David Villahermosa's Blog, page 20
October 17, 2016
3×1062 – Nieve
1062
Barrio de Bayit, ciudad de Nefesh
25 de diciembre de 2008
Dos círculos de vaho se materializaron en el frío cristal frente la nariz de Zoe, uno ligeramente más pequeño que el otro. La niña apartó la palma de ambas manos de la ventana, se dio media vuelta y salió a toda prisa de su dormitorio.
El primer instinto de Bárbara al sentir cómo alguien irrumpía en su cama en plena madrugada dando voces fue el de echar mano de la automática que tenía en el cajón de la mesilla de noche. Al abrir los ojos y descubrir que se trataba de Zoe, su sobresalto inicial se apaciguó considerablemente. Con los ojos entrecerrados miró a la muchacha, que lucía una radiante sonrisa de oreja a oreja.
BÁRBARA – ¿Qué…? ¿Qué pasa? ¿Qué hora es?
ZOE – Mira, mira, mira, ven.
Zoe agarró a la profesora de la manga del pijama y la obligó a levantarse, llevándose por delante la sábana y la funda nórdica, cuyo extremo quedó hecho un ovillo en el suelo. La niña tiró de ella hasta la puerta de la terraza y la abrió a toda prisa, dejando entrar una bocanada de aire gélido. La pequeña salió al exterior de un salto, mojándose las zapatillas de andar por casa y corrió con entusiasmo hasta el extremo que comunicaba con el Jardín, esforzándose por no resbalar.
Bárbara la acompañó a regañadientes, no sin antes calzarse sus propias zapatillas. La siguió hasta la barandilla mientras se esforzaba por reprimir un bostezo, aún con los ojos prácticamente cerrados. No fue hasta entonces que reparó en que estaba nevando. Fue la luz de las farolas, alimentadas por la batería de las placas fotovoltaicas que engalanaban su cúspide, al impactar contra los pequeños copos de nieve, la que le desveló el motivo del desmedido entusiasmo de la joven. Últimamente había estado lloviendo bastante y las temperaturas habían ido en franco declive, lo cual hacía que ello resultase incluso previsible. No por eso dejó de sorprenderse, y una tímida sonrisa asomó también de sus labios. Zoe estaba radiante.
BÁRBARA – Pero… ¿Qué hora es? Por el amor de Dios.
ZOE – Las siete y algo de la mañana. Me desperté a hacer pipí, y… vi que estaba nevando. ¡Se me han quitado hasta las ganas!
Faltaba más de una hora para que amaneciera y en el barrio reinaba el más absoluto silencio. Carlos había encendido las luces del improvisado árbol de navidad del Jardín, haciendo un puente a una de las farolas, que destacaba entre el resto por ser la única apagada, y las titilantes luces de colores teñían los copos de nieve que caían cada vez con más insistencia, tiñéndolo todo de blanco sin prisa pero sin pausa.
La profesora bostezó con la boca abierta, estirando los brazos al aire. No hacía ni dos horas que se había acostado, siendo en compañía de Carlos la última persona que abandonó la fiesta de Nochebuena. Detrás sólo quedó atrás Carla, que se encargaría del turno de noche con los bebés, pero incluso ella había caído rendida al sueño para cuando ellos se fueron.
Estuvieron charlando a solas más de dos horas. El instalador de aires acondicionados puso al día a Bárbara de todo cuanto había ocurrido en el barrio durante su ausencia, haciendo especial hincapié en la inesperada vuelta de Fernando, el desmedido cambio de actitud de Paris y la llamativa reacción de Juanjo ante ambos factores. Al parecer, la vida en Bayit desde que ella se fue había sido muy tranquila y serena, llegando incluso a resultar aburrida. Desde que abandonaron las rondas de limpieza, los infectados habían sido el último de sus problemas. Tan solo tuvieron que lidiar con ellos en un par de ocasiones, en sendas partidas al exterior en busca de equipamiento, pero incluso entonces no habían supuesto el menor problema. Cada vez eran menos los que se acercaban al barrio, y los pocos que se atrevían recibían su merecido mucho antes que supusieran la más remota amenaza. No cabía la menor duda que habían tenido un éxito desmedido al amurallar el barrio.
Bárbara también le dedicó el tiempo necesario a explicarle pormenorizadamente todo sobre su viaje boomerang en busca de su familia. Obvió algunas de las partes que involucraban a su hermano y su sobrino, y se mostró bastante esquiva cuando Carlos le preguntó, sin tapujos, qué opinaba de la reacción del pequeño en su primer encuentro con Paris. Pese a que su respuesta resultó más que convincente, alegando que el muchacho estaba demasiado traumatizado por cuanto había presenciado, ella misma se sintió mal por ocultarle la verdad. Carlos y ella habían sido una piña desde que Morgan abandonase el grupo, y sentía que en cierto modo le estaba traicionando. Sin embargo, tenía semejante pánico a la reacción que cualquiera de los habitantes del barrio pudiese tener si descubrían la realidad sobre la identidad de su hermano y la suya propia, que descartó la posibilidad de sincerarse, siquiera con Carlos, en quien confiaba ciegamente.
ZOE – ¡Voy a avisar a los demás!
Bárbara levantó una mano, tratando en vano de calmarla y hacerla entrar en razón.
BÁRBARA – Zoe…
Era demasiado pronto para despertar a nadie, y más después de las altas horas a las que la mayoría de ellos se habían acostado. Pero la niña ya había desaparecido y seguía gritando de alegría, alertando primero a Guillermo e hijo, para luego salir del ático y comenzar a dar voces por la escalera, golpeando puerta tras puerta en su descenso hacia la calle. Al fin y al cabo, era la primera vez que veía nevar en su vida. Había visitado los Pirineos nevados en un par de ocasiones en compañía de sus padres, pero las dos veces lucía un sol espléndido en un cielo azul sin mácula.
En cuestión de diez minutos, hubo congregadas más de diez personas en el Jardín, todas ataviadas con ropa de invierno: botas, guantes, bufandas e incluso algún que otro gorro. La nevada se había intensificado, y el inicio de la batalla de bolas de nieve coincidió con el momento en el que amanecía.
October 14, 2016
3×1061 – Nochebuena
1061
Barrio de Bayit, ciudad de Nefesh
24 de diciembre de 2008
BÁRBARA – ¡Y sobre campana una!
DARÍO – ¡Asómate a la ventana!
CHRISTIAN – ¡Verás al niño en la cuna!
Zoe rasgaba con un cuchillo sin filo una botella de Anís del mono y Gustavo hacía sonar una zambomba con una habilidad inusitada. Juanjo puso los ojos en blanco, mientras los demás seguían cantando villancicos a voz en grito, entre carcajadas. No hacía más que preguntarse por qué se había dejado enredar para acompañarles. La culpa era de Bárbara y Zoe, que fueron a buscarle a su nueva vivienda poco antes de caer el sol. La niña resultó tan insistente que al final tuvo que acceder, aunque sólo fuese por conseguir que dejase de suplicarle.
Se encontraban en el centro de día, a una distancia prudencial de la sala donde descansaban los bebés para que éstos no se despertasen con el ruido. Después de pasar más de media tarde preparando opípara la cena, de la que había sobrado literalmente más de la mitad, se habían reunido todos al ocaso y llevaban desde entonces celebrando la llegada de la Navidad y la buena fortuna que les acompañaba. Tanto en la sala donde descansaban los bebés como en esa misma habían instalado varios radiadores de aceite que calentaban el ambiente. De fondo se escuchaba el zumbido lejano del generador portátil. Esa era una noche especialmente fría, con temperaturas varios grados bajo cero.
En esos momentos, todos estaban ya empachados con la cena. Sobre las tres mesas contiguas que habían instalado para dar cabida a semejante cantidad de gente había distribuido un surtido navideño de primer orden, con turrones, polvorones, almendras garrapiñadas, barquillos, bolitas de cacahuete recubiertas de chocolate y algún que otro licor. Un cubo de rubik resuelto destacaba entre la comida en medio de la mesa de los niños. Aprovechando que el presente villancico había llegado a su fin Bárbara se acercó a la radio y la paró, lo cual le reportó algún que otro abucheo entre risas. Estaban todos de muy buen humor. Incluso Paris, que había tomado asiento en el extremo opuesto de la mesa a Guillermo, con Fernando a su vera, se estaba esforzando por dejar a un lado la mala experiencia que había vivido horas atrás, disfrutando de la velada.
BÁRBARA – ¡Eh! Bajad un poco el tono. Prestadme atención un segundo, por favor.
Las bromas y las risas se fueron apaciguando, y casi medio minuto más tarde, la profesora consiguió el silencio requerido. Resultaba abrumador ver a tanta gente reunida, a sabiendas de lo que había ocurrido alrededor del globo. Era muy fácil abstraerse de todo, e imaginar que esa no era más que una fiesta entre amigos en un mundo en el que la pandemia no era más que un cuento inverosímil.
BÁRBARA – No… No quiero cortar el rollo a nadie. Pero… hay una cosa que tenemos que hablar, y vale más que no lo demoremos. Prefiero aprovechar ahora que estamos todos juntos…
Carlos asintió. Había estado conversando con ella esa misma tarde, mientras preparaban la cena, y creía saber muy bien lo que vendría a continuación.
BÁRBARA – Bueno… ya… no es ningún secreto. Todos sabéis que mientras íbamos a buscar a… a nuestros nuevos compañeros…
La profesora señaló al extremo de la mesa donde estaban su hermano, su sobrino, Olga y Gustavo.
BÁRBARA – … nos encontramos con… otro grupo de supervivientes. En un islote. Bueno… Todos… Más o menos ya sabéis de qué va la historia, y si no… podéis preguntarnos lo que queráis. Lo que…
Bárbara tragó saliva. Estaba bastante nerviosa, aunque sabía que no había razón para ello.
BÁRBARA – Hasta el momento, todo lo que hemos… A ver… ¿Cómo lo diría? Nos ha costado mucho llegar a construir todo esto que ahora tenemos, y… ha sido gracias al esfuerzo de todos nosotros que…
CARLA – ¡Al grano!
BÁRBARA – Tienes razón. Me estoy yendo por las ramas.
La profesora se rascó el cuero cabelludo, y se sorprendió por cuánto le había crecido el pelo desde que Marion se lo cortó.
BÁRBARA – Lo que quería preguntaros, para… que podamos decidir entre todos qué hacer es… A ver… ese islote es seguro, y… tiene de todo. El problema es que hay mucha gente. Y cuando digo mucha, me quedo corta. Verdad sea dicha, son muchas manos para trabajar, muchas manos más para defenderse, pero… también muchas más bocas que alimentar. Aquí… tenemos comida y agua de sobra, somos… cuatro gatos, y… el barrio es seguro, ¿qué duda cabe? Pero… la isla está perdida. Y… ni todas las rondas de limpieza que pudiéramos imaginar van a cambiar eso. Es demasiado grande. Por más infectados que matemos, siempre quedará algún otro por ahí perdido, que nos puede buscar la ruina. Mi propuesta es que… hagamos una votación, a mano alzada.
La profesora respiró hondo. Había llegado el momento de la verdad.
BÁRBARA – A ver… Que levante la mano quien… quien prefiera abandonar Nefesh e ir con ellos al islote.
Bárbara frunció ligeramente el entrecejo al comprobar que no se levantaba ni una sola mano. Había imaginado un coloquio interminable con posiciones encontradas e irreconciliables que hiciese de la convivencia en Nefesh un infierno, y acabase irremediablemente en la escisión del grupo entre los que decidiesen quedarse en la isla y quienes se llevarían el barco en busca de un mejor porvenir con Samuel y compañía. Erró en su pronóstico.
BÁRBARA – Voy a… Voy a reformular la pregunta. ¿Quién prefiere quedarse en Nefesh?
La respuesta fue abrumadora. Todos y cada uno de los presentes levantaron la mano al unísono. Todos a excepción de Guille y del pequeño Josete, que no se había separado de la vera de Carla desde que se reencontraron. Consciente de que ahí empezaba y acababa la discusión, Bárbara alzó su propia mano, y de nuevo reinaron en la estancia las conversaciones cruzadas. La profesora se giró sorprendida al escuchar el inicio de un nuevo villancico. Carlos había vuelto a encender la radio y comenzó a cantar, desafinando a placer, resultando la risión para los más pequeños. Eso lo zanjaba todo.
Bárbara se sintió algo incómoda por lo rápido que se había solucionado, con un mal presentimiento en el cuerpo, como si dicha pregunta fuese un tabú y la voluntad general fuese la de dejarse llevar, sin buscarse más problemas, aunque la idea de ir a un lugar libre de infección tuviese mucho más sentido de lo que la votación había dejado a entender. Al ocupar de nuevo su asiento Guillermo le llamó la atención posando la mano en su hombro.
GUILLERMO – Barbie, me voy a ir ya. Guille apenas ha dormido nada en todo el día y está que se cae de sueño.
La profesora asintió. Padre e hijo abandonaron la estancia. Paris les siguió con la mirada, y Bárbara suspiró. Pronto se había sumado al resto, y cantaba alegremente Hacia Belén va una burra, inventándose las partes de la letra que no sabía.
October 10, 2016
3×1060 – Alternativo
1060
Barrio de Bayit, ciudad de Nefesh
24 de diciembre de 2008
ZOE – Mira. Ésta que tiene más pelo se llama Beatriz. Ella…
La niña hizo una leve pausa, tragó saliva y continuó con su particular monólogo.
ZOE – … es Paola. Éste Eusebio. Y esta pequeñita… es Fernanda.
El mecánico asentía a cada nuevo nombre que recitaba Zoe, consciente de que no sería capaz de recordar ni la mitad un minuto más tarde. No obstante, le llamó especialmente la atención el último, pese a que estaba errado en su razonamiento. Había cuidado de los bebés más veces de las que era capaz de recordar desde que volvió al barrio, pero desconocía sus nombres.
Zoe apenas se había separado de él desde que descubrió que seguía con vida y estaba muy excitada, poniéndole al día sobre todo cuanto le había ocurrido y acribillándole a preguntas. No paraba de hablar y de revolotear de un lado a otro. Ahora era el turno de Fernando y de Ío en el centro de día, y Zoe se había unido a ellos mientras Bárbara y Christian se encargaban de acomodar a los recién llegados al barrio en las que serían sus nuevas viviendas de ahí en adelante. La niña estaba que no cabía en sí de gozo; venía de visitar a los pollitos que habían nacido en la granja improvisada que cuidaban en el extremo más occidental de la calle larga, y ahora estaba pasándoselo en grande en compañía de Fernando y de su mejor amiga. No se arrepentía en absoluto de haber decidido ir con Bárbara, pero ahora se sentía realmente en casa.
FERNANDO – Pero… me dijo Carlos que no sabíais cómo se llamaban cuando los encontraron. Que la persona que cuidaba de ellos… murió.
La niña arrugó la frente. Fue ella quien propuso rebautizarlos, y la única que recordaba el nombre de todos y cada uno de ellos.
ZOE – Sí, es verdad. Pero les volvimos a dar nombres. ¡No pueden estar sin nombre! Vale más así.
El mecánico asintió, divertido ante la seguridad y la contundencia con la que hablaba la pequeña.
ZOE – ¿Quieres que te enseñe a cambiarle el pañal?
FERNANDO – No será necesario. He tenido una buena maestra. Me enseñó ella.
Fernando señaló a Ío con la cabeza, que estaba acunando a uno de los bebés para calmar su llanto. Pese a que era la única que no les oía llorar, era de las que mejor mano tenía para hacerles callar. No se dio por aludida, ya que no les estaba mirando en ese momento. Zoe miró de nuevo a Fernando.
FERNANDO – Pero me puedes ayudar, si quieres.
La niña de la cinta violeta en la muñeca sonrió y abrazó a Fernando, que enseguida se infectó de su buen humor y le acarició la espalda. La niña le dio un beso en la barbuda mejilla, y ambos se pusieron a cambiarle el pañal a uno de los bebés. Pese a que era hija única, Zoe estaba demostrando ser la mejor hermana que esos pequeños podían soñar.
Minutos más tarde se les unieron Christian, Maya, Olga y Gustavo. Los dos hermanos aún no habían visitado el centro de día y se sintieron abrumados ante tal cantidad de bebés, incapaces de comprender cómo habían conseguido seguir con vida tras la pandemia, cuando hasta el último de sus padres había perecido a manos de la infección. Les pareció al mismo tiempo inverosímil y maravilloso.
Con tantas conversaciones cruzadas y tanto revuelo los bebés se pusieron nerviosos y comenzaron a dar más guerra de lo habitual. Fernando insistió a los demás que él e Ío ya lo tenían más que controlado, y que serían más útiles enseñándoles el resto del barrio a los recién llegados. Zoe se mostró algo escéptica, pero enseguida comenzó a charlar con Gustavo y se unió al grupo, que volvió al Jardín justo a tiempo de ver volver a Carlos y a Darío. Ver el barrio tan lleno de gente le hacía sentir especialmente bien.
La voz de Bárbara desde su ático llamó la atención de todos los presentes. Guillermo estaba con Guille, en una de las habitaciones que tenía las persianas bajadas. El niño estaba adormilado, y no tardaría mucho en dormirse. Estaba psicológicamente agotado.
BÁRBARA – La virgen… ¡qué frío! ¡¿Oye, y el barco?!
Carlos se acercó a la persiana abierta del taller para poder hablar con la profesora. Había vuelto sano y salvo con Darío, en el mismo vehículo en el que ambos habían abandonado el barrio hacía un par de horas. Pero no había rastro de Nueva Esperanza. No obstante, ambos parecían lo suficientemente tranquilos y seguros de sí mismos para no preocuparse.
CARLOS – No lo hemos traído.
BÁRBARA – No. Ya. Eso ya… lo veo. ¿Habéis tenido problemas por el camino, o algo?
CARLOS – No… Sólo que… Darío pensó que sería mejor no traerlo.
BÁRBARA – Darío. ¿Precisamente tú?
DARÍO – Lo hemos devuelto al lugar del que lo sacamos.
Bárbara frunció el entrecejo, sorprendida por tal aseveración. Ella había dado por hecho que lo ocultarían en el gimnasio de la escuela. Al menos eso era lo que habían acordado durante el viaje de vuelta.
BÁRBARA – ¿Y eso?
DARÍO – Estuvimos charlando y… Mira. Dios no lo quiera… pero si tenemos cualquier problema en el barrio y… tenemos que… irnos, y… necesitamos echar mano de él… ¿No es más sensato que lo tengamos localizado pero en… otro sitio? Como un plan B.
La profesora se rascó la barbilla, reflexionando.
BÁRBARA – No sé… ¿Está bien… escondido?
CARLOS – Exactamente igual que lo encontramos. Y la puerta cerrada a conciencia. Nadie tiene por qué acercarse ahí.
BÁRBARA – Bueno… supongo que tampoco es mala idea. Nosotros lo encontramos por pura casualidad.
DARÍO – Pues eso.
BÁRBARA – Bueno está… Vamos a… Voy a bajar. Venid todos al restaurante. ¡Tenemos que preparar la cena!
CARLOS – ¿Qué cena? Si es prontísimo.
BÁRBARA – ¿Cómo que qué cena? ¡Hoy es nochebuena!
Carlos sonrió e hizo un gesto a cuantos había congregados en el Jardín, que habían estado escuchando la conversación con atención. Tenían mucho trabajo por delante, y él disponía de un disco con villancicos que sin duda haría que le odiasen durante días.
October 7, 2016
3×1059 – Mochuelo
1059
Barrio de Bayit, ciudad de Nefesh
24 de diciembre de 2008
BÁRBARA – Adiós.
OLGA – ¡Hasta luego!
Olga y Gustavo vieron desaparecer a los tres últimos supervivientes de la familia Vidal, subiendo escaleras arriba. Ambos hermanos habían acordado que compartirían el piso en el que Bárbara y Zoe vivían desde que se mudaron al barrio. A la niña no le importó en absoluto, al contrario. Apenas lo utilizaban para poco más que pasar la noche y hacer uso de la radio, e incluso eso menguaría su asiduidad, ahora que Samuel estaba incomunicado en aquél pequeño islote. Dicho piso aún tenía dos habitaciones libres; una más de la que necesitarían, habida cuenta que el niño dormiría en la misma que su padre.
Carlos y Darío hacía cerca de media hora que habían partido en busca de Nueva Esperanza. Al final, la insistencia del viejo pescador venció a Carlos, y ambos abandonaron el barrio con dicho propósito. Pese a la insistencia de Christian, Carla y Bárbara por echarles una mano, acabaron yendo ellos dos solos. Para cuanto necesitaban hacer, insistieron en que cuatro manos eran más que suficientes.
Zoe e Ío se habían ido juntas al centro de día, donde en compañía de Fernando atenderían a los bebés, amén de ponerse al día sobre las que habían sido sus vidas en ausencia de la otra. No habían vuelto a ver a Paris desde el desagradable incidente con el pequeño Guille, y nadie había hecho mayor comentario al respecto, al menos no en presencia de ninguno de los dos hermanos.
CHRISTIAN – Es por aquí.
Olga y Gustavo asintieron y siguieron a Christian y a Maya al interior del piso que el ex presidiario había ocupado hasta que se mudó con su pareja, hacía bien poco. Era el único piso libre que quedaba en el bloque azul, y ambos acordaron que ofrecérselo a ellos sería lo correcto, más después de lo bien que Bárbara y Zoe les habían hablado de ellos. Apenas habían conversado, y ya estaban convencidos que harían buenas migas con ellos. Por más que la pandemia hubiese acabado con la práctica totalidad de la raza humana, ellos jamás dejarían de sorprenderse de lo agradable que resultaba descubrir nuevos supervivientes con ganas de construir y de aportar al grupo. Sobre todo en épocas de bonanza.
CHRISTIAN – Aquí es donde vivía yo antes. Es… es un buen piso. Tiene tres habitaciones y… vistas al Jardín.
Gustavo asintió, y sin pedir permiso a nadie, se metió en el dormitorio principal, ignorante de que había otro de tamaño prácticamente igual y una cama de idéntico tamaño, pero con mejor iluminación natural al otro extremo del piso. Dejó su mochila en el suelo y el arco y el carcaj lleno de flechas sobre la cama. Christian se había molestado en limpiar todo a fondo y dejarlo en las mejores condiciones posibles de cara a sus nuevos huéspedes, con la eventual ayuda de Maya. Disponer de más gente que rondase su edad le hacía sentir bien, deseoso de compartir largas conversaciones y descubrir nuevas facetas de la pandemia que les pudiesen ayudar el día de mañana.
OLGA – Muchísimas gracias por ofrecérnoslo. Es mucho más de lo que podríamos esperar. Es… genial.
MAYA – Tonterías. El barrio está lleno de pisos vacíos. Hay más de doscientos pisos en toda la zona intramuros. Podríais haber escogido el que quisierais. Bueno… ahí están, todos vacíos.
OLGA – No, no. Éste está mejor que bien, y así… estamos todos juntos.
Christian asintió, con una sonrisa sincera en el rostro. Olga colocó su mochila sobre la mesa del comedor y se dirigió hacia el balcón, desde el que se veía con toda claridad el engalanado álamo. Por más que era consciente del paso del tiempo, y del hecho que ya debía faltar poco para que ese fatídico año diese paso al siguiente, se había sorprendido bastante al ver aquél detalle navideño. Gustavo, que había estado fisgoneando hasta la última habitación del piso, volvió con el resto. Christian llamó la atención a ambos, y los cuatro se congregaron en el salón.
CHRISTIAN – ¿Queréis que os enseñemos el resto del barrio?
GUSTAVO – ¡Claro!
Los cuatro bajaron de nuevo las escaleras, y Christian y Maya les hicieron un pequeño tour por los principales puntos de interés del barrio. Eran tantos los metros cuadrados que contenía la zona amurallada, que tuvieron que escoger tan solo las localizaciones más emblemáticas. Puesto que ya habían tenido ocasión de visitar el recinto de la escuela, el Jardín y la calle corta, el primer lugar al que les llevaron fue al centro de ocio. Hacía ya algún tiempo que habían abandonado la costumbre de visitarlo para echarse algunas partidas, a la luz de los focos alimentados por el generador portátil, pero tan solo viendo el desmedido entusiasmo de Gustavo al visitar cada una de las salas, concluyeron que en adelante se volvería a convertir en un lugar de visita recurrente.
Les llevaron a los restaurantes donde en ocasiones comían, a los locales comerciales que más visitaban, y tras agotar las principales atracciones de la primera corona de seguridad, se dirigieron a la calle larga. Los dos hermanos se quedaron boquiabiertos al ver semejante barbaridad de terreno colonizado a la infección. Pese a que tanto Christian como Maya les repitieron en más de una ocasión que el lugar era seguro, y que los infectados no podrían acceder ahí, ninguno de los dos se sintió del todo tranquilo hasta que no vieron, al final de cada una de las calles perpendiculares a la principal espina de aquél particular esqueleto de pez un alto muro, indiscutiblemente infranqueable tanto para quienes quisieran entrar como para quienes pretendieran salir.
Al llegar al extremo derecho de la calle larga se cruzaron con Juanjo, que estaba barriendo las hojas secas del pedazo de calle que había delante de la que se había convertido en su nueva vivienda. Christian y Maya llevaron a los hermanos hacia ahí, para hacer las presentaciones oportunas. Juanjo se mostró frío, y ni siquiera se molestó en soltar aquella enorme escoba.
JUANJO – Encantado.
Sin mayor solución de continuidad, el banquero hizo un sutil gesto agachando la cabeza y siguió con sus quehaceres, arrastrando las hojas secas al extremo opuesto de la calle, sin prestar más atención a los recién llegados. Olga y Gustavo cruzaron sus miradas, contrariados, y se dirigieron a Christian.
CHRISTIAN – Este tío es un poco… raro. No… No le hagáis demasiado caso. Últimamente está en plan… independiente, no quiere saber nada de nadie, y… apenas le vemos el pelo. No… No le deis importancia. Es inofensivo.
Habida cuenta que enseñarles toda la calle larga les podría llevar horas, el siguiente destino fue uno de los puntos neurálgicos de todo el barrio, el lugar donde sin duda más tiempo habían pasado todos y cada uno de sus integrantes, a excepción de Paris: el centro de día.
October 3, 2016
3×1058 – Colisión
1058
Barrio de Bayit, ciudad de Nefesh
24 de diciembre de 2008
FERNANDO – ¿Y lo has arrancado tú sola?
BÁRBARA – ¿Es que acaso lo dudabas?
Fernando esbozó una sonrisa, orgulloso al ver los frutos de cuánto le había enseñado a Bárbara. Entre los dos cerraron el portón de la escuela, lo que hizo que el mecánico se sintiese mucho más tranquilo.
FERNANDO – Ahora sólo me falta enseñarte a abrir las puertas sin destrozar la ventanilla y ya estarás hecha toda una delincuente.
Bárbara echó un vistazo a la ventanilla hecha añicos, burdamente oculta tras unos cartones adheridos con cinta americana.
BÁRBARA – Bueno… y a conducir. Es uno de mis propósitos de año nuevo.
Ambos rieron de nuevo. El mecánico tomó buena nota de ello. No era la primera vez que lo ponían en común. Zoe seguía revoloteando alrededor de ambos y no paraba de hacerle preguntas a Fernando. Pese a que ya había pasado por eso con anterioridad, el mecánico volvía a sentirse abrumado por esa cariñosa bienvenida, tiznada de sorpresa e incredulidad. Daba la impresión que en adelante, ahora que ya estaban todos juntos, nada pudiera salir mal.
Guillermo salió del vehículo y caminó hacia la puerta del copiloto, la abrió e hizo salir al pequeño Guille, sujetándolo de la mano. El niño había vuelto a colocarse la capucha de su sudadera, ocultando de ese modo su rostro. Se encontraba en un lugar que le era extraño, y estaba algo nervioso. Su padre, que era quien mejor conocía su nueva condición, se esforzó por mantenerlo al margen y ofrecerle palabras de aliento, para evitar problemas. Bárbara se acercó a ambos, trayéndose consigo a Fernando. Ya le había presentado a los dos hermanos y a abuelo y nieta.
BÁRBARA – Éste es mi hermano, Guillermo.
FERNANDO – Encantado.
Fernando y Guillermo estrecharon con fuerza sus manos.
BÁRBARA – Y éste de aquí es mi sobrino. Guille. Es… un poco tímido.
FERNANDO – Hola chaval.
El mecánico se agachó un poco, para estar a la altura del niño, pero éste hundió la cabeza entre los hombros y se aferró a su padre, girándole la cara. Guillermo hizo un gesto con el rostro, disculpándose, al que Fernando respondió con un movimiento de la mano, restándole toda importancia.
Tras recoger las pocas pertenencias que habían traído consigo, mientras Darío no paraba de farfullar sobre la necesidad de esconder el barco cuanto antes, abandonaron el patio de la escuela y accedieron al Jardín. La cara de estupefacción de Maya al verles sorprendió a Bárbara tanto como descubrir en la chica tan acusadas raíces castañas en su pelo teñido de pelirrojo. La profesora reflexionó sobre cuánto tiempo había pasado desde que abandonaran Nefesh, pero fue incapaz de encontrar una respuesta. El abrazo se prolongó varios segundos, y Zoe fue su siguiente víctima. Acto seguido dio la voz de alarma, gritando a pleno pulmón, para alertar a los demás de la ansiada vuelta de quienes tanto tiempo llevaban esperando.
Carlos y Marion se asomaron a la ventana del piso que compartían, y el instalador de aires acondicionados les dio la bienvenida a voz en grito, justo antes de dirigirse a las escaleras para reunirse con ellos. En un abrir y cerrar de ojos, se habían congregado en el Jardín más de quince personas. La sensación de comunidad, de que después de tanto esfuerzo Bayit se había convertido en esa tierra prometida que durante tanto tiempo habían soñado, se iba haciendo cada vez más patente entre los presentes.
Josete abrazó a Carla tan pronto se encontraron, y comenzó a llorar a moco tendido. La veinteañera le estrecho con fuerza, susurrándole al oído palabras de aliento, y no pudo evitar soltar alguna que otra lágrima. Zoe e Ío también lloraron de alegría al reencontrarse. Darío no hacía más que instar a Carlos a ir en busca del barco, pero éste le daba largas. Incluso dejó de lado el enfado por el estado tan lamentable en el que se encontraba todo el plantío, más que abandonado tras su ausencia. La posibilidad de que aún quedase algún otro superviviente en la isla era real y tangible, por más que ellos no se habían cruzado con nadie más en los más de dos meses que llevaban ahí viviendo. No obstante, Carlos estaba convencido que aunque así fuera, el barco no debía correr peligro por estar ahí veinte minutos más. Era mucho lo que aún tenían que poner en común. Bárbara se sorprendió al constatar que nadie echó en falta a Samuel. Ni una sola persona hizo la más mínima mención sobre su ausencia, ni se preocupó por su destino.
CARLOS – Joder, ¿y por qué no habéis llamado?
BÁRBARA – Es que… estábamos demasiado lejos, y no llegaba la señal.
CARLOS – No tendríais que haber sido tan temerarios. Podríais haber vuelto hasta aquí donde los acantilados, con el barco. La costa está aquí al lado, y desde ahí seguro que habría llegado la cobertura. Os podríamos haber ido a buscar.
MARION – Bueno, eso ya no importa, ¿no? Han llegado sanos y salvos, que es lo importante.
Carlos respiró hondo y al final se dio por vencido. Durante todo el tiempo que estuvo esperando que volvieran había tenido ocasión de reflexionar mucho sobre las decisiones que habían tomado desde que el grupo empezó a tomar forma, y su conclusión había sido muy desagradable. Si seguían con vida, no era tanto por lo hábiles que se hubieran demostrado luchando contra el enemigo, sino por mero azar. Buena cuenta de ello podían darla quienes se habían quedado por el camino. No obstante, él tenía la firme convicción de no volver a cometer los errores del pasado. Ahora ya tenían todo cuanto necesitaban para sobrevivir sin tener que volver a dar cuenta de los infectados, y él no estaba dispuesto a echarlo a perder. No había rastro de Juanjo.
Paris fue uno de los últimos en acercarse a fisgonear ante tal revuelo en el Jardín. Venía de muy buen humor, y Bárbara se quedó de piedra cuando le plantó dos sonoros besos, uno por mejilla, como si fueran amigos de toda la vida. Fue presentándole uno a uno a todos los que serían los nuevos habitantes del barrio amurallado y dejó a su hermano y a su sobrino para el final. El dinamitero dio la bienvenida al investigador biomédico, que se llevó muy buena impresión de él, más después de cuánto le había prevenido Bárbara sobre su persona. La profesora le presentó a su sobrino, excusando su actitud esquiva y tímida del mismo modo que lo había hecho con Fernando hacía unos minutos. Desgraciadamente, Paris no reaccionó de igual modo que lo había hecho el mecánico.
El dinamitero se acercó a Guille, que seguía escudado en su padre. Bárbara se puso en tensión.
PARIS – Qué pasa, chaval, ¿te ha comido la lengua el gato?
Paris le dio una palmadita amistosa en el hombro, tratando tan solo de hacerle reaccionar y que le devolviera el saludo que acababa de negarle explícitamente. Todas las conversaciones cruzadas que cesaron al instante cuando Guille gritó a pleno pulmón al sentirse agredido, intimidado además por la corpulencia y el tono de voz del dinamitero. En una reacción que cogió por sorpresa incluso a su propio padre, Guille trató de pegar un mordisco a la mano de Paris, que consiguió apartarla en el último instante, al tiempo que montaba en cólera.
PARIS – ¿¡Pero qué cojones le pasa a este crío!?
Guille se puso a gemir y a llorar escandalosamente, mientras todos le miraban. Guillermo quiso que se lo tragara la tierra, y se lo llevó a un lado, apartándolo del dinamitero. Bárbara se colocó entremedias, protegiendo así a su sobrino, sintiendo cómo le temblaban las piernas.
BÁRBARA – Discúlpale, en serio, Paris. Está asustado con tantos cambios, y… se ha debido de poner nervioso… No le…
PARIS – Pues que vaya a morder a su puta madre. Me cago en Dios.
Carlos se alejó de Darío, con el que estaba hablando hasta el momento, y se acercó, tenso al ver la expresión facial de Paris.
CARLOS – Tengamos la fiesta en paz.
PARIS – ¿Pero tú has visto lo que ha hecho el puto crío?
Guillermo dejó de atender por un instante a su hijo y obsequió a Paris con una mirada de odio. Fernando y Bárbara se miraron mutuamente. El mecánico se mordió el labio inferior. Paris les mandó a todos a la mierda y se fue por donde había venido, mientras en el Jardín cundía el silencio sólo roto por los gimoteos del pequeño Guille.
September 30, 2016
3×1057 – Todos
1057
Barrio de Bayit, ciudad de Nefesh
24 de diciembre de 2008
Fernando disparó por tercera vez consecutiva y la bala impactó de nuevo en el pecho del infectado, que al fin cayó abatido de espaldas al suelo, al tiempo que emitía un gruñido iracundo. No obstante seguía con vida, y no tardaría en incorporarse. El mecánico sabía a ciencia cierta que sólo un disparo en el corazón o en la cabeza acabarían con él, y trató de concentrarse. Tragó saliva, apuntó de nuevo y disparó justo antes que aquél pobre infeliz consiguiera tenerse en pie. En esta ocasión la bala hizo diana en mitad de su frente y el infectado volvió a caer a plomo al suelo. No volvería levantarse jamás.
Pese a que sabía que no se había tratado de puntería sino de suerte, Fernando se sintió pletórico. Hacía varios días que no tenía ocasión de practicar con el rifle, tan pobre era la afluencia de infectados a la zona, y por primera vez en mucho tiempo vio renacer en él esa sensación de satisfacción al creerse superior a aquellas bestias que habían arrasado con todo a su paso, ese sentimiento de superioridad al saberse uno de los pocos elegidos que habían sobrevivido a su pertinaz yugo. Aunque en su caso, eso no era estrictamente cierto.
Un escalofrío recorrió su cuerpo. Pese a que iba escrupulosamente abrigado, incluso con el pasamontañas y aquél grueso gorro beige de lana, y relativamente protegido por el antepecho de hormigón del baluarte, estaba helado. Hacía bastante viento. Echó un vistazo al cielo y concluyó que se pondría a llover de un momento a otro, lo cual se había convertido en una tediosa rutina los últimos días. El invierno parecía haber llegado a Nefesh para quedarse.
Los minutos pasaban, pero todo seguía en calma. Como era debido. Se fijó de nuevo en el árbol que se habían pasado media tarde engalanando el día anterior, sintiendo un arrebato de orgullo. Se trataba de un álamo, lo más parecido a un abeto que había en el Jardín. El más alto de cuantos había en dicha parcela de terreno. Tenía espumillón de todos los colores enrollado en espiral, bolas, cintas, y figuras de todos los tamaños y colores colgadas por doquier y una enorme estrella que brillaba orgullosa en el extremo más alto. Sonrió al recordar cuánto les había costado a Carlos y a Paris colocarla ahí encima, y cuánto se había enfadado el dinamitero cuando se cayó. Tal y como estaba ahora aferrada, antes se caería el árbol entero que aquella bella figura de aluminio.
Miró hacia la calle de nuevo, en busca de algún otro infectado errante, deseoso de poder seguir haciendo prácticas de tiro. Todo seguía desierto a su alrededor. Apartó la chaqueta de su muñeca y observó el reloj que se había agenciado hacía poco más de una semana. Aún faltaba una hora para que llegase su turno al cargo de los bebés, en compañía de la joven Ío. Estrió ambos brazos al aire, entrelazando sus dedos enguantados y oyéndoles restallar, y fue entonces cuando reparó en aquél pequeño punto que se acercaba a Bayit desde la carretera.
Fernando frunció el ceño y comprobó que su arma estuviese a punto. Lo estaba. La sujetó con la mano derecha, dispuesto a hacer uso de ella al primer paso en falso. Escudriñó la figura, en la que pronto distinguió a un viejo Ford Sierra de color rojo. Por un instante llegó a convencerse que se trataba de alguno de sus antiguos compañeros de prisión, pero enseguida desechó esa posibilidad. Él mismo les había visto subir a todos a aquél barco que voló por los aires. Nadie que estuviese a bordo podría haber sobrevivido. El vehículo paró a escasos metros del baluarte y la puerta del copiloto se abrió a toda prisa, para cerrarse de nuevo acto seguido una vez su ocupante ya se encontraba fuera: era Bárbara.
Ambos se aguantaron la mirada durante unos segundos. Fernando la saludó amistosamente agitando su mano izquierda, curioso por su actitud, al tiempo que bajaba el arma.
BÁRBARA – ¿Ca… Carlos?
Fue entonces cuando se dio cuenta que no le había reconocido. Además del hecho que tenía prácticamente la totalidad de su cuerpo oculta bajo la ropa, incluida la cara, ella le daba por muerto. Concluyó que sería divertido seguirle el juego un poco más, y negó con la cabeza, sin mediar palabra.
BÁRBARA – ¿Chris?
El mecánico negó de nuevo, mostrándose inexpresivo.
BÁRBARA – Paris no eres.
Fernando rió ante tal ocurrencia, lo cual sorprendió y relajó a Bárbara a partes iguales. Paris jamás podría haber subido la cremallera de esa chaqueta, con semejante panza.
BÁRBARA – ¿Te conozco?
El mecánico agitó la cabeza arriba y abajo, al tiempo que un halo de vapor se materializaba frente a su boca. Se estaba divirtiendo bastante más que la profesora. Entonces reparó en que sus demás acompañantes estaban abandonando el coche. Todos a excepción de un hombre de unos cincuenta años y un chaval de unos diez, que parecía dormido. De las cinco personas que le observaban, él sólo reconoció a una: la pequeña Zoe. Sus ojos se iluminaron al ver de nuevo a aquella ocurrente niña. Ella tampoco le había reconocido.
BÁRBARA – Me rindo.
Consciente de que estaba poniéndoles nerviosos y de que una broma inocente podía tornarse en una tragedia, a sabiendas que ellos también estaban armados, Fernando procedió a quitarse el gorro de lana, con aquél llamativo pompón blanco. Seguidamente agarró el pasamontañas por debajo y lo levantó con lentitud, dejando a la vista su rostro ajado por el accidente que acabó con su vida. Pese a lo cambiado que estaba, con su barba entrecana, la ausencia de sus gafas y todo el peso que había perdido, ambas le reconocieron al instante. El grito de alegría de Zoe le hizo dar un respingo.
ZOE – ¡Fernando!
FERNANDO – Zoe, cariño. ¡Me alegro mucho de verte!
Zoe no daba crédito a lo que estaba viendo, y se puso a gritar y a dar saltitos de alegría. Dos de las jóvenes que la acompañaban cruzaron sus miradas. El hombre mayor frunció ligeramente el ceño, curioso pero tranquilo al ver la actitud de la pequeña. El chaval se rascó la cabeza. Bárbara le observaba con atención, con una expresión de incomprensión en el rostro, como si cuanto veía formase parte de una broma, sin acabar de darle el crédito que sin duda merecía.
FERNANDO – ¿Ya no te acuerdas de mí?
La profesora se quedó boquiabierta, y tragó saliva de nuevo, sin encontrar las palabras con las que responder al mecánico.
BÁRBARA – Pero… Tú… ¿Tú no habías…? ¿Tú no estabas muerto?
Fernando asintió, con una expresión algo sombría en el rostro.
FERNANDO – Y enterrado.
September 26, 2016
3×1056 – Invierno
1056
La vida en Bayit siguió su curso sin mayores contratiempos. La sensación de que ya estaba todo el trabajo hecho y que en adelante tan solo deberían dejarse llevar en sus rutinarias y seguras vidas fue calando entre los supervivientes. Incluso la presencia de Fernando acabó normalizándose, y llegó un momento en el que tanto Christian como Paris dejaron de preguntarse cómo diablos pudo haber vuelto a la vida, en tanto en cuanto ambos le habían visto muerto.
El dinamitero pasaba gran parte de día con Fernando, y la amistad entre ambos fue creciendo exponencialmente en consonancia con su buen humor. Carlos notó en él un cambio drástico a mejor, lo cual le tranquilizó sobremanera. Después de tanto tiempo de convivencia, no era para nadie un secreto que el trasfondo emocional de Paris viraba del blanco al negro, sin apenas matices de gris. Tras la vuelta de Fernando, el dinamitero se había vuelto mucho más social y participativo, llegando incluso a resultar una pieza fundamental del grupo, como lo fuera antaño.
En el extremo diametralmente opuesto se encontraba Juanjo, que se volvió más huraño y parco en palabras que nunca. Había asumido que no era bienvenido en el barrio, pero ello tampoco suponía un gran problema para él. Su único aliado le había dado la espalda desde el instante en el que Fernando puso un pie de nuevo en Bayit, y él supo hacerse a un lado sin montar un espectáculo. Su naturaleza introvertida y huraña puso bastante de su parte a ese respecto, y los demás supervivientes tampoco le echaron en falta. Al fin y al cabo, seguía participando del cuidado de los bebés, al que se sumó Fernando, por más que Paris trató de convencerle de lo contrario, y eso, era mucho más de lo que esperaban de él.
Pese a que más de uno reflexionó al respecto, nadie propuso a viva voz retomar las rondas de limpieza. Los pocos infectados que se acercaban, llevados quizá por el ocasional ruido, por la luz, o sencillamente por mero azar, eran abatidos sin contemplaciones desde cualquiera de los dos baluartes, algún balcón o azotea accesible. La experiencia traumática con Fernando había dejado a todos excesivo mal cuerpo y quizá por respeto a él, que no las quería ni oír mentar, o por el hecho que objetivamente no eran necesarias, pues los infectados no tenían modo de acceder al interior del barrio amurallado, quedaron también en el olvido. Al menos por el momento.
La relación entre Christian y Maya se consolidaba más a cada día que pasaba, hasta el punto que comenzaron a compartir un único piso. No eran pocas las veces que había pasado uno la noche en casa del otro, y viceversa, hasta que finalmente y de un modo orgánico, acabaron acordando que Christian se mudaría a piso de Maya, dejando de ese modo libre uno de los pisos del bloque azul. Pese a ser su primera relación, Maya demostró una madurez y una mente fría impropias de su edad. El hecho que dicha relación tuviese tan evidentes limitaciones, haciendo del proceso algo mucho más pausado y emocional, no tan físico, ayudó y mucho a ese respecto. Pese a estar rodeados de gente, una vez el grupo comenzó a crecer, ambos se habían sentido muy solos desde el inicio de la pandemia, arrancados del abrazo de sus seres queridos y de cualquier atisbo de la vida que habían llevado hasta el momento. Esa nueva relación en la que uno se podía apoyar en el otro sin miedo ni vergüenza, y exponer todos sus miedos, frustraciones y anhelos con total naturalidad, era cuanto ambos necesitaban para recuperar esa pequeña parcela de paz y seguridad que tanto ansiaban.
Con la ausencia de Morgan y ahora también de Bárbara, Carlos se había erigido en el nuevo responsable del grupo. No eran en absoluto algo oficial, pero oficiosamente todos veían en él esa figura, como si la última palabra en cualquier decisión relevante fuera la suya, en un modo u otro. Incluso Paris, que prefería mantenerse al margen de la mayor parte de decisiones que no le involucrasen personalmente. Él se sentía cómodo en ese papel, y lo hacía lo mejor que podía, aunque en el fondo estaba deseando que la profesora volviese. Su relación con Marion se había vuelto realmente placentera, y ambos disfrutaban tanto de la presencia del otro como del sexo, pero no era en absoluto comparable a la química y la compenetración que tenía con Bárbara.
La hija del difunto presentador había encontrado por fin el equilibrio que tanto había echado en falta durante el largo peregrinaje hasta Bayit. Disfrutaba de la rutina como la que más y había encontrado muchos modos de distraerse. A diferencia de los demás, que incluso empezaban a echar en falta la adrenalina y la sensación de alerta que ese largo camino les había proporcionado, ella se encontraba como pez en el agua y no quería ni oír hablar de un cambio.
Fernando tardó tan solo unos pocos días en amoldarse a su nueva situación. Lo había pasado muy mal a solas, prácticamente convencido que no saldría de esa, y ahora se sentía eufórico, con ganas de comerse el mundo. Lo que sí notaron tanto Paris como Carlos fue un cambio de actitud muy importante al respecto de los infectados. Su traumática experiencia le había hecho mucho más susceptible a los sobresaltos, y desde que volvieran de visitar a Abril no había vuelto a pasar al otro lado de la muralla ni una sola vez. Lo único que sí hacía ocasionalmente era apostarse en alguno de los dos baluartes y seguir practicando su más que discutible puntería, pero siempre con la seguridad de saberse inalcanzable.
Ío fue sin duda quien peor lo pasó tras la repentina desaparición de los cuatro miembros del grupo que les habían dejado hacía ya semanas. Pese a que Maya y Christian la invitaban en ocasiones a sus salidas, ella se sentía de más entre ellos, y acostumbraba a rehusar sus propuestas. El fantasma de su traumática experiencia con los ex presidiarios le acompañaba cada noche, haciéndole muy difícil conciliar el sueño, y en más de una ocasión rompía en llanto en la soledad de su piso, recordando una vida que jamás podría recuperar. Muy a su pesar, las clases de lenguaje de signos que impartía habían caído en el olvido, con la ausencia de la pequeña Zoe, y ella se sentía cada vez más desplazada. Tan solo el cuidado de los bebés y del pequeño Josete, del que nadie se hizo cargo oficialmente, conseguía darle algo de sentido a su vida. Ella era quien más ansiaba que Bárbara y compañía volviesen, pues con ella y sobre todo con la pequeña Zoe fue con quienes más a gusto se había sentido desde su inverosímil rescate de las garras de Héctor.
Las lluvias eran intermitentes, pero incansables. Carlos y Paris idearon un plan para aprovechar ese recurso natural. Tras una corta incursión en una fábrica de las afueras volvieron con un cargamento ingente de bidones azules con capacidad para 200 litros de agua. Un rudimentario sistema de cañerías que aprovechaba los bajantes de la recogida de agua de las cubiertas de varios bloques de pisos fue suficiente para atesorar más de dos millares de litros en cuestión de pocos días, en una temporada especialmente lluviosa. Ello sirvió para apaciguar las voces de quienes temían que el agua embotellada acabase por agotarse, amén de crear un punto de inflexión sin precedentes en las que eran sus nuevas vidas: ahora tenían con qué asearse en condiciones, sin remordimientos por malgastar tan preciado bien, ellos mismos y sobre todo a los bebés, y no limitarse a la limpieza superficial y de más que discutible calidad a la que estaban acostumbrados.
Los cuidados brindados a los animales que habían traído consigo empezaron a dar su fruto, a diferencia de los que dedicaron al huerto, al que habían dado por imposible hasta la próxima primavera. Josete no cabía en sí de gozo al jugar con los pollitos que habían nacido, y estaba deseando que volviese Zoe para enseñárselos. Rara era la vez que preguntaba ya por su difunta madre. Pese a su corta edad, parecía haber comprendido que esa pregunta jamás obtendría la respuesta que él tanto ansiaba. Todos sentían lástima por él, y no hacían más que distraerle, jugando y malcriándolo, pero nadie quería erigirse en su tutor. Todos, con cierta vergüenza y malestar, estaban deseando que volviese Carla para quitarse ese peso de encima.
La impaciencia por la vuelta de Bárbara y compañía fue creciendo a medida que pasaban los días y seguían sin tener noticias de ellos. Sin que tuvieran siquiera ocasión de reparar en ello, el invierno llegó por fin a Nefesh, y todavía no habían llegado. Habida cuenta de cuánto habían tardado en llegar hasta la península, nadie se preocupó en exceso por la demora, y antes que se dieran cuenta, el grupo se completó por fin.
September 23, 2016
3×1055 – Grasa
1055
Barrio de Bayit, ciudad de Nefesh
15 de diciembre de 2008
Las gotas de lluvia impactaban incansables sobre las lonas que cubrían el anegado sembradío. El olor a tierra mojada se extendía por doquier, incluso al interior del taller mecánico donde Fernando y Christian se encontraban, trabajando en la motocicleta roja del ex presidiario. Ambos llevaban cerca de una hora ahí encerrados, disfrutando el uno de tener con quien compartir su conocimiento, y el otro de tener el honor de recibir esa clase magistral.
Tras la inesperada vuelta de Fernando al barrio la relación entre los antiguos compañeros de celda se había vuelto de lo más cercana. Lejos quedaban ya los reproches y las malas contestaciones de Christian, que al fin había aprendido a pasar página y estaba redescubriendo en Fernando al amigo que tanto le ayudó durante su estancia en prisión. Esa era la primera clase de mecánica que recibía desde que abandonó la península, y no sería la última. Fernando, por su parte, y aunque aún se encontraba todavía algo incómodo en su cuerpo tras todas las tribulaciones que había tenido que soportar, se sentía como en una burbuja, haciendo lo que más amaba en un entorno seguro y con amigos por doquier con quien combatir la sempiterna sensación de aislamiento que la epidemia había impuesto a los pocos supervivientes que aún deambulaban por la superficie de la Tierra.
Christian se estaba poniendo algo nervioso al ver tantas piezas sueltas. Pese a que era plenamente consciente que Fernando sabía muy bien lo que hacía, ver en tal estado a esa motocicleta a la que tanto aprecio tenía, y en la que tan buenos ratos había pasado en compañía de Maya, le producía cierta incomodidad. El mecánico era muy escueto en sus explicaciones y tendía a delegar la mayor parte del trabajo en su ayudante. Por fortuna, Christian se estaba demostrando un buen alumno, y estaba aprovechando hasta la última palabra, absorbiendo la información cual esponja.
MARION – ¡Chris! ¡Ha llamado Bárbara! ¡Que ya han llegado! ¡Dile a Carlos que suba, corre!
Ambos se giraron hacia la persiana abierta que daba a la calle corta, de donde provenía el grito de Marion. Fernando le hizo un gesto con la barbilla, instándole a abandonar el taller, y Christian salió corriendo, con una sonrisa de oreja a oreja. Pese a que nunca lo había exteriorizado, él también estaba preocupado por Bárbara, y sobre todo por Zoe. Al fin y podría salir de dudas. Pasó buscando a Carlos a toda prisa por el centro de día, dejando a Ío sola al cargo de los bebés, que no estaban dando guerra alguna, y ambos corrieron escaleras arriba hacia el ático de Bárbara, donde les esperaba Marion, que se limitó a echarse a un lado tan pronto ambos entraron en tromba por la puerta.
La conversación fue realmente corta, pero sirvió para apaciguar por completo sus atribulados espíritus. Esa misma mañana Carlos había estado charlando con el hermano de la profesora y ello no había hecho más que aumentar su impaciencia. Ahora, sin embargo, ya nada importaba. Zoe estaba con Bárbara. Sana y salva. Ío decía la verdad, al fin y al cabo. Los cuatro habían llegado al fin a su destino y se habían reunido con quienes habían ido a buscar, que también se encontraban en perfectas condiciones. En adelante tan solo tendrían que desandar el camino y todo volvería a la normalidad. Ahí en Bayit no les vendrían mal todas esas manos extra para hacerse cargo del farragoso trabajo que su ausencia había multiplicado exponencialmente.
Carlos se sorprendió por la repentina e inesperada idea de Christian de negarles a sus interlocutores la buena nueva de la vuelta de Fernando al barrio, pero tampoco encontró motivos para oponerse. Todo ocurrió demasiado rápido. Al fin y al cabo, todavía podían cambiar mucho las cosas hasta que ellos volvieran, y coincidió con él en que sería divertido estudiar la expresión de Bárbara y de Zoe en primera persona al ver de nuevo al mecánico. Tras una corta conversación entre ambos, mientras Marion apuraba un refresco de cola en la terraza, como si nada de eso fuera con ella, cada cual reanudó la tarea que había dejado a medias cuando se produjo la llamada.
Al volver al taller, Christian se sorprendió al descubrir que Fernando no estaba solo.
CHRISTIAN – ¿En qué andáis liados ahí vosotros dos?
FERNANDO – Uh. Tu chico se está poniendo celoso. Sólo quiere que le enseñe cosas a él.
Maya sonrió. Christian se acercó a ellos y acarició el brazo de la joven. No se había sentido mejor en mucho tiempo.
MAYA – Acabo de llegar. Fernando me iba a enseñar lo que estabais haciendo.
CHRISTIAN – ¿A que no sabes de dónde vengo?
La hija del difunto pescador alzó los hombros, delatando su ignorancia.
CHRISTIAN – Acaba de llamar Bárbara. Están todos bien. Y está Zoe con ellos.
MAYA – ¡Hombre! Me alegro. Me alegro mucho.
CHRISTIAN – Sí. Dicen que ya se ha reunido con su hermano, con su sobrino y con los chicos aquellos de los que te hablé, y que ya vuelven.
MAYA – Joder, qué bien. ¿Lo sabe Carlos?
CHRISTIAN – Sí. Estaba ahí conmigo.
El mecánico se limpió la grasa de la mano en un paño y le entregó a Christian la herramienta con la que había estado trabajando hasta el momento.
FERNANDO – Hala. Ya sabes cómo seguir. Yo me voy a tomar un descanso. Te dejo en buenas manos.
Fernando guiñó un ojo a Maya, agarró el paraguas que había dejado junto a la persiana abierta, y se dirigió a la persiana que comunicaba con la calle corta.
CHRISTIAN – Mira, ¿ves esto de aquí?
Maya asintió.
CHRISTIAN – Aquí es donde se mete la… ¡Oh! ¡No te muevas!
La joven miró en derredor, sin saber a qué atenerse. Todo parecía en regla. Entonces se dio cuenta que la estaba mirando a ella, a la cara.
MAYA – ¿Qué pasa?
CHRISTIAN – No te muevas, no te muevas.
MAYA – Por el amor de Dios. ¿Qué tengo, Chris?
El ex presidiario acercó su mano a la cara de Maya, muy lentamente, como tratando de evitar espantar a algún insecto.
CHRISTIAN – Una mancha de grasa en la nariz.
Christian posó su dedo índice impregnado en grasa de motor en la nariz de Maya, y ésta se puso roja al instante.
MAYA – ¡Serás imbécil!
Maya metió el dedo en la parte más sucia del motor y obsequió a Christian con una franja negra en la mejilla izquierda. Ambos rieron a carcajadas y siguieron haciéndose bromas y charlando amistosamente. Pese a que ninguno de los dos lo verbalizaba, por el bien de la relación y la convivencia mutuas, la frustración por saberse imposibilitados para proceder a cualquier acercamiento más allá de lo fraternal estaba haciendo mella en ambos.
September 19, 2016
3×1054 – Lento
1054
Mansión de Nemesio, isla Nefesh
14 de diciembre de 2008
CHRISTIAN – Que sí. Está todo en regla. Ahora mismo están Juanjo y el chavalín con los críos. Ío se ha ido a echar un rato, que dice que estaba muerta de sueño.
MAYA – ¡Hola Abril!
ABRIL – Hola guapa.
CARLOS – Y… no ha llamado nadie, ¿verdad?
CHRISTIAN – Qué va. Aquí no ha pasado nada desde que os fuisteis.
CARLOS – Bueno… Pues nada. Nos vemos… nos luego.
CHRISTIAN – Ah. Adiós.
Carlos cortó la comunicación y tomó asiento en la cama. Abril se sentía realmente extraña compartiendo la habitación en la que estaba instalada la radio con él y con Marion al mismo tiempo. Un silencio incómodo se apoderó de la sala.
El examen al que Abril sometió a Fernando no hubiese sido necesario. El poder curativo de la infección que se había apoderado de su cuerpo sobrepasaba a todas luces la nada despreciable habilidad de Abril como médico. Tras explorarle a conciencia, pese a su limitado equipamiento, concluyó que su salud no corría ningún peligro. Todo lo contrario. Lo que sí hizo fue dejar bien claras las que serían sus obligaciones en adelante dada su nueva condición, de igual modo que lo había hecho con Maya y con Bárbara anteriormente. Fernando era plenamente consciente del daño que podía ocasionar a sus semejantes y prometió ser responsable al respecto. La hija del difunto pescador le había estado instruyendo a ese respecto la tarde anterior, y el mecánico lo había absorbido todo cual esponja. La médico se limitó a darle algunos consejos para mejorar su cojera, le ofreció varios fármacos y material para mejorar sus cicatrices y coser apropiadamente futuras heridas, visto el desastre que había hecho con las anteriores, y tras un pequeño interrogatorio en el que se sorprendió en más de una ocasión por cuanto el mecánico le explicaba, dio por concluido su trabajo, sintiéndose especialmente inútil.
El instalador de aires acondicionados respiró hondo y se dirigió a Abril, que miraba el suelo mientras se mordía el labio inferior. No podía quitarse a Ezequiel de la cabeza.
CARLOS – ¿Seguro que no quieres que hagamos una ronda por la zona?
ABRIL – Que no, que no. Con todo lo que tenéis vosotros que hacer en Bayit… No os puedo retener más tiempo. Además, que no es la primera vez que me lo hace. Él seguro que está bien. No… no… no le des importancia. Ya vendrá. Lo único… la lástima que no le hayáis conocido.
CARLOS – A mi no me cuesta nada. De verdad. Que no te sepa mal. ¿Seguro que no…?
ABRIL – No. Idos, que si no al final se os va a echar la noche encima, y todavía va a ser peor. Ya le echaré la bronca yo cuando vuelva.
CARLOS – Bueno, como quieras. Pero… si ves que no ha vuelto para cuando nosotros lleguemos, avísanos si quieres que vengamos a ayudarte a… yo qué sé… a buscarle. Lo que haga falta, de verdad.
ABRIL – No, pero… sí. Llámame cuando lleguéis.
CARLOS – Lo haré.
Tras un corto intercambio de besos y buenos deseos en el porche, Carlos, Fernando y Marion volvieron por donde habían venido, a bordo de aquella infatigable furgoneta. Abril se quedó mirándola hasta perderla de vista, sin dejar de pensar en Ezequiel. No había pasado ni un minuto de la partida de quienes le habían brindado tan fugaz visita, que una figura emergió de entre los árboles cercanos, arrastrando una carreta llena hasta los topes de madera seca. La médico respiró aliviada, aunque con el ceño fruncido, y fue al encuentro de su compañero.
ABRIL – ¿¡Se puede saber dónde te habías metido!?
EZEQUIEL – Yo también me alegro de verte.
ABRIL – Me tenías muy preocupada.
Ezequiel puso los ojos en blanco, restándole importancia.
ABRIL – ¿Por qué has tardado tanto?
EZEQUIEL – No te lo vas a creer. He encontrado un árbol al que le había caído un rayo. Estaba… partido por la mitad. Pero… Pero… literalmente. Como si le hubieran pegado un hachazo con un hacha del tamaño de esta casa. Increíble. Y la madera… estaba sequísima. Bueno mírala. Nos va a venir genial para la chimenea. Luego ya me he liado con el hacha a llenar la carreta y… se me ha ido el santo al cielo. No sé ni qué hora es.
ABRIL – Te has encontrado con algún…
EZEQUIEL – No, no, no. Qué va… He estado yo solo todo el rato, y no he visto ni una triste ardilla.
Abril negó con la cabeza, molesta por la situación. Cualquiera hubiera podido jurar que Ezequiel había estado esperando que desaparecieran para volver.
EZEQUIEL – Con esto tenemos para… Oye, ¿dónde están tus amigos?
ABRIL – Se acaban de ir. Caray, has tardado tanto…
EZEQUIEL – ¿Ya se han ido? Madre mía, ¿pero qué prisa tenían? Si todavía debe de ser prontísimo.
ABRIL – Ya, pero tienen que llegar antes que se les hiciera de noche. Nefesh está bastante lejos.
EZEQUIEL – Qué putada.
ABRIL – La próxima vez…
EZEQUIEL – Sí. La próxima.
Abril vio cómo Ezequiel sonreía, con un brillo especial en los ojos, y enseguida se le fue el enfado.
ABRIL – ¿Vendrás con hambre, no?
Ezequiel sonrió, enseñando los dientes.
ABRIL – Vas a comerte la comida recalentada dos veces. Por lento.
EZEQUIEL – Ahora voy, pero… primero vamos a meter esto en el establo, que no quiero que se moje si vuelve a llover.
Abril asintió y ayudó a su compañero a tirar de la pesada carreta, sorprendida porque aquél hombre hubiese podido arrastrarla solo hasta ahí. Una vez dejaron la madera a cubierto llevaron algunas de las ramas más pequeñas consigo y encendieron la chimenea, de la que empezó a manar humo prácticamente al instante. Los días, pero sobre todo las noches, eran cada vez más frías, y todo aquél montón de madera les vendría genial para calentarse en el invierno inminente. La médico aprovechó esa misma lumbre para recalentar algo de lo que había sobrado de la comida, mientras Ezequiel se cambiaba la ropa, y ambos se pusieron a charlar distendidamente sobre cuanto había ocurrido en la ausencia del otro. Pese a que apenas tenían nada en común habían aprendido a convivir, y aunque sólo fuera por la compañía, incluso se llevaban bien.
September 16, 2016
3×1053 – Leña
1053
Mansión de Nemesio, isla Nefesh
14 de diciembre de 2008
Abril miró por enésima vez el reloj de agujas que pendía de la pared de la cocina. Faltaban unos minutos para las cuatro de la tarde y ya estaba empezando a ponerse nerviosa, imaginando qué podría haberles pasado a quienes ya debían estar ahí con ella. La comida que con tanto esmero había preparado se había enfriado, lo cual era una verdadera lástima. El postre también se había enfriado, pero eso revertía en una buena noticia, siempre y cuando quienes debían alimentarse de él se dignasen en aparecer.
En realidad no estaba tan preocupada por quienes venían a visitarla desde la ciudad como por el propio Ezequiel. No sabía a ciencia cierta a qué hora habían salido de Bayit ni cómo se encontraba a esas alturas el camino desde ahí hasta ese recóndito oasis en mitad del bosque. Lo más probable es que estuviesen al caer. Al fin y al cabo, estaban armados y protegidos por el armazón del vehículo que les llevaría hasta ahí, y la probabilidad de encontrar infectados en el bosque era escasa. Por quien sí estaba realmente preocupada era por Ezequiel. Hacía cerca de dos horas que había salido a buscar leña para alimentar la chimenea y no había vuelto a dar señales de vida desde entonces. Estaba preocupada exclusivamente por la demora aunque sabía que, pese a su estado, él sabía cuidar de sí mismo como el que más.
La médico subió la cremallera de la chaqueta que llevaba puesta, hasta prácticamente la garganta, miró una vez más el reloj y abandonó la cocina. Esa casa era bastante fría, y ella especialmente friolera. Cruzó el pasillo de servicio y al llegar al comedor escuchó unas voces provenientes del otro lado de las ventanas burdamente tapiadas con maderos que dejaban entrar irregulares retazos de luz diurna.
CARLOS – ¿¡Se puede!?
Abril desanduvo sus pasos y corrió hacia aquél atestado trastero que hacía las veces de entrada principal, al encontrarse la oficial a todas luces impracticable. Se tomó incluso la molestia de arreglarse el pelo y atusarse la ropa mirándose en el espejo de cuerpo entero que había frente a la puerta antes de abrirla. Al otro lado se encontraban Carlos y Marion, que se apresuró a estrecharla entre sus brazos, demostrando demasiado entusiasmo para su gusto. Carlos la obsequió con dos besos, uno por mejilla. La médico notó el olor del tabaco impregnado en su ropa y en su aliento. Tras ellos estaba Fernando, que aún no sabía muy bien cómo se había dejado enredar para abandonar el barrio al que tanto le había costado volver. Tras las presentaciones de rigor Abril les guió hacia la sala de estar-biblioteca, donde Carlos y Fernando descargaron todos los bienes que le habían traído, que no eran pocos. Leche, algunos huevos, latas de conserva, bastante arroz y sobre todo sacos de grano par alimentar a los animales. Los invitados tomaron asiento y la médico fue a buscar unos refrescos con los que obsequiarles, antes de sentarse con ellos.
ABRIL – ¿Pero cuánto tiempo hace que se fue?
CARLOS – Pues hace ya… seis días.
ABRIL – Ah. Tú no te preocupes, seguro que están ya a punto de llegar.
Carlos puso los ojos en blanco, respiró hondo y tomó un sorbo de la lata de cerveza que tenía en la mano. Marion revoloteaba por la estancia y comenzó a subir las escaleras, ignorando la conversación.
CARLOS – He dejado a Chris al cargo de la radio y con un walkie encima por si… pasara algo. Pero ya… estoy empezando a ponerme nervioso. Sobre todo por Zoe. Maldita cría.
Abril chistó con la lengua, quitándole importancia.
ABRIL – Ya la conoces. Esa niña adora a Bárbara. Si está en el barco con ella, no tienes de qué preocuparte.
CARLOS – Ese es el problema. Que no lo sé… Que no sé nada.
MARION – Oye, y… ¿dónde está tu amigo? El famoso Ezequiel.
La médico miró hacia arriba, donde se encontraba la hija del difunto presentador, y se rascó la nuca.
ABRIL – Salió hace un rato a buscar leña, que anoche nos quedamos sin… No creo que tarde mucho más ya…
Un silencio incómodo se apoderó de la sala, sólo roto por el incansable tic-tac del reloj de péndulo y el rumor lejano de la cascada próxima.
ABRIL – ¿Habéis comido?
CARLOS – Hemos picado algo a medio camino, pero venimos hambrientos.
ABRIL – Eso tiene fácil solución. Va, venid conmigo.
Abril tomó la delantera y los demás la siguieron por la sombría casa. Al cruzar el pasillo de servicio Fernando no pudo evitar fijarse en una puerta abierta que había a mitad de camino de la cocina. Pese a ser el cuarto de la plancha, era al menos cinco veces más grande que la celda que él había compartido con Christian en la prisión de Kéle. Al fondo del cuarto había un tendedero de alambre con varias prendas de ropa colgadas con pinzas: un par de pantalones de trabajo, calzoncillos, braguitas, un sujetador y varias camisetas, dos de las cuales tenían uno de los brazos con un nudo a la altura del codo.
CARLOS – ¿Fernando, vienes?
El mecánico reanudó su marcha y les acompañó a la cocina, donde descubrió que Abril era una anfitriona excepcional. Se le hizo la boca agua al saberse destinatario de tan apetecibles manjares. Entre todos ayudaron a preparar la mesa en el comedor principal. Esperaron unos diez minutos más, confiando que Ezequiel se dignase a aparecer, pero al final decidieron comenzar sin él, pues en caso contrario la comida se les habría enfriado ya por segunda vez. Durante la comida apenas abrieron la boca para más que degustar los platos que la hábil mano de Abril había guisado. Todos elogiaron su saber hacer, y se lamentaron por su categórica negativa a acompañarles a Bayit.
Ya hacía un rato que habían acabado el postre y Ezequiel aún no había vuelto. Abril trató que no se percibiese su preocupación, aunque sin demasiado éxito, y decidió comenzar con la exploración a Fernando, para distraer la mente.


