David Villahermosa's Blog, page 26

November 16, 2015

3×1002 – Tranquilos

1002


Comisaría de Bejor


15 de diciembre de 2008


MARION – ¿Cómo… cómo iba esto? Sí. Creo que era… ¿Sí? ¿Hola? ¿Me oyes?


BÁRBARA – ¿Marion?


MARION – ¿Sí? ¿Se me escucha? ¿Quién es?


BÁRBARA – Soy yo, Bárbara.


MARION – ¿Bárbara?


BÁRBARA – Sí. ¿Está Carlos por ahí?


MARION – Ah. Él está ahora los niños. Acaba de empezar su turno.


Habían arriesgado la vida sólo para tranquilizar a quienes estaban en la isla. A Marion parecía importarle bien poco. La profesora dejó pasar unos segundos, aguardando una respuesta algo más elocuente, aunque no demasiado sorprendida por la reacción de la hija del afamado presentador.


BÁRBARA – ¿Puedes decirle que venga?


MARION – ¿Dónde estás?


BÁRBARA – Estoy en Bejor. Con mi hermano, con Darío y con Gustavo. Olga está con mi sobrino, y Carla está en el barco, con Zoe.


MARION – ¿Ah sí? ¿Está la niña ahí también con vosotros? Carlos estaba muy preocupado.


BÁRBARA – ¿Puedes decirle que venga un momento? Nos vamos a ir enseguida, pero quedé que hablaría con él cuando llegásemos.


MARION – Sí, claro. No hay problema. Dame un minuto.


Todos escucharon con claridad, pese al bajo tono, la estática y al ruido del generador portátil, cómo Marion gritaba algo desde el ático de la profesora.


MARION – ¡Chris! ¡Ha llamado Bárbara! ¡Que ya han llegado! ¡Dile a Carlos que suba, corre!


No llegaron a oír la réplica del ex presidiario, pero en cuestión de un minuto escucharon tanto su voz como la del instalador de aires acondicionados, minuto en el que Marion no volvió a dirigirles la palabra.


CHRISTIAN – ¡Hola Bárbara! ¿Está Zoe ahí de verdad con vosotros?


BÁRBARA – Sí. La he dejado con Carla, en el barco. Está bien. No os preocupéis.


CARLOS – Vaya susto nos ha dado. Tú no sabes lo que llegó a llorar Ío. Las cosas no se hacen así.


BÁRBARA – Ya se lo dije yo, pero… para cuando descubrimos que se había colado, estábamos ya muy lejos.


CARLOS – Bueno. Si está contigo, yo ya me quedo más tranquilo. ¿Estáis todos bien, por eso?


BÁRBARA – Sí. Estoy en muy buena compañía. Estoy aquí con mi hermano, con Gustavo y con Darío.


DARÍO – ¿Qué tal, Carlos?


GUSTAVO – ¡Hola!


CARLOS – ¿Habéis tenido problemas por el camino? Esperábamos que llegaseis más pronto.


BÁRBARA – No. El viaje… ha sido muy tranquilo. Lo único que hemos echado en falta es algo más de viento, pero por lo demás… de lujo. Hasta hemos hecho amigos.


CARLOS – ¿Ah, sí? ¿Y eso?


BÁRBARA – Ya te contaré, cuando tengamos más tiempo. Nos hemos encontrado una gente muy maja.


CHRISTIAN – No te fíes de nadie, Bárbara.


BÁRBARA – No, no. Tranquilo. Antes tendrían que temer ellos de nosotros. La verdad es que son una gente encantadora.


CARLOS – ¿Pero están con vosotros?


BÁRBARA – No. Ellos… se han quedado ahí donde estaban. Ha sido poco más que un hola y adiós.


CARLOS – Bueno…


BÁRBARA – ¿Y… cómo están las cosas por ahí? ¿Todo bien desde que nos fuimos?


CHRISTIAN – ¿Que si estamos bien? Por aquí está todo de lujo, Bárbara. ¡Sólo faltáis vosotros!


Bárbara esbozó una sonrisa. Tener la certeza de que durante su ausencia Bayit no había sufrido ningún contratiempo, le hizo sustancialmente más tranquila.


BÁRBARA – ¿Y ese entusiasmo?


CARLOS – Chris, que anda muy contento últimamente.


CHRISTIAN – Hay una cosilla que os tengo que contar, pero prefiero que sea cuando volváis.


Bárbara cruzó una mirada cómplice con Darío. Ambos estaban pensando lo mismo.


BÁRBARA – No, si… ya me imagino yo por dónde va la cosa…


Todos escucharon un par de risitas al otro lado de la línea.


BÁRBARA – Tanto da. Ya nos lo explicaréis cuando volvamos. No os preocupéis demasiado si tardamos un poco más de la cuenta. Con el viento… nunca se sabe.


CARLOS – Eso no lo podré evitar. En cualquier caso, gracias por molestaros en llamar, sobre todo a vosotros dos, que acabáis de iros de ahí, como aquél que dice.


GUILLERMO – No tiene importancia.


CARLOS – Cuidad bien de Zoe. Ya me oirá cuando vuelva, ya.


BÁRBARA – De tu parte se lo voy a decir. Bueno, pues… lo dicho. Seguid tan bien como hasta ahora por ahí. Cuando estemos llegando os avisaremos con el walkie. Tened siempre uno enchufado para venir a buscarnos cuando lleguemos al puerto.


CARLOS – Eso por descontado.


BÁRBARA – Hasta luego.


CARLOS Y CHRISTIAN – ¡Adiós!


Bárbara cortó la comunicación. Durante ese breve período de tiempo había conseguido abstraerse de cuanto la rodeaba, pero de nuevo recordó a su sobrino, y recuperó el semblante sombrío que le había acompañado durante el trayecto a la comisaría. Estaba deseando reunirse de nuevo con él para averiguar hasta qué punto estaba afectado. Su hermano había sido muy escueto en su explicación: estaba más preocupado por que no le escucharan que por hacerle entender a su hermana la verdadera envergadura del problema que tenían entre manos.


La profesora se quedó pensativa unos segundos, con la mano sobre el micrófono ya inútil.


DARÍO – ¿Bueno, qué? ¿Vamos a llamar a tu amigo Samuel, no?


BÁRBARA – Sí. Claro.


Bárbara tragó saliva. Había aplazado hasta el límite el momento de pedirle a Darío ese sustancial cambio en la ruta de vuelta a casa. Inspiró profundamente, consciente de que se había quedado sin tiempo. Darío sonrió. Se le adelantó.


DARÍO – Tendremos que avisarle de que vamos a buscarlo.


La profesora se quedó boquiabierta, sorprendida por la revelación del viejo pescador. Gustavo sonrió abiertamente. Guillermo frunció ligeramente el ceño.


DARÍO – ¿Es que te sorprende? He venido hasta aquí para ayudaros a buscar a vuestros compañeros. No esperarías que le dejase a él ahí tirado.


Bárbara se llevó una mano a la boca. Sus ojos comenzaron a adquirir un brillo característico.


BÁRBARA – Joder, Darío. No sabes lo que me alegro de… ¿Y esto lo sabe Carla?


DARÍO – Fue una de las primeras cosas de las que hablamos antes de decirte que te acompañaríamos.


BÁRBARA – ¿Y por qué no me lo habíais dicho antes?


DARÍO – Estábamos esperando a que nos lo pidieras tú. ¿Por qué no lo has hecho? Yo no muerdo, ¿eh?


BÁRBARA – Yo… es que… me sabía mal pediros tantas cosas. Os habéis portado tan bien conmigo…


DARÍO – No te equivoques. Tú no nos pediste que te acompañáramos. Eso fue cosa nuestra. De hecho, ese es uno de los principales motivos por los que estoy aquí ahora. Eso y que… los infectados no saben nadar.


BÁRBARA – Muchas… muchísimas gracias, de verdad. Samuel se va poner como una moto cuando se entere.


La profesora abandonó su asiento, y abrazó al viejo pescador, ya sin molestarse en enmascarar su llanto. Darío le acarició la espalda, sin parar de sonreír, mientras Guillermo hojeaba una pequeña libreta que había sobre la mesa en busca de los dígitos que tenía que introducir en la radio para ponerse en contacto con Samuel.000


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Published on November 16, 2015 15:00

November 13, 2015

3×1001 – Arco

1001


De camino a la comisaría de Bejor


15 de diciembre de 2008


Bárbara ocupaba el asiento del copiloto. Su hermano iba al volante. Él era el único de los presentes que sabía conducir, y además el coche era de su propiedad. Lo conservaba desde mucho antes del inicio de la pandemia, y con él había hecho centenares de kilómetros tratando en vano de conseguir lo que su hermana acababa de hacer por mar.


El trayecto hacia la comisaría estaba siendo excepcionalmente tranquilo. Bárbara, consciente del volumen de infectados que podían llegar a acumularse en un entorno urbano, temía que pudieran tener problemas. Estaba preparada para afrontarlos: las prácticas de tiro continuadas y su perpetuo desafío a la muerte le habían hecho perder el miedo. No obstante, temía por su hermano. Después de luchar tanto por reunirse con él, jamás se perdonaría perderlo por un descuido.


En los asientos traseros se encontraban Darío y Gustavo. Charlaban distendidamente sobre lo que encontrarían una vez llegasen a Nefesh. El muchacho no paraba de hacerle preguntas y estaba emocionadísimo con todo cuanto le contaba el viejo pescador: un barrio entero para ellos solos, libre del yugo de los infectados, con abundante alimento y agua potable. Después de la precaria vida que había tenido las última semanas en compañía de su hermana y de los dos Guillermos, se le antojaba como un sueño inalcanzable hecho realidad. No obstante, siempre tenía un ojo puesto en cuanto les rodeaba, dispuesto a echar mano de una flecha si las cosas se ponían feas.


La ciudad estaba patas arriba. El volumen de cadáveres medio devorados secándose al sol era mucho mayor que el de cualquier otro de los lugares por los que Bárbara había pasado los últimos meses. La profesora sintió la tentación de amontonarlos en un lugar apartado e incinerarlos, como había hecho tantas ocasiones en Nefesh, por miedo a que su putrefacción acabase haciendo la ciudad inhabitable. Pero ello hubiera resultado absurdo. Ese mismo día partirían de Bejor para no volver jamás. Ese no era su problema.


Guillermo conocía muy bien las calles. Lo que en apariencia era un trayecto errático en una especie de zigzag en el que en ocasiones incluso se alejaban del destino, respondía a un conocimiento profundo de qué calles estaban cortadas, o de las zonas calientes por las que no les convenía pasar. Resultaba evidente que no era la primera vez que hacían ese trayecto. En un momento dado, Guillermo cortó abruptamente la conversación que mantenían el joven arquero y Darío, dejando a éste último con la palabra en la boca.


GUILLERMO – Agarraos bien.


Todos llevaban puesto el cinturón de seguridad. No obstante, tuvieron que aferrarse con fuerza a los asientos y las asideras de las puertas para mantenerse erguidos. Guillermo dio un violento volantazo a la derecha, virando noventa grados el rumbo que llevaban, para acto seguido acelerar a conciencia. Bárbara no se había percatado del motivo, pero enseguida vio por el retrovisor a una pareja de infectados corriendo en su dirección. No tardaron en perderles de vista, y tras cruzar un parque y pasar bajo una vía elevada, todo volvió a la normalidad. En menos de un minuto llegaron a su destino.


A Bárbara se le antojó un viaje largo, aunque en realidad apenas habían pasado algo más de cinco minutos desde que se despidieran de Olga. Guillermo estacionó en mitad de una pequeña glorieta que tenía un montículo de tierra cubierto de césped que se elevaba un metro y medio sobre la rasante de la calzada. Era el lugar más eficiente para otear los alrededores antes de dar el siguiente paso.


Tras las pertinentes recomendaciones de seguridad y la enésima explicación del funcionamiento de las armas que acarreaban los inexpertos Darío y Guillermo, finalmente abandonaron el vehículo. Gustavo fue el primero en hacerlo, y Bárbara se sorprendió al ver cómo, aún con la puerta abierta, se llevaba la mano derecha al carcaj y preparaba una flecha. Fue increíblemente rápido. En menos de cinco segundos, la flecha desapareció de la vista de la profesora. Ella siguió con la mirada su trayectoria, pero sólo alcanzó a ver una sombra desplomándose en la distancia, entre los matorrales de una rambla ajardinada con viviendas recientes de protección oficial a ambos lados.


GUSTAVO – Quedaos aquí. Voy a por la flecha.


Gustavo sacó otra flecha del carcaj y puso rumbo a su víctima. Bárbara echó un vistazo a su hermano, que hurgaba en el maletero del Audi, y se apresuró a seguir el paso del chaval.


BÁRBARA – ¡Te acompaño!


El joven arquero se giró y frunció ligeramente el ceño, pero no dijo nada. Enseguida llegaron a su destino. A duras penas tuvieron que caminar poco más de cien metros. La profesora contempló fascinada cómo el chico arrancaba la flecha del cuerpo sin vida del infectado. Cómo había conseguido efectuar un tiro tan certero, atinando en el mero centro del cuello a un blanco en movimiento y a semejante distancia, era algo que se le escapaba. El chico observó la flecha atentamente, y concluyó que aún podría seguir dándole uso. Luego aprovechó las hojas del matorral sobre el que descansaba el cuerpo del infectado para limpiarla de sangre, y la introdujo de nuevo en el carcaj.


Cuando llegaron de vuelta junto al vehículo, Guillermo sostenía en la mano derecha una garrafa de plástico rojo, que a juzgar por su postura, parecía bastante pesada. Prácticamente sin mediar palabra, pusieron rumbo a la comisaría.


El edificio era relativamente reciente; no tendría más de diez años. Todo cuanto se podía ver era una monolítica fachada de bloques prefabricados de hormigón, con aberturas minúsculas e idénticas, tras las que se veían pequeñas ventanas ocultas tras unos gruesos barrotes. La profesora se percató de que una de aquellas aberturas de la planta primera carecía de barrotes. Ahí fue hacia donde se dirigieron. Pese a que en ese punto el edificio estaba parcialmente soterrado, dada la pendiente de la calle, la altura resultaba excesiva para alcanzar la ventana. Gustavo se encargó de solucionar ese problema limitándose a acercar a la fachada un gran contenedor de basura de color verde al que él mismo trepó acto seguido.


Guillermo fue el siguiente en subir, tras entregarle la garrafa al chico. Luego trepó Darío, seguido de Bárbara. Para entonces Gustavo ya se encontraba en el interior de la comisaría.


GUILLERMO – Cuidado no os cortéis, que esto es como la hoja de una navaja.


Darío cruzó la abertura, esquivando hábilmente los barrotes serrados cuyos extremos estaban increíblemente afilados. Bárbara le imitó, y ya estaba prácticamente dentro cuando su hermano la sujetó por las axilas y trató de ayudarla a entrar. En el último momento se enganchó la pernera de los tejanos en una de aquellas barras burdamente cortadas, y la tela se desgarró. Por fortuna no llegó a cortarse la piel.


Lo primero que vio la profesora al entrar fueron tres urinarios colgados de la pared. Habían accedido por el lavabo de hombres. Ahí la luz era escasa. Bárbara caminó hacia la zona donde se encontraban los lavamanos y miró con inquietud las puertas cerradas de los lavabos. Al salir, le sorprendió ver un montón ingente de muebles taponando la escalera que comunicaba con la planta baja. Se limitó a seguir a su hermano, con Darío pisándole los talones. Pasaron de largo junto a un generador portátil del que emergía un cable negro en tensión que parecía marcar la dirección a seguir. Eso fue lo que hicieron, mientras Guillermo vertía el contenido de la garrafa en su depósito, y uno a uno entraron a una pequeña sala con un montón de archivadores en la pared frontal, un par de escritorios y una gran mesa en la que se encontraba la estación de radio. Alrededor de la mesa de la radio había tres sillas. Gustavo emergió de la puerta de aquella oficina con una cuarta.


GUSTAVO – Tomad asiento.


Guillermo sacó una linterna de su mochila, la encendió y la colocó con delicadeza sobre uno de los archivadores, enfocando hacia la radio. Acto seguido cerró la ventana y bajó con cuidado la persiana. El investigador biomédico salió un momento de la sala, y enseguida comenzó a sonar un ruido bastante molesto. Prácticamente al instante, la estación de radio recobró la vida. Guillermo entró de nuevo, cerró la puerta, tanto como se lo permitió el cable, y tomó asiento en la cuarta silla.


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Published on November 13, 2015 15:00

November 9, 2015

3×1000 – Sanos

1000


Cubierta del velero Nueva Esperanza


15 de diciembre de 2008


ZOE – ¿Qué te pasa, Bárbara?


La profesora, que hasta el momento había estado abstraída de cuanto la rodeaba con la mirada perdida en el horizonte marino, sin poder parar de darle vueltas a la revelación de la que acababa de ser testigo, se giró hacia la pequeña de la cinta violeta en la muñeca. Forzó una sonrisa, tratando de mostrarse afable.


BÁRBARA – Nada. De verdad. Está todo bien, cariño.


Bárbara acarició el pelo rojizo de la niña, a la que no había convencido en absoluto con su repuesta. Zoe creía conocerla lo suficiente para saber que había algo que no andaba bien, pese a que el relato que le había ofrecido no podía ser más halagüeño: habían encontrado a los cuatro sanos y salvos, en breve se reunirían todos y volverían a Nefesh de una pieza, tal como habían planeado.


La profesora y Guillermo habían dejado al sobrino de ésta metido en aquél minúsculo habitáculo, a oscuras, tras una corta conversación entre cuchicheos que sin duda retomarían tan pronto tuvieran ocasión de charlar con total libertad, sin miedo a ser escuchados. Sólo ellos dos conocían la verdadera identidad del investigador biomédico, así como el motivo de la peculiar actitud de Guille, y ambos hermanos tenían el firme propósito de que eso se mantuviera así indefinidamente. De lo contrario, podrían tener serios problemas. Bárbara tenía mil preguntas que hacerle, y aún tardaría mucho en procesar cuanto acababa de presenciar.


Tras reencontrarse con Carla, Olga y Gustavo en el vestíbulo de la escuela de náutica, acordaron que antes de partir de la península, deberían avisar a Carlos y compañía de que habían llegado sanos y salvos, y de que Zoe estaba con ellos. Gustavo se ofreció a acompañarles. A Bárbara le sorprendió que su hermana no se opusiera a ello. Él era un excelente tirador, y se había demostrado excepcionalmente útil como protector del pequeño grupo al que pertenecía haciendo uso del arco y las flechas desde la última vez que se vieron.


Antes de partir a la comisaría donde se encontraba la estación de radio, Bárbara prefirió avisar a Darío y a Zoe de que todo andaba bien, para evitar que el viejo pescador, temeroso de que su nieta se encontrase en apuros, se acercase a buscarles. El velero era un bien demasiado preciado para dejarlo al alcance de cualquier superviviente desesperado. Guillermo también quiso acompañarlas, pues quería agradecer en persona a Darío que hubiese venido a recatarles. Eso fue lo que hicieron, dejando a los otros dos hermanos y al joven Guille a salvo en la escuela de náutica.


En ese momento estaban en la cubierta del velero los cinco. El viejo pescador y su nieta habían estado charlando entre sí desde el primer momento, pero ahora la conversación se había vuelto algo más acalorada. Los demás se giraron hacia ellos, curiosos por el desarrollo de la misma.


DARÍO – Te he dicho que voy, y no hay más que hablar. Además, que está Bárbara, no me va a pasar nada.


CARLA – Pero si sólo van a avisar a Carlos y vuelven. Será un momento.


DARÍO – Mira, con más razón.


Carla bufó, irritada. Su abuelo se había demostrado tan dócil la vez anterior, hacía cerca de una hora, cuando mantuvieron esa misma discusión, que no era capaz de comprender el motivo de ese repentino cambio de actitud. No quería que corriese el menor peligro, pero el viejo pescador no estaba dispuesto a dar su brazo a torcer.


CARLA – Coge un arma por lo menos. Y abrígate bien, que se está levantando mucho viento.


DARÍO – Que sí, pesada. Te pareces a tu abuela.


Carla alzó el dedo índice en el aire, dispuesta a ofrecerle una réplica mordaz al viejo pescador, pero en vez de eso lo que hizo fue soltar una carcajada. Era incapaz de enfadarse con él: le idolatraba. La voz de Guillermo les abstrajo de su conversación.


GUILLERMO – Bueno, ¿nos vamos?


Bárbara respondió afirmativamente, al igual que Carla y que su abuelo. Zoe se mantuvo en silencio. Guillermo estaba algo intranquilo. Quería abandonar la península cuanto antes. Los demás hacía demasiado tiempo que no veían a un solo infectado, y les costó empatizar con su punto de vista. La profesora se dirigió de nuevo a la más pequeña del grupo.


BÁRBARA – Volveremos de aquí un rato, cuando hayamos avisado a los de la isla de que hemos llegado y que estamos todos bien. Luego sólo tendremos que hacer un par de viajes para subir al barco lo que ellos tienen ahí en la escuela, y… nos vamos. Tú espérame aquí, no tardaremos mucho, ¿vale, cariño?


Zoe asintió, concienciada de su papel. A la profesora le sorprendió el hecho que no implorase de nuevo que la dejasen acompañarles, pero prefirió no hacer ningún comentario al respecto. La niña la había encontrado muy distinta a la Bárbara temerosa e ilusionada que había partido hacia la península en el bote rojo hacía tan poco tiempo, y aún no sabía muy bien cómo reaccionar.


Después de menos de cinco minutos a bordo, Bárbara, su hermano, y en esta ocasión Darío, subieron de vuelta al bote rojo de camino al puerto deportivo de Bejor. Carla y Zoe tendrían que aguardar su vuelta en Nueva Esperanza. Ambas les vieron alejarse de nuevo hasta perderles prácticamente de vista, pues habían anclado el velero a una distancia más que generosa de la costa.


Olga y Gustavo les estaban esperando frente a la entrada de la escuela de náutica. Bárbara presentó a Darío a los dos hermanos, e intercambiaron besos y deseos de suerte. En esta ocasión hicieron uso del bote para llegar al otro extremo del paseo interrumpido, donde les esperaba el vehículo de alta gama de Guillermo. Todos, a excepción de Olga, que se quedaría a cargo del pequeño Guille en la escuela de náutica, trasladando al vestíbulo todos los bienes y el poco alimento que aún conservaban, pusieron rumbo al centro de Bejor.


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Published on November 09, 2015 15:00

November 6, 2015

3×999 – Sobrino

999


Escuela de náutica, puerto deportivo de Bejor


15 de diciembre de 2008


Bárbara seguía en silencio a su hermano por aquél interminable pasillo con las puertas cerradas de las aulas a ambos lados. Sólo rompían el silencio sus pisadas y el rumor de voces que provenía de las escaleras.


Habían subido dos pisos y llegado al extremo más alejado del pasillo más largo de esa última planta. A la profesora le sorprendió el hecho de que a medida que se acercaban, cada vez hubiera más oscuridad. Las persianas de las aulas del inicio de ese largo pasillo estaban subidas hasta arriba, y la intensa luz matutina se filtraba a través del cristal de las puertas, pero a medida que avanzaban, las siguientes estaban bajadas, y al final del pasillo reinaba una penumbra en cierto modo inquietante. De no ir acompañada por su hermano, que parecía excepcionalmente tranquilo, Bárbara haría ya mucho que hubiese empuñado su arma.


GUILLERMO – ¿Ves bien?


Bárbara hizo un gesto afirmativo. Él mismo no parecía tener ningún tipo de complicación para orientarse, pese a la escasez de luz. Se dio media vuelta y siguió hasta el final del pasillo. Se acercó a una puerta algo más pequeña que el resto, ciega, y posó su mano sobre el viejo pomo dorado.


GUILLERMO – Está aquí dentro. No hagas mucho ruido, ¿vale? A estas horas… debe estar durmiendo.


La profesora asintió con la cabeza, sin abrir la boca. Guillermo giró el pomo y empujó la puerta con suavidad. Al otro lado se escuchó un arrastrar de pies y un quejido lastimero. El investigador biomédico abrió la puerta noventa grados, hasta que el pomo chocó contra la pared interior, echó un rápido vistazo a su hermana, y se dirigió a su hijo.


GUILLERMO – Guille, cariño. Ha venido la tita Bárbara a verte.


La profesora escuchó un vago gemido, algo parecido a una pregunta sin palabras. Guillermo entró en aquella habitación y le hizo un gesto con la mano a su hermana para que le imitase.


GUILLERMO – Pasa. Pero no hagas movimientos bruscos ni levantes mucho la voz, que se puede asustar.


Bárbara no comprendía nada. En ese momento se dio cuenta de que ya no estaba nerviosa. Su principal temor, desde el primer momento, fue el de que Guille hubiera muerto, y que su hermano le hubiese ofrecido una mentira piadosa para no preocuparla durante el viaje. Pero resultaba evidente que había errado en su pronóstico. La profesora respiró hondo y dio un paso al frente.


Se trataba de una estancia muy pequeña, de apenas dos metros cuadrados. Pese a que estaba vacía, a excepción de una gruesa manta de lana que yacía desparramada en el suelo y un par de baldas igualmente vacías burdamente ancladas a la pared lateral, el olor que reinaba en su interior delataba que había sido un almacén de productos de limpieza. La profesora no alcanzaba a comprender por qué diablos Guille se había encerrado ahí, en una habitación tan pequeña, sin luz natural ni artificial, ni ningún tipo de ventilación.


El niño estaba de pie, de espaldas a la pared, en el extremo opuesto al de la puerta por donde habían entrado sus familiares. Llevaba puesta una sudadera negra, con grandes letras blancas que escribían el nombre de una célebre universidad de Estados Unidos. Llevaba puesta la capucha de la sudadera, y estaba tan encorvado que Bárbara fue incapaz de ver su cara más allá del mentón. Guillermo se acercó a él y le sujetó por los hombros, tratando de erguirlo.


GUILLERMO – Ponte bien, haz el favor.


El niño se dejó hacer. Su padre le hizo sacar pecho y le quitó la capucha. Fue entonces cuando la profesora comprendió el motivo de tanto secretismo. Pese a que Guille tenía la cabeza gacha y que la oscuridad ahí dentro era muy acusada, Bárbara distinguió claramente que algo no andaba bien en su mirada. La profesora hizo una corta aspiración, justo antes de llevarse una mano a la boca. Guille se giró a toda prisa hacia ella, agachando la cabeza entre los hombros, y repitió aquél característico gemido con el que les había dado la bienvenida. Guillermo se giró hacia su hermana, con una expresión apesadumbrada en el rostro. Bárbara le miró inquisitivamente, ofendida, asustada y entristecida a un tiempo.


BÁRBARA – ¿Está infectado?


Guillermo tragó saliva y suspiró largamente. Había ensayado esa conversación en su cabeza infinidad de veces, contemplando una y mil réplicas por parte de Bárbara, pero a la hora de la verdad, se había quedado en blanco.


GUILLERMO – ¡No! Bueno… Sí… pero… no como nosotros dos. Él…


BÁRBARA – ¡¿Tú también…?! ¿Y cómo sabes que yo…?


Bárbara no comprendía nada. Estaba teniendo serios problemas para procesar tal cantidad de información en tan corto período de tiempo. Guille, al escucharles levantar el tono de voz, empezó a ponerse nervioso y se acurrucó en el suelo, con la cabeza gacha. Se abrazó las piernas, hecho un ovillo. Guillermo se arrodilló frente a él y le acarició el hombro, tratando de tranquilizarlo.


GUILLERMO – Está bien… Está bien… No pasa nada, cariño.


La profesora dio un paso atrás, superada por el desarrollo de los acontecimientos. Cualquier otro infectado hubiese intentado atacarles, hubiese gritado, o al menos hubiese tratado de salir corriendo al sentirse acorralado. La reacción de Guille no tenía el menor sentido para ella.


BÁRBARA – ¿Está sedado, le has…?


Guillermo se levantó, y la acompañó fuera de aquél minúsculo habitáculo. Entrecerró la puerta, para evitar que Guille se pusiera aún más nervioso. Comenzó a hablar con su hermana, pero lo hizo en un tono excepcionalmente bajo, temeroso de que cualquiera de sus compañeros pudiese oírle.


GUILLERMO – Guille está bien. Está perfectamente sano, no le pasa nada. Sólo que…


BÁRBARA – ¿Pero está infectado o no?


Guillermo miró hacia el fondo del pasillo, por encima del hombro de Bárbara.


GUILLERMO – No es tan sencillo. No es… no es como los demás infectados. Nunca ha atacado a nadie. Es súper tranquilo, y… se ha vuelto muy tímido. Ahora él… se está adaptando al cambio. Supongo que de aquí a un tiempo… empezará a coger más confianza… De cara a Olga y a… su hermano, yo… les he dicho que está traumatizado por todo lo que ha pasado, cuando perdió a su madre y a su hermana, que nunca llegó a recuperarse, y que por eso se comporta así. En cierto modo… tampoco estoy engañando a nadie.


BÁRBARA – ¿Pero… pero entonces…? No… No entiendo nada.


Pese a que ella hablaba con un tono de voz normal, él seguía haciéndolo en voz muy baja, cada vez más baja, y además parecía bastante incómodo por el hecho que ella no le imitase, pese a que no le instaba a bajar el tono.


GUILLERMO – Ya te lo explicaré mejor cuando… cuando estemos solos. No quiero que nadie nos oiga. Ahora… lo que necesito es que estés conmigo en esto, porque si no, no nos van a dejar llevárnoslo.


BÁRBARA – Pero… ¿Por qué no me has contado esto antes?


GUILLERMO – No podía. No por la radio. ¿No lo entiendes?


Bárbara no pudo aguantar más y estalló en llanto. Golpeó el pecho de su hermano, superada por la situación. Al otro lado de la puerta, los gimoteos nerviosos de Guille se intensificaron.


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Published on November 06, 2015 15:00

November 2, 2015

3×998 – Asunto

998


Escuela de náutica, puerto deportivo de Bejor


15 de diciembre de 2008


Carla fue la última en cruzar el umbral de aquella pesada puerta. Olga se encargó de cerrarla a conciencia, mientras su hermano acomodaba el pesado tablón frente a unos viejos asientos de plástico anclados a la pared. Todo parecía formar parte de una rutina a la que ya estaba más que acostumbrado. Bárbara y Guillermo conversaban en voz baja frente a la recepción. Él gesticulaba mucho, y ella no hacía más que asentir, sin parar de girar su anillo de pedida. La reverberación de la estancia era tan acusada que apenas se les entendía. Lo que la veinteañera sí reconoció fue el gesto que le hizo Guillermo a su hermana para que le acompañase al piso superior.


Ambos se dirigieron hacia las escaleras que comunicaban con la primera planta. Carla se disponía a seguirles cuando sintió cómo alguien la sujetaba del antebrazo. Al girarse vio a Olga a su lado, haciendo un gesto negativo con la cabeza. Carla frunció ligeramente el ceño, aún sin perder la sonrisa del rostro. Bárbara le aguantó la mirada un instante, para acto seguido acompañar a su hermano escaleras arriba. Tenía una expresión mucho más seria de lo que la situación parecía demandar.


CARLA – Será mejor que nosotros nos quedemos aquí abajo.


Olga asintió vagamente, en cierto modo extrañada, y volvió a mirar hacia las escaleras. Bárbara y su hermano desaparecieron de su vista al tomar el segundo tramo. La veinteañera alzó los hombros, sin darle mayor importancia, se dirigió hacia los asientos de plástico y se sentó en el que tenía más próximo. Gustavo escrutaba el puerto deportivo a través de una de las ventanas que había junto a las puertas de entrada. Pese a que no habían encontrado el menor signo de hostilidad desde que salieran de la escuela de náutica hacía poco más de una hora, no estaba dispuesto a bajar la guardia. Había dejado el arco y el carcaj con las flechas sobre el mostrador de recepción. A Carla le llamó la atención su actitud. Pese a su corta edad, parecía muy concienciado de su papel de guardián. Olga, sin embargo, parecía mucho más tranquila: resultaba evidente que para ella ese lugar era seguro. La joven de los pendientes de perla se sentó junto a Carla, en actitud amistosa.


OLGA – ¿Está Zoe con tu abuelo en el barco?


CARLA – ¿Eh? Ah. ¡Sí! Sí, sí. Se vino con nosotros. Se… se coló en el barco antes de que nos fuéramos, y la descubrimos esa misma noche. Está… está bien. ¿Cómo sabes tú eso?


OLGA – Nos lo contó Carlos.


CARLA – ¡Ah! Claro…


OLGA – En Nefesh están bastante preocupados por ella.


CARLA – Pero… Zoe nos dijo que había avisado a Ío, a otra de las chicas que hay ahí en la isla, para que les dijese que se había venido con nosotros.


OLGA – Sí, sí. A la chica sorda. Aún así… Bueno. Ahora ya… da igual. De todas maneras, tendremos que avisarles antes de irnos, para que se queden tranquilos. Hace ya más de una semana que os fuisteis.


Carla asintió con vaguedad. Olga se levantó y se acercó a su hermano, que había colocado una pesada bolsa de deporte sobre el mostrador de recepción. La joven del pelo multicolor se acercó a ellos, a tiempo de descubrir su contenido. Había más de dos docenas de mecheros, dos garrafas de aceite de girasol y un buen puñado de botellines de cerveza y un generoso surtido de refrescos.


CARLA – ¿Habéis salido a buscar comida?


OLGA – No… Bueno… Venimos de la comisaría, de hablar con Carlos y con Chris. Pensábamos que llegaríais antes, y fuimos a preguntarles si ellos sabían algo. Guillermo estaba que se subía por las paredes, y esta mañana ya no ha podido aguantar más y hemos tenido que ir otra vez. Y de camino a aquí, de vuelta, para aprovechar el viaje… pasamos por delante un bar que tenía la persiana mal cerrada, y entramos. No encontramos gran cosa, bueno, ya lo estás viendo, pero… andamos bastante escasos de comida, y… todo suma. Por esta zona está todo más que saqueado.


CARLA – Por eso ya no os tendréis que volver a preocupar. En el barco tenemos de todo. Entre lo que trajimos de Nefesh y lo que hemos ido pescando por el camino… tenemos comida para parar un tren.


Olga sonrió, satisfecha al escuchar las palabras de la veinteañera. La escasez de alimento y sobre todo de bebida, habían sido los principales problemas con los que habían tenido que lidiar la última temporada, a medida que las reservas de las que disponían iban menguando. Saberse liberados de ese gran lastre, supondría una mejora sustancial de su calidad de vida.


GUSTAVO – ¿Hay chocolate?


CARLA – Sí. Tenemos algunas tabletas, y chocolatinas de esas que tienen caramelo por dentro. Zoe trajo bastantes.


Gustavo sonrió abiertamente. Su hermana puso los ojos en blanco, esbozando una sonrisa. Había madurado mucho los últimos dos meses, pero no por ello dejaba de ser un niño.


CARLA – ¿Y ya os fiáis de dejar aquí al chaval solo?


Ambos hermanos se miraron, y luego la miraron a ella.


OLGA – Hombre… está mejor aquí. Ahí fuera… podría pasarle cualquier cosa.


CARLA – ¿Pero… qué edad tiene él?


La joven de los pendientes de perla se dirigió a su hermano.


OLGA – ¿Cuántos años tendrá Guille?


GUSTAVO – No sé… siete u ocho.


OLGA – Sí… por ahí. La edad de Zoe, más o menos.


CARLA – Zoe tiene diez.


OLGA – ¿Sí? Pues… No sé… no deben de llevarse mucho.


Debido al silencio que imperaba en la escuela y a lo aislados que se encontraban del exterior, los llantos de Bárbara les llegaron con una claridad cristalina, reverberando escaleras abajo. Carla frunció de nuevo el ceño.


CARLA – ¿Qué está pasando ahí arriba?


Olga respiró hondo. Gustavo se rascó la coronilla.


OLGA – Es que… el niño no está… no está del todo bien.


CARLA – ¿Pero qué le pasa?


OLGA – No lo sé. Nadie lo sabe.


El ruido de los gimoteos de Bárbara se escuchó con mayor claridad.


CARLA – No entiendo nada.


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Published on November 02, 2015 15:00

October 30, 2015

3×997 – Hermanos

XIX. HERMANOS



Secretos inconfesables




997


Puerto deportivo de Bejor


15 de diciembre de 2008


Guillermo sujetó a su hermana por los hombros, mostrando una radiante sonrisa de oreja a oreja. El reencuentro le había cogido con la guardia baja, y aún le costaría asumir que, después de tantísimo tiempo buscándola, por fin había dado con ella. Bárbara respiró hondo, tratando de recuperar la compostura. El corazón le latía a toda velocidad en el pecho. Su hermano había estado abrazándola tan fuerte que incluso le había cortado la respiración. Fueron tantas las veces que soñó con ese momento, que se sentía totalmente fuera de lugar. No cabía en sí de gozo.


La profesora dio un paso atrás y observó a su hermano de arriba abajo. Había perdido mucho peso, mucho pelo, y lucía una barba desarreglada que le restaba años, pese a que empezaba a canear por los lados. La riñonera roja que rodeaba su cintura, justo por debajo de la chaqueta, le daba un aspecto ridículo, pero estaba de una pieza. Se prometió que jamás volvería a alejarse de su lado. Pasara lo que pasara.


GUILLERMO – ¿Qué te has hecho en el pelo, Barbie?


Bárbara frunció el ceño, sorprendida por la pregunta. Entonces cayó en la cuenta de que ella también ofrecía un aspecto muy distinto al de la última vez que se vieron, frente a aquella comisaría en Sheol. Ella siempre había lucido una larga melena rubia, y su corte de pelo actual, que le dotaba de un aspecto al mismo tiempo más moderno y andrógino, debía ser cuanto menos chocante para él.


BÁRBARA – ¡El que fue a hablar!


El investigador biomédico esbozó una sonrisa. A su hermana le brillaban los ojos y no podía parar de sonreír.


GUILLERMO – Ya estábamos empezando a preocuparnos. Habéis tardado mucho en llegar. ¿Todo… Ha ido todo bien?


BÁRBARA – ¡Sí! Hemos tardado más porque nos hemos obligados a usar sólo las velas, para ahorrar combustible, pero… el viaje ha sido una gozada. Ha ido mucho mejor de lo que yo pensaba.


Guillermo hizo un gesto afirmativo agitando la cabeza de arriba abajo. Ambos se giraron al escuchar una voz juvenil a su lado. Hasta el momento habían estado tan absortos el uno en el otro que se habían olvidado de todo cuanto les rodeaba, incluso del hecho que estaban en plena calle en una ciudad llena de infectados.


GUSTAVO – ¡Hola Bárbara!


La profesora sintió un agradable cosquilleo en el estómago al ver a los dos hermanos aproximándose. Olga se había recogido el pelo en una trenza lateral, y seguía luciendo sus característicos pendientes blancos en forma de perla. Gustavo parecía en cierto modo distinto, incluso hubiera podido jurar que era algo más alto. Él también se había cortado el pelo, aunque no por ello dejaban de intuirse sus característicos rizos morenos. Tenía una cicatriz reciente en la mejilla y sostenía en su mano derecha un enorme arco olímpico. Por encima de su hombro se intuían al menos una docena de largas flechas que sobresalían de un carcaj de cuero negro. Ambos iban bien abrigados de pies a cabeza, tal como el clima, cada vez más frío, exigía.


Bárbara se acercó a ellos. Les besó con entusiasmo y les abrazó, agradeciéndoles que hubiesen cuidado tan bien de Guillermo. Carla les observaba desde el otro extremo del interrumpido paseo. Bárbara la presentó alzando la voz, y la veinteañera les saludó agitando un brazo desde su orilla, presentándose a voz en grito, mucho más tranquila al ver a la profesora tan animada. Fue en ese momento cuando Bárbara cayó en la cuenta de que Guille no estaba con ellos, y le dio un vuelco al corazón. Dio un paso al lado, escrutando con ansiedad el lujoso vehículo en el que habían llegado los demás. Tres de las puertas estaban abiertas, pero no había rastro de un cuarto pasajero. Bárbara tenía muy buena vista, antes incluso de resultar infectada: Guille no estaba ahí, a no ser que le hubiesen metido en el maletero, lo cual no tenía el menor sentido.


BÁRBARA – ¿Y Guille? ¿¡Dónde está!?


La sonrisa que lucía su hermano se esfumó repentinamente. El investigador biomédico tragó saliva. La profesora tuvo de nuevo un mal presentimiento.


GUILLERMO – Tranquila, Bárbara. Guille está… bien. Está ahí, en la escuela de náutica.


Bárbara se giró hacia aquél monolítico edificio azul y blanco, pero enseguida se centró de nuevo en su hermano. Le temblaba la mandíbula, y sus ojos habían vuelto a adquirir aquél característico brillo previo al llanto.


BÁRBARA – No. No puede ser. Me he pasado por lo menos diez minutos gritando aquí delante. Nos habría oído. Habría… habría dicho algo. ¿Cuánto tiempo hace que os fuisteis vosotros?


GUILLERMO – Eso no tiene importancia. Él está dentro. Te lo digo yo.


La profesora frunció el ceño, irritada.


BÁRBARA – ¿Cómo estás tan seguro?


GUILLERMO – Está ahí, Bárbara. Confía en mí.


Bárbara miró alternativamente a Olga y a Gustavo. Ellos también habían perdido la sonrisa. Ahí había algo que no encajaba.


BÁRBARA – ¿Qué es lo que está pasando aquí?


GUILLERMO – Vamos con tu amiga al otro lado. Déjame… déjame que acerque el coche. Será sólo un momento.


BÁRBARA – Pero…


Bárbara observó cómo su hermano se alejaba de vuelta al coche cuyo motor había dejado en funcionamiento, dejándola con la palabra en la boca. De nuevo se dirigió a los dos hermanos.


BÁRBARA – Decidme la verdad. ¿Está mi sobrino ahí? ¿Está bien?


OLGA – Guille está ahí. Ahora… ahora vamos con él, y… le podrás ver tú misma. No te preocupes, de verdad.


Sin embargo, ya era tarde para eso. La profesora comenzó a girar nerviosamente su anillo de pedida.


Su hermano no tardó en aparcar el Audi junto a aquél enorme agujero, y entre los cuatro bajaron de la baca aquella pesada tabla de madera. Con toda seguridad la habían llevado consigo para evitar que cualquiera que la viese tuviese la tentación de acceder a la escuela de náutica. Eso tendría sentido, si lo que pretendían era salvaguardar la seguridad de Guille, pero de todos modos, Bárbara no estaría tranquila hasta que le viese con sus propios ojos.


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Published on October 30, 2015 16:00

September 22, 2015

3×996 – Implícito

996



Cementerio de Sheol


30 de agosto de 2008


La asistencia fue realmente escasa, más aún para un personaje de semejante importancia mediática. Guillermo así lo había querido, y de todos modos, un par de medios nacionales se habían acercado para cubrir el evento, pese a que él tan solo había informado de la mala nueva a un número muy reducido de personas, entre las que únicamente se encontraban familiares, amigos de la familia y compañeros de trabajo. Por fortuna, todos los periodistas esperaban pacientemente fuera del cementerio, bajo aquél sol de justicia, a que los invitados ofreciesen el último adiós a José y el pésame a sus dos únicos herederos.


Guillermo y Bárbara estaban hombro contra hombro. José ya descansaba junto a su esposa, en el nicho que había pertenecido a la familia de éste desde hacía más de un siglo. Ambos hermanos habían mantenido uno aunque intenso intercambio de opiniones sobre el método elegido para su entierro. Ella recordaba vívidamente la insistencia que siempre había mostrado José sobre su voluntad de ser incinerado. La recordaba precisamente porque ella discrepaba con tal idea, que se le antojaba algo macabra, y por ello habían discutido al menos un par de veces. De ahí su sorpresa al ver que finalmente su destino había sido otro. Guillermo le aseguró que José había cambiado de parecer durante la última etapa de su vida, y como en ese período padre e hija no se dirigían la palabra, al final Bárbara no tuvo otra alternativa que creerle, aunque no acabó muy convencida.


El sepelio se llevó a cabo con la solemnidad requerida, algún que otro llanto y mucho calor, el peor compañero de la vestimenta negra que lucían todos y cada uno de los asistentes. Tan pronto finalizó el acto religioso, los visitantes fueron abandonando el lugar, no sin antes mostrarles sus condolencias a los dos abatidos hermanos. Bárbara estaba especialmente afectada, pues se sentía responsable de todo cuanto había ocurrido, por más que Guillermo le hubiese repetido una y mil veces que se trató tan solo de un desafortunado accidente. Aún estaba muy afectada por el fallecimiento de su prometido, y éste duro golpe, pese al trato tan frío que había mantenido con José los últimos tiempos, estaba amenazando con quebrar definitivamente su maltrecha estabilidad emocional.


Pronto se quedaron prácticamente a solas, ignorantes de cuál debía ser el siguiente paso a dar, y temerosos de encontrarse con las tediosas cámaras y micrófonos de los sedientos periodistas de la prensa amarilla que habían venido a cubrir el fallecimiento del hombre más ilustre que había dado el país, sino el mundo entero, creador de la vacuna que había evitado la muerte de cientos de miles de personas alrededor del globo. Bárbara sorbió los mocos por enésima vez, y tocó con la palma de la mano abierta el granito tras el que se encontraba el cuerpo de su padre, ataviado con aquél elegante smoking negro, camisa blanca de fina seda y una corbata hábilmente anudada al cuello. El tanatopractor había hecho un trabajo excelente, pero había sido incapaz de ocultar la fea cicatriz que le recorría el cuello y parte de la cara. Pero nada de ello tenía ya importancia, pues José no debía abandonar el ataúd en toda la eternidad.


BÁRBARA – Ojalá…


Guillermo se giró hacia ella y se la quedó mirando. Hasta el momento su mente había estado a años luz de ahí. Le costó volver a la realidad.


BÁRBARA – Ojalá pudiera cambiar lo que pasó. Me siento tan mal…


El investigador biomédico acarició el hombro de su hermana. Enseguida se envalentonó. Necesitaba compartir aquello que tenía dentro con alguien, aunque no pudiera hacerlo abiertamente, y su hermana era sin duda la mejor candidata a ese respecto.


GUILLERMO – Si pudieras hacerlo… si… si estuviera en tu mano darle un botón y hacer que nada de esto hubiera pasado, que todo volviera a como estaba antes de lo que ocurrió anoche… ¿lo harías?


Bárbara le aguantó la mirada. Se había quitado las gafas de sol hacía bastante tiempo, cuando comenzó el sepelio bajo aquél sol de justicia.


BÁRBARA – Daría lo que fuera por cambiar lo que pasó.


La profesora emitió un gimoteo nervioso. A su hermano le castañeaban los dientes, pese al calor que imperaba en el cementerio. Bárbara no recordaba haberlo visto tan inquieto desde hacía muchos años. Parecía más intranquilo que afectado por la muerte de su padre. La profesora asumió que cada cual afrontaba el duelo a su manera, y por ello no le dio mayor importancia. Ella no debía esta ofreciendo un aspecto mucho mejor que el de él.


BÁRBARA – Daría cualquier cosa, Guille. Lo que fuera.


El investigador biomédico miró a su hermana a los ojos. Los tenía rojos de tanto llorar, subrayados por unas ojeras que delataban que ella tampoco había dormido nada esa noche. Guillermo la atrajo hacia sí y la abrazó. Comenzó a acariciarle la espalda, tratando de tranquilizarla, con los ojos bien fijos en el nicho en el que descansaba el cuerpo sin vida del padre de ambos. Todo había ocurrido tan rápido, que aún no había tenido ocasión de asumirlo.


Guillermo giró la cabeza hacia la izquierda. Ahí estaba Cosme, junto al pequeño Guille, que había perdido al último de sus abuelos. El niño estaba cabizbajo, y parecía triste. No había mantenido una relación muy próxima con José, al que tan solo veía en Navidades y en su cumpleaños, pero era un chaval muy sentimental, y había llorado como una magdalena al recibir la mala noticia.  Estefanía no había podido acudir, pues tenía que hacerse cargo de su hija recién nacida.


Guillermo miró hacia la derecha, aún cálidamente abrazado a su hermana, que había conseguido tranquilizarse un poco. La zona en la que se encontraban era un callejón sin salida que acababa en un muro de algo más de dos metros de altura. Irremediablemente, su mente volvió a abandonar el mundo real y se sumergió de nuevo en sus maquinaciones particulares. De nuevo una sonrisa fugaz se dibujó en su rostro.


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Published on September 22, 2015 03:51

September 15, 2015

3×995 – Cremación

995


Tanatorio municipal de Sheol


30 de agosto de 2008


GUILLERMO – ¡Ni hablar!


TRABAJADOR FUNERARIO – Pero aquí dice que su padre…


GUILLERMO – Pues ese papel está equivocado. Él me expresó personalmente su voluntad de no ser incinerado. ¡Ayer mismo!


TRABAJADOR FUNERARIO – Lo lamento mucho, caballero, pero en caso de discrepancia, siempre prevalece la última voluntad del finado. Y esa es la que figura aquí, con su consentimiento firmado.


GUILLERMO – ¡Pero si te estoy diciendo que me lo dijo ayer, antes de morirse! ¿Qué más dará lo que ponga en ese papel? ¿Es que no me estás escuchando?


TRABAJADOR FUNERARIO – Entiéndalo. En estos casos lo que impera es su consentimiento escrito. Lamento mucho la confusión, pero me te que no…


GUILLERMO – ¡¿Qué confusión ni que niño muerto?!


Los familiares de un niño que estaba siendo velado se giraron hacia los dos interlocutores, visiblemente molestos por el tono de su conversación. El trabajador funerario sintió una gota de sudor frío recorrerle la sien. No era la primera vez que se encontraba en una situación como esa, pero aquél hombre parecía especialmente conflictivo, y no estaba dispuesto a dar su brazo a torcer.


TRABAJADOR FUNERARIO – Haga el favor de bajar un poco el tono de voz. Aquí hay gente que lo está pasando muy mal.


GUILLERMO – ¡Tú me lo estás haciendo pasar mal a mí! ¡Será posible!


TRABAJADOR FUNERARIO – Acompáñeme aquí al despacho, y…


GUILLERMO – ¡Que no! Te estoy diciendo cuál fue la última voluntad de mi padre, y si no te da la real gana de acatarla, me llevaré su cuerpo a otro tanatorio. Y además os meteré una denuncia que se os va a caer el pelo.


El trabajador funerario se disponía a seguir intentando tranquilizarle, cuando junto a él apareció el director del tanatorio, vestido de traje y corbata, con el pelo engominado y una cálida sonrisa en el rostro.


DIRECTOR – Soy el director del centro, Enrique Sánchez.


El director ofreció su mano a Guillermo, y éste se la estrechó, más por instinto que por convicción. Estaba muy excitado.


DIRECTOR – ¿En qué puedo ayudarle, caballero?


GUILLERMO – Este hombre, que dice que quiere incinerar a mi padre. Yo le estoy diciendo que él me expresó su voluntad de ser enterrado en el nicho familiar, junto a su esposa. ¿Para qué diablos se molestó en comprar dos nichos juntos, si no? Pero no hay quien haga entrar en razón a su compañero.


TRABAJADOR FUNERARIO – Pero aquí, en el informe, pone clarísimamente que el difunto quería ser cremado.


El trabajador funerario ofreció el documento a su jefe, y éste lo inspeccionó con detenimiento durante mucho más tiempo del necesario para averiguar qué decía. Gracias a ello, consiguió mantener en silencio a Guillermo el tiempo suficiente para que se relajase un poco.


DIRECTOR – Esto lo firmó su padre hace seis años.


GUILLERMO – Sí. Por eso mismo se lo digo. Hace ya mucho tiempo de eso, y desde entonces, cambió de opinión, y… me lo expresó ayer, poco antes de morir. Y no voy a tolerar que se viole la última voluntad de mi padre por lo que ponga en ese dichoso papel.


DIRECTOR – Tranquilicémonos. Nadie va a privar a su padre de su última voluntad. Aquí estamos para apoyarle en estos momentos tan difíciles, y tratar de hacer que sean lo más llevaderos posible, dadas las circunstancias.


Guillermo respiró hondo, tratando de relajarse. Se había exaltado mucho al descubrir que su padre iba a ser incinerado, y aún le temblaban las piernas. De no haber madrugado para ir al tanatorio, siguiendo las directrices que exponía aquél documento con sus últimas voluntades, ya se lo hubiera encontrado en una urna.


DIRECTOR – A ver… ¿Hay más familiares directos de su padre que puedan… discrepar de ese… pequeño cambio en su última voluntad? ¿Hermanos, esposa, otros hijos…?


GUILLERMO – Sólo mi hermana. Pero… ella… no está ahora en condiciones de que la molesten.


DIRECTOR – ¿Su padre no tenía más familiares directos?


GUILLERMO – No. Era viudo, no tenía hermanos, y sus padres murieron hace ya muchos años.


DIRECTOR – ¿Su hermana es mayor de edad?


GUILLERMO – Sí, pero ella también estaba presente cuando mi padre expresó su última voluntad. Está pasando unos momentos muy difíciles, y no quiero molestarla con estos asuntos. Confío que lo comprenda.


DIRECTOR – Por supuesto, caballero.


El director entregó el documento de vuelta a su trabajador, y le invitó a archivarlo de nuevo, aprovechando para quitárselo de encima.


DIRECTOR – No va a haber ningún problema con el cambio de planes. Sólo… habrá un… minúsculo inconveniente. La hora del sepelio ya está concertada esta tarde, a las seis, como habíamos acordado. Su padre ocupará el nicho familiar vacío que hay junto al de su esposa, pero… Tras el accidente, su padre no ofrece un aspecto…


El director tragó saliva, mientras buscaba las palabras adecuadas.


DIRECTOR – Adecuado para recibir el último adiós de sus seres queridos. Con la cremación ese pequeño escollo desaparecía, pero con este cambio de planes, sería aconsejable tomar algunas medidas. Aquí en el centro tenemos un excelente tanatopractor que devolvería a su padre el aspecto previo al accidente, para que pudiese recibir el último adiós de sus seres queridos con la mayor de las normalidades. Pero eso… implicaría un pequeño incremento al presupuesto original.


GUILLERMO – ¿Eso es todo?


DIRECTOR – Sí usted nos da su visto bueno, sí. Yo mismo me encargaré de que se haga, a la mayor celeridad posible.


GUILLERMO – Sí, sí. Haced lo que tengáis que hacer. Tenéis mi número de cuenta, que se lo di a tu compañera ayer.


DIRECTOR – Perfecto. Entonces, no habrá ningún problema. Acérquese a las cinco de la tarde para acabar de arreglar todo el tema… burocrático, e informe a los amigos y familiares que el sepelio se celebrará a las seis en un punto, tal como habíamos acordado con usted. Nosotros nos encargaremos de todo lo demás.


GUILLERMO – Pues muchísimas gracias.


DIRECTOR – A usted.


Guillermo estrechó de nuevo la mano del director, y salió por la puerta principal del tanatorio con una sonrisa de oreja a oreja, aún cuando debiera estar destrozado por la tragedia que hacía escasas horas había sobrevenido a su cada vez más escasa familia. No se reconocía en ese papel, pero estaba muy excitado y emocionado. Había pasado la noche en vela, y en todo ese tiempo había tenido ocasión de reflexionar largamente sobre lo que había pasado las últimas horas, hasta llegar a convencerse de que su padre en realidad no estaba muerto, al menos no en el sentido estricto de la palabra, pues llegó a convencerse de que aquella aparentemente inocente muestra de sangre que celosamente guardaba en su congelador, acabaría devolviéndolo a la vida.


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Published on September 15, 2015 04:36

September 12, 2015

3×994 – Temblores

RECETA PARA EL APOCALIPSIS: PASO 3



Dejar macerar un kilo de premeditación durante dos horas




994


Acceso a los laboratorios ЯЭGENЄR, ciudad de Sheol


30 de agosto de 2008


ADOLFO – Buenas noches, señor Vidal.


Guillermo se giró asustado y vio al guarda de seguridad, que le saludaba amistosamente con una inclinación de cabeza y una sonrisa en los labios. El investigador biomédico no pudo evitar echar un vistazo a la pistola que pendía de su cinturón, y tragó saliva, esforzándose por aparentar normalidad. Por más que su principal intención en esos momentos era la de pasar desapercibido, ya era tarde para hacer ver que no le había visto. Sonrió forzadamente, haciendo un gesto de despedida con la mano izquierda, y caminó al trote de vuelta a la carretera. La mano derecha la tenía en el bolsillo del pantalón, agarrotada por el frío.


Al final lo había hecho. Todavía no se lo podía creer. Una parte de sí se esforzaba por convencerle de que había sido un acto irreflexivo, un arrebato de inconsciencia fruto de la situación de estrés post traumático que había sufrido al presenciar la muerte de su padre. Pero él sabía en el fondo que no era así. Llevaba muchos años deseando hacer lo que acababa de hacer, sólo que hasta el momento jamás antes se había atrevido. No se sentía orgulloso, ni siquiera vagamente satisfecho. Ahora mismo lo único que sentía era terror, y una enorme sensación de culpabilidad.


En el bolsillo derecho de su pantalón se escondía el mayor avance médico de la historia, un fármaco de tal potencial regenerador que a su lado el que le había otorgado a su padre el premio Nobel hubiese parecido poco más que una simple aspirina. Guillermo había aprovechado su acceso sin restricciones a los laboratorios para recoger el fruto de lo que había sembrado hacía más de veinte años, ignorando el sabio consejo en forma de orden que le había brindado su recién difunto padre. La idea de lo que haría con ello estaba aún muy vaga en su mente, pero en cualquier caso, ya era tarde para echarse atrás.


Se trataba de un aparentemente inofensivo vial con una pegatina identificativa que lo describía como una mutación del virus de la gripe del año 1981. Sin embargo, lo que había ahí dentro nada tenía que ver con eso. Tan solo observando el intenso color rojizo que dejaba ver el pequeño recipiente de cristal, cualquiera hubiera podido identificar su contenido con una muestra de sangre, una bastante escasa. Y en efecto, así era. Aquello que sostenía con fuerza en su puño cerrado era la sangre de un pequeño roedor.


Guillermo abrió la puerta trasera del taxi que le había traído hasta ahí y cerró tras de sí. Las piernas le temblaban, y fue incapaz de levantar la vista de su regazo.


TAXISTA – ¿A dónde quiere que le lleve ahora?


GUILLERMO – Llévame…


El investigador biológico reflexionó durante unos segundos. Su coche estaba en Etzel, a escasas manzanas de la vivienda de su hermana. Observó su reloj: pasaban las tres de la madrugada. Respiró hondo, sintiendo un malestar en las sienes, delator de un incipiente dolor de cabeza. Si volvía a Etzel, tendría que volver a Sheol en coche, y perdería al menos otros veinte minutos. Además, en el estado de nervios que se encontraba, temía que cogiendo el coche pudiese acabar teniendo un accidente.


GUILLERMO – Lléveme a Sheol. Al barrio alto. Yo le guiaré cuando estemos llegando.


TAXISTA – De acuerdo.


El taxista puso de nuevo en marcha el taxímetro y se incorporó a la vía desierta, circulando a velocidad moderada frente a los jardines que hacían de antesala a aquellos lujosos laboratorios, los más tecnológicamente avanzados del país. Guillermo cerró los ojos con fuerza, tratando en vano de abstraer su mente de todos los problemas que le atormentaban. Tenía tan entumecidos los dedos de la mano derecha, que ya apenas los sentía, pero no soltó el vial ni un segundo durante los más de veinte minutos que se demoró el taxi en llegar a su vivienda.


De vuelta a casa, lo primero que hizo fue dirigirse al frigorífico. Sacó la muestra de sangre de Mordisquitos de su bolsillo, y la introdujo con sumo cuidado en el cajón inferior del congelador, prácticamente a ras de suelo, apoyada en uno de los cubículos vacíos de su vieja cubitera. Al cerrar el frigorífico, sintió una sensación reconfortante recorriéndole el cuerpo. Dio un par de pasos atrás, como si de aquél modo el influjo que ese pequeño objeto ejercía sobre él fuese a perder su efectividad.


Cogió un vaso del estante que había en el armario sobre el fregadero, y lo llenó con agua del grifo. Se la bebió de una sentada, y dejó el vaso vacío sobre la encimera. Al salir de la cocina echó un vistazo a la puerta del frigorífico, se dio media vuelta y comprobó que la puerta estuviese bien cerrada. Acto seguido, presionó uno de los botones que había en el frontal de la nevera, y bajó cuatro grados la temperatura del congelador. Jamás conseguiría una temperatura similar a la de la cámara criogénica de la que había sacado la muestra, pero confió que fuese suficiente, al menos para el poco tiempo que iba a pasar ahí.


Se dirigió a su dormitorio y se desvistió, aún con cierto malestar en el cuerpo, y una jaqueca que se iba intensificando por momentos. Se sentó en la cama, dispuesto a echarse a dormir, y reparó en el teléfono que había sobre la mesilla de noche. Pensó que sería una buena idea llamar a su hermana, para preguntarle qué tal se encontraba. Había sido muy busco con ella esa noche, después del trágico accidente que había acabado con la vida de su padre, y sentía la necesidad de disculparse. Llegó a descolgar el teléfono, y a marcar el prefijo, pero en el último momento se echó atrás. Temió despertarla, por lo que volvió a dejar el teléfono donde estaba.


Bárbara estaba todavía despierta. De hecho, esa noche fue incapaz de conciliar el sueño un solo minuto. Exactamente igual que él.


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Published on September 12, 2015 09:14

September 7, 2015

3×993 – Rubia

993


Campamento de refugiados a las afueras de Midbar


7 de octubre de 2008


Olga se quedó con el tenedor a cinco centímetros de la boca abierta, inmóvil. Cruzó la mirada con su hermano, que ya había acabado su escaso plato, y éste asintió.


Habían escuchado el característico sonido del claxon de un coche. Olga dejó caer el tenedor con aquél trozo tibio de salchicha cubierto de salsa de tomate sobre el plato, y corrió hacia la puerta de la caseta. Gustavo se levantó, pero ella le acribilló con la mirada, al tiempo que cogía el rifle vacío que había apoyado contra el marco de la puerta hacía escasas dos horas.


OLGA – No te muevas de aquí, Gus.


GUSTAVO – Pero…


OLGA – Ahora vengo. No me sigas.


Olga se echó el rifle al hombro, salió a toda prisa por la puerta y cerró tras de sí. El arma podría estar descargada, pero al menos le serviría para amedrentar a cualquier otro ladrón que merodease por la zona.


Aquellos mal nacidos les habían robado todo el alimento que había dentro del campamento, así como la mayor parte del agua, toda la gasolina y otro montón de enseres. Olga aún no comprendía cómo habían podido cargar todo eso en el coche, mientras ellos dormían, y sin que ninguno de los dos se despertase. Al escuchar el claxon, lo primero que pensó fue que habían vuelto, arrepentidos por la sucia jugada que les habían hecho. Pero eso no tenía ningún sentido. Les habían robado cuanto quisieron, después de haberse pasado largas horas regalándoles las orejas sobre el destino feliz que les esperaría si decidían ir con ellos.


Al llegar frente al portón que ella misma había cerrado esa mañana, la persona que encontró al otro lado nada tenía que ver con aquellos dos tunantes.


Se trataba de un hombre de la edad de su padre, de unos cincuenta años, de corta estatura, con una espesa barba negra que empezaba a canear, al igual que su pelo. Sujetaba un robusto maletín plateado con la mano derecha. Había algo en aquél hombre que le resultó familiar, pero Olga se prometió no bajar la guardia. No la volverían a engañar. Aparcado a escasos tres metros de aquél hombre había un coche negro de alta gama. Dentro del vehículo, sentado en el asiento del copiloto y con el cinturón puesto, había un niño regordete de unos diez años, con la mirada gacha, medio oculta por la capucha de una sudadera que lucía con grandes letras blancas el nombre de una  prestigiosa universidad americana. Olga dio un paso al frente, con el arma apuntando al suelo y cara de pocos amigos.


GUILLERMO – Buenos días.


OLGA – Hola.


Guillermo echó un vistazo por encima del hombro de la joven, sorprendido al no encontrar nadie más en el campamento.


GUILLERMO – ¿Estás tú sola?


Olga respiró hondo. Le sorprendió su pregunta, porque fue eso mismo lo primero que preguntó Mónica la tarde anterior.


OLGA – ¿Qué es lo que quieres?


GUILLERMO – Bueno… quería… A ver… Yo vivía aquí en este campamento, con… mi hijo.


Guillermo echó un vistazo al vehículo con el que había venido hasta ahí. Guille seguía con la mirada fija en el salpicadero, ignorando por completo cuanto hacía su padre. Olga comprendió de qué le sonaba aquél hombre. Debía haberle visto docenas de veces deambulando por el campamento cuando éste aún estaba en activo.


GUILLERMO – Tuvimos que irnos, hace cosa de una semana, cuando… vinieron unos…


OLGA – Sí. Yo también estaba aquí. Sé lo que pasó.


El hermano de Bárbara asintió cortamente, aunque algo intimidado por la actitud de la chica.


GUILLERMO – Pero he visto que ya lo… que ya está arreglado. Muy buen trabajo.


Guillermo sonrió, tratando de mostrarse amable. El rostro de Olga se mantuvo inexpresivo y amenazador. Aquél hombre saludó amistosamente detrás de Olga, y ella vio acercarse a su hermano, algo tímido. La joven de los pendientes de perla puso los ojos en blanco y se dirigió de nuevo al recién llegado.


OLGA – ¿Qué es lo que quieres?


GUILLERMO – Bueno… Me gustaría… volver. Parece que éste vuelve a ser un lugar seguro, y dudo mucho que encuentre nada mejor por los alrededores…


OLGA – Pues me temo que eso no va a ser posible.


Olga sujetó el rifle con la otra mano, dándole a entender a Guillermo que no era bienvenido. Él captó la indirecta y tragó saliva. En adelante debería medir mejor sus palabras.


GUILLERMO – Tengo… Traigo algo de comida, en el coche. Si es por eso… Mi hijo y yo sólo necesitamos un par de camas de la carpa dormitorio. Si fuerais tan…


OLGA – Lo lamento.


GUILLERMO – ¿Puedo al menos entrar a recoger unas cosas que me dejé en una maleta? Es más que nada ropa, y algo de…?


OLGA – No lo hagas más difícil.


Guillermo agachó la cabeza, derrotado. No valía la pena seguir arriesgándose. Si no era bienvenido, tendría que seguir adelante a solas con Guille.


GUILLERMO – Siento haberte molestado.


OLGA – No pasa nada.


Olga asintió satisfecha al verle dar media vuelta. Gustavo le obsequió con una mirada al tiempo sorprendida y molesta. Ese hombre disponía de un vehículo, y hasta hace unas horas Olga soñaba con que llegase al campamento alguien como él, que pudiese llevárselos lejos de ahí. El joven arquero no acababa de entender la reacción de su hermana, pero tras el desengaño que habían sufrido con sus anteriores visitantes, prefirió callarse y dejarla hacer.


Olga no perdió de vista a aquél hombre en ningún momento. Él volvió a aquél lujoso vehículo, se introdujo en él y llegó incluso a arrancar el motor. Se quedó ahí dentro unos segundos, sin poner el coche en movimiento, y poco después apagó de nuevo el motor, para sorpresa de ambos hermanos.


Guillermo salió de nuevo del vehículo, de nuevo con el brillante maletín a cuestas, y volvió hacia el portón de acceso.


GUILLERMO – Perdona… Perdona que te moleste otra vez… Es… seguramente es una tontería, pero…


La joven de los pendientes de perla se mantuvo en silencio, sin soltar el rifle. Guillermo se rascó la coronilla.


GUILLERMO – No habrás visto una… una chica joven. Algo mayor que tú. De unos veinticinco años. Es rubia, y tiene el pelo muy, muy largo… Es… es mi hermana.


Los hermanos se miraron el uno al otro. Gustavo dio un paso al frente, y se dirigió a Guillermo.


GUSTAVO – ¿Tu hermana se llama Bárbara?


Al escuchar las palabras del chico, a Guillermo le dio un vuelco al corazón. Se le aflojaron los dedos, y el maletín que hasta el momento tan firmemente sujetaba en su mano derecha cayó al suelo, al igual que su mandíbula inferior, al tiempo que una lágrima recorría su mejilla. Olga dio un largo suspiro, consciente de que le costaría mucho deshacerse de ese hombre.


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Published on September 07, 2015 15:00