David Villahermosa's Blog, page 28
July 31, 2015
3×983 – Lodo
983
Campamento de refugiados a las afueras de Midbar
3 de octubre de 2008
SAMUEL – Pues entonces mejor quedaos donde estáis. He estado hablando con más gente… que está en una situación parecida a la vuestra y… la mayoría se quejan de que no tienen nada que llevarse a la boca. Si vosotros tenéis comida ahí, y no podéis llevárosla a otro sitio… Yo me quedaría. Si podéis encerraros ahí donde me contaste, si viene alguno… Ya… ya me entiendes. Pero… bueno, eso ya es cosa vuestra. Yo… no…
OLGA – No, no. Muchas gracias por tus consejos. Eres la primera persona con la que hablamos desde que… pasó todo esto. No… Si te soy sincera, no sé qué haremos, pero de momento… creo que nos vamos a quedar. Desde que se fue todo el mundo… aquí no ha vuelto a acercarse nadie. Ni ningún infectado ni… nadie. Ahora… te tenemos que dejar. Que tenemos bastante trabajo por hacer todavía.
SAMUEL – Ah… vale. Oye, pues me alegro de haberos conocido. Espero que podamos volver a hablar en otro momento… mejor.
OLGA – Eso está hecho. Muchas gracias por toda la información, Sam. Encantada de conocerte.
SAMUEL – Igualmente. Y gracias a vosotros por darme unos minutos de buena compañía. Cuidaos.
GUSTAVO – ¡Adiós!
OLGA – Te llamaremos esta tarde, ¿vale?
SAMUEL – Genial.
OLGA – Adiós.
Olga cortó la comunicación y se levantó de aquella silla metálica plegable, mientras estiraba los brazos al aire en medio de un gran bostezo.
Ambos hermanos habían madrugado, y tras un opíparo desayuno se habían acercado al centro de comunicaciones. La idea de Olga era la de pedir ayuda a algún otro centro de refugiados de los alrededores, para que movilizasen un grupo de militares que les llevase a un lugar seguro. Se sintió estúpida por no haberlo pensado antes.
El principal problema residió en que no tenían ni la más remota idea de cómo hacer funcionar aquél trasto lleno de botones, lucecitas y diales. Si consiguieron hacer uso de él, fue porque ya estaba encendido cuando llegaron. Con toda seguridad algún soldado habría llamado a un centro vecino demandando auxilio, aquella fatídica tarde, y no habría tenido ocasión de apagarlo. En cualquier caso, desde entonces nadie se había acercado al campamento.
No fueron capaces de ponerse en contacto con centro alguno. No obstante, no se dieron por vencidos, y pasaron más de una hora tratando en vano de abrir algún tipo de comunicación, cualquiera, inconscientes de que no hacían más que ampliar cada vez más el radio de acción de la radio de baja frecuencia.
Habían abarcado ya una distancia mayor que la que les separaba de África, y ya estaban más que dispuestos a darse por vencidos, cuando finalmente consiguieron dar con alguien. Sin embargo, esa persona en nada podía ayudarles. Ni siquiera vivía en un centro de refugiados ni había visto un infectado en su vida: se trataba de Samuel.
Cortada la comunicación, y tras apuntar concienzudamente todos los números que aparecían en aquél arcaico monitor con pantalla de fósforo verde, ambos hermanos abandonaron el centro de comunicaciones. Lo dejaron todo tal cual lo habían encontrado. Tenían miedo de apagarlo y ser incapaces de volver a ponerlo en funcionamiento, y pese a que eran conscientes que el generador que daba vida al centro de comunicaciones acabaría por apagarse cuando se le acabase el combustible, prefirieron no tocar nada. Al menos por el momento.
Ambos sabían cuál debía ser el siguiente paso a seguir, y se pusieron manos a la obra sin mayor dilación, amparados por la paz que reinaba en aquél enclave, que había recuperado la serenidad que le había caracterizado hasta hacía un par de días. Los soldados y los civiles habían arrasado con el campamento antes de irse. Ya no quedaban armas con las que defenderse. Tan solo habían olvidado llevarse algunas pistolas y subfusiles vacíos, que ambos hermanos guardaron celosamente en la caseta del sargento Serrano, por si en algún momento conseguían munición con la que devolverles la vida. Sí había algo más de comida, y sobre todo agua potable. En comparación con la alacena que celosamente guardaban los militares cuando el campamento estaba en pleno funcionamiento, cuanto dejaron atrás quienes sobrevivieron resultaba ridículo, pero teniendo únicamente dos bocas que alimentar, se les antojó el mayor de los tesoros, y como tal debían protegerlo como si les fuera la vida en ello. De hecho, lo hacía.
En un primer momento pensaron en esconderlo todo en algún lugar del campamento. Tras acumular todo cuanto fueron capaces de encontrar en más de dos horas en la caseta que habían tomado como propia, y tras una larga discusión, llegaron a la concusión de que esconderlo todo en un mismo lugar, dentro del campamento, no era la mejor de las ideas. Si se acercaba algún grupo hostil y decidía robarles, indefensos como estaban, lo perderían todo. Fue Gustavo quien sugirió la idea de llevar parte del botín hasta lo alto de la colina. Era un lugar alejado del campamento, pero lo suficientemente próximo para acercarse a buscarlo cuando lo necesitasen. Cada cual cogió una de las pesadas cajas que habían acumulado en la sala principal de la caseta, y se dirigieron con paso firme aunque lento fuera del campamento, hacia la colina coronada por aquél viejo roble que les había salvado la vida.
El enclave que escogieron para ocultar las cajas, en una zona llena de gruesas y pesadas rocas, se les antojó el mejor. No les costó demasiado apartar unas cuantas rocas, sujetándolas entre los dos, para acto seguido hurgar en la tierra que había debajo, hacer hueco para ambas cajas, y volver a colocar las piedras encima. Una vez pusieron la última piedrecita en el montón, ambos concluyeron que habían hecho un trabajo excelente. Nadie podría jamás diferenciar ese montón de piedras de cualquier otro, e incluso ellos podrían tener problemas si no prestaban la atención debida antes de partir.
Gustavo, cansado pero satisfecho de cuanto habían conseguido, corrió colina abajo. Su hermana le llamó la atención para que no se alejase, pero él la ignoró. Ahora que tenía algo en lo que ocupar el cuerpo y la mente, se sentía de nuevo algo animado. Necesitaba como fuera evadirse del drama que merodeaba continuamente por su cabeza. El suelo estaba aún muy húmedo, y aquél terreno era especialmente propenso a transformarse en resbaladizo lodo. El joven arquero hundió su zapato derecho en un pequeño socavón lleno de lodo aún fresco, con tan mala fortuna que la succión le impidió volver a levantarlo, y cayó de bruces al suelo, perdiendo el zapato en el proceso. Era tal la velocidad a la que iba, que resbaló por el suelo enlodado un par de metros, quedando a un escaso metro del inicio de la pendiente que llevaba a la fosa que habían excavado los militares.
Temerosa de que su hermano pudiese caerse en aquél hondo y embarrado agujero, Olga corrió a socorrerle, pues el chico no era capaz de tenerse en pie en tan resbaladiza superficie, por más que se afanaba en ello. Inconsciente de que estaba cometiendo idéntico error que él, la joven de los pendientes de perla trató de frenar a tiempo para quedarse a su lado y echarle una mano, pero fue incapaz. Posó las manos en el suelo para minimizar el impacto de su aparatosa caída, pero dio con la mejilla en el suelo, llenándose la cara e incluso la boca de barro al tiempo que se escurría pendiente abajo.
Una vez su hermana se encontró en el fondo mismo de la excavación, Gustavo consiguió al fin tenerse en pie. Se acercó cautelosamente al borde, y agachó ligeramente la cabeza la ver la expresión enfadada de su hermana, algo difícil de descifrar entre tanto barro.
GUSTAVO – ¿Te has hecho daño?
OLGA – No. Estoy bien.
GUSTAVO – Espera que te…
OLGA – ¡Quieto! No te acerques. Ni se te ocurra acercarte, Gus, no te vayas a caer tú también. Ya salgo yo sola.
GUSTAVO – ¿Y ya vas a poder?
OLGA – ¿Estamos solos?
Gustavo echo un vistazo en derredor. Ambos estaban perpetuamente pendientes de cuanto les rodeaba, por miedo a que algún infectado errático acabase llegando al campamento por casualidad. Por fortuna, ahí no había nadie.
GUSTAVO – Sí, sí.
OLGA – Perfecto.
Olga se acercó a la zona que tenía la pendiente más plana, y trató de subir, segura de sí misma. Sin embargo, por más veces que lo intentó una y otra vez, y aunque en algunas ocasiones daba incluso la impresión que fuese a conseguirlo, siempre acababa resbalando y escurriéndose de nuevo hasta el fondo de la excavación, quedando nuevamente en el punto de partida, llena de lodo de la cabeza a los pies. Pasaron así más de media hora. Olga no era una mujer orgullosa, pero incluso su hermano notó que estaba empezando a enfadarse más de la cuenta.
Gustavo tuvo que intentarlo en hasta más de diez ocasiones, hasta que finalmente Olga consintió en que fuese al campamento a buscar algo que pudiese ayudarla a salir de aquél agujero. La joven de los pendientes de perla no las tenía todas consigo, y temía que a su hermano pudiese pasarle algo ahí solo, pero al mismo tiempo era consciente que por su propio pie sería incapaz de salir de ese agujero. Al menos hasta que el lodo se secase al sol y ofreciese un punto de apoyo algo más consistente.
El joven arquero desanduvo el camino que había hecho con su hermana para ir a esconder la comida entre las rocas. Ofrecía un aspecto lamentable: estaba muy despeinado, más que de costumbre, y tenía el pelo manchado de barro, al igual que sus pantalones cortos, de los que siquiera podía distinguirse el color. Se había rasgado la camiseta al tratar de levantarse, y además había perdido un zapato. En menos de dos o tres minutos llegó al campamento y fue directo hacia la caseta en la que había pasado la noche en compañía de su hermana.
Tras estar un buen rato abriendo cajones y armarios, se dio por vencido y decidió dirigirse a una de las carpas, donde quizá consiguiese algo de utilidad. Al salir le dio un vuelco al corazón. No estaba solo. Ahí fuera había una mujer joven, rubia, con el pelo ridículamente largo, recogido en una coleta, que sostenía en la mano derecha una pistola. Junto a ella había un hombre negro como el tizón, disfrazado de policía. Sostenía una pesada escopeta, y tenía cara de pocos amigos. Por fortuna, el joven arquero tuvo ocasión de volver a ocultarse tras la puerta, antes que ellos le vieran. Había pasado lo que Olga tanto temía: un grupo de bandidos armados se había acercado a robarles. Y lo peor de todo era que ahora estaba él solo para hacerles frente.
July 25, 2015
3×982 – Lluvia
982
Roble junto al campamento de refugiados a las afueras de Midbar
2 de octubre de 2008
No fue hasta seis largas horas después que desapareciese el último infectado de la vista de Olga, cuando ya no quedaba civil ni militar alguno en varios kilómetros a la redonda, que la joven de los pendientes de perla concluyó que debía ser seguro dar el siguiente paso.
Ahora ahí reinaba el más absoluto silencio, tan solo roto por los ocasionales truenos de la tormenta que se les había venido encima y el repicar de la insistente lluvia en las rocas de los alrededores y en los techos de chapa de los módulos de obra del campamento cercano. Ambos estaban calados de pies a cabeza. Tenían toda la ropa empapada, hasta la ropa interior, e incluso los calcetines, pues les había entrado agua en los zapatos. Pero no por ello habían dudado un segundo en seguir encaramados a aquél alto árbol, donde habían conseguido salvar la vida contra todo pronóstico.
Los dientes de Gustavo castañeaban insistentemente, aunque Olga desconocía si ello era debido al frío o al miedo que a todas luces aún sentía el chico. A duras penas había abierto la boca desde que subieran a aquél alto roble la noche anterior, siempre con la mirada perdida en un punto indeterminado en la distancia, y Olga temía que no fuese capaz de superar ese duro trance.
Hasta tres veces tuvo que llamarle la atención antes que el joven arquero reaccionase. Se había agarrado a una gruesa rama como si le fuera la vida en ello, y tenía la marca de la corteza dibujada en los brazos y las manos. El chico finalmente reaccionó y miró a su hermana a los ojos.
OLGA – Gus. Vamos a bajar. Tenemos que comer algo.
Gustavo negó ligeramente con la cabeza, con el ceño fruncido y una expresión de pánico en los ojos con la que suplicaba a su hermana que olvidase esa descabellada idea. Si de él hubiese dependido, se hubiese quedado encima del roble el resto de su vida con tal de no volver a posar sus pies en el suelo y enfrentarse de nuevo a la realidad.
OLGA – Ahora ya se han ido todos. Míralo.
El joven arquero echó un vistazo al campamento. Había cuerpos por doquier, tanto dentro como fuera, y los evidentes estragos de la encarnizada batalla que se había vivido ahí esa trágica noche. Sin embargo, su hermana tenía razón: ahí ya no quedaba nadie en pie, ni sano ni infectado. Al menos a simple vista. Tampoco había rastro del incendio que había arrasado Sheol la noche anterior. Sin duda la lluvia habría acabado con él.
Gustavo tragó saliva, respiró hondo, y asintió tímidamente con la cabeza. La compañía de su hermana era lo único que le animaba a seguir luchando.
Ella fue la primera en bajar. El tronco estaba tan húmedo que perdió tracción y a punto estuvo de caer al vacío, pero consiguió sujetarse en el último momento y hacer pie en el suelo sin mayores contratiempos. A Gustavo no se le dio tan bien, pero por fortuna Olga estaba debajo y pudo amortiguar la caída.
Amparados en gran medida por la seguridad que les ofrecía la lluvia, sabedores de lo poco amigos que eran los infectados de ella, desanduvieron el camino que habían hecho la jornada anterior, de vuelta al campamento. En esta ocasión lo hicieron caminando, sin prisa, mirando en derredor continuamente con el temor de encontrarse con algún infectado despistado que se les hubiese pasado por alto en la enésima revisión del complejo desde aquella atalaya donde habían pasado la noche en vela.
No lo pusieron en común, pero ambos caminaban hacia el mismo lugar. Tuvieron que sortear docenas de cadáveres, algunos mutilados por los infectados, otros acribillados por el fuego de las armas de los militares. Pero se limitaron a sortearlos, ignorándoles, pues ya nada se podía hacer por ellos. Los dos tenían grabado en la retina el lugar donde Jacinto había perdido la vida. Y ahí seguía. El agua de la lluvia había borrado la sangre de su piel y su ropa, pero la franja prácticamente recta de agujeros que tenía su camisa, desde donde se intuían los balazos que habían acabado con su vida, resultaba indiscutible. Olga sujetó a su hermano de los hombros, y se agachó ligeramente para estar a su altura.
OLGA – Ahora estamos solos en esto, Gus. ¿Lo entiendes?
El joven arquero no dio muestras siquiera de haberla escuchado.
OLGA – No quiero que te separes de mí nunca. Nunca. Prométemelo.
Gustavo tragó saliva.
OLGA – ¡Te he dicho que me lo prometas!
La mandíbula inferior del chaval empezó a temblar convulsivamente, y la primera lágrima brotó de sus ojos ya casi secos de tanto llorar.
GUSTAVO – Te lo prometo.
Olga lo atrajo hacia sí y lo abrazó con fuerza. Lo hizo con los ojos bien abiertos, pendiente del más mínimo movimiento que surgiera a su alrededor. Pero ahí ya no quedaba nadie, y no verían a nadie más en lo que quedaba de día. Sus propias lágrimas se fundieron con las gotas de lluvia que impactaban contra su rostro, y no fue hasta entonces que Olga comprendió que todo cuando había vivido en el campamento no era más que un espejismo, que la pandemia les había ganado la batalla a la raza humana, y que todo cuanto Jacinto les contaba sobre lo que harían tan pronto todo volviera a la normalidad no eran más que mentiras piadosas para apaciguar sus maltrechos espíritus.
Utilizaron una de las camillas de la ambulancia para llevar el cadáver de Jacinto hasta lo más alto de la colina, cerca de donde ellos habían pasado la noche. Por fortuna, el suelo estaba ya muy húmedo, y no les costó demasiado cavar la fosa donde enterrarían a Jacinto. No obstante, les llevó más de dos horas, y más de un llanto, acabar aquella desagradable tarea.
Tan pronto volvieron al campamento y llenaron el estómago, se dieron cuenta que en el estado en el que se encontraba, ahí no podrían quedarse a vivir. Olga no sabía conducir, aunque tampoco había ningún coche en las proximidades, y la idea de alejarse del campamento, donde todavía había algunas reservas de alimento, que no de armas de fuego, y mucho menos de munición, pues de éstas dieron buena cuenta los militares antes de huir definitivamente del enclave, se les antojó muy poco atractiva. Sin demasiada reflexión a la espaldas, acabaron de convencerse de que lo más sensato sería adecentar el lugar, y pasar las noches encerrados en alguno de los módulos de obra que utilizaban los militares y sus familiares, mucho más robustos e impenetrables que las carpas de lona donde dormían ellos.
La siguiente tarea resultó tanto o más desagradable: cogieron uno a uno a todos los cadáveres que había desperdigados por el campamento y los alrededores, y los llevaron a lo alto de la colina. La idea original de tirarlos en la fosa que habían cavado los militares para echar dentro los cuerpos de los infectados les pareció de excesivo mal gusto, de modo que se limitaron a colocarlos en el suelo, unos junto a otros, todos perfectamente alineados y mirando al cielo con la mirada vacía de la muerte.
Tan pronto el cielo empezó a oscurecerse, ambos volvieron al campamento y trasladaron algo de comida a la mayor caseta prefabricada de chapa que había en todo el complejo, donde hasta hacía escasas veinticuatro horas vivía el sargento Serrano con su mujer y sus dos hijas pequeñas. Ahí había comida y agua, un servicio higiénico y un par de dormitorios. Las ventanas disponían de barrotes y la puerta era metálica y robusta; era cuanto ellos necesitaban. Ahí cenaron y pasaron la noche. Se fueron a dormir ocupando cada uno un dormitorio: Olga el de matrimonio y Gustavo el de las niñas, que tenía dos camas. Sin embargo, rayando la medianoche, Olga notó cómo el joven arquero se metía en su cama, sin mediar palabra, y se tapaba hasta la nariz. Ella se limitó a darle un beso en la frente, y acto seguido le dio la espalda. Ambos durmieron como marmotas esa noche.
July 22, 2015
3×981 – Roble
981
Campamento de refugiados a las afueras de Midbar
1 de octubre de 2008
Fue una muerte limpia. Jacinto no tuvo ocasión siquiera de sentir dolor ni de discernir el origen del fuego amigo que acabó con su vida.
La ráfaga procedía del subfusil de uno de los militares del campamento, que mantuvo apretado el gatillo mientras trataba en vano de deshacerse de una horda de infectados de los que habían entrado por el primer módulo del vallado que se vino abajo ante el abrumador peso de todos aquellos cuerpos exaltados y sudorosos que arrasaron con todo a su paso.
A decir verdad, él no sufrió mejor fortuna que Jacinto, sino todo lo contrario. Tan pronto cayó al suelo seis de aquellas bestias se abalanzaron sobre él y comenzaron a devorarle, aún con vida. Uno de ellos consiguió arrancarle un brazo y se lo llevó consigo, mientras los demás le destripaban sin contemplaciones para acto seguido alimentarse de sus entrañas crudas mientras todavía agonizaba. Pese a que su dentadura, tras siglos de evolución, había perdido parte de su eficiencia para ese tipo de trabajo, los infectados no parecían tener mayores problemas para imitar a sus ancestros, y aún menos cuando lo hacían en grupos tan numerosos.
Olga y Gustavo lo presenciaron todo en primera fila. Jacinto les había dejado encerrados en uno de los módulos de servicios higiénicos, para partir acto seguido en busca de ayuda para poder sacarles de aquél infierno. Todo había ocurrido demasiado rápido. Tras el infernal rumor creciente de pisotones que les anunció lo cerca que estaba el fin, enseguida vieron emerger aquella masa humana procedente de la gran ciudad. Huir no fue en ningún momento una opción real, y enseguida les rodearon. Los soldados trataron no en vano de acabar con ellos antes que echasen abajo el vallado, e incluso llegaron a segar la vida de más de dos docenas, pero la fuerza y el frenesí de aquellas bestias fue mucho más fuerte, y en cuanto se abrió la primera brecha en el perímetro, ya no hubo lugar al que huir. Los dos hermanos se habían salvado por estar ocultos en aquella caseta de obra, junto a otros tantos civiles. Quienes se encontraban en cualquiera de las carpas cuando todo empezó no tuvieron tanta suerte.
El joven arquero gritó al ver cómo el cuerpo ya sin vida de su padre, con numerosas heridas de bala en el tórax, caía a plomo al suelo terroso junto a aquellos pinos jóvenes. Olga cerró fuertemente los ojos, consciente de que Jacinto había dado la vida por ellos, y que de no ser por su rápida reacción, ahora ella y su hermano se encontrarían en una situación semejante a la de los cientos de civiles que corrían de un lado a otro intentando evitar el mordisco fatal de alguno de los innumerables infectados que habían conseguido acceder al campamento.
Por alguna extraña razón, los infectados ignoraron por completo el cadáver de Jacinto. Era de un calibre semejante el hervidero de personas aterradas que corrían de un lado a otro, que un cuerpo inerte en el suelo no suponía el menor aliciente para ellos. Siempre gustaban más de ganarse el alimento luchando, y si éste ofrecía resistencia, parecían disfrutarlo incluso más. Olga atrajo al destrozado Gustavo hacia sí, tratando de tranquilizarle. La reacción del chico no fue para nada lo que ella hubiera podido esperar. El joven arquero la apartó de sí violentamente, y empezó a hacerse paso a empujones entre los demás ocupantes del módulo del servicio higiénico. Olga no daba crédito; su hermano se dirigía hacia la puerta de entrada, y por ende, a una muerte segura.
Era semejante el número de personas que se habían agolpado ahí que tan solo tuvo que agarrarle por la muñeca, y tirar fuertemente de él. Tuvo incluso que abofetearle y gritarle a la cara para quitarle de la cabeza la idea de ir a buscar a su padre, por el que ninguno de los dos podía hacer ya nada. El dolor en la mejilla pareció surtir efecto, pues él mismo la abrazó y comenzó a llorar de nuevo, aunque algo más tranquilo.
Junto a ellos, encerrados en la sala principal del lavabo femenino de civiles, habían otras veintisiete personas. Ellos fueron de los primeros en entrar, y habían quedado relegados al fondo, donde se encontraba la ventana desde la que presenciaron el momento en el que se quedaron definitivamente huérfanos. Un hombre de entre tantos que había fuera tratando de salvar la vida intentó abrir la puerta, pidiendo auxilio a quienes había al otro lado. Sin embargo, quienes estaban dentro se hicieron fuertes tras la puerta, impidiéndole el paso, temerosos de que con él pudiese colarse también alguno de los muchos infectados que no paraban de acceder al recinto vallado.
Con lo que no contaban ellos era con que aquél hombre había sustraído el arma a uno de los militares que habían perecido a manos de los infectados. Aquél hombre, ni corto ni perezoso, disparó a bocajarro a la endeble puerta, segando al tiempo la vida de dos de las personas que se encontraban al otro lado e hiriendo a otras cuatro. La abrió de una patada, mientras quienes habían sobrevivido a los disparos se apartaban entre gritos y llantos. No tuvo ocasión siquiera de entrar, pues una mujer infectada de avanzada edad, como si de un jugador de fútbol americano se tratase, le placó y le tiró al suelo, para acto seguido ponerse a horcajadas sobre él y comenzar a golpearle en la cara con los puños desnudos, partiéndole los dientes y llenándole de moratones. Varios infectados se acercaron, atraídos por los gritos, y un par de ellos entraron al lavabo, con no buenas intenciones.
Olga no se lo pensó dos veces, consciente de que tanto su vida como la de su hermano dependían de la decisión que tomara en los próximos segundos. Abrió la ventana, que por fortuna carecía de barrotes, y ayudó a Gustavo a salir. Acto seguido salió ella misma. A punto estuvo de perder su deportiva derecha cuando un infectado la agarró del pie. Gustavo tiró de ella, y ambos cayeron aparatosamente al suelo. Se encontraban a escasos diez metros del segundo módulo del vallado perimetral que había sucumbido al avance imparable de los infectados. Por fortuna, en ese momento ahí detrás no había nadie más que ellos dos.
La joven de los pendientes de perla se levantó a toda prisa del suelo, ayudó a su hermano a levantarse y le agarró de la mano, como acostumbraba a hacer años atrás siempre que cruzaban la calle juntos. Gustavo sintió el ímpetu con el que su hermana le agarraba de la mano, con tanta fuerza que incluso le hizo daño, pero se limitó a seguirle el paso. Ambos abandonaron el recinto vallado al tiempo que los últimos rayos de sol se despedían en la línea del horizonte. Una joven infectada reparó en ellos y comenzó a seguirles a toda prisa. Por fortuna, un hombre mayor se cruzó en su camino, y al ver una presa más fácil, cambió el rumbo y les permitió seguir huyendo.
Los dos hermanos pasaron por encima de la valla caída y corrieron sin mirar atrás. Los infectados se comportaban como lo haría el agua libre, y tendían a seguir las pendientes descendentes, aunque quizá parte del motivo residía en que era en esa dirección hacia donde huía la mayoría de los pocos supervivientes que habían conseguido escapar de la masacre en el campamento de refugiados.
La elección del enclave, que hasta el momento les había parecido la mejor entre las posibles, hizo que las probabilidades de supervivencia de quienes huían del campamento para salvar sus vidas se redujese prácticamente a cero. Se encontraban a mitad de camino de ninguna parte, sin nada alrededor más que un terreno yermo y vacío, tan solo salpicado por algunos ocasionales matorrales y numerosas zonas pedregosas.
Olga enseguida lo tuvo claro. Huyendo a la desesperada como hacía el resto de refugiados no conseguirían nada. Ya habían visto desfallecer a más de uno para acabar en las garras de una de aquellas bestias, e imaginar que ellos iban a tener mejor suerte era excesivamente ingenuo, de modo que optó por la alternativa en apariencia más insensata: subir a la pequeña colina junto a la que habían edificado el refugio.
Ambos sortearon aquella gran excavación que los soldados habían hecho en la colina con el objeto de enterrar a los infectados. La joven de los pendientes de perla guió a su aterrorizado hermano hacia el único lugar que parecía ofrecer algo de cobijo ante aquellos engendros del mal: el viejo roble que había en la pequeña colina. Sin parar de mirar en derredor, temerosa que alguno de aquellos infectados les hubieran seguido, formó un estribo con las manos y ayudó a su hermano a trepar hasta la rama más baja. Él le echó una mano y le ayudó a subir, y ambos treparon hasta el punto más alto al que pudieron llegar sin temor a partir ninguna rama.
Desde ahí la panorámica era desoladora. Se repetían los disparos y los gritos agónicos de los pocos supervivientes que aún trataban de salvar la vida en el campamento fuertemente iluminado por todos aquellos focos. A lo lejos, se podía distinguir a la perfección la silueta de Sheol, cuyo incendio parecía crecer por momentos, iluminando el horizonte tal como lo había hecho el astro rey hacía escasos minutos. Ambos hermanos se abrazaron fuertemente, y no fue hasta entonces que Olga se vino abajo, y comenzó a llorar. En esta ocasión fue el turno de Gustavo para consolarla. Ahora tan solo se tenían el uno al otro.
July 17, 2015
3×980 – Lontananza
980
Los días que siguieron a la incorporación de la familia de Olga y Gustavo al campamento de refugiados fueron muy ajetreados, pero al mismo tiempo insólitamente productivos. Con tantas manos con las que levantar aquél ambicioso sueño de seguridad y prosperidad, el proyecto enseguida comenzó a tomar forma.
En cuestión de días acabaron con el muro perimetral, con lo cual pudieron dormir mucho más tranquilos. Mientras tanto, también consiguieron dejar listo el módulo del comedor, el segundo dormitorio y acercaron al recinto más módulos prefabricados que servirían para cubrir las necesidades de un campamento cada vez más poblado. Los militares demostraron su valía deshaciéndose enseguida de cuantos infectados se acercaban, aunque a decir verdad, no tuvieron excesivo trabajo a ese respecto. El enclave escogido demostró ser muy acertado. Llegaron a pasar días enteros sin que recibieran una sola visita indeseada. Incluso llegaron a dejar abandonada una gran fosa en la que pretendían enterrar a los infectados que abatían, junto al roble que había en lo alto de la colina desde la que acostumbraban a controlar el perímetro, visto que el esfuerzo acabaría resultando estéril.
Tener algo en lo que trabajar tan duramente les permitía abstraerse de la realidad imperante fuera de aquella barrera que ellos mismos habían levantado, y pese al drama que a todos les había llevado ahí, el ánimo general empezó a mejorar paulatinamente. Si bien los lamentos y los llantos se repetían sin aparente descanso, sobre todo por las noches y en especial entre los recién llegados, la sensación general era de que finalmente, y si todos ponían de su parte, acabarían saliendo adelante.
Las noticias del exterior no eran en absoluto halagüeñas. El campamento disponía de un pequeño centro de comunicaciones con una estación de radio de baja frecuencia desde donde los militares se comunicaban con otros centros vecinos, para gestionar el exponencial número de refugiados del que tenían que hacerse cargo, y desde donde se ponían al día del estado en las calles de las ciudades de las que eran satélite. Las cosas alrededor del país no estaban mucho mejor que en Midbar, e incluso pequeñas poblaciones por las que la infección parecía haber pasado por alto, que se habían convertido en grandes fortines para los supervivientes de los pueblos vecinos que no tuvieron tanta suerte, empezaron también a caer en manos de aquél enemigo sin rostro ni más fin aparente que el de destruir todo a su paso.
El número de civiles que, alertados por los militares o quizá sólo atraídos por los cantos de sirena que corrían por doquier sobre la seguridad que ofrecía aquél centro, se acercaron al él, comenzó a crecer exponencialmente, incluso haciendo peligrar las reservas de alimento y agua potable de las que disponían, que no eran en absoluto despreciables. La mayoría de ellos no se conocían entre sí más que de vista, y no paraban de llegar más a cada nueva jornada. Algunos vinieron de fuera con sus propios vehículos, otros muchos a bordo de autobuses que trasladaban supervivientes de zonas en las que los centros estaban colapsados a otras zonas que sí podían hacerse cargo de ellos. No obstante, el de Midbar siguió prosperando, añadiendo más medios físicos para poder hacerse cargo del incremento demográfico, y se transformó en un referente a nivel nacional de buena gestión y optimización de recursos.
Pasaron los días y las semanas en una calma chicha que acabó confundiéndose con la certeza de que entre esas cuatro paredes ya nadie podría hacerles daño, y que por más que el país o incluso el mundo entero se hundiesen definitivamente, ese pequeño reducto resistiría cuanto tiempo fuese preciso hasta que las cosas, más tarde o más temprano, fuesen volviendo a la normalidad. Todo ello cambiaría drásticamente el primero de octubre.
Pese a la más que generosa distancia que les separaba de Sheol, todos escucharon con meridiana claridad aquella descomunal explosión, que incluso despertó a más de uno de quienes aún dormían y provocó el llanto de más de un bebé. Del mismo modo vieron la enorme columna de humo negro que se elevó en la distancia, movida por el viento, que fue creciendo a medida que pasaban las horas. Asumieron que se trataba de uno de los muchos incendios que habían asolado la península, que debió dar con alguna fábrica o depósito de combustible.
No eran pocas las hectáreas de montes calcinados que habían sucumbido a los incendios las últimas semanas, pese a los esfuerzos que aún seguían haciendo los cada vez más escasos cuerpos de seguridad del estado por intentar sofocarlos. En esta ocasión no tenía por qué ser diferente, y dada la más que generosa distancia que les separaba, lo tomaron como una anécdota más que añadir al libro de las atrocidades que les había tocado vivir en ese mundo en crisis permanente.
Ocurrió a media tarde. Muchos de los refugiados estaban en la sobremesa de la cena, charlando tranquilamente entre sus semejantes. Otros tantos dormían plácidamente en las carpas dormitorio. Lo primero que les alertó de cuanto estaba por venir fue el ruido. Si bien aquellas bestias se mantenían en un relativo silencio en su avanzar errático aunque contundente, lo que no podían ocultar era el ensordecedor batir de sus pies en el suelo.
Eran cientos, más de mil almas avanzando en estampida. La enorme mayoría venían de Sheol, huyendo del incendio que provocó la explosión en la gasolinera Amoco, pero a éste inicial grupo se le sumaron tantos infectados se cruzaron en su camino, que incitados por sus semejantes, se unían a ellos llamados por una extraña fuerza que les obligaba a imitarles. Resultaba muy difícil verles como seres individuales; parecían parte de un todo más grande, como un banco de atunes o una bandada de pájaros en plena migración. Ninguno de ellos marcaba el camino, no había líderes, ni siquiera un objetivo, pero a ellos no les hacía falta. Se limitaban a huir, sin saber ya muy bien de qué o con qué objetivo. Sus semejantes corrían en esa dirección, y eso era cuanto ellos necesitaban saber.
A duras penas tuvieron ocasión de dar la voz de alarma, y mucho menos de preparar una evacuación como a todas luces hubiera hecho falta, cuando aquella marabunta de infectados les rodeó por los cuatro flancos, haciendo que cualquier atisbo de supervivencia se asemejase al ingenuo sueño de un niño.
July 13, 2015
3×979 – Salvación
979
Campamento de refugiados a las afueras de Midbar
14 de septiembre de 2008
Jacinto fue el primero en salir del jeep en el que les habían trasladado al campamento. Su primera impresión fue de total desengaño, y enseguida se arrepintió de haber traído consigo a sus hijos a ese lugar, convencido de que ahí estarían mucho más desprotegidos de lo que lo estuvieron en su propia casa.
Él imaginó que les llevarían a un campamento fuertemente vallado, con todas las comodidades imaginables; alimento, agua y abundante personal de seguridad dispuesto a detener a quien quiera que se acercase con la intención de hacerles daño. Sin embargo, les habían traído a una zona yerma de terreno llano, a unos cien metros de la carretera más cercana, junto a una pequeña aunque alta colina coronada por un roble centenario. Por el momento, ahí tan solo habían varios módulos prefabricados, de los que se utilizaban como oficina o sala de descanso en las obras, una carpa de mecano montada y una segunda a medio montar, y un puñado de civiles trabajando en una valla perimetral que más tarde o más temprano acabaría cerrando el perímetro. Le sorprendió especialmente descubrir que eran los civiles quienes se encargaban del trabajo; eso sí, bajo la supervisión de los militares, armados hasta los dientes, que cuidaban que ningún infectado se aproximase.
Jacinto ofreció la mano a su hija, y ésta bajó del jeep, tapándose los ojos con la palma abierta de la mano contraria, a modo de visera. Gustavo dio un salto y se plantó junto a sus familiares, observando cuanto le rodeaba con la boca entreabierta y una expresión mezcla de sorpresa y decepción similar a la de su padre en el rostro. Enseguida les guiaron, a ellos tres y a las otras veinte personas con las que habían hecho el trayecto desde Midbar embutidos en la parte trasera del jeep, y les ofrecieron un generoso desayuno en la carpa que había a medio montar, junto a una pequeña agrupación de pinos, en la que había instaladas tres largas mesas. Ahí fue donde les explicaron pormenorizadamente lo que harían en adelante, mientras devoraban con gusto y quizá excesivo entusiasmo, el banquete de bienvenida.
El monólogo del sargento no daba pie a réplica, ni siquiera a interrupción. Les explicó lo que debían hacer, tal como daría una orden a cualquiera de sus subordinados. Serían ellos quienes se encargarían de levantar el campamento, junto con los demás civiles que ya habían pasado en él la primera noche, y todos cuantos pudieran seguir rescatando de las garras de los infectados de la maltrecha Midbar. Disponían de todo el material necesario, pero la responsabilidad era exclusivamente de ellos. Los militares se limitarían a asegurar su propia protección y la de los civiles.
El plan era realmente ambicioso: construirían tres naves dormitorio con espacio para más de quinientas personas, la carpa del comedor, la que aún estaba a medio montar, los servicios higiénicos, la enfermería, las dependencias de los soldados y sus familiares, e incluso un pequeño huerto. Ellos mismos se encargarían de cocinar, lavar la ropa y mantenerlo todo limpio y ordenado. El único y verdadero aliciente, amén de saberse protegidos por todos aquellos hombres y mujeres armados, era que disponían de una alacena rebosante de alimento, de la reserva para emergencias internacionales del ejército, por lo cual no tendrían que volver a preocuparse jamás a ese respecto. Y en el caso que a largo plazo ésta se extinguiese, si la crisis en el país no se resolvía las próximas semanas, los propios soldados harían redadas periódicas hacia los núcleos urbanos para reabastecerse.
Jacinto sintió una sensación agridulce. El destino que les pintaban era realmente halagüeño, pero él no se sentiría tranquilo hasta saber a sus hijos realmente protegidos por unos muros que aquellas bestias no pudiesen echar abajo. Sin embargo, tuvo que reconocer que la ubicación escogida, a al menos diez kilómetros del núcleo urbano más cercano, la hacía un lugar excelente para dejar atrás las pesadillas que se vivían en la ciudad. Todo apuntaba a que sería mucho más seguro que cualquiera de los centros que se habían habilitado en Sheol los últimos días, varios de los cuales habían sufrido pequeños ataques de infectados que fueron erradicados con presteza, aunque no sin numerosas bajas. Los infectados acostumbraban a concentrarse en los crecimientos urbanos, pues era ahí donde iniciaban esa nueva etapa de sus vidas. Raramente los abandonaban, y ello jugaba mucho a favor de este nuevo emplazamiento.
Lo habían pasado francamente mal a solas en el piso, viendo menguar día a día las existencias de alimento y bebida de las que disponían. Estaba claro que las condiciones del lugar, al menos por el momento, no eran las mejores imaginables, pero al menos el hecho de reencontrarse con la civilización, amén de sentirse protegidos por semejante cantidad de personas armadas dispuestas a abatir a quien quiera que osase perturbar su seguridad, acabaron de convencer a Jacinto de que quizá no había cometido un error. Lo verdaderamente importante era cerrar el perímetro cuanto antes, y de eso parecían todos conscientes, pues no se hablaba de otra cosa en el comedor.
Tan pronto acabaron con el desayuno les guiaron hacia la otra carpa, la única que sí estaba acabada de cuantas se encontraban en proyecto. Ahí encontraron una cantidad obscena de literas alineadas en la pared trasera, un pequeño módulo de obra con dos minúsculos servicios higiénicos, y varios soldados que les adjudicaron varias sábanas, toallas y algunos productos de higiene personal. A Olga le entregaron un pequeño neceser con productos de higiene íntima femenina. Les invitaron a escoger de entre las literas vacías las que prefiriesen, y a guardar las pertenencias que habían traído consigo en las cajoneras que había bajo la cama inferior, avisándoles que en diez minutos les llevarían a trabajar en la construcción de la valla perimetral. Ninguno de los presentes puso objeción alguna a ese respecto. Tan solo se librarían varios niños pequeños y un bebé, que serían atendidos por sus progenitores.
Ese fue un día de duro trabajo, pero pese a lo dura que resultó de la tarea, bajo aquél sol de justicia, todos pusieron de su parte sin rechistar, conscientes que su propia seguridad y la de sus seres queridos dependía de ello. Tan solo tuvieron que lamentar la visita de un único infectado, al declinar el sol, pero éste fue abatido sin miramientos por cinco soldados diferentes, mucho antes de que supusiera peligro alguno para los recientes habitantes del campamento. Se fueron a acostar con tan solo una cuarta parte del perímetro vallada, con más de una docena de centinelas vigilando el perímetro iluminado por grandes focos alimentados por generadores portátiles.
A diferencia de sus hijos, Jacinto tuvo serios problemas para dormirse, y no fue por los ronquidos que veían de las literas vecinas. Lo hizo con una sensación al tiempo de miedo y satisfacción. De lo que no cabía duda alguna, era de que aún había lugar para la esperaza.
July 10, 2015
3×978 – Respiro
978
Barrio obrero de Midbar
14 de septiembre de 2008
Jacinto estaba temblando de pies a cabeza. Al menos media docena de rifles le apuntaban al pecho. Él se limitó a levantar los brazos en señal de sumisión, pensando exclusivamente en sus hijos, confiando en no haber cometido una estupidez.
Se encontraba frente a una plaza rectangular con un enorme alcorque en el que convivían nueve altas palmeras. Dos parejas de ojos le observaban desde el octavo piso de un bloque cercano, expectantes del desenlace del reciente encuentro entre él y todos aquellos militares.
Llevaban más de una semana malviviendo en casa los tres últimos supervivientes de la familia. El de Agustina fue uno de los últimos funerales que se celebraron en la ciudad, pues escasas veinticuatro horas más tarde cerraron tanto el tanatorio como el cementerio municipal, pese a que no habían tenido tanta demanda en los casi cien años de historia que acarreaban a las espaldas. Por fortuna, éste se produjo sin el menor contratiempo, y pudieron darle una despedida digna aunque increíblemente amarga a la matriarca. Ninguno hizo comentario alguno al respecto, y los tres se sintieron mal por siquiera pensarlo, pero no pudieron evitar asumir que con una boca de menos, la esperanza de vida de quienes aún conservaban la vida se volvían algo más altas. Ese parecía haber sido el último regalo que les entregó Agustina antes de abandonar la vida.
Desde entonces no habían vuelto a salir de casa. Se alimentaban sólo dos veces al día para racionar la comida, y pronto se quedaron incluso sin electricidad. Todos los vecinos habían abandonado el bloque de pisos que ahora sólo ocupaban ellos tres. Incluso hubieran podido jurar que ya no quedaba nadie más en el barrio. Al menos nadie con quien ellos pudiesen querer cruzarse. De lo que no cabía duda alguna era de que aquellas bestias sin alma habían ganado la guerra a los habitantes de Midbar, y eran ahora los dueños y señores indiscutibles de la ciudad. Ello era sin duda debido a la proximidad a Sheol, la indiscutible zona cero de la pandemia a nivel mundial. La mera idea de pisar de nuevo la calle era algo que producía escalofríos a los tres. Sin embargo, todo cambió esa mañana del ya casi extinto peor verano de sus vidas.
Tan solo tenían alimentos para aguantar una o dos semanas más, si seguían racionándolos, y sin un vehículo con el que poder huir y conscientes de lo arriesgado que era salir a la calle, se limitaban a aguantar, conscientes de que la escasez de alimentos les acabaría empujando a una situación que raramente no se traduciría en una nueva tragedia. Eso fue lo que acabó de convencer a Jacinto de que valdría la pena probar suerte con aquellos militares.
Se habían presentado por sorpresa de madrugada, cuando los tres dormían. Les despertó el estruendo que expelían los megáfonos que utilizaban para alertar a los vecinos del final del toque de queda. Hasta el momento, y desde hacía algo menos de una semana, se había declarado un toque de queda vinculado a las horas de oscuridad. Cualquier persona que fuese sorprendida deambulando por las calles por la noche sería abatida sin miramientos. Ahora ese toque de queda se ampliaba también a las horas diurnas, por lo que se concedían la libertad de acabar con la vida de cualquier persona que pisara la calle, a cualquier hora del día. A cambio, ofrecían cobijo y alimento en el recién inaugurado centro de refugiados que el ministerio de defensa había habilitado en las afueras de la ciudad, en unos terrenos a diez kilómetros del centro urbano, junto a una colina desde la que se podía otear varios kilómetros a la redonda.
Esa atractiva oferta atrajo a docenas de supervivientes de Midbar, que al igual que la familia de Jacinto se habían hecho fuertes en sus propias casas, que ahora ocupaban varios de los jeeps que habían traído los militares para dicha empresa, que les llevarían a ese destino seguro con el que todos soñaban. Pero del mismo modo, semejante estruendo también atraía a muchos de los infectados que vivían en la ciudad, que eran abatidos sin miramientos, haciendo que muchos de los supervivientes se lo pensaran dos veces antes de dar el paso, y por ende acabasen dejando pasar esa oportunidad de oro por miedo a ser abatidos igual que ellos o incluso peor: devorados por ellos.
Por fortuna, cuando pasaron junto a la vivienda en la que vivían los dos hermanos y el padre de familia, no se produjo ni un solo disparo, y tras una corta discusión en la que Olga se mostró muy reacia dar su brazo a torcer, Jacinto acabó bajando las escaleras a toda prisa para reunirse con quienes debían ser sus salvadores, a quienes tenía ahora delante, apuntándoles con aquellas pesadas armas.
SARGENTO SERRANO – ¿Está usted solo?
Jacinto negó con la cabeza. Tragó saliva, mientras se repetían en su mente las palabras de Olga tratando de convencerle para que se quedase en casa.
SARGENTO SERRANO – Bajad las armas, por el amor de Dios. ¿No estáis viendo que está asustado?
Los soldados acataron la orden de su superior y dejaron de apuntarle. Juanjo respiró aliviado, y notó un agradable calorcillo recorriéndole el estómago.
SARGENTO SERRANO – ¿Cuántos sois?
JACINTO – Tres. Sólo yo… y mis dos hijos.
El sargento asintió vagamente con la cabeza, y dio un paso al frente, acercándose a Jacinto.
SARGENTO SERRANO – Sube a avisarles. Os venís con nosotros. Traed mudas limpias y toda la comida que tengáis en casa. La soldado Román os acompañará. Tenéis cinco minutos.
Jacinto asintió. La soldado se colocó a la vera de Jacinto. Le sacaba una cabeza, y no parecía muy contenta del trabajo que su superior le había encomendado. Ambos desanduvieron el camino que había hecho el padre de familia para reunirse con los soldados. Jacinto lo hizo aún con el susto en el cuerpo, pero con una tímida sonrisa dibujada en los labios; al fin podría darles a sus hijos el respiro que tanto merecían.
July 6, 2015
3×977 – Cordura
977
Piso de la familia de Gustavo y Olga en Midbar
6 de septiembre de 2008
OLGA – ¡Que te he dicho que no!
Los lagrimones recorrían las mejillas de Gustavo como dos pequeños afluentes que convergían en su barbilla y caían al vacío. Miró con odio desmedido a Olga y se abalanzó hacia el pomo de la puerta del dormitorio tras el que se encontraba Agustina. La joven de los pendientes de perla tuvo que agarrarle de la muñeca y pegar un fuerte tirón para evitar que se saliera con la suya. Y lo consiguió, justo a tiempo. Él trató de zafarse, ambos forcejearon hasta caer aparatosamente al suelo, y rodaron por él mientras el joven arquero se retorcía y ella trataba de inmovilizarle. Acabaron fuertemente abrazados, el uno por la imperante necesidad de calor humano y consuelo, y la otra para asegurarse que así el chaval no cometiese ninguna insensatez. Los gritos y los golpes de Agustina al otro lado de la puerta se mezclaban con los llantos y gimoteos de su hijo, delatando que para ella ya era tarde.
Ambos sabían perfectamente lo que le había ocurrido, aunque el joven arquero se negase a reconocerlo. Olga también lo estaba pasando francamente mal, pero a diferencia del chico, era consciente de que como no demostrase el valor añadido de su madurez, su hermano acabaría haciendo una tontería que podría costarles la vida a ambos. Para acabarlo de estropear todo, Jacinto hacía más de seis horas que había salido de casa en la enésima partida en busca de víveres del día, consciente de que pronto ya no habría ningún lugar al que acudir en las proximidades. Pasaba ya la una de la medianoche, y aunque ninguno de los dos lo había verbalizado, ambos sospechaban que no volvería.
Todo parecía haberse tranquilizado. Olga se levantó, y ofreció su mano a Gustavo para que hiciese lo propio. En ese momento los gritos se reanudaron, incluso con mayor virulencia. Olga se llevó a su hermano al salón con presteza, y cerró la puerta del pasillo que lo conectaba con las dos habitaciones y el baño. El ruido apenas se sofocó. Ambos se quedaron en silencio; ella de pie frente a la puerta del pasillo, con la mirada perdida en la puerta de entrada, y él sentado en el sofá, sujetándose las sienes con ambas manos, con los codos sobre las rodillas. Sabían que llamar a una ambulancia, y mucho menos a la policía, era al mismo tiempo un esfuerzo estéril y una insensatez en sí misma, dadas las circunstancias, de modo que se limitaron a dejar pasar los minutos, sin mediar palabra.
Ninguno de los dos percibió cómo los gritos, los golpes y el arrastrar de pies iracundo fueron apagándose hasta que reinó de nuevo el silencio. Fue precisamente el contraste el que les hizo abandonar el estado de desconexión en el que se habían sumido tras aquella pequeña refriega. No hubieran podido asegurar si habían pasado cinco minutos o cinco horas, pero ambos sintieron un vuelco en el corazón al ver aparecer a Jacinto tras la puerta de entrada. Gustavo corrió a reunirse con él, se le echó encima y le abrazó con todas sus fuerzas, mientras irrumpía de nuevo en llanto. Su padre le acarició el alborotado cabello, con una media sonrisa. Parecía agotado.
JACINTO – Lo siento muchísimo.
Olga se acercó a su padre con un nudo en el estómago, y se fijó en su estado. Tenía la camisa desgarrada a la altura del hombro y los pantalones manchados de tierra. Además, lucía una herida en el mentón con algo de sangre seca alrededor.
OLGA – ¿Qué te ha pasado?
El cabeza de familia miró avergonzado a su hija y tomó aire.
JACINTO – Me han robado el coche. Fui hasta Etzel, porque me dijeron que ahí había un súper que aún estaba operativo. Y era verdad. Pude comprar bastante comida, y a bastante mejor precio que aquí, pero al salir me abordaron unos chavales. Me robaron todo lo que tenía y no contentos con eso, se llevaron también el coche. Sólo he podido salvar esto.
Jacinto se llevó una mano al bolsillo y sacó una pequeña lata de atún en aceite vegetal. No le sorprendió demasiado que a sus hijos no les importase en absoluto cuanto les estaba explicando. Más adelante ataría cabos y comprendería el doloroso motivo de dicha apatía.
JACINTO – He tenido que venir andando, porque me ha sido imposible coger un taxi, y no he sido capaz de parar un solo coche en la carretera para que me acercase a Midbar.
El padre de los dos jóvenes tragó saliva y dio el siguiente e inevitable paso, que resultó especialmente doloroso para él.
JACINTO – ¿Cómo se encuentra vuestra madre?
Olga negó con la cabeza, con la mirada algo gacha. Gustavo gimoteó con más fuerza. Jacinto se puso en tensión, y corrió hacía la puerta del pasillo. La abrió a toda prisa, y se disponía a dar un par de zancadas más hasta el dormitorio en el que había dejado a su mujer enferma al partir, cuando notó cómo su hija le agarraba de la muñeca.
OLGA – ¡Para! ¡No abras la puerta!
Jacinto le ofreció a su hija una mirada que le heló la sangre.
JACINTO – Apártate.
OLGA – No, papa. No sabes lo que estás haciendo. Ella…
Jacinto se deshizo de la mano de su hija de un tirón.
OLGA – ¡Apártate te estoy diciendo!
Olga se quedó parada. Su padre jamás le había levantado la voz. Era la persona más tranquila y dulce que conocía, y tan solo atinó a colocarse delante de Gustavo, apartándole con el brazo, haciéndole de escudo. El joven arquero se dejó hacer. En esos momentos no era más que una caricatura de lo que había sido. Ambos contemplaron cómo Jacinto tomaba aire, lo soltaba lentamente y se acercaba a la puerta del dormitorio.
JACINTO – ¡Tina!
Lo único que recibió como respuesta fue silencio. Pero no se dio por vencido y siguió gritando su nombre a voz en grito en mitad de la noche. Olga frunció ligeramente el ceño. Había algo que no acababa de encajar en ese cuadro.
Jacinto se armó de valor y posó su mano sobre el pomo de la puerta.
OLGA – ¿Qué haces? No abras. Por favor…
JACINTO – Apártate cariño. Sólo quiero saber qué ha pasado.
Jacinto desoyó por enésima vez los sabios consejos de su hija y abrió la puerta, dispuesto a afrontar lo que quiera que fuese que hubiese al otro lado. Pero ahí no había absolutamente nadie.
Estaba todo tirado por el suelo: la lámpara de la mesilla de noche, el vaso de agua con el que Agustina acompañaba las pastillas para el dolor… incluso el cuadro en el que salían sus dos hijos cuando no eran más que unos críos, en el último viaje que habían hecho al pueblo de origen de ambos padres, en el sur del país, cuyo cristal se había roto. Jacinto miró a sus hijos, y se extrañó al ver la expresión sorprendida en el rostro de su primogénita. Ella estaba mirando hacia la ventana, que estaba abierta de par en par. No fue hasta que él la imitó que ató cabos y comprendió lo que había sucedido.
July 3, 2015
3×976 – Unión
976
Piso de la familia de Gustavo y Olga en Midbar
5 de septiembre de 2008
Gustavo se asomó a la ventana, que estaba abierta de par en par, apoyándose en el marco de madera repintado de blanco innumerables veces por los anteriores arrendatarios del piso. Esa era la única habitación desde la que se veía la calle, en escorzo, por encima del bloque de pisos colindante, que era tres pisos más bajo. Vivían los cuatro de alquiler en un octavo piso con ascensor, en la periferia de Midbar, en un barrio obrero. Tuvieron que mudarse por cuarta vez cuando Agustina quedó postrada en la silla de ruedas, pues el anterior piso en el que vivían, pese a que era más bajo, carecía de ascensor.
El joven arquero respiró hondo, con la mirada perdida en aquella pequeña porción de parque en la que a esas horas de la tarde debían estar jugando los niños y las niñas del vecindario. El parque estaba totalmente vacío y en silencio, al igual que el resto de la calle. Todo estaba excepcionalmente silencioso últimamente, aunque el contraste cuando éste silencio se rompía, y lo hacía cada vez con más frecuencia, no acostumbraba a augurar nada bueno.
Gustavo se dio media vuelta y echó un vistazo a su madre Agustina. Ella estaba tumbada en la cama de matrimonio, con los ojos cerrados, tratando en vano de descansar. Había comenzado a enfermar desde el mismo día del desafortunado incidente en el estadio, y desde entonces su salud había empeorado considerablemente. Sin embargo, llevarla a un hospital no era una opción en los tiempos que corrían. Los cinco que había en Sheol, el de Etzel, e incluso el pequeño centro médico de Midbar, habían sufrido graves y violentas crisis que habían acabado con la vida de docenas de pacientes, enfermeros e incluso médicos. Ahí es donde más gente infectada de aquél extraño virus acudía, y por ende, donde más muertos se producían. Del mismo modo, y dado su delicado estado de salud y la creciente violencia que reinaba en las calles, no habían osado trasladarse en coche a una zona más segura del país, como sí habían hecho prácticamente la entera totalidad de los que fueran sus vecinos en aquél viejo bloque de pisos.
El joven arquero se dirigió a su madre, le cogió la gasa que tenía en la frente, y comprobó que estaba ardiendo. Introdujo el pequeño trapo rosado en un cubo con agua que había junto a la mesilla de noche, lo estrujó, y volvió a colocárselo, con la ingenua intención de que así pudiera bajarle algo la fiebre que llevaba acarreando desde hacía más de veinticuatro horas. Se miró por enésima vez el reloj de muñeca, preguntándose cuándo volverían su padre y su hermana, que habían salido a buscar víveres con los que pasar la semana. A él no le habían dejado acompañarles so pretexto de que alguien debía quedarse con Agustina, para cuidar de ella. No obstante, él sabía que el motivo era otro.
Desde que se reencontraron y explicaron a Jacinto lo ocurrido, temieron que de un momento a otro se presentase la policía en la puerta de su casa para llevárselo preso. Pero eso sencillamente no ocurrió. Si bien al principio temían de cada paso que se escuchaba en el rellano, poco a poco fueron asumiendo que dicho momento no llegaría. Era tal el nivel de trabajo que tenían la policía, los bomberos y el ejército esos días, tal el número de homicidios y ataques injustificados e injustificables, que harían falta años para identificar, procesar y penar a todos sus autores, entre los que Gustavo se encontraba, aunque por motivos muy diferentes. Desde entonces nadie había llamado al timbre de su casa para llevárselo. Al principio él estaba convencido de que lo harían, y plantearon incluso la posibilidad de darse a la fuga para evitarlo. Si no lo hicieron fue por el delicado estado de salud de Agustina, y el tiempo acabó demostrándoles que no hubiera hecho falta. No obstante, cuando Gustavo escuchó voces y pasos en el rellano de la escalera, acostumbrado como estaba al sempiterno silencio, no pudo evitar ponerse en guardia.
Se trataba de Olga y Jacinto. Habían vuelto a casa prácticamente con las manos vacías. Se reunieron los tres en el minúsculo salón y le explicaron al joven arquero que habían pasado por más de una docena de tiendas, la mayoría de las cuales estaban cerradas. El único supermercado que encontraron abierto no permitía compras superiores a veinte euros, amén de que estaba prácticamente vacío de existencias. A ambos les llamó la atención comprobar que habían subido al menos un 50% los precios en cuestión de unos pocos días, así como la presencia de un guardia de seguridad armado en todos y cada uno de los pasillos, y un par de ellos en la línea de cajas. Finalmente consiguieron algo más de comida comprándosela a una especie de buhonero que les llamó la atención desde un callejón estrecho, que les ofreció lo que buscaban a un precio tanto o más prohibitivo que la tienda de la que habían salido con cuatro latas de conserva.
Por fortuna disponían de agua para varias semanas, pues habían tenido la ocurrencia de llenar botellas, fiambreras y garrafas, en previsión de lo que había pasado en algunos barrios de Sheol la jornada anterior. Y dicha idea se demostró especialmente acertada cuando esa misma mañana comprobaron que se habían quedado sin suministro de agua en el piso.
Después de guardar en la cocina las escasas existencias que habían podido conseguir, junto a todo cuanto ya tenían antes del inicio de la crisis en el país, se dirigieron al dormitorio que compartían los progenitores. Agustina estaba dormitando, pero se despertó al verles entrar, y forzó una sonrisa que resultó especialmente dolorosa a sus familiares.
AGUSTINA – Venid aquí.
Padre e hijos acataron su orden y se colocaron a su vera, a los dos lados de la cama, con un nudo en el estómago. Ella trató en vano de tranquilizarles, de convencerles de que todo saldría bien y que en breve se recuperaría, pero todos presentían que eso no ocurriría, por más que se esforzasen en negarlo. Agustina sabía que no le quedaba mucho tiempo, y había decidido pasarlo en compañía de sus seres queridos. Acabaron los cuatro abrazados y llorando a moco tendido sobre la misma cama en la que esa misma noche ella perdería la vida. Por primera vez.
July 1, 2015
3×975 – Colapso
975
Urgencias del hospital Shalom de Sheol
3 de septiembre de 2008
OLGA – ¿Pero tú dónde estás?
JACINTO – Estoy saliendo de Etzel. No tardaré más de diez minutos en llegar. No te puedes imaginar la de coches que hay en la carretera…
La joven de los pendientes de perla resopló, impaciente. De fondo se oían los gritos agónicos e iracundos de algunos de los pacientes que habían llegado con anterioridad a las atestadas urgencias del hospital. Varios de ellos habían sido fuertemente sedados y atados de pies y manos a las camillas sobre las que descansaban para evitar que se autolesionasen, o lo que era peor, que agrediesen a otros enfermos. Por fortuna, dichos enfermos habían sido trasladados a otra ala del hospital, pero aún así, el ruido que de ésta llegaba a los oídos de Olga resultaba escalofriante.
OLGA – No sé si nos vamos a poder quedar mucho más tiempo. Aquí no para de entrar gente, y a la mama ya le han escayolado el brazo y le han inyectado un recordatorio de la vacuna ЯЭGENЄR, y hace más de una hora que estamos esperando que venga el médico otra vez para…
JACINTO – Tú no te preocupes, cariño. Yo os voy a buscar fuera si hace falta, pero no os mováis de ahí. Siento no… no haber podido estar ahí antes con vosotros pero… la carretera está imposible hoy. Dile… dile a tu hermano que se ponga.
Olga tragó saliva. Había decidido explicarle todo cuanto había ocurrido en el estadio una vez le tuviese delante, para no preocuparle más de lo estrictamente imprescindible, más ahora que estaba al volante, pero no podía seguir demorando el afrontar lo inevitable. Respiró hondo, sacó el aire lentamente por una pequeña abertura entre sus labios, y se disponía a revelarle a su padre el motivo por el que Gustavo no estaba en el hospital con ellas cuando una imagen en su visión perimetral le hizo girarse hacia la puerta de entrada a las urgencias.
Había tanta gente por medio que no pudo distinguir a su dueño, pero aquella gorra era a todas luces inconfundible. La recordaba especialmente, porque había sido ella misma quien se la regaló a Gustavo, hacía unos meses, durante un viaje relámpago que hicieron al norte para que el joven arquero pudiese participar en un torneo de tiro al arco. Él había olvidado la suya en casa, y ella se la compró en una tienda cercana al polideportivo en el que se celebraba el torneo. Éste día Gustavo hizo un papel excelente, aplastando sin piedad a sus contrincantes, uno de los cuales salió llorando del polideportivo. Desde entonces siempre la llevaba puesta cuando acudía a un torneo importante, y hasta el momento nunca había perdido llevándola puesta. Él estaba convencido que era su gorra de la suerte.
OLGA – Espera… espera un segundo.
Olga no aguardó a la respuesta de su padre; bajó el teléfono y se despidió de Agustina, que descansaba sobre su silla de ruedas junto a la entrada de los servicios. La joven de los pendientes de perla se abrió paso entre la muchedumbre, teniendo que empujar a más de una persona, hasta que finalmente consiguió llegar a la entrada. Su decepción fue mayúscula al comprobar que ahí no estaba Gustavo. Lo buscó con la mirada, oteando en todas direcciones, de puntillas, pero no fue capaz de encontrarle. Incluso salió al exterior, a la sombra de la marquesina, y le llamó la atención comprobar que ahí fuera había tanta o más gente que dentro, bajo aquél sol de justicia. Se sorprendió especialmente al ver un par de jeeps del ejército estacionados en el aparcamiento privado del hospital, y media docena de personas uniformadas portando voluminosas y pesadas armas hablando entre sí a la sombra de unos pinos no muy lejos.
Al volver con su madre, convencida de que todo había sido fruto de su imaginación, le vio junto a ella, de espaldas. Se había quitado la gorra, que ahora estrujaba entre sus dos manos, mostrando su ensortijado pelo moreno sobre los hombros. Estaba hablando con Agustina. Fue entonces cuando Olga recordó que había dejado a su padre colgado al teléfono.
OLGA – Perdona, papa. Que… me he despistado. Ahora… ahora te llamo yo.
JACINTO – Cariño, ¿qué…?
Olga colgó el teléfono, lo metió en el bolso, y puso su mano sobre el hombro del chaval.
OLGA – ¿Qué haces aquí, Gus?
Gustavo se giró a toda prisa, asustado al notar que alguien le tocaba.
OLGA – ¿Cómo es que…?
El joven arquero negó con la cabeza, al tiempo que sus ojos adquirían un brillo especial y su mandíbula inferior comenzaba a vibrar inconteniblemente. Olga dejó la frase inacabada al recibir el abrazo de su hermano pequeño. La joven de los pendientes de perla acarició la espalda de Gustavo, tratando de tranquilizarle. Pasaron así cerca de un minuto, entre el ruido y el desagradable olor a sudor de aquél caluroso espacio cerrado.
GUSTAVO – Tenemos que irnos de aquí, ahora.
OLGA – Pero qué ha pasado. ¿Cómo es que te han soltado?
GUSTAVO – Luego te lo explico todo. No hay tiempo. Tenemos que irnos de aquí cuanto antes. Este sitio no es seguro.
OLGA – ¿Qué? ¿Pero por qué? ¿Qué pasa?
GUSTAVO – Es como en la película aquella, que vimos el verano pasado. De aquella mujer rubia que se encerraba en una casa con un negro, y los muertos se levantaban y se los querían comer.
OLGA – Por el amor de Dios, Gus, tranquilízate. ¿Tú te estás oyendo?
GUSTAVO – Lo he visto, Olga. No te estoy engañando. ¿Te acuerdas de la policía que me estuvo haciendo todas aquellas preguntas, en el estadio? He visto cómo la mataban, y cómo se levantaba toda loca e intentaba matar a su compañero. Tenemos que irnos ya. ¿No te das cuenta?
Ambos se giraron al escuchar la voz apagada de Agustina entre el griterío general.
AGUSTINA – Haz caso a tu hermano.
OLGA – Pero…
AGUSTINA – Yo estoy bien, y aquí no nos van a atender en lo que queda de tarde. Vayámonos fuera. Necesito aire.
Olga se limitó a asentir, agarró la silla de ruedas de su madre por la asidera, y puso rumbo a la salida, mientras Gustavo les iba haciendo paso. Para cuando consiguieron llegar a la marquesina de entrada, Jacinto acababa de aparcar a dos manzanas de ahí, en la cuneta, junto a unas viñas. Enseguida se reunieron los cuatro y pusieron rumbo de vuelta a casa, en Midbar, donde las cosas estaban aún mucho más tranquilas. Aunque no tardarían en torcerse, al igual que estaba ocurriendo en Etzel y las demás ciudades adyacentes a Sheol, cual mancha de aceite sobre el agua.
Si tan solo hubieran permanecido en las urgencias media hora más, habrían presenciado la masacre que se vivió ahí esa calurosa tarde de verano, cuando uno de los enfermos despertó de su letargo medicamentoso, consiguió zafarse de sus grilletes y hacer cundir el pánico en la atestada sala, infectando a más de una docena de personas antes de ser abatido sin piedad por los soldados que había apostado el ejército en las inmediaciones. Aunque para entonces ya había conseguido infectar a siete personas más, que a su vez infectarían a otras ciento ochenta, y así sucesivamente.
June 26, 2015
3×974 – Lechugas
974
Centro de Sheol
3 de septiembre de 2008
Gustavo salió de su ensimismamiento al escuchar los golpes en el capó del coche de policía. Se había evadido del mundo que le rodeaba sumergiéndose en sus pensamientos desde que partieron del estadio. No podía parar de pensar en lo que había hecho, y en las repercusiones que ello acarrearía tanto para sí mismo como para su familia. Sin duda acabaría en un centro de reeducación, en una cárcel juvenil llena de delincuentes y matones que le harían la vida imposible. Temía también que con todo el revuelo formado nadie se hubiese dado cuenta de su victoria, o que le negasen la gratificación económica que tanto necesitaba Agustina. Pero sin duda lo que más le incomodaba era el hecho que no sentía el menor remordimiento. Su madre estaba siendo brutalmente atacada, y él se había limitado a defenderla con los medios que estaban a su alcance, como hubiese hecho cualquier buen hijo. Tenía dudas sobre muchas cosas de las que habían ocurrido esa mañana, pero de lo que estaba convencido era de que lo volvería a hacer cuantas veces fuese necesario.
Los golpes en el capó no cesaron hasta que la compañera del agente Sañudo, que iba en el asiento del copiloto, salió a atender a aquél joven exaltado. En un primer momento le confundieron con uno de aquellos perturbados, pero éste sí atendía a razones, y les imploraba que parasen y le ayudasen. Debía tener un par de años más que Gustavo, y mostraba su pecho desnudo a través de una camiseta desgarrada desde la axila izquierda hasta la entrepierna.
ANSELMO – ¡Gracias a Dios que por fin habéis llegado! Hace al menos media hora que hemos llamado. ¿Por qué habéis tardado tanto?
AGENTE QUIJO – Disculpe señor, pero…
ANSELMO – Da igual, no tenemos tiempo. ¡Ven, vente conmigo!
Llevaban así desde el inicio del turno esa misma madrugada, atendiendo a diferentes llamadas de auxilio de civiles desesperados e impacientes. Todas compartían idéntico patrón: el de una o varias personas extremadamente violentas que agredían a terceros sin que hubiese ningún móvil aparente. La agente echó un vistazo a su compañero, que lo había escuchado todo desde su posición tras el volante. Éste le hizo un sutil gesto afirmativo con la cabeza, y dio algunas instrucciones por la radio que había instalada en el salpicadero antes de dirigirse a Gustavo.
AGENTE SAÑUDO – Vamos a ausentarnos un momento. No te muevas de ahí.
La única respuesta que recibió por parte del joven arquero fue un pestañeo. Anselmo mostraba cada vez más abiertamente su desasosiego.
AGENTE SAÑUDO – No se te ocurra hacer ninguna tontería, ¿estamos?
Gustavo agitó levísimamente la cabeza a lado y lado, y entonces el agente Sañudo abandonó el vehículo, cerciorándose antes de que las puertas estuviesen cerradas de modo que el joven no pudiese salir. Desde su posición, a través de la ventanilla, el joven arquero pudo contemplar en palco preferente la trágica escena que en breve se produciría en la frutería de la que había salido Anselmo tan pronto descubrió el coche de policía circulando por la estrecha calle.
Se trataba de un local bastante pequeño, totalmente abierto a la calle, sin ningún tipo de puerta ni cristalera más que la persiana que lo hacía inaccesible a extraños durante las horas que no estaba abierto al público. Ahora sí lo estaba, y ahí se habían congregado al menos una docena de personas. Ello contrastaba con lo vacía y silenciosa que estaba la calle.
Había manzanas, peras y plátanos tirados por el suelo, muchos de ellos pisoteados. Junto al mostrador, entre éste y una mesa de madera con ruedas llena de calabazas redondeadas y de un intenso color naranja, que le recordaron a la noche de difuntos del año anterior, había una mujer mayor recostada en el suelo. Parecía bastante afectada. Tenía una brecha en la cabeza, parecida a la de su hermana Olga, oculta tras un puñado informe de papel de cocina parcialmente empapado de su propia sangre, que se afanaba en apretar para cortar la insistente hemorragia. A juzgar por su delantal, esa mujer debía ser la dueña del local.
Desde el interior del coche, Gustavo no alcanzaba a discernir lo que los nerviosos clientes le explicaban atropelladamente a los dos policías. A juzgar por el aspecto que lucían tanto ellos como el local, ahí se había vivido una pequeña batalla campal. Anselmo señaló a la puerta de la trastienda, que estaba cerrada a conciencia, y con una gran mesa de madera llena de lechugas romanas bloqueándola. La mayoría de los presentes hablaba a la vez, atropelladamente, y uno de ellos ayudó a la policía a apartar la mesa, que se apoyaba en el suelo con cuatro ruedas, hasta despejar el acceso a aquella puerta de misterioso contenido. La agente Quijo se colocó delante, con la pistola apuntando al suelo, mientras una de las chicas que había en la frutería, que lucía un vestido veraniego rojo, se llevaba una mano a la boca. Estaba llorando; quien se escondía tras la puerta era su padre. Varios de los presentes caminaron sigilosamente hacia la salida, mientras la policía colocaba su mano libre sobre el pomo.
La agente abrió la puerta de par en par, pero ahí dentro no parecía haber nadie. Se giró hacia Anselmo, con una expresión en el rostro que delataba su molestia, pues tenían demasiado trabajo para perder el tiempo. En ese mismo instante, un hombre alto y muy corpulento apareció tras la puerta, como salido de la nada, y se le echó encima. La agente no pudo evitar la embestida, y cayó irremisiblemente de espaldas al suelo, con tan mala fortuna que presionó por error el gatillo de la pistola e hirió el pecho de la joven del vestido rojo, la hija del infectado. Gustavo hubiera podido jurar que el sonido de su agónico alarido se escuchó con más intensidad que el del disparo que acabó con su vida. El impacto de la nuca de la agente Quijo en el duro suelo del local le hizo perder la conciencia, lo cual se tradujo en una buena noticia, pues no sintió ni los golpes ni los mordiscos que le brindó el furioso infectado.
En adelante todo pasó demasiado rápido. Hubo sangre y forcejeos. Varios disparos y muchos, muchos gritos. Gustavo se colocó de espaldas a la puerta, y con sus manos unidas en la espalda por aquella gruesa brida negra, trató desesperadamente de abrirla. Todo esfuerzo resultó inútil. La violencia iniciada en la frutería se había trasladado a la calle, y pronto todo volvió a quedar en silencio. El joven arquero se puso genuinamente nervioso, más cuando escuchó por la radio que había instalada en la guantera lo que estaba ocurriendo a escasas cinco manzanas de ahí.
Trató de deshacerse de la brida que le privaba de su libertad, pero tan solo consiguió hacerse daño en las muñecas. Todo esfuerzo por abrir las puertas resultó inútil, y la ventanilla parecía irrompible, o al menos estaba hecha de un material mucho más duro que sus maltrechos nudillos.
Ya se había abandonado a la consternación cuando un golpe en la puerta del conductor le hizo girarse a toda prisa. La puerta se abrió atropelladamente, y tras ella apareció el rostro desencajado del agente Sañudo. Había perdido su gorra, lucía tres marcas rojas en la mejilla, delatoras de un arañazo que había traspasado la epidermis, y su mano derecha estaba empapada de una sangre que a todas luces no era suya. El policía cogió el micrófono de la radio, manchándolo del espeso líquido carmesí, sin prestar la menor atención al chico que tenía ahí detrás retenido. A duras penas tuvo ocasión de abrir la comunicación con un compañero suyo al otro lado de la línea, cuando la agente Quijo apareció detrás de él.
La policía agarró a su compañero de los hombros y lo sacó del coche de policía de un fuerte tirón, con una fuerza que no acababa de encajar del todo con su complexión. Lo que más llamó la atención a Gustavo, más allá de la carencia absoluta de sentido de cuanto estaba siendo testigo, eran los ojos de la policía. Lucían idéntico color a los de la mujer con cuya vida había acabado hacía una hora escasa, como víctimas de un derrame tan pronunciado que debía incluso dificultarle la visión.
Ambos policías forcejearon en el suelo, pero finalmente el agente Sañudo consiguió zafarse de la ira de quien fuera su compañera, y salió corriendo calle abajo, suplicándole a su atacante que le dejase en paz. Ella desoyó sus ruegos y le persiguió. Pronto todo volvió a quedar en silencio.
Gustavo no se lo pensó dos veces, y trató de abrir la puerta de nuevo. En esta ocasión ésta cedió sin ofrecer resistencia. El joven arquero sintió una punzada de arrepentimiento. Al menos con las puertas cerradas tenía una excusa para quedarse ahí dentro y no enfrentarse a lo que sin duda le esperaba fuera.
Con el corazón en un puño, abandonó el coche policial, y caminó por la acera, delante de la frutería en la que había comenzado todo. Ahí ya no quedaba más que el cadáver de la frutera, que seguía desangrándose, y mostraba aún más moratones y mordiscos de los que tenía cuando el coche de policía paró ahí delante, el de la joven del vestido rojo, y el de su padre, que lucía un agujero en cada sien, delator del motivo por el que había frenado su ira homicida.
El joven arquero tragó saliva y caminó hasta el extremo opuesto de la tienda. Sobre la mesa de madera en la que aún se encontraban aquellas saludables y apetitosas lechugas romanas descansaba un gran cuchillo, que utilizaba aquella pobre mujer para retirar las hojas exteriores que empezaban a mostrar mal aspecto. Gustavo se puso de espaldas a la mesa, y no sin gran dificultad, consiguió hacerse con el cuchillo. Deshacerse de la brida resultó excepcionalmente sencillo con aquella arma blanca en su poder. Pensó en dejar el cuchillo donde lo había encontrado, pero enseguida recapacitó. Respiró hondo, y desanduvo sus pasos hacia la calle, con el cuchillo fuertemente sujeto entre sus dedos.
Al pasar junto a la frutera, ésta emitió un grito gutural, y le agarró de la pierna, dejándole la marca de sus cinco dedos sanguinolentos. Por fortuna, Gustavo fue rápido en su reacción, y consiguió zafarse de ella sin recibir un solo rasguño. El joven arquero corrió calle abajo, igual que hiciese el policía que debía haberle llevado a la comisaría. Lo hizo sin pensar en nada más, totalmente desorientado y más asustado de lo que lo había estado en su vida.


