelas con un palillo. Se había empachado de tal modo que ya no tenía siquiera apetito y notaba un cierto malestar en el estómago. En cuestión de una hora había comido más que los tres días anteriores juntos, importándole bien poco lo que opinaran de él el resto de comensales. Pancho dormía a pierna suelta en mitad de la calzada, patas arriba, recibiendo los rayos directos del sol en su vientre materno repleto de cachorrillos.


            Las dos adolescentes habían heredado a regañadientes el papel de anfitrionas. Juanjo había sugerido a Carlos que su vuelta a la guardería resultaría más un estorbo que una ayuda, y para su sorpresa y tranquilidad, el instalador de aires acondicionados había coincidido con él. Pese a que a primer golpe de vista su grupo distaba mucho del de los ex presidiarios, Carlos no estaba dispuesto a ofrecerles ningún tipo de arma, al menos hasta estar del todo convencido que no las utilizarían en su contra. En consecuencia, Juanjo se había quedado en el barrio, junto a las dos chicas y a Paris, al que hacía más de media hora que habían perdido la pista.


            El banquero se sacó el mondadientes de la boca, observó lo que había adherido a su punta, y se lo llevó a la boca, saboreando su hallazgo.


JUANJO – Bueno… ¿Y dónde vivís vosotras?


            Ío colocó su mano sobre el regazo de Maya, por debajo de la mesa. La hija del difunto pescador le hizo un gesto de asentimiento, tratando de tranquilizarla. Había visto una incomodidad creciente en la chica sorda desde la vuelta de Carlos y se veía en la obligación de ofrecerle su apoyo. Resultaba evidente que esa nueva incorporación al grupo le había resultado especialmente incómoda. Pese a que hacía un par de semanas que había huido por tercera y definitiva vez de aquél grupo de desalmados, aún tenía demasiado presente el trato vejatorio al que la habían sometido. Buena muestra de ello la daba el vendaje de su mano derecha, cuya herida ya empezaba a mostrar bastante buen color.


MAYA – Aquí.


            Maya señaló al bloque de la fachada azul, el que hacía esquina, y en cuyo ático vivían Bárbara y Zoe. Pese a que era consciente que su voz dentro del grupo no tenía apenas fuerza, a ella también le disgustaba la idea de recibir a ese hombre en el barrio. Hubiese preferido que se celebrase un consejo de veteranos, y que entre todos decidieran si debían permitirles adherirse al grupo o no.


MAYA – Pero ya están todos los pisos ocupados.


JUANJO – ¿Y yo dónde puedo quedarme?


            La antigua hemipléjica alzó los hombros.


MAYA – Ahí al otro lado del muro, en la calle larga, están todos los pisos vasíos.


            Juanjo se giró hacia el muro que daba al interior, prácticamente idéntico al que tenían delante.


JUANJO – ¿Y por dónde salís para ir a la otra calle?


MAYA – Por el parking ese, que tiene entrada a las dos calles.


JUANJO – Ahá… Está bien…


            De nuevo se hizo el silencio. Las chicas no tenían intención de continuar la conversación, pero tampoco consideraban oportuno dejarle a solas. La espera hasta que volvieran Carlos y los demás se les antojaba especialmente tediosa.


JUANJO – ¿Tu amiga no dice nada?


            Ío empezó a respirar pesadamente. Maya le cogió la mano y se la estrujó con suavidad. Juanjo frunció el entrecejo, extrañado.


MAYA – Mi amiga no tiene nada que desir.


JUANJO – Bueno…


            El banquero se rascó la coronilla, maldiciendo su incipiente alopecia, y se mordió el labio inferior, pensativo. Finalmente decidió exponer lo que llevaba tanto tiempo demorando. A veces la mejor manera era soltarlo directamente.


JUANJO – ¿Me podéis llevar donde tenéis la despensa? Carlos me dijo antes que me llevaría, pero… no querría molestarle, con lo ocupado que está. Tengo curiosidad por verla. Me ha hablado muy bien de ella. Y así le podemos ahorrar la molestia a él. Ahora que no tenemos nada que hacer…


            Maya notó de nuevo una presión en su muslo. Ío estaba en tensión y no perdía ojo a Juanjo, atenta a cada una de sus palabras. Mientras más tiempo pasaba cerca de él, más desconfianza le inspiraba.


MAYA – Yo no tengo la llave, la tiene él. Tendrás que esperar a que vuelva…


JUANJO – Ah. Qué lástima…


MAYA – Lo guardamos todo bajo llave, para evitar que ningún extraño meta mano.


            Maya y Juanjo se aguantaron la mirada durante un instante. El banquero enseguida recuperó su habitual sonrisa, restándole importancia a la impertinencia de la joven.


JUANJO – Ah, pues hacéis muy bien. Nunca se sabe…


            La joven asintió, y de nuevo el barrio volvió a quedar en silencio. Un minuto más tarde Juanjo se levantó de la silla, emitiendo un sonido quejumbroso al arquear la espalda.


JUANJO – ¿Puedo ir a ver la otra calle?


            Maya le hizo un gesto afirmativo, ansiosa por perderle de vista.


MAYA – Ahí las calles y las casas están todas limpias. Quiero desir… que no hay infectados. Pero… aún no las hemos revisado todas. Si encuentras algo útil tráetelo, ¿vale?


JUANJO – Suena divertido. Nos vemos luego.


            Ambas le vieron alejarse del restaurante italiano, hasta que desapareció tras el portón del parking, que dejó abierto de par en par, literalmente al contrario del modo como lo había encontrado, del modo como habían acordado dejarlo siempre los habitantes de Bayit, para evitar fisuras en la segunda corona de seguridad. Ío exhaló todo el aire de sus pulmones, tratando de relajarse ahora que aquél desagradable hombre las había dejado solas. Se dio cuenta que aún tenía la mano sobre el regazo de Maya y la apartó rápidamente, avergonzada.


MAYA – No me gusta un pelo este tío…


            Ío negó con la cabeza, apretando los labios. No podía estar más de acuerdo con su compañera.


ÍO – No… a mi tam-poco.


            No habrían pasado ni cinco minutos cuando la chica sorda leyó en los ojos de su compañera la alerta producida por un sonido que ella le era vetado. La hija del difunto pescador le explicó que se trataba de la sirena que Carlos había instalado en la estación de radio del piso de Bárbara, que sonaba siempre que alguien intentaba ponerse en contacto con ellos. Maya comprobó que llevaba en el bolsillo la llave que Zoe le había entregado al irse, y ambas se apresuraron hacia el ático de la profesora, seguidas al trote por Pancho, para responder a la llamada antes que el interlocutor cortase la vía de comunicación. Maya confiaba que se tratase de Abril, pues la corta conversación que habían mantenido con ella esa misma mañana las había dejado bastante intranquilas, aunque también cabía la posibilidad que se tratase de Samuel, aquella enigmática persona con la que tantas horas pasaba últimamente hablando Bárbara. Enseguida lo descubrirían.


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Published on October 03, 2014 15:00