David Villahermosa's Blog, page 24
March 1, 2016
3×1022 – Olas
1022
Estación petrolífera abandonada
5 de enero de 2006
Samuel respiró hondo con los ojos cerrados. Acto seguido lanzó con todas sus fuerzas el último de los fardos al mar. Éste dibujó un arco en el aire antes de impactar contra el agua salada, y al hacerlo salpicó en todas direcciones. Flotó, al igual que lo habían hecho los cien anteriores. La marea se había llevado ya a la mayoría lejos de su campo de visión. Se agarró a la barandilla y se quedó cerca de un minuto observando cómo los fardos, mecidos por las olas, se alejaban de la estación petrolífera para no volver.
Pese a que esa era una mañana algo fría, estaba sudando. Llevaba más de una hora desatornillando las planchas del suelo y sacando de debajo el cargamento de su tío. Samuel era sólo vagamente consciente en ese momento que de haber vendido toda esa mentanfetamina, en vez de deshacerse de ella, aunque fuese sólo a una décima parte de su precio, no debería haberse vuelto a preocupar de nada el resto de su vida. Pero no se arrepentía de lo que acababa de hacer. Jamás lo haría mientras viviese. Ese era el motivo por el que había muerto su padre, el motivo por el que su vida había llegado a un punto muerto en el que ni podía seguir adelante ni podía volver atrás. No quería tener nada que ver con esa maldita droga, y no estaba dispuesto a convivir con ella un tiempo cuyo final resultaba imposible de discernir.
Se acomodó los pantalones por enésima vez. Los tenía atados con una cuerda, porque al igual que no había encontrado pantalones de su talla, tampoco había encontrado cinturón alguno en toda la estación petrolífera. El siguiente paso sería mucho más difícil y duro que el que acababa de protagonizar, y él era perfectamente consciente de ello. Se dirigió hacia las escaleras que le llevarían a la superficie del mar. Ya lo tenía todo preparado. A duras penas había pegado ojo, y había empezado a trabajar duro a poco que rompió el alba.
Se tomó su tiempo para bajar todos aquellos tramos de escalera. Sabía muy bien lo que le esperaba abajo, y hubiese dado cualquier cosa porque no acabara nunca su descenso. Sin embargo, enseguida se plantó en la última plataforma. El oleaje no era muy acusado. No obstante, el agua enseguida le empapó hasta la rodilla. Temeroso de echar por tierra su plan, sacó la caja de cerillas de su bolsillo izquierdo. Sacó una cerilla de la caja y la frotó contra el papel de lija. No consiguió encenderla, y al probar de nuevo, la partió en dos. El niño negro gritó indignado, al tiempo que tiraba las dos mitades al mar. Nadie le escuchó. Con los ojos velados por las lágrimas, sacó otra cerilla de la cajita, y en esta ocasión consiguió encenderla a la primera. Protegió la llama del viento con la mano izquierda, y se agachó ligeramente.
El palé sobre el que descansaba el cuerpo sin vida de su padre subía y bajaba con el oleaje. Las sábanas sobre las que le había acostado estaban empapadas con combustible, al igual que el cadáver, de modo que el siguiente paso lo hizo con extrema cautela. Pese a que estaba preparado, no pudo evitar sorprenderse por la llama que enseguida prendió el palé entero. Samuel se apresuró a desanudar la cuerda que mantenía la superficie en llamas aferrada a la plataforma, y el palé enseguida se alejó de él, al igual que lo habían hecho los fardos de droga. No fue hasta entonces que se derrumbó por completo y comenzó a llorar como un bebé.
Presenciar el declive de su padre fue sin duda la experiencia más traumática de toda su vida. Su madre había muerto en el acto, en un accidente de tráfico provocado por un inconsciente que sí sobrevivió al accidente. Él había recibido la noticia en la puerta de la escuela, donde llevaba esperando que le fuese a recoger hacía ya más de media hora. Presenciar en primera persona la muerte agónica de su padre fue algo muy distinto, y bastante más traumático, pues ahí no había nadie para consolarle.
Abdellah consiguió sobrevivir un día más, en el que aprovechó para enseñarle todo cuanto necesitaría saber para sobrevivir a solas el máximo tiempo posible. Samuel no prestó toda la atención que hubiese debido, cosa de la que enseguida se arrepentiría, pues no hacía más que llorar y repetirse una y otra vez que sobreviviría, que no podía morir y dejarle ahí solo. Aunque en el fondo sabía que eso no era posible, y que cada minuto que pasaba a su lado, en el estado en el que se encontraba su padre, era un regalo.
Resultó especialmente duro para él, dada su corta edad, el delirio de su padre moribundo durante sus últimas horas, fruto de la fiebre y el intenso dolor que le abrazaba cada vez con más fuerza. Abdellah murió la noche anterior, mientras su hijo le sujetaba la mano, en un charco de sudor, sangre y orina.
Samuel perdió la fuerza de las piernas y cayó de rodillas a la plataforma metálica, empapándose hasta la cintura con el agua del Mediterráneo. Su padre se alejaba más y más cada vez, hasta que no fue más que una pequeña llama en el horizonte, que aparecía y desaparecía al ritmo de las olas. Una hora más tarde, consciente de que ya no le quedaba nada más por hacer, se dio media vuelta y comenzó a subir los escalones, uno a uno, posando ambos pies en cada huella, sin la menor presencia de ánimo. En adelante le esperaban meses e incluso años de la soledad más absoluta, en los que debía poner en práctica todo cuanto su padre le había explicado en tan poco tiempo, si pretendía seguir con vida. En esos momentos no tenía la menor idea de cuán solo llegaría a sentirse durante los largos días y las interminables noches que tenía por delante.
February 26, 2016
3×1021 – Monólogo
1021
Estación petrolífera abandonada
3 de enero de 2006
ABDELLAH – Me alegro tanto de que estés bien… Pensé que… Me alegro mucho de que no te haya pasado nada. Quiero que sepas que lo que has hecho no está mal, hijo. Él estaba haciendo algo muy malo, y tú lo único que has hecho es defenderme. Defendernos a los dos. Se había vuelto loco. Eres tan… tan pequeño. Yo… Siento mucho que hayas tenido que pasar por todo esto. Sólo espero que algún día puedas perdonarme. Todo… todo me ha salido mal. Yo sólo pretendía haceros la vida más fácil a ti y a tu madre. Pero… Ese… ese hijo de puta… Perdona el lenguaje. Es… Era. Era mi mejor amigo. Nos conocimos cuando teníamos… tu edad. O incluso antes. Desde que murió tu tío… y luego tu madre, es una de las personas que más me ha ayudado. Jamás pensé que podría hacer… hacer lo que ha hecho. Creí que podía confiar en él. Creí que él no sabía nada de lo que tu tío y yo… Además, el fuego lo empezó él, dándole un manotazo a aquella lámpara tan vieja. Yo le avisé cien veces de que no la encendiera sin la carcasa, pero él no hacía más que insistir en que llevaba haciéndolo años, que no iba a pasar nada… Bueno… eso ya da igual. Ya no está el barco… Ni tampoco él. Samuel, hijo. Tu padre ha hecho cosas de las que no se siente orgulloso. Cosas que están mal. Y por ello está pagando ahora. Lo único que quería era darte una buena vida. Nunca imaginé que iba a pasar esto. ¿Sabes de mi trabajo como exportador de fruta y verdura? Así fue al principio. No hacía más que eso cuando conocí a tu madre, cuando trabajaba de frutera, antes de que tú nacieras. Todo iba bien hasta hace unos años, que el negocio de repente se paró. Un problema en la política de fronteras, que nos hizo perder toneladas de… No te quiero aburrir. La cosa estaba muy mal por esos entonces. Yo estaba al borde de la quiebra, y mis trabajadores amenazaban con llevarme al juicio si no les pagaba todo lo que les debía. Entonces tu tío… Tú le conociste un verano, hace unos años. No sé si te acuerdas. Eras muy pequeño. Me convenció para… transportar… algo más que comida. Le di muchas vueltas. Era eso o asumir la bancarrota y… no quiero ni imaginarlo. Es ahora, y aún no sé si no me hubiese salido más a cuenta tirar la toalla cuando aún estaba a tiempo. Tu tío me ofreció un… negocio. Muy lucrativo. Muy fácil. Y acepté. Tan solo hacía falta esconder algunas bolsas entremedias de la fruta, o dentro, o… Yo qué sé. De esas cosas se encargaban ellos. Yo lo único que tenía que hacer era la vista gorda, y… facilitarles hacer su trabajo sin que nadie más se enterase de lo que estábamos haciendo. Son como unos cristales, muy pequeños. Yo la primera vez que lo vi… me recordó a sales de baño. No sé por qué te estoy explicando esto… Tu tío no murió de un accidente. Fueron unas… unas personas que hacían lo mismo que él, que querían vender lo mismo a la misma gente, y… Cuando pasó eso, yo… quise desentenderme. Él me había prometido que no iba a pasar nada, y me asusté mucho. Sobre todo por ti. Y por tu madre. Todo el dinero que estaba ganando era para que pudierais vivir mejor, pero… por esos entonces el negocio de la fruta ya había remontado de nuevo, y no me hacía ninguna falta seguir jugándome el cuello. Pero… los contactos de mi hermano no hacían más que insistirme. Presionarme. Yo sólo quería daros lo mejor a ti y a tu madre. Me prometieron que iban a ser muy cautelosos. Que jamás nadie podría relacionarme con eso. Que yo no tendría que preocuparme de nada. Sólo… de cobrar periódicamente. Y que si pasaba algo, ellos jamás me relacionarían con lo que estaba ocurriendo. Maldito el momento en el que acepté. No sé por qué lo hice. Fui demasiado… avaricioso. Demasiado egoísta. De eso hará cosa de un año. Antes de que tu madre… nos dejara, lamentablemente. La policía de las fronteras había interceptado un cargamento enorme, y llegaron a encarcelar a algunas de las personas que habían trabajado con tu tío. Yo entonces me asusté. Me asusté de verdad. Si la policía ya estaba investigando, más tarde o más temprano acabarían atando cabos y vendrían a por mí. Fue entonces cuando intenté pasar página, dejar el contrabando y dedicarme sólo a lo mío. Pero… no me dejaron. Y entonces empezaron las amenazas. He estado moviendo cielo y tierra para evitar que todo se fuera al traste, pero se me fue de las manos. Al principio sólo eran… advertencias, y yo no hacía más que darles largas. Ellos habían perdido a uno de sus mejores contactos para entrar la mercancía a la península, y no podían permitirse perderme a mí también. No fui realmente consciente del peligro hasta que recibí unas fotos tuyas, saliendo del colegio con Antonia, la amiga de tu madre. Entonces supe que había llegado demasiado lejos. Y fue cuando te fui a buscar. No te quería asustar, y te dije que íbamos a pasar las vacaciones en Argel. Y no sé cómo diablos… acabaron dando conmigo. Me avisaron a tiempo, y pudimos escaparnos antes de que llegaran. No sabía qué hacer, y llamé a… éste. Temía que si iba con mi barco, pudieran rastrearlo o algo, y… le dije que si nos podía llevar a… a un lugar. Aquí donde estamos ahora. No le dije dónde íbamos. Le ofrecí bastante dinero… y él aceptó enseguida. Debí haber sospechado entonces. Yo lo único que quería era mantenernos a ti y a mi a salvo. Después de la explosión… yo aparecí aquí. No sé cómo me subió, pero ya estaba atado. No sé cómo ni cuándo se había enterado, pero me exigía una cantidad de dinero que yo no ni siquiera tengo. Y mi barco. Si supiera que hace dos semanas que ni siquiera me paso por la oficina. Malvendí mi parte del negocio a mis socios y desaparecí, poco antes de ir a buscarte. Yo ya no tengo nada que ver con eso. Pero… ahora ya no tienes nada de qué preocuparte. Nadie más sabe que estamos aquí. El único que lo sabía era él… Yo sólo he estado aquí un par de veces antes. Este es el lugar en el que mi hermano… pasaba algunas temporadas, cuando las cosas se ponían… tensas. Estuvo viniendo durante años. Pasaba aquí largas temporadas y según me dijo, nunca nadie vino a husmear. Estamos en un sitio rodeado de… de nada. Demasiado lejos de todo para que nadie se moleste en desviarse tantos kilómetros sólo para echar un vistazo a un montón de hierro oxidado. Se llevaron todo lo que tenía valor. Pero no te asustes. Aquí hay una radio. Con ella pretendía llamarle a él, para que nos viniese a buscar… una vez las cosas se tranquilizaran. Pero… eso no te tiene que preocupar. Aquí no te va a faltar de nada. Tu tío se encargó de eso. Aquí tienes todo lo que necesitas para aguantar unos meses. Hay ropa de abrigo, comida deshidratada, redes para pescar… una potabilizadora de agua, algo de electricidad… ya lo irás viendo. No es esto lo que yo quería para ti, pero… al menos estarás seguro. Es de lo único que voy a poder sentirme satisfecho. Tienes que prometerme que vas a ser fuerte. Aquí estás seguro. No puedes volver a España. Tampoco a Argel. No por ahora. No sería seguro. Y menos… cuando le echen en falta a él. Esto es lo que quiero que hagas. Yo no tengo mucho tiempo. Lo siento. Te vas a tener que encargar tú de todo. Lo dejo en tus manos. Sé que eres un chico fuerte, y que podrás apañártelas. Éste era… el plan B de tu tío. Él tenía aquí… una… una gran parte de lo que vendía. Lo llamaba su colchón. Está en la plataforma de observación que hay detrás del comedor, debajo de las planchas del suelo. Es lo único que te puedo ofrecer. Es lo único que me queda. Lo único que me queda. El… el motivo por el que estamos aquí. Ahora… ahora necesito descansar un poco los ojos. Estoy agotado. Deja a tu padre… Eso, sí. Ayúdame a tumbarme. Gracias. Buen chico. Déjame que descanse, y mañana… Mañana… Mañana hablaremos otra vez. Te quiero, hijo.
February 22, 2016
3×1020 – Efímero
1020
Estación petrolífera abandonada
3 de enero de 2006
ABDELLAH – Samuel.
El niño negro miró hacia atrás, viendo el rostro de su madre sonriéndole, instándole a seguir adelante. Volvía a tener cinco años, y estaba montado sobre su vieja bicicleta roja, aquella que recibió en Navidades, aunque ahora estaba reluciente y aún conservaba los ruedines de apoyo y aquella bandera roja que ondeaba al viento a medida que avanzaba. Se encontraban en el parque que había detrás del colegio, el lugar que su madre había escogido para enseñarle a montar hacía ya un lustro. Media vida. No había nadie más en todo el parque, y el sol brillaba alegremente en un cielo azul sin mácula. Samuel deseaba con todas sus fuerzas bajarse de la bicicleta e ir a abrazarla y besarla, decirle que la echaba de menos, pero algo dentro de sí, una fuerza irresistible, se lo impedía, obligándole a pedalear con más y más fuerza.
ABDELLAH – Samuel.
Samuel se giró de nuevo. Su madre seguía detrás de él, pero estaba mucho más lejos, a la sombra de un roble. Aún caminaba, siguiéndole, pero él ahora apenas podía oírle dándole ánimos para seguir adelante. La impotencia resultaba insoportable. Él agarró con fuerza ambos manillares y pedaleó aún con más intensidad, con los dientes apretados y los ojos entrecerrados, brillantes por las lágrimas, notando el viento húmedo del sur azotándole en la cara. Era incapaz de parar. Miró hacia atrás por tercera vez, pero ahí ya no había nadie. Se había quedado solo.
Se había quedado solo.
ABDELLAH – Samuel.
Samuel abrió los ojos, luchando por amoldarlos a la luz. Volvía a tener diez años. Volvía a estar en aquella vieja estación petrolífera a medio camino de ninguna parte. Volvía a estar rodeado de sangre y desolación.
El joven se incorporó y miró en derredor, aún bastante desorientado. Se había quedado dormido en el suelo, víctima del agotamiento, después de librar a Abdellah de su verdugo. La luz del sol entraba prácticamente horizontal por los grandes y sucios ventanales que había a su derecha, delatando que había pasado la mayor parte de día ahí tirado, y que pronto les envolvería la oscuridad de la noche.
Samuel se puso en pie. Lo primero en lo que se fijó fue en aquél descomunal charco de sangre que había en el suelo, alrededor del hombre que había torturado a Abdellah casi hasta la extenuación. El espeso líquido carmesí brillaba a la luz anaranjada del incipiente ocaso, ocupando al menos tres metros cuadrados de suelo en un círculo casi perfecto, tan solo distorsionado por las juntas entre las planchas del suelo. De lo que no cabía la menor duda era de que aquél hombre había perdido la vida mientras él dormía. Nadie podía perder semejante cantidad de sangre sin perecer. La palidez de su piel y su mirada perdida no hacían más que corroborar sus sospechas. No tuvo siquiera ocasión de empezar a sentir remordimientos por su acción, cuando escuchó de nuevo la voz de su padre. Fue entonces cuando se dio cuenta que no había sido parte de aquella pesadilla: su padre aún seguía con vida.
Estaba en el mismo lugar en el que le había dejado la mañana anterior, y no paraba de repetir su nombre, con un hilillo de voz apenas perceptible, con un acento extrañísimo, debido a todos los dientes que había perdido. El niño negro corrió hacia él, rodeando la gran mancha de sangre que cubría la mayor parte del suelo de la sala. Seguía descalzo, pero ya estaba seco, y al menos ya no sentía tanto frío como tras el naufragio. Se colocó a la vera de su padre, con un rictus de dolor y pena en el rostro, repitiéndose una y otra vez que no podía perderle también a él.
ABDELLAH – Samuel. Hijo.
SAMUEL – ¿Está usted bien, padre?
Samuel creyó distinguir una sonrisa en la boca medio desfigurada de Abdellah. Resultaba incluso doloroso verle en ese estado. Sin perder más tiempo, corrió a desanudar sus brazos y sus pies, esforzándose por no mirar las partes despellejadas de su brazo. Aquél malnacido había hecho un trabajo excelente, y el resultado resultaba perturbador. Fue una tarea muy complicada. Aquél hombre sabía muy bien lo que hacía cuando le inmovilizó. Abdellah se esforzó por no demostrar abiertamente el dolor que le producía el mero contacto de la piel de su hijo con la suya, aunque sin demasiada fortuna. El niño se dio toda la prisa que pudo. Le temblaban las manos, y temía derrumbarse de un momento a otro.
Una vez desatado, Samuel le ayudó a incorporarse, hasta que Abdellah quedó sentado en aquella mesa metálica. El niño le sujetó la mano derecha para ayudarle a mantener el equilibrio, y ambos se aguantaron la mirada en silencio durante unos segundos. Eso tranquilizó bastante a Samuel, que no hacía más que esforzarse por no fijar la mirada en el agujero sanguinolento donde solía estar el ojo izquierdo de su padre. Todo parecía apuntar a que no saldría de esa.
ABDELLAH – Lo siento. Lo siento mucho. Te he fallado. Igual que fallé a tu madre. Yo… Yo sólo…
Abdellah comenzó a toser, y al apartar su mano de la boca, Samuel distinguió con claridad una constelación hecha de gotas de sangre. El niño negro abrió los ojos como platos. Sospechaba que el mal estado de su padre no era meramente una cuestión superficial, sino que había trascendido a sus órganos internos. Todos aquellos cortes, quemaduras y moretones hinchados no auguraban nada bueno, y cuanto acababa de presenciar hacía aún más inverosímil el camino a la esperanza. Aún así, él se agarraba a ésta con todas sus fuerzas, consciente de que en el momento que la perdiese, ya no quedaría nada más.
SAMUEL – No te mueras, papa. Por favor.
El niño comenzó a llorar, y su padre lo atrajo hacia sí con evidente dificultad, abrazándole con el brazo que mejor parado había salido del accidente marítimo y la posterior tortura. El abrazo se prolongó durante minutos, en los que Samuel tuvo ocasión de apaciguar un poco su maltrecha estabilidad emocional.
February 15, 2016
3×1019 – Espalda
1019
Estación petrolífera abandonada
2 de enero de 2006
Pese a que no había mala mar, lidiar con las olas a bordo de aquella tabla, magullado, asustado y con el perpetuo temor a ahogarse, supuso todo un reto para el pequeño Samuel. No obstante, la ansiedad por conocer el paradero y el estado de su padre fue todo el combustible que sus ajados músculos necesitaron, y finalmente consiguió alcanzar aquella plataforma metálica de donde emergía la escalera en espiral que le llevaría a las entrañas de la estación. Subió dos tramos, y volvió a otear en todas direcciones, haciendo visera con ambas manos, temeroso de encontrar lo que estaba buscando. El sol ya había emergido por completo del horizonte, y la visibilidad era inmejorable. No obstante, fue incapaz de encontrarle. Ni a él, ni al dueño del barco destruido: debía seguir subiendo.
No fue hasta que alcanzó el nivel de la estación que escuchó aquella voz tan familiar. La voz era la misma. El idioma era idéntico. La única diferencia, aparte del tono, que parecía aún más acalorado que el que había mantenido en la discusión previa, era que sólo se oía al dueño del barco. Samuel sintió la tentación de correr hacia ahí. Resultaba evidente que aquél hombre estaba hablando con alguien, aunque no se escuchase ningún tipo de réplica. Pero, aunque no era capaz de comprender sus palabras, el tono en el que las enunciaba le obligó a tomar algo de distancia, de igual modo que había hecho a bordo del barco.
Samuel caminó lentamente sobre el suelo de planchas metálicas. Estaba descalzo, a excepción de unos gruesos calcetines empapados, y no hizo el más mínimo ruido. Ello resultó mucho más útil de lo que él jamás hubiese podido imaginar. Al asomarse tras la puerta de donde venían todos aquellos gritos, él mismo tuvo que ahogar uno, llevándose una mano a la boca, apartándose justo a tiempo de evitar que aquél hombre le descubriese, para enseguida girarse de nuevo y seguir con lo que estaba haciendo.
Samuel tardó casi un minuto en atesorar el valor suficiente para volver a asomarse, tan solo para asegurarse de que sus ojos no le habían traicionado. En efecto: aquella macabra visión no había sido fruto de su imaginación. Resultaba evidente que su padre se había llevado la peor parte en la explosión del depósito de combustible. Había perdido un ojo y bastantes dientes, y tenía quemaduras y cortes por todo el torso y las piernas. Estaba tumbado boca arriba sobre una mesa metálica, que recordó a Samuel las que se utilizaban en las consultas del veterinario. Tenía ambas manos y ambos pies atados a la mesa, y había sangre por todos lados.
Aquél hombre que Abdellah había descrito como uno de sus mejores amigos estaba practicando con él alguna especie de tortura de guerrilla. No hacía más que repetir la misma frase en árabe una y otra vez, como un mantra, al tiempo que seguía despellejándole la piel del brazo. A juzgar por el aspecto que lucía éste, debía llevar ya mucho tiempo haciéndolo. El padre de Samuel estaba consciente, y se limitaba a negar, agitando la cabeza a lado y lado, forzando una sonrisa sardónica entre sus labios agrietados y sanguinolentos, con lo que no hacía más que enfurecer a su torturador.
Samuel se apartó de la puerta, con los ojos anegados por las lágrimas. No podía soportar ni un instante más esa visión, que sin duda le acompañaría en sus peores pesadillas. Desanduvo sus pasos, ahora con mucha más cautela, y entró a una gran sala que olía a aceite y a polvo. Unos grandes fardos envueltos en plástico desperdigados por el suelo parecían todo el mobiliario del que ésta disponía, y el chico estaba a punto de salir cuando reparó en unos cajones metálicos que había empotrados en la pared trasera, que aprovechaban el hueco entre dos grandes cajones que contenían tubos y cables.
Corrió hacia los cajones y abrió uno tras otro, encontrándolos todos vacíos. No fue hasta que abrió el último, que halló una vieja llave inglesa herrumbrada. Los antiguos usuarios de la estación no debieron considerarla digna de llevársela consigo. Sin embargo, Samuel daría buena cuenta de ella, aunque eso fuera lo último que hiciese. Agarró la llave inglesa, notando cómo las partes oxidadas le arañaba la piel. Era mucho más pesada de lo que había imaginado.
Sin pensárselo dos veces, caminó de vuelta hacia aquella sala de tortura. Se acercó sigilosamente a la puerta, y se quedó parado en el umbral. Aquél maldito hombre estaba a escasos dos pasos de él. A juzgar por el tono de su voz, había alcanzado el límite de su paciencia, fuera lo que fuese lo que requería del maltrecho Albdellah.
No fue hasta que clavó el cuchillo con el que le estaba despellejando en su otro brazo, lo que hizo gritar a su padre, que Samuel perdió definitivamente todo el miedo que le había impedido seguir adelante. Aquél pobre infeliz a duras penas tuvo ocasión de ver de dónde venía el golpe cuando la llave inglesa impactó con contundencia y tino en su sien izquierda, hundiendo su fosa temporal.
Cayó a plomo al suelo. Instantes más tarde, la llave inglesa se desplomó de las temblorosas manos de Samuel. Éste ignoró a su víctima y corrió a auxiliar a su padre. No dudó un momento en sacarle el cuchillo que tenía clavado, que cayó al suelo con un sonido de metal contra metal. La visión de toda aquella sangre le hizo sentir ganas de vomitar.
Samuel, con los lagrimones recorriéndole las mejillas y las fosas nasales llenas de mocos, zarandeó a su padre por los hombros, una de las pocas partes de su cuerpo que habían salido indemnes del accidente en el barco y de la tortura, exigiendo una repuesta. Ésta no llegó a producirse.
Superado por la situación, al bordo del colapso nervioso, el joven se arrodilló en el suelo, junto a la mesa sobre la que descansaba el cuerpo de su padre, y se hizo un ovillo, tiritando de frío y llorando como un bebé.
February 12, 2016
3×1018 – Último
XX. SAMUEL
El último pasajero
1018
Mar Mediterráneo, a 114 kilómetros de la costa de Argel
2 de enero de 2006
Samuel recuperó la conciencia de manera intermitente. La boca le sabía a una mezcla entre el salitre del mar y metal. Tenía la cabeza embotada, y le resultaba doloroso incluso abrir los ojos. Los entornó con evidente dificultad, parpadeando incontrolablemente, y se preguntó si cuanto le rodeaba era fruto de su imaginación o la nueva y cruda realidad en la que se había transformado de la noche a la mañana su corta vida, que apenas alcanzaba los dos lustros.
El frío resultaba prácticamente insoportable. Cerrar de nuevo los ojos y abandonarse al abrazo de las olas que mecían su cuerpo inerte era demasiado tentador. Aunque eso hubiese significado su fin. Estaba empapado de pies a cabeza, y sabía que debía estar lleno de cortes, quemaduras y moretones. No le hacía falta verlos para saberlo. Las lágrimas que brotaron irremediablemente de sus ojos se mezclaron con la igualmente salada agua del mar.
El sol emergía tímidamente de la línea del horizonte marino, exigiendo recuperar su hegemonía al agonizante reino de la oscuridad. No obstante, varios puntos de luz titilante a su alrededor hacían que la dolorosa experiencia de enfocar la vista resultase en cierto modo irreal. Cerró los ojos unos segundos, tratando de recuperar fuerzas, sin mover un solo músculo por miedo a hundirse, y enfocó de nuevo la mirada en una de aquellas luces. Se trataba de un pedazo de barco, que ardía con violencia, ignorando que todo cuanto le rodeaba estaba más que dispuesto a extinguir su fuego. Entonces comenzó a recordar lo que había ocurrido antes de perder el conocimiento.
Él estaba acostado en la cama del minúsculo camarote que compartía con su padre en aquél destartalado barco. La discusión que él y aquél hombre tan educado mantenían le había despertado, y no hacía más que preguntarse si debía quedarse donde estaba o salir a poner algo de paz. Su padre era un hombre de mucho carácter, y prefirió quedarse donde estaba, viendo lo caldeado que estaba el ambiente. De lo contrario quizá podría haber evitado la catástrofe. Ellos hablaban en árabe, y él a duras penas comprendía algunas palabras sueltas, y no llegó a averiguar el motivo de la discusión, que cada vez se volvía más acalorada.
Samuel era hijo de Abdellah, un argelino de piel morena, y de Manuela, una española de la que se enamoró en uno de sus frecuentes viajes al sur de España. De ahí el color de su piel, mestizaje de tan dispares razas, aunque resultaba evidente que los genes de su padre habían salido victoriosos del reparto. Desde su nacimiento había vivido en la península con su madre. Abdellah estaba la mayor parte del tiempo fuera de casa, atendiendo sus negocios, y fue Manuela quien le crió y le educó. Lamentablemente, ella perdió la vida el verano anterior en un trágico accidente de tráfico, y desde entonces su padre se había hecho cargo de él, con mayor o menor fortuna dados sus largos períodos de ausencia, durante los cuales pasaba el día en casa de una vecina de su difunta madre, que le idolatraba y le trataba como el hijo que nunca tuvo.
Tan pronto acabó el período lectivo ese mismo año, su padre se lo llevó a Argel a pasar las navidades. Era la primera vez que salía de España, y estaba emocionado e ilusionado con el viaje. Le costó integrarse a ese nuevo país, con nuevas costumbres, nuevas reglas y un idioma que su padre no se había molestado jamás en enseñarle. Pasó con él el período festivo en relativa armonía, e incluso recibió los mejores regalos, tal como ya le tenía acostumbrado. Todo ello ayudó en gran medida a soportar el omnipresente recuerdo de su madre ausente.
La víspera de año nuevo su padre irrumpió atropelladamente en la casa a media mañana y le obligó a hacer la maleta a toda prisa. No le explicó el motivo de tan repentino cambio de planes, y Samuel estaba tan asustado por la expresión de su rostro y sus comentarios que no osó preguntarle. Se limitó a dejarse hacer, y para cuando se quiso dar cuenta, ya estaba a bordo de aquél viejo barco que ahora descansaba hecho pedazos a su alrededor. El barco era propiedad de aquél argelino que apenas chapurreaba el español, lo cual sorprendió bastante a Samuel, ya que su padre tenía su propio barco, mucho más grande y cómodo que ese.
El viaje fue un verdadero un tormento. Su padre estuvo de mal humor desde que partieron, y la presencia de aquél desconocido, que su padre presentó como un gran amigo de la infancia, no ayudó en absoluto a mejorar su estado de ánimo. Apenas repararon en él para poco más que alimentarlo, y pasaban la mayor parte del tiempo hablando entre sí, de modo que el chico se sentía totalmente desplazado.
La discusión de aquella segunda noche a bordo le despertó asustado, pero se quedó arropado en la cama en todo momento, a medida que subía el tono de voz, deseando que cesase cuanto antes. Se sentía realmente impotente al no entender prácticamente nada de cuánto se decía. Apenas tuvo ocasión de empezar a preocuparse al sentir aquél característico olor y ver el humo filtrándose por las rendijas de la puerta, antes que todo estallase y él perdiese el conocimiento. Lo había recuperado flotando en el agua, y no había rastro de ninguno de sus dos acompañantes.
Sacando fuerzas de donde creía que no las había consiguió darse media vuelta. Al perder el equilibrio precario que le había ofrecido el estar boca arriba pensó que se ahogaría, pues no sabía nadar. Por fortuna consiguió mantenerse a flote. Necesitaba saber qué había sido de su padre, y no cejaría en su empeño aunque eso fuese lo último que hiciera en vida. Tras grandes esfuerzos, consiguió alcanzar una gran tabla que flotaba no muy lejos de su punto de partida, y se colocó aparatosamente boca abajo sobre ella. Usando sus brazos como remos podría navegar con relativa facilidad. Se puso de pie sobre la tabla y oteó en todas direcciones, buscando algún cuerpo flotando entre los restos del barco. No tuvo éxito en su empresa, de modo que sólo le quedaba un lugar al que dirigirse: aquella imponente estación petrolífera abandonada. Fue hacia ahí donde se dirigió.
February 8, 2016
3×1017 – Estúpido
1017
Bosque de Pardez, a diez kilómetros de Sheol
31 de agosto de 2008
Guillermo tenía la frente apoyada en el volante. Sobre el salpicadero descansaba un cigarro que prácticamente se había consumido por sí solo tras la única calada que el investigador biomédico le había dado.
No podía parar de darle vueltas a lo estúpido e ingenuo que había sido. Otra lágrima recorrió su tabique nasal e impactó en el volante. Aún no daba crédito de cuán lejos había llegado. Su ego había sido más grande que el sentido común, y estaba convencido que sería incapaz de enmendar lo que había estropeado en tan poco tiempo.
Sólo ahora era capaz de ver que todo cuanto había soñado que ocurriría no era sino una construcción de su imaginación perturbada por el trágico acontecimiento del que fue testigo la noche anterior. Aquella maldita rata quizá ni siquiera estaba muerta. Él desde luego no le hizo la autopsia. Nadie se la hizo. Todos en el laboratorio dieron por hecho que había muerto tan pronto dejó de moverse, pero quizá eso tan solo fuera un efecto secundario del fármaco. Su padre estaba en lo cierto desde el principio: esa versión del virus no tenía futuro.
Devolver a la vida a un cadáver, como si del moderno prometeo se tratase. ¿En qué estaría pensando? Jamás se perdonaría la atrocidad que acababa de perpetrar, y dudaba mucho que nadie más lo hiciese. ¿Con qué cara se presentaría frente a Bárbara, una vez ella descubriera lo que había hecho? Porque atarían cabos, más tarde o más temprano. Las cámaras del hipermercado, sus huellas digitales en el portón del cementerio, las huellas de sus zapatos alrededor del gran agujero en el suelo del que había sacado a su padre… Había sido impulsivo y temerario, más seguro de sí mismo a medida que todo salía rodado, y no fue hasta ese momento, pasada la euforia al comprobar que aquella sangre no había producido el menor cambio en el cuerpo sin vida de su padre, cuando empezó a vislumbrar lo que estaba por venir.
Dio un fuerte golpe en el salpicadero, fruto de la frustración que le envolvía. El cigarro perdió su precario equilibrio y rodó hasta caer sobre el asiento del copiloto, junto al neceser que contenía aquél inútil vial con la sangre de Mordisquitos. Se apresuró a coger el cigarro antes que éste quemase el tapizado y lo tiró por la ventanilla abierta, mientras blasfemaba a voz en grito. Entonces respiró hondo, y miró de nuevo los rojos números del reloj que tenía delante. La una y media de la madrugada. Aún era relativamente pronto. Quizá el guarda aún seguía durmiendo, y todavía no se había dado cuenta de nada. Quizá aún estaba a tiempo de arreglarlo. Nadie tenía que relacionarle a él con lo sucedido, si no había pruebas que señalasen en su dirección. Sí. Eso sería lo que haría: volvería al cementerio con José, y lo dejaría de nuevo en el ataúd del que jamás debió haberle sacado. Lo volvería a enterrar y ocultaría sus huellas a tiempo de huir antes que el guarda despertase. Todo quedaría como un extraño suceso con autor desconocido, y él se mostraría sorprendido y ofendido tan pronto recibiese la noticia. Si es que ésta llegaba. Nada tenía por qué salir mal. Lo único que debía hacer era darse prisa. Mucha prisa.
Salió a toda velocidad del coche, nervioso pero decidido, con la linterna por delante. Desanduvo sus pasos hasta llegar al olmo sobre el que había recostado el cadáver de su padre. Se quedó quieto ahí donde estaba durante casi un minuto, observando el tronco desnudo del árbol. Estaba convencido que ese era el lugar donde le había dejado. No estaba tan lejos del coche, y el curso del riachuelo resultaba inconfundible. Sin embargo, ahí no había nadie.
Guillermo tragó saliva. Respiró hondo, tratando de mantener la calma, preguntándose si en ese bosque había animales salvajes. Alejó esa idea de la cabeza y volvió al coche, esforzándose por convencerse de que se había equivocado de camino. Se tomó la libertad incluso de dar un par de tragos a otra de las botellas de agua que había traído consigo en la bolsa de deporte antes de ir de nuevo en busca de su padre. Las piernas le llevaron irremediablemente al mismo olmo. Ahí seguía sin haber nadie más que él mismo.
El investigador biomédico comenzó a sentirse realmente mal. Sintió un retortijón en el estómago, y se encogió mientras sollozaba. Su padre tenía que estar ahí, pero sencillamente no estaba. No podía haber ido a ningún lado, principalmente porque estaba muerto. ¿O quizá ya no lo estaba? El nerviosismo se infectó de esperanza, y empezó a temblar de nuevo. El corazón retumbaba con contundencia tras su caja torácica.
Enfocó al suelo y observó con detenimiento cuanto rodeaba al último lugar en el que había visto a José. Sobre unos matojos descubrió una pequeña mancha oscura, pero su atención enseguida se fijó en la tierra alrededor del tronco. En el suelo había varias huellas. Echó un vistazo a la suela de su zapato, y comprobó que el dibujo no era el mismo. Ni siquiera era parecido. Las huellas seguían un camino errático en dirección al riachuelo, y se volvían mucho más evidentes al contacto con el fango.
GUILLERMO – ¡Papa!
La única respuesta que obtuvo fue el insistente canto de los grillos. El investigador biomédico siguió las huellas bosque adentro, linterna en mano, gritando a pleno pulmón, temiendo que su padre desorientado pudiese tener otro accidente.
No tardó mucho en perder tanto el rastro de las huellas como la noción de dónde se encontraba. Él era un hombre urbano, y su sentido de la orientación dejaba mucho que desear. No paró de gritar, al principio llamando a su padre, más tarde pidiendo ayuda a cualquiera que pudiese oírle. Estaba perdido en mitad del bosque, en una noche sin luna, sin más compañía que la de una linterna a la que no tardarían en agotársele las pilas.
En su deambular errático y desesperado llegó un momento que perdió el equilibrio y cayó rodando por un terraplén, con tan mala fortuna que se dio un fuerte golpe en la pierna derecha al tiempo que la linterna se desprendía de su mano e impactaba contra unas rocas para acabar apagándose definitivamente. Su grito de dolor hizo alzar el vuelo a un par de lechuzas. Él, magullado y asustado, trató de ponerse de nuevo en pie, pero enseguida se dio cuenta que esa era una posibilidad. El tobillo se le estaba hinchando, y si trataba de apoyarlo, el dolor se volvía aún más insoportable.
Se tumbó boca arriba en el suelo, viendo el cielo estrellado a través de las copas de los árboles, y comenzó a reír a carcajadas.
February 7, 2016
3×1016 – Nada
1016
Cementerio de Sheol
31 de agosto de 2008
El corazón luchaba por salírsele del pecho. Guillermo incluso temió por su salud. No recordaba haber estado tan nervioso en toda su vida.
Aún con las piernas temblando, exhaló el aire lentamente por la boca, tratando de recuperar la compostura, y se asomó a la garita. La película de porno gay seguía en activo, aunque ahora uno de los actores había sido sustituido por un hombre de origen africano. Lamentablemente, el guarda se lo estaba perdiendo. Seguía sentado en el asiento de la garita, con los pantalones por la rodilla. Se había escurrido ligeramente de la silla al quedarse dormido, y la baba que le caía de la comisura de los labios había oscurecido el cuello de su uniforme verde.
El investigador biomédico se descalzó, dejó los zapatos junto a la carretilla sobre la que descansaba el cadáver de su padre, y caminó sigilosamente hacia la puerta de la garita. Pese a que el guarda roncaba, Guillermo no se quedó tranquilo hasta que agarró aquél manojo de llaves de la alcayata que había junto a la puerta y desanduvo sus pasos. Al volver junto a José, a quien no osó mirar a la cara, empezó a hiperventilarse y miró al cielo estrellado, preguntándose qué diablos hacía ahí.
Tardó cerca de un minuto en recuperar la compostura, y acto seguido prosiguió con su plan. Si todo estaba saliendo tan bien era tan solo cuestión de suerte, o quizá es que ese era su destino. Guillermo aún no daba crédito a lo lejos que había llegado sin despertar la más mínima sospecha. Caminó descalzo hasta el portón de acceso y miró a lado y lado de la calle. Esa era una zona muy poco transitada de la ciudad, aún menos a esas horas de la madrugada. La primera llave que probó coincidió ser la adecuada, y la sensación de que le estaban tomando el pelo aún se hizo más intensa. En su interior se mezclaba el júbilo del éxito, el miedo a ser descubierto y la sempiterna sensación de que lo que estaba haciendo no estaba bien.
Abrió el portón cerca de un metro, más que suficiente para hacer pasar la carretilla del jardinero, y se dio media vuelta. Entonces se dio cuenta de lo estúpido que resultaría recorrer el cuarto de kilómetro que le separaba de su coche empujando por las calles una carretilla con el cadáver de un septuagenario. Se tanteó el bolsillo lateral del pantalón y comprobó que la llave de su vehículo seguía ahí. Pensó por un momento en ir a buscar sus zapatos, pero no quería perder ni un segundo más. Empujó ligeramente el portón y comenzó a correr calle abajo, sin mirar atrás. Una de las cosas que más recordaría de esa trágica noche, paradójicamente, fue lo incómodo que le resultó conducir descalzo.
Tras asegurarse que nadie le vería, dejó el coche en marcha con la puerta trasera derecha abierta frente al portón de acceso al cementerio y volvió a entrar. No habían transcurrido ni cinco minutos. El guarda seguía durmiendo con la boca abierta. La película ya había acabado, y el monitor del portátil ahora mostraba tan solo el escritorio con unas grandes letras mayúsculas que rezaban “CEMENTERIO MUNICIPAL DE SHEOL” en un fondo negro.
El traslado del cuerpo de su padre sobre aquella carretilla sucia de tierra no fue tan complicado como introducir su cuerpo rígido por el rigor mortis en la parte trasera del vehículo. Se molestó incluso en sujetarlo con uno de los cinturones de seguridad antes de cerrar de un portazo y ocupar de nuevo su lugar tras el volante. Sobre el asiento del copiloto descansaban la bolsa de deporte que ahora también contenía su calzado y el valiosísimo neceser. Las llaves del portón de acceso al cementerio estaban metidas en la cerradura, pero la carretilla quedó olvidada en mitad de la acera tan pronto arrancó y puso rumbo a su próximo destino.
Recorrió más de quince kilómetros. Lo hizo por carreteras secundarias y zonas muy poco transitadas, hasta que finalmente llegó a un camino rural que carecía tanto de asfaltado como de iluminación. Llegados a ese punto, incluso se tomó la libertad de apagar todas las luces, y conducir a una velocidad anormalmente reducida tan solo con la ayuda del débil fulgor de las estrellas.
Llegó a un punto en el que un riachuelo le impidió seguir adelante por miedo a quedar atorado entre el lodo o tener que dar media vuelta, y entonces fue cuando consideró que ya se había alejado lo suficiente de la civilización para dar el siguiente paso de su rocambolesco plan. Se encontraban, padre e hijo, en un punto indeterminado del bosque de Pardez, no muy lejos de una vieja cabaña que estaba usando el sobrino de su dueño en compañía de unos amigos de la facultad de Ciencias Naturales. De todos modos, la más que generosa distancia que les separaba, con tantos árboles de por medio, hizo que nadie sospechara de la presencia del otro.
Antes de abandonar el vehículo comprobó el reloj digital que había en el salpicadero: la una de la madrugada. Tan solo había pasado una hora desde que partiese hacia el cementerio. Guillermo hubiera podido jurar que habían pasado al menos tres o cuatro. Aún algo inquieto, aunque bastante más relajado, ahora que lo peor ya había pasado, Guillermo sacó el cuerpo sin vida de su padre de los asientos traseros de su coche y lo arrastró gentilmente varias decenas de metros hasta dejarlo recostado en un gran olmo. Se colocó la linterna de minero en la frente, y fue a buscar el neceser. El camino de vuelta al olmo lo hizo con una lentitud inusitada, sin parar de pensar que ya no había marcha atrás. De su siguiente paso dependería todo cuanto había arriesgado para llevar a cabo aquél disparatado plan.
No tardó nada en preparar la aguja hipodérmica, extraer unas gotas de sangre del vial y tomarse la libertad incluso de librarla de aire antes de proceder. Tomó con suavidad el brazo derecho de su padre, le remangó la manga del smoking y su nívea camisa, e hincó la aguja en el mismo lugar donde la directora general de la OMS le inoculó la solución salina tintada con la que engañó a todo el planeta. La sangre entró en su cuerpo, y el investigador biomédico no dejó de apretar hasta que el émbolo no dio más de sí. Entonces la sacó y la volvió a guardar en el neceser, junto a la otra mitad de la muestra de sangre del sujeto 13-E.
Aguantó la respiración, esperando que ocurriese el milagro, que su padre recuperase la conciencia, cruzase una mirada con él y ambos se fundieran en un abrazo, lo cual no sería más que el pistoletazo de salida del estudio de un nuevo fármaco que revolucionaría por segunda vez la medicina moderna. Esperó y esperó, hasta que perdió la noción del tiempo. No ocurrió absolutamente nada.
February 1, 2016
3×1015 – Exhumación
1015
Cementerio de Sheol
31 de agosto de 2008
Guillermo se asomó de nuevo por debajo de la apestosa lona, esforzándose por no dejarse ver pese al foco que estaba dirigido justo al punto en el que él se encontraba, acuclillado en la caja de la camioneta del jardinero. Llevaba ahí escondido cerca de cinco minutos, escuchando de fondo las voces de los dos trabajadores del cementerio, que seguían hablando del partido que acababan de disfrutar. El investigador biomédico exhaló un suspiro de alivio al escuchar al argentino despedirse definitivamente del guarda. De nuevo sonó el estrépito del portón de acceso al cerrarse, y sin apenas solución de continuidad, una tras otra, fueron apagándose todas las luces que iluminaban el complejo, hasta que finalmente la zona de estacionamiento donde él se encontraba quedó también rodeada de oscuridad. Ésta, sumada al silencio sepulcral que reinaba por doquier, y más en un camposanto, resultaba estremecedora.
Pese a que todo parecía indicar que ya no había nada de qué preocuparse, Guillermo siguió ahí agazapado cerca de cinco minutos, aguzando el oído a la espera del más mínimo sonido que le diese carta blanca para demorar aún más lo que ahora no se le antojaba tan atractivo. Pasado ese tiempo prudencial, respiró hondo y salió de su escondite. Dejó la bolsa de deporte en la camioneta, pero se llevó el neceser consigo. No estaba dispuesto a perderlo de vista ni un solo minuto. Esos pocos mililitros de sangre de roedor eran todo cuanto quedaba del fruto de todos aquellos meses de duro trabajo que José echó por la borda sin pestañear. Ahora por fin Guillermo tendría la oportunidad de descubrir si todas aquellas veces que le había reprochado el no seguir por esa vía de trabajo habían sido en vano o no. La mera idea de poder demostrárselo a él en persona, le hacía sentir mariposas en el estómago.
Bien podía haberse dirigido directamente hacia la zona donde descansaba el cuerpo de su padre, pero prefirió acercarse a la garita para saber con qué debía lidiar. Por un momento llegó a imaginarse que el guarda tendría docenas de monitores de visión nocturna, y que no tendría tiempo siquiera de llegar a la zona de las lápidas antes de ser detectado. Lo que descubrió al observar la garita desde una distancia algo temeraria le dejó bastante más tranquilo. Tan solo había un monitor en ese pequeño habitáculo: el del portátil desde donde el guarda y su amigo habían visto el partido. Sin embargo, lo que ahora mostraba dicho monitor poco tenía que ver con el deporte rey. Guillermo distinguió dos cuerpos masculinos tal cual sus madres les trajeron al mundo practicando algo que Estefanía jamás le había permitido practicar a él. Con una media sonrisa en el rostro volvió sobre sus pasos, convencido de que podría hacer cuanto quisiera sin miedo a ser atrapado con las manos en la masa.
Amparado tan solo por la luz de las estrellas, pues ni la luna quiso presenciar cómo estaba a punto de empujar la primera pieza del dominó que arrasaría con la práctica totalidad de la raza humana de la faz de la tierra, Guillermo se dirigió hacia la parcela familiar. Pese a esa era una noche despejada, la luz era a todas luces insuficiente, y a medio camino, después de haber tropezado un par de veces, finalmente osó encender la linterna, no sin antes tapar el foco con la manga de su camisa. Pese a que así se perdía más de la mita de la potencia, esa luz le resultó más que suficiente para hacerse paso entre los nichos y pasar de largo el jardín que le llevaría a su destino.
Llegó frente a las lápidas contiguas de sus padres unos minutos más tarde. Se tomó su tiempo, pues ahora ya no tenía ninguna prisa. Sintió cómo se le encogía el estómago, y contuvo las lágrimas. Cerró fuertemente los ojos y dejó caer la bolsa de deporte al suelo terroso. Había llegado hasta ahí con una idea muy clara, y ahora ya era tarde para echarse atrás.
Echó un último vistazo hacia atrás, comprobando que nadie le hubiera seguido, y colocó la linterna de minero sobre una lápida vecina, enfocando de ese modo la que sería su zona de trabajo los próximos minutos. La lápida de granito negro sobre la que habían grabado con letras góticas el nombre de su padre y las fechas de su nacimiento y su fallecimiento resplandeció, mostrando todo su esplendor. Guillermo apoyó el neceser sobre la lápida de Ana, su madre, y le dedicó unas palabras, disculpándose en cierto modo por lo que haría a continuación.
Abrió la bolsa de deporte y se bebió una botella entera de las había traído. Acto seguido, se metió uno de los chicles en la boca y comenzó a masticarlo nerviosamente, consciente de que tan solo estaba buscando excusas para demorar su verdadero propósito. Respiró hondo de nuevo, y sacó la pala grande de la bolsa. Tanteó su peso y su más que discutible ergonomía, y la clavó sobre el pequeño montículo de tierra que había frente a la negra lápida. Se sorprendió al comprobar cuán sencillo resultó clavarla hasta la madera y sacar la primera palada: la tierra estaba muy blanda y aireada, pues hacía muy pocas horas que la habían echado. Eso tan solo facilitaría el trabajo.
Palada a palada, fue deshaciendo cuanto habían hecho los operarios del cementerio esa misma tarde, formando un montículo de tierra en el camino empedrado que discurría en zigzag entre las lápidas, hasta que finalmente, minutos más tarde, acabó tocando madera. Tan pronto sintió la vibración que produjo la pala al impactar contra aquél cuerpo extraño en mitad de la tierra, una sonrisa se dibujó en su rostro. Ya no quedaba nada de la congoja y el pesar que le habían acompañado durante el corto período de duelo que experimentó las horas inmediatamente posteriores al fallecimiento de su padre. A esas alturas, ya había perdido por completo el juicio.
January 29, 2016
3×1014 – Oportuno
1014
Frente al cementerio de Sheol
31 de agosto de 2008
Guillermo le dio otra calada a lo que ya era poco más que una colilla, y tiró el cigarro al suelo a través de la ventanilla abierta. Éste fue a parar a la calzada, junto con la otra media docena que el investigador biomédico había consumido tratando en vano de vencer a la impaciencia. Echó un vistazo al reloj que llevaba en la muñeca: pasaban veinte minutos de la medianoche.
Llevaba ahí aparcado al menos media hora, esperando que ocurriese algo, cualquier cosa, que le permitiese entrar sin ser visto. Su viaje al cementerio había sido más un arrebato de inconformismo ante la muerte de su padre que un acto premeditado. Se creía en potestad de enmendar el accidente que había ocurrido hacía escasas veinticuatro horas, pero no estaba tan enajenado como para ponerse en evidencia. Si algo temía en esos momentos era a la policía, y no estaba dispuesto a ponérselo fácil.
A través de los grandes portones de acceso podía ver la garita del guarda nocturno, que estaba compartiendo pizza y cervezas con el jardinero, cuyo turno había acabado hacía ya más de tres horas. Estaban viendo en streaming en el portátil del guarda un partido de fútbol amistoso entre la selección española y la argentina que parecía no querer acabar nunca.
Guillermo miró de nuevo el reloj: no habían pasado ni cinco minutos. Harto de esperar, consciente de que no podía pasarse ahí quieto toda la noche, giró de nuevo la llave en el contacto, dispuesto a volver a aquél hipermercado y llevarse la escalera más alta que hubiese a la venta. Con ella podría pasar al otro lado del gran muro que circundaba el camposanto, en algún punto del mismo que no estuviese iluminado por aquellos malditos focos. Si no se había hecho con ella antes fue porque no pretendía llevar a cabo su pequeño experimento dentro del cementerio. Su intención era la de sacar a su padre de ahí y proceder en un lugar seguro, lejos de cualquier mirada indiscreta, y para ello necesitaría salir por una puerta. Pero ahora ya ni siquiera eso le importaba. Quería entrar, y quería hacerlo cuanto antes. Cada minuto jugaba en su contra.
Arrancó, e incluso introdujo la primera marcha, pero justo en ese momento vio cómo el jardinero, un hombre argentino de su misma edad, visiblemente perjudicado por la cerveza, salía de la garita voceando el himno de su patria, festejando la victoria de su equipo mientras el guarda, entre carcajadas, ponía en duda la honra de su madre. Guillermo observó, conteniendo la respiración, cómo el jardinero subía a una camioneta blanca con el escudo de Sheol grabado en el lateral, y la acercaba al portón de acceso, al tiempo que el guarda lo abría para darle paso. Le llamó la atención comprobar que la caja trasera estaba llena de ramas y hojas secas, medio ocultas por una lona sujeta por varias cuerdas elásticas. Sin saber muy bien por qué, comenzó a seguirla calle abajo al tiempo que el guarda cerraba de nuevo el portón.
El investigador biomédico trató de ser lo más discreto posible durante los escasos dos minutos que duró la persecución. En todo momento dejó una distancia más que prudencial para pasar desapercibido, y el jardinero no llegó a darse cuenta de que le seguían. Aunque quizá el influjo etílico de la cerveza también tuviese algo que ver.
El jardinero aparcó la camioneta a escasas tres manzanas de ahí, junto a un vertedero de dudosa legalidad en una zona marginal con viviendas de autoconstrucción. Guillermo pasó de largo y estacionó su coche tras el siguiente recodo de la carretera, fuera del arco de visión del argentino. Mientras éste se deshacía de la carga, trabajo que debía haber hecho a media tarde y en un punto limpio, Guillermo se amparó en la oscuridad para observarle desde detrás de unos contenedores. El jardinero se dio más prisa de la que él hubiese querido, y subió de nuevo a la camioneta. Sin embargo, no la puso de nuevo en marcha. Pasó ahí dentro cerca de un minuto, y acto seguido volvió a salir, se puso de espaldas al vehículo, se bajó la bragueta, y comenzó a mear.
Guillermo, consciente de que esa era su oportunidad de oro, corrió hacia su coche y agarró la bolsa de deporte que contenía todo el material que debía servirle para exhumar el cuerpo de su padre. Los mangos de ambas palas sobresalían de la cremallera. Dio un par de pasos sigilosos aunque apresurados hacia la camioneta, pero entonces frenó en seco, y dio media vuelta.
Dejó la bolsa de deporte en el suelo y volvió al coche, a tiempo de coger el neceser que descansaba en el asiente del copiloto. Tan pronto tuvo todo cuanto necesitaba en su poder, corrió hacia la camioneta y trepó a la caja trasera, que hasta hacía escasos minutos había estado ocupada por todas aquellas ramas y hojas secas. El jardinero seguía vaciando su vejiga, y él aprovechó para esconderse bajo la lona, confiando no haber llamado su atención. Ahí abajo olía a tierra, a césped recién cortado y a rancio. Era un olor muy intenso, y Guillermo tuvo que taparse las fosas nasales con la manga de la chaqueta de verano que llevaba puesta.
En el momento en el que notó cómo la camioneta se ponía en marcha, toda la tensión que había acumulado, convencido de que le iban a pillar con las manos en la masa, se transformó en júbilo. Tuvo dificultades para contener un grito de alegría al sentirse como un verdadero ninja. Lo que hizo fue taparse aún mejor con aquella apestosa lona y disfrutar del viaje, consciente de que ahora ya no había marcha atrás. Nada tenía por qué salir mal.
Minutos más tarde, tal y como él había previsto, la camioneta entró de nuevo al cementerio. Guillermo no osó mover un músculo, mas sí escuchó con claridad cómo el portón que se había abierto para darles paso se volvía a cerrar con un fuerte estrépito. Eso ya no importaba: había conseguido burlar tanto al jardinero como al guarda, y estaba dentro.
January 25, 2016
3×1013 – Profanador
RECETA PARA EL APOCALIPSIS: PASO 4
Salpimentar al gusto con una pizca de temeridad
1013
Hiper24, periferia de Sheol
31 de agosto de 2008
Guillermo echó un último vistazo a la lista, repasando uno a uno con la mirada todos los artículos que había metido en el carro de la compra: no se había dejado nada. Su particular botín se componía de una pata de cabra, una pala grande y otra algo más pequeña, dos sierras para metal, una linterna minera y otra de mano, dos paquetes de pilas, una bolsa de deporte negra y cinco botellas de agua.
Se había tenido que alejar casi diez kilómetros de su destino para poder efectuar esa disparatada compra. Ese era el único establecimiento de los alrededores con licencia de apertura nocturna, y además disponía de una amplia sección de ferretería y jardinería. Era justo lo que él necesitaba: discreción y material para llevar a cabo su plan.
Llevaba más de treinta y seis horas despierto, a excepción de un par de cabezadas que había dado esa tarde en el ático de su hermana, a donde había acudido tras el entierro del padre de ambos. Cosme se había llevado a Guille de vuelta con su madre y su hermana recién nacida, y él había aceptado la invitación de Bárbara de ir a tomar un café, que había acabado demorándose hasta más allá del ocaso. Ambos cenaron una pizza cuatro estaciones que trajo en moto una chica joven desde una pizzería que había a escasas dos manzanas de ahí. Bárbara se quedó dormida en el sofá después de la cena: ella tampoco había pegado ojo la noche anterior, y estaba que se caía de sueño. Él aprovechó la oportunidad para irse, consciente de que como siguiera dándole vueltas a la cabeza, acabaría por echarse atrás. Condujo directamente hacia el hipermercado, al que llegó pasada la medianoche.
Con todo cuanto había venido a buscar ya en su poder, se dirigió a la desierta línea de cajas. Tan solo había un único cajero atendiendo a la inexistente clientela. Era un chaval de dieciocho años que había entrado para la campaña de verano, cuyo contrato vencía esa misma noche. Estaba apurando sus últimas horas de trabajo leyendo un cómic japonés, aprovechando que el encargado estaba en el almacén echándose el enésimo cigarro de la noche. Pasada la hora de las brujas, la afluencia de clientes era más bien escasa. Ese fue uno de los principales motivos que impulsaron a Guillermo a retrasar su plan hasta esas horas de la noche.
El investigador biomédico comenzó a colocar todo cuanto había echado al carro sobre la cinta automática. El cajero levantó la mirada del cómic, dobló la esquina superior de la página que estaba leyendo, lo echó a un lado, y comenzó a escanear los códigos de barras, cada vez más sorprendido por cuanto veía.
CAJERO – Vaya, caballero. Parece que vaya usted a profanar una tumba con todo esto.
El cajero rió escandalosamente, y esperó un comentario chistoso por parte de Guillermo. El turno de noche era muy aburrido, y él tan solo pretendía mostrarse amable. Guillermo sintió una palpitación en el corazón, y el mal presagio de que tan pronto saliera por la puerta, un par de agentes de policía se lo llevarían detenido. Sin embargo, supo mantenerse firme, y se limitó a ofrecerle una mirada de desprecio al chico que hizo que se diese por aludido y continuase haciendo su trabajo con la boca cerrada.
El investigador biomédico añadió un paquete de chicles de menta a la compra, en un intento a la desesperada de no resultar tan sospechoso. El cajero lo añadió al total y él pagó en metálico, pues aunque no sabía muy bien por qué, no consideró oportuno dejar un registro de esa compra en su tarjeta de crédito. Echó un último vistazo a las cámaras de seguridad que pendían del techo, preguntándose si realmente eran de verdad o tan solo un disuasorio para los potenciales ladrones, y empujó el carro hacia la salida, mientras el cajero le seguía con la mirada y el ceño ligeramente fruncido.
Tan pronto se cerraron las puertas automáticas a su paso, Guillermo se apartó lo suficiente para que el cajero le perdiera de vista antes de meter todo cuanto había comprado dentro de la bolsa de deporte. El chico enseguida perdió interés, y echó mano de nuevo del cómic. Guillermo devolvió el carro al lugar de donde lo había cogido, y con la bolsa al hombro, caminó hacia su coche y la metió en el maletero. En todo el aparcamiento del hipermercado tan solo había tres vehículos. Uno era el suyo, y los otros dos debían corresponder a los trabajadores del establecimiento. Por fortuna, él no se había cruzado con ningún otro cliente por los pasillos.
Algo más relajado, aunque con la cabeza embotada por la falta de sueño y la inquietud por lo que estaba a punto de hacer, dirigió el coche de vuelta a su casa. Estacionó delante del vado de la entrada de su parking privado y se dirigió a la puerta principal. En todo el vecindario tan solo se oía el canto de los grillos y el pitido monótono de las farolas. Respiró aliviado al comprobar que no había luz tras ninguna de las ventanas de sus vecinos. Era una noche perfecta para pasar desapercibido.
Salió de su casa un minuto después de haber entrado. En su mano derecha llevaba un neceser con una aguja hipodérmica y un pequeño vial con unas pocas gotas de sangre en estado líquido. Caminó de vuelta al coche, y se paró frente al maletero. Llegó incluso a posar la mano sobre el tirador que lo abriría, pero acabó rechazando esa idea. Lo que llevaba en ese neceser era demasiado importante para dejarlo en un vulgar maletero.
El investigador biomédico ocupó de nuevo el asiento del conductor y colocó con delicadeza el neceser en el asiento contiguo, asegurándose de que no se movería aunque tuviera que efectuar una frenada de emergencia. Encendió las luces, se puso el cinturón y guió el vehículo hacia su siguiente destino: el cementerio de Sheol.


