3×1176 – Comitiva

1176


 


Barrio de Bayit, ciudad de Nefesh


27 de enero de 2009


 


Afuera seguía lloviendo, aunque no se trataba de una lluvia muy intensa y no tardaría en extinguirse. Zoe estaba en su cuarto, con la puerta entornada, leyendo una novela gráfica que trataba sobre un grupo de conejos que debía huir de su madriguera para evitar que los humanos acabasen con su vida. Bárbara se encontraba en la cocina del ático que compartía con su hermano y con la niña, sentada en uno de los taburetes, con la mirada gacha. Guillermo le daba la espalda, entretenido despedazando una gallina que habían sacrificado esa misma mañana, tras el sepelio, con un enorme cuchillo de carnicero de mango blanco con la afilada hoja manchada de sangre.


Llevaban unos veinte minutos en un silencio solo roto por el repicar de las gotas de lluvia en la ventana, más acompañados por sus propios demonios personales que por el otro. Todo había pasado demasiado rápido, y aún les costaba dar crédito a que no podrían volver a ver jamás a Guille. Que su verdugo también hubiera perdido la vida no servía siquiera de consuelo. Nada ni nadie podría devolverles al pequeño Guille.


Bárbara seguía muy intranquila. Pese a que sabía a ciencia cierta que tanto Carlos como Paris se habían llevado su secreto a la tumba, no podía dejar de sentirse mal por todo cuanto había ocurrido por mantenerlo oculto a toda costa. El propio instalador de aires acondicionados le había quitado la venda a ese respecto, poco antes de pasar a mejor vida. Llevaba todo el día y toda la noche dándole vueltas.


BÁRBARA – Tendríamos que haberlo contado todo desde el principio…


El investigador biomédico chistó al oír las palabras de su hermana.


GUILLERMO – ¿Otra vez con eso?


La profesora se giró hacia él, sorprendida por su tono de voz. Fue más una reflexión en voz alta que una idea realmente madurada, pero no por ello molestó menos a su hermano. Lo último que necesitaba Guillermo era que nadie le echase la culpa por lo ocurrido: ya se le daba suficientemente bien a él hacerlo; de hecho, no hacía otra cosa desde que descubriese el cadáver del chaval hacía un par de días.


BÁRBARA – Nada de esto hubiera ocurrido, y ahora…


Bárbara suspiró. Al fin y al cabo, Carlos tenía razón: no valía la pena echar la culpa a nadie, eso no revertiría el mal ya acontecido, y tan solo propiciaría aún más dolor.


GUILLERMO – Así que esto también es culpa mía, ¿no?


La profesora respiró hondo, aguantándole la mirada unos segundos, con un nudo en el estómago y unas irrefrenables ganas de llorar. Él acabó por darse por vencido y siguió con sus quehaceres culinarios. Volvieron a sumirse en el silencio, roto de vez en cuando por algún que otro gimoteo esporádico de la profesora.


Tres certeros y rápidos golpes en la puerta de entrada sacaron a ambos hermanos de su ensimismamiento. Bárbara frunció el ceño, pues no esperaban visita.


BÁRBARA – Voy a… voy a ver.


Guillermo no se molestó siquiera en levantar la mirada de la pechuga que estaba fileteando. La profesora se dirigió hacia la entrada y tiró de la puerta. Al hacerlo, se encontró de frente con Christian. Tras él estaban Maya e Ío, y el resto del rellano lo ocupaban Olga, Gustavo, Darío y Carla. Incluso Josete se había sumado a aquella comitiva tan inesperada como extraña para Bárbara. La profesora no echó en falta a Juanjo. Ni siquiera sabía si había sobrevivido al ataque de los infectados, lo cual realmente le traía sin cuidado.


Pensó que quizá se habían acercado para acordar cómo proceder para reconstruir las porciones de muralla que Paris había destruido en su ataque kamikaze antes de perder la vida. Era algo que rondaba la cabeza de todos desde hacía un par de días: de lo que no cabía la menor duda era que no podían seguir encerrados en el bloque azul de por vida, por más que tuvieran alimento y agua suficientes ahí dentro para aguantar varias semanas, y que la puerta del portal estuviese atrancada a conciencia para evitar visitas inesperadas. Sin embargo, algo dentro de sí le invitó a pensar que el objetivo de esa inesperada visita no era tal: para ello no hubiera hecho falta que viniesen todos.


Pese a que la puerta seguía rota y podrían haber entrado sencillamente presentándose en voz alta, como acostumbraban a hacer, por algún motivo prefirieron seguir un cierto ritual de buenos modos. Bárbara se extrañó al ver la expresión ceñuda y seria de quienes habían decidido ir a visitarles. El ex presidiario parecía haberse autoproclamado portavoz del grupo, encabezándolos a todos en aquella curiosa comitiva en forma de triángulo invertido.


CHRISTIAN – ¿Puede salir tu hermano un momento?


BÁRBARA – ¿Mi hermano?


CHRISTIAN – Sí, tu hermano, Bárbara. El único que tienes. Queremos hablar con él.


Bárbara frunció el ceño. No le gustó un pelo la expresión de la cara de Christian ni sus malas formas. Tuvo un mal presentimiento.


BÁRBARA – Sí. Dame… dame un segundo.


CHRISTIAN – Gracias.


La profesora se dio media vuelta, pero aún así, todavía se sentía escrutada por aquellas más de dos docenas de ojos.


Vio a Zoe asomar de la puerta de su habitación, con el pelo rojizo recogido en una trenza, sin las gafas de sol. Ambas se aguantaron la mirada un instante. Bárbara respondió a la pregunta muda de la niña de la cinta violeta en la muñeca limitándose a alzar los hombros en señal de indiferencia, y se acercó arrastrando los pies hasta la cocina. Su hermano se giró, cuchillo ensangrentado en mano, y frunció también el ceño al ver la expresión de su cara.


BÁRBARA – ¿Puedes… puedes venir un momento? Quieren hablar contigo.


GUILLERMO – ¿Quién?


Guillermo ladeó la cabeza, ligeramente contrariado. Ni esperaba ni deseaba vista alguna. Tan solo quería comer en paz, pues estaba hambriento, y luego echarse en la cama, para no volver a salir de ahí jamás si hiciera falta. Bárbara tragó saliva.


BÁRBARA – Todos.


Ambos hermanos se dirigieron al recibidor del ático y quedaron bajo el umbral de la puerta de entrada.


GUILLERMO – ¿Qué pasa?

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Published on December 28, 2018 15:00
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