David Villahermosa's Blog, page 22

June 11, 2016

3×1042 – Exilio

1042


 


La estancia en la casa de la sierra de Jaime fue todo un calvario para Guillermo.


Llegó de madrugada la misma noche en la que viese por última vez a su hermana. Lo hizo con el mal presentimiento de que Jaime le habría traicionado, temiendo encontrar ahí también una pareja de policías que se lo llevase esposado, para acto seguido mantener una larga conversación con él que acabase con sus huesos en la prisión de Kéle. Para su alivio, al llegar, la única compañía que encontró fue la de una vieja ardilla, que olisqueó unos segundos las ruedas de su Audi para acto seguido huir a toda prisa y subir a un árbol cercano, desde donde observó cómo el desdichado investigador biomédico accedía a la que sería su morada durante los próximos días. Guillermo estaba tan agotado, después de dos jornadas tan intensas, que esa primera noche durmió más de ocho horas ininterrumpidas, pudiendo al fin apaciguar su espíritu y olvidar todas sus tribulaciones.


Desde esa posición privilegiada, alejado de la civilización en ese pequeño reducto de paz y tranquilidad, comenzó a seguir la actualidad informativa haciendo uso de una pequeña radio propiedad del propio Jaime que encontró en un cajón. Lo hizo desde el primer momento, hora a hora, día a día, fascinado y aterrado ante la fulgurante escalada de sangre y muerte de lo que ya nadie podía negar que se trataba de una epidemia que tenía a Sheol como zona cero. No hacía más que darle vueltas a cuánto ocurrió aquella fatídica noche, maldiciéndose por haber perdido de vista al por entonces cadáver de su padre. Aún no era capaz de asimilar cuán lejos había llegado todo por un simple despiste, y mucho menos dar crédito a cuanto estaba ocurriendo, no solo en Sheol, sino en muchos más lugares del país, e incluso fuera de éste.


Por más que trataba de encontrar una explicación a todo cuanto estaba ocurriendo a su alrededor, su nivel de estrés emocional era tal que apenas alcanzaba a asimilar que todo cuanto narraban aquellos alterados locutores fuese realmente cierto. Tras ese primer sueño reparador, y a medida que las informaciones de las que era testigo se volvían más y más crudas, comenzó a tener serios problemas para conciliar el sueño. Pasaba el día intranquilo entre esas cuatro paredes, sin parar de dar vueltas de un extremo al otro de la casa, fumando un cigarro tras otro, la única actividad que parecía paliar, aunque sólo fuese mínimamente, su creciente ansiedad.


El dolor de su tobillo herido fue remitiendo con el paso de los días, hasta que acabó tornándose en una pequeña molestia, tan solo perceptible si hacía un mal gesto apoyando todo el peso en es pie. En cualquier caso, esa era la última de sus preocupaciones.


En más de una ocasión, con el paso de los días, se vio tentado a mandarlo todo a paseo, ignorar el pánico que tenía de ser arrestado e ir de una vez por todas a buscar a su hermana y a su hijo, para acto seguido abandonar con ambos el país en busca de un lugar seguro. En más de una ocasión llegó incluso a subirse al coche con tan noble intención, pero su cobardía siempre acababa imponiéndose a su sentido del deber, e inexorablemente acababa volviendo con el rabo entre las piernas, prometiéndose que si al día siguiente las noticias no resultaban ser más halagüeñas, retomaría cuanto había dejado a medias. Jamás lo eran. Todo lo contrario.


Durante todo ese tiempo no recibió una sola visita, y tan solo abandonó la casa de la sierra en dos ocasiones. En ambos casos tan solo recorrió los escasos siete kilómetros que le separaban de la estación de servicio más cercana. Lo hizo para reabastecerse de comida basura, todo tipo de prensa escrita, y tabaco. Mucho tabaco.


Su día a día acabó convirtiéndose en una rutina, de la que acabó creyendo no podría salir jamás. Los episodios de violencia que narraba aquél aparato del demonio eran cada vez más frecuentes, cada vez más dramáticos. El número de muertos y desaparecidos crecía exponencialmente. Por más que los mensajes institucionales, cada vez más frecuentes, invitaban a la ciudadanía a tranquilizarse, asegurando tener controlados los principales focos, la evidencia hablaba por sí misma.


Si algo le llamó poderosamente la atención durante su corta estancia en la casa de la sierra, es que no se le mencionó ni una sola vez en ninguno de los noticiarios especiales que tanto abundaban en todas las frecuencias. En alguna que otra ocasión se relacionó la incipiente epidemia con la compañía fundada por su padre, la que él debía haber heredado, junto con su puesto en la misma y un sustancial aumento de sus ingresos, pero tan solo fue de pasada, en alguna tertulia. Guillermo no daba crédito, e incluso llegó a plantearse la posibilidad de que realmente hubiesen tirado la toalla con su búsqueda. Al fin y al cabo, policía y ejército tenían otros muchos problemas entre manos de los que preocuparse.


Durante todo el tiempo que permaneció oculto jamás tuvo contacto alguno con la pandemia que él mismo había provocado, más que por las noticias que le llegaban por la radio. Estuvo ahí encerrado poco menos de una semana, hasta que finalmente no pudo soportarlo más, consciente de que si seguía demorando su partida, las posibilidades de volver a ver a sus familiares irían decreciendo hasta extinguirse, como la vida de tantos inocentes desde aquella fatídica noche de finales de verano.


No fue hasta el 6 de septiembre que tomó la decisión irrevocable de volver a Sheol e ir a buscar primero a Guille y luego a su hermana Bárbara. Lo hizo en un arrebato de responsabilidad, como tantos otros que había tenido con anterioridad, pero en esta ocasión sí llegó hasta el final. Y en efecto, le encontró, pero nada de cuanto había escuchado por la radio podría jamás haberle preparado para cuanto presenciaría aquella fatídica jornada, que no podría alejar de su memoria mientras viviese.


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Published on June 11, 2016 13:13

June 1, 2016

3×1041 – Vigilado

1041


 


A un par de manzanas de la comisaría de Sheol


1 de septiembre de 2008


 


Guillermo apuró el paso, temeroso de perderla de vista. Las calles estaban prácticamente vacías a esas horas de la noche, y Bárbara parecía no querer pasar en ellas más tiempo del estrictamente imprescindible. Los brotes de violencia en las afueras se habían recrudecido durante las últimas horas, e incluso él se sentía extrañamente amenazado, pese que aún no había presenciado ninguno en primera persona. El investigador biomédico aún acarreaba una ligera cojera, pese a que durante las últimas veinticuatro horas se había recuperado considerablemente. Su tobillo ya apenas mostraba una pequeña hinchazón que no tardaría mucho en remitir. La profesora giró otra esquina, y él suspiró, siguiendo sus pasos.


Las últimas veinticuatro horas habían sido un verdadero suplicio. Huir a la casa de campo de Jaime había sido desde el primer momento su principal objetivo. No obstante, sentía que al hacerlo dejaría demasiados cabos sueltos, y ello aún empeoraría más las cosas. Pese al miedo que atenazaba su espíritu, encontró el valor suficiente para acercarse a su casa. Pasó antes por una tienda de la periferia donde adquirió un anorak negro con el que ocultar su ajada ropa. De igual modo, se hizo con una gorra deportiva gris con las iniciales NY y unas gafas de sol de luna espejada. Al salir de la tienda con semejante atuendo y echarse un vistazo en el retrovisor de un coche cercano, se sintió ridículo. Más bien parecía una estrella de rock tratando de pasar desapercibida entre sus enloquecidas fans, pero si conseguía despistar a la policía, bien habría valido la pena.


Muy a su pesar descubrió que sus sospechas estaban perfectamente fundadas, tan pronto se aproximó a su vivienda. Desde la lontananza distinguió con claridad un coche de policía aparcado en la calle opuesta, con dos agentes haciendo guardia. Él estaba convencido que esperaban su vuelta para llevárselo preso, y aunque a regañadientes, dio media vuelta. Su sorpresa fue mayúscula al descubrir que frente al bloque de Estefanía también le estaban esperando. Ello no le preocupó en exceso: Guille estaría bien con su madre y con Cosme. Mucho más asustado, decidió avisar a Bárbara. Su bloque también estaba vigilado. Guillermo sentía que le debía una explicación, que debía tranquilizarla en la medida de lo posible, pues pretendía pasar una larga temporada a la sombra, y no cayó en la cuenta de que no conocía su número de teléfono. Lo tenía anotado en la agenda de contactos que descansaba junto al teléfono fijo, en su casa, a la que tampoco podía entrar, de modo que decidió hacerlo en persona. Bárbara no merecía menos.


En esta ocasión no se sorprendió demasiado al ver a otra pareja de policías rondando las inmediaciones del bloque de pisos donde hacía tan poco su padre había perdido la vida.


Estuvo esperándola pacientemente hasta que la vio salir y la siguió desde lejos, gratamente sorprendido al ver que los policías la ignoraban. Llegó a tiempo de verla subir en un autobús que partió mucho antes que él tuviera ocasión de darle el alto. Volvió a toda prisa a su coche y condujo temerariamente hasta que minutos más tarde consiguió alcanzarlo. Fue a la altura de la parada del hospital, donde Bárbara se apeó. El número de agentes de policía y bomberos que había en las inmediaciones le obligó a mantenerse a una distancia más que prudencia. La vio salir casi una hora más tarde, custodiada por un agente que se la llevó en el coche patrulla hacia la comisaría, al atardecer. Estuvo esperándola desde entonces, tomando un café tras otro en la cafetería que había al otro lado de la calle, poniéndose cada vez más enfermo al ver el noticiario especial que echaban por la televisión del local, donde se narraba, con todo lujo de imágenes de pésimo gusto, la recién bautizada como “Matanza de Sheol”. Bárbara tardó más de tres horas en salir.


Tan pronto la vio despedirse del mismo agente que le había traído hasta ahí, pagó la cuenta a toda prisa, dejando una más que generosa propina, y salió a toda prisa. La fue siguiendo por varias calles, tentado a llamarla en voz alta, pero era tal el miedo que tenía de alertar a cualquier agente, que prefirió ser más discreto. La perdió de vista a la altura de un callejón oscuro, junto a la puerta de emergencia de un restaurante chino. El corazón le dio un vuelco. Paró en seco, convencido que debía haber seguido un camino en el que no había un solo alma. Segundos más tarde la vio aparecer junto a un hediondo contenedor abierto en el que habían echado pescado en mal estado. Sus miradas se cruzaron, y él no dudó en ir en su busca. Se asustó al oírla gritar pidiendo ayuda, y con el corazón latiéndole a toda velocidad, se apresuró en hacerla callar tapándole la boca con la mano, mientras se arrodillaba junto a ella.


Consciente de que debía haberla asustado de lo lindo, se quitó la gorra y se llevó el índice de la mano izquierda a los labios. Tan pronto le reconoció, Bárbara se tranquilizó, y suspiró de alivio.


GUILLERMO – Barbie, tranquila, soy yo.


BÁRBARA – Joder… ¿Qué… qué quieres, matarme de un susto?


Guillermo la ayudó a levantarse. Apretó los dientes al notar un pinchazo en el tobillo herido. Se encontraban lejos de la vista de los viandantes en aquél sucio y oscuro callejón.


BÁRBARA – ¿Qué te ha pasado en la pierna?


El investigador biomédico negó ligeramente, agitando la cabeza a lado y lado.


GUILLERMO – No… nada. No es nada importante. Un… golpe. Un golpe tonto.


BÁRBARA – Me has asustado, joder. Creí que eras… yo qué sé… ¿Qué haces aquí?


Guillermo se sintió increíblemente intimidado por su hermana, avergonzado e incapaz de encontrar las palabras que tan largamente había ensayado durante la interminable espera en la cafetería.


BÁRBARA – Vengo de la comisaría.


GUILLERMO – Lo sé. Te vi entrar. Llevo esperándote desde entonces.


Bárbara frunció el ceño.


BÁRBARA – Me han estado… haciendo un montón de preguntas. El papa… Lo encontraron ayer en el bosque. Estaba… estaba vivo, pero… dicen que… atacó a unos chicos. Les… ¿Has escuchado las noticias?


Guillermo hizo un gesto afirmativo. Sintió un nudo en el estómago al saberse responsable de la congoja que acarreaba su hermana.


BÁRBARA – ¿Tiene algo de esto que ver contigo?


El investigador biomédico agachó la cabeza, avergonzado. Fue entonces cuando cayó en la cuenta que no le podía contar nada. Esa información lo único que haría sería perjudicarla. Se quedó en silencio unos segundos, que hicieron que la profesora se pusiera aún más nerviosa.


BÁRBARA – ¿Y por qué no me has llamado directamente, en vez de montar este paripé?


GUILLERMO – Tiré… tiré mi teléfono. Lo… destrocé. No tengo… no tengo tu número.


BÁRBARA – Pero lo tendrás en tu casa igualmente, ¿no?


GUILLERMO – No… no puedo ir a casa… Está… hay policías. Me están… me están buscando.


BÁRBARA – Me estás poniendo nerviosa. ¿Me vas a contar de una vez de qué va todo esto?


GUILLERMO – Bárbara, he hecho algo…


BÁRBARA – ¿Tiene que ver con el papa, verdad?


Un coche patrulla, conducido por quien semanas más tarde salvaría la vida de su hermana en repetidas ocasiones, pasó por la calle perpendicular al callejón en el que se encontraban. Guillermo se apresuró en ocultarse junto a la sombra del contenedor, temblando como un flan. Pasado un tiempo prudencial, salió de su escondrijo, mientras Bárbara le observaba aún con el ceño fruncido. Estaba temblando.


GUILLERMO – Me tengo que ir. Sólo quería decirte que… que no te preocupes por mí. Voy… a desaparecer un tiempo.


Bárbara acusó aún más las arrugas de su frente. Resultaba evidente que no entendía nada, y ello sirvió para tranquilizarle a él. La ignorancia era un bien demasiado poco valorado.


BÁRBARA – Vamos a tranquilizarnos un poco. ¿Porque no te vienes conmigo a casa, y me lo cuentas todo?


GUILLERMO – No puedo. Me están siguiendo.


Guillermo se llevó una mano a la pierna dolorida, tras sentir un nuevo pinchazo.


GUILLERMO – También hay policías haciendo guardia frente a tu casa.


BÁRBARA – ¿No crees que estás exagerando?


GUILLERMO – Ojala, Barbie… ojala.


BÁRBARA – ¿Pero qué es lo que has hecho, por el amor de Dios?


GUILLERMO – Lo siento, pero tengo que irme… No puedo…


BÁRBARA – ¿Y Guille? ¿Dónde está Guille?


GUILLERMO – Está… Está con su madre. Está a buen recaudo, no tienes nada de lo que preocuparte.


BÁRBARA – ¿Pero qué es lo que has hecho, por Dios?


GUILLERMO – No…


El investigador biomédico hizo otro gesto de negación, con los ojos cerrados.


GUILLERMO – No puedo, Barbie. Lo siento. Ni… ni yo mismo sé lo que he hecho. No… no tengo tiempo, tengo que irme. Mientras menos sepas mejor. Porque la policía… intentará… Si te vuelven a preguntar… diles que no me has visto, o… no, mejor, diles que sí. Da igual…  Bueno, haz lo que quieras.


BÁRBARA – ¿Pero cómo voy a saber dónde estás?


GUILLERMO – Si las cosas se calman… ve a buscarme a la cabaña.


BÁRBARA – ¿A qué cabaña?


Guillermo la miró con firmeza a los ojos, inclinando la cabeza sutilmente.


BÁRBARA – ¿Donde la mama…?


El investigador biomédico asintió.


GUILLERMO – Ahí no creo que se les ocurriese buscar jamás. Pero ahora no es ahí donde voy. Ahora… tengo otras cosas que hacer. Ahora quiero alejarme… cuanto más mejor, de aquí.


BÁRBARA – ¿Pero qué has hecho, dónde vas a ir?


GUILLERMO – No lo sé… No… no lo sé. Lejos.


La mandíbula inferior de Guillermo comenzó a temblar. Detestaba tener que mentir a su hermana, pero estaba convencido de que así sería mejor. Dio un paso al frente y la estrechó entre sus brazos, sin permitirle decir nada más. Una lágrima recorrió su mejilla y cayó en el cuello de la profesora. Acto seguido la obsequió con un beso en la mejilla, le dio la espalda y corrió en dirección opuesta, sin darle tiempo a seguir preguntándole.


BÁRBARA – ¡Pero Guillermo!


El investigador biomédico dio media vuelta por un instante, y cruzó su mirada con la de su hermana por última vez. Luego siguió adelante, prometiéndose no volver a mirar atrás.


Volvió a su coche, que estaba abarrotado de comida precocinada, latas de conserva y agua embotellada, y puso rumbo a la casa de campo de Jaime, donde pasaría las próximas semanas en la más estricta de las soledades, mientras el mundo se caía a pedazos a su alrededor.


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Published on June 01, 2016 12:40

May 28, 2016

3×1040 – Secreto

1040


 


Inmediaciones del chalet de Jaime


31 de agosto de 2008


 


Guillermo se asomó entre los matorrales, escudriñando en dirección a la casa de su compañero de trabajo y amigo. Había pasado muchas tardes de verano en su jardín, tomando un cóctel tras otro mientras las esposas de ambos se hacían cargo de sus respectivas tarjetas de crédito. El investigador biomédico recordaba con especial afecto la cancha de tenis de Jaime, donde tan buenas horas habían pasado los dos. Lo que le llevaba ahí esa noche, no obstante, nada tenía que ver con el ocio.


Armándose de valor, aún temeroso de que apareciese un policía detrás de cualquier esquina para llevárselo detenido, se dirigió sigilosamente hacia el portón de entrada. No se molestó siquiera en presionar el botón del timbre: sabía a ciencia cierta que esa puerta jamás se cerraba. La urbanización disponía de su propio guarda de seguridad, que ahora descansaba en su garita a un par de calles de distancia. Fue él quien le había dado paso, después de obsequiarle con un fuerte abrazo. Guillermo empujó el portón y renqueó en dirección a la puerta de entrada al chalet, pisando sobre el lujoso empedrado rodeado de césped todavía húmedo, pese a que hacía ya casi una hora que había cesado de llover.


La decisión había sido realmente complicada. Tenía la firme convicción de desaparecer, pero no podía hacerlo en la masía de sus abuelos, ni en la casa familiar del paseo marítimo: estaba convencido que la policía se le adelantaría y ello se traduciría en su perdición. Empezaba a ser vagamente consciente de la repercusión que había tenido su acto de inconsciencia, y estaba aterrorizado. De lo que no le cabía la menor duda era que debía esfumarse, y la mejor solución que encontró fue ampararse en su viejo amigo.


Golpeó la puerta con los nudillos, atusándose la sucia ropa. Aún no había tenido ocasión de cambiarse. Enseguida escuchó unos pasos acercándose, arrastrando los pies por encima del parquet de madera noble. Tragó saliva. La puerta se entreabrió y Guillermo reconoció a Jaime, que enseguida se abotonó la bata que llevaba puesta, para acto seguido abrir la puerta sólo un palmo más. Era ya muy tarde para recibir visitas.


JAIME – ¿Qué haces aquí a estas horas, Guille? ¿Y qué… qué te ha pasado? ¿Estás bien?


Guillermo se miró por un momento. El aspecto que ofrecía era realmente lamentable. Pero esa era la última de sus preocupaciones en ese momento.


GUILLERMO – Necesito… que me hagas un favor.


Del interior del chalet sonó la voz de la esposa de Jaime, preguntándole si todo iba bien.


JAIME – ¡Sí cariño! ¡Ve metiendo las palomitas en el micro, que ahora enseguida voy!


Jaime se dirigió de nuevo a su amigo, salió al porche y entrecerró la puerta a su paso. Estaba empezando a preocuparse.


JAIME – Acabamos de cenar. Íbamos a ver una película, pero si quieres que te prepare algo… ¿Has cenado?


Guillermo cayó en la cuenta que hacía más de veinticuatro horas que no se llevaba nada a la boca, a excepción de aquellos sabrosos chicles de menta que había comprado poco antes de exhumar el cadáver de su padre.


GUILLERMO – No. No tengo tiempo. Necesito que me hagas un favor.


JAIME – Sí, claro. Lo que te haga falta.


GUILLERMO – Necesito las llaves de la casa de campo. Donde pasamos aquél fin de semana, cuando todavía estaba con Estefanía. ¿Todavía la tienes no?


Jaime frunció el ceño.


JAIME – Sí… Sí, claro. Pero… ¿se puede saber qué pasa? ¿A qué viene…?


GUILLERMO – No. Si no lo necesitase no te lo pediría. Tú lo sabes. Pero tiene que ser ya. No puedo…


El investigador biomédico miró en derredor. Su manía persecutoria estaba volviéndose cada vez más acusada.


JAIME – ¿No me vas a contar nada?


Guillermo se mantuvo inmóvil, en silencio. Ambos se aguantaron la mirada.


JAIME – Pues… al igual no te las doy. No me gustan los secretos, Guille. No te puedes presentar en mi casa a estas horas y pretender…


GUILLERMO – Pues mira… al igual le cuento a tu mujer lo que pasó durante el último congreso.


Los ojos de Jaime se abrieron como platos. Cerró un poco más la puerta, y comenzó a hablar en voz muy baja.


JAIME – Me prometiste que no dirías nada. No serás capaz.


GUILLERMO – No lo pienso hacer. Tú guardas mi secreto. Yo guardo el tuyo. Pero necesito esas llaves.


Jaime respiró hondo y le aguantó la mirada un par de segundos más, tratando de averiguar si estaba hablando en serio o le estaba vacilando. Abrió de nuevo la puerta, asegurándose que su esposa no le viera, y sacó las llaves de la casita de la sierra del cajón de una cómoda que había en el recibidor. Se las entregó directamente, sin pensárselo dos veces. Confiaba en Guillermo como en un hermano, pese a que ahora apenas podía reconocerle, y aunque estaba convencido que no le traicionaría, no podía permitirse la más mínima duda. Su mujer jamás debía averiguar qué ocurrió aquél largísimo fin de semana, hacía poco más de medio año.


GUILLERMO – Gracias. Muchas gracias, de verdad. Y… tienes que prometerme que no le vas a decir a nadie dónde estoy. A nadie. Necesito desaparecer por un tiempo.


JAIME – ¿Pero qué es lo que pasa? Si me lo cuentas… quizá pueda ayudarte.


GUILLERMO – Mientras menos sepas, mejor. Créeme. Ahora… me tengo que ir. ¿Me lo prometerás?


JAIME – Por la cuenta que me trae. ¿Qué quieres que te diga?


GUILLERMO – Eres un buen tío… Siento… Oye, que me voy. Gracias por todo. Y… acuérdate. Yo no he estado aquí.


Jaime se le quedó mirando a medida que desandaba el camino hacia el portón de acceso, caminando con una evidente dificultad, como si tuviera un esguince en el pie derecho. Pronto desapareció entre las sombras, y en el jardín tan solo reinó el acostumbrado silencio de la urbanización. Respiró hondo, volvió a entrar al chalet y cerró tras de sí. Durante las casi dos horas que duró la película, no pudo quitarse de la cabeza la extraña visita que había recibido.


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Published on May 28, 2016 15:09

May 24, 2016

3×1039 – Bocina

RECETA PARA EL APOCALIPSIS: PASO 5



Rehogar medio kilo de cobardía


 


1039



Bosque de Pardez, a diez kilómetros de Sheol


31 de agosto de 2008


 


Guillermo despertó sucio, con el tobillo derecho hinchado y dolorido, y empapado de pies a cabeza. No fue la lluvia la que le despertó, si no uno de aquellos estruendosos truenos que hacían que el mundo quedase inmóvil por un instante.


Durante un par de segundos, un maravilloso par de segundos, no fue capaz de recordar qué hacía ahí, tumbado sobre un montón de tierra húmeda, perdido de la mano de Dios en mitad del bosque. La realidad le cayó encima como una losa: en un acto de manifiesta inconsciencia había intentado devolver a la vida a su difunto padre, llevándose su cadáver del cementerio con nocturnidad y alevosía. Si lo había conseguido o no, era todavía un enigma para él, pero de lo que no cabía la menor duda era que su padre ya no se encontraba junto al olmo donde él le había inyectado la sangre de aquél pequeño roedor. Y aunque todo apuntaba a pensar que José había abandonado la zona por su propio pie, ni siquiera el propio Guillermo era todavía capaz de creerlo.


Pese a las nubes que cubrían el cielo, de lo que no cabía la menor duda era que hacía horas que había amanecido. Su mente comenzó a divagar e imaginó cómo el guarda del cementerio habría llamado a la policía tan pronto descubriese la tumba abierta de José, y cómo éstos enseguida le relacionarían con la exhumación. Trató de ponerse en pie a toda prisa, pero trastabilló al notar un intenso dolor en su tobillo herido, y tuvo que hincar una rodilla en el suelo, con los ojos bien cerrados y los dientes apretados. Segundos más tarde lo volvió a intentar, y en esta ocasión sí fue capaz de tenerse en pie. Se acercó a un pino muerto que tenía al lado, y arrancó una de sus ramas, que en adelante utilizaría como muleta, para poder caminar sin necesidad de apoyar el pie herido en la lodosa superficie boscosa. Sin saber muy bien hacia dónde, siguió el peregrinaje errático que había comenzado la noche anterior, ahora con la única esperanza de volver a la civilización.


No fue hasta bien entrada la tarde, tras más de diez horas de deambular errático por el bosque, que consiguió dar con el camino que le había llevado a perderse. Tan pronto comenzó a reconocer la zona, pese a la evidente diferencia que mostraba a plena luz del día, enseguida desanduvo sus pasos. El corazón se le encogió en el pecho al pasar junto al olmo. Seguía sin más compañía que el incesante repiqueteo de las gotas de lluvia sobre sus hojas. No se dejó llevar por los sentimientos, y continuó su camino hasta que finalmente dio con su coche, en el que se metió enseguida, pese a estar empapado de pies a cabeza y dejar la tapicería húmeda y el suelo lleno de barro.


Tomó aire intermitentemente, en la medida que el repiqueteo de sus dientes, delator del nerviosismo que atenazaba su cuerpo, se lo permitió. Echó un vistazo al salpicadero. Tan solo faltaban unos minutos para las ocho de la tarde. Había pasado casi veinte horas desconectado del mundo. Echó un vistazo a su teléfono móvil. Tenía cinco llamadas perdidas de Bárbara, y otras sesenta y dos de un número oculto. Sin pensárselo dos veces salió del coche con el móvil en la mano, lo acercó a una roca cercana y comenzó a golpearlo con una piedra del tamaño de un melocotón que encontró por el suelo, hasta que quedó hecho trizas. Ahora ya no le cabía la menor duda: la policía estaba buscándole.


Temblando de pies a cabeza dejó lo que quedaba del teléfono sobre aquella roca y volvió al coche. Introdujo la llave en el contacto e instintivamente encendió la radio, antes incluso de ponerse el cinturón. Siempre lo hacía. Le sorprendió escuchar a un locutor, pues no era una hora punta, los únicos momentos del día en los que se interrumpía la programación musical para ofrecer un minúsculo noticiario. Se disponía a apagar la radio, pero se quedó con la mano suspendida frente al botón.


LOCUTOR – … de última hora. Un anciano desorientado ha sido encontrado en el bosque de Pardez, en las inmediaciones de…


Guillermo abrió los ojos como platos, incapaz de creer lo que estaba escuchando. Notó cómo le sobrevenía un mareo. Se llevo una mano a la sien, empezando a ser consciente de lo que había provocado, pues para él resultaba evidente que el anciano del que hablaban no era otro que José, su padre. No cabía ninguna otra posibilidad. Una sonrisa se dibujó en su rostro, y su propia carcajada no le permitió escuchar bien lo siguiente que decía el locutor, que bien parecía estar improvisando sobre la marcha su discurso. Con una mano temblorosa, alcanzó a subir el dial del sonido, mientras el corazón luchaba por salírsele del pecho.


LOCUTOR – … el septuagenario, visiblemente enajenado y en actitud extremadamente violenta, ha atacado a unos jóvenes que estaban pasando el fin de semana…


El investigador biomédico se quedó de piedra. La imagen de aquél pequeño roedor sobre el cadáver ensangrentado de su compañero de jaula se le vino a la mente como una losa. Tragó saliva. Ya no quedaba ni rastro de la sonrisa que había surcado su rostro instantes antes.


LOCUTOR – … el atacante ha sido abatido por las fuerzas de seguridad del estado, tras acabar con la vida de …


Guillermo exclamó a voz en grito, maldiciendo su mala suerte.


LOCUTOR – … su cadáver ha sido trasladado al anatómico forense local para efectuar las pruebas pertinentes, pues se baraja la posibilidad que estuviera infectado de un raro brote de rabia que…


El investigador biomédico no fue capaz de escuchar una sola palabra más. Golpeó con fuerza la radio, con tan buen tino que la apagó a la primera, y acto seguido comenzó a dar golpes al volante, haciendo sonar la bocina y asustando a un tiempo a los pájaros que se resguardaban de la lluvia en los árboles cercanos, que no dudaron en alzar el vuelo. Grandes lagrimones recorrieron sus mejillas, todavía húmedas por la lluvia que había azotado su cuerpo durante horas, mientras él se desgañitaba y no paraba de dar golpes a todo cuanto tenía a su alcance.


Su plan había sido al tiempo un éxito rotundo y el más flagrante de los fracasos, y pese a que su padre sí había recuperado la vida, tal como él había previsto, ello tan solo había sido durante un brevísimo lapso de tiempo, pues había vuelto a morir, y en esta ocasión, ya nadie podría arrebatarle del abrazo de Hades.


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Published on May 24, 2016 04:30

May 13, 2016

3×1038 – Desconocido

1038


 


Puerto deportivo de Nefesh


24 de diciembre de 2008


 


No fue tarea fácil embutir a tanta gente en un coche tan pequeño. Guillermo tomó el asiento tras el volante, gratamente sorprendido por cuanto había aprendido su hermana en su ausencia. Bárbara se colocó a su vera en el asiento del copiloto, con el pequeño Guille en su regazo. Zoe se sentó sobre el de Olga, del mismo modo que hizo Carla con su abuelo. Gustavo tomó asiento entre su hermana y el viejo pescador, y tan pronto tuvieron las cuatro puertas cerradas y un pedazo de cartón de una vieja caja de arroz adherido a conciencia con cinta americana sobre la ventanilla rota, partieron hacia Bayit, entre bromas, risas y muy buen humor.


Darío no las tuvo todas consigo al dejar el velero en el desierto puerto deportivo, a la vista y al alcance de cualquiera que gustase en llevárselo. Ellos habían hecho eso mismo, llevárselo sin más, pero ahora él se sentía el dueño de Nueva Esperanza, copropietario cuanto menos, y no estaba dispuesto a dejárselo robar. Pese a que tenía serias dudas de que nadie fuese a verlo, y mucho más que ese alguien supiese cómo llevárselo, se prometió que tan pronto llegasen a Bayit arrastraría a Carlos hasta ahí con el remolque para volver a dejar el velero a buen recaudo intramuros.


El trayecto hasta el barrio amurallado resultó excepcionalmente tranquilo. Pese a que sí pudieron ser testigos de los estragos que la pandemia había hecho en la ciudad, ni un solo infectado acudió a su encuentro. El cielo seguía oscureciéndose, y daba la impresión que fuese a ponerse a llover de un momento a otro. La sensación para quienes acababan de pisar Nefesh por vez primera fue muy positiva. Olga sintió un agradable cosquilleo en el estómago, delator de que estaba satisfecha con la decisión que había tomado en Éseb. Había sido apresurada y prácticamente a cara o cruz, pero viendo tanta paz en una ciudad tan pequeña, supo que había hecho lo correcto. Zoe seguía más silenciosa que de costumbre, aún preguntándose por qué Samuel había rechazado quedarse con ellos. No tardaron ni diez minutos en llegar, mientras Darío y Bárbara daban indicaciones a Guillermo sobre el mejor camino a coger, que por supuesto no era ni el más corto ni el más rápido.


Bárbara fue la primera que le vio. Su hermano estaba pendiente de la carretera, cortada abruptamente por aquella mole de hormigón, su sobrino se había quedado dormido en su regazo, y los tripulantes que había atrás no pudieron, ya que se encontraba en una cota muy superior a la del nivel de sus vistas. La profesora sintió un mal presentimiento al instante, y tan pronto su hermano estacionó aquél viejo coche en la base del baluarte norte, junto al cadáver de un infectado que tenía tres agujeros de bala en el pecho y un cuarto en la frente, abrió a toda prisa la puerta, colocó suavemente a su sobrino en el asiento, la cerró de nuevo y se dirigió hacia aquél hombre. El desconocido la observaba curioso desde el baluarte, detrás de un pasamontañas negro, más que necesario a tenor del aire gélido que traía el viento, que tan solo dejaba a la vista sus ojos, subrayados por un grueso gorro de lana de color beige con un pompón blanco.


La profesora y aquél hombre se aguantaron la mirada unos segundos. Ella tragó saliva, sin saber cómo reaccionar. Aquella figura desconocida la saludó amistosamente, agitando la mano izquierda. Pese a que portaba un rifle la derecha, en ningún momento hizo amago alguno de hacer uso de él. Bárbara no se sintió intimidada por ello.


BÁRBARA – ¿Ca… Carlos?


El hombre negó con la cabeza, sin abrir la boca.


BÁRBARA – ¿Chris?


Aquella figura repitió idéntico gesto. Parecía estar divirtiéndose.


BÁRBARA – Paris no eres.


Bárbara se sorprendió al escucharle reír. Estaba convencida de que no se trataba de Carlos ni de Christian. Juanjo era mucho más bajo que él, y Paris mucho más gordo. Pensó por un momento que podría tratarse de otro superviviente de la isla que hubiese llegado al barro durante su ausencia, de igual modo que lo habían hecho Carla, Darío y Juanjo no hacía tanto, pero enseguida lo descartó. Estaba convencida de que había visto a ese hombre con anterioridad, pero había algo que no le encajaba.


BÁRBARA – ¿Te conozco?


El hombre hizo un gesto afirmativo, agitando la cabeza arriba y abajo, todavía con los ojos ligeramente cerrados. Se lo estaba pasando en grande. Bárbara, al contrario, estaba empezando a ponerse nerviosa. No se dio cuenta, pero a excepción de Guillermo y del pequeño Guille, todos los demás habían salido ya del coche y observaban la situación en silencio.


BÁRBARA – Me rindo.


El hombre asintió de nuevo y procedió a quitarse el gorro de lana. Acto seguido agarró la braga por debajo y la levantó lentamente, dejando a la vista su rostro. Lucía una tupida barba entrecana de al menos un mes, unas acusadas ojeras, estaba mucho más delgado y no llevaba las gafas puestas, pero Bárbara no tardó ni un segundo en reconocerle. La voz en grito de Zoe le hizo dar un respingo.


ZOE – ¡Fernando!


FERNANDO – Zoe, cariño. ¡Me alegro mucho de verte!


La niña estaba que no cabía en sí de gozo, y se puso a gritar de alegría. Olga cruzó una mirada con Carla, buscando en ella una respuesta, pero la veinteañera se limitó a alzar los hombros. Ella no había llegado a conocerle más que de oídas. Lo más cerca de verle que estuvo fue mediante el mural de Christian. Bárbara no podía creer lo que le decían sus ojos. No tenía el más remoto sentido. Fernando se dirigió de nuevo a ella, sosteniendo una enorme sonrisa.


FERNANDO – ¿Ya no te acuerdas de mí?


Bárbara se quedó literalmente boquiabierta. Tragó saliva de nuevo, superada por la situación. Le costó mucho encontrar las palabras.


BÁRBARA – Pero… Tú… ¿Tú no habías…? ¿Tú no estabas muerto?


Fernando asintió, con una expresión algo sombría en el  rostro.


FERNANDO – Y enterrado.


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Published on May 13, 2016 15:00

May 9, 2016

3×1037 – Independencia

1037


 


Puerto deportivo de Nefesh


24 de diciembre de 2008


 


GUSTAVO – ¿Y no será que está demasiado lejos, sencillamente? Ese cacharro tampoco parece que tenga mucho alcance.


Bárbara levantó la mirada del walkie y la fijó en un punto indeterminado del paseo marítimo. Frunció ligeramente el ceño, sorprendida por lo que vio.


BÁRBARA – No lo sé… puede ser. Tampoco estamos muy cerca de Bayit, verdad sea dicha, pero… pensé que sería suficiente.


GUILLERMO – ¿Y cómo vinisteis hasta aquí cuando os fuisteis la otra vez?


BÁRBARA – En una furgoneta. Pero… Carlos y Chris se la llevaron de vuelta a Bayit cuando nos fuimos. Por eso traía el walkie, para que nos vinieran a buscar. Esa era la idea. Si lo llego a saber…


ZOE – ¿Y ahora qué hacemos?


CARLA – Siempre estamos a tiempo de volver a donde los acantilados, y probarlo de nuevo. Desde ahí seguro que nos oyen. Hemos pasado muy cerca antes.


BÁRBARA – No… No creo que haga falta. Creo que… Quedaos aquí.


GUILLERMO – ¿Qué vas a hacer, Bárbara?


La profesora se dirigió a Olga.


BÁRBARA – ¿Tú sabes conducir, verdad?


OLGA – Sí.


BÁRBARA – Ahá. ¿Y… tú, tienes el arco a mano?


Gustavo asintió, decidido. Dio media vuelta y desapareció por la escotilla.


GUILLERMO – ¿Qué quieres hacer?


BÁRBARA – ¿Ves ese coche de ahí?


GUILLERMO – ¿Cuál?


BÁRBARA – El rojo.


GUILLERMO – ¿Esa carraca?


BÁRBARA – Creo que puedo arrancarlo.


El investigador biomédico puso los ojos en blanco. Detestaba haber tenido que abandonar su flamante Audi en la península.


GUILLERMO – Pero si tú no sabes conducir.


BÁRBARA – Ella sí.


Olga mostró los dientes en una sonrisa burlona, mientras hacía el signo de la victoria con el dedo índice y el corazón. En ese momento Gustavo emergió del camarote principal, con el carcaj lleno de flechas a la espalda y el enorme arco olímpico sujeto en la mano derecha.


DARÍO – No nos cuesta nada volver, Bárbara. No hace falta que vayáis. Ya no viene de media hora.


BÁRBARA – No tardaremos nada, de verdad. Está ahí al lado mismo. Y… el paseo está muerto. No se ve un alma. Fíjate. Parece que se vaya a poner a llover en cualquier momento. No creo que haya ningún infectado con ganas de salir a la calle. ¿Vosotros os animáis?


Ambos hermanos asintieron, convencidos. Zoe se mordió la lengua y se limitó a ver cómo los tres abandonaban el barco y dejaban atrás el puerto deportivo en dirección a aquél viejo coche. Guillermo chistó con la lengua al verles alejarse. No descansaría tranquilo hasta que estuviesen rodeados de aquellos altos y gruesos muros de los que tan bien le habían hablado.


El pequeño grupo de aventureros llegó hasta el extremo del paseo marítimo. Bárbara se molestó incluso en mirar a ambos lados de la calle antes de cruzar. La fuerza de la costumbre todavía era demasiado fuerte. Olga sujetaba su propia automática, apuntando al suelo, como Bárbara le había enseñado. No parecía muy segura de sí misma, a diferencia de su hermano. Gustavo tenía una flecha preparada ante cualquier eventualidad. Todo apuntaba a que no les haría falta.


No tardaron en llegar hasta aquél arcaico Ford Sierra de color rojo. Una pequeña joya para su difunto dueño, cuando se hizo con él hacía ya más de un cuarto de siglo. Carne de desguace en los tiempos que corrían. Pero les resultaría muy útil, si Bárbara conseguía ponerlo en funcionamiento. La profesora trató de abrirlo, pero le resultó imposible. Creía saber cómo puentearlo, pero no tenía ni idea de cómo acceder al interior. Sacó su pistola de la parte trasera del pantalón, comprobó que el seguro estuviera puesto, y la agarró por el cañón. Miró en derredor por enésima vez, para comprobar que no tenían compañía. En efecto. Estaban ellos tres solos, observados con atención por quienes se habían quedado en el barco. No se lo pensó dos veces, e impactó la culata de la pistola contra el cristal del copiloto. La luna se hizo añicos instantáneamente, y un millar de pequeños cristales se desperdigó por el suelo y por el asiento.


BÁRBARA – ¡Dios mío!


GUSTAVO – ¿Ya sabes lo que haces, Bárbara?


La profesora asintió, restándole importancia a su torpeza. Conducir sin ese cristal no entraba dentro de sus planes, pero ya había llegado demasiado lejos para echarse atrás. Metió la mano por el agujero y quitó el seguro. Abrió la puerta y retiró la mayor parte de los cristales del asiento, tirándolos a la calle. Ya había localizado los cables que necesitaría para devolver la vida al motor cuando escuchó cómo Gustavo le llamaba la atención con un grito apagado y un gesto de la mano izquierda instándole a salir. Bárbara abandonó el coche a toda prisa y echó mano de su automática.


Se trataba de una niña morena, algo menor que Zoe. Su único atuendo era la pieza superior de un pijama tan lleno de barro reseco que resultaba imposible averiguar qué estampado tuvo. El inconfundible color de sus ojos delataba que se trataba de una infectada. Estaba de pie al otro lado de la calle, inmóvil, limitándose a observarles. Bárbara exhaló el aire de sus pulmones, molesta. Había aprendido, por las malas, a que dejase de afectarle tener que deshacerse de un infectado. Pero cuando se trataba de un niño, le resultaba especialmente difícil.


BÁRBARA – Ya me encargo yo.


La profesora alzó su pistola hacia la niña, pero Olga la sujetó por el antebrazo, impidiéndole apuntarla.


OLGA – ¿Qué haces?


BÁRBARA – Tenemos que limpiar la isla de infectados.


Olga negó con la cabeza.


OLGA – ¿No ves que es inofensiva? Los hay que tienen más miedo de nosotros que nosotros de ellos. Somos tres, y más grandes que ella. No creo que nos haga nada.


Bárbara tuvo una pequeña revelación. Se vio reflejada en los ojos de Olga. Había mantenido una conversación muy parecida a esa con el policía, en un tiempo que parecía ya muy lejano. Cayó en la cuenta que finalmente había adoptado su papel, ocupando el enorme hueco que dejó al abandonarles, aún cuando hubiera sido incapaz de determinar en qué momento se produjo dicha inflexión. Ello le sentó algo mal.


OLGA – ¡Fuera de aquí!


Olga acompañó el grito de un fuerte pisotón, amenazando con salir corriendo en su dirección, y la pequeña infectada desapareció de ahí a toda prisa, mientras gritaba incongruencias sin mirar atrás.


OLGA – ¿Ves?


La joven de los pendientes de perla miró a Bárbara, satisfecha de su buena acción. La profesora se quedó pensativa unos segundos, valorando lo que acababa de ocurrir. Enseguida decidió que valía más la pena no pensar al respecto, y acto seguido prosiguió con su tarea. No tardó más de un minuto en puentear el coche. Gustavo dejó por un momento de mirar en derredor en busca de infectados y se dirigió a ella, que sonreía, satisfecha de su hazaña.


GUSTAVO – ¿Quién te ha enseñado a hacer eso?


BÁRBARA – Un… un buen amigo.


Gustavo hizo un gesto afirmativo con la cabeza, satisfecho. Por suerte, ningún otro infectado acudió alertado por el ruido del motor. Olga ocupó el asiento tras el volante, y Bárbara y Gustavo hicieron lo propio en los asientos traseros. En un abrir y cerrar de ojos se plantaron en la zona de amarre, donde fueron muy bien recibidos, entre risas y aplausos.


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Published on May 09, 2016 15:00

May 6, 2016

3×1036 – Vista

1036


 


A veinte kilómetros de la costa de Nefesh


24 de diciembre de 2008


 


Olga juntó ambas manos formando una especie de cuenco y exhaló aire caliente de sus pulmones, tratando de devolver la vida a sus dedos entumecidos por el frío. La última vez que miró el termómetro éste marcaba seis grados, pero eso fue hacía cerca de media hora, antes del amanecer. Hacía un día horrible: Frío, húmedo y con unas nubes colosales negras que auguraban lluvia. La parte positiva es que también hacía mucho viento, y ello, sumado a la fuerza del motor, les había permitido volver a Nefesh en tiempo récord.


Ella misma había escogido ese ingrato turno al mando del navío, antes que Darío tomase de nuevo el timón un par de horas más tarde, pues sabía que la llegada a Nefesh era inminente y quería ser la primera en avistar la isla. En esos momentos todos los demás dormían en sus camarotes. Incluso el pequeño Guille, que había pasado la mayor parte de la noche en vela, como de costumbre, y ahora dormía a pierna suelta abrazado a su padre.


Le hizo falta hacer uso de los prismáticos que llevaba sujetos al cuello para corroborar que aquella sutil distorsión en el horizonte marino no era fruto de su imaginación. No tardó en avisar a voz en grito a todos sus compañeros, con una sonrisa de oreja a oreja en el rostro enrojecido por el frío.


OLGA – ¡Tierra a la vista!


En su interior se mezclaba la ilusión del descubrimiento, de la asunción de un destino mejor en un lugar seguro y con la mejor compañía, con el sempiterno miedo a los peligros que sin duda le aguardaban en aquella isla, que parecía desierta y virgen, a juzgar por cuanto le mostraban los prismáticos. De cuanto más orgullosa se sentía, con diferencia, era de haber conseguido llegar tan lejos en compañía de lo único que le quedaba de la que había sido su vida hasta hacía escasos meses: su hermano pequeño. Él fue el primero en llegar a cubierta, pues dormía en el sofá del camarote principal, dada la escasez de camas y la más que generosa tripulación del pequeño velero. Poco a poco los demás fueron atestando el poco espacio que había alrededor del timón, ansiando ver la tierra prometida. Guillermo incluso consintió  que Guille subiera a cubierta, por más que el muchacho acostumbraba a ponerse algo nervioso al verse rodeado de la abrumadora visión que ofrecía el mar abierto.


Pronto las voces de unos y otros, en alegres conversaciones cruzadas, inundaron la cubierta del velero entre bostezos carentes de pudor y gritos de genuina alegría. Bárbara se acercó a Zoe, que se había sentado en el extremo de la proa del barco, con los pies descalzos colgando a un escaso metro del agua. Tomó asiento a su lado, imitándola. La niña la miró, con una radiante sonrisa en el rostro infantil salpicado de pecas. Lejos quedaba ya la rabieta tras el inesperado abandono de Samuel.


BÁRBARA – ¿Te acuerdas, Zoe?


ZOE – Sí. Por fin hemos vuelto a casa.


La niña no pudo evitar recordar la última conversación que había mantenido con Morgan. En ese momento no lo había entendido, pero con el paso del tiempo comprendió que se trataba de una despedida. De haberlo sabido, jamás le hubiera soltado mientras se daban aquél abrazo. Su último abrazo antes que el policía desapareciera de sus vidas como por arte de magia para no volver. Se encontraban literalmente en el mismo lugar, pero en un barco mucho más fiable. Ahora iban mucho más rápido que a bordo del Nautilus IV, con idéntico destino.


Bárbara se echó hacia atrás, sujetándose con ambas manos en la barra metálica que tenía a la altura del pecho. Su cabello rubio relucía con los rayos de sol casi horizontales del alba.


BÁRBARA – Por aquí no vamos bien, Darío.


El viejo pescador, que había arrebatado el puesto tras el timón a Olga, le echó un vistazo, sin prestarle demasiada atención. Siempre adoptaba un semblante muy serio y concentrado cuando dirigía el barco, y la aproximación a la isla suponía un tema demasiado importante para él como para permitirse distracciones innecesarias.


DARÍO – ¿Qué pasa?


BÁRBARA – No nos podemos acercar a la isla por esta parte.


DARÍO – ¿Por qué no?


BÁRBARA – El fondo marino está lleno de rocas. Rocas afiladas que están casi al nivel del agua. Es lo que te conté, de cuando llegamos nosotros aquí la primera vez… que perdimos nuestro barco aquí mismo. Bueno… un poco más cerca. Bastante más cerca. Pero… De todas maneras, yo empezaría ya a dar un rodeo para entrar por el puerto deportivo. No me fío un pelo.


Darío asintió, le hizo un gesto a su nieta para que tomase el timón, y comenzó a trabajar en las velas. Pronto el barco comenzó a virar a estribor, y su avance comenzó a dibujar un arco alrededor de Nefesh, manteniéndose en todo momento a una distancia más que prudencial de la isla.


El frente boscoso y de aspecto paradisíaco que les había dado la bienvenida dio paso a la costa oriental. Bárbara incluso distinguió la urbanización de lujo donde había encontrado ese mismo velero por mera casualidad, en compañía de Carlos, no hacía mucho. Los acantilados que hacían de límite al crecimiento de Bayit se presentaron majestuosos frente a ellos minutos más tarde, pero la altura a la que se encontraban les impidió ver el barrio amurallado y a sus moradores. Por más que se esforzaron, ninguno fue capaz de ver infectado alguno en el trayecto que les llevó de vuelta al puerto deportivo. Todo estaba tal cual lo habían dejado hacía escasas dos semanas. Cualquiera hubiera podido jurar que en la isla no quedaba ya un solo alma.


Bárbara no esperó siquiera a que Darío aproximase el velero a la desierta zona de amarre. Se dirigió al camarote que había compartido tantas noches con la inquieta Zoe y sacó de su mochila uno de los dos walkies que había traído consigo. Echó mano de un par de pilas del bolsillo lateral y las introdujo en el compartimiento correspondiente. Volvió sobre sus pasos a cubierta, sintonizó la frecuencia acordada, y puso en funcionamiento el aparato.


BÁRBARA – ¿Carlos? Carlos. Soy Bárbara. ¿Me recibes?


La profesora esperó pacientemente una respuesta que jamás llegaría. Volvió a intentarlo, pero el resultado fue idéntico. Le cambió las pilas, usó el walkie de recambio que había traído, lo intentó una y otra vez, pero fue incapaz de contactar con Bayit. Todos observaban cómo iba poniéndose cada vez más nerviosa, en silencio, al tiempo que Darío aproximaba con precisión milimétrica el velero al noray donde acto seguido amarraría el barco, dando por finalizada la travesía.


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Published on May 06, 2016 15:00

May 3, 2016

3×1035 – Incomprensión

1035


 


Corona de barcos alrededor del islote Éseb


22 de diciembre de 2008


 


ZOE – Pero es que no lo entiendo. Es un idiota.


La profesora se esforzaba en vano por tranquilizar a la pequeña de la cinta violeta en la muñeca, sin perder de vista el timón con el que guiaba a Nueva Esperanza de vuelta a Nefesh. No le estaba resultando tarea fácil. Ésta era la vez que más rebelde se había mostrado Zoe desde que abandonaron la isla.


BÁRBARA – Ha sido su decisión, Zoe. Debemos respetarla.


ZOE – Pero… ¡Pero si estaba deseando venirse con nosotras! ¿No te acuerdas de lo contento que se puso? Y… y ahora, va, y… se queda con esa gente. Que no conoce de nada. ¡Es que no tiene sentido!


BÁRBARA – Entiéndelo, cariño. Tiene miedo. Tú y yo ya estamos acostumbradas. Pero para él… todo es nuevo. Él nunca ha tenido que enfrentarse a un infectado. Ponte en su piel. Imagínate por un momento lo que ha debido costarle tomar esa decisión. Nosotras no somos nadie para juzgarle.


ZOE – Sí, pero ahí no tienen una radio. No vamos a saber qué es de él. Nunca más. No vamos a saber si está bien. O… si… le tratan bien.


BÁRBARA – Va a vivir con Víctor. Ya le oíste, que él se hacía responsable de que no le faltase de nada. Víctor… parece un buen tipo. Si tu padre era amigo suyo, estoy segura de que nos podemos fiar de él.


Zoe hinchó los carrillos, molesta. Había estado intentando convencer al joven negro para que no les abandonase desde el mismo momento que éste informó a Bárbara de su deseo de dirigirse a Éseb en lugar de a Nefesh. Todos sus esfuerzos habían caído en saco roto, no obstante. El miedo a los infectados se había impuesto al cariño que tenía a sus libertadores. La despedida había sido bastante fría, en contraste con los llantos de alegría y las sonrisas de oreja a oreja del día en que le rescataron de la estación petrolífera.


BÁRBARA – Y además, que… tenemos un barco. Y… estamos a un tiro de piedra de él. Seguro que le volvemos a ver. Confía en mí.


La niña no respondió. Se limitó a darle la espalda, y observar cómo el islote iba quedando cada vez más lejos. Bárbara hizo un gesto negativo con la cabeza. Abrió la boca y tomó aire para seguir hablando, pero enseguida concluyó que no sería buena idea. Zoe debería asumir que Samuel se había ido, le gustase o no.


Olga y Gustavo decidieron quedarse con ellos, acompañándoles a la infectada Nefesh. Bárbara había llegado a convencerse de que no lo harían, puesto que habían demorado la decisión hasta literalmente el último instante. Al parecer, la visita guiada que les ofreció Víctor por las inmediaciones del islote no sirvió de mucho para convencerles de que ese sería el lugar idóneo para pasar el resto de sus días. Ellos habían pasado más hambre que Samuel, y su decisión final, consensuada en petit comité, como todas las decisiones que tomaban ambos hermanos, acabó dándole más valor a escaso índice de población de Bayit, y por ende al escaso volumen de bocas que alimentar, que al hecho que la isla hubiese sido víctima de la pandemia. Al fin y al cabo, ellos, a diferencia de Samuel, sí habían lidiado con infectados con anterioridad, y sabían a qué se enfrentaban.


Ambas se giraron al escuchar un ruido proveniente del atestado camarote principal del velero. Darío posó ambos pies en cubierta y se apresuró a abrocharse la chaqueta que llevaba puesta. Las últimas cuarenta y ocho horas el tiempo había cambiado drásticamente, y el recién estrenado invierno hizo por fin acto de presencia. Dio un paso al frente, dirigiéndose a la profesora, mientras se enfundaba unos gruesos guantes.


DARÍO – Madre de Dios. Si el viento sigue así, podemos llegar a Nefesh para Navidad.


Bárbara se giró y contempló de nuevo el islote, rodeado de todos aquellos barcos. Hubiera podido jurar que ahora había incluso más que la anterior vez que estuvieron ahí, hacía escasos diez días. Respiró hondo y miró a Darío, que observaba con extrañeza y curiosidad a la enfurruñada Zoe, que no se había molestado siquiera en girarse a saludarle.


BÁRBARA – Y si no, siempre estamos a tiempo de encender el motor.


El viejo pescador alzó ambas cejas, sorprendido por lo que acababa de escuchar. Bárbara siempre había sido muy reacia a hacer uso del motor, por más que tenían combustible de sobra. Su cambio drástico de parecer era para él una buena noticia, más después de haber perdido al menos otro día de viaje para dejar al chaval en el islote. La voz en grito de Gustavo, proveniente del interior del velero, distrajo a los tres de sus pensamientos.


GUSTAVO – ¡Corre, Zoe! ¡Guillermo nos está enseñando a hacer pajaritas de papel!


La niña se giró a toda prisa y dio un salto de su asiento en dirección a la escotilla. Ya no había rastro del semblante sombrío que había adoptado desde que volvieron a Nueva Esperanza en el socorrido bote rojo. Bárbara la miró, sorprendida, y ambas se aguantaron la mirada un par de segundos. La profesora asintió a la niña, instándola a hacer lo que estaba deseando, y Zoe desapareció por la escotilla. Darío y Bárbara enseguida escucharon sus risas, junto con las de Olga y Carla, mezcladas con la voz de Guillermo, que tenía a Guille en su regazo y enseñaba a los más jóvenes a hacer esas sencillas pajaritas, malgastando en el proceso varias hojas del diario de a bordo.


DARÍO – Entonces… ¿Te parece bien que encienda el motor?


Bárbara respiró hondo y soltó el aire lentamente.


BÁRBARA – Estoy cansada de tanto mar… Tengo ganas de acostarme en mi cama, de ver el barrio, de… de saludar a Carlos. A… a todos.


Darío asintió. Bárbara agradeció que no hiciese hincapié en su facilidad por cambiar de opinión, más después de las discusiones que habían compartido a tenor de ese mismo tema.


DARÍO – Pues no se hable más. Con este viento, y la ayuda extra del motor, verás que esto más que navegar, vuela.


La profesora sonrió.


BÁRBARA – Pero tienes que enseñarme.


DARÍO – Eso no tienes ni que dudarlo. Ven conmigo.


El viejo pescador hizo un gesto con la cabeza, y Bárbara le acompañó, no sin antes inmovilizar el timón del modo que su maestro le había enseñado.


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Published on May 03, 2016 11:06

April 26, 2016

3×1034 – Difícil

1034



Estación petrolífera abandonada


20 de diciembre de 2008


 


El recibimiento que obtuvo Samuel al llegar a Nueva Esperanza fue mucho más de lo que su maltrecho espíritu fue capaz de soportar. Se pasó la mayor parte del tiempo llorando. Lágrimas de alegría que delataban que su larga espera había llegado al fin. Que jamás volvería a estar solo.


La acogida que le brindó Guillermo fue sin lugar a dudas la más calurosa. Tan pronto el joven negro posó un pie en el velero, el investigador biomédico le estrechó entre sus brazos, en un emotivo y sincero abrazo que sorprendió incluso a la propia Bárbara. Al fin y al cabo, aquél chaval le había regalado, aún sin proponérselo, lo que él más ansiaba en el mundo, cuanto había estado luchando por conseguir desde hacía meses. Y por ello estaría en deuda con él mientras viviese.


Samuel tuvo ocasión de conocer al resto de la tripulación. Lo que más le sorprendió de entre todas las cosas, esa calurosa mañana de diciembre, de entre tantas caras nuevas y alimentos que prácticamente había olvidado, fue el excéntrico peinado de Carla. Los demás ya habían aprendido a ignorarlo, y pese a que empezaban a vislumbrarse unas incipientes raíces castañas, aquél torbellino de colores no le dejó en absoluto indiferente. Ello no hacía si no evidenciar su desconexión con el mundo, que había seguido avanzando inexorablemente pese a su ausencia. Al menos hasta finales de ese trágico verano.


El joven negro se sintió increíblemente afortunado de haberse cruzado en el camino de aquella magnífica gente, y si no disfrutó más de la magia del momento fue por culpa de cuanto le había dicho la profesora. En su interior se estaba librando una batalla cuyo ganador resultaba imposible de predecir. A un lado de la balanza se encontraba el aprecio y la enorme deuda que tenía para con sus nuevos compañeros de viaje. Al fin y al cabo, Nefesh parecía mucho más segura que cualquier otro lugar al que hubiese podido ir a parar de no haberse iniciado la pandemia mientras estaba atrapado en la estación petrolífera. Al otro lado de la balanza se encontraba la prometida seguridad que le esperaría en Éseb, si finalmente se decantaba por el islote. La mera idea de tener a un infectado delante, aunque fuese con un muro de hormigón de veinte centímetros de espesor entremedias, le producía el más genuino pánico. Saberse en un lugar en el que esa preocupación estuviese sencillamente fuera de la ecuación, resultaba muy tentador. Sería una decisión muy complicada.


Festejaron la incorporación de Samuel al grupo por todo lo alto, con una gran parrillada de pescado y marisco. Sin embargo él no probó un solo bocado de cuanto les había regalado. Entre todos habían preparado otros muchos platos con los que agasajarle en cuanto contasen con su presencia. Verduras, carne y legumbres, y muchos dulces de postre. Samuel llegó a repetir la palabra “gracias” más de un centenar de veces en la escasa hora que se demoró la hora de la comida, mientras se atiborraba con un sinfín de manjares. Incluso encontrándose al borde del empacho, no dudó en probar todo cuanto le ofrecían, sintiendo una miríada de recuerdos a cada nuevo bocado. Recuerdos de un mundo que había dejado atrás, y que por más que ahora se esforzase, jamás podría recuperar.


La conversación que el joven negro había mantenido con Bárbara se extrapoló al resto de los tripulantes al poco de llegar la sobremesa, y en adelante se inició un coloquio que se demoró hasta prácticamente la llegada del ocaso. Con la mesa llena de pipas saladas, pastas de té y tazas llenas de posos de café, discutieron largo y tendido cuál debía ser el siguiente paso a dar, aún con el velero inmovilizado junto a la estación petrolífera. Cada cual tenía su propio punto de vista, pero ninguno resultó lo suficientemente firme para imponerse al de los demás.


La aparente seguridad que prometía Éseb se contraponía con la escasa población de Nefesh, y su más que generosa alacena, que les permitiría vivir durante meses, si no años, sin necesidad de abandonar sus murallas. En el islote podrían olvidarse de los infectados, por más que tendrían que trabajar de lo lindo para construir una nueva sociedad, pero no podían ignorar el evidente problema de suministros. Ahí el volumen de población era muchísimo mayor, y con tantas bocas que alimentar, la perspectiva a largo plazo no resultaba tan atractiva.


Todos se dejaban influenciar por el prójimo, y por más que avanzaba la tarde, no fueron capaces de llegar a ninguna conclusión más que el hecho de que deberían ponerlo en común con el resto de habitantes de Nefesh, y proceder a una votación, cuyo resultado tan solo sería concluyente para quienes, de haberlos, acabasen decidiendo abandonar la isla.


Zoe fue una de las pocas personas que tuvo claro desde el principio que no quería abandonar Nefesh, y por más que Bárbara no le insistió demasiado al respecto, la profesora tenía sospechas más que fundadas sobre sus motivaciones. La niña aún conservaba la vaga esperanza de que Morgan volviese con ellos más tarde o más temprano, y al abandonar la isla, abandonaría también la posibilidad de reencontrarse con una de las personas más importantes de su vida. Y eso era algo en lo que ella no estaba dispuesta a ceder.


Horas más tarde, al tiempo que el sol se ocultaba bajo la línea del horizonte marino, Samuel llamó la atención de Bárbara, y ambos salieron a cubierta, lejos del griterío del interior del velero. Pese a que no había sido en absoluto fácil para él, Samuel había tomado una decisión en firme. La compartió con la profesora, y ella no pudo menos que apoyarla, elogiando la disciplina que había demostrado al responder a tan difícil elección. Ambos se dirigieron a Darío, y le transmitieron la información. El viejo pescador felicitó a Samuel por su decisión, y liberó al barco de sus ataduras, poniendo rumbo a su nuevo destino.


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Published on April 26, 2016 13:26

April 19, 2016

3×1033 – Muchísimo

1033



Estación petrolífera abandonada


20 de diciembre de 2008


 


BÁRBARA – ¿Estás contento, Sam?


SAMUEL – Muchísimo.


Samuel sonrió. Ambos estaban observando cómo el bote se alejaba. Echó un vistazo a Bárbara, y le sorprendió su semblante serio. Parecía tener la cabeza en otro lugar. El joven negro sospechó que le preguntaría por su pasado. Los últimos días había reflexionado mucho al respecto, y había tomado la decisión en firme de no seguir ocultándose. No ante ella. No después de cuanto había hecho por él. Al fin y al cabo, ya no había de qué ni de quién. Sin embargo, lo que rondaba por la cabeza de la profesora distaba mucho de cuanto él hubiera podido imaginar.


BÁRBARA – Sam. No quiero que malinterpretes lo que te voy a decir ahora. Pero necesito que tengas toda la información antes de… tomar una decisión.


SAMUEL – Me estás asustando.


BÁRBARA – No…


La profesora le regaló una sonrisa a Samuel. Ello no ayudó a tranquilizarle.


BÁRBARA – Tú nunca has visto a una persona infectada, ¿verdad?


El chico negro negó con la cabeza. No dejaba de observarla, pero la mirada de la profesora volvía a estar fija en el mar, como si tratase de rehuír la suya.


SAMUEL – No.


BÁRBARA – No es… No es fácil. No es nada fácil. Al principio resulta muy complicado. No… no eres capaz de verlos como… como más de lo que fueron, antes de… enfermar. Personas… No todo el mundo puede, Sam. Por eso… por eso hay tantos, por todos lados. Porque no fueron capaces de comprenderlo… Quiero que entiendas que no hay matices. Se trata de ellos o de nosotros. Si dudas, aunque sólo sea por un instante…


La profesora chistó.


BÁRBARA – Un infectado jamás dudará en hacerte daño, y si tú no haces nada por defenderte… por… por evitarlo… Acabarás siendo uno de ellos. Quieras o no.


SAMUEL – No te…


BÁRBARA – Me caes bien. Eres una de las personas que mejor me caen de todas las que he conocido en mi vida. Maldita sea. Y no tenía ni idea de que eras tan… joven.


Samuel esbozó una sonrisa.


BÁRBARA – Por eso tengo tanto miedo. Eres muy joven. Eres… demasiado inocente, demasiado… bueno. No estás preparado para el mundo de… mierda que hay ahí fuera.


SAMUEL – Pero para eso estáis vosotros, para ayudarme a… a salir adelante. ¿No?


BÁRBARA – No es tan fácil. Hay demasiados peligros, y tengo miedo de que…


SAMUEL – Zoe es más pequeña que yo. Y se le ha dado bastante bien.


BÁRBARA – Zoe lleva peleando desde el primer día, pobrecita. Ha aprendido por las malas. Y ha tenido mucha suerte. Mucha. Tiene la necesidad constante de sentirse arropada, y le da pánico la mera idea de quedarse sola. En eso tú le llevas mucha ventaja.


SAMUEL – ¿Me estás diciendo que no me vais a llevar con vosotros? ¿Es eso?


BÁRBARA – ¡No por Dios!


La profesora se giró hacia Samuel, a tiempo de ver cómo una lágrima recorría su mejilla tostada.


BÁRBARA – Hay una isla. Bueno… un… un islote. Se llama Éseb. Lo descubrimos a mitad de camino de ir a buscar a mi hermano y… a los demás.


Samuel se mantuvo en silencio, con el ceño ligeramente fruncido. Se secó la lágrima con el dorso de la mano.


BÁRBARA – Hay un montón de gente, con un montón de barcos. Están construyendo… una especie de aldea. Tienen huertos y… animales. Y no hay ningún infectado.


Bárbara respiró hondo. El joven negro parecía que ni siquiera respirase.


SAMUEL – ¿Quieres llevarme ahí? ¿No quieres que me venga con vosotros?


BÁRBARA – ¡No! Yo quiero que te vengas con nosotros. Ese es el problema. Pero lo hago desde el egoísmo. Si de mi dependiera, ni siquiera estaríamos teniendo esta conversación.


SAMUEL – Pero Bayit es un lugar seguro, ¿no?


BÁRBARA – Lo es, en tanto en cuanto estemos murallas adentro… Y eso depende también de si hay o no más gente en la isla. ¿Te acuerdas de lo que te conté de aquellas personas que intentarnos matarnos?


SAMUEL – Pero esas personas están muertas. Las mató Paris.


BÁRBARA – Sí. Pero igual que ellos intentaron hacernos daño… otros también podrían. Quiero decir… ¡Ah! Qué mal me estoy explicando… A ver… Lo que intento decirte es que tienes una alternativa. No tienes que venirte a Nefesh porque yo te lo diga. Puedes decidir venirte con nosotros… o quedarte con ellos.


SAMUEL – Pero yo a ellos no les conozco.


BÁRBARA – Yo tampoco. La diferencia es que ahí no hay infectados. Y en Nefesh sí.


SAMUEL – ¿Y entonces qué quieres que haga?


BÁRBARA – Que tomes una decisión.


Samuel se quedó de nuevo en silencio.


BÁRBARA – No tiene que ser ahora. Pero lo que no quiero es que te guíes por tus sentimientos, y… te pongas en peligro innecesariamente. Lo que esta epidemia le hace a la gente… es muy duro. El islote del que te hablo no está muy lejos. Apenas nos desviaríamos menos de veinticuatro horas si… decidieras que…  prefieres quedarte con ellos.


SAMUEL – ¿Y vosotros qué?


BÁRBARA – ¿Cómo?


SAMUEL – Si ese lugar es tan bueno, y tan seguro, y no hay infectados. ¿Por qué no nos vamos todos ahí, directamente?


BÁRBARA – Eso no es una opción. Al menos no por ahora. No con toda la gente que hemos dejado atrás en Nefesh, todos los bebés…


SAMUEL – Claro…


BÁRBARA – Y no te creas que no lo he pensado, ¿eh? Eso tengo que hablarlo largo y tendido con Carlos, con… bueno, con todos. Lo que estamos haciendo en Nefesh es… algo maravilloso, pero… la isla está… podrida. Al igual acabamos todos ahí donde te digo, en el islote ese, ¿quién sabe? Pero… lo que no quiero es decidir por ti. No sé si me explico.


SAMUEL – Te explicas.


BÁRBARA – Sé que no es una decisión fácil. Yo misma no sabría que decir, si me la plantearan ahora mismo. Incluso siento que estoy siendo egoísta por…


SAMUEL – Gracias.


Bárbara se giró sorprendida hacia el joven negro.


BÁRBARA – Prométeme que lo pensarás. Aún es pronto… No… no hace falta siquiera que sea hoy.


SAMUEL – Me gustaría hablarlo con los demás.


BÁRBARA – Y lo harás. Es muy probable que acabemos haciendo una escala ahí, de cualquier manera… Nos ha resultado muy fácil a todos ignorarlo, en tanto en cuanto veníamos a buscarte, pero ahora… No tengo ni idea de qué va a pasar.


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Published on April 19, 2016 12:40