3×1012 – Expectación
1012
Velero Nueva Esperanza, Mar Mediterráneo
20 de diciembre de 2008
Darío guiaba la nave con mano diestra. Una sonrisa de satisfacción se dibujaba bajo su bigote cano. A su izquierda se encontraba Bárbara, que observaba maravillada aquella distorsión en la homogeneidad del horizonte marino. Junto a ella estaba su hermano Guillermo, que sujetaba al pequeño Guille de la mano. Tras ellos, el resto de la tripulación contemplaba expectante la magnificencia de la escala que habían hecho en el camino de vuelta al que en adelante sería el hogar de todos ellos.
Lucía un sol espléndido, en un cielo azul sin mácula. Cualquiera hubiera podido jurar que se trataba de uno de los últimos días de primavera, y no del otoño que estaban a punto de dejar atrás. El termómetro de cubierta marcaba veinte grados centígrados. Llevaban cerca de un cuarto de hora aproximándose, desde que Olga avistase por primera vez la estación petrolífera, durante el que fuera su primer turno tras el timón, y alertase a los demás. En esos momentos la estación no era más que una pequeña mancha azulada en la distancia. Ahora, sin embargo, lucía imponente muy por encima de sus cabezas.
Era al mismo tiempo cuanto habían esperado de ella, y todo lo contrario. Cuatro imponentes estructuras metálicas en forma de cercha surgían de las entrañas del mar, haciendo de sustento a una especie de complejo industrial con una grúa descomunal que se mecía alegremente al viento, ajena tanto a su propósito original como al paso del tiempo.
La profesora observó la decadencia que manaba de todo aquél hormigón ennegrecido y la herrumbre del metal, y tuvo la sensación de encontrarse en un mundo nuevo, en el que la hegemonía del hombre en la Tierra no era ya más que una historia que se contaba a los niños las noches sin luna. Entonces cayó en la cuenta de que esa sensación que le llevaba acompañando desde hacía varios minutos se acabaría imponiendo como norma para quienes consiguieran sobrevivir a ese Apocalipsis particular al que había sido arrastrada la humanidad. Siempre y cuando alguien consiguiera hacerlo.
A medida que se acercaban, los pocos comentarios que habían cruzado los sorprendidos tripulantes de Nueva Esperanza fueron disolviéndose hasta que cundió el silencio. La escala de aquella mole, en comparación con el pequeño velero que les había traído hasta ahí, resultaba incluso ridícula, sobre todo al asumir que estaba habitada por una única persona. Bárbara no paraba de escrutar cada palmo de la estructura en busca del que consideraba su amigo, aunque sin éxito. El lugar parecía no haber recibido visita alguna en lustros. Pero no cabía la menor duda: las coordenadas eran correctas. Samuel debía encontrarse en algún lugar en las entrañas de aquel monstruo metálico, ignorante de que sus salvadores se encontraban ya a escasos metros.
El viejo pescador inmovilizó el navío a una distancia prudencial, y volvieron a echar el bote salvavidas rojo al agua. Zoe suplicó a Bárbara formar parte de la partida de búsqueda. En esta ocasión la profesora no dudó un momento en concederle ese capricho. Se había mostrado muy inflexible con ella desde que descubriese su fechoría al colarse en el barco, y sentía la obligación de recompensarle por ello, pues la niña había cumplido su parte del trato, siendo prudente ante cualquier eventualidad y acatando todas y cada una de sus órdenes. La pequeña se moría de ganas de conocer cara a cara a la persona con la que tantas horas había conversado. Exactamente igual que Bárbara.
También subieron al bote Olga y Gustavo, que de igual modo habían pasado largas horas charlando con aquella persona al mismo tiempo tan afable y enigmática, y los cuatro pusieron rumbo a una de las patas de aquella enorme estructura, la única que disponía de una escalera en espiral que comunicaba con el complejo que había encima.
Amarraron el bote a la plataforma más baja de la escalera, que se encontraba al mismo nivel del mar, por más que las olas lamían reiteradamente su base. Bárbara fue la primera en romper el silencio llamando a viva voz a Samuel, a medida que iba subiendo tramo tras tramo de escalera, esperando encontrárselo de frente. Mientras tanto, Zoe observaba con curiosidad unos pantalones cuyas perneras estaban atadas a la escalera que estaban a punto de trepar. Ella fue la última en subir.
Enseguida comenzaron a escrutar el complejo, sorprendidos por cuanto descubrían y al mismo tiempo convencidos de que no se habían confundido: resultaba evidente que ese lugar no estaba abandonado. Eran pequeños detalles en un contexto en el que todo parecía haber sido desmantelado hacía años. Sin embargo, por más que revisaron los tres pisos de los que se componía la estación, no fueron capaces de dar con él. Vieron la estación de radio desde la que se comunicaba, el lugar donde presumiblemente pasaría las noches más frías, el sitio donde cocinaba cuanto atrapaba en unas redes llenas de remiendos que parecían haber sido usadas muy recientemente. Sin embargo, no había rastro de él. Bien podían buscarlo cuanto quisieran: él no estaba en la estación petrolífera.
Fue Zoe quien le vio. Al principio le confundió con algún pez de gran tamaño, quizá un delfín. No era la primera vez que avistaban delfines, aunque nunca lo habían hecho a tan poca distancia. Pero eso no era un delfín. Aquella mancha oscura que aparecía y desaparecía entre el oleaje y se dirigía hacia ellos era mucho más pequeño, y sus movimientos no eran los de un pez.
Él sí les había visto, y aunque estaba agotado, nadaba tan rápido como sus brazos y sus piernas se lo permitían para reunirse con ellos, para cumplir el sueño que se había convertido en su única razón de ser durante las últimas dos semanas. Aprovechando el buen día que hacía, Samuel había decidido protagonizar uno de sus acostumbrados paseos marítimos. A la fuerza se había convertido en un experto nadador, y cada vez llegaba más lejos. Más de una vez había soñado alejarse de la estación para no volver, y no parar de nadar hasta que arribase a la costa más cercana. Pero eso no eran más que las ensoñaciones de un iluso: a la distancia que estaba de la costa más cercana, hubiera muerto mucho antes de llegar siquiera al ecuador de su viaje. En esta ocasión, había superado la barreta de los dos kilómetros, y no fue hasta que se cansó y se dio media vuelta, que descubrió el velero aproximándose.
Zoe llamó la atención de los presentes, para que corriesen a asomarse a la misma barandilla que ella y contemplasen la vuelta de Samuel. No fue hasta que subió a la plataforma a la que ellos habían amarrado el bote que pudieron contemplar el dueño de aquella voz que siempre habían escuchado parcialmente distorsionada por la estática.
Se trataba de un niño negro, de no más de doce años, barbilampiño, de moreno pelo corto ensortijado y extremadamente delgado. Samuel se agarró a uno de los peldaños por los que había subido y bajado en infinidad de ocasiones, y trepó hábilmente hasta la primera plataforma, desde donde pudo discernir con claridad de dónde provenían aquellas voces que vitoreaban su nombre. El chico les saludó amistosamente agitando su brazo derecho.
El color de su piel no sorprendió a Bárbara tanto como su juventud. Ella siempre había imaginado que se trataba de un hombre de su misma edad, quizá algo más joven, a juzgar por su actotud, y aunque no sabría justificar el motivo, le había imaginado caucásico. Lo que más sorprendió a Zoe fue el hecho que estuviera desnudo de pies a cabeza. Tan pronto vio a la niña llevarse la palma de la mano a los ojos, avergonzada, Samuel se tapó sus intimidades con el mismo brazo con el que les había estado saludando instantes antes, y se dio media vuelta, mostrando sus posaderas negras al tiempo que desanudaba los pantalones de la escalera y se los ponía.
Bárbara tenía serias dudas al respecto de su identidad, pues aunque nunca se habían molestado en describirse mutuamente, ese chaval, más joven incluso que el propio Gustavo, no se parecía en nada a la persona que ella había imaginado. No fue hasta que escuchó su voz, ya ocultas sus vergüenzas, que reconoció en aquél chico a la persona con la que había pasado tantas horas conversando por radio. Su voz era aguda y masculina; la voz de un adulto y no de un adolescente.
SAMUEL – ¡Bienvenidos!


