David Villahermosa's Blog, page 16

May 15, 2017

3×1102 – Olvido

1102


 


Obra abandonada en el barrio de Bayit


6 de enero de 2009


 


Morgan abrió los ojos, alertado por el ruido que le había despertado de un sueño que no comprendía ni sería capaz de recordar segundos más tarde. Los tuvo que cerrar a toda prisa, abrumado por tal cantidad de luz. Los entreabrió al escuchar de nuevo aquél característico sonido: había alguien arrastrando los pies muy cerca de ahí. En algún momento durante el tiempo que estuvo en los brazos de Morfeo había dejado de llover. Olisqueó el ambiente y notó una nota distinta a la de los pañales sucios y toda aquella basura: el olor de la sangre fresca de una presa que le puso en estado de alerta.


No se lo pensó dos veces y se levantó. No tardó en dar con la entrada de la caseta de obra donde se había refugiado de la lluvia, y al hacerlo, aún luchando por amoldar sus ojos a la luz del día, se encontró de frente con Zoe. La niña estaba ataviada con un llamativo chubasquero amarillo que le iba grande. El ruido de las pisadas del policía la había alertado, y la pequeña le observaba, quieta como una estaca clavada al suelo. Ambos se aguantaron la mirada unos instantes que a Zoe se le antojaron horas. La niña echó mano de su pistola automática, consciente tras una brevísima inspección ocular que el hombre que tenía delante no era el mismo al que ella tanto había echado de menos. Morgan no la reconoció: esa parte de su pasado había quedado borrada para siempre, y jamás la recuperaría.


El policía no demoró más lo inevitable, y tras emitir un grito que hizo dudar aún más a una aterrada y llorosa Zoe, seguido de otro aún más estridente, comenzó a dirigirse hacia ella. La niña de la marca blanca en la muñeca le apuntó con la pistola, pero pese a que le tenía a tiro y tan solo debía apretar el gatillo para acabar con él, no lo hizo. El policía, ignorante que su vida dependía en entero del dedo índice de aquella chiquilla pelirroja, apuró el paso, gritando a medida que salivaba, satisfecho al tener por fin la oportunidad que tanto había esperado. Zoe, sobrepasada por la situación, se orinó encima.


El policía la hizo caer al suelo de un fuerte empujón, agarrándola del hombro. Con su codo golpeó su labio inferior, que pronto comenzó a sangrar profusamente. La caída fue aparatosa para ambos, pues el policía no esperaba tal reacción por parte de la pequeña, o mejor dicho: la ausencia total de reacción. Ninguna presa en su sano juicio actuaría de tal modo, dejándose atacar sin apenas ofrecer resistencia. En cierto modo, eso respondía al por qué de la rápida expansión de la epidemia por todo el planeta, el motivo por el cual en poco menos de un mes había llegado hasta el lugar más recóndito del mismo: en la mayoría de los casos, el agresor no era un extraño. El común de los mortales no dudaría en defenderse del ataque de un animal salvaje o un violador anónimo, pero cuando el agresor era tu madre, tu hermano, tu mejor amigo o tu panadero, la reacción era muy distinta, y en la mayoría de los casos, torpe e imprudente en demasía.


La golpeó una y otra vez con los puños cerrados, mientras no paraba de gritar incongruencias, increíblemente excitado. Zoe trataba infructuosamente de zafarse de su abrazo, con los ojos anegados por las lágrimas. Lamentablemente, no reaccionó como era debido hasta que Morgan hinchó sus dientes en la carne blanda de su muñeca, en el mismo lugar donde anteriormente se había encontrado la cinta violeta que la había traído hasta ahí. No llegó a llevarse por delante ninguna vena, pero sí levantó un pedazo de piel bastante grande. Su sangre, en contacto con la saliva del policía, no tardó en manar de la herida abierta.


En el transcurso del forcejeo, durante un momento Morgan dejó de sujetarla a ella, y apretó con fuerza con ambas manos el chubasquero que la niña llevaba puesto, con el que se había protegido de la lluvia hasta hacía tan poco. Zoe aprovechó la oportunidad para deshacerse de su abrazo, escurriéndose fuera de la prenda amarilla y escapando a toda prisa.


Morgan tardó unos segundos en comprender lo que estaba ocurriendo, y que aquello que sujetaba con las manos no formaba parte de la presa que con tanto ahínco había intentado abatir, que ahora corría en dirección opuesta como alma que llevaba el demonio. Zoe se dirigió a toda prisa hacia el lavabo químico portátil de la obra. Morgan corrió en su dirección, pero llegó justo a tiempo de encontrarse la puerta cerrada en la frente. El policía escuchó desde fuera el sonido del pestillo, instantes antes de impactar contra la puerta. Ambos gritaron, aunque cada cual por un motivo distinto.


Ignorante del mecanismo de apertura de aquél ataúd vertical de plástico, Morgan comenzó a golpear y a zarandear el lavabo químico, escuchando de fondo el sonido de los gimoteos y los llantos de la pequeña. Incapaz de encontrar el modo de acceder al interior, pero para nada dispuesto a tirar la toalla, Morgan agarró el lavabo portátil de una de las hendiduras que había en la parte inferior izquierda del mismo y lo levantó de un fuerte tirón, haciéndolo caer al suelo aparatosamente. Comprobó desazonado que la parte inferior no estaba hueca, del mismo modo que no lo estaba la superior.


Consciente que su presa estaba ahí dentro, pues podía oírla y oler su sangre y su orina, ahora mezcladas con el producto químico que se había vertido en el interior del lavabo, increíblemente airado y algo nervioso, Morgan comenzó a empujar el lavabo químico por el suelo embarrado. La niña seguía gritando, suplicándole que parase, pero el policía no tenía intención alguna de hacerlo, aparte del hecho que no comprendía una palabra de lo que Zoe le decía. La niña soltó una sonora carcajada, colmada por el estrés, que hizo que Morgan aminorase momentáneamente el paso, pero eso no evitó que precipitase el lavabo por el agujero del sótano.


La risa y el llano cesaron de inmediato, tan pronto el lavabo portátil impactó contra el suelo, varios metros por debajo de la cota en la que se encontraba Morgan. El policía no dudó un instante en ir detrás, desatendiendo su propia integridad física, y rodó por la pared embarrada hasta que dio con los huesos en la cota inferior. Tardó unos segundos en recuperarse del impacto, con el que incluso se había mareado sutilmente. Sus ojos, inyectados en sangre, brillaron al ver que dos de los engarces de la pieza que hacía de techo se habían desvinculado del cuerpo del lavabo, y raudo echó mano de la pieza y comenzar a tirar hacia fuera, salivando profusamente ante la idea de poder volver a hincar el diente en aquella dulce carne infantil.


 •  0 comments  •  flag
Share on Twitter
Published on May 15, 2017 15:00

May 12, 2017

3×1101 – Hambriento

1101


 


Inmediaciones del barrio de Bayit, ciudad de Nefesh


6 de enero de 2009


 


Morgan se quedó quieto al escuchar aquél extraño sonido proveniente de su estómago. Había estado rugiendo toda la noche, exigiendo que le alimentase, pero el policía aún no se había acostumbrado a él y seguía sorprendiéndose. Llevaba varios días sin apenas llevarse nada al estómago, y aunque las fuerzas aún le acompañaban, él no cejaba en su empeño de encontrar una nueva presa, cosa que en la isla cada día resultaba más complicado.


Hacía ya más de un mes del fallecimiento de Ricardo, y desde entonces no había parado de caminar, noche tras noche, sin rumbo alguno. Tras aquél desafortunado incidente volvió al bosque, y ahí estuvo viviendo durante prácticamente tres semanas, alimentándose de pequeños roedores e insectos y bebiendo agua cada vez que el río se cruzaba fortuitamente en su camino. Era una vida tediosa, monótona y nada gratificante, pero él se regía por el instinto, y poco le importaba. Durante aquella etapa se cruzó con varios infectados, a los que no prestó atención alguna, pero ni con un solo superviviente que le pudiese servir de alimento.


Aún sin saber muy bien cómo, esa noche su deambular errático le había llevado de vuelta a la civilización, por la parte sudoriental de la ciudad de Nefesh, al barrio del que tanto había aprendido y en el que tanto había perdido. En esos momentos se encontraba frente a la nave donde había encontrado al chaval en primera instancia. La reconoció enseguida y decidió entrar, al mismo tiempo que su estómago volvía a rugir. La mayoría de los cadáveres aún seguía ahí, por más que algunos de ellos habían servido de alimento a otros infectados y aún lucían peor aspecto que la última vez que él había estado ahí. De lo que no había rastro alguno era de ninguno de sus congéneres. Desde su vuelta a la civilización, no se había cruzado con uno solo.


Morgan caminó por el interior de la nave olisqueando el ambiente y se acercó a algún que otro cadáver. El estado de putrefacción al que habían llegado a esas alturas hacía que incluso para él, hambriento como estaba, resultase inconcebible alimentarse de alguno de aquellos cuerpos. Por más que se esforzó, no fue capaz de encontrar nada que llevarse al estómago, y finalmente acabó por abandonar la nave, consciente que no dispondría de mucho más tiempo para hacerlo antes que volviera a salir el sol y se viera obligado de nuevo buscar a cobijo del envite de sus cálidos y luminosos rayos en algún lugar a la sombra.


Continuó caminando calle arriba, dirección norte, cuando pasó junto al solar de una obra abandonada, de cuyo interior emergía una enorme grúa roja con la pluma al viento. Hubiera pasado de largo, como había hecho con otro montón de solares anteriormente en esa misma zona, de no haber sido por el olor. Comenzó a tomar grandes bocanadas de aire, por la boca y la nariz al mismo tiempo. Una miríada de matices llegó a su sentido del olfato. Si bien aquél olor no auguraba la presencia de una presa, resultaba tan extraño y sugerente que le obligó a virar el rumbo.


Tardó cerca de veinte minutos en encontrar el modo de acceder, pues el solar de la obra estaba minuciosamente vallado en todo su perímetro. Su único punto débil era el portón de acceso, que pese a que siempre se encontraba cerrado a conciencia, precisamente para evitar que infectados como él accediesen al interior, ahora lucía entreabierto, tentándole a entrar. Lo hizo.


El interior del solar no distaba mucho de los demás solares abandonados que había en esa zona del ensanche de Bayit, a diferencia de la maquinaria de construcción, la caseta de obra, aquella descomunal grúa y la excavación del aparcamiento de la que provenía aquél peculiar olor. Morgan, guiado en todo momento por su olfato, caminó en dirección a la excavación que los habitantes del barrio amurallado habían utilizado como vertedero desde el inicio de su asentamiento. La cantidad de basura que ahí había acumulada parecía delatar un asentamiento mucho mayor.


El policía consiguió bajar al nivel inferior, no sin llevarse un buen golpe debido a su torpeza, y tan pronto llegó a la zona donde estaban acumulados todos aquellos desperdicios comenzó a hurgar entre ellos. Ignoró la montaña de pañales sucios y comenzó a llevarse a la boca pequeñas porciones de alimento que habían quedado adheridas a bolsas de plástico o latas no lo suficientemente bien rebañadas. El aporte de alimento era ridículo, pero no por ello dejó de insistir, hundiéndose hasta las rodillas en la basura. Se hizo un corte en la lengua al lamer unos restos resecos de atún de una lata dorada y ovalada, pero no le dio importancia. La herida enseguida se curaría sola: eso no era algo de lo que debiera preocuparse. Durante el proceso también se llevó a la boca algo de tierra y pequeñas piedrecillas, pero no parecía importarle lo más mínimo.


Siguió así durante un par de horas, apenas encontrando unos pocos gramos de alimento con el que poder saciar su acrecentada hambre, hasta que empezaron a caer las primeras gotas de agua. Habida cuenta del rechazo que la lluvia le producía, y que no tardaría mucho en amanecer, Morgan concluyó que ya había tenido suficiente por esa noche. Aún considerablemente hambriento, Morgan salió de la excavación por la rampa habilitada a tal efecto, después de pasar varios minutos intentando infructuosamente trepar por las paredes prácticamente verticales de aquél descomunal agujero en el suelo, cada vez más embarradas.


Trató de abandonar el solar siguiendo la misma táctica que al entrar, acuciado y cada vez más nervioso por la lluvia que le caía encima, pero fue incapaz de volver a encontrar el portón de acceso. Finalmente reparó en la caseta de obra, largo tiempo después que se hubiese hecho de día, y no se lo pensó dos veces antes de acceder al interior. Se hizo un ovillo en una de las esquinas opuestas a la puerta de entrada, entre una caja de herramientas y una vieja silla de madera, gruñendo levemente al escuchar el repiqueteo de las gotas de lluvia sobre el techo de chapa.


 •  0 comments  •  flag
Share on Twitter
Published on May 12, 2017 15:00

May 8, 2017

3×1100 – Karma

1100


 


Ciudad de Nefesh


23 de noviembre de 2008


 


Morgan entreabrió los ojos al tiempo que emitía un gruñido, evidenciando su disgusto. No hacía ni media hora que se había acostado, después de una larga e infructuosa noche peinando la zona en busca de víctimas. Ricardo estaba arrodillado junto a él y tiraba con saña de la manga de su camisa. El policía gruñó de nuevo y se giró con violencia en dirección contraria, invitándole a dejarle en paz. Lo único que consiguió fue que el chico desgarrase la manga, que a partir de ahora haría juego con las dos perneras de su pantalón, que se habían maltrecho considerablemente durante su peregrinaje por el bosque. Eso no amedrentó a Ricardo, no obstante, que siguió insistiendo un buen rato, tratando que su compañero de tropelías se pusiera en pie. Morgan no estaba dispuesto a dar su brazo a torcer y se mantuvo firme. No era el momento.


Por alguna extraña razón, aquél muchacho prefería cazar de madrugada que en plena noche. Tal vez tuvieran algo que ver sus ojos, a los que costaba mucho menos acostumbrarse a la intensa luz del sol que a los de Morgan. El policía, no obstante, prefería dar rienda suelta a sus instintos en plena noche, como la enorme mayoría de sus congéneres.


El chico lo siguió intentando durante varios minutos pero al final se dio por vencido y decidió abandonar en busca de aventuras el solitario supermercado donde se habían cobijado las dos últimas noches. Morgan dio varias vueltas sobre el duro sueño del supermercado, intentando encontrar la posición más cómoda, e intentó dormirse de nuevo. Le resultó imposible.


No habría pasado ni un minuto cuando escuchó una voz que le hizo ponerse en pie a toda prisa. Prácticamente a regañadientes, habida cuenta de los rayos de luz prácticamente horizontales que entraban por el escaparate, puso rumbo a la calle, atraído por aquella voz que con toda seguridad no pertenecía a un infectado, si no a una víctima potencial.


Tan pronto salió a la calle vio algo que le hizo quedarse quieto donde estaba. Ricardo yacía muerto en el suelo, a escasos diez metros de donde él se encontraba. No era la primera vez que le veía en tal estado, pero en esta ocasión no volvería a levantarse. Tenía un martillo de encofrador clavado hasta el mango en la sien, incrustado en su cerebro. Un muchacho delgado y con el pelo rapado trataba de arrancárselo, mientras reía de los nervios y blasfemaba por el susto que se había llevado. Junto a ellos, un carro de la compra de ese mismo supermercado en el que ellos habían pasado las dos noches anteriores, que contenía alguna que otra manta, un par de garrafas de agua, muy poca comida y unas pocas herramientas que podían ser utilizadas como armas en caso de extrema necesidad. Finalmente el joven consiguió lo que se proponía, y junto con el martillo salieron despedidos hacia la calzada trozos astillados de cráneo y algo de masa encefálica.


Morgan no se lo pensó dos veces y corrió en dirección a aquél muchacho de acusadas ojeras. El chico enseguida se puso en guardia, pero el policía fue mucho más rápido, y ambos cayeron aparatosamente al suelo cuando le placó, rodando el uno sobre el otro mientras el chico insultaba a Morgan señalando repetidamente y a voz en grito el color de su piel y la dudosa moralidad de su madre. El martillo se desprendió de su mano con el golpe y quedó fuera de su alcance, de igual modo que ya lo estaba el carro. El modo cómo le temblaba la voz al insultar al policía, al que pronto se sumaría el llanto, delataba su frustración al respecto.


Estuvieron forcejeando cerca de dos minutos, en los que aquél chaval demostró estar bastante a la altura de la situación. Al menos hasta que las fuerzas le abandonaron. En igualdad de condiciones, a manos desnudas, un infectado siempre ganaría una pelea cuerpo a cuerpo, pero Morgan estaba especialmente motivado por acabar con la vida de aquél repartidor de pizzas a domicilio. Tan pronto consiguió agotarle, comenzó a golpearle el tórax y la cara, zarandeándole de un lado a otro, sin darle un segundo de respiro. El chico seguía intentando defenderse, como bien podía, esforzándose en vano por quitárselo de encima y salir de ahí por piernas. Morgan no se lo permitió. En ningún momento utilizó sus dientes para tratar de herirle: no tenía intención alguna de alimentarse de él. Lo único que pretendía era destrozarle, acabar con su vida del mismo modo que él había acabado con la de Ricardo, volcando en él toda la ira contenida que tenía encima, que no era poca.


A medida que pasaban los minutos, cada vez costaba más reconocerle, con la cara hinchada, tantos dientes saltados, el cráneo hundido y semejante cantidad de sangre manchándolo todo por doquier. Los únicos testigos, los pájaros que sobrevolaban la zona, totalmente ajenos a la barbarie que ahí se estaba llevando a cabo.


Llegó un momento que Morgan se dio por satisfecho, largo tiempo después que aquél pobre infeliz hubiera perdido la vida. Con los nudillos despellejados y espuma saliéndole de la boca, manchando su sucia barba, se levantó y caminó a paso lento, arrastrando los pies, hacia el cadáver de Ricardo.


No se había movido un milímetro desde que el repartidor le soltase, y no lo volvería a hacer. Morgan le asió de la manga de la camiseta, del mismo modo que el chico había hecho con él hacía pocos minutos. Tiró una y otra vez, incluso con cierta delicadeza, al tiempo que emitía unos sonidos agudos, instándole a levantarse. Pero Ricardo no estaba dormido.


Morgan acabó dándose por vencido, sin poder apartar su mirada del agujero de la sien del muchacho del que no paraba de rezumar una sangre infecta de un color especialmente oscuro. Pese a que ya había amanecido y la luz del sol bañaba la entera totalidad de su cuerpo, Morgan se acostó en mitad de la calzada, junto al cadáver de Ricardo. No se alejó de él durante largas horas, después incluso que la noche volviese a reinar en la isla.


 •  0 comments  •  flag
Share on Twitter
Published on May 08, 2017 15:00

May 5, 2017

3×1099 – Dúo

1099


 


Periferia del barrio de Bayit, ciudad de Nefesh


21 de noviembre de 2008


 


Faltaba poco para el amanecer. Morgan miró al chico con la cabeza ligeramente ladeada, desde su posición en mitad de la calzada. Volvía con las manos vacías de una de sus habituales rondas nocturnas. Era la primera vez que le veía abandonar la lavandería desde que él mismo le llevase hasta ahí a cuestas, hacía ya una larga semana. Ricardo se mantenía erguido, con el pie herido ligeramente apoyado y el otro aguantando todo el peso de su pequeño cuerpo. Daba la impresión que fuese a perder el equilibrio de un momento a otro. El hueso ya había soldado, a una velocidad inusitada, y pese a que lo había hecho algo torcido, lo cual le obligaba a caminar con una acusada cojera, al menos le permitía mantenerse en pie.


Ricardo renqueó en dirección al policía y éste observó cómo caminaba calle abajo. Sin saber muy bien por qué, le siguió. El niño tenía serias dificultades para avanzar, lo cual obligó al policía a suavizar su ritmo. Detrás dejaron el hediondo e hinchado cadáver de aquella mujer de la que ambos se habían estado alimentando, junto con los pocos restos de un cachorro de gato que Morgan había traído al chico hacía un par de noches. También quedó abandonado sobre el sucio suelo de la lavandería el arnés y la cuerda que el policía había llevado en la cintura hasta hacía pocas horas. Ricardo le había librado de esa carga por pura casualidad, tras pasarse varias horas hurgando en el mosquetón hasta que fortuitamente consiguió desengancharlo del arnés.


Caminaron en dirección noroeste cerca de diez minutos, alejándose cada vez más de Bayit, hasta alcanzar el parque con el pequeño estanque del que Morgan había estado bebiendo los últimos días. Para entonces ya había amanecido, pero a Ricardo no parecía importarle demasiado. El chico, que tenía los labios cortados y sangrando y la boca pastosa de no haber bebido más que unos pocos mililitros de sangre los últimos días, se arrodilló a la orilla e introdujo media cabeza en el agua, para comenzar a sorber acto seguido, parar el tiempo justo para respirar y repetir idéntico proceso, una y otra vez. Morgan le observó curioso y decidió imitarle, incorporando de ese modo una nueva habilidad a su aún limitado repertorio. Aunque había borrado de su memoria todo cuanto había aprendido durante su vida anterior, quedándose en blanco, ésta era ahora un lienzo en blanco listo para ser pintado.


Su deambular errático les llevó a toparse con una niña unos años menor que Ricardo. Ambos habían convivido en aquél último reducto de supervivientes del que disponía la isla, la nave de la que Morgan le había rescatado, con la malsana intención de comérselo vivo. Incluso habían jugado a papás y a mamás en un par de ocasiones, en contra de la voluntad de Ricardo, instigado por los padres de ambos. Fue el policía el primero que reparó en ella, antes incluso que la niña se percatase de su presencia. La joven estaba hurgando en la basura de un contenedor volcado en mitad de la calzada, a la búsqueda de algo que llevarse a la boca.


La niña había escapado de aquél infierno por los pelos en compañía de sus padres, siendo la única de los tres que no había resultado herida, y por ende, infectada. Su padre murió ese mismo día. Su madre, un par de días más tarde. Ambos eran conscientes del peligro que ellos mismos supondrían para su hija una vez cruzaran el umbral de la muerte, y lo prepararon todo para evitar atacarla. No obstante, no pudieron garantizar su supervivencia una vez la niña se quedó sola en el mundo. Era demasiado joven para comprender el peligro al que se exponía saliendo a la calle, del que tanto le habían prevenido, y al final el hambre fue más fuerte. Esperó pacientemente a que amaneciera y salió a la calle en busca de alimento. La joven había encontrado un pedazo de salchichón reseco en una de las bolsas que había abierto con las manos desnudas, y lo mordisqueaba ávidamente con su dentadura mellada, sujetándolo con firmeza por la cuerda.


En contra de su propio instinto, que le hubiera empujado a salir a toda prisa en su busca, lo que hizo Morgan fue echarse a un lado y permitir que Ricardo hiciese los honores. Tan pronto el chico la vio, le cambió por completo la expresión de la cara, y comenzó a correr, de un modo ridículo. El ruido alertó a la niña, que enseguida se puso en tensión. Quizá su reacción hubiese sido distinta de no haberle reconocido. Tal vez si Ricardo hubiese caminado sin cojear, no hubiese despertado en ella ese instinto de ayuda al prójimo. En cualquier caso, aquél corto titubeo fue suficiente para que Ricardo se abalanzase sobre ella y hundiese sus jóvenes dientes en una de sus orejas, arrancándole un pedazo en el acto. El agudo grito de la niña se escuchó varias manzanas a la redonda.


La víctima de Ricardo consiguió deshacerse de su abrazo y se disponía a huir de ahí, con el cuello bañado en sangre, cuando se topó con Morgan. El policía le dio un fuerte empujón, devolviéndola al suelo lleno de basura, donde Ricardo no dudó en echársele encima, sujetarla por la muñeca y seguir dando rienda suelta a sus instintos depredadores de violencia desmedida. Cualquiera que hubiese observado a Morgan supervisando aquella atrocidad, hubiese negado ver en él expresión alguna de regocijo. No obstante, sus ojos, inyectados en sangre, adquirieron un brillo característico.


Cerca de una hora más tarde, Ricardo concluyó que ya había tenido suficiente. Morgan y él habían estado alimentándose hasta entonces del cadáver de aquella pobre niña. La habían dejado en tal estado que jamás podría volver a levantarse, por más que, al igual que ellos dos, estaba vacunada. Aquella extraña pareja formada por un cuarentón negro y un niño blanco que no alcanzaba ni los dos lustros buscó refugio en un pequeño supermercado de barrio que había sido saqueado hasta la extenuación. No tardaron en quedarse dormidos, el uno junto al otro, con el estómago lleno y hediendo a sangre.


 •  0 comments  •  flag
Share on Twitter
Published on May 05, 2017 15:00

May 1, 2017

3×1098 – Recompensa

1098


 


Periferia del barrio de Bayit, ciudad de Nefesh


15 de noviembre de 2008


 


Morgan despertó desubicado. No sabía cuánto tiempo llevaba durmiendo: a duras penas recordaba dónde se encontraba. Aún era de día, lo cual le resultó molesto. Él tenía un sueño bastante profundo, y si había despertado fue por aquél extraño ruido. Jamás la reconocería, por más que había pasado cientos de horas escuchándola y bailándola en compañía de su esposa Sofía, en una dulce etapa de su vida que se había volatilizado. Se trataba de música country.


La distancia a la que se encontraba la fuente del sonido hacía que resultase poco más que un susurro en la lejanía. Suficiente, no obstante, para perturbar su sueño, al quebrar el sempiterno silencio en el que se había sumido la isla desde que ellos la reclamasen a sus anteriores dueños. Al sonido de la música pronto se sumó el de disparos lejanos, ecos aislados que hicieron que Morgan se pusiera en alerta, desechando la idea de reemprender el sueño.


Aunque la hora no era la más propicia, pues era pleno mediodía, Morgan se sintió en la obligación de ir a averiguar qué es lo que estaba pasando. Cual rata atraída por la música del flautista de Hamelín, el policía no se lo pensó dos veces y se puso en pie, dispuesto a llegar hasta la fuente de la misma. Luchando por amoldar sus ojos a la luz que entraba por los escaparates, se dirigió hacia la calle que había abandonado hacía pocas horas. Para su sorpresa, algo le impidió avanzar más que unos pocos pasos.


Un retazo de memoria le vino a la mente y le hizo estremecer. Se trataba de la cuerda que le había impedido abandonar la cabaña sobre el monte Gibah, la misma que hubiera acabado haciéndole morir de inanición más tarde o más temprano. El policía se giró a toda prisa, molesto. Por más que no movió un músculo de la cara, se sorprendió por lo que vio. Se trataba de Ricardo. El niño tenía sujeta la cuerda con ambas manos, impidiéndole avanzar, y le miraba en silencio, con la cabeza gacha entre los hombros. Ambos se aguantaron la mirada unos segundos. El niño no tenía intención de dejarle seguir adelante.


A juzgar por dónde se encontraba, el chiquillo se había acostado muy cerca de él, lejos del ya cadáver de aquella pobre mujer a la que había comido media cara y parte del cuello. Morgan dio un tirón a la cuerda, acompañado de un gruñido iracundo, y ésta se desprendió de las manos de Ricardo, que no obstante las mantuvo en idéntica posición. El muchacho comenzó a gimotear de nuevo, pero en esta ocasión el sonido que profirió era distinto. Morgan gruñó de nuevo, esforzándose por ignorarle, y abandonó la lavandería bajo la atenta mirada del chico. Los disparos en la lejanía eran cada vez más frecuentes, por más que se intercalaban con largos períodos de silencio sólo roto por aquella música americana.


Al salir a la calle, aún con los ojos entrecerrados debido al intenso brillo del sol, se encontró a otros tres infectados caminando por mitad de la calzada, en dirección a la fuente de aquél sonido desconocido para ellos. Los infectados no le prestaron la menor atención, y él actuó de igual manera. Cada vez le costaba menos reconocer a sus semejantes como tales, y por ende, actuar en consecuencia. Un sonido a sus espaldas distrajo su atención, y el policía se giró a tiempo de ver a Ricardo en la entrada de la lavandería, boca abajo en el suelo. Le estaba siguiendo.


El pobre muchacho no se podía tener en pie debido a su pierna rota, y se había arrastrado como bien había podido hasta la acera. Seguía gimoteando de aquél modo tan característico. Se arrastró un poco más hasta que alcanzó la cuerda y tiró de ella, intentando atraer a Morgan de nuevo al interior de la lavandería. El policía se rascó la cabeza, con aquellas uñas rotas y llenas de tierra y suciedad. El niño siguió insistiendo, y pese a que su escasa fuerza jamás estaría a la altura para atraer a Morgan hacia sí, sorpresivamente, lo consiguió.


El policía echó un último vistazo al final de la calle que debía seguir si quería averiguar de dónde venía aquél extraño sonido, y acto seguido desanduvo sus pasos y entró de nuevo a la lavandería. Al pasar junto al chico, éste se mantuvo en silencio, por primera vez desde que despertase de la muerte. En igualdad de condiciones, no hacía ni veinticuatro horas, habría comenzado a gritar como un lechón asustado. El policía se arrodilló junto al cadáver de aquella mujer, y gruñó al chico, que no se lo pensó dos veces antes de arrastrarse en idéntica dirección. Ambos comenzaron a alimentarse del cadáver, en silencio y sin siquiera dirigirse la mirada, esforzándose por ignorar el sonido que había despertado a ambos.


Aún sin saberlo, y de igual modo que él había hecho con Ricardo anteriormente, el niño había salvado la vida de Morgan. Aquella música provenía de los dos grandes altavoces que Paris y Fernando habían instalado en una cancha de baloncesto a algo menos de un kilómetro de ahí, con la intención de limpiar el barrio de infectados para proceder a su colonización. Los disparos lejanos que escuchaban no delataban si no la muerte indiscriminada de docenas si no cientos de sus semejantes, en un desmesurado holocausto sólo comparable al que ellos mismos habían protagonizado hacía tan poco en la nave donde había vivido Ricardo las últimas semanas, la entera totalidad de los cuales ahora desfilaba en fila india hacia su propia muerte.


Pese a que la música y los disparos se mantuvieron en activo durante horas, más allá incluso de la puesta de sol, Morgan no volvió a intentar en ningún momento escapar de la lavandería. Ahí dentro tenía cuanto necesitaba, ahora que el muchacho había aprendido a tolerar su presencia: alimento y un lugar a la sombra donde dormir a pierna suelta.


 •  0 comments  •  flag
Share on Twitter
Published on May 01, 2017 15:00

April 28, 2017

3×1097 – Provee

1097


 


Barrio de Bayit, ciudad de Nefesh


15 de noviembre de 2008


 


En la nave reinaba un relativo silencio sólo mancillado por el eco de eventuales mordiscos, eructos, ventosidades y algún que otro gemido aislado. Ya hacía cerca de una hora que había dejado de llover, motivo por el cual Morgan decidió abandonar la que fuera su prisión nocturna. El frenesí de violencia y horror ya había pasado a la historia, y aunque todavía había más de cien infectados ahí dentro, el lugar parecía otro.


Morgan pisó la abollada puerta metálica, provocando un ruido que hizo que algunos de sus semejantes se girasen en su dirección. El policía siguió adelante como si nada, y ellos prosiguieron con sus quehaceres, ignorando por completo su presencia. Algunos de los infectados estaban alimentándose de los cadáveres de quienes habían perecido durante la refriega de la jornada anterior. Muchos de ellos estaban desmembrados, y alguno que otro todavía conservaba la vida, implorando clemencia con la voz quebrada. La mayoría, no obstante, dormían, aprovechando el techo que les ofrecía a un tiempo protección frente a la lluvia y sombra de los rayos de luz del amanecer que emergían tímidos de la línea del horizonte.


El policía se adentró aún más en la nave, sin ningún tipo de prisa, arrastrando los pies. La cantidad de sangre que había por el suelo hacía virtualmente imposible llegar a la pared opuesta sin mancharse sus ya dos pies descalzos. La cuerda que llevaba anudada a la cintura enseguida se empapó en el líquido carmesí de docenas de vidas arrasadas en cuestión de minutos. Tuvo que sortear un gran charco de agua que se había formado por las goteras tras la tormenta de la noche anterior, y pasó junto a una pareja de infectados que estaba practicando sexo salvaje, en una curiosa versión de la postura del misionero. Un japonés de unos cincuenta años y una niña que a duras penas debía tener nueve o diez años. Eran de los pocos que tenían los genitales libres de ropa, y no dudaron en aprovechar la oportunidad, ajenos por completo a las miradas de sus semejantes y a cualquier atisbo de impedimento moral.


El olor ahí dentro hubiese resultado prácticamente insoportable para cualquier hijo de vecino, pero Morgan, pese a tener muy buen olfato, no le dio importancia alguna. Era el olor de la vida: sangre, sudor, orín y heces. Nada que él miso no hubiese excretado en infinidad de ocasiones desde su renacimiento, nada a lo que él mismo no apestase desde hacía semanas.


Llegó hasta la mitad de la nave, sorteando sillas, mesas y sacos de dormir. Se plantó frente a una mujer que se arrastraba lastimosamente por el suelo, en dirección a la entrada. A juzgar por la marca lineal de sangre que había dejado en el suelo durante su avance, ya había recorrido más de la mitad de su trayecto. Tenía las dos piernas rotas y le faltaba el brazo izquierdo a la altura del codo. No había rastro de él. Tenía el cuerpo entero lleno de cardenales y heridas de mordiscos que se habían llevado grandes pedazos de carne. La pobre mujer se arrastraba con el otro brazo, muy lentamente, teniendo que dedicar un buen rato a recuperar fuerzas y a respirar hondo a cada pocos centímetros de avance.


El policía miró a lado y lado, como si fuese a cruzar una calle, temeroso que de nuevo alguien tratara de privarle de su presa. Sus semejantes estaban ocupados en otros quehaceres: difícilmente tendría competencia en esta ocasión. Sin pensárselo dos veces, Morgan agarró a la mujer de la cintura, lo que provocó un grito sordo del más absoluto sufrimiento. Se la acomodó sobre el hombro, cual saco de patatas, y dio media vuelta, observando con curiosidad la actividad de los demás infectados. Nadie echaría en falta ese pedazo de carne con todos los cadáveres que había desperdigados por doquier. Todos estaban más que ahítos y ahora lo que tenían era sueño.


Morgan se llevó la mano izquierda a los ojos, entrecerrados, al salir de nuevo al exterior. Jamás se acostumbraría a esa transición. El sol había sobrepasado ya la línea del horizonte, y todo apuntaba a pensar que la tormenta se había ido para no volver. Aquella mujer no paraba de suplicarle que la dejase ir, con un hilillo de voz. Al principio le golpeó la espalda, con las pocas fuerzas que le quedaban, agitándose, tratando en vano de liberarse. El policía ni se inmutó. Arrastrado por la inercia y la intuición, sin pensarlo demasiado, lo que hizo fue volver sobre sus pasos, literalmente, hasta que llegó de nuevo a la lavandería. Ricardo había estado durmiendo durante su ausencia, pero al escucharle entrar, inició de nuevo su ritual de gritos para tratar de espantarle, lo que hizo que el policía pusiera los ojos en blanco.


Morgan agarró a la mujer que llevaba a cuestas de la cintura, caminó hasta quedar a medio metro del hiperactivo niño, y la dejó caer al suelo con un sonoro golpe. Para su sorpresa, Ricardo se tranquilizó un poco, sorprendido por lo que acababa de ocurrir. El policía emitió un gruñido, mirando fijamente a los ojos encharcados en sangre del niño, se dio media vuelta y se acurrucó en una esquina, entre la puerta del lavabo y una de aquellas lavadoras industriales. Ricardo le siguió con la mirada. Morgan emitió un sonoro bostezo, con la boca bien abierta, cerró los ojos y se abandonó al sueño. Llevaba demasiado tiempo sin dormir, y estaba agotado.


Ricardo centró su atención en la mujer que tenía delante, que seguía con vida, pero ya no tenía espíritu siquiera para continuar arrastrándose. Seguía pidiendo clemencia, con algo más parecido a un susurro que una voz, implorando al niño que no le hiciese daño. Ricardo no comprendió una sola palabra de lo que decía aquella mujer, e hizo lo que le correspondía hacer, sin atisbo alguno de maldad. Eso era para lo que estaba programado en esa nueva etapa de su vida, lo que sentía que debía hacer para sobrevivir, y sí, sintió algo de placer al hincar sus dientes en la carne fresca y notar el estallido de sabor en las papilas gustativas.


 •  0 comments  •  flag
Share on Twitter
Published on April 28, 2017 15:00

April 24, 2017

3×1096 – Atrapados

1096



Periferia del barrio de Bayit, ciudad de Nefesh


14 de noviembre de 2008


 


Morgan se golpeó la sien con la palma de la mano repetidas veces, mientras emitía algo a medio camino entre un gruñido y un gimoteo. El estridente sonido de la tormenta, con una violenta lluvia intercalada por ensordecedores truenos, lo inundaba todo. Le estaba sacando de quicio. Ni el mayor banquete de carne fresca imaginable le habría convencido para salir de nuevo a la calle en esos momentos. No era tanto el hecho de mojarse, que buena falta le hubiera hecho, a juzgar por el olor que se desprendía de su maltrecha y ajada ropa, ni siquiera era el ruido de los truenos, pues pese a que le incomodaban sobremanera, tan pronto se extinguían los olvidaba y pasaba página: el motivo de su recelo era el miedo a lo desconocido. Su joven mente de infectado no concebía que cayera agua del cielo, y la idea que esa misma agua le tocase le resultaba intolerable, hasta el extremo de que el mero sonido de una caída del agua, incluso en ausencia de lluvia, le hubiese hecho cambiar de rumbo.


Morgan estaba de pie en mitad de la lavandería, mirando hacia la calle, en la que se había formado un pequeño riachuelo con toda el agua que se había acumulado en tan corto período de tiempo. Detrás de él, el cadáver de Ricardo, hecho un cuatro en el suelo. Ya no sangraba. El policía estaba deseoso de hincarle el diente a su presa, pero algo le decía que el momento no era el adecuado. No estaba lo suficientemente hambriento tras el banquete de esa misma mañana, el sonido de la tormenta le impedía concentrarse en su tarea, y además, el hecho que el niño no tratase de defenderse le restaba gran parte del interés. Si hubiese intentado huir, Morgan no lo hubiese dudado dos veces antes de agarrarle y comenzar a zarandearle y golpearle, pero el niño llevaba ya un buen rato muerto.


Sin previo aviso, Ricardo resucitó. Morgan se dio media vuelta y le observó, pero apenas se inmutó: algo había aprendido desde su propio renacimiento.


A diferencia de quienes enferman lentamente tras ser mordidos, como el propio policía, el niño había muerto estando en plenas facultades físicas y mentales, aquejado tan solo de una pérdida de sangre incompatible con la supervivencia. El virus que accedió a su cuerpo a través del mordisco que había recibido en la axila sirvió a un tiempo para cortar dicha hemorragia y para devolverle de entre los muertos. El virus en sí mismo quizá no hubiese podido llevar a cabo tan hercúlea tarea: fue su reacción con los componentes de la vacuna que el chico había recibido a los pocos días de nacer lo que permitió el milagro.


Morgan se acercó a él, dubitativo, mientras el chico se incorporaba, como si acabase de despertar de una simple siesta. Ricardo parpadeó un par de veces, cerrando con fuerza los ojos, de un color que delataba que para él ya no había marcha atrás. Aún le costaría unos minutos adaptarlos a la luz que entraba por el escaparate de la lavandería. Morgan le observaba en silencio, sin mover un músculo, ignorante de cuál debía ser su siguiente reacción. No acababa de comprender lo que había pasado, pero a esas alturas ya había asumido que no debía atacarle, por su propio bien.


El niño trató de ponerse en pie, pero al apoyar la pierna derecha en el suelo, ésta se le dobló hacia un lado a la altura a la que la tenía partida, y cayó de nuevo al frío suelo. Morgan trató de acercarse a él, y entonces el niño comenzó a gritar, asustado. Cualquiera que le hubiese oído sin poder verle, bien podría haber jurado que le estaban prendiendo fuego, a juzgar por aquellos alaridos. En cualquier caso, sirvieron para que Morgan se lo pensase dos veces, y se limitase a dar un paso atrás, contrariado. Una vez estuvo convencido que el policía no se acercaría a hacerle daño, el niño se hizo un ovillo en el suelo y comenzó a gimotear, como un perro abandonado. Morgan se limitó a tragar saliva. Echó un vistazo hacia atrás, hacia la calle. Abandonarle no era una opción en esos momentos, con semejante tormenta, y la lavandería no tenía ninguna otra vía de escape.


El policía tomó asiento en el suelo y apoyó la espalda contra una de aquellas enormes lavadoras. No perdía de vista al niño, y éste no le perdía de vista a él. Se trataba de un duelo silencioso. En hasta tres ocasiones trató de acercarse a él, y lo único que consiguió fue que Ricardo entrase de nuevo en aquél trance de pánico, vociferando incoherencias al tiempo que se hiperventilaba, lo que irremediablemente obligaba al policía a alejarse de nuevo. Así estuvieron durante varias horas, después incluso de la puesta del sol, ambos despiertos, sin perderse de vista el uno al otro, mientras la tormenta seguía azotando la isla sin piedad.


Morgan estaba dando cabezadas, sentado de espaldas al mostrador. A cada nuevo trueno levantaba la vista, sorprendido, para entrar de nuevo en idéntica rutina. Tenía mucho sueño, pero no estaba dispuesto a dormirse con aquél ser en la misma estancia que él. Ricardo se había pasado la última hora masajeándose y dándose tirones en el hombro, hasta que finalmente consiguió devolverlo a su posición inicial. Con la pierna no lo tendría tan fácil. En ese momento estaba distraído, con la mirada perdida en el suelo bajo sus pies, respirando con lentitud por la boca. Morgan tenía la barbilla apoyada en el pecho, luchando por mantener abiertos los párpados. Fue en ese momento cuando una descomunal explosión que hizo temblar los cimientos del edificio en el que se estaban refugiando de la tormenta hizo que ambos se pusieran en alerta. Morgan y Ricardo se miraron mutuamente, incapaces de comprender lo que acababa de ocurrir.


El ruido de la explosión marítima no tardó en extinguirse, pero el niño comenzó a gemir de nuevo, asustado. El policía se puso en pie, totalmente fuera de lugar, lo que provocó una nueva crisis de ansiedad en el chico. Morgan, con la cabeza gacha entre los hombros, miró de nuevo hacia la calle. Para su sorpresa, todo seguía exactamente igual. Con bastante peor cuerpo, ocupó de nuevo su lugar. En esta ocasión le costó menos mantenerse despierto, con todos aquellos gritos y gemidos asustados sumándose al de la tormenta.


 •  0 comments  •  flag
Share on Twitter
Published on April 24, 2017 15:00

April 21, 2017

3×1095 – Caza

1095



Barrio de Bayit, ciudad de Nefesh


14 de noviembre de 2008


 


El caos dentro de la nave resultaba abrumador. Su escala cogió a Morgan por sorpresa. El local era mucho mayor de lo que aparentaba visto desde fuera. El policía quedó inmóvil en mitad del paso, dificultando aún más la supervivencia a las docenas de personas que trataban desesperadamente de salvar la vida evitando ser atrapados por los infectados que aquél chico había liberado, corriendo de un lado a otro cual pollo sin cabeza. No había otra vía de escape que esa puerta echada abajo, lo cual convertía al lugar en una ratonera. Morgan no se lo pensó dos veces y se unió a la fiesta.


Pese a su falta de experiencia, no le costó demasiado diferenciar a sus semejantes de sus víctimas potenciales. Al igual que el dimorfismo sexual permite al común de los mortales distinguir si la persona que tiene delante es hombre o mujer, los infectados disponían de un sentido similar, que les permitía diferenciar a quienes habían resultado infectados como ellos de los que no. Él centró su atención en quienes, de manera evidente, trataban de evitar ser cazados, guiado en parte por la intuición, el olfato y ese extraño sexto sentido, que se agudizaría a medida que fuese madurando, llegando a un punto que incluso a centenares de metros de distancia le permitiría saber si le convenía o no proceder al ataque.


Se fijó en una mujer que estaba arrodillada junto a un niño de unos ocho años, protegiéndole con su propio cuerpo. Su mirada asustada y el hecho que fuese la única persona, junto con el niño, que no estaba en pie formando parte de aquella danza macabra, acabó de convencer a Morgan que ella debía ser su próximo objetivo.


El policía corrió en dirección a la mujer, notando a un tiempo cómo un hilillo de saliva le corría por la descuidada barba a medida que avanzaba a toda velocidad. Poco antes que tuviese ocasión de alcanzarla, otra infectada se la llevó por delante, embistiéndola con violencia desmedida, haciéndola rodar por el duro y frío suelo de cemento. Aquella pobre mujer, que no pretendía más que proteger a su hijo herido del ataque de los infectados, se dio un fuerte golpe en la cabeza, quedando aturdida. No tuvo siquiera ocasión de incorporarse antes que la infectada se le echase encima y comenzase a abofetearla, para acto seguido agarrarla del pelo y golpear su cabeza contra el suelo una y otra vez, en un rito extático, dejándola inconsciente para acto seguido partirle el cráneo y comenzar a alimentarse de la carne blanda de su cuello, formando un surtidor de sangre que manchó a otro infectado que pasaba cerca.


Morgan frenó su avance y se quedó parado frente al chico, que gimoteaba llamando a su madre, incapaz de levantarse. Su nombre era Ricardo, y le faltaban un par de meses para cumplir los ocho años. Otro de los infectados le había atacado, con tan mala fortuna que le había partido la pierna derecha, de la que sobresalía un bulto alrededor de una mancha que se iba tornando lilácea a ojos vista. Tenía la tibia partida y un feo mordisco en la axila del que no paraba de manar sangre. Por fortuna, su atacante había encontrado otra víctima más apetecible y le había abandonado, justo a tiempo de ser atendido por su asustada madre, a la que el ataque le había sobrevenido haciendo la colada en el extremo diametralmente opuesto de la nave. Morgan estaba más que dispuesto a poner fin a lo que él había empezado.


El policía le alcanzó, y Ricardo le miró fijamente a los ojos, con los suyos anegados por las lágrimas, mientras miraba por el rabillo del ojo a su madre moribunda. Morgan le agarró del hombro. Se disponía a hundir sus dientes en la carne blanda de su pecho, mientras el niño trataba en vano de apartarle de sí, consciente de lo que vendría a continuación, cuando otro infectado le agarró del brazo opuesto, tratando de arrebatárselo. El policía gruñó, visiblemente molesto, y tiró con más fuerza del chico, dislocándole el hombro en el acto. Ricardo perdió el conocimiento debido al intenso dolor. Cada vez estaba más pálido por la ingente pérdida de sangre a la que estaba siendo sometido.


Ambos infectados se pelearon por el chico inconsciente, hecho un guiñapo, zarandeándolo con violencia, gritándose el uno al otro en aquél idioma ininteligible. Morgan era mucho más fuerte, más alto y estaba en mucha mejor forma, pese al evidente deterioro de su estado físico en esa nueva etapa de su vida. El otro infectado acabó dándose por vencido y decidió seguir probando suerte con algún otro de los supervivientes que corrían de un lado para otro. Tenía muchos entre los que escoger.


Morgan agarró al chico, incluso con cierta delicadeza, del mismo modo que el marido lleva en brazos a su esposa al nido conyugal el día de la boda, y comenzó a desandar sus pasos. No quería que nadie le volviese a molestar, y ahí dentro, con semejante jaleo, eso le iba a resultar misión imposible. Esa era su primera víctima real, y quería disfrutar de esos treinta kilos de alimento con tranquilidad y serenidad. Con la cabeza del chico apoyada en su hombro, Morgan pasó otra vez por encima de la puerta abollada y entrecerró los ojos al notar de nuevo aquél intenso brillo. Un relámpago le obligó a cerrar los ojos, y el sonido del trueno que vino a continuación le hizo estremecer y apurar aún más el paso.


Caminó con el chico en brazos durante cerca de cinco minutos, hasta que el griterío que provenía de la nave no fue más que un leve susurro que bien podía confundirse con el del fuerte viento que se había levantado. Encontró lo que buscaba prácticamente al mismo tiempo que empezaban a caer las primeras gotas de una lluvia que se prolongaría durante horas. Para cuando Morgan posó al chico al fondo de aquella vieja lavandería, orgulloso de su hazaña, Ricardo ya había muerto.


 •  0 comments  •  flag
Share on Twitter
Published on April 21, 2017 15:00

April 17, 2017

3×1094 – Revés

1094


 


Barrio de Bayit, ciudad de Nefesh


14 de noviembre de 2008


 


Morgan se llevó una mano a la boca y se ayudó de las uñas para quitar un trocito de tendón que se le había quedado atorado entre los dientes. Tenía las manos empapadas en sangre. Estaba arrodillado frente al cadáver de una mujer anciana que había encontrado por casualidad al entrar a refugiarse de la tormenta de la noche anterior al portal de un bloque de pisos que tenía la puerta hecha pedazos. Pese a que ya había amanecido hacía bastante y la luz del sol se colaba por la destrozada entrada, Morgan seguía hundiendo sus manos en los ya fríos intestinos de aquella pobre mujer que jamás volvería a levantarse, para llevar otro pedazo de carne sanguinolenta a su boca y poder saciar así su hambre.


Desde su renacimiento como infectado, Morgan jamás había conseguido cazar una sola presa. Bien era cierto que tampoco había tenido muchas oportunidades, pues cuando él llegó a la ciudad, quienes no habían huido ya de la isla habían sucumbido a la infección, y los pocos supervivientes que aún quedaban estaban muy concienciados en su papel de no dejarse atrapar. En todo ese tiempo, Sergio fue el único superviviente con el que se había cruzado, y tras dejarlo escapar tan solo había tenido ocasión de enfrentarse a perros y gatos callejeros, y algún que otro pájaro, pero todos sus intentos se habían traducido en un vergonzoso fracaso. En contra de su voluntad y su instinto, se había convertido en un ser que se alimentaba tan solo de carroña, en la mayoría de los casos en bastante mal estado. Por fortuna, su aparato digestivo nunca se había resentido por el reiterado maltrato al que le sometía.


Con el estómago lleno, se levantó y echó un vistazo en derredor. Sus ojos se habían acostumbrado a la cegadora luz del sol, a fuerza de necesidad. Todo estaba sumido en un silencio sepulcral. En esos momentos se encontraba demasiado activo para echarse a dormir, y mucho menos con el estómago lleno. Por vez primera desde que se liberó del abrazo de aquella cuerda que le seguía a todos lados tomó la decisión de seguir su errático peregrinaje al amparo del astro rey. Parte de la culpa bien podía tenerla la lluvia de la noche anterior, que le había obligado a posponer su rutina nocturna de reconocimiento. En cualquier caso, abandonó a la anciana, cruzó la puerta cerrada a través del cristal roto, y comenzó a caminar calle abajo.


El cielo parecía haber decidido darle una tregua. El sol se había hecho un hueco entre las nubes y la temperatura resultaba hasta agradable. No obstante, un nubarrón oscuro que auguraba un nuevo período de lluvias lucía en todo su esplendor anclado al horizonte. El policía paró en seco al escuchar el sonido de un trueno lejano. Giró el cuello a lado y lado, echó un vistazo hacia atrás, incapaz de comprender la fuente de aquél estridente sonido, y siguió adelante, bastante receloso.


No debía llevar ni diez minutos caminando cuando oyó otro sonido muy extraño, un ruido que jamás antes había escuchado en esa nueva etapa de su vida. Apuró el paso y poco antes de llegar a la siguiente bocacalle vio pasar por la que cruzaba en perpendicular un robusto camión frigorífico circulando a una velocidad insensata. Enseguida desapareció de su vista, y con él el ruido del motor que tanto le había intrigado. Movido por la curiosidad, al llegar al cruce, en vez de seguir adelante, como había hecho con las cuatro calles anteriores, lo que hizo fue girar hacia la derecha, en la dirección que había tomado el vehículo.


Aún apuró más el paso al escuchar aquél fuerte golpe, y los gritos que le precedieron de inmediato. Para cuando llegó a la nave, el desalmado que había echado abajo la puerta principal, abollada a la altura del parachoques y tirada en el suelo, sacada de sus goznes, ya hacía un buen rato que se había ido, de nuevo sobre ruedas. Infectados y supervivientes por igual corrían de un lado a otro, gritando hasta desgañitarse, en lo que parecía un hormiguero al que un niño curioso hubiese estado hurgando la entrada con un palo. Morgan no podía creer lo que le decían sus ojos encharcados en sangre.


Todo fue fruto de un tendencioso desliz que acabó en tragedia. El chaval que conducía la furgoneta había sido expulsado hacía un par de días del último centro de refugiados del que disponía la isla, en aquella nave industrial, al ser falsamente acusado de la violación de una adolescente. El verdadero perpetrador de tal abominación fue paradójicamente el defensor más enérgico de su expulsión, que fue consensuada con una votación a mano alzada por los más de doscientos supervivientes con los que contaba el centro. Habiéndolo perdido todo, huérfano, con sus tres hermanos muertos y sin ninguna expectativa de sobrevivir en solitario, ni ilusión alguna por hacerlo, más al ser conocedor del impresionante alijo de bebida y alimento con el que contaba el centro, decidió vengarse.


Aún sin dar crédito a lo fácil que le había resultado meter a aquellos quince infectados en el receptáculo isotérmico del camión frigorífico, puso rumbo de vuelta al lugar del que había sido exiliado. Quizá todo hubiese sido distinto de no haber estado tan ebrio, pero su plan de acabar con las vidas de quienes habían decidido dar fin a la suya fue un rotundo éxito. Siempre y cuando uno obviase el mordisco que se había llevado en el brazo al abrir los portones traseros del camión, justo antes de subir de nuevo y salir de ahí a toda velocidad quemando rueda con los ojos anegados por lágrimas.


Aprovechando el caos que se había formado en las inmediaciones de la nave, la oportunidad que tanto había deseado de cazar su primera víctima, Morgan comenzó a correr y accedió al recinto, pasando por encima de la abollada puerta. Cuanto vio ahí dentro le hizo comenzar a salivar de inmediato. La larga espera había valido la pena. Al fin había llegado su momento de gloria.


 •  0 comments  •  flag
Share on Twitter
Published on April 17, 2017 15:00

April 14, 2017

3×1093 – Semejante

1093


 


Sur de la ciudad de Nefesh


8 de noviembre de 2009


 


Tras dos largas noches caminando ininterrumpidamente por el bosque sin mayor compañía que la de las aves nocturnas y el sempiterno y exasperante canto de los grillos, Morgan finalmente llegó a la civilización. Era una noche oscura y no había una sola farola encendida. El cambio le resultó impactante, y durante cerca de cinco minutos caminó perpendicular al suelo pavimentado, desconfiando del cambio de textura. Finalmente se armó de valor, como quien acerca un pie al agua helada para comprobar la temperatura antes de zambullirse, y posó uno de sus pies, el único que aún conservaba el calzado, sobre la acera de aquella carretera de la periferia. Se sorprendió al comprobar cuán firme era y no tardó en seguir adelante, más seguro de sí mismo.


Desde que abandonase las inmediaciones de la cabaña tan solo se había alimentado en una ocasión, del cadáver de un niño que alguno de sus semejantes había abandonado a medio descuartizar bajo unos pinos. Estaba en bastante mal estado y las moscas habían dado buena cuenta de él, posando en su carne sus larvas. No obstante, aún tenía bastante que ofrecer, y Morgan estaba demasiado hambriento para andarse con miramientos. No paró hasta que estuvo bien ahíto. De eso hacía ya más de veinticuatro horas, y volvía a estar hambriento. Buena cuenta de ello lo daba el aspecto demacrado de su cara y las costillas que se marcaban en su tórax.


Uno de los principales problemas que tenían los infectados al respecto de su alimentación, además del hecho de su obsesión antinatural por la carne fresca y cruda y por cazar sus víctimas con sus propias manos, lo que les privaba de una alimentación omnívora, era el hecho que su alimento acostumbraba a revivir e irse caminando antes que tuvieran ocasión de saciarse. El lapso de tiempo del que disponían para alimentarse de ellos estaba íntimamente ligado al estado en el que había quedado el cuerpo tras la muerte, e irremediablemente, al hecho de si estaban o no vacunados antes de resultar infectados. Muchas veces ellos mismos infectaban el cuerpo con sus propios fluidos mientras se alimentaban, poniendo en marcha un cronómetro que acababa dejándoles con el estómago vacío, más competencia, y unas renovadas ansias de violencia fruto de la frustración. Quizá la evolución de la epidemia no hubiese sido tan rápida de haber sido de otro modo, pero esa idiosincrasia obligaba a los infectados hambrientos a seguir infectando a más humanos inocentes, en un círculo vicioso sin final aparente.


Morgan caminó lento e inseguro por la calzada, arrastrando los pies y con la boca entreabierta, observándolo todo con suspicacia. Ese entorno era totalmente nuevo para él, y el policía tenía todos sus sentidos, más agudizados que nunca debido a la infección, bien alerta ante cualquier cambio. Aquél pedazo de cuerda le seguía a todos lados, pero Morgan había aprendido a ignorarla, por más que de vez en cuando se tropezaba con ella.


Tras cruzar la enésima bocacalle, se quedó helado. Había otra persona deambulando por la calzada. Se trataba de una mujer de unos treinta años, con un brazo dislocado en una posición imposible y que mostraba uno de sus senos a través de una sucia camisa a medio desabotonar. Morgan corrió hacia ella, dispuesto a abatirla y saciar su hambre de carne fresca a su costa. La mujer se limitó a girar el cuello en su dirección, sin muestra alguna de sorpresa o miedo alguno ante su evidente acto de hostilidad. Ello hizo que el policía se extrañase, pero no le impidió seguir adelante hasta que finalmente la alcanzó.


La placó con virulencia y se echó a horcajadas sobre ella. Intentó retenerla con la espalda contra la calzada, pero la infectada se removió, torciendo aún más su brazo herido en la dirección en la que no estaba diseñado para girar, y le brindó un manotazo en plena cara, dibujándole dos marcas con las uñas en la mejilla. Morgan se disponía a devolverle el golpe e hincar sus dientes en la carne blanda de su cuello, en el que latía aquél preciado líquido, cuando sintió un pequeño retortijón en el estómago que le hizo parar. Acercó la cara a su pecho, mientras la infectada seguía revolviéndose, tratando por todos los medios de quitárselo de encima, y notó un olor demasiado familiar, que le obligó a suavizar su abrazo, permitiendo a la infectada liberarse al fin y ponerse de nuevo en pie.


Era el mismo olor de la sangre que había probado el día de su renacimiento, su propia sangre infectada, que tanto le afectó al estómago, haciéndole vomitar hasta quedar extenuado. Su instinto cazador le imploraba que no dejase escapar su presa, no después de haber tenido que esperar tanto hasta conseguir una nueva oportunidad, pero al mismo tiempo su instinto de supervivencia le decía que la carne y la sangre de esa mujer eran venenosas, y que si se alimentaba de ella acabaría pagándolo muy caro. Se impuso el instinto de conservación, y Morgan no trató de alcanzarla de nuevo.


La infectada se plantó delante de él, arrodillado en el suelo, y comenzó a blasfemar incoherencias al tiempo que le pateaba las costillas con fuerza. Morgan se dejó hacer, ignorando por completo un dolor que ni siquiera sentía, aún sin ser capaz de comprender su propio instinto. Cayó de lado al suelo con unos de los golpes y se hizo un ovillo, con los ojos bien abiertos mirando, aún sin ver, el final de la calle en la que se encontraban. No comprendía nada, ni siquiera su propia reacción, y estaba en estado de shock.


La infectada tardó cerca de un minuto en cansarse de golpearle, y llegó un momento en el que sencillamente paró, se dio media vuelta, y continuó su camino tranquilamente, como si nada hubiese pasado. Morgan se mantuvo tirado en el suelo hasta que, media hora más tarde, comenzó a amanecer. Ese cambio le indicó que había llegado el momento de buscar cobijo.


Esa noche tampoco pudo llevarse nada al estómago, y acabó refugiándose del envite de la luz solar en el interior de un contenedor  de basura orgánica.


 •  0 comments  •  flag
Share on Twitter
Published on April 14, 2017 15:00