David Villahermosa's Blog, page 25

January 22, 2016

3×1012 – Expectación

1012


 


Velero Nueva Esperanza, Mar Mediterráneo


20 de diciembre de 2008


 


Darío guiaba la nave con mano diestra. Una sonrisa de satisfacción se dibujaba bajo su bigote cano. A su izquierda se encontraba Bárbara, que observaba maravillada aquella distorsión en la homogeneidad del horizonte marino. Junto a ella estaba su hermano Guillermo, que sujetaba al pequeño Guille de la mano. Tras ellos, el resto de la tripulación contemplaba expectante la magnificencia de la escala que habían hecho en el camino de vuelta al que en adelante sería el hogar de todos ellos.


Lucía un sol espléndido, en un cielo azul sin mácula. Cualquiera hubiera podido jurar que se trataba de uno de los últimos días de primavera, y no del otoño que estaban a punto de dejar atrás. El termómetro de cubierta marcaba veinte grados centígrados. Llevaban cerca de un cuarto de hora aproximándose, desde que Olga avistase por primera vez la estación petrolífera, durante el que fuera su primer turno tras el timón, y alertase a los demás. En esos momentos la estación no era más que una pequeña mancha azulada en la distancia. Ahora, sin embargo, lucía imponente muy por encima de sus cabezas.


Era al mismo tiempo cuanto habían esperado de ella, y todo lo contrario. Cuatro imponentes estructuras metálicas en forma de cercha surgían de las entrañas del mar, haciendo de sustento a una especie de complejo industrial con una grúa descomunal que se mecía alegremente al viento, ajena tanto a su propósito original como al paso del tiempo.


La profesora observó la decadencia que manaba de todo aquél hormigón ennegrecido y la herrumbre del metal, y tuvo la sensación de encontrarse en un mundo nuevo, en el que la hegemonía del hombre en la Tierra no era ya más que una historia que se contaba a los niños las noches sin luna. Entonces cayó en la cuenta de que esa sensación que le llevaba acompañando desde hacía varios minutos se acabaría imponiendo como norma para quienes consiguieran sobrevivir a ese Apocalipsis particular al que había sido arrastrada la humanidad. Siempre y cuando alguien consiguiera hacerlo.


A medida que se acercaban, los pocos comentarios que habían cruzado los sorprendidos tripulantes de Nueva Esperanza fueron disolviéndose hasta que cundió el silencio. La escala de aquella mole, en comparación con el pequeño velero que les había traído hasta ahí, resultaba incluso ridícula, sobre todo al asumir que estaba habitada por una única persona. Bárbara no paraba de escrutar cada palmo de la estructura en busca del que consideraba su amigo, aunque sin éxito. El lugar parecía no haber recibido visita alguna en lustros. Pero no cabía la menor duda: las coordenadas eran correctas. Samuel debía encontrarse en algún lugar en las entrañas de aquel monstruo metálico, ignorante de que sus salvadores se encontraban ya a escasos metros.


El viejo pescador inmovilizó el navío a una distancia prudencial, y volvieron a echar el bote salvavidas rojo al agua. Zoe suplicó a Bárbara formar parte de la partida de búsqueda. En esta ocasión la profesora no dudó un momento en concederle ese capricho. Se había mostrado muy inflexible con ella desde que descubriese su fechoría al colarse en el barco, y sentía la obligación de recompensarle por ello, pues la niña había cumplido su parte del trato, siendo prudente ante cualquier eventualidad y acatando todas y cada una de sus órdenes. La pequeña se moría de ganas de conocer cara a cara a la persona con la que tantas horas había conversado. Exactamente igual que Bárbara.


También subieron al bote Olga y Gustavo, que de igual modo habían pasado largas horas charlando con aquella persona al mismo tiempo tan afable y enigmática, y los cuatro pusieron rumbo a una de las patas de aquella enorme estructura, la única que disponía de una escalera en espiral que comunicaba con el complejo que había encima.


Amarraron el bote a la plataforma más baja de la escalera, que se encontraba al mismo nivel del mar, por más que las olas lamían reiteradamente su base. Bárbara fue la primera en romper el silencio llamando a viva voz a Samuel, a medida que iba subiendo tramo tras tramo de escalera, esperando encontrárselo de frente. Mientras tanto, Zoe observaba con curiosidad unos pantalones cuyas perneras estaban atadas a la escalera que estaban a punto de trepar. Ella fue la última en subir.


Enseguida comenzaron a escrutar el complejo, sorprendidos por cuanto descubrían y al mismo tiempo convencidos de que no se habían confundido: resultaba evidente que ese lugar no estaba abandonado. Eran pequeños detalles en un contexto en el que todo parecía haber sido desmantelado hacía años. Sin embargo, por más que revisaron los tres pisos de los que se componía la estación, no fueron capaces de dar con él. Vieron la estación de radio desde la que se comunicaba, el lugar donde presumiblemente pasaría las noches más frías, el sitio donde cocinaba cuanto atrapaba en unas redes llenas de remiendos que parecían haber sido usadas muy recientemente. Sin embargo, no había rastro de él. Bien podían buscarlo cuanto quisieran: él no estaba en la estación petrolífera.


Fue Zoe quien le vio. Al principio le confundió con algún pez de gran tamaño, quizá un delfín. No era la primera vez que avistaban delfines, aunque nunca lo habían hecho a tan poca distancia. Pero eso no era un delfín. Aquella mancha oscura que aparecía y desaparecía entre el oleaje y se dirigía hacia ellos era mucho más pequeño, y sus movimientos no eran los de un pez.


Él sí les había visto, y aunque estaba agotado, nadaba tan rápido como sus brazos y sus piernas se lo permitían para reunirse con ellos, para cumplir el sueño que se había convertido en su única razón de ser durante las últimas dos semanas. Aprovechando el buen día que hacía, Samuel había decidido protagonizar uno de sus acostumbrados paseos marítimos. A la fuerza se había convertido en un experto nadador, y cada vez llegaba más lejos. Más de una vez había soñado alejarse de la estación para no volver, y no parar de nadar hasta que arribase a la costa más cercana. Pero eso no eran más que las ensoñaciones de un iluso: a la distancia que estaba de la costa más cercana, hubiera muerto mucho antes de llegar siquiera al ecuador de su viaje. En esta ocasión, había superado la barreta de los dos kilómetros, y no fue hasta que se cansó y se dio media vuelta, que descubrió el velero aproximándose.


Zoe llamó la atención de los presentes, para que corriesen a asomarse a la misma barandilla que ella y contemplasen la vuelta de Samuel. No fue hasta que subió a la plataforma a la que ellos habían amarrado el bote que pudieron contemplar el dueño de aquella voz que siempre habían escuchado parcialmente distorsionada por la estática.


Se trataba de un niño negro, de no más de doce años, barbilampiño, de moreno pelo corto ensortijado y extremadamente delgado. Samuel se agarró a uno de los peldaños por los que había subido y bajado en infinidad de ocasiones, y trepó hábilmente hasta la primera plataforma, desde donde pudo discernir con claridad de dónde provenían aquellas voces que vitoreaban su nombre. El chico les saludó amistosamente agitando su brazo derecho.


El color de su piel no sorprendió a Bárbara tanto como su juventud. Ella siempre había imaginado que se trataba de un hombre de su misma edad, quizá algo más joven, a juzgar por su actotud, y aunque no sabría justificar el motivo, le había imaginado caucásico. Lo que más sorprendió a Zoe fue el hecho que estuviera desnudo de pies a cabeza. Tan pronto vio a la niña llevarse la palma de la mano a los ojos, avergonzada, Samuel se tapó sus intimidades con el mismo brazo con el que les había estado saludando instantes antes, y se dio media vuelta, mostrando sus posaderas negras al tiempo que desanudaba los pantalones de la escalera y se los ponía.


Bárbara tenía serias dudas al respecto de su identidad, pues aunque nunca se habían molestado en describirse mutuamente, ese chaval, más joven incluso que el propio Gustavo, no se parecía en nada a la persona que ella había imaginado. No fue hasta que escuchó su voz, ya ocultas sus vergüenzas, que reconoció en aquél chico a la persona con la que había pasado tantas horas conversando por radio. Su voz era aguda y masculina; la voz de un adulto y no de un adolescente.


SAMUEL – ¡Bienvenidos!


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Published on January 22, 2016 15:47

January 18, 2016

3×1011 – Distancia

1011


 


Velero Nueva Esperanza, Mar Mediterráneo


17 de diciembre de 2008


 


Guillermo les oía discutir incluso desde el otro barco, pese a que se encontraban bastante lejos. No alcanzó a comprender el motivo de tan acalorada conversación hasta que empezaron a aproximarse a Nueva Esperanza. Para entonces llevaba mucho más tiempo en cubierta del que creía recomendable, pero ya no había marcha atrás. Lo único que temía era que su imprudencia pudiese traducirse en un incendio, y aunque el olor parecía corroborar esa teoría, ni una brizna de humo manaba de la escotilla que comunicaba con el camarote principal. De lo contrario ya habría bajado las escaleras a toda prisa.


Se había asegurado de que Guille no volvería a salir del dormitorio trabando la puerta del mismo y echando el cerrojo a la puerta que comunicaba con el baño. De todos modos, el niño no le preocupaba: estaba muerto de sueño, y tras beberse la leche, con el estómago lleno, había vuelto a caer redondo en la cama. Siempre lo hacía. Era el conejo el que le traía sin descanso. Llevaba más de quince minutos en la sartén con el fuego a toda potencia, y por esos entonces el investigador biomédico estaba convencido que debía ser una masa informe negruzca a medio momificar.


Finalmente llegaron. Lo hicieron con el mismo tono tenso que habían acarreado durante el trayecto. A Guillermo le sorprendió descubrir que la discusión había acabado centrándose entre Bárbara y Darío. Los demás tan solo les escuchaban, algo abochornados por la situación. Jamás les había visto discutir. De hecho, no había visto discutir a nadie desde que emprendieron el viaje, lo cual, en un grupo tan numeroso, era todo un logro. El viejo pescador fue el primero en subir de nuevo a cubierta. Ni siquiera se molestó en saludarle.


GUILLERMO – Ho… hola.


Darío se giró durante un solo instante, y le correspondió el saludo con un gesto de la cabeza, para centrarse de nuevo en la profesora.


DARÍO – Pues voy a hacer lo que me dé la gana. No te digo más.


BÁRBARA – Pero que no te estamos diciendo que no, Darío. Entiéndelo. Sólo… te intento hacer comprender que no… que no tiene mucho sentido.


DARÍO – Pero si eres tú precisamente la que dice que ha pasado por yo qué sé cuántos puertos sin ver un solo barco. Ahora tenemos uno vacío delante, y quieres que pasemos de largo. No lo entiendo, la verdad.


BÁRBARA – ¿Pero para qué queremos otro? Ya tenemos este. Ese es más pequeño. Y además, las velas están fatal, y… está sucio.


DARÍO – ¿Sucio? Qué más dará eso, por el amor de Dios. Se puede limpiar. Y… las velas se pueden arreglar. No están tan mal. Aquí tenemos todo lo que hace falta para hacerlo.


El viejo pescador ayudó a Zoe a subir a Nueva Esperanza. Lo hizo mecánicamente, sin siquiera pensarlo. La niña, tan pronto puso un pie en el velero comenzó a olisquear el ambiente, de idéntico modo a como lo había hecho al aproximarse al otro barco. El olor no era el mismo, pero resultaba igualmente llamativo.


ZOE – Huele raro aquí también.


El viejo pescador se giró un momento hacia la niña, pero la voz de su nieta enseguida le hizo despistarse.


CARLA – Bárbara tiene razón, yayo.


DARÍO – ¿Tú también?


Darío resopló, irritado.


CARLA – No tiene sentido que volvamos a Nefesh con dos barcos. Y además… que a mi me daría miedo encargarnos nosotros solos de llevar uno de los dos.


DARÍO – Pero si lleváis haciéndolo prácticamente desde que salimos.


CARLA – Ya, pero tú siempre estás ahí para echarnos una mano si tenemos alguna duda.


DARÍO – Y seguiré estándolo. No voy a ir a ninguna parte.


CARLA – No sé… No es lo mismo. Yo preferiría que te lo pensaras.


DARÍO – No. Está claro que os habéis puesto todos en mi contra. ¿Y tú que dices? ¿También como ellos, que nos vayamos y dejemos ahí el barco para que se lo lleve cualquiera que pase?


Guillermo alzó los hombros, más preocupado por el estado de la sartén que por esa discusión en su opinión absurda.


DARÍO – Mira. Mira, me voy a echar un rato. Que no quiero oíros. Haced lo que os dé la gana.


El viejo pescador dio un par de zancadas y comenzó a bajar las escaleras. No había llegado siquiera a pisar el camarote, y todos le escucharon gritar.


DARÍO – ¡¿Pero qué está pasando aquí?!


Zoe corrió a reunirse con él. Guillermo se quedó donde estaba, concentrándose en el papel que tendría que interpretar a continuación. Bárbara, sobresaltada, se afanó en subir al barco, pero con las prisas resbaló y cayó de espaldas al bote. Olga la sujetó por las axilas, a tiempo evitar que se hiciera daño. Todos escucharon con meridiana claridad el característico sonido de un extintor.


DARÍO – ¡Madre del amor hermoso!


GUILLERMO – ¡El conejo!


Guillermo hizo el amago de ir a auxiliar a la niña y a Darío, pero se encontró de frente con éste último, que subía de nuevo la escaleras. Llevaba lo que quedaba del conejo goteando espuma. Se encontraba en bastante mejor estado de lo que había previsto, pero de lo que no cabía la menor duda era de que nadie osaría hincarle el diente.


DARÍO – ¿En qué estabas pensando?


GUILLERMO – Quería… Ah. ¡Dios! Qué rabia. Quería daros una sorpresa. Pero… se… se me pasó por completo.


DARÍO – No, no. Si una sorpresa sí nos has dado. ¿Verdad Zoe?


La niña se rió de la ocurrencia del viejo pescador.


DARÍO – Un poco más y acabas dándome la razón, y nos tenemos que ir todos cagando leches al otro barco.


Sin saber cómo, su jugarreta había conseguido romper el halo de tensión que había reinado en el barco desde que volviera el resto de la tripulación. Guillermo también rió, notando un cosquilleo en el estómago al haberse quitado ese peso de encima. Respiró aliviado al ver cómo Darío tiraba el conejo por la borda. La peor parte había pasado.


En adelante fueron subiendo a bordo los demás y tras una larga conversación, Darío acabó reconociendo que su fijación por apoderarse del otro barco era más fruto de su amor por el mar y la frustración personal de haber perdido su propio barco, que de una utilidad real.


Reemprendieron el viaje de vuelta, pero el viejo pescador no perdió la oportunidad de apuntar esa ubicación en las cartas náuticas. Se había molestado en inmovilizar el otro barco, aprovechando que el fondo marino no era muy profundo, y aunque sabía que no tenía mucho sentido, pues para llegar hasta esa localización en mitad del mar les haría falta de sí o sí un segundo barco, al menos se quedó tranquilo.


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Published on January 18, 2016 15:00

January 15, 2016

3×1010 – Cocina

1010


 


Velero Nueva Esperanza, Mar Mediterráneo


17 de diciembre de 2008


 


Guillermo observaba cómo aquél pequeño bote rojo se alejaba. Aún parecía más ridículo con tanta gente a bordo. Echó un vistazo en derredor mientras se rascaba la barba. Mar y más mar, y un cielo azul salpicado tan solo por alguna nívea nube ocasional. Era la primera vez que hacía un viaje en barco, y aunque ya llevaba más de veinticuatro horas a bordo, todavía se sentía bastante incómodo. La sensación de estar perdido era permanente, sin ningún punto de referencia en el horizonte, y ésta no le abandonaría hasta que volviese a pisar tierra firme.


Se sentía algo nervioso por ser ahora el único tripulante del barco, excluyendo a su hijo, que debía estar durmiendo en el camarote familiar. No había prestado la más mínima atención a las explicaciones de Darío al respecto de su navegación, al contrario que Olga y Gustavo. Sabía que podía confiar en los demás en esa empresa; por ello se había desentendido. Hasta la niña pelirroja parecía capaz de devolver el barco a tierra. Pero ahora todos los demás estaban fuera, y aunque sabía que no tardarían en volver, no pudo evitar intranquilizarse. Más por Guille que por sí mismo.


Vio a su hermana y a aquél chaval del pelo rebelde abandonar el bote y subir al otro barco. Él era uno de los pocos que había votado en contra de hacer un alto en el camino y acercarse, pero tan solo obtuvo apoyo de aquella joven que le hubiese hecho cambiar de acera de habérsela cruzado antes de la epidemia. Incluso su hermana, después de cuanto había vivido en su anterior travesía, estuvo a favor. Él lo único que quería era encontrarse cuanto antes entre aquellos altos muros de los que tan bien le habían hablado, y no tener que volver a preocuparse ni de infectados ni de piratas resto de su vida.


Si lo que pretendían hacer era volver a Nefesh, haciendo escala en el lugar donde vivía Samuel, pues el muchacho se lo había ganado a pulso permitiéndole recuperar a Bárbara, visitar ese barco no les aportaría nada. En el peor de los casos, habría algún infectado dentro, o quizá algún superviviente desesperado que pudiese hacer alguna tontería. En el mejor de los casos, el barco llevaría a algún superviviente con el que tendrían que compartir el alimento, o sencillamente no habría nadie y tendrían que volver por donde habían venido. Ninguna de las combinaciones parecía especialmente halagüeña, a su parecer.


En ese momento escuchó un ruido que provenía del camarote principal del velero. Se trataba de algo así como un cuenco metálico golpeando contra el suelo. El investigador biomédico se giró a toda prisa, y corrió de vuelta a los escalones que le llevarían al camarote principal del velero. Al bajarlos se encontró de frente con su hijo. El chico sostenía entre sus rollizos dedos el cadáver del conejo que debía servir de alimento esa misma noche a todo el grupo, junto con un arroz caldoso receta de Olga, que sin duda era la mejor cocinera a bordo.


La puerta del pequeño refrigerador donde hasta entonces había estado el conejo estaba abierta de par en par. Desparramado por el suelo, se encontraba parte del contenido de la nevera, y la bolsa de plástico en la que estuvo envuelto el conejo. La comisura de los labios del chaval chorreaba sangre, y en esos momentos estaba masticando uno de los enjutos riñones de aquél pobre animal. Debía haberse despertado cuando estuvieron todos ahí abajo hablando, y aprovechando que ahora cundía el silencio, pues el nuevo Guille no era muy amigo de las aglomeraciones, decidió salir.


Guillermo le observó, con un nudo en el estómago. Resultaba evidente que estaba disfrutando desgarrando la carne cruda del animalillo. En momentos como ese le resultaba más evidente que nunca que le había fallado. Había tratado de enmendar su error, pero no había llegado a tiempo, y ahora su hijo estaba a mitad de camino entre el ser que había intentado acabar con él y el chico que fuera antaño, al que cada vez le costaba más reconocer.


No era la primera vez que lo hacía, y Guillermo no se sentía orgulloso de habérselo permitido en más de una ocasión, preocupado por los largos períodos de ayuno que protagonizaba el chico, reacio a alimentarse de ninguno de los platos que su padre le brindaba a no ser que tuviera realmente mucha hambre. Guille observaba a su padre con mucha atención, como si estuviera esperando su reacción por su parte para dejar de hacer lo que él bien sabía que estaba prohibido, pero no por ello seguía deleitándose con la pieza que se había ganado.


Entonces a Guillermo le dio un vuelco al corazón. De lo que no cabía la menor duda era que ese conejo ya no podía servir de alimento a los demás tripulantes del barco. En el estado en el que se encontraba ahora, con la saliva infecta de su hijo distribuida por medio animal, sería el pasaporte al infierno de Olga, de Gustavo, de Carla y de la pequeña Zoe.


El investigador biomédico empezó a ponerse realmente nervioso, pues sabía que se encontraba en un callejón sin salida. Que tenía que deshacerse del conejo era una evidencia: el problema era justificar su ausencia cuando los demás volvieran. Tardó cerca de un minuto en dar con una solución, que Guille aprovechó a conciencia para seguir devorando al conejo. Una amplia sonrisa se dibujó en el rostro de Guillermo. Cogió una sartén grande y la colocó sobre el fuego de la cocina. Por fortuna en el barco había varias bombonas de gas que habían traído de la isla, con las que acostumbraban a cocinar el pescado. Acto seguido agarró una garrafa de aceite de oliva y vertió un buen puñado sobre la sartén. Giró el dial del gas hasta la máxima potencia y se dirigió a Guille.


Tragó saliva y arrebató el conejo de las manos de su hijo, que mostró algo de resistencia, pues estaba disfrutando mucho de aquél manjar, e incluso emitió un levísimo gruñido, por el cual fue duramente amonestado por su padre. Guillermo cogió el conejo y lo colocó sobre el aceite, tomándose la libertad de empaparlo bien antes de cubrir la sartén con una tapa acristalada. Se llevó al Guille al baño y le limpió concienzudamente las manos, la boca y la barbilla, mientras le explicaba de nuevo el por qué estaba mal lo que había hecho. El chico se dejó hacer, sin ofrecer ninguna resistencia. Una vez limpio su padre le ofreció un vaso de leche con un chorro de miel, uno de los pocos alimentos que Guille toleraba, y se lo llevó de vuelta al camarote que compartían con Bárbara. Desde ahí echó un vistazo por uno de los ventanucos apaisados, y comprobó que el bote todavía se encontraba junto a aquél velero abandonado. Pero estaba vacío. Lo habían amarrado al barco y todos sus tripulantes deambulaban por su cubierta o por las dependencias inferiores.


El investigador biomédico echó un vistazo a la sartén a través de la puerta abierta y volvió a mirar por el ventanuco, rezando porque el conejo tuviera ocasión de quemarse y resultar incomible antes que ellos volvieran.


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Published on January 15, 2016 15:00

January 11, 2016

3×1009 – Olor

1009


 


Bote de remos, mar Mediterráneo


17 de diciembre de 2008


 


ZOE – Huele… Huele raro.


La profesora se giró hacia Zoe con el ceño ligeramente fruncido. Tragó saliva y se guardó el arma en la parte trasera de la cintura, por debajo del pantalón. Era cierto: por encima del omnipresente olor a agua de mar se intuía un aroma dulzón algo desagradable y en cierto modo familiar.


El bote salvavidas que habían usado para aproximarse a aquél pequeño velero sin temor de dañar a Nueva Esperanza tenía el aforo completo: los únicos que no se habían sumado a aquella inesperada misión que rompía la rutina de la travesía eran Guillermo padre y Guillermo hijo. A nadie le sorprendió demasiado que el investigador biomédico no quisiera dejar al chaval solo, pese a que éste seguía durmiendo plácidamente en el camarote de la familia Vidal. Él pareció encantado de poder quedarse a solas con el chico aunque sólo fuera por unos minutos. Darío había dejado el barco al pairo, y no tardarían en volver, en cualquier caso.


Se aproximaron al velero aparentemente abandonado a golpe de remo, sin prisa, voceando en todo momento para alertar a los posibles tripulantes del mismo de su presencia, pero sin obtener respuesta. Ahora tan solo les separaban escasos cinco metros de la nave, y no había el menor rastro de vida en su interior. Bárbara, que en un primer momento se había mostrado algo más intranquila al temer que pudiesen encontrar hostilidad, de cualquier tipo, se ofreció para hacer una primera inspección, alegando que era más ducha que el resto en el uso de las armas, y que tan pronto corroborase que no había peligro, invitaría a los demás a acercarse. Zoe rechistó al verse excluida, pero a Bárbara no le hizo falta repetirlo dos veces antes de que la niña se diese por vencida. Tan solo consintió que le acompañase Gustavo, con su incondicional arco olímpico.


Desde su posición como infectada se sentía mucho más tranquila, y en cierto modo en deuda con los demás para con su protección. Ellos no solo no lo estaban, sino que habían recibido la vacuna que inventó su padre, todos a excepción de Darío. Ahora que su hermano había confirmado todas sus sospechas al respecto de su particular condición, entendía más que nunca que si alguien debía exponerse a algún peligro, era ella, que ni sentía dolor ni podía convertirse en una de aquellas bestias aunque recibiese un mordisco.


Hicieron las últimas maniobras de aproximación, y Bárbara subió al barco con la ayuda de Olga. A continuación subió su hermano.


Inspeccionaron la cubierta. Les sorprendió lo inmaculadamente limpia que se encontraba. Desde esa distancia pudieron comprobar el mal estado de la única vela que seguía en pie. Debía haber soportado una tormenta de granizo, o quizá una ventada excesiva que había acabado por romper la mayor parte de sus sujeciones. Difícilmente se podría volver a usar sin un buen puñado de remiendos. Mientras Gustavo se entretenía observando más de cerca los desperfectos, la profesora se apresuró a bajar al único camarote del que disponía el barco. De lo que no cabía la menor duda era de que aquél olor tan desagradable venía de ahí abajo.


Bárbara bajó de frente los escalones, bien sujeta a las barandas laterales, y chistó al empaparse las deportivas que llevaba puestas. Debía haberlo pensado antes: la escotilla de aquél pequeño camarote estaba abierta de par en par, y el agua de lluvia, y quién sabe si también agua de mar, se había filtrado al interior sin problemas, encharcando el suelo del camarote. Le llamó la atención el color sucio que había adquirido, pero no le hizo le hizo falta bajar más para averiguar el motivo.


Se llevó el antebrazo a la nariz, consciente de que no necesitaría usar el arma que había traído consigo. El olor, aunque intenso, no era ni por casualidad comparable al de la plaza frente al ayuntamiento de Nefesh, pero sí le hizo recordar aquella etapa de su vida que ahora parecía tan lejana. Era el olor de la muerte.


Medio oculta por la vela que había utilizado de sábana, que estaba manchada de la misma sangre que había tintado el agua que cubría el suelo, se encontraba el cadáver de una mujer de mediana edad. Lo que enseguida atrajo la atención de Bárbara fue su brazo izquierdo. La ausencia de su brazo izquierdo, para ser más exactos. Gustavo se hizo un hueco a su lado. Bárbara le advirtió del agua sucia, y el chico evitó bajar el último escalón. Ambos observaron la escena con idéntico malestar en el estómago. Habían aprendido a convivir con ese tipo de escenas, pero seguían afectándoles.


A escasos centímetros del muñón hinchado y ennegrecido de la mujer, ambos vieron un cinturón con un agujero extra que hacía las veces de torniquete. Bárbara no tuvo ocasión de preguntarse el motivo de esa aparente amputación, pues Gustavo señaló hacia la puerta abierta del minúsculo aseo, donde habían ido a parar la mayoría de los bártulos que se habían caído de los armarios abiertos y las estanterías vacías. Se trataba de un brazo humano, que flotaba entre latas vacías de bonito y revistas viejas apelmazadas por el agua. Tanto el húmero como el cúbito y el radio habían sido roídos a conciencia. Sin embargo, la mano seguía de una pieza, aunque en un estado lamentable.


Bárbara recordó una conversación que había tenido con Christian, a tenor del tiempo que había pasado a solas en la cárcel en la que le habían encontrado, y asumió que aquella mujer no había muerto de hambre, como todo parecía indicar, sino de sed. De lo que no cabía la menor duda era que no iban a sacar nada en claro de la visita, y que ya no había nada que pudieran hacer por aquella pobre infeliz. Ahí no había rastro alguno de útiles de pesca, ni de agua potable, y con cuanto había en la sobrecargada Nueva Esperanza, resultaría absurdo llevarse nada.


GUSTAVO – Aquí no se nos ha perdido nada.


Bárbara asintió vagamente, mientras se preguntaba cuánto tiempo habría pasado desde el fallecimiento de la mujer. Ambos subieron de nuevo a cubierta, a tiempo de ser acribillados a preguntas por todos quienes esperaban pacientemente en el bote.


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Published on January 11, 2016 15:00

January 8, 2016

3×1008 – Pairo

1008


 


Velero Nueva Esperanza, Mar Mediterráneo


16 de diciembre de 2008


 


Carla era la única que se encontraba en cubierta, dirigiendo el navío hacia aquella vieja estación petrolífera abandonada. El viento estaba poniendo todo de su parte para permitirles llegar cuanto antes al encuentro con Samuel, y la veinteañera se encontraba de muy buen humor, pese a que hacía más de dos horas que había comenzado su turno y estaba algo cansada.


Desde su posición tras el timón escuchaba con claridad las risas del resto de la tripulación en el camarote principal. Olga había traído consigo una baraja española, y las dos parejas de hermanos, Zoe y su abuelo estaban jugando con ellas. Esa era una costumbre que habían traído consigo los recién llegados, y parecía haber calado entre los demás, a juzgar por las horas ininterrumpidas que llevaba el juego en activo desde la comida. Incluso ella misma había echado media docena de partidas esa mañana, por más que nunca había encontrado gran atractivo en ese tipo de entretenimiento. El único que no les acompañaba era Guille. Él llevaba ya varias horas durmiendo plácidamente en el camarote que compartía con su padre y con su hermana. Se había saltado la comida, por quinta vez consecutiva desde que partieran la jornada anterior, yéndose a dormir a poco que rompió el alba.


Bárbara le había hablado de él durante el trayecto hacia la península. El chico que ahora dormía en aquella cama enorme no parecía tener nada que ver con el que la profesora le había descrito, pero Carla no consideró oportuno hacer ningún comentario al respecto por respeto. Su padre decía que muchacho había pasado por un episodio traumático, al perder a su madre y a su hermana, y que desde entonces no había vuelto a ser la misma persona. Ella misma había pasado por cosas incluso peores, al igual que Bárbara, al igual que Olga o Gustavo. Incluso Zoe, que tenía la misma edad que él, había visto morir a sus dos padres para luego intentar acabar con ella. Todos ellos habían conseguido salir adelante, de un modo u otro, pero el chico no, y su padre lejos de intentar normalizar su situación, le malcriaba, permitiéndole distorsionar sus horas de sueño y saltarse las horas de comida para, al menos eso creía ella, darse atracones nocturnos mientras los demás dormían.


La veinteañera alejó esa idea de su cabeza. Al fin y al cabo, ella no era nadie para juzgarle, y el muchacho no hacía daño a nadie.


Comprobó por enésima vez el rumbo, más concienciada que nunca de su papel, con el recuerdo del hallazgo inesperado del islote Eseb aún presente en su memoria. Lo vio tan pronto levantó la vista de los aparejos que utilizaba para orientarse. Notó cómo el pulso se le aceleraba, y se metió en la boca el piercing de su labio, mordiéndose éste en un acto reflejo. Revisó a conciencia la carta náutica plastificada que tenía delante, pese a que sabía a ciencia cierta que donde se encontraban no había tierra a la vista en más de treinta kilómetros a la redonda. En efecto. Ahí no debía haber más que agua y más agua. Pero ahí estaba aquella figura oscura, justo en el punto donde el azul del cielo daba paso al azul del mar.


CARLA – ¡Yayo!


Las risas continuaron abajo, pero Carla escuchó cómo su abuelo abandonaba su posición, ofreciéndole sus cartas a Zoe para que se las guardase, pues era la única jugadora genuinamente honrada que había en la mesa, y subía los peldaños que le separaban de cubierta.


Lo primero que vio Darío al llegar arriba, mientras se abrochaba la chaqueta, fue a su nieta mirando por los prismáticos. Se aproximó a ella, entrecerrando los ojos para tratar de averiguar lo que la joven estaba mirando. Aún faltaban al menos un par de horas para que empezase a oscurecer, y con el cielo tan despejado, aquella distorsión en la homogeneidad del horizonte resultaba demasiado llamativa.


No hizo falta que mediaran palabra. Carla le ofreció los prismáticos a su abuelo, y éste observó a través de ellos con mucha atención. Había perdido la sonrisa que le acompañara al subir.


DARÍO – Es un barco. De eso no cabe duda.


CARLA – ¿Y ahora qué hacemos?


El anciano seguía mirando por los prismáticos, con la mano izquierda firmemente sujeta al cable que le separaba de una caída libre en el mar.


DARÍO – Ese barco no está… no está bien.


CARLA – ¿Cómo no que no está bien? ¿Qué pasa?


DARÍO – Le falta una vela, y la otra está… No está bien sujeta. Está dando bandazos con el viento.


CARLA – ¿Y eso qué significa?


DARÍO – Bueno… Si hay alguien… no debe tener ni idea de lo que está haciendo, o no está en condiciones de dirigirlo.


CARLA – O quizá no haya nadie.


DARÍO – O quizá no haya nadie…


Un silencio incómodo se apoderó de la cubierta. Las risas se habían convertido en voces apagadas en la distancia.


CARLA – ¿Pasamos… de largo? O… ¿O qué?


DARÍO – No sé… Deberíamos comentárselo a los demás. Apenas nos desviaríamos nada, pero…


BÁRBARA – ¿Todo va bien?


Ambos se giraron al oír la voz de la profesora. No la habían escuchado subir los escalones.


DARÍO – Hemos avistado un barco.


BÁRBARA – ¿Es grande?


Darío le ofreció los prismáticos. Bárbara escudriñó el horizonte marino hasta que lo vio. Estaba extremadamente lejos, pero resultaba inconfundible.


DARÍO – Algo más pequeño que éste. Lo que más nos ha llamado la atención es que va a la deriva. No parece que haya nadie guiándolo.


La profesora apartó los ojos de las lentes y miró al viejo pescador.


DARÍO – Ese tipo de embarcación ni siquiera tiene motor, y tiene las velas inutilizadas. Una de ellas ni siquiera está izada. Y estamos muy lejos de la costa más cercana.


CARLA – Deberíamos pasar de largo. No…


BÁRBARA – Quizá tengan problemas. Y necesiten que les rescatemos. Nosotros pasamos por algo así antes de llegar a la isla.


CARLA – Si es que no están muertos.


BÁRBARA – Si es que no está vacío.


CARLA – Quizá haya infectados dentro.


BÁRBARA – ¿En un barco tan pequeño? Se habrían caído por la borda.


CARLA – No me parece seguro acercarnos. Al fin y al cabo, si hay alguien a bordo y ni siquiera se ha molestado en poner las velas derechas… es su problema.


BÁRBARA – Quizá no puede, porque… No sé. ¿Tú qué opinas?


DARÍO – A mi no me miréis. Hombre, yo me acercaría, pero…


Hicieron una votación a mano alzada, todos los integrantes de la tripulación a excepción de Guille, que seguía durmiendo a sus anchas en aquella amplia y cómoda cama de matrimonio. La propuesta de acercarse a auxiliar a los posibles supervivientes de aquél pequeño barco ganó por mayoría absoluta.


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Published on January 08, 2016 15:00

December 11, 2015

3×1007 – Curiosa

1007


 


Cubierta del velero Nueva Esperanza


16 de diciembre de 2008


 


ZOE – ¡Hola! Yo me llamo Zoe.


Guille se limitó a observarla, con una expresión vacía en el rostro. La niña de la cinta violeta en la muñeca sintió como si el chico estuviese mirando más bien a través de ella. Zoe miró a Bárbara, algo contrariada al ver que el chico no respondía a su saludo. La profesora compartió una mirada cómplice con su hermano, y acto seguido le hizo un gesto a la niña para que se acercase. Ambas tomaron asiento en uno de los bancos de madera. La profesora puso una mano sobre su regazo.


La cubierta estaba perfectamente despejada. Bárbara desconocía cómo se las habían ingeniado para hacer hueco a todo cuanto habían traído de Bejor. Darío se estaba encargando de levar el ancla que les había inmovilizado durante cerca de veinticuatro horas en esa localización alejada de la costa, con la ayuda de Olga y Gustavo, que parecían haber hecho buenas migas con él durante la noche que habían pasado juntos. Carla aún no se había desperado.


La profesora le apartó un mechón de pelo a Zoe de la frente, y se lo colocó con el resto.


BÁRBARA – Cariño, quiero hablarte de Guille. Él… ahora no está del todo bien. Lo ha pasado muy mal, y aún no se ha recuperado del todo, como nosotras. ¿Lo comprendes?


La pequeña asintió, mirando a Guille por el rabillo del ojo, que ahora observaba entusiasmado cómo Darío se encargaba de extender una de aquellas enormes velas. El viejo pescador no tenía intención de perder ni un minuto en alejarse de Bejor.


BÁRBARA – Hace mucho tiempo que no habla, y ahora está todavía muy… delicado. Pero si le ayudamos entre todos…


La profesora tragó saliva.


BÁRBARA – … podrá recuperarse, y entonces podréis jugar juntos y ser amigos. Pero de momento… me gustaría pedirte que fueras paciente con él, que no le insistas si ves que no te hace caso, y… que le ayudes a sentirse cómodo. ¿Tú podrás hacerme ese favor?


ZOE – ¡Claro que sí!


La niña sonrió, y Bárbara sintió un nudo en el estómago. La adoraba, y hubiese dado cualquier cosa por verla jugar y reír con su sobrino. Al  fin y al cabo, tenían prácticamente la misma edad: Zoe era tan solo un mes y una semana mayor que él, y tan solo fue cuestión de apellidos que no acabasen incluso en la misma escuela.


BÁRBARA – Muchas gracias.


ZOE – ¡Ah! ¡Espera!


La niña corrió hacia las escaleras que llevaban a las dependencias inferiores. Bárbara la vio desaparecer, y se giró al ver cómo su hermano le hablaba. Hacía un escaso minuto que habían subido a bordo.


GUILLERMO – ¿Me puedo fiar de la niña?


BÁRBARA – Pongo la mano en el fuego por ella.


El investigador biomédico asintió vagamente, no demasiado convencido. Ambos se giraron al escuchar cómo Zoe subía atropelladamente las escaleras. Llevaba en la mano el cubo de Rubik que Víctor le había regalado; aquél que ni la propia Bárbara había sido capaz de resolver. La pequeña se aproximó a Guille y se lo ofreció, entusiasmada ante la idea de que ello pudiera traducirse en un estímulo positivo que le ayudase a recuperarse. El sobrino de Bárbara alcanzó a sujetarlo, y acto seguido se lo llevó a la nariz para husmearlo, en un gesto parecido al de un roedor, más que dispuesto a pegarle un bocado si lo que olía le parecía atractivo. Al comprobar que no era comestible se lo alejó de la cara y comenzó a inspeccionarlo, sin la menor idea de para qué servía, pero con bastante interés.


Gustavo, que hasta el momento había estado junto a su hermana prestando atención a las explicaciones de Darío sobre el funcionamiento de las velas, se acercó a ellos.


GUSTAVO – ¡Hombre, chaval! Bienvenido a bordo.


Gustavo le presentó la palma de su mano derecha a Guille, y éste, sin soltar el cubo, le dio una palmada con la mano contraria. Al joven arquero le había costado mucho enseñarle a hacer eso, y se sentía orgulloso. Él ya le conoció en ese estado, y habían pasado infinidad de horas juntos.


GUSTAVO – ¡Sí señor!


Bárbara creyó leer una sonrisa en el rostro del pequeño Guille, medio oculto por la capucha. Incluso en ese momento, era incapaz de asumir la envergadura de la dolencia que aquejaba al pequeño. Tan pronto parecía un alma en pena, que tan solo un chaval especialmente tímido. Fue precisamente en ese momento cuando comprendió que los demás no sospechasen que estuviera infectado, por más que a ella le resultase tan evidente. Si ya le habían conocido así, les debía resultar mucho más sencillo normalizar sus reacciones y asumirlas como parte de su personalidad traumatizada. Para Bárbara resultaba mucho más complicado, pues no era tarea fácil ver en él al sobrino al que tantas veces había hecho de canguro, al que había dado clase en la escuela y con quien había recibido la noticia de la petición de matrimonio de Enrique.


GUSTAVO – ¿Qué tienes ahí?


ZOE – Es un cubo de Rubik.


El joven arquero esbozó una sonrisa, rememorando tiempos mejores.


GUSTAVO – Yo era muy bueno con estas cosas.


ZOE – ¿Tú sabrías resolverlo?


GUSTAVO – Por supuesto.


ZOE – Y me… ¿nos podrías enseñar? Por favor.


GUSTAVO – Sentaos.


Zoe acató presta su orden, visiblemente entusiasmada. Guille se quedó donde estaba, pero no ofreció resistencia alguna cuando Gustavo le hizo tomar asiento con delicadeza. Él se sentó entremedio de ambos, y comenzó a explicarles paso a paso su particular método para resolver el cubo.


GUILLERMO – Es un buen chico, Gus.


Bárbara asintió, sorprendida por el cambio de actitud de su sobrino. En ese momento, él y Zoe parecían iguales: dos niños escuchando con atención algo que les interesaba mucho.


La profesora se les quedó mirando cerca de un minuto, hasta que finalmente concluyó que no sería tan mala idea tener al chico en el barco, rodeado de tanta gente.


Cuando el barco comenzó a coger velocidad, Bárbara se encontraba en la proa, sujeta a la baranda metálica, viendo cómo la península se iba haciendo cada vez más pequeña. Sintió una ligera presión en ambos hombros, y se ladeó para ver a su hermano, que le obsequió con una sonrisa sincera. Guillermo se colocó a su vera, sin mirarla, observando igual que ella cómo dejaban atrás la pesadilla que había vivido día tras día durante tanto tiempo.


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Published on December 11, 2015 15:00

December 4, 2015

3×1006 – Reacio

1006


 


Escuela de náutica, puerto deportivo de Bejor


16 de diciembre de 2008


 


GUILLERMO – Venga, campeón. Si no vamos a tardar nada… Además, vamos a ver el mar. ¡A ti te encanta el mar!


Guille hizo un gesto con la cabeza en el que Bárbara creyó distinguir una negación. Volvía a llevar puesta la capucha de la sudadera, pero su padre se había dado ya por vencido a ese respecto. Empezaba a hacer bastante frío, y quiso convencerse de que ello podía resultar incluso algo positivo. El niño seguía firmemente aferrado a la barandilla de la escalera, sin parar de emitir aquél monótono rumor de desaprobación. Resultaba muy difícil interpretar sus reacciones. En ocasiones parecía no ser más que un chico muy tímido, sin mayor trastorno que algo vagamente parecido al autismo. En otras ocasiones parecía un infectado más, uno excepcionalmente pacífico y domesticado, pero con idéntica mirada perdida e inquietante. La profesora aún no se había forjado una opinión sobre lo acontecido, y su hermano tampoco le había ayudado demasiado al respecto. Si de algo estaba convencida, era del hecho que su sobrino no respondía a ninguna de las pautas que tras tan largo esfuerzo había acabado aceptando como propias de ese nuevo mundo.


La noche fue bastante movida. Habían llevado al chico a la secretaría del centro, en la primera planta, el lugar donde siempre pasaban la noche padre e hijo. Olga y Gustavo también empezaron a dormir ahí cuando llegaron por vez primera a la escuela de náutica, pero no tardaron más de una noche en trasladarse al despacho contiguo, el de dirección. Guille era incapaz de conciliar el sueño más de quince minutos seguidos. Tampoco era capaz de mantenerse en silencio. Bárbara hasta el momento estaba convencida de que los infectados dormían durante el día y estaban activos por la noche debido al trastorno que sufrían sus ojos durante la transformación. Recordaba haber leído un reportaje en un periódico abandonado en el que se mencionaba precisamente eso. El texto no era concluyente, y también barajaba la posibilidad de que ello fuese debido a un instinto depredador adquirido, que así les resultaría más sencillo dar caza a sus presas, haciendo uso de su agudizado sentido de la vista. El caso es que su sobrino conservaba sus ojos azules, pero no obstante, había adoptado idéntica costumbre, por más que su padre había intentado, en vano, evitarlo a toda costa.


Esa noche él apenas durmió, y por ende, ambos hermanos tampoco pegaron ojo. Lo que sí hicieron fue aprovechar ese momento de intimidad para explicarse pormenorizadamente todo cuanto había acontecido en sus vidas desde la trágica muerte del padre de ambos. Bárbara fue la primera, y Guillermo no perdió detalle. La escuchó con toda su atención y con bastante mal cuerpo, consciente de que todo cuanto ella había sufrido era, sin lugar a matizaciones, debido a la imprudencia que él mismo había cometido tras la muerte del padre de ambos, algo por lo que jamás dejaría de culparse mientras viviese.


Cuando le tocó a él el turno, Bárbara adoptó idéntica actitud, con la boca bien cerrada y los oídos bien abiertos. Su historia le resultó mucho más interesante y rica en matices que la suya propia. La profesora tenía su propia teoría del motivo por el que él había decidido desaparecer del mapa, forjada a medida que fue atando cabos, y una vaga idea de cuánto había podido ocurrirle tanto a él como al pequeño Guille durante el tiempo que estuvieron separados. La explicación de su hermano superó con mucho sus expectativas, e incluso le hizo sentir algo de miedo, al asumir que, por más que a ella le doliese, debían mantener el secreto, porque de lo contrario la reacción del grupo podría ser dramática para ese pequeño exponente que aún quedaba de la familia Vidal.


Hubo revelaciones muy inesperadas por ambas partes, que no hicieron más que acrecentar la sensación que ambos compartieron durante todo el tiempo que estuvieron buscándose el uno al otro, de que estaban mucho más cerca de lo que jamás llegaron a imaginar, y otras que aún tardarían mucho tiempo en digerir, e incluso en creer. Todo ello no hizo más que acrecentar el compromiso mutuo de que jamás volverían a separarse, y que debían llevar todos esos secretos consigo a la tumba por su propio bien.


Para cuando hubieron acabado de desahogarse, los primeros rayos del alba empezaban a asomar de la línea del horizonte. Ambos abstraídos de cuanto les rodeaba por la conversación, echaron un vistazo a su alrededor y vieron al pequeño Guille hecho un ovillo, durmiendo por fin en su cama con la colcha de Ratatouille, una de sus películas infantiles favoritas. Le despertaron, y tras una última inspección ocular del entorno, que hizo que Guillermo se convenciese de que no olvidaba nada que luego pudiese echar en falta, decidieron que ya había llegado el momento de abandonar la península.


Bajar el tramo de escaleras que les separaba de la planta baja no resultó especialmente difícil. Guille iba de la mano de su padre, observando cuanto le rodeaba y sin perder ojo a Bárbara. Fue al llegar al último escalón, consciente de que el siguiente paso sería abandonar la escuela de náutica, donde llevaba encerrado más tiempo del que al investigador biomédico le gustaría reconocer, cuando se aferró a la barandilla y se negó en redondo a seguir adelante.


Su padre intentó convencerle de todas las maneras, pero el muchacho no atendía a razones. La profesora empezó a dudar que el chico realmente entendiese lo que su padre le estaba diciendo. Cuando Guillermo asumió que la única solución era hacer uso de la fuerza, desprendiendo sus dedos del frío metal, su hermana se le adelantó. Había tenido una idea, una idea estúpida, pero quería ponerla en práctica.


BÁRBARA – Espera… Déjame… Déjame probar una cosa.


Guillermo alzó los hombros. Soltó al chico y se hizo a un lado.


BÁRBARA – Guille…


El niño miró a su tía con los ojos bien abiertos. En momentos como ese, incluso a ella le costaba verle como a alguien diferente al niño bondadoso e inseguro al que tanto había querido.


BÁRBARA – Viene el monstruo de las cosquillas…


El chico se quedó parado. Los dedos se destensaron de la barandilla, y su mandíbula inferior empezó a traquetear. Ella siguió adelante con su plan, se agachó ligeramente, con ambas manos al frente, agitando todos los dedos al mismo tiempo. Guille empezó a reírse antes incluso de que ella tuviese ocasión de tocarle.


No pudo evitar sonreír, con un cierto nudo en el estómago. El chico había cambiado mucho, para peor, pero aún conservaba parte de su esencia. De lo contrario, su reacción no hubiese sido esa. Aún había lugar para la esperanza, si le dedicaban el tiempo y el cariño que la situación requería. Y si de algo estaba ella convencida, era que pondría todo cuanto estuviera en su mano para que así fuese.


Cuando Bárbara dejó de hacerle cosquillas, él se la quedó mirando, aún con un esbozo de sonrisa en el rostro. Ella le ofreció su mano abierta. Guille la miró, luego miró a su padre, que hizo un gesto afirmativo, con idéntica sonrisa subrayada por su espesa barba negra. El niño posó su mano sobre la de su tía, y ella la sujetó con suavidad.


Ninguno de los dos alcanzó a comprender el motivo de tan drástico cambio de actitud, pero en adelante el chico se dejó llevar, sujeto de su padre por una mano y de su tía por la otra, hasta que llegaron al bote, al que subió por su propio pie. Arropados por la única familia que les quedaba en el mundo, los tres pusieron rumbo a Nueva Esperanza, más que dispuestos a no volver jamás a la península.


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Published on December 04, 2015 15:00

November 30, 2015

3×1005 – Tita

1005


 


Escuela de náutica, puerto deportivo de Bejor


15 de diciembre de 2008


 


 


 


BÁRBARA – Pues qué quieres que te diga… no lo entiendo. ¿Por qué nadie lo hizo público?


GUILLERMO – Vergüenza, culpabilidad… ¿quién sabe? Verdad sea dicha, tampoco tuvieron mucho tiempo para elaborar informes… A mí, al principio, también me costó entenderlo. Es tan… evidente. Por eso me escondí. Pensé que atarían cabos y me meterían en la cárcel de por vida. Pero… no. Yo tengo la teoría de que son los propios gobiernos los que lo negaron todo desde el principio. A ningún partido político le interesa reconocer que la decisión de implantar un medicamento, tomada de manera unilateral, aunque fuera con la mejor de las intenciones, ha provocado la muerte de… tantos inocentes, prácticamente la totalidad de la población mundial. En la enorme mayoría de los casos, esa votación fue consensuada por gobierno y oposición, en bloque, en todos los países, en todos los continentes. Reconocerlo sería como asumir públicamente una derrota electoral… perpetua.


BÁRBARA – No… no puede ser… Madre mía. Pero si me he dado cuenta hasta yo, que no entiendo nada de todo esto de… lo vuestro. La relación es… indiscutible. Yo sólo se lo oí decir a algunas personas por la calle, los primeros días. Un  par de menciones en alguna tertulia pero… ya. Para de contar. Es como si decidieran ignorarlo, voluntariamente. ¿Por qué no lo dijeron por las noticias? ¿Aunque fuera por las cadenas privadas?


Guillermo esbozó una media sonrisa negando ligeramente con la cabeza.


GUILLERMO – Lo hicieron, junto con otro montón de teorías descabelladas. Yo llegué a escuchar por la radio, cuando estaba en la casa de Jaime, que esto era una invasión alienígena, que habían traído unas esporas en una nave espacial. No lo sé. Quizá fuera por miedo. Piensa que a estas alturas… más del 94% de la población mundial estaba vacunado. De la población mundial, incluidos los países del tercer mundo. Vincular la pandemia con la vacuna de tu padre… sería como asumir que no había salvación posible, que todos estábamos condenados. Doy gracias al cielo porque tú no te vacunases.


Bárbara respiró hondo. Se encontraban en una de las aulas de la segunda planta, no muy lejos de donde Guille aún dormitaba en el almacén de material de limpieza. Los últimos rayos de sol se filtraban por las rendijas de la persiana. La profesora ocupaba el lugar que le correspondía en el asiento más cómodo, junto a la pizarra, y su hermano hacía lo propio sobre la mesa del pupitre más cercano. Habían estado charlando desde que llegaron, posponiendo el momento de visitar a Guille. Guillermo lo prefirió así, y su hermana, para su propia sorpresa, no opuso ninguna resistencia.


BÁRBARA – Yo pensé que tú sí estabas vacunado. Que os vacunasteis todos en el laboratorio poco antes de que el papa fuese a aquello de la OMS.


GUILLERMO – Todo el mundo creyó que lo había hecho. Él el primero.


BÁRBARA – ¿Y por qué no lo hiciste?


El investigador biomédico respiró hondo.


GUILLERMO – Esa sí es una larga historia, que me va a llevar bastante tiempo contarte… ¿Quieres que vayamos a ver a Guille? A estas horas suele empezar a despertarse. Y ahora estará algo más… receptivo.


Bárbara frunció ligeramente el ceño. Asintió.


Ambos se dirigieron hacia el final del pasillo, en silencio. A ninguno de los dos les hizo falta encender luz alguna para guiarse entre la creciente oscuridad. Guillermo golpeó con los nudillos la puerta tras la que se encontraba su hijo. Un gemido agudo se escuchó al otro lado a modo de respuesta. El investigador biomédico abrió la puerta.


Guille estaba en pie. Llevaba de nuevo puesta la capucha de la sudadera, hasta la altura de las cejas, lo justo para poder ver. Guillermo encendió una linterna que llevaba en el bolsillo y la colocó sobre una de las baldas que había ancladas a la pared, ofreciéndole a la estancia el don del color. Se acercó a su hijo y le susurró algunas cosas prácticamente al oído. El niño asintió, y su padre se hizo a un lado. El chaval le miró, algo asustado, y Guillermo hizo un gesto de asentimiento. Guille dio un paso al frente.


Bárbara notó un nudo en el estómago. No comprendía absolutamente nada. Pudo distinguir con claridad, gracias a la luz de la linterna, los ojos del pequeño. Ahí había algo que no encajaba. Conservaban su bello color azul grisáceo, y la esclerótica estaba en perfecto estado, de un blanco impecable. Miró al chico, y acto seguido miró a su hermano. Él le instó a aproximarse.


La profesora se acercó a él, se agachó ligeramente y le abrazó con fuerza. Ya no fue capaz de aguantar más las lágrimas. El niño no le correspondió el abrazo, pero tampoco hizo amago alguno de quitársela de encima. Ella se apartó un poco, quedándose frente a frente con él, que miraba a su padre con una expresión algo incómoda.


BÁRBARA – No entiendo nada. ¿Pero… qué es lo que le ha pasado?


Guillermo agachó ligeramente la cabeza, avergonzado.


GUILLERMO – Tú sabes que nosotros estuvimos en Midbar, en el campamento de refugiados.


BÁRBARA – Sí, claro. Ahí fue donde yo conocí a Olga y a Gustavo. Ahí fue donde… ¡Espera!


La profesora se llevó la mano al bolsillo y sacó una minúscula bolsa de plástico con cierre hermético, en cuyo interior se distinguía claramente una pajarita de papel con una mancha azul de tinta en la parte correspondiente a la cabeza.


BÁRBARA – ¿Esto es tuyo?


Guillermo cogió la bolsita y la contempló con mucha curiosidad.


GUILLERMO – ¿Dónde has encontrado esto?


BÁRBARA – Estaba en el centro de refugiados, en una de las mesas del comedor.


GUILLERMO – Pues sí. Supongo que es mío. Hago esas cosas cuando estoy nervioso… Ah, bueno… Ahora que lo dices… ahí en Midbar le enseñé a él a hacerlas. Creo que esta es de las suyas. Yo esta última doblez del cuello no la hago tan recta…


El investigador biomédico le devolvió la pajarita a Bárbara. La profesora no paraba de mirar a su sobrino, que repentinamente había adquirido mucho interés por su tía.


BÁRBARA – ¿Y qué fue lo que pasó?


GUILLERMO – Ellos ya te contaron lo que ocurrió esa noche, ¿no?


Bárbara asintió.


GUILLERMO – Olga y su hermano consiguieron escapar, y se refugiaron en un árbol. Por eso se salvaron. Pero nosotros…


Guillermo echó un vistazo a su hijo, que no le quitaba ojo a Bárbara.


GUILLERMO – Nosotros no tuvimos tanta suerte.


El investigador biomédico suspiró. Sujetó a su hijo por la muñeca, y le levantó la sudadera, llevándose también la camiseta que tenía debajo. Bárbara contempló con estupefacción la herida de un mordisco. Resultaba inconfundible. Tenía forma de almendra, e incluso se podían distinguir con relativa claridad las marcas de los dientes. Era una herida muy profunda, aunque ya estaba perfectamente cicatrizada.


BÁRBARA – Pero… ¿Él tampoco estaba vacunado?


GUILLERMO – No. Él sí lo estaba.


BÁRBARA – ¿Entonces? No entiendo nada. ¿Vas a hacer el favor de explicármelo?


GUILLERMO – ¿Cómo te lo diría? El virus… que transforma a la gente en infectados, del que todo el mundo hablaba… no… no existe.


Bárbara frunció el ceño.


GUILLERMO – No. No me mires así. Es verdad. No existe. Mírate a ti, mírame a mí. Somos el mejor ejemplo. Nosotros sólo hemos recibido eso, y… estamos como una rosa. Yo no he estado mejor en toda mi vida. Hasta respiro mejor.


BÁRBARA – ¿Me vas a explicar de una vez qué es lo que le ha pasado a Guille?


GUILLERMO – Es lo que te estoy intentando decir. La vacuna de tu padre, por sí sola, es totalmente inofensiva. Igual que lo que tenemos tú y yo. El problema está en mezclarlo. Es al juntar las dos cosas cuando todo se va al traste.


BÁRBARA – Eso ya lo sabía.


GUILLERMO – ¿Entonces qué es lo que no entiendes?


Bárbara señaló a su sobrino.


BÁRBARA – ¿Qué es lo que le ha pasado a él? Me dices que está vacunado, y que le han mordido. Y yo lo veo muy bien. Tiene los ojos limpios, y… está muy tranquilo. Debería estar intentando matarnos a los dos. ¿Qué le hace a él diferente al resto?


Guillermo le dio un golpecito a la riñonera roja que llevaba puesta.


GUILLERMO – Esa noche le mordieron. Bueno… nos mordieron a los dos. A mi casi me matan. Todavía no sé muy bien ni cómo, pero conseguí que saliéramos de ahí de una pieza, en el coche. Ensangrentados y magullados, pero enteros. Yo sabía lo que le iba a pasar. Lo sabía perfectamente. Intenté arreglarlo… Te juro que hice todo lo que estuvo en mi mano. Pero…


El investigador biomédico respiró hondo, visiblemente entristecido.


GUILLERMO –  … llegué tarde.


Bárbara se le quedó mirando, en silencio.


BÁRBARA – ¿Qué es lo que llevas ahí dentro?


GUILLERMO – ¿Esto? Un trasto inútil… Es… no es nada. No sé ni por qué lo llevo encima todavía.


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Published on November 30, 2015 15:00

November 27, 2015

3×1004 – Mañana

1004


 


Cubierta del velero Nueva Esperanza


15 de diciembre de 2008


 


DARÍO – ¿Ni siquiera te vas a quedar a cenar?


Guillermo negó agitando la cabeza a lado y lado. Darío frunció ligeramente el ceño. No alcanzaba a comprender la repentina falta de prisa que se había apoderado del investigador biomédico.


La cubierta estaba atestada de todo tipo de bártulos, y a duras penas se podía caminar esquivando las cajas. Olga y Gustavo se encargaban de introducirlos en las ya sobrecargadas dependencias interiores. Habían decidido traer consigo mucho más de lo que necesitarían tanto para el viaje como para el destino en Bayit. No obstante, fueron incapaces de desprenderse de todos aquellos pequeños tesoros que les habían hecho la vida más fácil, conscientes de que jamás tendrían la oportunidad de volver para recuperarlos.


Habían pasado el resto de la mañana y gran parte de la tarde cargando el bote con todo cuanto padre e hijo y ambos hermanos habían ido atesorando desde que llegasen a ese humilde pueblo costero, haciendo un viaje tras otro a una muy alejada de la costa Nueva Esperanza. Ahora que finalmente habían concluido con el enésimo viaje, y que en principio nada más les retenía ya en la península, más que el propio Guille, que había aguardado pacientemente en la escuela de marina mientras los demás hacían todo el trabajo, Guillermo decidió posponerlo todo una noche más, para partir al alba del día siguiente. Darío no las tenía todas consigo, y trataba infructuosamente de hacerle cambiar de opinión.


DARÍO – No es tan tarde. Aún debe faltar…


El viejo pescador echó un vistazo al horizonte marino.


DARÍO – Bien, bien… por lo menos media hora para que empiece a hacerse de noche. Nos daría tiempo de sobras. Yo no tengo ningún problema en navegar aunque no sea de día, y así ganaríamos mucho más tiempo. Lo hemos ido haciendo durante todo el trayecto. Venga, va, no seas terco. Tráetelo, hombre. Si ya verás que…


Guillermo respiró hondo. Cerró con fuerza los ojos y se dirigió de nuevo al viejo pescador.


GUILLERMO – Mira. No te quiero engañar. El niño… no está bien. No… no ha superado todavía la muerte de su madre y de su hermana pequeña. Él estaba… presente cuando ocurrió todo, ¿comprendes?


El viejo pescador asentía vagamente a medida que el investigador biomédico maquillaba sobre la marcha la verdad para poder deshacerse de ellos aunque sólo fuera por una noche.


GUILLERMO – No será tan sencillo como cogerle de la mano y subirlo al bote. Prefiero prepararle psicológicamente antes de nada. Lleva mucho tiempo encerrado ahí dentro, y es el único sitio en el que se siente realmente seguro. Salir otra vez al exterior, y conocer a tanta gente nueva, de repente, y ahora ya tan tarde que casi se está haciendo de noche… Tampoco tenemos prisa, ¿no? Aquí ya no hay nada más que hacer, y la escuela es segura. Te lo puedo asegurar. Desde que llegamos, ni un solo infectado ha conseguido entrar.


Eso no era del todo cierto, al menos no en el sentido estricto de la palabra. No obstante, Darío pareció ablandarse, apiadándose del pobre muchacho. No podía quitarse de la cabeza al pequeño Josete, y al final acabó cediendo. Al fin y al cabo, tenía razón: si algo les sobraba en ese nuevo mundo, era el tiempo.


DARÍO – Bueno… hagámoslo como tú dices. Si es por el bien del chico… bueno está. Me imagino que tú también te irás con él, ¿no?


Bárbara asintió, sin siquiera abrir la boca. Había estado prestando atención a la conversación desde un segundo plano, sintiéndose bastante incómoda. Estaba deseando abandonar Nueva Esperanza para reencontrarse de nuevo con el pequeño Guille, al que no había tenido ocasión de ver desde su fugaz visita esa mañana. No obstante, no acababa de compartir el modo en que su hermano les había comprado ese precioso tiempo.


Tras unas cortas y algo frías despedidas, en las que la profesora cubrió de besos a Zoe, prometiéndole que esa sería la última vez que se separarían hasta llegar de vuelta a Nefesh, ambos hermanos subieron de nuevo al bote salvavidas rojo y pusieron rumbo al puerto deportivo de Bejor, observados con atención por quienes pasarían la noche sobre el velero, aguardando su vuelta.


Guillermo tomó el control de los remos, y no fue hasta que estuvieron a una distancia más que prudencial del barco, que consintió en romper el silencio que les había acompañado desde que subieran a él.


GUILLERMO – Madre de Dios. Qué hombre más… difícil. Creí que no iba a conseguir quitármelo de encima nunca.


Bárbara tenía la mirada perdida en la línea de la costa, más cercana a cada nuevo golpe de remo.


BÁRBARA – ¿Por qué lo has hecho?


GUILLERMO – ¿El qué?


BÁRBARA – Todo esto. ¿Por qué no le hemos traído directamente y… ya? No lo entiendo.


GUILLERMO – Lo he hecho por ti, Barbie. ¿Que te piensas que no me doy cuenta? Soy tu hermano. Llevas todo el día con la cabeza en otro sitio. Te mereces que te dé una explicación en condiciones, y… esa sólo la vas a poder tener si… no tenemos a nadie detrás, escuchándonos. Tengo demasiadas cosas que contarte.


BÁRBARA – No lo sé, Guillermo… No me está gustando. No… no me gusta mentirles. Son mis amigos. Y se han portado muy bien conmigo. Todos.


GUILLERMO – No les he mentido, no te equivoques. A Guille ahora hay que tratarlo con mucho tacto. Se asusta enseguida, y ya te adelanto que nos va a costar convencerle para subir al bote.


Bárbara respiró hondo. Hacía mucho tiempo que no se sentía así de apática.


GUILLERMO – Lo único que no es verdad de lo que he dicho, es que sea mejor esperar a que amanezca. El chico detesta la luz del sol. Cuando está más tranquilo… y más despierto, es cuando es de noche.


A la profesora le recorrió un escalofrío por la espalda. Guillermo decidió dejar de insistir, y continuaron su corto viaje hacia la costa en silencio. Bárbara lo rompió minutos más tarde, cuando ya estaban a poco más de cien metros de su destino.


BÁRBARA – ¿Por qué no se lo explicamos?


GUILLERMO – ¿Explicarles el qué?


BÁRBARA – No sé… Todo. Quiero decir… si vamos a vivir con ellos, se merecen que les contemos la verdad, ¿no? Es lo justo.


GUILLERMO – ¿Pero estás loca? ¿Tú te estás oyendo? ¿Qué quieres, que nos dejen en tierra?


BÁRBARA – No lo sé… Al fin y a cabo… tampoco es culpa tuya. No… tú no sabías lo que iba a pasar. No… No…


GUILLERMO – No sabes lo que estás diciendo, Bárbara. Como alguien se entere de esto… soy hombre muerto. Y Guille va detrás.


La profesora miró a su hermano con una expresión muy seria en el rostro.


GUILLERMO – ¿Tú no le habrás contado nada a nadie, verdad?


Bárbara negó con la cabeza.


GUILLERMO – Mejor. Mucho mejor. No nos conviene despertar sospechas. Tú hazme caso. Hagamos las cosas a mi manera, Bárbara. Yo sé lo que me hago.


Bárbara alzó los hombros, dándose por vencida. El bote dio un pequeño golpe al impactar contra el hormigón.


GUILLERMO – Ata la cuerda esa ahí, como lo hiciste antes.


La profesora asintió, y anudó mecánicamente la soga al noray tal como Darío le había enseñado. En su interior hervían un sinfín de sentimientos contrapuestos. Ese debía ser su día más feliz desde el inicio de la pandemia, y sin embargo, no se había sentido peor en mucho tiempo.


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Published on November 27, 2015 15:00

November 21, 2015

3×1003 – Entusiasmo

1003


 


Comisaría de Bejor


15 de diciembre de 2008


 


BÁRBARA – ¿Sam? ¿Samuel, sigues ahí?


Incluso a través de la estática y del ruido del generador portátil, todos escucharon los gritos de alegría de un entusiasmado Samuel. Pese a que iba con preaviso, la buena nueva le había cogido con la guardia baja, y estaba que no cabía en sí de gozo. Llevaba demasiado tiempo solo en aquella vieja y abandonada estación petrolífera, y la confirmación de que finalmente, después de tantos años, podría abandonarla, suponía para él la mejor noticia imaginable. En esos momentos, la ilusión de saberse libre de aquella prisión marítima pesaba más que el miedo por cuanto podría encontrarse al volver al mundo que se había desmoronado por completo durante su ausencia.


SAMUEL – Perdona, es que… ¡Ah! No… ¡Dios! Gracias. Muchísimas gracias, Bárbara. No te lo voy a poder agradecer lo suficiente… en cien vidas.


BÁRBARA – Es gracias a ti que he podido reencontrarme con mi hermano, Sam. Si alguien tiene que estar agradecida, esa soy yo. Además, no es a mí a quien tienes que dar las gracias. Se las tienes que dar a Darío. Él es el que nos va a llevar a buscarte.


La profesora le guiñó un ojo al viejo pescador. Éste hizo un gesto con la mano, restándole importancia. Darío amaba el mar sobre todas las cosas, y tener un motivo para alargar unos pocos días más el viaje, para él no suponía problema alguno. Al menos durante esos días podría olvidar por completo la amenaza de los infectados.


SAMUEL – Gracias Darío. Gracias a ti, ¡gracias a… a todos!


BÁRBARA – Es lo menos que podíamos hacer. Mira… Si tenemos buen viento, o al menos como hasta ahora, en… tres o cuatro días podríamos estar ahí contigo.


El silencio volvió a apoderarse de la sala. Darío miró orgulloso a Bárbara, consciente de que las clases de navegación que le había impartido le habían calado. Él ya había hecho sus propios cálculos, y pese a que eran algo menos optimistas, no distaban mucho de los de la profesora.


SAMUEL – No sé qué decir… de verdad. Gracias.


BÁRBARA – Tú quédate ahí donde estás, que enseguida vamos. Y péscanos algo rico para celebrarlo cuando lleguemos.


La profesora creyó oír unos sollozos entre el ruido de la estática, y esbozó de nuevo una sonrisa.


BÁRBARA – Hemos aprovechado para avisarte, pero nos tenemos que ir ya otra vez en el barco. No quiero quedarme en tierra más de lo imprescindible.


SAMUEL – Lo entiendo. Hacéis muy bien.


BÁRBARA – Cuídate, ¿vale? No tardaremos mucho.


SAMUEL – Gracias de nuevo por todo.


BÁRBARA – Adiós, Sam.


Bárbara cortó la comunicación. Se sentía muy satisfecha. Jamás le había viso en persona, y a duras penas habían conversado unas veinte horas en total desde que se conocieran, pero aquella enigmática persona le inspiraba mucha confianza y ternura. Si de algo estaba segura, era que quería tenerlo en su grupo. De no ser por él, jamás se habría reencontrado con su hermano, y aunque sólo fuera en compensación por ello, bien se había merecido el rescate. Lo único que temía era que por abandonar ese pequeño reducto de soledad y seguridad, pudiese tener un destino nefasto como el de tantos otros inocentes los últimos meses. No obstante, él era consciente de ello, y aún así había accedido de buen grado. Aún había mucho trabajo por hacer en Nefesh, pero la comunidad cada vez crecía más, y ello implicaría mejoras tanto en la seguridad como en la capacidad de supervivencia a largo plazo. Nada tenía por qué salir mal.


Tan pronto Guillermo cesó la actividad del generador portátil, todos escucharon con claridad los gruñidos y murmullos que su estridencia había provocado, camuflados hasta el momento por el ruido. Cerrar ventanas y bajar persianas no había sido suficiente para evitar que los infectados que dormitaban en los alrededores se sintiesen atraídos por el cese temporal del silencio que les había acompañado hasta ese momento.


No les hizo falta más que abrir la ventana para ver a tres de ellos merodeando por mitad de la calzada, alrededor del coche de Guillermo. Bárbara echó mano de la mochila que había dejado sobre la mesa, y hurgó en su interior en busca de su pistola. Se alegraba de haber recordado traer el silenciador consigo, porque de lo contrario aún hubiera podido empeorar las cosas tratando de solucionarlas. Se giró a su derecha al notar una presión en el hombro. Vio a Gustavo dándole un par de palmaditas al arco que siempre llevaba consigo, y se encaramó a la ventana.


GUSTAVO – Tranquila, yo me encargo.


Bárbara miró a su hermano, y éste se limitó a alzar los hombros. Todos se asomaron. Gustavo disparó una primera flecha, pero el infectado cambió su rumbo sin previo aviso en ese preciso momento, y ésta quedó clavada en el suelo terroso. El joven arquero profirió un juramento. Sin pensarlo dos veces, agarró otra flecha y repitió el proceso. En esta ocasión sí hizo diana, en el infectado más anciano de los tres, una mujer octogenaria que vestía una bata raída y manchada de barro, o quizá de heces. Sin embargo, de poco sirvió. La flecha se clavó bajo su omóplato, pero la mujer siguió deambulando erráticamente. Gustavo bufó, molesto.


BÁRBARA – Déjamelo a mi, no hace falta que gastes más flechas. Hemos traído balas de sobra.


Gustavo se hizo a un lado, y Bárbara ocupó su posición. Apoyó el brazo sobre el antepecho de la ventana, cerró el ojo izquierdo, y tras unos segundos en silencio, en los que incluso aguantó la respiración, disparó e hizo diana en uno de los infectados que en ese momento estaba inmóvil en el límite entre la glorieta y la calzada. Se desplomó instantáneamente, con un diminuto agujero en la mejilla y otro idéntico en la nuca, por detrás de la oreja. Su hermano la observó con la boca entreabierta, al tiempo que ella se preparaba para atinar al siguiente.


GUILLERMO – Quién te ha visto y quién te ve.


Bárbara sonrió y disparó de nuevo. Hizo blanco, pero el infectado no murió al instante. Un segundo disparo acabó con su agonía. La profesora se aclaró la garganta, algo intimidada por cuantos ojos la observaban con atención, y se fijó en Gustavo. El joven parecía muy interesado por el arma. Ella, consciente de que le había privado de su momento de gloria, se dirigió a él, sin perder la sonrisa.


BÁRBARA – ¿Quieres probar?


GUSTAVO – ¿Puedo?


BÁRBARA – Claro.


Bárbara le ofreció la pistola automática, y él la asió con suavidad, sopesando su peso.


BÁRBARA – Acuérdate. Tienes que hacer que esto que sobresale de aquí de la punta se alinee con este…


GUSTAVO – Sé cómo funciona.


BÁRBARA – Ah, bueno. Pues… adelante. Al principio es normal que te cueste un poco cogerle el punto, pero tú no te preocupes por gastar más balas de…


No le dejó siquiera acabar la frase. Aquella anciana cayó de bruces al suelo, boca abajo. Jamás volvería a levantarse. Bárbara se mostró muy sorprendida. Gustavo sonrió abiertamente. El arma se le había disparado antes de tiempo, pues él creyó que el gatillo ofrecería mucha más resistencia. No obstante, no dijo nada, y disfrutó del elogio de sus congéneres.


Ahora que el peligro más inminente había cesado, y que no se veía infectado alguno por los alrededores, al menos no desde esa ventana, decidieron abandonar la comisaría. Ni Gustavo ni Guillermo echarían de menos la península una vez se hicieran a la mar.


Uno a uno fueron abandonando la comisaría por la misma ventana por la que habían entrado. En esta ocasión Bárbara tuvo algo más de cuidado y consiguió salir ilesa.


El trayecto de vuelta al puerto deportivo resultó más tranquilo incluso que el de ida. La profesora dio gracias al cielo por la costumbre que tenían aquellas bestias de dormir durante el día.


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Published on November 21, 2015 12:17