3×996 – Implícito
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Cementerio de Sheol
30 de agosto de 2008
La asistencia fue realmente escasa, más aún para un personaje de semejante importancia mediática. Guillermo así lo había querido, y de todos modos, un par de medios nacionales se habían acercado para cubrir el evento, pese a que él tan solo había informado de la mala nueva a un número muy reducido de personas, entre las que únicamente se encontraban familiares, amigos de la familia y compañeros de trabajo. Por fortuna, todos los periodistas esperaban pacientemente fuera del cementerio, bajo aquél sol de justicia, a que los invitados ofreciesen el último adiós a José y el pésame a sus dos únicos herederos.
Guillermo y Bárbara estaban hombro contra hombro. José ya descansaba junto a su esposa, en el nicho que había pertenecido a la familia de éste desde hacía más de un siglo. Ambos hermanos habían mantenido uno aunque intenso intercambio de opiniones sobre el método elegido para su entierro. Ella recordaba vívidamente la insistencia que siempre había mostrado José sobre su voluntad de ser incinerado. La recordaba precisamente porque ella discrepaba con tal idea, que se le antojaba algo macabra, y por ello habían discutido al menos un par de veces. De ahí su sorpresa al ver que finalmente su destino había sido otro. Guillermo le aseguró que José había cambiado de parecer durante la última etapa de su vida, y como en ese período padre e hija no se dirigían la palabra, al final Bárbara no tuvo otra alternativa que creerle, aunque no acabó muy convencida.
El sepelio se llevó a cabo con la solemnidad requerida, algún que otro llanto y mucho calor, el peor compañero de la vestimenta negra que lucían todos y cada uno de los asistentes. Tan pronto finalizó el acto religioso, los visitantes fueron abandonando el lugar, no sin antes mostrarles sus condolencias a los dos abatidos hermanos. Bárbara estaba especialmente afectada, pues se sentía responsable de todo cuanto había ocurrido, por más que Guillermo le hubiese repetido una y mil veces que se trató tan solo de un desafortunado accidente. Aún estaba muy afectada por el fallecimiento de su prometido, y éste duro golpe, pese al trato tan frío que había mantenido con José los últimos tiempos, estaba amenazando con quebrar definitivamente su maltrecha estabilidad emocional.
Pronto se quedaron prácticamente a solas, ignorantes de cuál debía ser el siguiente paso a dar, y temerosos de encontrarse con las tediosas cámaras y micrófonos de los sedientos periodistas de la prensa amarilla que habían venido a cubrir el fallecimiento del hombre más ilustre que había dado el país, sino el mundo entero, creador de la vacuna que había evitado la muerte de cientos de miles de personas alrededor del globo. Bárbara sorbió los mocos por enésima vez, y tocó con la palma de la mano abierta el granito tras el que se encontraba el cuerpo de su padre, ataviado con aquél elegante smoking negro, camisa blanca de fina seda y una corbata hábilmente anudada al cuello. El tanatopractor había hecho un trabajo excelente, pero había sido incapaz de ocultar la fea cicatriz que le recorría el cuello y parte de la cara. Pero nada de ello tenía ya importancia, pues José no debía abandonar el ataúd en toda la eternidad.
BÁRBARA – Ojalá…
Guillermo se giró hacia ella y se la quedó mirando. Hasta el momento su mente había estado a años luz de ahí. Le costó volver a la realidad.
BÁRBARA – Ojalá pudiera cambiar lo que pasó. Me siento tan mal…
El investigador biomédico acarició el hombro de su hermana. Enseguida se envalentonó. Necesitaba compartir aquello que tenía dentro con alguien, aunque no pudiera hacerlo abiertamente, y su hermana era sin duda la mejor candidata a ese respecto.
GUILLERMO – Si pudieras hacerlo… si… si estuviera en tu mano darle un botón y hacer que nada de esto hubiera pasado, que todo volviera a como estaba antes de lo que ocurrió anoche… ¿lo harías?
Bárbara le aguantó la mirada. Se había quitado las gafas de sol hacía bastante tiempo, cuando comenzó el sepelio bajo aquél sol de justicia.
BÁRBARA – Daría lo que fuera por cambiar lo que pasó.
La profesora emitió un gimoteo nervioso. A su hermano le castañeaban los dientes, pese al calor que imperaba en el cementerio. Bárbara no recordaba haberlo visto tan inquieto desde hacía muchos años. Parecía más intranquilo que afectado por la muerte de su padre. La profesora asumió que cada cual afrontaba el duelo a su manera, y por ello no le dio mayor importancia. Ella no debía esta ofreciendo un aspecto mucho mejor que el de él.
BÁRBARA – Daría cualquier cosa, Guille. Lo que fuera.
El investigador biomédico miró a su hermana a los ojos. Los tenía rojos de tanto llorar, subrayados por unas ojeras que delataban que ella tampoco había dormido nada esa noche. Guillermo la atrajo hacia sí y la abrazó. Comenzó a acariciarle la espalda, tratando de tranquilizarla, con los ojos bien fijos en el nicho en el que descansaba el cuerpo sin vida del padre de ambos. Todo había ocurrido tan rápido, que aún no había tenido ocasión de asumirlo.
Guillermo giró la cabeza hacia la izquierda. Ahí estaba Cosme, junto al pequeño Guille, que había perdido al último de sus abuelos. El niño estaba cabizbajo, y parecía triste. No había mantenido una relación muy próxima con José, al que tan solo veía en Navidades y en su cumpleaños, pero era un chaval muy sentimental, y había llorado como una magdalena al recibir la mala noticia. Estefanía no había podido acudir, pues tenía que hacerse cargo de su hija recién nacida.
Guillermo miró hacia la derecha, aún cálidamente abrazado a su hermana, que había conseguido tranquilizarse un poco. La zona en la que se encontraban era un callejón sin salida que acababa en un muro de algo más de dos metros de altura. Irremediablemente, su mente volvió a abandonar el mundo real y se sumergió de nuevo en sus maquinaciones particulares. De nuevo una sonrisa fugaz se dibujó en su rostro.


