David Villahermosa's Blog, page 21
September 12, 2016
3×1052 – Huraño
1052
Barrio de Bayit, ciudad de Nefesh
14 de diciembre de 2008
Josete se encontraba solo en mitad de la calle desierta. No tenía miedo. Estaba muy concentrado en lo que estaba haciendo. Miró a un lado y a otro. Todo estaba quieto, todo estaba en silencio. Tragó saliva y siguió adelante. Metió una de sus deportivas en un charco, salpicándose los pantalones, miró en derredor con la boca abierta y rió a carcajadas. Puso los dos pies juntos y volvió a saltar sobre el charco, una y otra vez, salpicándolo todo a su alrededor. Entonces reparó en algo que se movía en la distancia, casi al final de la calle, y abandonó su divertimento.
Caminó a toda prisa hacia el lugar donde había desaparecido aquella sombra, cerca del alto muro almenado que hacía de límite al perímetro amurallado del barrio. El cachorro orinó en un árbol y tuvo que dar un salto para salir del alcorque. Llevaba la correa arrastrando. Pese a lo pequeño que era había aprendido a valerse por sí mismo y no hacía más que correr de un lado a otro con una energía que parecía no tener límites, haciendo de su cuidado un verdadero reto. Josete se acercó algo más a él y el perro se le quedó mirando, dispuesto a salir corriendo al primer movimiento en falso. El niño se puso en cuclillas y sonrió. El perro se dio media vuelta y continuó su periplo por la calle larga.
JOSETE – ¡Cabroncillo! Ven. Ven aquí. No te vayas.
El pequeño can llegó incluso a girarse hacia él durante un instante, pero acto seguido siguió adelante, oliéndolo todo y brincando alegremente de un lado a otro. Desapareció nuevamente tras una esquina. Josete siguió tras él. Al cruzarla, se asustó. Ahí había un hombre viejo, medio calvo, arrastrando un carro de supermercado lleno de cajas de cartón, todas de idéntico tamaño. Su pie derecho se había posado sobre el final de la correa, y el perro no hacía más que dar tirones, tratando en vano de liberarse.
JUANJO – ¿Qué haces tan lejos de casa, niño?
JOSETE – Es que se ha escapado el perro.
JUANJO – ¿No ves que es peligroso? No puedes estar aquí tu solo.
Josete alzó ambos hombros, sin darle demasiada importancia. Ese hombre no le gustaba, pero tampoco le daba miedo. Carboncillo seguía tirando de la correa, pero el pie de Juanjo no cedió un milímetro. El banquero se agachó, agarró la correa y se la tendió al niño, colocándose entre éste y el carro que llevaba a la que a la fuerza se había convertido en su nueva casa. Josete avanzó dubitativo hacia él y sujetó la correa con fuerza, para que no se le volviese a escapar. Juanjo metió el carro de la compra en el jardín de la vivienda unifamiliar frente a la que se encontraba, y cerró tras de sí. Con llave.
JUANJO – Vente. Vente conmigo. Este no es un buen sitio para pasear.
El banquero ofreció su mano al niño y éste instintivamente se la cogió. Estaba tan acostumbrado a ir siempre de la mano de un mayor cuando iba por la calle que ni siquiera le dio importancia. Ambos desanduvieron el camino en silencio hasta llegar a la primera corona de seguridad. Cuando emergieron de la rampa del parking que hacía de nexo entre ambos perímetros amurallados, Ío corrió hacia el niño, visiblemente angustiada, y se arrodilló para estar a su altura. Desde que Carla abandonó el barrio, el niño había estado al cargo de Marion y de Carlos, ocasionalmente con Maya, y muy rara vez con ella. Ahora que ambos se disponían a abandonar el barrio, habían delegado su cuidado en la joven sorda. Ésta dejado al niño al cargo del perro y les había perdido a ambos.
Estaba todo el mundo congregado en aquél corto tramo de calle, a excepción de Maya, que se había quedado con los bebés. Paris estaba junto a Fernando, y Carlos apuraba un cigarrillo apoyado en el muro junto a la puerta del taller mecánico. Juanjo cruzó por un instante su mirada con la del dinamitero. Éste reparó en él, pero decidió ignorarle. La joven del pelo plateado miró al banquero, y éste se limitó a hacer un gesto afirmativo con la cabeza antes de volver por donde había venido. Paris agarró a Fernando por la clavícula, apretó con fuerza y le obsequió con una sonrisa de oreja a oreja.
PARIS – Cuidado con la matasanos. Yo no me fiaría ni un pelo de esa mujer. Que no te líe.
Fernando esbozó una sonrisa. Christian se rascó el pelo sobre la cicatriz, algo incómodo por la situación, y nervioso por volver a perder a Fernando de vista. Después de haberle visto morir prácticamente en sus brazos, no se sentía muy cómodo viéndole abandonar la seguridad que ofrecía el barrio amurallado.
CARLOS – Venga, va. Vayámonos, que al final con la tontería se nos va a hacer tarde.
El mecánico se despidió de Christian y de Ío, que habían decidido quedarse en Bayit al cargo de los bebés, y acompañó a Carlos al Jardín, donde les esperaba Marion ya sentada en uno de los asientos traseros de la vieja furgoneta Volkswagen que habían decidido utilizar para desplazarse hasta la mansión de Nemesio. Christian se encargó de bajar la persiana del taller. Carlos se puso al volante, habida cuenta que Fernando no conocía el camino, y se pusieron en marcha.
Las calles estaban desiertas a esa hora de la mañana. Bayit se había convertido a la fuerza en uno de los puntos edificados más seguros de la isla, y tardaron cerca de diez minutos en ver al primer infectado, tiempo después de haber abandonado la urbe. Al pobre infeliz le habían devorado media pierna, y se arrastraba por la acera sin ofrecer ningún tipo de amenaza. No se molestaron siquiera en acabar con él.
Se encontraban en una ruta rural bastante accidentada rodeada de pinos cuando Marion tuvo la idea de encender la radio. Había traído consigo varios discos de los que utilizaban para las rondas de limpieza. Una estridente música roquera sonó por los altavoces de la furgoneta a todo trapo, y la hija del difundo presentador se apresuró a bajar el volumen. Fernando notó cómo se le erizaba el vello de los brazos. La canción no era la misma, ni siquiera el género musical era el mismo, pero igualmente le retrotrajo a un momento de su pasado que hubiera preferido borrar de su memoria para siempre. No dijo nada, y los tres continuaron adelante, manteniendo una conversación intermitente que permitió al mecánico ponerse algo más al día de cuánto había ocurrido en su ausencia.
September 9, 2016
3×1051 – Innecesario
1051
Centro de día para ancianos en Bayit, ciudad de Nefesh
13 de diciembre de 2008
FERNANDO – Pero si estoy bien… de verdad.
Fernando se metió otra cucharada de fabada en la boca, sintiendo un estallido de sabor en las papilas gustativas. Prácticamente había olvidado el placer que ofrecía comer en abundancia y pudiendo escoger el menú. Después de las carencias que había pasado las últimas semanas, Bayit era lo más parecido a un paraíso para él. Incluso se arrepintió de no haberse acercado antes, visto lo sencillo y seguro que había resultado su traslado por mar hasta ahí.
CARLOS – Eso no lo sabemos, Fernando. Ella es una profesional, y… te convendría que te echase un vistazo. Y más después de… lo que te ha pasado. Además… mira, hace ya unos días que quería acercarme, para llevarle algunas cosas. Te vienes, y… así también te la presento, que tú aún no la conoces. No te cuesta nada, hombre.
Paris puso los ojos en blanco. Su enemistad con Abril era por todos conocida, pero incluso así, la idea de que una médico le echase un vistazo a su amigo no le desagradaba.
Estaban todos congregados en el centro de día. Era la hora de la comida, que se había demorado sustancialmente tras la inesperada sorpresa. Pese a que el cielo seguía encapotado, ya no llovía. El único que no estaba ahí con ellos era Juanjo, pero aunque todos eran conscientes de ello, nadie movió un dedo por ir a buscarle. Era una persona non grata para la enorme mayoría del grupo de supervivientes y su ausencia no suponía problema alguno para ellos. El único que se sentía algo mal por ello era Fernando, pero estaba tan atareado recibiendo los agasajos de sus compañeros que no tenía tiempo para preocuparse del banquero, al que a duras penas acababa de conocer.
FERNANDO – ¿Y dónde dices que está esa amiga vuestra?
CARLOS – ¡Nada! Está… Si salimos mañana a primera hora, podemos estar ahí para la hora de comer. No está muy lejos, y además, el camino es casi todo por rutas forestales, que no hay ni infectados prácticamente.
Fernando tomó aire.
FERNANDO – Bueno… vale…
Carlos sonrió. Se levantó, le dio una palmadita en el hombro, y se dirigió a la habitación donde echaban la siesta los bebés. Al menos algunos de ellos. En la sala donde comían volvió a manar aquél zumbido incesante de preguntas dirigidas a Fernando por todos sus demás compañeros. Si bien segura y estable, la vida en Bayit se estaba volviendo sustancialmente aburrida, y la presencia de ese nuevo foco de atención había sido muy bien recibida por todos y todas.
Minutos más tarde Carlos se dirigió al ático de Bárbara, mientras los demás seguían charlando en el centro de día. Paris, que no se había separado del mecánico un solo minuto desde que éste despertó de su reparadora siesta, aprovechó para ir a la tienda de animales donde tenía retenida a Nuria. Hacía un par de días que no le cambiaba el agua, y sabía a ciencia cierta que pese a todos sus esfuerzos por evitarlo, la infectada habría volcado todo el líquido y estaría muerta de sed. Siempre lo hacía.
Tuvo que llamar en hasta tres ocasiones hasta que finalmente pudo ponerse en contacto con la médico.
ABRIL – ¿Ya han vuelto Bárbara y los demás?
CARLOS – No… Todavía no sabemos nada de ellos…
ABRIL – Ya no creo que tarden mucho más en llegar… Ya verás que no.
CARLOS – Pero… no te llamaba por eso.
ABRIL – Pues… Dime. Dime. Ahora tengo tiempo.
CARLOS – Te tengo que contar algo un poco… raro.
ABRIL – ¿Estáis bien, todos?
CARLOS – Sí, sí. No es nada malo. Es… ¿Recuerdas que te hablé de Fernando, aquél hombre que nos ayudó tanto cuando rescatamos a Ío?
ABRIL – Sí. Que tuvo un… accidente no hace mucho.
CARLOS – Pues ha vuelto. Está aquí ahora con nosotros.
ABRIL – Pero Chris me dijo que había muerto. Que… que lo…
CARLOS – Todos pensábamos que estaba muerto, pero… Bueno, en gran parte es de eso de lo que quería hablarte.
ABRIL – Adelante.
CARLOS – No. Hemos estado hablando con él… y nos gustaría que le echases un vistazo. No está del todo bien, físicamente. Tiene pinta de que le ha pasado lo mismo que a Maya. Pero… él estaba muerto. Chris no para de repetirlo.
ABRIL – Yo ya me creo cualquier cosa, Carlos. Esto… todo esto… me supera como profesional de la medicina.
CARLOS – Pues… eso, que me gustaría que le echases un vistazo, que le hicieras preguntas… No sé. Yo me quedaría más tranquilo. Además… nos interesa conocer cuanto más mejor de la infección. Porque… No nos puede volver a ocurrir algo así. Por el amor de Dios, ¡que lo habían enterrado! El pobre hombre estuvo a punto de morir ahogado por culpa de eso. No sé… Quería comentarlo contigo, siempre he pensado que eres la persona más… adecuada para este tipo de cosas. ¿Puedo contar contigo?
ABRIL – Sí, claro. Eso no es problema. Pero… tendréis que venir vosotros. Ya sabes. Yo ahora con la que tengo aquí liada…
CARLOS – No, no. Por supuesto. Esa era la idea. Yo ya sé que a ti no…
ABRIL – Pues… cuando queráis. Ya sabéis dónde estamos. Ezequiel está deseoso de conoceros. Mientras más le hablo de vosotros, más ganas tiene.
CARLOS – ¿No está por ahí él ahora?
ABRIL – No. Ha salido. Aunque… no creo que tarde mucho en volver.
CARLOS – Joder. No he tenido ocasión una sola vez de cruzar dos palabras con él…
ABRIL – Bueno, ahora cuando vengáis le conoces. Tiene sus cosas, pero… os gustará. Ya te digo, que está ansioso por echaros el guante.
CARLOS – Y nosotros a él. Que con el tiempo que lleva ahí contigo y que no nos hayamos visto aún… tiene tela.
ABRIL – Pues… ya sabes.
CARLOS – Habíamos pensado en acercarnos mañana. Salir bien pronto y llegar ahí a primera hora de la tarde. ¿Cómo lo ves?
ABRIL – Por mi perfecto. Ya os prepararé alguna cosa. ¿Cuántos venís?
CARLOS – Ehm… Fernando… Marion, yo… y creo que Ío también quiere venirse, aunque todavía no me lo ha confirmado. Con todo el tema de los bebés, y con todos los que se fueron… ahora faltan manos para poderse hacer cargo de los críos.
ABRIL – Entiendo. Pues… aquí os estaremos esperando.
CARLOS – Genial, Abril. Aprovecharé para llevaros algunas cosillas, como la última vez. Gracias por todo.
ABRIL – Gracias a vosotros. Yo ahora tengo bastantes conejos. Ya os prepararé unos pocos para que os llevéis.
CARLOS – Perfecto. Pues… hasta mañana.
ABRIL – Cuidaos.
September 5, 2016
3×1050 – Deshauciado
1050
Barrio de Bayit, ciudad de Nefesh
13 de diciembre de 2008
Juanjo se despertó con un sobresalto. Miró en derredor, asustado, y echó la sábana y la funda nórdica a un lado, al tiempo que se incorporaba. Alguien estaba golpeando la puerta de su piso con entusiasmo desmedido, mientras daba voces exigiendo que se personase. El banquero se calzó sus zapatillas de andar por casa, aún con los ojos legañosos, hinchados y entrecerrados, y salió del dormitorio.
JUANJO – ¡Ya va! ¡¡Ya va!!
Paris seguía aporreando la puerta y dando voces. El banquero empezó a ponerse nervioso, temiendo que hubiesen accedido infectados al barrio. Cruzó el pasillo a toda prisa, corrió torpemente hacia el recibidor y abrió la puerta. Al otro lado se encontraban el dinamitero y un hombre barbudo y de pelo largo al que no había visto en su vida. Juanjo se frotó el ojo derecho mientras reprimía, sin mucho éxito, un bostezo, ya algo más tranquilo al ver que ninguno de los dos estaba armado.
JUANJO – ¿Se puede saber qué pasa?
PARIS – Te tienes que ir.
JUANJO – ¿Qué? ¿Qué de…? ¿Qué pasa?
PARIS – ¿Qué es lo que no has entendido? Sal del piso. Fuera.
JUANJO – Pero… esta es mi casa. No entiendo…
PARIS – No. Esta no es tu casa. Esta la casa de Fernando.
Juanjo se quedó en silencio. No comprendía nada.
PARIS – ¿Te acuerdas que te dije que este piso pertenecía a un amigo mío?
JUANJO – Sí. Que murió poco antes de que llegásemos nosotros.
PARIS – Pues mira, resulta que no está muerto. Es él. Y va a volver a su piso. Ahora.
Fernando frunció el ceño y se dirigió al dinamitero.
FERNANDO – Pero que no hace falta, de verdad, Paris. Me puedo buscar otro sitio. Incluso en este bloque, o… yo qué se… donde sea. No tiene importancia. ¡Será por pisos vacíos!
El banquero miró alternativamente a uno y a otro. Hacía demasiado poco tiempo que había despertado para poder procesar con eficiencia lo que estaba ocurriendo. De lo que no cabía la menor duda era que Paris no estaba bromeando.
PARIS – Que no. Este es tu piso.
Paris se dirigió de nuevo a Juanjo.
PARIS – Tienes todo el barrio para escoger otra casa. Ésta es suya. ¡Venga!
Juanjo empezó a ponerse nervioso. Era consciente que rebelarse ante Paris sería un error, pero no tenía intención alguna de salir en pijama de su piso a esas horas de la mañana.
JUANJO – ¿Y mis cosas?
PARIS – Tus cosas puedes venir a buscarlas luego. Ahora Fernando necesita secarse y descansar. Así que arreando.
FERNANDO – Paris…
El banquero comenzó a tartamudear, tratando de decir algo coherente que hiciese cambiar de parecer al dinamitero.
PARIS – ¿Pero que no me estás oyendo? ¡Fuera!
Paris agarró a Juanjo de la pechera del pijama, tiró de él con violencia y lo sacó al rellano. El banquero tuvo que sujetarse a la barandilla para no caer. Se giró justo a tiempo de verles entrar a ambos en el que hasta el momento había sido su hogar. El dinamitero dio un portazo tras de sí, y en el rellano sólo se oyeron los reproches no demasiado entusiastas de Fernando, al que todo cuando había ocurrido le pilló tan por sorpresa como al propio banquero.
Juanjo se quedó quieto donde estaba, en silencio, con la mano apoyada en la barandilla, durante cerca de un minuto. Salió de su ensimismamiento al escuchar unas voces y unos pisotones provenientes de escaleras abajo. Pronto vio aparecer a Christian, que venía acompañado por Maya y por aquella chica tan alta y con el pelo tan claro. Cuando los tres llegaron al rellano Christian miró alternativamente la puerta del piso de Paris y del que hasta hacía tan poco había ocupado Juanjo, y se dirigió a este último.
CHRISTIAN – ¿Dónde se han metido?
Juanjo se quedó mirando al muchacho y se limitó a hacer un leve gesto con la barbilla en dirección a la puerta que tenía delante. El ex presidiario asintió y dio un par de golpes con los nudillos en la puerta. Los cuatro escucharon a Paris mandando a Juanjo al infierno, pero tan pronto Christian se identificó, la puerta se abrió. La había abierto Fernando. Ío abrazó al mecánico, con los ojos vidriosos, cosa que sorprendió a propios y extraños dada la aversión que la joven tenía hacia el género masculino. Fernando le dio un beso en la mejilla. De nuevo le acribillaron a preguntas, mientras Paris apartaba muebles a empujones, quejándose de lo desordenado que lo había dejado todo Juanjo.
El banquero, consciente de que ya no pintaba nada ahí, bajó las escaleras con tan poca prisa como presencia de ánimo. Llegó hasta el portal y al abrir la puerta que le llevaría a la calle descubrió que estaba lloviendo. Respiró hondo y siguió adelante, sin que aparentemente le importase lo más mínimo. Incluso cuando metió uno de sus pies, calzado únicamente por las zapatillas de andar por casa, en un charco, tan solo se limitó a chasquear la lengua y siguió adelante cual autómata.
Bajó la rampa del parking, subió la de la calle perpendicular y se encontró en el mero centro de aquella larga calle amurallada en todo su perímetro varias manzanas a la redonda. Escogió la derecha instintivamente.
Caminó por las aceras, esforzándose por resguardarse de la lluvia bajo los balcones que le ofrecían un refugio intermitente, hasta que llegó al extremo mismo de la calle, donde se levantaba uno de aquellos majestuosos muros almenados. A su derecha, el enésimo bloque de pisos, a su izquierda, una hilera de viviendas unifamiliares pareadas con jardín por delante y por detrás. Peinó hacia atrás con los dedos de ambas manos el poco pelo que le quedaba, y se dirigió a la izquierda. Ese era literalmente el extremo más alejado de la primera corona de seguridad. El extremo más alejado de todos sus compañeros. Se adentró en la vivienda unifamiliar que hacía de frontera al barrio amurallado, accedió al interior de la misma y se dejó caer sobre la cama de matrimonio del dormitorio principal, donde pronto se quedó dormido.
September 2, 2016
3×1049 – Ambos
1049
Barrio de Bayit, ciudad de Nefesh
13 de diciembre de 2008
Fernando se dio media vuelta al escuchar la voz de Christian a su lado, a través de la verja de la escuela. Aún sostenía el rifle que el joven le había tirado desde el baluarte. El ex presidiario se apresuró a abrir el portón de la escuela y Fernando se lo quedó mirando. Dejó caer el arma y casi cayó de espaldas al suelo cuando el chico se abalanzó sobre él y le abrazó con fuerza. Él le correspondió el abrazo, gratamente sorprendido.
CHRISTIAN – ¿Cómo puede ser…? ¿Có…? ¿Qué…? ¿Qué haces tú aquí…? ¿Cómo…? ¿Cómo…? Pasa. Pasa. Date prisa, va. Entra.
Fernando se sintió algo abrumado por tan calurosa bienvenida. Aún estaba empapado de pies a cabeza e incluso goteaba. El cansancio y la falta de sueño se podían leer en su rostro. Ambos cruzaron el portón y Christian cerró a conciencia tras de sí.
CHRISTIAN – ¿Cómo…? ¿Cómo vas así? ¿Cuántas horas llevas debajo de la lluvia?
FERNANDO – Poco… unos diez minutos. Estoy así porque… he venido nadando.
CHRISTIAN – ¿Nadando? ¿Pero se puede saber de dónde vienes?
FERNANDO – Bueno…
CHRISTIAN – Da igual. Ya… ya hablaremos de eso luego. Ahora ven, corre. Ven, que… que te daré una toalla y ropa seca.
El mecánico siguió al ex presidiario por el patio de la escuela y ambos accedieron al Jardín. Fernando se sorprendió por cuánto había cambiado todo desde su ausencia, orgulloso de haber participado del inicio de ese sueño de seguridad y prosperidad en el que se había convertido Bayit, que él tanto había añorado las últimas semanas.
CHRISTIAN – Pero… no entiendo nada. ¿Cómo es que estás…?
FERNANDO – ¿Vivo?
Christian se llevó una mano a la sien y acarició la cicatriz en forma de L que su cabello había ocultado.
CHRISTIAN – Pero si… te enterramos.
FERNANDO – Sí. Doy fe. La próxima vez… hacedlo un poco menos hondo, si no es molestia.
El ex presidiario rió, pero enseguida se puso serio. No quería resultar ofensivo. Fernando reparó en el mural. Se reconoció instantáneamente y esbozó una sonrisa sincera.
FERNANDO – No te preocupes.
CHRISTIAN – Estabas… Estabas muerto. Te lo puedo jurar. Si no, jamás se nos hubiera ocurrido… ¡Por Dios!
Fernando alzó los hombros, enfatizando su ignorancia al respecto.
CHRISTIAN – Eso ha debido ser el virus. Te infectaron cuando te mordieron y… tú no estabas vacunado. Ha tenido que ser eso. ¿No te lo dije? ¿Te acuerdas? Que te cure la ceguera o la hemiplejia… vale, pero que te cure de haberte… muerto. ¡Para mear y no echar gota! Joder, pero es que… estabas… ¡muerto! Lo comprobé cien veces. Te lo juro. Yo jamás habría…
FERNANDO – No sé si lo estaba o no lo estaba, Chris… el caso es que me desperté…
CHRISTIAN – ¿Bajo tierra?
FERNANDO – Sí.
CHRISTIAN – ¿Y cómo saliste de ahí?
FERNANDO – Bueno… tuve… un poco de ayuda.
Christian frunció ligeramente el ceño. Ambos miraron hacia arriba al escuchar un grito proveniente del bloque de pisos del centro de ocio. El mecánico sonrió abiertamente al ver asomarse por una ventana a su orondo compañero de fechorías.
PARIS – ¡No! ¡¡No!! ¡¡¡No pude ser verdad!!! ¡No os mováis!
El dinamitero desapareció de la ventana. Christian y Fernando se miraron mutuamente, mientras escuchaban sus pisotones incluso a través del ruido de la lluvia que seguía cayéndoles encima. Avanzaron sin prisa hacia la persiana del taller por donde accederían a la primera corona de seguridad del barrio, mientras el chico seguía acribillando a preguntas a Fernando, sin darle apenas tiempo a contestar. Ambos se sorprendieron al ver cómo la persiana se levantaba con un gran estruendo. Al otro lado se encontraba Paris, con una sonrisa en el rostro como ninguno de los dos había visto jamás con anterioridad. Christian se sorprendió especialmente, pues la actitud del dinamitero las últimas semanas se había tornado muy apática y malhumorada.
Paris agarró con fuerza al mecánico, lo abrazó hasta hacerle sacar todo el aire de los pulmones, lo levantó del suelo y dio una vuelta completa sobre sí mismo, haciéndole girar en el aire. De conservar la percepción del dolor como el común de los mortales, Fernando se habría retorcido, tan maltrecho como estaba por dentro. Finalmente Paris le soltó, dio un paso atrás y le miró de arriba abajo, aún sin ser capaz de creer lo que estaba viendo.
FERNANDO – Tómatelo con calma, Paris, que yo no estoy ahora para muchos trotes. Tengo la mitad de los huesos rotos.
PARIS – ¡Hijo de la gran puta!
El dinamitero obsequió al Fernando con un fuerte golpe en el hombro, sin apartar de su rostro aquella sonrisa acompañada del mal olor que delataba que hacía escasos minutos que había despertado.
PARIS – ¿Pero qué carajo haces tú aquí? ¿Qué pasa, que el infierno se te ha quedado pequeño?
Fernando sonrió. Sabía que debía andar con pies de plomo con ese hombre, pero no podía negar que había una conexión entre ambos.
FERNANDO – Héctor me manda recuerdos para ti.
Paris rió escandalosamente. Demasiado escandalosamente. Christian empezó a incomodarse.
PARIS – Dile que si echa en falta su brazo, ya no lo tengo. Olía demasiado mal y acabé tirándolo al vertedero.
FERNANDO – Lástima.
CHRISTIAN – ¿Quieres que avise a los demás, Fernando?
PARIS – Es muy pronto. Deben estar todos durmiendo.
CHRISTIAN – Sí… sólo deben estar despiertos Marion y Carlos, que están con los bebés.
FERNANDO – ¿Bebés?
CHRISTIAN – ¡Es verdad! Tú no llegaste a…
PARIS – Déjate de avisar a nadie. ¿No ves cómo va? Fernando, ven. Ven, por el amor de Dios. Ya habrá tiempo de eso luego. No puedes ir así, que vas a coger un constipado… Ven. Acompáñame.
FERNANDO – Si no es molestia, yo… preferiría ir a casa a descansar un poco. Llevo un día entero en pie, metido en el agua dando brazadas, y… estoy que me caigo de sueño.
PARIS – Eso no es problema, hombre. Tú vas, te secas bien, y te echas un rato. Vamos… Venga, vamos.
CHRISTIAN – Pero, Paris…
PARIS – ¿Pero qué?
Christian prefirió mantenerse en silencio, más al ver la mirada asesina que le brindó el dinamitero. Que el piso que ocupaba Fernando antes de abandonarles ya no estaba libre no era algo que le incumbiese, y hacía tanto que no veía a Paris de buen humor, que prefirió dejarlo estar. Incluso podría ser divertido.
PARIS – Eso es. Así me gusta.
Los tres accedieron al taller mecánico y Christian se encargó de bajar la persiana mientras los dos viejos amigos se ponían al día. Fernando echó un vistazo al interior y le sorprendió descubrir que la motocicleta roja que había regalado a Christian, que éste había rechazado de malas maneras, ya no estaba ahí. Prefirió no decir nada.
PARIS – Entonces… ¿Cómo es eso de que… ya no estás muerto?
August 29, 2016
3×1048 – Empapado
1048
Barrio de Bayit, ciudad de Nefesh
13 de diciembre de 2008
Christian bostezó con la boca abierta, sin hacer el menor amago de ocultar su falta de sueño. Al fin y al cabo, estaba él solo en el baluarte de occidente, sentado en aquella vieja silla plegable de madera. Todos sus demás compañeros, a excepción de Marion y Carlos, que le habían sustituido a él y a Maya al cargo de los bebés, debían estar durmiendo en sus respectivos pisos. Al menguar la población de Bayit los turnos se habían vuelto más largos, y por ende, más tediosos. De un tiempo acá él siempre compartía dicha tarea con la hija de Salvador. Su relación se estaba volviendo cada vez más cercana, e incluso platónica a la fuerza, pues ambos eran conscientes que no podrían llevarla al siguiente nivel sin poner en serio riesgo la vida del ex presidiario.
Pasaban unos minutos de las ocho de la mañana y las gotas de lluvia repiqueteaban con insistencia sobre la cubierta de chapa y las lonas de plástico que cubrían el parcialmente anegado sembradío. Christian había acompañado a su chica al piso donde la joven ya dormía a pierna suelta. Él estaba muerto de sueño, pero había preferido acercarse al baluarte para estar unos minutos a solas. Acostumbraba a ser muy madrugador, y ver el amanecer desde esa posición privilegiada se había convertido en una rutina la última semana. Si bien ese día no tuvo ocasión de ver salir el sol, con la lluvia que llevaba cayendo intermitentemente desde hacía más de veinticuatro horas, al menos tenía la tranquilidad de que no necesitaría hacer uso del rifle que descansaba a su lado en el banco.
Hacía algo más de una semana que Carla, Darío y Bárbara se habían marchado en busca del hermano y el sobrino de ésta última. El mismo tiempo que hacía que no sabían nada de la pequeña Zoe, por más que Ío había insistido en que la niña había escapado con ellos en el barco. Él estaba convencido que la joven del cabello plateado decía la verdad, y que Zoe estaba a buen recaudo al cargo de la profesora. Carlos, sin embargo, no las tenía todas consigo y se pasaba gran parte del día rondando el ático de Bárbara esperando una llamada de radio que jamás se producía. Se había puesto en contacto con Guillermo y con Samuel en más de una ocasión, pero ellos tampoco sabían nada.
Quien peor lo llevaba era Ío. La chica se mostraba aún menos comunicativa que de costumbre, y el abierto reproche de Carlos por su secreto le había afectado más de lo que jamás reconocería. Christian se esforzaba por integrarla en sus salidas a la calle larga con Maya, pero la joven siempre solía rechazar educadamente sus ofertas. Por fortuna, Carboncillo le estaba haciendo mucha compañía. Ella se había hecho cargo del pequeño can, que estaba saliendo adelante con salud pese al fallecimiento de su madre y sus hermanos.
Desde entonces la vida en el barrio había sido muy tranquila y muy placentera. Muy aburrida. Sus días rondaban entorno al cuidado de los bebés y de los animales que tenían a su cargo, amén de la tediosa e inevitable rutina de alimentación, higiene y sueño. Desde que Darío no estaba con ellos el cuidado del huerto prácticamente había caído en el olvido. Nadie se había erigido heredero de el difícil trabajo que había dejado el viejo pescador tras su ausencia y ello, sumado a las heladas nocturnas y las lluvias que anegaban los plantíos con bastante frecuencia, hizo que acabasen dando la tarea por imposible, a la espera de mejores condiciones cuando llegase la primavera.
El ex presidiario estiró los brazos al aire, entrecruzando los dedos en medio de otro gran bostezo, planteándose seriamente si no sería más conveniente acostarse ya. Se quedó mirando el mural que él mismo había pintado. Llevaba ya bastante tiempo acabado. Revisó una a una las cuatro figuras: Arturo, Salvador, Morgan y Fernando. Esbozó una ligera sonrisa y respiró hondo mientras le daba vueltas a la cabeza sobre qué podría hacer esa tarde con Maya. Tenía varias ideas en la cabeza pero si la lluvia persistía, como todo apuntaba a augurar, tendría que idear un plan alternativo a cubierto. En ese momento vio por el rabillo del ojo que algo se movía en la distancia y se giró. Estaba todavía muy lejos, y venía de la irregular y escarpada línea de la costa.
Christian echó mano del rifle y apuntó a aquella figura errante, observándola por la mirilla telescópica. Le sorprendió descubrir que, en efecto, se trataba de un hombre. No era habitual ver a un infectado deambulando bajo la lluvia, y si bien su caminar era algo irregular, acusando una ligera cojera, algo en sus movimientos le invitó a esperar antes de apretar del gatillo. Se quedó cerca de cinco minutos viéndole avanzar fatigosamente, con el ceño fruncido, sorprendido por los ropajes que llevaba, empapados mucho más allá de lo que la propia lluvia sería capaz de justificar. De repente y sin previo aviso, cuando aquél caballero se encontraba a unos doscientos metros del baluarte, se quedó inmóvil. Acto seguido comenzó a agitar los brazos, y Christian creyó escuchar entre el repiqueteo constante de las gotas de lluvia una voz que imploraba que no disparase. Su corazón comenzó a latir a toda velocidad, e instintivamente levantó el arma con ambas manos y la dejó colgada de una de las sujeciones del techo del baluarte, bien a la vista de aquél extraño. No fue hasta entonces que aquél hombre, del que el ex presidiario se había convencido por completo que no se trataba de un infectado, reanudó su marcha, ahora con mucha más prisa que antes, pese a su cojera.
A medida que la distancia se acortaba, la mandíbula inferior de Christian iba cayendo más y más.
CHRISTIAN – No puede ser verdad…
Llevaba una ropa muy distinta a la de la última vez que se habían visto, una barba espesa, carecía de sus inseparables gafas y llevaba el pelo suelto, pero no le cupo la menor duda: se trataba de Fernando. El mismo hombre al que él mismo había visto morir y había enterrado. Llegó incluso a pellizcarse para cerciorarse de no estar en medio de un sueño. La presencia del mecánico ahí no respondía a ningún patrón lógico al que él pudiese ofrecer verosimilitud. No obstante, debía rendirse a la evidencia. Ambos se mantuvieron en silencio, largo tiempo después de haberse reconocido mutuamente, hasta que el mecánico estuvo a poco más de cinco metros del baluarte. Sonrió.
FERNANDO – ¿A qué viene esa cara? Ni que estuvieras viendo a un muerto.
Christian también sonrió.
August 26, 2016
3×1047 – Preparado
1047
Costa norte de Nefesh
12 de diciembre de 2008
Fernando echó un último vistazo atrás, mientras se apartaba de la frente el pelo apelmazado por la lluvia. Estaba convencido que sólo eran dos, pero descubrió un tercero algo más rezagado calle abajo. Seguir huyendo no era una opción. Eran todos adolescentes: dos chicas y un muchacho. La que estaba más adelantada resbaló con el suelo empapado y se dio un golpe de órdago, pero los otros dos siguieron corriendo en su dirección, sin la menor intención de parar. Su presencia, de igual modo que la de tantos otros que el mecánico había sufrido las últimas dos semanas, delataba que si bien las rondas de limpieza eran bastante útiles a corto plazo, no garantizaban que una zona se volviese segura: los infectados eran seres eminentemente nómadas.
El mecánico chistó con la lengua. Eso no era lo que él había previsto. Eso estaba muy lejos de lo que él había previsto con tranquilidad y sangre fría en la seguridad del piso en el que había vivido las últimas semanas. No pensaba abandonar su escondrijo tan pronto: aún no se encontraba en plenas facultades físicas. La dura rutina de rehabilitación que se impuso había dado muy buenos resultados, no obstante, y ahora ya sólo acarreaba una ligera cojera y un buen puñado de cicatrices. Sin embargo, el amanecer de ese día lluvioso le había resultado demasiado tentador. Estaba convencido que con la lluvia los infectados no saldrían a su encuentro. Lo había comprobado en más de una ocasión, y todos parecían seguir idéntico patrón. Todos menos esos tres jóvenes, a los que el clima parecía importarles bien poco.
Su idea desde el principio había sido la de encontrar un vehículo que poder puentear y con el que dirigirse a Bayit sobre ruedas. Él era la persona más indicada para hacerlo en cientos de kilómetros a la redonda, y no le supondría ningún problema. Siempre y cuando no viniesen varios infectados a acecharle antes siquiera de haber encontrado un solo coche aparcado en aquellas angostas y sucias calles, como fue el caso. Si escogió el norte como dirección hacia la que huir cojeando lastimosamente fue únicamente porque las infectadas venían del sur. No tardaría en darse cuenta que ello le había salvado la vida.
Escasos veinte metros le separaban de un ataque del que sabía a ciencia cierta que no podría salir con vida, desarmado y aún débil como se encontraba. Respiró hondo, se soltó de la barandilla a la que estaba fuertemente aferrado, se mantuvo un par de segundos en precario equilibrio y acto seguido dio un discreto salto hacia delante y se dejó caer al vacío. Cerró los ojos mientras notaba la gravedad tirando de él y se preparó para el impacto.
Superó los más de quince metros que le distanciaban de la superficie del mar, al que entró como una flecha. Notó un fuerte tirón en las axilas producido por la mochila que llevaba a la espalda. Se preocupó. Desde que se convenció que había perdido la facultad de sentir dolor, se había vuelto incluso neurótico, temiendo que cualquier golpe o arañazo fuese mucho más serio de lo que su cuerpo decidía informarle. Pese a que incluso a él mismo le sorprendía, echaba de menos el dolor. En esa mochila llevaba todo su botín: todo cuando había conseguido saquear de las viviendas vecinas durante su auto impuesto cautiverio, lo cual no era demasiado. Temió que el agua echase a perder parte su alijo, pero a ese respecto ya no había marcha atrás.
Nadó apresurada y torpemente hacia la superficie y tras tomar una bocanada de aire echó un vistazo hacia arriba. Más allá del escarpado acantilado que acababa de salvar vio al otro lado de la barandilla a dos de los infectados que le habían estado siguiendo, mirando en todas direcciones, visiblemente sorprendidos, incluso boquiabiertos. La lluvia les caía encima con saña, pero ellos la ignoraban. El mecánico les maldijo por ello. Resultaba evidente que le habían perdido de vista, y él no hizo amago alguno por hacerles salir de su estupor. Al contrario, lo que hizo fue comenzar a dar brazadas, tiritando de frío, dirección este.
Más adelante se daría cuenta que su pequeña crisis se había convertido en una oportunidad realmente interesante. Los infectados podrían o no sentir rechazo hacia la lluvia, pero de lo que no cabía la menor duda era que no estaban capacitados para nadar. Él tampoco sabía, pero había aprendido a avanzar sin hundirse, en parte gracias al contenido de la mochila, y eso era más de cuanto necesitaba. Pronto empezó a sentirse cómodo en ese nuevo papel, mucho más cuando encontró aquella vieja tabla de surf infantil. Estaba rota, y sus motivos de princesas Disney no la volvían demasiado atractiva a sus ojos, pero fue sin duda el mejor hallazgo imaginable. Enseguida desestimó su idea de volver a la isla a hacerse con un vehículo: nadar sobre esa tabla era cien veces más seguro. Y cien veces más lento. Pero él no tenía prisa: nadie le estaba esperando.
Durante su tedioso periplo bordeando la costa de la isla encontró todo tipo de basura flotando a la deriva: desde bolsas y botellas de plástico, pasando por cadáveres hinchados e irreconocibles y trozos de madera chamuscada. En todo momento se esforzó por mantener una distancia prudencial con todo aquél detritus. Se preguntó si alguno de aquellos pedazos pertenecería al barco en el que sus anteriores compañeros de travesía habían intentado abandonar Nefesh. De todos modos, eso no era algo que debiese preocuparle. Sí le preocupó, sin embargo, la inevitable caída de la noche, cuando los infectados que aún quedaban en Nefesh, que no eran pocos, abandonaron sus escondrijos diurnos en busca de algo que llevarse al estómago.
Nadó tranquilamente durante horas, hasta que uno de ellos reparó en él y corrió playa adentro en su busca. Fernando se asustó de veras al ver que el infectado no se detenía por más que el nivel del agua hacía cada vez más dificultoso su avance. Tan pronto dejó de hacer pie, el infectado comenzó a gritar y a chapotear lastimosamente. Por más que la corriente se esforzaba por llevarle de vuelta a tierra firme, él seguía empeñado en atrapar a Fernando, hasta que finalmente acabó ahogándose por su testarudez. El mecánico no recordaba haberse reído tanto en mucho tiempo.
August 22, 2016
3×1046 – Regreso
1046
Norte de la ciudad de Nefesh
29 de noviembre de 2008
Fernando arrugó la nariz al sentir aquél olor rancio y ácido. Echó un vistazo al suelo y descubrió la fuente del nauseabundo hedor. Por la pared y el suelo del portal aún se podía distinguir el vómito que Christian había expulsado tras rescatarle en compañía de Paris, hacía menos de una semana. Nada comparable al del móvil de perros en descomposición que había dejado atrás hacía un escaso minuto. Le llamó en especial la atención una mancha oscura en el suelo, a escasos pasos de la puerta de entrada. Él lo desconocía, pero se trataba de su propia sangre. Paris y Christian le habían dejado ahí tras rescatarle de las garras de sus atacantes, mientras estaba inconsciente.
El camino hasta ahí había sido de lo más tranquilo, pero no por ello Fernando bajó la guardia un solo segundo. Ese era un día soleado e incluso algo caluroso, pese a la inminencia el período invernal, bastante crudo en esas latitudes. Los pocos infectados que quedasen en las inmediaciones debían estar durmiendo. Cuando pasó junto a aquél gran montón de cadáveres carbonizados se tranquilizó considerablemente. Al parecer, la precariedad de su estado físico y el hecho que estuviese debatiéndose entre la vida y la muerte no impidió a sus compañeros llevar a cabo el plan original: limpiar la zona de infectados. Él les bendijo por ello, pues en caso contrario hubiese podido tener serios problemas para llegar hasta ahí de una pieza. La calle frente al portal al que él acababa de acceder estaba llena de casquillos de bala, restregones de sangre y una cantidad de inusitada de basura, incluso para los tiempos que corrían.
Respiró hondo, tratado de ignorar el mal olor, y comenzó a subir las escaleras, esquivando bolsas de plástico y jeringuillas vacías. El ascenso fue penoso, igual que el camino que le había llevado hasta ahí. Aún conservaba la improvisada escayola de su pierna izquierda, pese a que ésta ofrecía mejor aspecto de lo que él hubiese siquiera podido imaginar. La imposibilidad de flexionar correctamente la rodilla le hacía perder mucha movilidad, y le convertía en un blanco excesivamente fácil al impedirle correr, pero aún así prefirió arriesgar esa nueva vida que el destino le había brindado, con la ingenua intención de reencontrarse con sus compañeros y amigos.
Recorrer las tres manzanas que le separaban de ese viejo bloque de pisos había resultado una tarea farragosa, preocupantemente peligrosa y sobre todo lenta. Volver hasta Bayit, en su estado, era algo en lo que no podía siquiera soñar. No se atrevió a levantar la voz hasta que no llegó frente a la puerta del piso en el que había perdido la vida. El hecho que dicha puerta estuviese abierta de par en par resultaba poco prometedor.
FERNANDO – ¿Paris? ¡¿Chris?!
Ni siquiera se molestó en esperar una respuesta. Con muy poca o ninguna presencia de ánimo, cruzó el umbral y cerró tras de sí. Si se habían tomado la molestia de enterrarle al creerle muerto, e incluso habían tenido tiempo de incinerar los cadáveres de sus verdugos, ahí ya no se les había perdido nada. Él sabía muy bien dónde debían estar a esas alturas.
Deambuló por la casa, preguntándose si no hubiese sido más sensato esperar en el videoclub unos pocos días más. Resultaba evidente que no estaba recuperado de todas sus lesiones, por más que su mejora a ese respecto no dejaba de sorprenderle a cada nuevo día que pasaba. Su caminar errático le llevó instintivamente hacia el dormitorio en el que había perdido la vida. Las cortinas rojas se mecieron sutilmente con una repentina ráfaga de viento tan pronto abrió la puerta. El corazón le dio un vuelco al descubrir su mochila hecha un ovillo tirada en el suelo. Se arrodilló torpemente y comenzó a hurgar en su interior, en busca del walkie que él mismo había guardado ahí.
Maldijo al aire al comprobar que la habían saqueado. No había rastro del ansiado aparato. De igual modo había desaparecido su arma y toda la munición y las latas de conserva que había traído consigo. Sólo habían dejado su cantimplora, prácticamente vacía, lo poco que quedaba de su botiquín de viaje y sus herramientas para hacer puentes y forzar puertas de vehículos. Al menos eso podría resultarle útil.
Más desanimado incluso que antes, tomó asiento en el borde de la cama, cerró los ojos y apoyó ambas manos sobre sus sienes, codos en las rodillas. Soltó lentamente el aire de sus pulmones mientras trataba de tranquilizarse.
Recordó las palabras de su antiguo compañero de celda. Si el hecho de no estar vacunado era lo que le había salvado de convertirse en una de aquellas bestias, estaría en deuda con su mujer mientras viviese, allá donde hubiese ido a parar ella. De lo que no cabía la menor duda, no después de cuanto tiempo hacía que había despertado, era que no había contraído el virus. O al menos no como lo hacía el común de los mortales. Eso era algo en lo que no le gustaba pensar. Demasiadas preguntas sin respuesta. Se echó de espaldas sobre la cama y pasó varios minutos en silencio, con los ojos cerrados.
Algo más tarde se acercó al baño y comprobó que aún quedaba algo de agua en la cisterna. Pese a que su olor no invitaba al consumo, no pudo evitar echar mano de la cantimplora, llenarla hasta rebosar y beber el preciado líquido. Hacía más de veinticuatro horas que no bebía nada, otro de los motivos por los que se decidió a abandonar el videoclub.
Saciada su necesidad fisiológica más primaria, atrancó la puerta de entrada con una pesada cómoda de madera. Ese piso inmundo sería su hogar hasta que se sintiese en condiciones de dar el paso de abandonar el barrio y dirigirse a Bayit. Siempre y cuando el hambre y la sed no acababan con él antes.
July 22, 2016
3×1045 – Lapso
1045
Norte de la ciudad de Nefesh
27 de noviembre de 2008
Fernando entrecerró los ojos. Acto seguido los abrió con fuerza y parpadeó repetidamente, fijándose en aquél esquemático plano de Nefesh que había colocado sobre la polvorienta superficie del mostrador del videoclub. Estaba muy sorprendido porque lo veía con toda claridad, pese a no llevar puestas sus inseparables gafas. No tenía la más remota idea de dónde se encontraban. Creía recordar haberlas perdido con la caída, tras su trágico aunque exitoso intento por salvar a Christian de los infectados. Jamás volvería a necesitarlas mientras viviese.
El plano parecía hecho por un niño en posesión del más básico procesador de imágenes de la historia de la informática, pero mostraba el nombre de las calles y un sinfín de pequeños números envueltos en un círculo que señalaban la ubicación de una miríada de locales comerciales. Una exhaustiva leyenda a la derecha exponía la información básica sobre dichos locales. Era más de lo que necesitaba para orientarse. El del videoclub correspondía al número 13. Sonrió por primera vez desde que le arrancaran de los brazos de Hades al comprobar que se encontraba a escasas tres manzanas del bloque donde se había refugiado de los infectados junto con Paris y Christian.
Pese a que el plano era tan viejo que ni siquiera contemplaba la existencia del barrio de Bayit, dada la relativa juventud del mismo, le sería de gran utilidad para encontrar la mejor ruta de vuelta a la seguridad que éste ofrecía. No había nada que deseara más en ese momento que colocarse a ese lado de los altos muros que él mismo había ideado y que él mismo había ayudado a levantar hacía tan poco tiempo. Pero eso no era posible, no en el lamentable estado de salud en el que se encontraba.
La suya había sido una mañana especialmente ajetreada. Pese a sus prácticamente nulos conocimientos de medicina, había hecho todo cuanto estuvo en su mano para recuperar la forma física de la que la caída y las posteriores palizas le habían privado. Entablilló su pierna rota con las dos mitades del palo de una fregona partido por la mitad, uniéndolo todo con cinta aislante. Devolvió a su lugar su hombro dislocado tras más de dos docenas de intentos, maravillado aunque algo incómodo por la ausencia de dolor. Retiró los viejos vendajes manchados de sangre seca y tierra y los sustituyó por nuevos. Limpió todas sus heridas con el poco agua que quedaba en el depósito del pequeño aseo que había en la trastienda, las curó como pudo con el botiquín que encontró detrás del espejo, y las vendó acto seguido, optimizando al máximo el poco material del que disponía. A esas alturas todas las heridas habían dejado de sangrar, aunque no por ello ofrecían mejor aspecto.
Dobló el plano hasta que éste ocupó poco más que la palma de su mano y lo dejó sobre el mostrador. Cogió la escoba que tenía a su lado, y colocó la parte de las cerdas en su axila, para usarla como muleta, pues no tenía intención alguna de volver a apoyar su pierna rota hasta que ofreciese mejor aspecto. Se paseó renqueando por el pequeño local, observando las carátulas de todas aquellas películas, sintiendo un nudo en el estómago al cerciorarse que esas serían las últimas películas rodadas, que tanto ese noble arte como los otros seis que le precedieron habían muerto, al igual que lo había hecho la misma humanidad que les había dado la vida.
Echó un vistazo a la calle desierta y sucia a través de los rombos que dejaba la persiana que le había mantenido a salvo desde que se refugiase en el videoclub la madrugada anterior. Hacía más de seis horas que no veía cruzar a un solo infectado por ahí delante, lo cual delataba que las rondas de limpieza realmente sí eran efectivas, aunque extremadamente peligrosas.
Suspiró y se dio media vuelta. Al entrar a la trastienda echó un vistazo a la minúscula alacena que había conseguido atesorar tras más de una hora registrando hasta el último centímetro cúbico de la tienda: media docena de chocolatinas con relleno de crema de cacahuete, tres latas de refresco de cola, dos de las cuales llevaban más de un año caducadas, varias botellas de plástico llenas con el agua de la cisterna y un buen puñado de chicles y caramelos. Una dieta algo infantil, pero con suficiente azúcar para aguantar unos pocos días sin venirse abajo.
No pudo evitar reparar en el teléfono que había sobre la pequeña mesa de oficina del extremo opuesto de la trastienda. Lamentaba no tener modo alguno de comunicarse con el grupo de Bayit, aunque era consciente que ni siquiera uno de aquellos walkies que utilizaban para comunicarse entre ellos serviría de mucho, dada la más que generosa distancia que le separaba del barrio amurallado. Tomó asiento aparatosamente sobre una vieja aunque mullida silla de escritorio, que dejó un buen puñado de polvo en suspensión cuando su trasero impactó en el acolchado, cogió una de las chocolatinas, la liberó de su envoltorio y comenzó a comérsela a pequeños mordiscos. Detestaba los cacahuetes.
Empezó sorbiendo mocos. Más tarde notó cómo una lágrima recorría su mejilla y entraba por la comisura de sus labios, dotando al empalagoso y dulce manjar que estaba comiendo de un interesante toque salado. No tardó mucho en volver a derrumbarse. No se reconocía en ese papel.
Horas más tarde, cuando el astro rey volvió a ocultarse tras la línea del horizonte, un infectado errante reparó en él, con toda seguridad atraído por el olor a sangre que Fernando no podía ocultar, al hallarse rota la luna del videoclub. Se pasó más de tres horas aporreando la persiana, ignorante de que tan solo debía tirar de ella hacia arriba si quería pasar al otro lado. Durante ese lapso de tiempo, en el que el mecánico fue incapaz de pegar ojo, Fernando se preguntó más de una vez si no habría sido más acertado morir ahogado en su propia tumba.
July 12, 2016
3×1044 – Indoloro
1044
Norte de la ciudad de Nefesh
27 de noviembre de 2008
El cadáver de Maite se desangraba lentamente sobre el agujero que hacía escasos minutos había ocupado Fernando. El mecánico respiraba agitadamente a los pies de su propia tumba, aún con su resucitado corazón latiendo a toda velocidad bajo el pecho. De su mano pendía el botellín roto de cerveza con el que había seccionado la arteria carótida de aquella pobre infeliz sin cuya ayuda irremisiblemente habría vuelto a morir ahogado. Una gota de sangre infecta se desprendió del canto afilado del botellín roto e impactó en el empeine del sucio pie de Fernando, a un escaso palmo de una de las nuevas heridas de mordisco que la infectada le había brindado antes de perder aquella encarnizada batalla en la que ambos se vieron inmersos.
Fernando no comprendía nada. Tenía un vago recuerdo de haber perdido el conocimiento en aquél destartalado piso, en compañía de Christian, tras su desafortunado accidente, pero todo en adelante se sumía en un mar de brumas. Cuando despertó de lo que él mismo consideraba un período de inconsciencia, o quizá incluso de un brevísimo lapso de coma, aunque en realidad de lo que había despertado fue de su propia muerte, se encontró rodeado del más absoluto silencio, de la más angustiosa oscuridad, sintiendo una congoja indescriptible en el pecho, una mezcla de congoja y quemazón, aunque sorpresivamente carente de dolor, acompañada de una curiosa sensación de presión en todo el cuerpo y con un característico sabor a sangre y tierra en la boca.
Había luchado en vano por liberarse de aquella cárcel, pero durante los más de quince minutos que tuvo que soportar aquél cautiverio aguantando la respiración, a duras penas había conseguido menear ligeramente un par de dedos del pie derecho. Por ello mismo se sintió tan aliviado al notar cómo alguien hurgaba en la tierra bajo la que llegó a convencerse que acabaría muriendo. Estaba convencido que se trataría de Christian o de Paris, que vendrían en su rescate. Sin embargo, al descubrir la identidad de su salvadora, toda esa ilusión se desvaneció. Todavía más cuando ésta intentó comérselo vivo mientras Fernando luchaba hasta la extenuación por quitársela de encima y liberarse definitivamente del abrazo de la tierra. Dio gracias al cielo por la suciedad que reinaba por doquier, después de meses sin que el equipo de limpieza del Ayuntamiento limpiase las calles. Sin duda aquél viejo botellín de cerveza fue el que le salvó la vida. Su segunda vida.
Aún incapaz de comprender nada pero viendo que ya era noche cerrada, perfectamente consciente de lo que ello significaba en ese nuevo mundo, decidió buscar un refugio. Cojeó, pues tenía la pierna izquierda rota, así como dislocado el hombro del brazo derecho. Más tarde caería en la cuenta, pero en ese momento no le dio siquiera importancia al hecho de no sentir dolor. Bien era cierto que sí notaba todos y cada uno de los golpes, arañazos y mordiscos que había recibido durante la pelea con Maite, así como una presión extraña de su hombro y un cosquilleo en su pierna rota, pero nada de ello resultaba siquiera cercano al dolor que debía estar sintiendo, que debía incluso hacerle perder el conocimiento.
El mecánico renqueó, dando pequeños saltitos, esforzándose por no mirar su pierna herida, que se movía al son de sus pasos de un modo que dejaba muy poca esperanza a una futura recuperación. No tenía la más remota idea de dónde se encontraba, pese a que el aspecto marginal del barrio guardaba una gran similaridad con el del lugar donde había perdido la vida. No llegó siquiera a alcanzar el extremo del parque antes de darse cuenta que no estaba solo. Fernando se quedó inmóvil tan pronto le vio. De poco le serviría. No le había resultado en absoluto fácil deshacerse de Maite, pero ese hombre le sacaba una cabeza y más de treinta kilos.
Trató de correr para evitarlo, pero lo único que consiguió fue tropezar y caer aparatosamente al suelo, rascándose las mejillas con las piedrecillas que había desperdigadas por doquier. El infectado se abalanzó sobre él, con tanto ímpetu que el botellín de cerveza se desprendió de sus dedos e impactó en el tronco de un árbol cercano, a unos tres metros de donde él yacía boca abajo, con aquella mole encima, tratando de privarle de nuevo de vida para luego comérselo. Aunque no necesariamente en ese orden.
A diferencia de la pelea con Maite, cuyo único objetivo parecía ser el de morderle y saciar así su hambre, cosa que hizo en casi media docena de ocasiones, regalándole las que serían otras tantas nuevas cicatrices, aquél infectado parecía estar más interesado en romperle todos los huesos del cuerpo. Todos los que la caída desde el móvil de perros y la posterior paliza que le dieron los otros infectados aún habían dejado intactos.
Aún sin saber muy bien cómo, Fernando consiguió darse media vuelta y quedó boca arriba con aquél hombre encima. Su primera reacción fue la de apartarle la cara, para evitar que le mordiese, por temor a resultar infectado, pues hasta ahí llegaba su ignorancia sobre el verdadero motivo del por qué seguía con vida. Consiguió agarrarle de las sienes y las orejas, rascándose la palma de las manos con la incipiente barba de aquél infeliz, y sin saber muy bien cómo, mientras sentía los reiterados golpes que su atacante le brindaba a sus costillas, tres de las cuales ya tenía rotas, a la que se sumó una cuarta en uno de los innumerables golpazos que recibió, acabó llevando sus pulgares hacia los ojos de aquél desgraciado.
En ese momento lo vio claro: metió ambos dedos, con las uñas llenas de tierra, en las cuencas del infectado. Éste trató de cerrarlos, pero para entonces ya era tarde. Fernando notó cómo se le humedecían ambos pulgares al hincarlos con todas sus fuerzas, y tuvo que escupir al notar cómo un chorro de sangre que manó de entre su pulgar derecho le entraba en la boca. Escupió, pero no dejó de apretar, por más que el infectado seguía ensañándose con él. Fue cuando ya tenía introducidas ambas falanges y una parte de las siguientes, cuando el infectado comenzó a gritar y trató de zafarse de su ataque. Fernando aprovechó el momento y dio un fuerte empellón hacia un lado, con lo que consiguió librarse de su abrazo.
El mecánico se puso en pie como pudo, y contempló fascinado cómo el infectado hacía lo mismo, y comenzaba a mirar en todas direcciones, visiblemente desorientado. Resultaba evidente que se había quedado ciego. Fernando se quedó donde estaba, tratando de hacer el menor ruido posible, rezando porque el infectado no volviese a reparar en él, pese a no poder verle. Sabía muy bien que esas bestias tenían el sentido del olfato muy agudizado. Para su sorpresa, el infectado comenzó a correr, sin parar de gritar incongruencias, con dos grandes lagrimones de color carmesí brotándole de las heridas que tenía en ambas cuencas oculares, con tan mala fortuna que acabó cayéndose en el agujero de la tumba de Fernando, donde aún yacía el cuerpo sin vida de Maite. El mecánico aprovechó la oportunidad y comenzó a renquear en dirección contraria, consciente de que no saldría con vida de un tercer ataque en el estado tan lamentable en el que se encontraba.
Tan pronto consiguió salir del parque se encontró de frente con un videoclub. Trató de abrir la puerta pero evidentemente, estaba cerrada con llave. Sin embargo, y a diferencia de los demás locales de esa misma calle, el videoclub no tenía la persiana bajada, y su luna resultaba especialmente sugerente. Cojeó hacia la máquina expendedora de dvds y agarró un pedazo de hormigón suelto que había en el alcorque de un árbol cercano. Miró en derredor para comprobar que no había infectados cerca, tragó saliva, consciente de que el ruido que haría a continuación sin duda atraería a todos cuantos se encontrasen en los alrededores, y lanzó el pesado pedazo de hormigón a la luna, que se resquebrajó como una hoja de navaja. Ese era un videoclub muy viejo, y ese cristal no era templado. Ello podría incluso venirle bien.
Antes de entrar por el agujero que había hecho en la luna bajó la persiana, gratamente sorprendido al ver lo fácilmente que cedía. Dejó el espacio justo para entrar y accedió al oscuro interior del local, clamando al cielo por no tener compañía dentro. Acabó de bajarla y renqueó hacia la pared de en frente, en la que apoyó su espalda sin dejar de mirar el hueco por el que había entrado, respirando agitadamente. No fue hasta entonces que sacó todo lo que había estado reteniendo dentro, y comenzó a llorar como un bebé.
July 4, 2016
3×1043 – Tumba
XXI. Y VIVIERON FELICES…
Cuidado con lo que deseas
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Norte de la ciudad de Nefesh
27 de noviembre de 2008
Un líquido hediondo e infecto recorría la base de la enorme tubería de hormigón donde descansaba Maite echada sobre un manto de hojas en descomposición y todo tipo de basura. Eso no parecía importarle lo más mínimo; ni el intenso olor ni el hecho de estar empapada en aquél brebaje suponían el menor contratiempo para ella, pues llevaba más de cinco horas durmiendo plácidamente.
Al acercarse el alba había buscado refugio en aquél escondrijo junto a la carretera que había estado transitando la mayor parte del día, tras largas horas en busca de algo que llevarse a la boca. Sin el menor éxito.
Despertó acuciada por el hambre, minutos antes que el astro rey se sumergiera bajo al línea del horizonte. Sus tripas gimieron lastimosamente. Hacía más de dos días que no se alimentaba. Maite gruñó, soltando una vaharada de aliento pestilente que poco tenía que envidiar al olor a podredumbre que ofrecía el interior de la tubería. Se desperezó y se levantó ágilmente, estirando los brazos al aire entre un gran bostezo. A punto estuvo de tocar la parte superior de la tubería con la punta de los dedos. El tamaño de aquella enorme estructura prefabricada le permitía estar de pie, aunque su sección circular hacía dificultoso transitar por la misma.
Pese a la escasez de luz enseguida supo orientarse y se dirigió, arrastrando los pies, hacia el extremo por el que había entrado, desde el cual se podía ver aún el ligero resplandor del ocaso. A medio camino trastabilló con un fardo que había tirado en mitad de la tubería. Escuchó un gruñido y algo se movió a sus pies. Se trataba de otra infectada: una anciana a la que le faltaba un brazo. No la había despertado, y a juzgar por los ruidos y los movimientos espasmódicos que protagonizó, bien podía estar soñando con algo muy excitante.
Al pasar junto a ella le pisó el pelo, y la anciana, al notar el tirón en su cuero cabelludo, se despertó alterada. Ambas gruñeron, pero tras olisquearse mutuamente enseguida perdieron el interés. La anciana se acomodó entre una manta mohosa y unas latas de refresco, y Maite siguió su camino. Finalmente salió al exterior, a una pequeña zona horadada en la tierra junto a la mediana de la carretera del litoral norte de la isla. Se arrodilló para beber de un pequeño charco de agua estancada que había a escasos metros de la boca de la tubería, y una vez saciada su sed, siguió adelante. No escuchó la estridente música que se había apoderado del barrio la noche anterior, dada la distancia más que generosa que la separaba de la fuente de sonido. Sin embargo, sí debieron haberlo hecho sus demás congéneres: tan pronto consiguió superar el desnivel y volver a la carretera, descubrió que ahí no había un solo alma deambulando por las calles. No le dio la menor importancia: su único objetivo era encontrar una presa, y la ausencia de competencia sólo podría favorecerla.
Guiada por su instinto y por su agudizado sentido del olfato abandonó la carretera litoral y se adentró en el barrio marginal adyacente. Caminó y caminó, durante cerca de veinte minutos, en los que sólo se cruzó con otro par de infectados errantes que ni siquiera le dirigieron una mirada.
Para cuando llegó a la altura de aquél sombrío parque urbano salpicado de pinos, ya era noche cerrada. Tan solo le acompañaba la luz de las estrellas, pues esa era una noche de luna nueva. No obstante, Maite no tenía dificultad alguna para orientarse. Ya estaba dispuesta a abandonar el parque, al que siquiera había entrado, cuando algo la hizo parar. Quieta con un pie en la calzada y otro en la acera, levantó ligeramente el mentón y comenzó a olisquear el ambiente. Estaba mezclado con un sutil aroma a carne chamuscada, pero resultaba indiscutible pese a su sutileza. Se trababa del olor a sangre.
Sus acciones las guiaba tan solo el instinto, de modo que accedió al parque, sin parar de olisquear en todas direcciones, como haría un perro. Pasó de largo junto a un llamativo montículo de tierra, pero tan solo tras un par de pasos volvió a quedar inmóvil. Notó que la fuente de aquél característico olor estaba muy próxima. Olisqueó de nuevo y se dio media vuelta. Sus ojos se clavaron en aquél irregular montículo. La infectada se arrodilló delante, sintiendo cómo sus glándulas salivales auguraban el final de un ayuno excesivamente largo.
Comenzó a hurgar en la tierra blanda y aireada con sus manos desnudas. No fue un trabajo en absoluto difícil. A duras penas tuvo que llevarlo a cabo durante un minuto antes de topar con algo blando y duro al tiempo, pero en cualquier caso muy distinto a la tierra que había estado apartando. Se trataba de una mano; una mano humana que comenzó a menear los dedos, haciendo que la tierra a su alrededor se levantase. Maite dio un paso atrás, sorprendida y excitada, trastabilló y cayó de culo al suelo, sin dejar de admirar lo que acababa de provocar.
Aquella mano pálida y sucia, manchada de tierra y con las uñas negras, siguió agitándose nerviosamente, hasta dejar al descubierto un brazo magullado y con un vendaje manchado de tierra. El brazo se torció en una postura aparentemente imposible, y comenzó a hurgar en la tierra, del mismo modo que Maite lo había hecho hasta hacía escasos segundos. Ella, aún sentada en el suelo, observaba la escena curiosa, con la boca entreabierta.
Aquél brazo desenterró burdamente la cabeza de su dueño, que enseguida tomó una bocanada de aire con la boca abierta, en la que inevitablemente entró algo de tierra. Tosió en repetidas ocasiones, ayudándose de la mano libre para evitar que siguiese entrándole tierra en la boca, y comenzó a agitarse, haciendo que la tierra bajo la que yacía su cuerpo se removiese. Maite observaba la escena con fascinación, al tiempo que aquél hombre conseguía liberar su torso, e incluso su brazo derecho, que parecía inutilizado. Esperó pacientemente hasta que él se incorporó, aún con ambas piernas cubiertas de tierra, y entonces se levantó.
Fue en ese momento cuando Fernando reparó en ella, y a duras penas tuvo ocasión de gritar antes que Maite se abalanzase sobre él, dispuesta a devorarle.


