David Villahermosa's Blog, page 27
September 4, 2015
3×992 – Pesado
992
Campamento de refugiados a las afueras de Midbar
7 de octubre de 2008
GUSTAVO – Olga.
La joven de los pendientes de perla gruñó lánguidamente. Aplastó su cara contra la almohada, molesta por los zarandeos de su hermano.
GUSTAVO – Olga, ¡despierta!
Olga chasqueó la lengua. Abrió lentamente los ojos, y ante sí apareció, algo borroso, el rostro de su hermano. Llevaba el pelo revuelto y bajo sus ojos se podían distinguir las ojeras que la reiterada falta de sueño había dibujado en su cara. Parecía intranquilo. La joven de los pendientes de perla abrió y cerró los ojos un par de veces, tratando de amoldarlos a la luz matutina que entraba por la ventana, que dibujaba franjas horizontales en el suelo y en las paredes, delatoras de los barrotes que les protegían del exterior. El reloj de agujas de la pared marcaba las siete y media de la mañana.
OLGA – ¿Qué quieres, pesado? Por el amor de Dios. ¿Qué hora es?
GUSTAVO – Se ha estropeado la puerta.
OLGA – ¿Qué puerta? ¿Qué dices?
GUSTAVO – Sí. La puerta de aquí. Se ha encallado. No va. Mira. Ven.
El joven arquero tiró del brazo de su hermana, obligándola a levantarse de la cama. Olga se llevó la palma de la mano a la cara, restregándose el ojo derecho al tiempo que bostezaba con la boca bien abierta. Ambos se quedaron parados frente a la puerta del dormitorio. A Olga le sorprendió que estuviese cerrada. Ella había sido la última en entrar, y recordaba haberla dejado entreabierta.
OLGA – A ver, ¿qué le pasa a la puerta?
GUSTAVO – No sé. Se ha encallado. No se abre. Iba a ir al lavabo a hacer pipi, pero… no…
Olga chasqueó la lengua de nuevo, mientras ponía los ojos en blanco.
OLGA – Déjame, va.
Giró la maneta hacia un lado y tiró de ella con fuerza. La puerta no cedió lo más mínimo. Frunció el ceño y giró la maneta en sentido contrario. Volvió a tirar, pero el resultado fue idéntico. Aunque sabía a ciencia cierta que la puerta se abría hacia dentro, la empujó. Todo siguió igual. Un mal presentimiento cruzó por su mente. Las piernas empezaron a temblarle. No obstante, ella se esforzó por alejar de su cabeza esa desagradable idea. Tomó aire.
OLGA – ¡Jonatan!
Gustavo se rascó la nuca. Ambos se mantuvieron en silencio, esperando la respuesta que debía venir a continuación. A medida que pasaban los segundos, la sospecha de Olga se fue haciendo cada vez más amargamente real.
OLGA – ¡Mónica, Jonatan! ¡¿Hola?! ¡¿Estáis ahí?!
El joven arquero dio un paso atrás al ver cómo su hermana empezaba a hiperventilarse. A Olga comenzó a temblarle la mandíbula inferior, y se quedó mirándole fijamente a los ojos. Sin pensárselo dos veces, se dio media vuelta y revisó la habitación de arriba abajo. De lo que no cabía la menor duda era de que por la ventana no podrían salir. Si aquella joven infectada no había conseguido entrar, ellos tampoco podrían usarla con ese propósito. Miró de nuevo a la puerta, y la golpeó con los nudillos. Una sensación reconfortante recorrió su estómago al escuchar aquél característico sonido hueco. A diferencia de la puerta de entrada, que era de metálica y bastante robusta, las puertas interiores eran de muy mala calidad. Eran huecas y estaban hechas con dos chapas de madera con el interior de cartón.
La joven de los pendientes de perla agarró un radiador eléctrico con ruedas que había contra la pared, e invitó a su hermano a apartarse. Gustavo acató presto su orden, y observó cómo Olga golpeaba con fuerza la puerta. Tras unos cuantos golpes, la chapa de madera se partió lo suficiente para meter la mano. Olga tiró de ella con cuidado de no cortarse y arrancó un trozo, mostrando el panal de cartón que había en el interior. Entre los dos arrancaron más trozos de chapa y cuanto cartón fueron capaces. Lo hicieron a un ritmo vertiginoso, ignorantes de que por más prisa que se dieran, ya no iban a cambiar nada.
Olga siguió golpeando la puerta con el radiador hasta que hizo un agujero que le permitió ver lo que había al otro lado. Le sorprendió ver una nueva capa de madera. Según sus cálculos, ya debería haber atravesado la puerta entera. Arrancó otro trozo de chapa, y entonces lo comprendió todo.
La mesa a la que habían cenado estaba tumbada contra la puerta, con las patas apuntando hacia el salón, en posición prácticamente vertical. Estaba firmemente sujeta, aprisionando la maneta exterior de la puerta, de modo que quienes se encontraban al otro lado no pudieran salir del dormitorio. A Olga no le hizo falta ver lo que había detrás para saber que ninguna de las cajas repletas de bebida y alimento que habían guardado celosamente en la caseta estaba ya ahí dentro.
Con un par de empujones a la mesa consiguió destrabar la puerta. Entonces giró de nuevo la maneta, y ahora la puerta cedió sin ofrecer ninguna resistencia. Lo que vieron al otro lado era exactamente lo que esperaban, y ambos se sintieron al mismo tiempo increíblemente furiosos y estúpidos.
Los dos hermanos recorrieron todas las estancias de la caseta, incapaces de creer lo que veían. Aquellos truhanes se habían llevado hasta la crema dental que había en el lavabo. La puerta de entrada estaba abierta de par en par. Olga corrió hacia ella y se dirigió a Gustavo, que estaba observando uno de los cajones vacíos de la pequeña cocina de la que disponía la caseta.
OLGA – Ni se te ocurra seguirme, ¿me has entendido?
El joven arquero asintió con contundencia. Su hermana salió al exterior y cerró con un portazo tras de sí. Aún conservaba un rayo de esperanza. Quizá todavía no lo hubiesen cargado todo en el coche, y aún tuviese tiempo de arreglar el estropicio que su ingenuidad había provocado. Corrió a toda prisa hacia el único punto débil que había ahora en el campamento, pasando de largo el humilde pinar y la carpa de los dormitorios para los civiles.
Llegó frente al portón de acceso en tiempo récord. No había rastro alguno ya del coche, y para añadir algo más de desprecio y humillación a la jugarreta que les habían hecho, comprobó que la puerta de entrada al complejo estaba abierta de par en par, invitando a cualquier infectado errático a entrar y darse un banquete con los dos hermanos. Olga respiró hondo, tratando de calmarse, esforzándose por contener el llanto.
Gritó hasta desgañitarse, mientras las lágrimas le recorrían las mejillas. Quería golpear algo, sentía la necesidad de volcar toda su frustración, pero se quedó quieta donde estaba. Si les hubiese tenido delante en ese momento, estaba convencida de que no hubiera dudado un momento en tratarles como lo había hecho con la infectada que se había colado en el campamento hacía unos días, y ese pensamiento la convenció de que realmente ya no había marcha atrás en aquella pesadilla.
Abatida, y consciente de que nada de lo que hiciese iba a cambiar lo que había ocurrido, cerró la puerta, y caminó arrastrando los pies de vuelta con su hermano.
3×993 – Pesado
992
Campamento de refugiados a las afueras de Midbar
7 de octubre de 2008
GUSTAVO – Olga.
La joven de los pendientes de perla gruñó lánguidamente. Aplastó su cara contra la almohada, molesta por los zarandeos de su hermano.
GUSTAVO – Olga, ¡despierta!
Olga chasqueó la lengua. Abrió lentamente los ojos, y ante sí apareció, algo borroso, el rostro de su hermano. Llevaba el pelo revuelto y bajo sus ojos se podían distinguir las ojeras que la reiterada falta de sueño había dibujado en su cara. Parecía intranquilo. La joven de los pendientes de perla abrió y cerró los ojos un par de veces, tratando de amoldarlos a la luz matutina que entraba por la ventana, que dibujaba franjas horizontales en el suelo y en las paredes, delatoras de los barrotes que les protegían del exterior. El reloj de agujas de la pared marcaba las siete y media de la mañana.
OLGA – ¿Qué quieres, pesado? Por el amor de Dios. ¿Qué hora es?
GUSTAVO – Se ha estropeado la puerta.
OLGA – ¿Qué puerta? ¿Qué dices?
GUSTAVO – Sí. La puerta de aquí. Se ha encallado. No va. Mira. Ven.
El joven arquero tiró del brazo de su hermana, obligándola a levantarse de la cama. Olga se llevó la palma de la mano a la cara, restregándose el ojo derecho al tiempo que bostezaba con la boca bien abierta. Ambos se quedaron parados frente a la puerta del dormitorio. A Olga le sorprendió que estuviese cerrada. Ella había sido la última en entrar, y recordaba haberla dejado entreabierta.
OLGA – A ver, ¿qué le pasa a la puerta?
GUSTAVO – No sé. Se ha encallado. No se abre. Iba a ir al lavabo a hacer pipi, pero… no…
Olga chasqueó la lengua de nuevo, mientras ponía los ojos en blanco.
OLGA – Déjame, va.
Giró la maneta hacia un lado y tiró de ella con fuerza. La puerta no cedió lo más mínimo. Frunció el ceño y giró la maneta en sentido contrario. Volvió a tirar, pero el resultado fue idéntico. Aunque sabía a ciencia cierta que la puerta se abría hacia dentro, la empujó. Todo siguió igual. Un mal presentimiento cruzó por su mente. Las piernas empezaron a temblarle. No obstante, ella se esforzó por alejar de su cabeza esa desagradable idea. Tomó aire.
OLGA – ¡Jonatan!
Gustavo se rascó la nuca. Ambos se mantuvieron en silencio, esperando la respuesta que debía venir a continuación. A medida que pasaban los segundos, la sospecha de Olga se fue haciendo cada vez más amargamente real.
OLGA – ¡Mónica, Jonatan! ¡¿Hola?! ¡¿Estáis ahí?!
El joven arquero dio un paso atrás al ver cómo su hermana empezaba a hiperventilarse. A Olga comenzó a temblarle la mandíbula inferior, y se quedó mirándole fijamente a los ojos. Sin pensárselo dos veces, se dio media vuelta y revisó la habitación de arriba abajo. De lo que no cabía la menor duda era de que por la ventana no podrían salir. Si aquella joven infectada no había conseguido entrar, ellos tampoco podrían usarla con ese propósito. Miró de nuevo a la puerta, y la golpeó con los nudillos. Una sensación reconfortante recorrió su estómago al escuchar aquél característico sonido hueco. A diferencia de la puerta de entrada, que era de metálica y bastante robusta, las puertas interiores eran de muy mala calidad. Eran huecas y estaban hechas con dos chapas de madera con el interior de cartón.
La joven de los pendientes de perla agarró un radiador eléctrico con ruedas que había contra la pared, e invitó a su hermano a apartarse. Gustavo acató presto su orden, y observó cómo Olga golpeaba con fuerza la puerta. Tras unos cuantos golpes, la chapa de madera se partió lo suficiente para meter la mano. Olga tiró de ella con cuidado de no cortarse y arrancó un trozo, mostrando el panal de cartón que había en el interior. Entre los dos arrancaron más trozos de chapa y cuanto cartón fueron capaces. Lo hicieron a un ritmo vertiginoso, ignorantes de que por más prisa que se dieran, ya no iban a cambiar nada.
Olga siguió golpeando la puerta con el radiador hasta que hizo un agujero que le permitió ver lo que había al otro lado. Le sorprendió ver una nueva capa de madera. Según sus cálculos, ya debería haber atravesado la puerta entera. Arrancó otro trozo de chapa, y entonces lo comprendió todo.
La mesa a la que habían cenado estaba tumbada contra la puerta, con las patas apuntando hacia el salón, en posición prácticamente vertical. Estaba firmemente sujeta, aprisionando la maneta exterior de la puerta, de modo que quienes se encontraban al otro lado no pudieran salir del dormitorio. A Olga no le hizo falta ver lo que había detrás para saber que ninguna de las cajas repletas de bebida y alimento que habían guardado celosamente en la caseta estaba ya ahí dentro.
Con un par de empujones a la mesa consiguió destrabar la puerta. Entonces giró de nuevo la maneta, y ahora la puerta cedió sin ofrecer ninguna resistencia. Lo que vieron al otro lado era exactamente lo que esperaban, y ambos se sintieron al mismo tiempo increíblemente furiosos y estúpidos.
Los dos hermanos recorrieron todas las estancias de la caseta, incapaces de creer lo que veían. Aquellos truhanes se habían llevado hasta la crema dental que había en el lavabo. La puerta de entrada estaba abierta de par en par. Olga corrió hacia ella y se dirigió a Gustavo, que estaba observando uno de los cajones vacíos de la pequeña cocina de la que disponía la caseta.
OLGA – Ni se te ocurra seguirme, ¿me has entendido?
El joven arquero asintió con contundencia. Su hermana salió al exterior y cerró con un portazo tras de sí. Aún conservaba un rayo de esperanza. Quizá todavía no lo hubiesen cargado todo en el coche, y aún tuviese tiempo de arreglar el estropicio que su ingenuidad había provocado. Corrió a toda prisa hacia el único punto débil que había ahora en el campamento, pasando de largo el humilde pinar y la carpa de los dormitorios para los civiles.
Llegó frente al portón de acceso en tiempo récord. No había rastro alguno ya del coche, y para añadir algo más de desprecio y humillación a la jugarreta que les habían hecho, comprobó que la puerta de entrada al complejo estaba abierta de par en par, invitando a cualquier infectado errático a entrar y darse un banquete con los dos hermanos. Olga respiró hondo, tratando de calmarse, esforzándose por contener el llanto.
Gritó hasta desgañitarse, mientras las lágrimas le recorrían las mejillas. Quería golpear algo, sentía la necesidad de volcar toda su frustración, pero se quedó quieta donde estaba. Si les hubiese tenido delante en ese momento, estaba convencida de que no hubiera dudado un momento en tratarles como lo había hecho con la infectada que se había colado en el campamento hacía unos días, y ese pensamiento la convenció de que realmente ya no había marcha atrás en aquella pesadilla.
Abatida, y consciente de que nada de lo que hiciese iba a cambiar lo que había ocurrido, cerró la puerta, y caminó arrastrando los pies de vuelta con su hermano.
August 30, 2015
3×991 – Opíparo
991
Campamento de refugiados a las afueras de Midbar
6 de octubre de 2008
La lata de cerveza produjo un siseo cuando Olga tiró de la anilla. La joven de los pendientes de perla le dio un largo sorbo, notando aquél amargo aunque reconfortante sabor en la boca, y volvió a dejarla sobre la mesa, para acto seguido secarse la espuma de los labios con el dorso de la mano. Estaba pletórica, y más que dispuesta a seguir celebrando la buena nueva cuanto tiempo fuera preciso.
Jonatan había accedido a llevarles consigo al sur en su coche, a aquél idílico campamento del que tanto les habló durante la cena. Había sido por iniciativa propia, sin que ni ella ni Gustavo tuviesen que habérselo pedido, por más que ambos tenían idea de hacerlo más pronto que tarde. Se había mostrado muy amable y comunicativo desde que le permitieran resguardar a su pequeña familia en el campamento. Incluso Mónica había sufrido un cambio radical de actitud, ahora que su primogénito estaba a salvo entre esas cuatro paredes. El pequeño Izan dormía plácidamente en la cama de una de las hijas del sargento Serrano, en cuya caseta se encontraban ahora ambas familias. Había estado dando guerra hasta hacía escasa media hora, cuando finalmente sucumbió al sueño y su madre le acostó.
Gustavo ocultó un bostezo con la mano abierta y se metió en la boca otro puñado de frutos secos. Habían tomado un opíparo banquete, y la sobremesa se estaba alargando más de la cuenta. Él, al igual que su hermana, había madrugado de lo lindo con la intención de dejar listo el vallado perimetral del campamento, y ahora estaba que se caía de sueño. Ella, no obstante, se mostraba lúcida, excepcionalmente comunicativa e incluso algo achispada. Había pasado unos días muy malos, convencida de que no podría darle a su hermano un destino más prometedor que el de quedarse ahí encerrado con ella hasta que se les acabasen las existencias. Ese cambio drástico en sus destinos le había hecho recuperar la esperanza de poder darle a Gustavo un destino seguro.
El joven arquero se llevó una mano al cabello y paseó la mirada por la pequeña estancia en la que estaban los cuatro sentados a la mesa. Contra las paredes del fondo estaban apoyadas las cajas que contenían todo el alimento y la bebida que llevarían consigo al nuevo campamento, y que tanto necesitarían durante el camino, que presumiblemente se demoraría uno o dos días. Jonatan afirmaba que podrían cargarlo todo en el coche sin problemas. Olga no estaba tan convencida, porque el vehículo de Jonatan no era muy grande, pero estaba tan animada, en parte por la buena nueva y en parte por el influjo etílico de la cerveza, que no le dio mayor importancia. Ya tendrían tiempo de preocuparse de eso al día siguiente.
Las conversaciones sobre el drama individual que les había llevado hasta ahí derivaron considerablemente la última hora. Olga estaba en ese momento contándoles una historia bastante graciosa, al menos a su parecer, aunque algo embarazosa para Gustavo, sobre una de las primeras veces que le acompañó a un campeonato de tiro con arco a una localidad vecina, a pocos kilómetros de donde ahora se encontraban. Él había escuchado esa historia demasiadas veces, y concluyó que ya había tenido suficiente. Al levantarse de la silla, su hermana se le quedó mirando, algo extrañada. Hacía mucho que había perdido la noción del tiempo.
GUSTAVO – Me voy a ir a dormir. Estoy que me caigo de sueño.
Olga se mostró algo desilusionada. Se lo estaba pasando en grande teniendo de nuevo alguien más que su hermano con quien conversar. No había podido siquiera despedirse de Samuel, aunque había apuntado todas las referencias numéricas que le pondrían de nuevo en contacto con él si encontraba otra estación de radio, y la compañía, si bien era de un estrato social muy distinto al que ella frecuentaba antes de la pandemia, le estaba resultando placentera.
MÓNICA – Tiene razón el chico. Será mejor que nos vayamos ya a dormir todos, que mañana hay que madrugar mucho.
Mónica cruzó una mirada cómplice con Jonatan, y éste le ofreció una cálida sonrisa, al tiempo que asentía. Ambos se levantaron también de la mesa, y entonces a la anfitriona no le quedó más remedio que aceptarlo.
OLGA – Bueno… pues nada. Todo el mundo a dormir.
Tras las despedidas de rigor, Gustavo fue directamente al dormitorio de matrimonio y se echó en su lado de la cama, hecho un ovillo, mirando hacia la pared. Mónica ocupó la única cama libre que quedaba en el otro dormitorio, tras comprobar que el pequeño Izan dormía plácidamente. Jonatan se tumbó en el sillón de la sala principal de la caseta: si compartía la cama con su pareja, alguno de los dos amanecería en el suelo, pues ésta era excesivamente pequeña.
Olga fue la última en acostarse, no sin antes recoger cuanto habían dejado por medio tras la cena. Cuando llegó al dormitorio que compartiría con su hermano, le encontró dormido. Dejó la puerta entornada, se descalzó y ocupó su lugar al otro lado de la cama que había compartido con él desde el primer día que pasaron solos en el campamento. Cerró los ojos y trató de relajarse, pero le resultó imposible. Sus ensoñaciones sobre el destino que les esperaba en el sur del país fueron virando irremediablemente hacia los amargos recuerdos de los días pretéritos, obligándole a rememorar el fallecimiento de sus dos progenitores. Eran tantos los cambios y los nuevos retos que había tenido que afrontar las últimas semanas, que siempre tenía la mente ocupada y podía sobrellevar el día en una relativa paz. Era al llegar la noche cuando todos aquellos fantasmas la acosaban y le formaban un desagradable nudo en el estómago, obligándola a contener las lágrimas.
Esa noche Olga tuvo serios problemas para caer rendida al sueño. No lo hizo hasta bien entrada la madrugada. Al parecer, sus huéspedes también tuvieron complicaciones para conciliar el sueño, pues les escuchó cuchichear en la habitación contigua durante más de media hora antes que cada cual ocupase de nuevo su lugar.
August 26, 2015
3×990 – Visitantes
990
Campamento de refugiados a las afueras de Midbar
6 de octubre de 2008
El ruido del motor de aquél viejo y destartalado coche rompía el silencio que hasta el momento había imperado en las inmediaciones del campamento. Por encima del sonido de su ralentí se escuchaban los gimoteos de un niño pequeño, de unos siete u ocho años, que no paraba de llamar a su mami desde el interior del vehículo. Iluminados por los altos focos que bañaban de luz el campamento a esas altas horas de la tarde, cercanas ya al ocaso, Olga y Gustavo se encontraban a un lado del vallado. Al otro lado había una pareja joven. No debían ser mucho mayores que Olga.
Les había llevado un día y medio de trabajo, pero al fin habían conseguido devolver al campamento la seguridad pretérita. Si bien el refuerzo que habían usado para unir de nuevo las partes de la valla que habían sucumbido al peso de los infectados era de una calidad cuanto menos cuestionable, al menos aguantaría sin problemas un asedio como el que sufrieron hacía un par de días, permitiéndoles hacer vida normal en el interior. Ahora el único punto débil que tenía el campamento era la puerta principal, pero ésta estaba firmemente cerrada con llave. Olga mostró su sonrisa más entusiasta a aquellas dos personas, al tiempo que dejaba en segundo plano a Gustavo. Esa podía ser la oportunidad que tanto había buscado. No obstante, no quería cometer ninguna imprudencia.
OLGA – Buenas noches.
JONATAN – Buenas noches.
OLGA – ¿En qué os podemos ayudar?
Ambos eran caucásicos. Él era moreno, muy alto y resultaba evidente que en su vida previa al holocausto debía haber pasado varias horas al día en el gimnasio. Tenía el pelo muy corto y varios tatuajes asomaban de las mangas de su camiseta y de su cuello. Ella era muy delgada y también bastante alta, aunque no tanto como él. Unos grandes y dorados pendientes de aros pendían de sus orejas. Lucía una media melena impecablemente peinada e incluso estaba maquillada. A Olga le sorprendió mucho ese detalle. Ella había olvidado al última vez que se pintó las uñas o los labios.
MÓNICA – ¿No hay nadie más aquí?
La joven de los pendientes de perla frunció ligeramente el ceño. Mónica aprovechó para seguir mascando el chicle que tenía en la boca. Parecía bastante impaciente y nerviosa, y no hacía más que mirar en derredor.
OLGA – Ahora mismo… no.
MÓNICA – ¿No hay más nadie? Joder, pero si esto es enorme…
OLGA – Hubo un incidente hace unos días, y…
MÓNICA – Bueno, da igual. Abre la puerta. Haz el favor.
Olga cruzó la mirada con su hermano. Él se limitó a levantar los hombros. El llanto del pequeño exigiendo la atención de su madre se hacía cada vez más molesto.
MÓNICA – ¿A qué esperas? ¿Qué quieres, que se nos coman aquí fuera? ¡Abre la maldita puerta de una vez!
Estaba anocheciendo a marchas forzadas, y tanto un grupo como el otro sabían perfectamente lo que eso significaba en los tiempos que corrían. Jonatan se encaró a su novia, y le levantó la mano a modo de advertencia.
JONATAN – Cierra la boca, Moni, por Dios. Vete a ver qué quiere el niño, anda. Déjame a mí hablar con la chica.
La joven puso los ojos en blanco, mascó chicle con la boca abierta, el labio superior izado, y acató la orden de su pareja.
JONATAN – ¡Tranquilo, Izan, que ya viene la mama!
Jonatan se giró de nuevo hacia los hermanos. La expresión de su rostro había cambiado por completo.
JONATAN – Perdónala. Llevamos todo el día en la carretera, y está muy nerviosa. Yo soy Jonatan.
El joven metió su robusta mano entre los barrotes del vallado y se la ofreció a Olga. Ella se la estrechó con fuerza, aún algo recelosa.
JONATAN – Perdió a sus padres hace una semana, y está algo sensible.
Olga asintió vagamente con la cabeza. Ella bien sabía lo que eso significaba, y consiguió ponerse en su papel.
JONATAN – Sólo queremos pasar aquí la noche. Venimos de muy lejos, y no nos hemos atrevido a acercarnos a ninguna ciudad. Están todas… que no se puede ni entrar. Pasamos por casualidad por delante del cartel ese… de ahí abajo, y… pensamos que nos podríamos quedar. Pero… Bueno… Sólo te pido que nos dejes pasar aquí la noche. Por el muchacho, más que nada. Es muy pequeño, y no quiero que vuelva a pasar la noche en el coche. Ya hemos tenido más de un susto. Además… No vamos a molestar nada. Ni siquiera os vais a enterar de que estamos aquí. Mañana a primera hora, cogemos el coche y nos vamos por donde hemos venido. Vamos de camino a un centro que hay en el sur, que nos han dicho que es enorme y… muy seguro. ¡Y tienen hasta una guardería! Si fueras tan amable…
La joven de los pendientes de perla respiró hondo. Jonatan echó un vistazo al horizonte. El sol estaba a punto de ocultarse bajo la línea del horizonte.
GUSTAVO – Déjalos pasar, Olga. Aquí hay sitio de sobra.
Olga arrugó los labios. Gustavo había visto en esa pareja la redención perfecta al pequeño desastre que había provocado hacía un par de días estropeando la estación de radio. Ya se imaginaba a sí mismo sentado en uno de los asientos traseros de aquél viejo coche, con su hermana a un lado y aquél niño llorón al otro, la baca hasta arriba con las reservas de alimento que habían rescatado y rumbo a aquél centro tan prometedor del que hablaba Jonatan. Olga, superada por la presión de aquellos dos pares de ojos, acabó accediendo.
OLGA – La puerta está ahí.
La joven de los pendientes de perla señaló hacia su derecha.
OLGA – Acerca el coche y te abrimos para que lo metas. Nosotros íbamos a cenar ahora. ¿Habéis cenado vosotros?
Jonatan negó con la cabeza.
OLGA – Pues la cena corre de nuestra cuenta.
El joven sonrió abiertamente.
JONATAN – Muchas gracias. De verdad. No te vas a arrepentir.
Olga sonrió de nuevo. Su hermano la ayudó a abrir el portón de acceso y una vez el coche estuvo dentro, volvieron a cerrar.
August 22, 2015
3×989 – Asedio
989
Campamento de refugiados a las afueras de Midbar
4 de octubre de 2008
GUSTAVO – ¿Estás segura?
OLGA – Creo que sí. Voy a salir.
Gustavo sujetó a su hermana de la muñeca antes de que tuviera ocasión de dirigirse hacia la puerta de entrada. Ella se giró y le miró a los ojos. Parecía genuinamente asustado. Sus ojos le suplicaban que no lo hiciera.
GUSTAVO – No salgas. Por favor. Podemos… Podemos esperar hasta mañana. No hay prisa. Aquí tenemos de todo.
OLGA – No voy a estar aquí encerrada todo el día, Gus.
GUSTAVO – Pero…
OLGA – Hace más de una hora que no la vemos. Se tiene que haber ido.
GUSTAVO – ¿Y si no se ha ido? ¿Qué? ¿Qué vas a hacer si no se ha ido?
OLGA – Pues vuelvo a entrar. Tú no te preocupes por eso. Sé lo que me hago.
Olga guiñó un ojo a su hermano. El joven arquero tragó saliva, y poco a poco fue desasiendo la muñeca de su hermana, pese a que no estaba para nada satisfecho con sus palabras.
Fue poco antes que anocheciese por completo. Una infectada había acudido al campamento atraída por la luz, por el olor a sangre que traía el viento desde la parte alta de la colina o quizá simplemente por mera coincidencia. No era más que una niña. Tendría la edad de Gustavo. Incluso algo menos. Iba desnuda a excepción de unas braguitas blancas manchadas de orín, y mostraba las inconfundibles marcas de los mordiscos que la habían transformado en lo que era ahora, en el torso y en ambos brazos, de los que faltaba una preocupante cantidad de carne.
Los dos hermanos estaban tratando de levantar una de las vallas que aquella horda de infectados había echado abajo, aunque sin demasiado éxito. Pese a lo escandaloso que había resultado el ataque, tan solo habían conseguido hacer caer la valla en dos puntos, que entre ambos no sumaban ni cinco metros. Olga pensó que si conseguían reconstruir el perímetro, de modo que ningún otro infectado pudiese acceder al campamento, quizá la idea de quedarse ahí a vivir a largo plazo no fuera tan descabellada. Tampoco es que tuvieran muchas más opciones, aislados como estaban a mitad de camino de ninguna parte.
Fue Olga la primera que la vio, aún bastante lejos del campamento, vagando por los terrenos circundantes. Avisó a su hermano, y ambos corrieron hacia la impenetrable caseta de obra donde ahora se encontraban. Consiguieron llegar mucho antes que ella entrase siquiera al campamento, pero el mal ya estaba hecho: les había visto.
Llevaban ahí encerrados desde entonces, donde habían pasado toda la noche y gran parte de mañana. La infectada trató de entrar por todos los medios, aporreando las ventanas, las paredes y la puerta de entrada. Hubo un momento en el que incluso se subió encima, trepando por unos palés que había apilados en la parte trasera, y merodeó un rato por encima hasta que resbaló y cayó, comenzando de nuevo el asedio en tierra firme.
No se equivocaron al escoger ese lugar como refugio. No disponía de ningún punto débil, y aunque aquella joven infectada lo intentó durante horas, fue incapaz de ponerles la mano encima.
Olga abrió la puerta con cautela, tratando de hacer el menor ruido posible. Había revisado el perímetro por las seis ventanas de las que disponía la caseta, que abarcaban los cuatro flancos: no había rastro de ella. Se asomó al exterior y miró a lado y lado, como si pretendiese cruzar una carretera. Todo seguía en regla. Dio un par de pasos más, alejándose de la puerta abierta bajo cuyo umbral se encontraba Gustavo. La joven de los pendientes de perla se giró y susurró a su hermano, mientras hacía un gesto con la mano derecha.
OLGA – Cierra la puerta.
Gustavo giró rápidamente la cabeza a lado y lado, desacatando la orden de su hermana. Olga chasqueó la lengua y continuó adelante. Llegó hasta otra de las casetas que había en esa zona del campamento, anteriormente prohibida a los civiles, y al girar la esquina se la encontró de frente. Olga abrió los ojos como platos, y aguantó la respiración. Por fortuna, la infectada estaba dormida. Era por todos conocido la costumbre que tenían esas bestias de dormir de día y cazar de noche, cual manada de hienas. Olga no supo si maldecirla o bendecirla por ello.
Desde ahí Gustavo no la podía ver. Olga dio un paso hacia atrás, esforzándose por hacer el menor ruido posible. Podría volver a la caseta del sargento Serrano sin demasiados contratiempos. Pero eso no era lo que ella quería. Estaba cansada de esconderse y de huir. No era ese el destino que quería ofrecerle a su hermano.
Respiró hondo y miró en derredor, en busca de algo con lo que defenderse. Había salido con las manos desnudas: no volvería a cometer ese error. A un escaso metro de ella, apoyada contra la pared de chapa de la caseta de obra a cuya sombra dormía la infectada, había una caja de herramientas abierta. Estaba llena de agua sucia, pero aún se podía ver lo que contenía. Olga se agachó, sin perder de vista a la infectada, que tenía un sueño muy profundo, y metió la mano en la helada agua. Asió un mango de madera bastante grueso, y lo levantó. Se trataba de un martillo de encofrador.
Observó su nueva arma, tanteándola en la mano, preguntándose cuál de los dos extremos sería más mortífero: el plano o el que tenía dos extremos ahusados en forma de garfio. Prefirió optar por el extremo en apariencia más contundente. Con el martillo fuertemente aferrado en su mano derecha, caminó como a cámara lenta hacia la infectada.
El corazón parecía querer salírsele del pecho. Le temblaban las piernas, y era tanta la fuerza con la que sujetaba el martillo, que se le estaban agarrotando los dedos, pero estaba dispuesta a llegar hasta el final. En el último instante, justo antes que el martillo impactase contra su cráneo, Olga vio cómo la infectada abría sus ojos, mostrándole aquél inquietante semblante de otro mundo provocado por el derrame que sufrían todas aquellas bestias.
El golpe fue certero, y el martillo se hundió cerca de dos dedos en el cráneo de la infectada, afectando a su cerebro, en apariencia uno de sus pocos puntos débiles. La infectada levantó el brazo derecho y agarró a Olga del antebrazo. Olga tiró del martillo con la intención de asestarle un nuevo golpe, pero se quedó quieta al ver cómo el abrazo de la infectada se iba haciendo cada vez más débil, hasta que la mano que sujetaba su brazo acabó soltándose y cayendo inerte al suelo terroso. Sus ojos seguían abiertos, y parecían mirarla, pero carecían de vida. Olga había conseguido lo que se proponía.
La joven de los pendientes de perla escuchó crujir el suelo tras de sí y se giró a toda prisa, con el martillo aún fuertemente aferrado en la mano. Frente a sí vio a Gustavo. Parecía más disgustado con ella que asustado.
GUSTAVO – No podemos seguir así, Olga.
Su hermana respiró hondo, echó un vistazo al martillo manchado de sangre, y miró de nuevo a su hermano.
OLGA – Tienes razón.
August 19, 2015
3×988 – Chispas
988
Campamento de refugiados a las afueras de Midbar
3 de octubre de 2008
SAMUEL – ¿Y se fueron… así, sin más?
OLGA – Sí. Tenían bastante prisa por… irse. No sé muy bien por qué ni a dónde, pero… se fueron enseguida.
SAMUEL – Qué raro… ¿Y no os pidieron comida, ni… nada?
OLGA – No. Yo incluso les ofrecí que se quedaran a comer, pero…
SAMUEL – Y quieres decir que no… No quiero ser malpensado, pero… ¿No os habrán robado? Me parece sospechoso tantas prisas…
OLGA – ¡Qué va! Al menos nada… que haya sido capaz de echar en falta. Yo no les perdí de vista en ningún momento, y… hemos revisado que todo estuviera en regla y… bien. Está todo en su sitio.
SAMUEL – Bueno, pues… mira. Ellos verán qué hacen.
OLGA – Oye, ¿y tú qué tal? No nos has contado nada de ti. Y yo no hago más que hablar de nosotros. ¿Dónde estás tú?
Gustavo echó un trago del vaso de agua que compartía con su hermana, y volvió a llenarlo con el contenido de la botella. Se estaba aburriendo como una ostra. Olga llevaba todo el peso de la conversación, y apenas le dejaba participar. Habían vuelto al centro de comunicaciones tan pronto acabaron de comer, poco después que el grupo de Bárbara y Morgan les abandonase, y desde entonces habían estado charlando con Samuel.
SAMUEL – Yo no me puedo quejar. Aquí, por fortuna, no tengo que preocuparme de infectados ni… de pasar hambre. Estoy… Estoy yo solo.
OLGA – Ah… ¿Tú también has perdido a alguien?
SAMUEL – Bueno… sí. En cierta manera.
OLGA – Lo siento. Es todo muy… Nosotros estamos en Midbar. Está al lado de… Sheol. ¿Sabes? Si te pudieras acercar… que sepas que eres bienvenido.
Ambos hermanos escucharon una risa cansada al otro lado de la línea.
SAMUEL – Ojalá. Ojalá pudiera. Pero… no es tan sencillo.
OLGA – Pero… A ver, no lo entiendo. ¿Estás atrapado… o algo?
Se produjo un silencio en la sala de comunicaciones, tan solo salpicado por el ruido de estática imperante en el ambiente.
SAMUEL – Sí y no… Es un poco difícil de explicar.
Un característico olor a goma quemada inundó la estancia. Olga pareció no darse cuenta, pero Gustavo enseguida se puso en alerta. Escrutó con el olfato y con la vista todos aquellos cachivaches llenos de lucecitas, tratando de dar con el origen del desagradable olor, aunque fue incapaz de encontrarlo, y acabó dándose por vencido. De repente, de uno de los aparatos que había sobre la mesa empezó a manar un hilillo de humillo negro. El olor a goma quemada se intensificó hasta el punto de hacer que Olga perdiese el hilo de la conversación y arrugase el entrecejo.
En un acto reflejo, Gustavo agarró el vaso de agua que había sobre la mesa y lo vertió por completo sobre la fuente de aquél humo negro, temiendo que acabase prendiéndose fuego. Su hermana trató de impedírselo, pero no llegó a tiempo. Saltaron chispas por doquier. El humo se extinguió por completo y al instante, al igual que el olor a goma quemada… y la transmisión de radio.
La joven de los pendientes de perla chasqueó la lengua, irritada por la irreflexiva acción de su hermano. Trató en vano de arreglar aquél desaguisado, pero ya no había nada que hacer. La transmisión se había cortado, y no había manera de devolverle la vida a la radio. Con su nula formación al respecto y los medios de los que disponían, no podrían recuperarla.
Olga agarró de la pechera de la camiseta a su hermano y le zarandeó, reprochándole a voz en grito haber estropeado la radio, y por ende la única oportunidad real que tenían de ser rescatados. Gustavo se quedó de piedra. Esa no parecía su hermana: estaba fuera de sí. Trató de disculparse, tartamudeando, y empezó a llorar. Su hermana dejó de zarandearle, y sin soltarle, agachó la cabeza y estalló igualmente en llanto. Sus heridas emocionales aún estaban demasiado recientes, y aunque Olga trataba de mostrarse mucho más serena y madura, consciente de que la educación y la supervivencia de su hermano dependían por completo de ella, lo estaba pasando igual de mal que él, sino más. Se habían quedado huérfanos y desamparados en muy corto período de tiempo, y ella temía no estar a la altura de la enorme responsabilidad que había recaído sobre sus hombros.
La joven de los pendientes de perla soltó a Gustavo y se dio media vuelta, para evitar que la viese llorando. Gimoteaba nerviosamente, y el joven arquero, algo más entero, trató de tranquilizarla, mientras se disculpaba por enésima vez por haber estropeado la radio.
Olga quería seguir intentando ponerse en contacto con otro centro de refugiados para que viniesen a rescatarlos. Prefirió hablar primero con Samuel, ya que se lo había prometido por la mañana, y le apetecía distraerse un poco con su conversación. Ahora ya no estaba en su mano siquiera despedirse de él, y mucho menos seguir tratando de pedir ayuda. Esa era su última carta, y ahora no tenía nada a lo que aferrarse. De ahí su arrebato de ira.
Desde el desafortunado incidente, ni un solo infectado había acudido al campamento. Ella sabía a ciencia cierta que sólo era cuestión de tiempo que alguno acabase haciéndolo. Durante el tiempo que el campamento estuvo en activo, raro era el día que no se acercasen uno o dos infectados. Si eso se volvía a repetir, ellos bien podían guarecerse en la caseta del sargento Serrano, e incluso soportar un asedio ahí dentro durante días, si no semanas, pues era ahí donde habían guardado la mayor parte del alimento y la bebida de la que disponían, y ese era un lugar al que ningún infectado podría acceder por sus propios medios. No obstante, antes o después se les acabaría el alimento, y tendrían que abandonar el campamento. El principal problema residía en que deberían hacerlo a pie, lo cual, en los tiempos que corrían, no era en absoluto aconsejable.
En esos momentos Olga se arrepintió y mucho de no haber accedido al ofrecimiento de Morgan. En ese momento disponía del plan B que ahora Gustavo había echado por tierra, pero bajo esta nueva perspectiva, consideró que su recelo había sido injustificado, y que más le hubiera valido acompañarles. Al fin y al cabo disponían de armas y un vehículo, y ellos de comida. La mejor combinación. En cualquier caso, ya era tarde para corregirlo. Tendían que apañárselas solos.
August 14, 2015
3×987 – Alarma
987
Campamento de refugiados a las afueras de Midbar
3 de octubre de 2008
Olga seguía a Morgan a poca distancia. No le estaba resultando tarea fácil, con las zancadas que daba aquél hombretón, pero enseguida llegaron a la parte alta de la colina, donde Bárbara, ajena a cuanto la rodeaba, seguía escrutando los rostros de todos aquellos cadáveres entre los que se encontraba, tratando en vano de hallar el de su hermano Guillermo o el de su sobrino Guille. Las lágrimas recorrían sus mejillas y un rictus de miedo y pesar afeaba su cara. No pareció percatarse de que ya no estaba sola. Morgan parecía más molesto que sorprendido, y enseguida la reprendió. La profesora pareció ignorarle, y se dirigió hacia la joven de los pendientes de perla.
BÁRBARA – ¿Aquí no están todos, verdad?
OLGA – ¿Eh?
Bárbara cerró los ojos con fuerza, mientras hinchaba sus pulmones.
BÁRBARA – Los refugiados. Habrá algunos que consiguieran escapar, ¿no?
OLGA – Bueno… Si, los soldados. Se fueron enseguida, con los jeeps, y tampoco te creas que todos. Muchos de ellos están aquí.
BÁRBARA – ¿Y ciudadanos, gente normal?
OLGA – Uy, lo dudo mucho. Nosotros nos salvamos por los pelos. Había demasiados infectados, y salían por todas partes.
BÁRBARA – Pero alguno pudo haber escapado, ¿no?
Olga reflexionó al respecto. El campamento enseguida se quedó sin vehículos esa tarde. Quienes ostentaban sus llaves, huyeron a toda prisa, conscientes de cuál sería su destino si se demoraban más de la cuenta, ignorando a cuantas personas quedaban atrás con tal de salvar sus vidas. Cuanto había visto desde lo alto de aquél roble con su hermano, negaba por completo la sugerencia de Bárbara. Había demasiados infectados, y quienes trataban de huir a pie, acababan irremisiblemente abatidos por ellos. Imaginar que alguien consiguiera escapar indemne, sin un solo mordisco, y por su propio pie, era cuanto menos ingenuo. No obstante, y viendo el modo cómo temblaba la mandíbula inferior de la profesora, Olga prefirió brindarle una mentira piadosa. Al fin y al cabo, tampoco sabía a ciencia cierta que quien quiera que fuese a quien ella buscase, realmente hubiese perecido durante el ataque, por más que no se encontrase entre todos aquellos cadáveres. La mayoría de los que habían muerto esa noche habían acabado yéndose por su propio pie. Por eso había tan pocos.
OLGA – Si, supongo que si.
La profesora no pareció especialmente reconfortada por las palabras de Olga.
MORGAN – ¿Bárbara, hay algo que nos quieras contar?
Bárbara volvió a hacer caso omiso al policía. Los demás ya empezaban a llegar hasta ahí arriba, curiosos. La profesora se dirigió de nuevo a Olga.
BÁRBARA – ¿Recuerdas a un hombre de unos cincuenta años, alto como yo, con el pelo corto, moreno, con muchas entradas, y con bigote?
Olga se mordió el labio inferior. De entre todas las personas que pasaron por el campamento, con toda seguridad alguien debía responder a esa descripción, aunque sólo fuese por mera estadística. No obstante, ella era incapaz de darle la repuesta que a todas luces tanto necesitaba.
OLGA – Aquí había mucha gente.
Bárbara agachó la mirada. Ahora ya estaban todos ahí arriba, y se sentía muy avergonzada por el modo cómo había reaccionado. Aquella gorra chamuscada no dejaba lugar a dudas: su hermano y Guille habían muerto. Y en el caso que hubiesen conseguido salir indemnes de Mávet y hubiesen ido a parar ahí, como la pajarita le había sugerido, aquella marabunta de infectados debía haber acabado con él. No valía la pena seguir haciéndose más daño, tratando de conseguir algo que estaba a todas luces fuera de su alcance. La profesora abrió su puño, observando de nuevo aquella delicada pajarita de papel. Sintió la tentación de arrugarla con furia y tirarla al suelo, entre aquella miríada de cadáveres en descomposición. Sin embargo, en el último momento se echó atrás, y prefirió conservarla. Seguramente no sería más que un espejismo, pero decidió que se quedaría con ella.
Superado aquél amargo trance, todos volvieron a la carpa que hacía de comedor. Bárbara se disculpó con ellos, pero se mostró bastante hermética al respecto, por más que Olga y Morgan trataron de sonsacarle algo.
Morgan reiteró a sus anfitriones la oferta de abandonar aquél destartalado campamento y unirse a ellos en su viaje de destino incierto. Olga ni siquiera lo puso en común con Gustavo, y se limitó a rechazar la sugerencia educadamente. Su principal preocupación era cuidar de él, y por más que aquellas personas parecían honradas, su perspectiva de futuro era tan vaga y errática, que prefirió apostar por el campamento; ahí tenían un lugar seguro en el que guarecerse de los infectados y alimento y bebida con los que aguantar durante semanas e incluso meses ellos dos solos. Unirse a un grupo más grande, y sobre todo armado, era tentador, pero la joven de los pendientes de perla prefirió no arriesgarse, incluso a sabiendas que podría acabar arrepintiéndose.
Bárbara, aún ensimismada y sin prestar atención a lo que hablaban sus acompañantes, reparó en el café que tenía delante. Le dio el último sorbo a aquél frío líquido, dejando el vaso de plástico vacío sobre la mesa.
OLGA – ¿No os queréis quedar, ni que sea unos días?
MORGAN – Todavía tenemos mucho camino por recorrer.
OLGA – Pero… todos los sitios estarán por un igual. No creo que importe dónde vayáis. A no ser que tengáis un barco o un helicóptero con el que ir… no se, a una isla desierta o algo.
Morgan frunció el ceño. Sin darse cuenta, Olga había abierto una puerta que haría que el destino de todas las personas que se cruzaran con él en adelante virase drásticamente. Tenía el orgullo herido por el rechazo reiterado que había recibido, tras su oferta de acogerles en el grupo. Sin embargo, aquél inocente comentario le hizo recobrar las ganas de seguir adelante.
OLGA – ¿Queréis quedaros a comer, por lo menos?
El policía echó un vistazo a Bárbara. Ella seguía analizando la pajarita, ajena a cuanto la rodeaba. Christian hubiera aceptado de buena gana el ofrecimiento, pues todavía tenía hambre, pese a que había comido muchísimo después de que le rescataran de la prisión en la que estaba convencido que moriría. No obstante, prefirió no decir nada. Aún no conocía muy bien al policía, y junto con un venerable respeto hacia su persona, pues gracias a él conservaba la vida, también sentía algo de miedo.
MORGAN – Creo que será mejor que partamos de nuevo. Las horas de sol valen su precio en oro, y ya hemos perdido mucho tiempo.
OLGA – Aquí hay electricidad para mucho rato, y comida de sobra, otra cosa no, pero comida y agua…
MORGAN – No insistas.
OLGA – Bueno, como queráis. Si en algún momento necesitáis volver, lo más seguro es que nos encontréis aquí.
MORGAN – Bueno está.
El policía se levantó de su asiento y llamó la atención a quienes le acompañaban para que le imitasen, cual mamá pato. Bárbara se guardó la pajarita en el bolsillo del pantalón y se reunió con él, todavía bastante distraída. La despedida fue rápida y fría. Olga se sintió algo mal por lo fugaz del encuentro y la prisa que parecían tener por irse de ahí cuanto antes, pero se mostró inflexible y lo más educada posible, mientras se esforzaba por convencerse de que hacía lo correcto. Ambos hermanos acompañaron a los demás hasta el lugar donde habían estacionado, y les vieron subir de nuevo a aquél robusto furgón perteneciente a la prisión de Kéle.
Tal como habían llegado, partieron de nuevo. Ambos hermanos huérfanos, hombro contra hombro, les vieron alejarse, en el más estricto de los silencios, convencidos de que no les volverían a ver, aunque deseándoles lo mejor.
August 10, 2015
3×986 – Símbolo
986
Campamento de refugiados a las afueras de Midbar
3 de octubre de 2008
Gustavo detuvo hábilmente el balón antes que cruzase la línea imaginaria que dibujaban las dos rocas que había acordado con Zoe que hacían de portería. Ambos llevaban un buen rato jugando con aquél viejo balón de fútbol a la sombra de los pinos, mientras los demás visitantes charlaban tranquilamente sentados a la interminable mesa del comedor principal, hecha de tablones y caballetes, esperando la vuelta de la anfitriona, que se había ausentado para ponerse algo más presentable, llena de barro de pies a cabeza como estaba cuando se conocieron.
El joven arquero agarró el balón, y se disponía a seguir intentando colarle otro gol a la niña, cuando la vio acercarse más de la cuenta. Lo sostuvo en la mano hasta que Zoe estuvo a cerca de un metro de él. Entonces lo dejó caer y comenzó a juguetear con él en el suelo terroso. Se llevaban escasos cuatro años, pero Gustavo aún era muy inmaduro, por lo cual la veía como una semejante, pese a su significativa baja estatura.
ZOE – ¿Estáis solos aquí los dos?
GUSTAVO – Sí. Toda la gente que había aquí murió o se fue. Sólo quedamos nosotros.
ZOE – Entiendo… ¿Y tus padres…?
Gustavo asintió, con la cabeza gacha. La niña pelirroja no precisó una respuesta más clara. En los tiempos que corrían el silencio era la mejor respuesta.
ZOE – Lo siento mucho. Mis padres también murieron hace poco.
Zoe sorbió los mocos, tratando de mostrarse amable pese a que su tragedia personal, que por más que no era tan reciente como la de él, aún le afectaba mucho. Ambos se mantuvieron en silencio unos segundos, cada cual haciendo frente a sus propios demonios personales.
ZOE – Yo he tenido muchísima suerte de encontrarme con Bárbara. Ha estado cuidando de mí desde que nos encontramos. Ella… también ha perdido a sus padres. Y Morgan es un cascarrabias, pero también se desvive por cuidar de nosotros. Es muy buena persona. Ya lo conocerás.
El joven arquero respiró hondo. Zoe notó cómo le temblaba la mandíbula inferior.
ZOE – ¿Os vendréis con nosotros?
Gustavo se mostró genuinamente sorprendido por la franqueza de la niña: no se andaba con rodeos.
GUSTAVO – ¿A dónde vais?
ZOE – Ah, pues… no sé. Yo… sólo… voy con ellos. Querían irse de Sheol porque… ahí es donde empezó todo esto y… está lleno de infectados. No es un buen sitio para quedarse.
Gustavo asintió vagamente con la cabeza. Estaba convencido de que aquella horda de infectados que había arrasado el campamento venía precisamente de ahí, y le sorprendía que ellos también lo hicieran, y aún así siguieran con vida.
ZOE – Pero la verdad es que no sé dónde quieren que vayamos. ¿Tú te querrías venir con nosotros?
GUSTAVO – No… No lo sé… eso ya es cosa de mi hermana. Si ella… dice que sí…
ZOE – Quiero decir… estando aquí solos, vosotros dos… Estaréis mejor con nosotros. Morgan tiene… ¡Ah! Espera…
El joven arquero frunció el ceño al ver cómo Zoe se llevaba la mano derecha, subrayada por una discreta cinta violeta que tenía anudada a la muñeca, al bolsillo derecho de su recién adquirido vestido verde. Estaba excepcionalmente abultado, y el joven arquero tenía sospechas más que fundadas sobre lo que debía ocultar, aunque viendo la edad de la pequeña, le costaba creerlo. Zoe sacó del bolsillo un brillante revólver. Tratando de demostrar que no le costaba manejar aquél pesado artefacto, sacó un par de balas del tambor y se las ofreció a Gustavo, mostrando la palma abierta de su mano y una sonrisa en los labios.
Gustavo observó aquellas dos brillantes piezas plateadas, y acto seguido miró a los penetrantes ojos verdes de la niña.
GUSTAVO – ¿Son para mi?
ZOE – Quédatelas. Creo que puedes ponerlas en una de las pistolas que llevabas antes. Aunque… yo no entiendo mucho de estas cosas. De todas maneras… quiero que te las quedes. Yo tengo más.
Zoe insistió, y finalmente Gustavo consintió en cogerlas, sorprendido y agradecido a partes iguales.
GUSTAVO – Pero… ¿No la necesitarás?
ZOE – Qué va. Tengo unas pocas más. Y si vosotros no tenéis… os vendrán muy bien.
GUSTAVO – Ah, pues… muchas gracias.
Gustavo esbozó una sonrisa, mientras tanteaba con los dedos aquellos dos pequeños tesoros que le había regalado su recién adquirida amiga. Ambos se giraron al escuchar un grito proveniente de la mesa de la carpa del comedor. Se trababa de Olga. Temía perder de nuevo a su hermano de vista: había aprendido la lección.
Olga había tenido ocasión de asearse un poco, y tal como prometió, había traído café caliente para sus invitados. Gustavo se guardó el regalo de Zoe en el bolsillo de sus pantalones manchados de barro, y junto a ella corrió de vuelta al grupo. Ambos enseguida dieron buena cuenta de una bandeja con pastas de té que había traído consigo Olga, herencia del alijo particular del sargento Serrano. Él no las echaría en falta: estaba en compañía de sus dos hijas y su esposa, tostándose al sol en lo alto de la colina del roble.
La paz que reinaba en aquél enclave, subrayada por la suave brisa que mecía las lonas de la carpa en la que se refugiaban del sol, contrastaba con la realidad imperante en el mundo que les rodeaba. No obstante, todos supieron saborearla, conscientes de que no duraría eternamente.
Azuzada por la inquisitiva actitud del policía, Olga explicó pormenorizadamente a los recién llegados la desafortunada experiencia que viviera con su hermano hacía un par de días. Obvió hacer referencia a la escasez de armas con las que defenderse, y al pequeño alijo de alimentos y bebida que celosamente guardaban. Morgan pareció genuinamente satisfecho con la explicación, aunque algo sorprendido porque, de entre todos los presentes, muchos de ellos preparados en cierto modo para ese tipo de eventualidades, quienes hubieran conseguido sobrevivir fuesen precisamente aquellos dos chavales. Incluso la invitó a plantearse la idea de unirse a su grupo. No era esa su idea original, después de lo mal que acabó su anterior experiencia al cargo de civiles, pero si había consentido incluir al ex presidiario, a la profesora y a aquella niña que tan nervioso le ponía en su grupo, bien podría hacerse cargo también de ellos. Saltaba a la vista que lo necesitaban. Para su sorpresa, Olga rechazó educadamente su oferta. Para entonces Zoe y Gustavo se habían vuelto a separar del grupo, y jugaban de nuevo a pelota.
Christian no había abierto la boca desde que se sentaran a la mesa, y Bárbara parecía también bastante distraída de la conversación que mantenían Olga y Morgan, hasta el punto que se levantó de la mesa, ignorándoles por completo, y se acercó a la otra mesa. Parecía muy interesada por algo que había ahí, aunque el ex presidiario, que la observaba con atención, no era capaz de ver más que basura y pequeños charcos de agua de lluvia. La profesora recogió con cuidado, dado su delicado estado, mojada como estaba, una pequeña, sucia, y aparentemente insignificante pajarita de papel. Para entonces todos estaban mirándola, curiosos por su actitud. Morgan se sorprendió aún más al ver sus ojos bañados en lágrimas al girarse. La siguió con la mirada cuando comenzó a correr de vuelta a la colina de los cadáveres, desapareciendo enseguida tras una de las verdes lonas.
MORGAN – ¿Y a ésta qué tripa se le ha roto ahora?
August 8, 2015
3×985 – Cuerda
985
Campamento de refugiados a las afueras de Midbar
3 de octubre de 2008
GUSTAVO – ¡Rápido, es por aquí!
Bárbara y Morgan se quedaron parados al contemplar aquél dantesco espectáculo. Christian y Zoe les iban a la zaga. Gustavo frenó en seco, se dio media vuelta, y les instó a que dejaran de perder el tiempo y siguieran adelante. Él, al ser su coautor, no dio mayor importancia a aquél manto de cadáveres que cubría la colina, pero para los recién llegados resultó todo un shock.
Tras unos segundos de incomodidad manifiesta, una vez le sorprendieron en aquél estrecho cofre, Gustavo reconoció que les había malinterpretado, o al menos trató de convencerse de ello, y prefirió llevárselos a su terreno. Su hermana necesitaba ayuda, y debía estar ya muy inquieta por su tardanza: si conseguía que aquellos desconocidos le echasen una mano para sacarla de aquél agujero, mataría dos pájaros de un tiro. En cualquier caso, ya era tarde para seguir ocultándose, y si hubiesen tenido verdaderas malas intenciones, él ya no estaría ahí para contarlo.
Corriendo de idéntico modo a cuando huía de ellos minutos antes, el joven arquero se dirigió hacia la pequeña colina que había junto al campamento. Los demás le siguieron. Fue al pasar más allá de la carpa que hacía de dormitorio cuando aquél improvisado cementerio al aire libre quedó a la vista. No obstante, enseguida reemprendieron el camino, y pronto llegaron a aquélla lodosa excavación de la que Olga aún trataba, aunque infructuosamente, de salir.
GUSTAVO – ¡Estoy aquí, Olga! ¡Traigo ayuda!
La joven de los pendientes de perla llenos de barro respiró aliviada al escuchar la voz de su hermano. Enseguida vio emerger del borde del abismo que la retenía ahí abajo a cuatro personas, cada cual más dispar a la anterior. Sonrió abiertamente, tratando de recordar aquellas caras, aunque le resultó imposible. Era tanta la gente que había pasado por el campamento cuando éste estaba en activo, que no había podido retener más que una pequeña porción.
OLGA – ¡Hola! ¡Siento no poder darles la mano!
BÁRBARA – ¿¡Qué te ha pasado!?
OLGA – ¡Me caí, y ahora no puedo subir!
MORGAN – ¡¿Cuánto tiempo llevas ahí?!
OLGA – ¡Poco! ¡Apenas media hora!
MORGAN – ¡No te muevas que iremos a buscar algo con lo que sacarte!
OLGA – ¡Tranquilo, no voy a ir a ninguna parte!
Aquél alto y robusto policía se llevó consigo al chico huesudo y a su hermano, y la dejó a solas con Bárbara y con la pequeña Zoe. Por más que su instinto, sobre todo en lo concerniente a Gustavo, le gritaba que debía estar alerta con esos desconocidos, tan solo echando un vistazo a quienes la acompañaban se esfumó cualquier atisbo de suspicacia.
OLGA – ¡¿Por qué habéis vuelto?!
BÁRBARA – ¡¿Cómo que vuelto?!
OLGA – ¡¿No erais refugiados de aquí?!
BÁRBARA – ¡Que va! ¡Nosotros venimos de Sheol!
OLGA – ¡¿Y qué tal está Sheol?!
BÁRBARA – ¡Digamos que… no es lo que era!
OLGA – ¡Pues entonces igual que Midbar!
BÁRBARA – ¡Yo soy Bárbara, ella es Zoe!
OLGA – ¡Encantada! ¡Yo me llamo Olga! ¡A mi hermano Gus ya le conocéis!
BÁRBARA – ¡Si… algo así!
Olga se quitó algo de barro del pelo estrujándolo con ambas manos. La sensación era repugnante, pero ahí abajo no tenía otra manera de asearse. Estaba convencida que no conseguiría quitarse el sabor a tierra de la boca en varias horas.
BÁRBARA – ¿Y cómo has acabado ahí abajo?
OLGA – Mi hermano, que es un inconsciente. Iba corriendo y casi se cae aquí abajo. Yo fui a ayudarle, y al final fui yo la que me caí. Lo malo es que no hay manera de salir de aquí. El barro… resbala demasiado.
BÁRBARA – Tú tranquila, que ahora viene Morgan y te saca de ahí en un periquete. Morgan es el policía. El otro chico se llama Chris. Son buena gente. Ya les conocerás.
OLGA – Ahá… Oye, y… ¿vosotros veníais aquí al campamento?
BÁRBARA – ¿Nosotros? Qué va. Tan solo… nos ha pillado de camino, y… decidimos acercarnos, a ver si había alguien.
OLGA – Os habréis llevado un chasco…
BÁRBARA – Pues no te creas… Por todos los sitios que hemos pasado últimamente… no hay nadie. Está todo desierto. Parece que todo el mundo se haya esfumado, o… bueno… que se hayan…
En ese momento volvían los tres varones con la ayuda que tanto necesitaba Olga. No resultó sencillo, pero gracias a la larga cuerda verde que Morgan traía consigo, consiguieron sacarla de ahí abajo, tras atarla a aquél viejo roble que bien parecía querer ganarse el puesto de ángel de la guarda.
Una vez arriba, más llena de barro que nunca, y tras recibir un entusiasta abrazo de su hermano, prometiéndose a sí misma que no volvería a permitir que se separasen, hablaron en voz baja unos segundos antes de reunirse nuevamente con quienes tan altruistamente les habían ayudado.
OLGA – ¿Qué opinas de ellos?
GUSTAVO – El policía y la rubia están armados.
OLGA – ¿Me tengo que preocupar?
GUSTAVO – No… Yo creo que no, parecen buena gente…
OLGA – A mi también me dio esa impresión, pero… vayamos con cuidado, de todas maneras.
El joven arquero asintió.
OLGA – Tú haz caso a todo lo que yo diga, y no me lleves la contraria. ¿Vale?
GUSTAVO – Sí.
Acto seguido ambos se dirigieron hacia el corrillo de los recién llegados. La niña de la cinta violeta en la muñeca parecía divertida, y genuinamente interesada por conocerles, aunque se mostraba algo tímida. Olga se acercó a Morgan con una sonrisa de oreja a oreja.
OLGA – Muchísimas gracias, de verdad. Sin vuestra ayuda todavía estaría ahí abajo. Y gracias por cuidar del enano.
La joven de los pendientes de perla trató de alborotar el rebelde pelo de su hermano, pero lo único que consiguió fue llenarlo aún más de barro. Él intentó en vano apartarse, y le dio un codazo amistoso.
MORGAN – ¿Alguien me puede contar qué es todo eso?
Morgan señaló el manto de cadáveres que cubría parte de la colina. Pese al poco tiempo que hacía que habían abandonado la vida, las moscas habían dado buena cuenta de ellos, y el olor a putrefacción llegaba hasta ahí, haciendo que la estancia junto al roble resultase muy desagradable.
OLGA – Esos… esos son los demás refugiados que había con nosotros en el campamento. Al menos una parte de ellos.
MORGAN – ¿Qué fue lo que pasó con el resto?
OLGA – Es una larga historia. Si queréis vamos al campamento y os la cuento. Tenemos café. ¡Café caliente!
MORGAN – Esa es una oferta que no puedo rechazar.
August 6, 2015
3×984 – Ojos
984
Campamento de refugiados a las afueras de Midbar
3 de octubre de 2008
De haberle visto de esa guisa, su hermana hubiese puesto el grito en el cielo. Sin embargo, Gustavo estaba muy seguro de sí mismo. No permitiría que aquellos dos bandidos le arrebatasen lo poco que aún conservaba, después de haberlo perdido prácticamente todo.
Sostenía una pistola en cada mano. Eran unas de las pocas armas que habían podido rescatar del campo de batalla. Ninguna de las dos estaba cargada: desde que volvieran al campamento no habían encontrado una sola bala, cartucho ni cargador que no hubiese sido previamente detonado. Pero ellos no tenían por qué saberlo.
Sin ser plenamente consciente de la insensatez que estaba a punto de cometer, respiró hondo y abrió de un empujón la puerta de la caseta de obra del sargento Serrano, con ambas pistolas por delante. Sin embargo, ahí ya no había nadie. El joven arquero frunció el ceño. Estaba convencido de que había visto a dos personas armadas. Algo más inseguro, pero sin soltar las pistolas, caminó con paso incierto hacia el centro del campamento.
Dio un par de vueltas por los alrededores, en el más estricto de los silencios, dudando cada vez más de cuanto creía haber visto. Fue al pasar frente al módulo de comunicaciones, donde había estado con su hermana no hacía ni una hora conversando con Samuel, cuando la volvió a ver.
Se trataba de una mujer joven, que no habría alcanzado siquiera los treinta años. Ella se le quedó mirando y frunció el ceño, al tiempo que levantaba ligeramente ambas manos, en señal de sumisión. La mujer rubia tragó saliva y dio un par de pasos atrás. Enseguida se le sumó aquél otro bandido: el hombre negro que iba vestido de policía, que aún sostenía aquella pesada escopeta, que no dudó un instante en apuntar hacia su pecho. No fue hasta entonces, viendo tan de cerca las orejas al lobo, que Gustavo se dio cuenta de la estupidez que había cometido. No obstante, ya no había marcha atrás, así que decidió seguir adelante.
GUSTAVO – ¡No se muevan!
Al joven arquero le sorprendió el hecho que el policía no mostrase el más mínimo signo de intranquilidad. Parecía muy seguro de sí mismo. Gustavo creyó vislumbrar un par de personas más ahí dentro. Pese a lo rápido que se escondió tras un chico algo mayor que él, incluso creyó ver a una niña pequeña.
MORGAN – Si quieres intimidarnos, sería mejor que las cargases antes.
Gustavo echó un vistazo a sus pistolas, con los ojos bien abiertos, como si así fuesen a brotar dos cargadores con los que poder hacer frente a aquella terrorífica escopeta.
MORGAN – ¿No ves que no tienen cargador ninguna de las dos?
El joven arquero las miró de nuevo, sintiéndose todavía más estúpido: un grupo de personas armadas no pasaría por alto ese detalle. Consciente de que difícilmente saldría de esa, bajó ambas manos y comenzó a correr con todas sus fuerzas fuera del arco de visión de aquellos indeseados visitantes, perdiendo ambas pistolas por el camino.
GUSTAVO – ¡No dispares, por favor!
Corrió como alma que lleva el diablo desandando sus pasos, temiendo la detonación que sin duda se produciría a continuación y que dejaría un agujero humeante en su espalda. Sin embargo, y para su tranquilidad, ésta jamás llegó a producirse. Se ocultó tras una de las carpas, respirando con dificultad por la boca. En su mente se repetían las palabras que su hermana le había dicho antes de permitirle, a regañadientes, partir en busca de algo con que ayudarla.
Consciente de que huir del campamento no era una opción, pues fuera a donde fuese le verían alejarse y podrían darle caza, de igual modo que habían hecho los infectados con los antiguos residentes del campamento hacía un par de días, el joven arquero decidió esconderse. Bien podrían robar cuanto gustasen y volver por donde habían venido, con tal de que les dejasen en paz. Temió por Olga, pero trató de convencerse de que la posibilidad de que aquellas personas abandonasen el campamento y subieran la colina eran mínimas.
Enseguida lo vio claro. Frente a sí tenía un gran baúl de mimbre donde los soldados habían guardado docenas de sillas plegables que ahora se encontraban en el aún húmedo comedor. Sin pensarlo más, pues no tenía tiempo para ello, abrió el baúl, que para su alivio estaba vacío, y se encerró en él, rezando por que no le hubiesen visto.
Ahí dentro pasó cerca de un minuto, escuchando las voces del policía y la chica rubia en las proximidades, deseando que se fueran de ahí cuanto antes. No pudo evitar soltar el enésimo estornudo del día. Pese a que había pasado muy buena noche, en compañía de su hermana, aún acarreaba algo de mal cuerpo por toda la lluvia que le había caído encima la jornada anterior. Enseguida se llevó la mano a la boca, pero fue incapaz de ocultar el ruido.
Gustavo escuchó con meridiana claridad unos pasos que se dirigían al baúl en el que él se había ocultado, pese a que resultaba evidente que su autor trataba de pasar desapercibido. La tapa se abrió repentinamente, y el joven arquero gritó a pleno pulmón, levantándose de un salto como movido por un resorte. Trató en vano de salir de ahí y correr de nuevo, pero el policía le agarró fuertemente de la muñeca izquierda, impidiéndoselo. Abrumado por la situación, mientras unos gruesos lagrimones recorrían sus mejillas, trató incluso de morder su brazo, para obligarle a soltarle, pero aquél hombre le apartó la cara, sosteniéndole la frente, mientras él no paraba de agitarse nerviosamente.
MORGAN – Tranquilízate, por el amor de Dios.
GUSTAVO – No me hagas daño, por favor.
BÁRBARA – Nadie te va a hacer daño.
El joven arquero se quedó mirando a aquella mujer. No había ya rastro de la pistola con la que la sorprendiera minutos antes, la primera vez que la vio. Parecía más preocupada por su estado que hostil. Incluso el policía, pese a no aflojar un ápice su abrazo, se mostraba genuinamente interesado en conseguir que se calmase, y no parecía tener intención de acabar con su vida, como él había temido. Unos pasos más atrás se encontraban las otras dos personas que había vislumbrado en el centro de comunicaciones: un joven con el pelo muy corto y signos más que evidentes de una desnutrición prolongada, y una muchachita de escasos diez años, con la cara llena de pecas y una melena pelirroja muy rebelde, ataviada con un bonito vestido veraniego verde.
Gustavo se limpió las lágrimas con el dorso del brazo que tenía libre, mientras los dientes le castañeaban.
MORGAN – Ahora te voy a soltar.


