David Villahermosa's Blog, page 15
June 19, 2017
3×1112 – Fe
1112
Barrio de Bayit, ciudad de Nefesh
7 de enero de 2009
Zoe se despertó al escuchar cuchicheos a su alrededor. Entreabrió con lentitud su único ojo sano pero tuvo que cerrarlo enseguida, abrumada por tal cantidad de luz. Junto a ella distinguió dos siluetas borrosas que la observaban con detenimiento. Volvió a abrirlo, acostumbrándolo paulatinamente a la luz diurna que entraba por la ventana, a través de la cortina: se trataba de Bárbara y de su hermano.
BÁRBARA – Buenos días cariño.
La niña parpadeó un par de veces, aún bastante desubicada. Había tenido un mal sueño, y pese a que ya lo había olvidado, aún sentía parte de la congoja que éste le había provocado. Recordar dónde estaba y por qué se sentía tan mal tampoco la ayudó. Bárbara posó con suavidad la palma de su mano en la frente a la pequeña: la fiebre no había remitido, y pese al frío que reinaba por doquier, comprobó que Zoe estaba empapada en sudor. La profesora respiró hondo, visiblemente nerviosa.
BÁRBARA – ¿Cómo… cómo te encuentras?
Zoe notó cómo sus labios se resistían a abrirse al intentar responder. Tenía la boca muy seca, y notó cierta congoja al sentir cómo se separaban. Al hacerlo, tan pronto inspiró le sobrevino un ataque de tos, y enseguida se llevó una mano a la boca, temiendo que el mal que la atormentaba pudiese extenderse por el aire. Se trataba de una reacción bastante estéril habida cuenta que las otras tres personas que se encontraban en ese momento en el ático, al igual que ella, estaban infectadas. Bárbara notó un nudo en el estómago y se apresuró a coger un vaso de agua que ella misma había dejado sobre la mesilla de noche la jornada anterior.
BÁRBARA – Toma, bebe un poco. Te sentará bien.
La niña se incorporó y cogió el vaso que le ofrecía la profesora. A duras penas bebió un corto sorbo y se lo devolvió, con la mirada gacha, el silencio como única respuesta. Se sentía muy avergonzada por el fruto de su imprudencia, y cada vez que veía a Bárbara, ahora todavía más al verla lucir aquellas acusadas ojeras por la falta de sueño, esa sensación se convertía en un dolor prácticamente tangible. Ser consciente de lo mal que se lo estaba haciendo pasar le hacía casi tanto daño como el virus que corría por sus venas, exigiendo el gobierno de su cuerpo.
A Bárbara se le rompía el alma viéndola en ese estado. Zoe estaba empezando a parecerse cada vez más a la niña triste, asustada y desmotivada que conoció por pura casualidad en aquél supermercado abandonado en Sheol, alejándose de la jovencita vital, positiva y ávida de aventuras en la que se había convertido durante su larga convivencia. La profesora tomó aire, con el corazón latiéndole a toda velocidad debajo del pecho.
BÁRBARA – Zoe, cariño.
Volvió a tomar aire. Le temblaban las manos.
BÁRBARA – Hemos traído una medicina, para… que…
Notó cómo le temblaba la mandíbula y se esforzó por mantener la compostura. Zoe tenía serias dificultades para mantener el ojo abierto. Se encontraba muy débil y necesitaba seguir descansando.
BÁRBARA – Te sentará bien.
ZOE – ¿Más pastillas?
BÁRBARA – No… Es… Es… Te lo tendremos que inyectar en la corriente sanguínea, en… el brazo.
La niña suspiró, desanimada, pero enseguida sacó su huesudo brazo de debajo de las sábanas y se lo ofreció a Bárbara. Confiaba en ella más que en sí misma. La profesora se giró hacia su hermano y realizó un corto asentimiento con la cabeza. Él le respondió con idéntico gesto, y ambos intercambiaron sus posiciones.
GUILLERMO – La aguja es muy pequeña. A duras penas notarás un pequeño pinchazo.
ZOE – No pasa nada. Eres el hermano de Bárbara. Confío en ti.
Bárbara se apresuró a limpiar con el dedo índice la lágrima que emergió de su ojo izquierdo. Le entregó el vial a su hermano, que ya tenía preparada la jeringuilla, una de las que venía con el juego de vacunación que habían tomado prestado del hospital de la isla. Demostró su habilidad vaciando por completo el vial. Bárbara notó un sobresalto al ver cómo un minúsculo chorro de aquél líquido volaba por los aires cuando su hermano aseguró que no quedase nada de aire en la jeringuilla.
GUILLERMO – Puedes mirar si quieres. Dicen que da menos impresión.
ZOE – No, no, no. No quiero mirar.
Zoe giró el cuello en un gesto exagerado, para apartar de su campo de visión aquella jeringuilla, al mismo tiempo que cerraba su ojo sano.
GUILLERMO – Bueno, como quieras…
Guillermo colocó una tira de plástico en el antebrazo de la niña, para facilitar la inyección. Respiró hondo, consciente que ya no había marcha atrás. Zoe profirió una corta inspiración al notar cómo la aguja penetraba en su piel. Bárbara se tapó la boca con la palma de la mano, observando con detenimiento cómo aquél líquido incoloro entraba en el organismo de la pequeña, mientras temblaba de pies a cabeza. Esa era su última carta. Si no surtía efecto, Zoe estaba sentenciada a algo incluso peor que la muerte. La incertidumbre amenazaba con hacerle perder la cordura.
Aguantó la respiración unos segundos al tiempo que su hermano sacaba la minúscula aguja del brazo de la pequeña, y acto seguido le colocaba una tirita con motivos de Bob Esponja en el lugar del pinchazo, del que emergió una minúscula gota de sangre. Esperaba una reacción, algún tipo de señal que le dijese que aquél salto de fe no había sido en vano, pero no ocurrió absolutamente nada. Guillermo guardó el vial vacío y la jeringa, debidamente protegida en la riñonera. Corrió la cremallera. Se apartó para devolverle a su hermana la posición privilegiada junto a la enferma. Bárbara asió la mano de Zoe con la muñeca vendada.
BÁRBARA – ¿Quieres…? ¿Quieres que te traiga algo para comer?
ZOE – ¡No! No podría comer nada, ahora. No… Gracias. Lo siento, pero… estoy muy cansada.
Bárbara asintió. Respiró hondo. Cruzó la mirada un instante con su hermano, y volvió a mirar a la niña, que mostraba signos evidentes de tener dificultades para mantener el ojo abierto.
BÁRBARA – Descansa entonces.
La profesora le dio un beso en la frente, y se disponía a alejarse de ella para dejarla descansar, cuando la niña la agarró con ambos brazos, impidiéndole alejarse. Bárbara se dejó abrazar, en una posición terriblemente incómoda. Zoe le susurró al oído.
ZOE – Lo siento. Lo siento mucho.
Ambas estallaron en llanto al unísono. Guillermo puso los ojos en blanco.
BÁRBARA – No pasa nada, cariño. Te pondrás bien. Confía en mí.
ZOE – No. No me pondré bien. Lo he jodido todo. Lo siento muchísimo. Lo siento… De veras que lo siento…
Bárbara acabó derrumbándose. Guillermo las dejó a solas mientras ambas lloraban. La suerte estaba echada.
June 16, 2017
3×1111 – Reculada
1111
Barrio de Bayit, ciudad de Nefesh
7 de enero de 2009
Guillermo frunció ligeramente el ceño al escuchar aquél ruido desde el rellano. Hizo pasar a su hijo al ático, sujetándole de la mano, y cerró con suavidad a su paso. Ambos abandonaron el recibidor y se dirigieron al dormitorio que compartían, el único que tenía la puerta entreabierta, a diferencia del de Zoe y el de Bárbara.
Guillermo empujó con suavidad la puerta y aquél ruido cesó al instante. Bárbara tenía sujeta con ambas manos la funda de la almohada de Guille. Se giró a toda prisa hacia ellos, sorprendida, y se quedó inmóvil. La habían pillado infraganti.
La habitación estaba manga por hombro: daba la impresión que hubiese pasado un huracán. No había un solo cajón en su sitio, y tanto los propios cajones como su contenido descansaban sobre la cama y desparramados por doquier. La cómoda estaba tirada en el suelo, con la trasera mirando al techo. Las camas lucían desnudas de ropa y el colchón de la de Guille descansaba apoyado en la pared, junto a la ventana.
GUILLERMO – ¿Buscas algo?
Bárbara agachó la mirada, avergonzada, y tomó aire con un ligero gimoteo. La luz del sol matutino que entraba por la ventana formaba una franja prácticamente tangible en el aire a causa del polvo en suspensión. Cualquiera que hubiese mirado por la ventana habría negado que la jornada anterior se pasó todo el día lloviendo.
BÁRBARA – Ahora… ahora lo recojo todo. Lo siento.
La profesora comenzó a introducir la almohada de Guille en su funda, mientras una lágrima recorría su mejilla y bajaba hasta su barbilla, para acabar impactando en su pecho. Estaba desesperada viendo morir lentamente a Zoe, más que dispuesta a agarrarse a un clavo ardiente, y ya no sabía qué hacer.
GUILLERMO – Deja eso ahí.
Bárbara miró a su hermano. Padre e hijo venían de la calle y estaban bien abrigados. Sin embargo, él se había desabrochado la chaqueta, y entre los dos lados de la cremallera podía verse claramente en su cintura la riñonera que con tanto ahínco ella había buscado desde que padre e hijo abandonasen el ático hacía algo menos de quince minutos. Se sintió realmente estúpida: debió haberlo imaginado. Su hermano no era estúpido.
Guillermo tomó asiento en su propia cama y le hizo un gesto a Bárbara, palmeando el colchón desnudo junto a él. La profesora miró su mano y se le volvió a quedar mirando a los ojos, con los suyos propios anegados en lágrimas.
GUILLERMO – Siéntate.
Bárbara titubeó, superada por la situación, pero acabó acatando su orden. En ese momento hubiese deseado que se la tragase la tierra. El investigador biomédico se rascó la cabeza a la altura de sus incipientes entradas. Respiró hondo. Su hermana estaba en silencio, mirando el suelo, enfadada y avergonzada consigo misma a partes iguales. Guillermo cerró con fuerza los ojos y se llevó las manos a la entrepierna. Bárbara frunció el ceño al escuchar descorrerse la cremallera de la ansiada riñonera, y se quedó de piedra al ver cómo su hermano sacaba de su interior aquél minúsculo vial, con a duras penas diez mililitros de un líquido incoloro que bien podía tratarse de agua. Ambos cruzaron sus miradas. La expresión facial de la profesora era todo un cuadro. Su mandíbula inferior temblaba nerviosamente. Guillermo se tomó su tiempo antes de volver a abrir la boca.
GUILLERMO – Toma.
Bárbara arrugó aún más la frente, sin comprender nada. Guillermo le acercó el vial, y le hizo un gesto, agitando ligeramente la cabeza. Ni él mismo sabía muy bien lo que estaba haciendo, aunque se había pasado toda la noche, en la que había sido incapaz de pegar ojo, dándole vueltas.
GUILLERMO – Toma, cógelo.
La profesora presentó la palma de su mano hacia arriba y Guillermo posó en ella el vial. Bárbara cerró la mano con suavidad, notando la frialdad del cristal en su piel, quizá la última esperanza de supervivencia de la pequeña Zoe.
GUILLERMO – Es probable que no sirva para nada, pero no quiero más muertes en mi conciencia.
BÁRBARA – ¿De verdad? ¿Estás seguro?
Guillermo asintió. Otra lágrima brotó de los ojos de Bárbara, que estaba temblando de pies a cabeza. Tal revelación le había cogido por completo con la guardia baja.
GUILLERMO – No sé a quién pretendo engañar. Esto lo hizo el papa, por libre, mientras trabajábamos en la vacuna. A mi no me dejó participar. A nadie le dejó participar. Ya le conoces… A él siempre se le han dado mucho mejor estas cosas. Tenía… un don. Pensaba que quizá la OMS le pediría un fármaco para revertir los efectos de la vacuna, por si… la cosa no salía del todo bien, y… el cabrón lo consiguió, aunque nunca llegaron a pedírselo. Ni siquiera se llegó a hacer experimentación humana, aunque tuvo muy buenos resultados con las ratas. Al fin y al cabo la vacuna funcionaba como un tiro. No lo necesitaban. Pero él de todos modos guardó una muestra.
Bárbara escuchaba con atención lo que su hermano tenía que decirle, sin dar crédito a su repentino cambio de actitud.
GUILLERMO – Eso que tienes en la mano es lo último que queda. Yo… no sabría ni por dónde empezar, si pretendiese replicarla, y mucho menos sin la maquinaria de los laboratorios, y toda la documentación y… sin él. Creo que el único que podría hacerlo es él… pero él ya no está aquí. Y no va a volver, y Zoe se va a morir si no hacemos algo, así que será mejor que levantes el culo de ahí.
El investigador biomédico respiró hondo y se levantó. Se colocó frente a su hermana y le ofreció su mano para incorporarse. Ella la rechazó, pero se levantó de todos modos, y se quedó frente a frente con él unos segundos, antes de abrazarle con fuerza, abandonándose al llanto, mientras sujetaba con fuerza en su mano derecha, la misma en la que llevaba el anillo de pedida de Enrique, ese último cartucho.
June 13, 2017
3×1110 – Irreconciliable
1110
Barrio de Bayit, ciudad de Nefesh
7 de enero de 2009
GUILLERMO – ¿Es esto lo que quieres para ella? ¿En serio, Bárbara?
Guillermo sujetó a Guille por la muñeca y le obligó a dar un paso en dirección a su tía. Bárbara sorbió los mocos escandalosamente. El niño gruñó, tratándose de zafarse de él. Lo consiguió sin demasiada dificultad y se dirigió al extremo opuesto del dormitorio, visiblemente inquieto. Se estaba poniendo nervioso por la subida de tono en la conversación entre su padre y su tía. Bárbara resopló airada. Su hermano no la había visto tan enfadada en mucho tiempo. Sólo el padre de ambos había conseguido llevarla hasta ese extremo.
Pasaban unos minutos de la medianoche y tanto Carlos como Abril habían abandonado el ático. La médico pasaría la noche en la habitación de invitados que Carlos había habilitado en su propio piso, escaleras abajo. Ezequiel se había quedado al cargo de la mansión, los animales y el invernadero. Ella se quedaría con ellos hasta que fuera preciso, por más que su presencia ya poco podía aportar. Zoe dormía en su propia habitación. Fuera ya había dejado de llover.
BÁRBARA – Tú no sabes lo que puede pasar si lo hacemos. ¡Tú mismo lo dijiste! Tan pronto puede no servir de nada como…
GUILLERMO – No vas a cambiar nada, Bárbara. Nada. Y si lo hicieras, no va a ser lo que esperas. No quiero darte falsas esperanzas.
BÁRBARA – Pero podríamos… evitar que…
El investigador biomédico negó con la cabeza, esforzándose en vano por hacerla entrar en razón.
GUILLERMO – No lo entiendes. El proceso ya ha empezado. Con esto como mucho podrías… prevenirlo. Pero antes. Ahora ya es tarde.
BÁRBARA – Quizá todavía estamos a tiempo. ¡No sabemos cómo funciona! Ha empezado esta misma mañana. Hace muy poco tiempo. Quizá… todavía podríamos curarla.
GUILLERMO – ¡No puedes curar algo que no existe! La infección esa de la que todo el mundo habla no… no existe. No es nada. Es una entelequia. No es más que una mala reacción entre dos fármacos. Ya no sé cómo explicártelo.
BÁRBARA – ¡¿Cómo tienes la sangre fría de decir eso después de toda la gente que ha muerto?!
Guillermo suspiró, consciente que estaba hablándole a la pared.
GUILLERMO – Lo siento, pero no puedo dártelo. Es lo único que queda. Es la única muestra que queda en la Tierra. No te lo puedo dar.
Bárbara comenzó a girar el anillo de pedida en su dedo. Se sentía como una bestia enjaulada, y en esos momentos hubiese abofeteado a su hermano.
BÁRBARA – Entonces qué, ¡¿dejamos que se muera?! ¿Aunque tengamos la posibilidad de salvarla? Aunque sea pequeña…
El investigador biomédico respiró hondo. Se sentía entre la espada y la pared, pero no estaba dispuesto a dar su brazo a torcer.
GUILLERMO – Bárbara. Los laboratorios ardieron hasta los cimientos. Medio Sheol fue reducido a cenizas. ¡Tú misma lo viste! Todo el trabajo, toda la documentación, todos los ordenadores, todas las muestras… Sólo conseguí salvar eso, y… ya lo estás viendo. Mira a tu sobrino. No es lo que tú quieres. Esa muestra es demasiado importante para utilizarla frívolamente. No puedes anteponer la vida de una persona individual al destino de la humanidad.
BÁRBARA – Hipócrita. Cínico. ¡Hijo de la gran puta!
Bárbara amenazó con golpear a su hermano, pero se lo pensó dos veces. Guillermo cayó en la cuenta de lo desafortunado que había sido su comentario.
GUILLERMO – Yo no sabía lo que iba a pasar, Bárbara. ¿Te piensas que lo hubiese hecho de saberlo? ¿Por quién diablos me tomas? ¡Por el amor de Dios, también era tu padre!
La profesora no pudo soportarlo más y estalló en llanto.
BÁRBARA – No puedo. No puedo. No puedo. No quiero oír una palabra más.
GUILLERMO – Bárbara.
Guillermo sujetó a su hermana por el antebrazo. Ella apartó el brazo con violencia, como si le hubiese quemado. Le brindó una mirada que le heló la sangre.
BÁRBARA – ¡Suéltame!
GUILLERMO – Barbie… escúchame.
BÁRBARA – Que me olvides. ¡Para mi estás muerto!
Bárbara se dirigió a la puerta y la abrió de un fuerte tirón. Al hacerlo se encontró de frente con Carlos, que se dirigía hacia ella visiblemente sobresaltado. Le cogió con la guardia baja, y soltó una exclamación.
CARLOS – ¿Se puede saber qué os pasa? Por el amor de Dios. ¿Sabéis qué hora es? Se os oye discutir desde el patio de luces.
BÁRBARA – Nada. No pasa nada. Déjame pasar. Aparta.
Bárbara echó a un lado a Carlos y abandonó la habitación. Cruzó medio pasillo y abrió con suavidad la puerta tras la que descansaba Zoe. La cerró y tomó asiento en el taburete que había junto a la cama donde dormía la pequeña. Apoyó los codos en las rodillas y comenzó a llorar, esforzándose por no despertarla. La niña estaba sumida en un profundo sueño, y tan medicada, que difícilmente podría haberlo conseguido.
Carlos giró del cuello de la puerta de la habitación de Zoe y fijó su mirada en Guillermo que se había quedado quieto como una estaca bajo el umbral. Guille se había hecho un ovillo en su cama, bajo las sábanas. Carlos se rascó la nuca, algo incómodo por la situación.
GUILLERMO – Estamos todos muy nerviosos. Será mejor que nos acostemos ya. Disculpa si te hemos molestado.
CARLOS – No… Descuida. Sólo que… Nada. Tienes razón. Descansa, que mañana será un día duro para todos.
Guillermo asintió y acompañó a Carlos a la entrada del ático, azuzándole para que le dejase en paz. Estaba todavía muy exaltado. Tan pronto el instalador de aires acondicionados pisó el rellano, Guillermo cerró la puerta y apoyó la espalda contra ella. Cerró los ojos e inspiró profundamente. El corazón le latía a toda velocidad en el pecho.
Entendía la postura de su hermana. Él mismo se había encontrado en una situación muy parecida tiempo atrás y había arriesgado su vida ridículamente con tal de conseguir lo que ahora él le estaba negando a ella: una oportunidad. No obstante, estaba plenamente convencido que había tomado la decisión correcta.
June 9, 2017
3×1109 – Deshauciada
1109
Barrio de Bayit, ciudad de Nefesh
6 de enero de 2009
Bárbara levantó la mirada del suelo al escuchar voces familiares en la entrada del ático. Respiró aliviada.
Hacía cerca de media hora que se había puesto el sol, pero aún no era noche cerrada. No había parado de llover desde esa mañana, pero ahora a duras penas caía un ligero rocío. Los regalos que habían escondido ilusionados ella y Carlos bajo la lona, a los pies del árbol de Navidad, habían acabado mojándose. Bárbara no había caído en la cuenta que las titilantes luces de colores se habían apagado. Carlos se había encargado de ello: no había nada que celebrar.
Ella no había abandonado a Zoe ni un solo momento desde que Christian la trajese en brazos al barrio es mañana. La pequeña había bebido bastante y había comido media tortilla hecha con huevos recién cogidos, que acabó vomitando poco después. Ella no había probado bocado en todo el día. El estado de la niña era bastante delicado, y Bárbara temía por su fiebre, que no había manera de hacer remitir. Zoe estaba ahora de nuevo dormida. Respiraba por la boca, emitiendo unos silbidos que al menos apaciguaban el maltrecho espíritu de la profesora.
Christian e Ío hacía un par de horas que se habían ido, a cubrir el turno de esa noche de Bárbara y Carlos al cargo de los bebés. La profesora lo agradeció. Los lloriqueos de Ío estaban empezando a ponerla realmente nerviosa, y la expresión ceñuda y compungida de Christian no hacía si no inquietarla aún más. Estaba especialmente susceptible en esos momentos, y todo parecía molestarle más de la cuenta.
Pese a que no tenía otra cosa en la cabeza durante toda la tarde, no había osado preguntar al ex presidiario cómo y dónde había encontrado a Zoe. Su estado delataba cuanto había ocurrido, y la forma de la herida de su muñeca no dejaba lugar a la especulación. Sin embargo, algo dentro de sí le decía a Bárbara que hasta que no tuviera datos objetivos para asumir el destino trágico de la niña, aún había lugar para la esperanza. Sabía que así sólo se engañaba, pero no pudo evitarlo.
La profesora se giró justo a tiempo de ver, a la luz de la lámpara de camping que pendía del techo, a Carlos seguido de cerca por Abril, que lo escrutaba todo con la cabeza entre los hombros. Se levantó y se acercó a ellos. La médico frunció el ceño al ver la expresión triste y agotada en los ojos hundidos de Bárbara, y se limitó a abrazarla, sin mediar palabra. Bárbara respiró entrecortadamente y una lágrima le recorrió la mejilla. Abril le acarició la espalda, notando los espasmos de la profesora. Chistó con la lengua al ver, por encima del hombro de Bárbara, a Zoe tumbada en la cama.
En adelante fue Abril quien tomó la iniciativa. Bárbara lo agradeció. Estaba demasiado agotada psicológicamente para tomar ningún tipo de decisión. Si bien esos eran sus amigos, Abril había acudido a Bayit en calidad de médico, y estaba muy concienciada en su papel. Despertó a Zoe y la sometió a un corto pero intenso interrogatorio que no sirvió sino para corroborar sus sospechas. La niña a duras penas respondió con monosílabos, con la voz entrecortada, sin parar de disculparse por lo que había hecho. La médico tuvo suficiente para hacer sus primeras valoraciones. En realidad, todos sabían qué mal aquejaba a la niña, por más que no lo decían en voz alta. Ella misma lo sabía demasiado bien.
El siguiente paso resultó todo un revulsivo para el ánimo de Bárbara. Abril trató a la niña del mismo modo que la hubiera tratado en la UCI del hospital Qinah. Le tomó la temperatura, revisó la reacción de sus pupilas, limpió y desinfectó sus heridas, la medicó para hacerle bajar la fiebre y le diagnosticó un tratamiento. Incluso le dio media docena de puntos en la herida de la muñeca. Zoe aguantó estoicamente el dolor y se dejó hacer, consciente que sólo pretendía ayudarla. Zoe adoraba a esa mujer, y verla en el barrio le hizo sentir un poco mejor, pese a lo crítico de su situación. Por fortuna, la niña no formuló en ningún momento la pregunta incómoda que Abril tanto temía, y cuya respuesta ambas conocían perfectamente. Pasados poco menos de veinte minutos, concluyó con su trabajo.
Para su sorpresa, a Abril no le costó nada convencer a Bárbara para tomar una muestra de sangre de la niña pelirroja. Zoe se dejó hacer, con un minúsculo atisbo de esperanza en el corazón al ver a los demás tan preocupados por ella. Ambas abandonaron la habitación, dejando a la niña a solas para que pudiese seguir descansando, y se dirigieron con la muestra de sangre al salón, donde les esperaban Carlos y Guillermo. Guille descansaba en la habitación que compartía con su padre. No había pegado ojo en todo el día y ahora, contra todo pronóstico dada su tendencia a mantenerse en vela durante la noche, dormía como un bendito.
El experimento fue bastante rápido, y resultó especialmente tenso para Guillermo y Bárbara. Abril colocó con extremo cuidado unas gotas de la sangre de Zoe en una probeta, y acto seguido vertió encima una sola gota de la vacuna que había creado el padre de ambos hermanos. La reacción no se hizo esperar, y fue idéntica a cuando llevaron a término ese mismo experimento en la mansión de Nemesio con la sangre de Bárbara. Guillermo la observó con especial atención. Quizá con excesiva atención, pues hizo que incluso Carlos frunciera ligeramente el ceño al verle tan interesado.
Ahora ya no cabía lugar a dudas: la sangre de Zoe estaba infectada. A Carlos le sorprendió la calma con la que Bárbara se tomó la mala nueva, pero no le dio la importancia que merecía a tal ausencia de reacción por su parte. Por fortuna para ambos hermanos, ni Abril ni Carlos cayeron en la cuenta de la mirada que Bárbara le brindó a Guillermo, y mucho menos de la expresión seria e incómoda que éste le ofreció en contestación, en una conversación muda con una enorme carga de tensión.
June 5, 2017
3×1108 – Lamentable
1108
Barrio de Bayit, ciudad de Nefesh
6 de enero de 2009
CARLOS – No lo sé. No sé en qué diablos estaría pensando… ¡Maldita cría! ¿Podrás venir?
ABRIL – Sí. Claro… Salgo… Salgo ahora. Descuida.
CARLOS – ¡No, mujer! Te paso buscando si quieres. No… No vayamos a tener otro disgusto. Sólo faltaría.
ABRIL – Qué va. Tengo… Tengo aquí el coche a punto, y un montón de combustible del que me trajisteis la última vez. Además, hace un día genial para salir. No me va a pasar nada. Ya voy yo.
CARLOS – ¿Estás segura?
ABRIL – Sí. Mientras antes llegue, mejor. No podemos perder más tiempo.
CARLOS – A ver… Tampoco… Quiero decir… la niña está mal, pero no creo que…
ABRIL – Olvídate. Cojo el coche y voy. No se hable más. Además, hace mucho tiempo que os debía una visita. Aunque… es una pena que tenga que ser en estas condiciones.
Abril suspiró. Carlos no encontró las palabras con las que responder a la médico. Fue ella la que rompió el silencio incómodo que se había apoderado del dormitorio de Bárbara, con la cama aún deshecha.
ABRIL – Nos vemos esta tarde.
CARLOS – Muchas gracias. Te debemos una.
ABRIL – No digas tonterías. Hasta luego.
El ruido de la estática se adueñó de la habitación. Carlos cortó la comunicación de radio. Respiró hondo, con los ojos cerrados y la nuca apoyada contra el respaldo de la silla del escritorio, dejó pasar unos segundos y acto seguido se puso en pie. Miró de reojo la puerta por la que había entrado y un escalofrío le recorrió la espalda. La puerta que comunicaba con la terraza estaba abierta: seguía lloviendo. El instalador de aires acondicionados se levantó, echó mano del bolsillo y extrajo una cajetilla de tabaco. Se acercó a la terraza, sacó un cigarro y el mechero de la cajetilla y lo encendió con manos temblorosas. Empezó a fumar, con caladas excesivamente largas y la mirada perdida en el cielo encapotado.
Aunque durante los períodos de bonanza como el que acababan de disfrutar la sensación se diluía sustancialmente, haciéndoles incluso bajar la guardia, Carlos se convenció que nada de lo que hicieran iba a parar la rueda que se estaba llevando por delante el mundo entero. En su mente volvió a formularse la pregunta que jamás le había abandonado desde que comenzase esa pesadilla: ¿Valía realmente la pena seguir luchando contra lo inevitable?
Acabó el cigarro en tiempo récord, esforzándose porque no entrase humo a la habitación, y se dispuso a encender otro. Llegó a posar el dedo sobre el pequeño botón de plástico del mechero, el cigarro pendiente de los labios, pero se lo pensó mejor y lo guardó de nuevo todo en la cajetilla, y ésta de vuelta al bolsillo. Evadirse de los problemas no era su estilo, y en el dormitorio contiguo sería más útil que ahí, aunque sólo fuese aportando algo de apoyo moral, de lo que él mismo estaba bastante falto.
Al entrar en el dormitorio de Zoe se sorprendió por lo vacío que estaba. Ya se había ido prácticamente todo el mundo, después del lamentable espectáculo que había protagonizado echando a cuantos compañeros curiosos y preocupados se habían congregado en el dormitorio, ávidos de conocer la gravedad de la situación y ofrecerle palabras de ánimo a la pequeña. Tan solo quedaban la profesora, Ío, a la que no había conseguido convencer, y Christian, que no había abandonado a Zoe desde que volviese con ella en brazos al barrio. La niña estaba tumbada boca arriba en su propia cama, la colcha hasta el cuello, con los ojos cerrados. No había manera de saber si sólo descansaba o si finalmente se había quedado dormida. Bárbara estaba sentada a su lado, junto a la cama, sujetándole con suavidad la mano con la muñeca nuevamente vendada. Al menos ya no sangraba.
CARLOS – Acabo de llamar a Abril. Vendrá esta tarde, a… a… a echar un vistazo.
Todos le miraron, pero nadie le ofreció una respuesta. Tampoco había mucho que añadir. Su gesto no dejaba de ser loable, pero todos sabían que Abril poco podría hacer por la pequeña Zoe, más allá de limpiar y desinfectar sus heridas, ofrecerle alguna medicación para paliar el dolor y darle algún que otro punto. El mal que aquejaba a la niña no lo podría curar ni el mejor médico del mundo. Ío volvió a agachar la mirada, los ojos enrojecidos por el llanto. Bárbara no paraba de mirar a la niña, cuya cara herida se hinchaba más por momentos. La impotencia la estaba matando por dentro. No estaba preparada para un golpe como ese.
Christian fue el único que asintió vagamente al instalador de aires acondicionados, segundos después, para acto seguido dirigir su mirada de vuelta a la ventana. Él estaba muy preocupado por la más que probable avalancha de preguntas que recibiría tan pronto volviese al barrio, pero nadie le había interrogado aún sobre el modo cómo había encontrado a la niña, lo cual le había sorprendido bastante. Al parecer, el lamentable estado físico de la niña y la herida de su muñeca resultaban lo suficientemente explicativas del destino que había sufrido la pequeña, y visto lo visto, los pormenores del mismo poco importaban ya. Todos se habían centrado en ella, y él había pasado a un segundo plano, aún siendo su salvador. Tampoco nadie se lo había agradecido, aunque eso a él no le importó lo más mínimo.
Carlos se colocó a la vera de Bárbara, y posó su mano sobre el hombro de la profesora. Bárbara levantó la mirada, con sus ya habituales ojeras aún más acusadas por la falta de sueño y la preocupación, y el instalador de aires acondicionados vio cómo sus ojos color avellana adquirían un brillo característico. A Carlos se le rompió el alma, y su mente comenzó a divagar hacia el futuro. Estaba convencido que Bárbara no sería capaz de dar paz a la niña llegado el momento, y que en consecuencia, esa difícil tarea le correspondía a él. Miró a la niña, que respiraba pausadamente por la boca. Se le hizo un nudo en el estómago tan solo de imaginarlo.
June 2, 2017
3×1107 – Volandas
1107
Obra abandonada en el barrio de Bayit
6 de enero de 2009
Christian sintió un desagradable déjà vu al llevar a la pequeña a cuestas por el suelo embarrado. No era la primera vez que se encontraba en una situación similar con una persona a la que apreciaba que había resultado mordida. La anterior ocasión aún quedaba algo de lugar a la esperanza, al no saber a ciencia cierta cómo funcionaba aquél maldito virus. Maya salvó la vida contra todo pronóstico, e incluso recuperó la movilidad de cintura para abajo, sorprendiendo a propios y extraños. Pero Maya no había sido vacunada. Zoe sí lo estaba, y ambos sabían muy bien lo que ocurría a las personas vacunadas que recibían el mordisco de un infectado. Quizá por ello cundía tal silencio tenso entre los dos amigos.
El vendaje con el que habían cubierto burdamente la herida en la muñeca de la pequeña empezaba a empaparse de sangre. Pese a que se trataba tan solo de un pequeño parche hasta que llegaran de vuelta al barrio y Zoe pudiese recibir la cura que se merecía, Christian se sintió fatal por no poder hacer nada más por ella. La niña incluso tenía unas décimas de fiebre y le costaba enfocar la vista. El ex presidiario no paraba de pensar que si hubiese llegado más pronto, tal vez podría haber cambiado su destino. De nada serviría ahora lamentarse.
Zoe no se quedó tranquila hasta que comprobó que Morgan estaba realmente dentro de la caseta de obra. Pese a que aquél hombre había intentado matarla para luego devorarla, la niña seguía sintiendo una fuerte vinculación emocional con él. Al verles a través de la ventana, el policía volvió a ponerse realmente nervioso, gritando y danto golpes, intentando sin éxito encontrar el modo de salir de ahí.
La pequeña bien pudiera haber caminado por su propio pie, pero estaba demasiado agotada física y emocionalmente por la pelea con Morgan, y tras una corta discusión, al final concedió que Christian la llevase en volandas. A él no le supuso ningún problema: la niña era un saco de huesos. La lluvia se había intensificado mientras hablaban, y la idea que cualquier otro infectado les pudiese abordar durante el trayecto de vuelta al barrio resultaba cuanto menos ridícula. Christian dio media vuelta y se dirigió a la entrada de la obra.
ZOE – Chris.
El ex presidiario no respondió. Estaba concentrado en su papel de llevarla de vuelta al barrio y no se sentía con ánimos de hablar.
ZOE – Chris, tienes que prometerme que no le dirás a nadie…
Christian agachó ligeramente la mirada y la cruzó con la de Zoe. La niña estaba muy seria. No aceptaría un no por respuesta.
ZOE – Chris. Por favor. Si se enteran, lo querrán matar. No se lo podemos contar.
El chico respiró hondo, con un ojo entrecerrado por culpa del chorreo del agua de lluvia en su cara, que había vencido el poder de su ceja. Dejó pasar unos segundos, en los que la niña no paró de acribillarle con la mirada, hasta que finalmente llegaron al portón de acceso. Respiró hondo, rememorando las palabras del policía cuando descubrió que estaba infectado.
CHRISTIAN – Tranquila.
Ambos abandonaron la obra en silencio, conscientes que compartían un secreto que no debía ser desvelado, y en cierto modo, pese a lo irónico de la situación, satisfechos al saber que Morgan seguía vivo. No en vano ambos le debían la vida a aquél negro cascarrabias.
El camino de vuelta fue lento, pesado y bastante triste. Zoe comenzó a lloriquear de nuevo, al tener ocasión de reflexionar sobre las consecuencias de su imprudencia. Sabía muy bien lo que vendría a continuación, y se le venía el mundo encima. Christian, aún sin saber muy bien por qué, no podía apartar de su cabeza la idea de decirle a la niña que la cinta violeta estaba a buen recaudo. Sin embargo, tal revelación no haría sino tornar aún más inútil y estéril el esfuerzo de la niña por encontrarla, delatando que se había dejado infectar por una estupidez. Después de darle muchas vueltas, prefirió no contarle nada.
Christian sintió un escalofrío al girar una de las últimas bocacalles y ver a tres personas en mitad de la calzada. Por un instante les confundió con infectados y a punto estuvo de dar media vuelta, dejar a Zoe en el suelo y echar mano de su arma. Pero enseguida se tranquilizó. Desconocía quienes eran los otros dos, pero la silueta de Paris resultaba inconfundible, incluso a esa distancia. Tan pronto ellos se percataron de su presencia, una de las tres figuras corrió bajo la lluvia para encontrarse con ellos.
Bárbara les alcanzó enseguida, hecha un manojo de nervios.
BÁRBARA – ¿Qué ha pasado? ¿Qué… qué te… que le… qué ha pasado, Chris?
Christian respiró hondo. Bárbara miró compungida a la pequeña. Zoe le apartó la mirada, avergonzada. La profesora no entendía nada, y se le formó un nudo en el estómago al ver el lamentable estado en el que se encontraba la pequeña y la venda empapada en sangre y agua de lluvia en su muñeca. Carlos y Paris acudieron prestos junto a ellos, arma en mano. Paris se mantuvo en silencio, consciente que no era el momento de dar a conocer su opinión al respecto de lo ocurrido. Carlos chistó con la lengua al comprobar que sus más lúgubres sospechas se habían demostrado ciertas.
CHRISTIAN – Vamos al barrio. Nos vamos a empapar aquí fuera, va.
A la profesora le temblaba la mandíbula y fue incapaz de reaccionar. Zoe seguía rehuyéndole la mirada, y eso le hizo sentir aún peor. Christian se la llevó, y Bárbara se quedó donde estaba bajo la intensa lluvia, quieta como una estaca, con un rictus de dolor en el rostro. Reaccionó únicamente al notar la mano de Carlos en su hombro. Se giró lentamente hacia él. Sus lágrimas se confundían con el agua de la lluvia.
CARLOS – Venga…
Bárbara le miró a los ojos, y él la atrajo hacia sí y la abrazó con fuerza.
May 29, 2017
3×1106 – Vilo
1106
Obra abandonada en el barrio de Bayit
6 de enero de 2009
Christian no daba crédito a la suerte que había tenido. Morgan no sólo no se había percatado de su presencia, si no que se había metido en la caseta de obra y se había echado cuan largo era en el suelo. El ex presidiario desconocía si había pasado desapercibido debido al ruido de la tormenta o al olor a desperdicios mezclado con el de la tierra mojada o si Morgan había decidido ponerse a cubierto sencillamente porque había empezado a llover, pero no estaba dispuesto a dejar escapar esa oportunidad de oro. No paraba de repetirse que no debía dudar un instante en acabar con él si las cosas se ponían feas, por más que el corazón le dictase lo contrario, pero si el propio policía le ponía las cosas más fáciles, no sería él quien se quejase.
Observándole de soslayo por la ventana, comprobó que incluso había cerrado los ojos, más que dispuesto a echarse a dormir. De todos modos, hacía mucho tiempo que había amanecido. Ya era hora. Christian estaba temblando de pies a cabeza, aún bastante abrumado por la situación. Venía con la intención de rescatar a Zoe y lo último que se le hubiese pasado por la cabeza era que acabase encontrando al policía ahí dentro. Había llegado a dar por hecho que jamás lo volvería a ver. Morgan no movió un músculo mientras el ex presidiario buscaba por las proximidades con qué encerrarle ahí dentro, pero sí se levantó a toda prisa cuando el joven atrancó la puerta con una de aquellas varillas corrugadas que tenían que haber servido para hacer la armadura de la cimentación.
Morgan no paraba de dar golpes a la puerta, tratando en vano de pasar al otro lado para hincharle el diente, pero Christian había hecho un muy buen trabajo con aquella barra de metal, tanto que temió que tendría serios problemas para sacarla de ahí si en algún momento decidía liberar al policía de esa cárcel de metal, lo cual ahora parecía cuanto menos descabellado. Resultaba evidente que esa no era la puerta original de la caseta. Todo apuntaba a pensar que sus antiguos dueños habían sufrido algún tipo de robo en el pasado, y habían sustituido la original por otra mucho más robusta, hecha enteramente de metal y con anclajes mucho más gruesos.
Christian respiró hondo, consciente que ahora venía la peor parte. Que Zoe había estado ahí esa mañana era un hecho. Aquella pistola automática no dejaba lugar a dudas. Si seguía ahí o no, era algo que el ex presidiario pretendía averiguar cuanto antes.
CHRISTIAN – ¡Zoeeeeee!
Los gritos y los golpes airados de Morgan se recrudecieron, pero Christian se esforzó por ignorarlos. El ex presidiario volvió a gritar el nombre de la pequeña, y se mantuvo en escrupuloso silencio acto seguido, mientras la lluvia, que se volvía más intensa por momentos, le empapaba la ropa. No obtuvo ni el más remoto amago de respuesta. Su propio instinto le dirigió al lugar del que había venido Morgan.
Bajó la rampa a toda prisa. Resbaló y a punto estuvo de caer de bruces al barro, pero consiguió mantener el equilibrio apoyando y hundiendo la mano izquierda en el lodo. Reptó por encima de la basura hasta alcanzar el lavabo portátil y entonces respiró hondo.
CHRISTIAN – ¿Zoe?
Las gotas de lluvia impactaban con saña contra la superficie de plástico del lavabo. En esos momentos, el intenso olor del producto químico luchaba por ganarle la hegemonía del hedor al de los pañales sucios y mojados. El ex presidiario seguía sin obtener respuesta y estaba poniéndose cada vez más nervioso. No le costó demasiado forzar con los dedos el dial que hacía de pestillo, que pasó de rojo a verde. Tiró de la puerta, que había quedado perpendicular al suelo, y ésta cayó a plomo contra un puñado de pañales sucios. Sintió un cosquilleo de felicidad al comprobar que ahí dentro estaba Zoe, que tenía la piel manchada de color azul. Su alegría se desvaneció al instante tan pronto vio el aspecto que lucía su cara y se le heló la sangre al ver la fea herida que lucía en la muñeca derecha, donde debía encontrarse la cinta violeta que había perdido. La niña o estaba muerta o había perdido el conocimiento.
Temblando de pies a cabeza, Christian la sacó con delicadeza del interior del lavabo y la llevó en volandas hasta la rampa. La colocó con suavidad boca arriba el en suelo, y aguantó la respiración mirando su pecho. Exhaló todo el aire de sus pulmones y gritó aliviado al comprobar que todavía respiraba. Zoe había conseguido salvar la vida después de todo. Christian la sujetó por los hombros y comenzó a zarandearla. Los golpes y los gritos de Morgan se extinguieron paulatinamente.
CHRISTIAN – Zoe. ¡Zoe despierta!
La siguió zarandeando un buen rato y se disponía a darle un bofetón en la cara cuando la niña emitió un gruñido y trató de agarrarle con la mano derecha. Christian reaccionó instintivamente: dio un respingo hacia atrás, y cayó de culo al suelo, a tiempo de ver abrirse el ojo de la pequeña que no estaba hinchado por los golpes. Lucía triste, pero de un color verde inmaculado. El ex presidiario, algo avergonzado, se maldijo a sí mismo por su salida de tono y se adelantó de nuevo para estar a su lado.
ZOE – ¿Chris?
Con el ojo entreabierto, la niña trató de nuevo de alzar la mano, y Christian se la sujetó con firmeza.
CHRISTIAN – Tranquila. Ya ha pasado…
Zoe hizo una rápida inspiración, repentinamente consciente del peligro al que estaban expuestos. La lluvia se volvía cada vez más fuerte.
ZOE – Christian, ¡ve con mucho cuidado! Morgan está por aquí. Es… Es… ¡Está infectado!
El ex presidiario se esforzaba por mirar a la niña a los ojos, pero no podía apartar de su cabeza la herida en forma de media luna que lucía en la muñeca. Él sabía perfectamente que la niña estaba vacunada, y negar que esa herida era de un mordisco sería estúpido. Se parecía demasiado a la que lucía Maya en la parte interior del muslo derecho.
CHRISTIAN – Tranquila, Zoe. Morgan ya no te volverá a hacer daño.
El ojo sano de Zoe se abrió por completo al tiempo que cambiaba por completo su expresión facial.
ZOE – ¿¡Lo has matado!?
Instantáneamente, Zoe comenzó a llorar.
CHRISTIAN – ¡No! No, no, no, no, no. No lo he matado. Lo he encerrado en la caseta, ahí arriba.
Zoe miró hacia donde señalaba Christian, y se relajó bastante.
ZOE – Él… no tiene la culpa de…
La niña tragó saliva, consciente de lo ridículas que sonaban sus palabras, después de todos los infectados que ella había matado sin el menor reparo. Se le formó un nudo en el estómago y comenzó a llorar de nuevo. Christian la abrazó, y le susurró al oído.
CHRISTIAN – Tranquila. Tranquila, pequeña. Ahora te llevaré de vuelta al barrio y… llamaremos a Abril para que te cure. ¿Vale?
Por algún motivo, las palabras de aliento de Christian, lejos de apaciguar el maltrecho espíritu de la pequeña, tan solo consiguieron hacer que llorase aún con más intensidad. Christian la abrazó con más fuerza, sintiéndose increíblemente impotente, y fue incapaz de no empezar a llorar, igual que ella.
May 26, 2017
3×1105 – Sospecha
1105
Barrio de Bayit, ciudad de Nefesh
6 de enero de 2009
Christian no paraba de mirar hacia atrás por encima del hombro, temeroso que alguien le estuviera siguiendo. Salpicó en todas direcciones al pisar un charco poco profundo en el patio de la escuela, manchándose las deportivas de barro, y siguió adelante hacia el portón de acceso trasero. No estaba haciendo nada malo, al contrario, pero no quería despertar sospechas entre los demás supervivientes. Nadie le echaría en falta a él, al menos durante un tiempo, habida cuenta que tenían problemas mucho más importantes entre manos. Finalmente llegó al gran portón y se quedó delante, pensativo.
Se echó la mano a la parte trasera de la cintura y agarró su arma. Comprobó de nuevo que estuviera cargada y a punto para ser utilizada, y la volvió a dejar donde estaba. Respiró hondo y abandonó el recinto de la escuela, cerrando concienzudamente a su paso. En esos momentos no temía en absoluto por sí mismo. Estaba armado y sabía defenderse. En su cabeza no había otra cosa que encontrar a Zoe.
Deseaba por encima de todas las cosas no estar en lo cierto, pero la evidencia hablaba por sí misma: todo apuntaba a pensar que Zoe no se encontraba en el barrio. Él tenía cierta sospecha de dónde podría estar, respaldada por el descubrimiento de la cinta violeta de la niña en posesión del pequeño Josete y su burdo intento por hacer creer a Bárbara que seguía durmiendo. Ella le había explicado la historia que había detrás de aquella insignificante pieza de tela, e incluso le había pedido en un par de ocasiones que se la anudase con más fuerza por miedo a perderla. Él sabía que era muy importante para ella. Resultaba inconcebible que Zoe no se hubiese dado cuenta de su desaparición, y aún más ridículo imaginar que no haría cualquier cosa por recuperarla. Zoe era una niña excesivamente testaruda.
Durante el camino hacia la obra abandonada, literalmente el mismo trayecto que habían hecho ambos el día anterior, no paró de maldecirla por su más que probable temeridad. No paraba de repetir en su cabeza la bronca que le echaría tan pronto la encontrase, ignorante que él estaba haciendo literalmente lo mismo que había hecho ella horas antes al abandonar el barrio sin avisar a nadie, demostrando no haber aprendido de sus errores. Llegó al solar de la obra abandonada en tiempo récord, sin haber sido capaz de encontrar indicio alguno de la pequeña. Deseaba con todas sus fuerzas que se le hubiese ido el santo al cielo y estuviese buscando la cinta dentro del solar donde rescataron al cachorro.
El portón de acceso estaba perfectamente cerrado, como él recordaba haberlo dejado el día anterior. Siempre lo cerraban cuando abandonaban el lugar después de usar el vertedero. No obstante, eso no tenía por qué significar nada. Si Zoe estaba dentro, lo más sensato sería pensar que habría cerrado a su paso para evitar que algún infectado errante se colase. Christian se acercó al portón y lo abrió con sigilo. El inesperado brillo de un relámpago le hizo dar un respingo, y se apresuró a cerrar tras de sí. El sonido del trueno lo envolvió todo durante unos segundos.
Christian comenzó a caminar por el suelo embarrado, esquivando los charcos, en dirección a la excavación. Se disponía a comenzar a gritar el nombre de la pequeña cuando algo le hizo parar en seco. El ex presidiario frunció el ceño. Sobre el suelo embarrado había dibujada una franja de unos dos metros de ancho, con un montón de marcas irregulares de pisadas por medio. Por lo fresco que estaba el barro resultaba evidente que era reciente. Daba la impresión que alguien hubiese estado arrastrando algo enorme. El surco y las pisadas acababan abruptamente al llegar al extremo donde comenzaba la excavación del subterráneo.
Christian tragó saliva, respiró hondo, y echó mano de su arma. Se acercó lentamente al borde de la excavación, sin apenas hacer ruido. Su sorpresa fue mayúscula al comprobar que sobre toda aquella basura, encima de una montaña de pañales sucios, se encontraba el lavabo portátil de la obra, que en ningún momento había llegado a echar en falta al entrar. El corazón le dio un vuelco al ver, dándole la espalda, a Morgan, arrodillado sobre los pañales, escarbando en el techo del lavabo portátil. El ex presidiario tuvo el tiempo justo para apartarse antes que el policía se girase en su dirección, alertado por una distorsión en su visión perimetral.
No era capaz de dar crédito a lo que acababa de presenciar. No había tenido ocasión se ver el color de sus ojos, pero tan solo echando un rápido vistazo a su atuendo y al color de su piel, enseguida concluyó que las sospechas del policía, de las que él mismo le hizo cómplice durante aquella noche en alta mar, se habían traducido en cruda realidad. Al ex presidiario se le acumulaban los secretos que guardar.
Desanduvo sus pasos andando hacia atrás, sin perder de vista la excavación, con el corazón latiéndole a toda velocidad en el pecho, y estuvo a punto de perder pie al pisar algo duro que se hundió todavía más en el lodo. Al levantar el pie, el ex presidiario descubrió una pistola automática, bastante parecida a la suya. No era la primera vez que la veía, y enseguida la reconoció: era el arma de la pequeña Zoe.
Un nuevo relámpago cruzó el cielo, y prácticamente al mismo tiempo que comenzó a sonar el trueno, empezó a llover. Christian ignoró la automática de Zoe y buscó refugio tras la caseta de obra que había a los pies de la grúa. Apoyó la espalda sobre la superficie de chapa y respiró hondo, tratando de mantener la compostura. El ruido de la tormenta le impedía saber qué estaba haciendo Morgan. Caminó hacia el extremo opuesto de ese lado de la caseta, y se asomó de nuevo, justo a tiempo de ver asomar la cabeza del policía por la rampa de la excavación. Estaba abandonándola, acuciado por la lluvia. Christian le tenía a tiro, y tan solo hubiese tenido que adelantarse un paso para acabar con él mucho antes que Morgan tuviera ocasión de saber de dónde venían los disparos. Ni siquiera se le llegó a pasar por la cabeza.
May 22, 2017
3×1104 – Pista
1104
Barrio de Bayit, ciudad de Nefesh
6 de enero de 2009
La incertidumbre dio paso a la intranquilidad, y ésta a la preocupación, que pronto se transformó en desasosiego. Bárbara estaba al borde de un ataque de nervios. Había dado tantas vueltas al anillo de pedida de Enrique en su dedo que se había irritado la piel, pero era incapaz de parar de hacerlo. Un fuerte trueno sonó en la lejanía, alertando a los residentes de Bayit que la tregua que había dado la lluvia estaba cerca de llegar a su fin.
En ese momento se encontraban literalmente todos los supervivientes en el centro de día, tratando de pensar fríamente dónde podría encontrarse Zoe. Las conversaciones cruzadas vertían palabras estériles, intentando en vano encontrar algo de sentido a lo que había ocurrido. De fondo se oían los llantos de un par de bebés a los que nadie prestó demasiada atención. Hacía más de dos horas que la buscaban, que se habían traducido en un estrepitoso fracaso. Incluso Paris y Juanjo se habían sumado a la partida de búsqueda, tras las súplicas de la profesora.
Se repartieron en cinco grupos y revisaron concienzudamente hasta el último centímetro del bloque azul, el recinto de la escuela, el Jardín, los locales que más frecuentaban de la calle corta, e hicieron un barrido por todos los recovecos y locales de la calle larga, sin obtener ningún tipo de respuesta. Gritaron su nombre infinidad de veces, temiendo que hubiese podido tener un accidente y no estuviese en condiciones de volver por su propio pie, pero nadie respondió a sus demandas, a excepción de un infectado que Paris se encargó de ajusticiar, para que dejase de armar jaleo al otro lado del muro.
Todo esfuerzo resultó en vano, y pese a que nadie lo verbalizó, por lo descabellado que resultaba y porque aún era demasiado pronto para ponerse en lo peor, todos sospechaban en mayor o menor grado que el motivo por el que no la habían encontrado dentro del barrio, era precisamente porque no estaba dentro del barrio. La niña estaba encantada con sus compañeros y vecinos y era feliz, dentro de las posibilidades, en ese nuevo mundo en el que les había tocado vivir. Que hubiese decidido abandonarles, sola, una noche lluviosa, y sin avisar a nadie, no alcanzaba para ellos el más remoto sentido.
Bárbara se lo había llevado a lo personal, y era, con diferencia, la que peor lo estaba pasando de los presentes. No se hubiese encontrado tan mal de no haber sido por el modo cómo la niña había dejado la cama y su rara actitud la noche anterior. Zoe había abandonado el ático a voluntad, y con la intención de no ser descubierta. Desconocer el motivo por el que había tomado tal determinación la estaba matando por dentro. Su relación con la pequeña se había vuelto dependiente, en ambas direcciones, y no concebía que Zoe hubiese decidido irse sin avisarla. No siquiera concebía que hubiese decidido irse, y no paraba de pensar que si no eran capaces de encontrarla, era porque se encontraba en apuros, y eso la estaba matando por dentro.
Christian se rascó la cicatriz sobre la oreja mientras veía a la profesora llorar sobre el hombro de Carlos, y tomó una gran bocanada de aire. Él había ayudado en la misión de búsqueda desde el minuto cero, y tampoco daba crédito a su imprevista desaparición. Su mirada viró entre los presentes, todos en silencio y con caras largas, y acabó centrándose en aquél pequeño e inquieto perro que no paraba de hacer ruido y de dar tirones a la correa que Carla había atado a la pata de una mesa en la sala de estar del centro de día. Junto a él, lucía visiblemente aburrido y algo molesto Josete. Le habían despertado con la promesa de regalos, y llevaba toda la mañana de arriba para abajo de la mano de Carla voceando el nombre de Zoe. El ex presidiario vio cómo el niño se llevaba una de aquellas diminutas manos al bolsillo, y no pudo evitar soltar una exhalación de sorpresa al ver cómo sacaba de su interior una cinta de raso de color violeta.
Josete comenzó a enrollarse la cinta en el dedo índice, distraído, al tiempo que Christian empezó a elaborar una teoría, esforzándose por buscar un significado a lo que acababa de presenciar. Un par de piezas encajaron en su cabeza, y el corazón le dio un vuelco. No dudó un instante en dirigirse hacia el niño, con paso quizá excesivamente firme. Josete le vio venir y metió en el bolsillo la mano en la que tenía el dedo con la cinta enrollada. Para cuando Christian le alcanzó, la mano estaba ya fuera del bolsillo y no había rastro de la cinta.
CHRISTIAN – Josete.
El niño frunció ligeramente el ceño y miró a Carla. La veinteañera estaba distraída charlando con Olga y ni se dio cuenta.
CHRISTIAN – ¿De dónde has sacado eso?
JOSETE – ¿Qué?
CHRISTIAN – La cinta. La cinta lila que tenías en la mano.
Josete se llevó la mano al bolsillo y sacó la cinta, algo cohibido por la expresión facial del ex presidiario.
CHRISTIAN – ¿Dónde has encontrado eso?
JOSETE – En el patio.
CHRISTIAN – En el patio… ¿Dónde, en el patio del colegio?
Josete asintió.
CHRISTIAN – ¿Y cuándo la encontraste?
JOSETE – Ayer por la tarde.
Christian frunció el ceño. Eso echaba por tierra sus suposiciones, pero no por ello se dio por vencido.
CHRISTIAN – ¿Me la dejas un momento?
Josete le acercó la cinta y Christian la cogió. No cabía la menor duda: se trataba de la cinta de Zoe. Tenía los extremos muy maltrechos y lucía descolorida en la zona que había quedado expuesta a las inclemencias durante el largo tiempo que la llevó puesta en la muñeca. De repente lo vio claro. Echó un último vistazo a la cinta, se la devolvió al niño, y se dirigió hacia Maya. La hija del difunto pescador estaba distraída, mirando a Bárbara, y hasta que él no le tocó el hombro no se dio por aludida.
CHRISTIAN – Ahora… Ahora vengo, ¿vale?
Maya frunció ligeramente el ceño, pero se limitó a asentir. Christian abandonó el centro de día aparentando normalidad, pero tan pronto llegó a la copistería desde la que accedían, lejos de las miradas de sus compañeros, apuró el paso. Tenía un muy mal presentimiento, y era consciente que el tiempo jugaba en su contra.
May 19, 2017
3×1103 – Ignorantes
1103
Barrio de Bayit, ciudad de Nefesh
6 de enero de 2009
Bárbara alzó el mentón al cielo y frunció ligeramente el ceño. Había parado de llover hacía ya un buen rato, pero el cielo aún lucía gris y amenazante.
BÁRBARA – ¿Quieres decir que no va a ponerse a llover otra vez?
Carlos pisó la colilla encendida del cigarro que se le había consumido en la comisura de los labios mientras preparaban todo aquél tinglado. A duras penas habría dado dos o tres caladas.
CARLOS – No lo sé, pero… valdrá más que no nos la juguemos.
Entre los dos se encargaron de tapar aquél motón de regalos con la misma lona impermeable que habían utilizado para colocarlos bajo el álamo decorado con espumillón, bolas y todas aquellas lucecitas titilantes de colores. Estaban increíblemente orgullosos de su trabajo, y no veían el momento de dar la voz de alarma para destaparlo y disfrutar de la reacción de los demás.
Habían madrugado mucho para evitar ser descubiertos, escabulléndose de sus respectivos pisos sin ser detectados. Estaban convencidos que a excepción de Olga y Gustavo, que se encontraban al cargo de los bebés en el centro de día, los demás habitantes del barrio seguían durmiendo.
No hacía mucho tiempo que había amanecido cuando sacaron de su escondrijo todos los regalos que habían escondido hábilmente la jornada anterior, después de un arduo trabajo envolviéndolos y escribiendo los nombres de sus destinatarios con grandes letras negras, y hasta ese momento habían estado presentándolos junto al alto árbol. Había muchísimos. Bárbara incluso había preparado una cámara de fotos para inmortalizar la cara de los más pequeños al descubrir la sorpresa. Estaba deseando ver la reacción de Josete y de Zoe, que sin duda bien compensarían todo el esfuerzo.
Ambos desanduvieron el camino que habían hecho, dejando las persianas del taller abiertas, y se dispusieron a avisar a todos de que sorpresiva e inesperadamente, los Reyes magos de Oriente habían llegado a Nefesh. Empezaron por el centro de día. Olga insistió en quedarse a solas con los bebés mientras los demás seguían avisando al resto. Gustavo se dirigió al bloque donde vivían Paris y Fernando, mientras Bárbara y Carlos iban avisando a los inquilinos del bloque azul. El instalador de aire acondicionados se encargó de Marion y de Ío; Bárbara de Christian y de Maya. Todos corrieron en tromba hacia el Jardín, ilusionados ante la buena nueva. Fue Bárbara la que se encargó del ático.
Entró en el piso que compartía con Zoe, su hermano y su sobrino. Los dos Guillermos dormían plácidamente, cada cual en su respectiva cama. Bárbara se alegró al ver que el chico al fin había sucumbido a la insistencia de su progenitor, pues su costumbre de dormir en el suelo traía de cabeza a padre y tía desde que se mudaran. Primero despertó a su hermano, y entre los dos levantaron a Guille, que no se lo tomó demasiado bien, pues había pasado prácticamente toda la noche en vela mirando la lluvia a través de la ventana, y ahora estaba agotado. Ambos abandonaron el piso, y Bárbara se dirigió a la habitación de la pequeña. Golpeó con los nudillos su puerta, que se encontraba entreabierta, con una sonrisa tímida asomándole de los labios.
BÁRBARA – Zoe, cariño. Ya es hora de levantarse.
La profesora esperó unos segundos a que la pequeña reaccionase, pero la única respuesta que obtuvo fue el silencio. Debía estar profundamente dormida. Se extrañó un poco. Empujó la puerta con suavidad y entró al dormitorio. Al mirar hacia la cama, sonrió de nuevo. La niña estaba tapada por completo con la funda nórdica. No le sorprendió en absoluto, dada la época del año en la que vivían, y el hecho que el piso no disponía de calefacción. Bárbara tomó asiento en el borde de la cama y posó una mano sobre el lugar donde dedujo debía encontrarse el hombro de Zoe. La movió levemente, tratando de despertarla sin sobresaltos.
BÁRBARA – Zoe, despierta. Han venido los Reyes magos.
La niña no reaccionó y Bárbara sintió un mal presentimiento, que se demostró bien fundado tan pronto levantó la sábana. Ahí abajo tan solo había un par de cojines que la niña había tomado prestados del sofá del salón y un osito de peluche enorme que Bárbara no recordaba haber visto antes. Zoe los había colocado estratégicamente para emular, con bastante habilidad, su propio cuerpo bajo las sábanas. El motivo, Bárbara lo desconocía.
La profesora se levantó de la cama, confusa, y se rascó la nuca, tratando de comprender lo que estaba pasando. No entendía nada: la niña tenía total libertad para ir donde quisiera y hacer lo que le viniese en gana, siempre que no se pusiera en peligro ni a sí misma ni al grupo. Instintivamente, comenzó a girar el anillo de pedida en su dedo anular.
Bárbara desanduvo sus pasos, y revisó el piso de arriba abajo, llamándola, pensando que quizá se trataba de algún tipo de juego. No fue capaz de encontrarla por ningún lado: Zoe no estaba en el ático. Finalmente Bárbara se dio por vencida y se dirigió de vuelta a la entrada. Guillermo y Guille le esperaban en el rellano, algo preocupados por su demora, junto con Carlos, que ya había acabado de avisar a todos los demás residentes del bloque azul.
CARLOS – ¿Y Zoe?
BÁRBARA – No está.
CARLOS – ¿Cómo que no está?
BÁRBARA – Guille, ¿tú has visto salir a la niña en algún momento?
GUILLERMO – No. Yo… Yo he estado durmiendo hasta que has llegado tú. Pensaba que estaba en su cuarto.
El investigador biomédico se mordió el labio inferior. Guille bostezó con la boca bien abierta, visiblemente cansado. Carlos comprendió que había algo más detrás tan solo observando la expresión facial de la profesora.
MARION – ¿¡Bajáis o qué!? ¡Si no, vamos a empezar sin vosotros!
La voz de Marion retumbó unos segundos por las escaleras, hasta acabar extinguiéndose.
CARLOS – Tranquila, Bárbara. Bajamos y la buscamos. No puede andar muy lejos.
Bárbara asintió, agitando rápidamente la cabeza arriba y abajo varias veces, aún con la mirada perdida, y siguió a los otros tres escaleras abajo.


