Lola Ancira's Blog, page 54
June 30, 2015
La modelo - Guy de Maupassant (cuento)
"La modelo" es un cuento de Guy de Maupassant (escritor francés, 1850) y forma parte de su libro Selected short stories (Penguin Popular Classics, 1995), reseñado con anterioridad en el blog.
Guy de Maupassant escribió principalmente cuento, pero también publicó varias novelas. Siendo joven, conoció a Gustave Flaubert (el autor de Madame Bovary), cuya influencia fue esencial en su desarrollo como escritor, y trabajó como periodista para diversos periódicos importantes al tiempo que escribía sus novelas y relatos.
Inició narrando desde una postura impersonal, pero fue profundizando en la existencia y psicología de sus personajes, y su obra influenció a diversos escritores como Quiroga, Tolstoi o W. Somerset.
"La modelo", aunque es un relato plagado de prejuicios y sexista (lo que se puede argüir a la época), es un cuento circular que narra la trágica historia de un joven matrimonio formado por un pintor y una modelo. El cuento me interesó por el título, y no imaginaba de qué pudiera tratar, pero me fascinó la escena principal de la que se desata la narración. La imagen que describe de las mujeres es, aunque chocante, un simple reflejo de la mente masculina de su contexto histórico.
La modelo
Encorvado como una media luna, el pueblo de Etretat, con sus arenas blancas, sus blancas rocas y su mar azul, reposaba tranquilamente bajo el sol de un hermoso día de julio. A uno y otro extremo de la media luna, los dos muelles, el menor a la derecha y el mayor a la izquierda, cortaban el agua tranquila; el primero, como un pequeño pie, y el segundo, como una pierna colosal.
En la playa, sobre la línea donde mueren las olas, una muchedumbre, sentada, se divertía contemplando a los bañistas, mientras en la terraza del Casino, formando grupo y en constante agitación, otra muchedumbre lucia sus galas, presentando al sol, como un jardín espléndido, las bordadas flores de las sombrillas rojas y azules.
En el paseo, al extremo de la terraza, otros veraneantes, los más reposados, los más tranquilos, iban y venían lentamente a distancia de los grupos elegantes.
Un joven pintor, conocido, famoso, Juan Summer, avanzaba tristemente junto a un cochecillo de paralítico, donde iba una mujer, la suya. Un criado empujaba suavemente aquella especie de sillón con ruedas, y la señora impedida contemplaba con ojos lánguidos los esplendores del cielo, la orgía de luz y la satisfacción de todos.
Iban en silencio. Ni siquiera se miraban.
–Detengámonos un poco –dijo la señora.
Se detuvieron, y el artista sentóse en una silla de tijera que le presentó el criado.
Los que pasaban junto a la pareja, inmóvil y silenciosa, los miraban con simpatía, interesados por una conmovedora leyenda, según la cual se había casado el pintor con la impedida, comparecido ante su desgracia y su ternura.
No lejos de allí, dos jóvenes hablaban, sentados en un cabestante, con la mirada fija en el horizonte lejano.
–Lo que dicen del matrimonio es mentira. Conozco mucho a Juan Summer.
–¿Cómo se explica, pues, que se casara con una impedida?
–Se casó con una impedida... como se casan otros con mujeres demasiado... ágiles. Por estupidez.
–No me convences.
–No te convenzo... Deberías haberte convencido ya de que sólo por estupidez se casan los hombres. Y tampoco ignoras que los pintores tienen la especialidad, el privilegio de hacer matrimonios ridículos, casándose la mayoría con sus modelos, con sus queridas, con mujeres descalificadas en todos conceptos. ¿Por qué? No se concibe. Lo sensato fuera que tratando, como tratan, constantemente a esa caterva de bribonas que se llaman las modelos, y conociéndolas como las conocen, sintiesen repugnancia por ellas. Pero sucede lo contrario. Después de copiarlas en todas las posturas imaginables y de divertirse a su placer, se casan con ellas. Daudet nos lo dice, cruel, hermosa y sinceramente en su precioso libro Mujeres de artistas.
La pareja que tenemos delante unióse por un accidente singular y terrible. No es un caso común: la mujercita representó una comedia muy a lo vivo, jugándose de una vez el todo por el todo; un final dramático. ¿Fue sincera? ¿Estaba realmente apasionada? ¿Cómo saberlo nunca? ¿Quién podría separar lo verdadero de lo engañoso en los actos de las mujeres? Fingen con sinceridad, haciendo su papel convencidas, emocionadas. Su voluble sentimentalismo las hace de pronto ardientes, agradecidas, criminales, encantadoras o innobles. Mienten sin cesar y sin querer, sin comprenderlo y sin sospecharlo; y a pesar de sus constantes mentiras, en sus actos domina la sinceridad, que se vela en sus resoluciones inesperadas, incomprensibles, irreflexivas, inverosímiles a veces, que de pronto contradicen los razonamientos lógicos, nuestra costumbre razonadora y todos los cálculos de nuestro egoísmo. La brusquedad y la sorpresa de sus resoluciones las hacen aparecer a nuestro juicio como indescifrables enigmas. Y nos preguntamos a cada instante: ¿Son falsas o sinceras?
Amigo mío: sinceras y falsas a la vez, porque su naturaleza les exige que oscilen sin cesar entre dos opuestos caminos y no se decidan por éste ni por aquél. Son ambas cosas y ninguna.
Reflexiona los recursos que las más prudentes emplean para conseguir de nosotros lo que se proponen. Recursos tan complicados... como inocentes. Lo bastante complicados para que nunca los adivinemos, y tan inocentes, que, al sentirnos víctimas, no podemos contener nuestra sorpresa, pensando: “¿Es posible que me haya dejado engañar así?”
Consiguen todo lo que se proponen. Sobre todo, cuando se proponen casarse.
Pero limitémonos a la historia de Juan Summer.
La que hoy lleva su nombre fue una modelo, naturalmente; su modelo. Era hermosa; sobre todo, elegante, y tenía una cintura divina. Enamoróse Juan, como nos enamoramos de cualquier mujer agradable a la que vemos con frecuencia, y supuso que la quería con toda su alma. Es una singular aberración. En cuanto nos gusta una mujer y la deseamos, ya suponemos que no es imposible vivir sin ella. El más desmemoriado recuerda que le ocurrió lo mismo varias veces y que a la satisfacción de un deseo ha seguido el desencanto en todas las ocasiones; que para unir dos existencias no es bastante complacer al brutal apetito de la carne, pronto saciado, sino que precisa un acuerdo absoluto de las almas, del temperamento, del humor.
Es necesario saber distinguir si el apasionamiento que sentimos lo inspiran los atractivos corporales, un deseo voluptuoso que nos embriaga, o el encanto profundo y suave del espíritu.
Lo cierto es que Juan Summer imaginó que la quería con toda su alma, haciéndole mil juramentos de fidelidad, y vivió completamente consagrado a ella.
Era una mujer fascinadora, con el desparpajo elegante que tan fácilmente muestran las criaturas de París. Bromeaba, charlaba, canturriaba, diciendo tonterías brillantes como rasgos de ingenio por la gracia que las envuelve al ser lanzadas. Tenía siempre actitudes y gestos oportunos para seducir al artista. Levantando los brazos, inclinándose, tendiendo la mano, subiendo al coche, se movía con desenvoltura y garbo.
Durante un trimestre, Juan Summer no reparó en que su adorable modelo era... como todas las modelos.
Para veranear tomaron una casita en Andressy. Yo estaba allí cuando, cierta noche sobresaltaron el espíritu del pintor las primeras inquietudes.
Hacía un tiempo delicioso, una luna espléndida, y decidimos dar un paseo por la orilla del río. La bóveda celeste reflejaba su esplendor en el agua temblorosa, quebrando sus reflejos amarillos en los remansos quietos, en el cauce rumoroso, en toda la extensión líquida que se deslizaba lentamente.
Avanzábamos, poseídos por la vaga exaltación que nos producen esas noches fascinadoras. Hubiéramos querido realizar sobrehumanas empresas, descubrir amores de seres desconocidos y extraordinariamente poéticos. Sintiendo amargos de aspiraciones, ansias y éxtasis incomprensibles, callábamos, envueltos por la serena y penetrante frescura de la noche ideal, por la placidez luminosa de la luna, que parece atravesar el cuerpo, penetrarlo y bañar el espíritu, perfumándolo y sumergiéndolo en un goce infinito.
De pronto, Josefina (se llama Josefina) prorrumpió bulliciosamente:
–¡Ah! ¡Mira un pez que salta! ¿Lo has visto?
Juan respondió sin mirar hacia donde la mujer señalaba.
–Sí, nena mía.
Ella se disgustó, increpándole:
–No mientas; no lo has visto; mirabas a otro lado y no volviste siquiera los ojos a donde yo te indiqué.
Juan sonrió:
–Es tan delicioso este ambiente que nos rodea de una vaguedad soñadora... Ni miro nada, ni pienso nada, ni sé nada...
Josefina se contuvo; pero al poco rato, lanzada por el prurito de hablar, preguntó.
– ¿Irás a París mañana?
–No lo sé.
Josefina se puso nerviosa, exaltándose:
– ¡Qué divertido! ¡Pasear toda la noche, sin decir una palabra! ¡Como unos tontos!
Juan seguía callado, y entonces ella, con el perverso instinto de la mujer exasperada y que se ha propuesto exasperar a los otros, voceó la estúpida copla, con la cual nos había ensordecido ya durante los años, y que principio:
Mirando las musarañas...
Juan insistió:
–Te ruego que te calles.
Ella repuso, furiosa y descompuesta:
–¡Que me calle! ¿Por qué? ¿Hay algún moribundo?
Juan repuso:
–No turbes el goce que nos ofrece la quietud luminosa del paisaje.
Replicó la mujer, vomitando una sarta imbécil, odiosa, con salpicaduras de reproches inauditos, con recriminaciones intempestivas y lágrimas al final. De todo hubo.
Se retiraron. Juan la dejó desfogarse, sin contradecirla, sin atenderla, sumergido en la contemplación de la Naturaleza.
Y a los tres meses luchaba por sacudir aquellas ligaduras invencibles e invisibles. Ella le retenía, le oprimía, le martirizaba. Hubo altercados violentos, injurias recíprocas y hasta golpes brutales.
Al cabo, él se propuso terminar aquello, separarse a toda casta, romper las cadenas. Vendiendo todas las obras que pudo terminar –no era muy famoso aún– y en trampándose con los amigos, reunió veinte mil francos; los puso una mañana sobe la chimenea con una carta, despidiéndose, y se fue a refugiar en mi casa.
Por la tarde llamaron a la puerta. Yo mismo abrí. Una mujer, empujándome, arañándome, atropellándome, se precipitó en mi estudio. Era Josefina.
Juan al verla, se levantó.
Arrojando a los pies de su amante los veinte mil francos, le dijo con acento grave y en actitud gallarda:
–Toma tu dinero. No lo necesito.
La vi pálida, temblorosa, resuelta seguramente a cualquier locura. El palideció también, exasperado y colérico, decido acaso a todas las violencias, interrogándola:
–¿Qué pretendes?
Ella respondió:
–Pretendo que no me trates como a una mujerzuela. Me suplicaste. Cedí a tus promesas. Soy tuya, sólo tuya. No te he pedido nada. ¿Por qué me abandonas?
Juan dio una patada furiosa en el suelo, irguiéndose:
–Abusas de mi prudencia, y si te propones...
Le contuve, diciéndole:
–Calla, y déjame resolver la situación.
Me acerqué a Josefina lentamente, con suavidad; hice todas las reflexiones oportunas. Me oyó inmóvil, con los ojos fijos, indiferente y obstinada.
Por fin, agotando los razonamientos, apelé a un recurso de comedia:
–Te quiere, te adora como antes, ¡criatura! Pero su familia se ha empeñado en casarle... Ya comprenderás...
–¡Comprendo! –exclamó indignada; y acercándose a Juan, dijo:
–¿Vas a casarte?
–Sí –respondió él con soberbia.
Josefina se adelantó, provocadora y diciendo:
–Si te casas... ¡me mato!... ¡Ya lo sabes!
Juan encogióse de hombros, para responder:
–Puedes hacerlo cuando gustes.
Con angustia, con espanto, ella balbució:
–¿Qué dices?... ¿Qué dices? ¡Repítelo!
–Que puedes hacerlo cuando gustes.
Josefina repuso, pálida y descompuesta:
–Sí me provocas, ahora mismo, aquí, me arrojaré por la ventana.
Riendo, Juan, adelantóse, abrió la ventana, y saludó, como una persona que hace finuras para ceder el paso a otra, y diciendo:
–Adelante.
Josefina le miró un segundo con los ojos encendidos, terribles, desesperados. Luego, tomando carrera, como para saltar una valla en el campo, cruzó ante mí, junto a él, y precipitándose rápidamente sobre la balaustrada, cayó...
Nunca podré olvidar el efecto que me produjo aquella ventana cuando hubo desaparecido tras ella el cuerpo de Josefina. Me pareció verla rasgada, abrirse anchurosa como el espacio vacío. Y retrocedí, como si temiese que me tragara su boca siniestra.
Juan, horrorizado, quedóse inmóvil.
Unos hombres la subieron, con las dos piernas rotas, imposibilitada para siempre.
Su amante, acosado por el remordimiento y tal vez agradecido a la terrible prueba de amor, la hizo su esposa.
Esta es la verdad.
Caía la tarde. Sintiendo frío, ella quiso volver a casa; el criado empujó de nuevo el cochecillo y el pintor andaba junto a su mujer, sin que hubieran cruzado ni una palabra en una hora.
Published on June 30, 2015 18:08
June 29, 2015
The safety of objects – A. M. Homes
The safety of objects (La seguridad de los objetos, Penguin Books, 2013) es el primer libro de cuentos de ficción realista de Amy Michael Homes (escritora estadounidense, 1961), y fue publicado por primera vez en 1990. Reune 10 relatos e incluye las primeras 21 páginas de su novela May We Be Forgiven, con la que ganó el Women's prize for fiction en 2013 y cuya primera linea es: “Do you want my recipe for disaster?”. Por supuesto, debo conseguirla pronto.
Los 10 relatos que conforman el libro muestran a personajes de familias típicas norteamericanas enfrentados a situaciones poco usuales, pero creadas por ellos mismos, que los extraen de sus contextos habituales y que modifican su percepción de sí mismos y de los demás, llegando a extremos conmovedores y, en ocasiones, terribles.
“Lookin for Johnny” es uno de los relatos más escalofriantes, pues describe el secuestro sin violencia de un niño por parte de un joven, y a pesar de que no hay connotaciones sexuales en toda la historia, hay cierta tensión constante por saber exactamente cuál es el motivo del rapto consensuado.
En “Yours Truly”, una niña narra las razones por las que está encerrada en el armario escribiendo, donde el sentimiento de no pertenecer a su realidad y la aversión encubierta por su madre y sus amigas fluyen a través de las palabras, palabras a través de las cuales logra encontrarse a sí misma y comprenderse, aceptarse a pesar de sus singularidades y permitirse sentir un amor propio muy recóndito y persistente.
“Esther in the Night” es uno de los relatos emocionalmente más fuertes. Describe cómo una madre afronta el accidente casi mortal de uno de sus hijos, cómo las vidas de los integrantes de su familia se han transformado a partir de ese fuerte episodio adoptando actitudes de desprecio y hostilidad que esconden el dolor por no poder cambiar la situación, por ser meros espectadores de un siniestro acto en el que no se sabe si la vida es realmente algo digno.
“The I of It” es un cuento circular que describe cómo un joven llega a una situación que ya no puede controlar y que implica una vida sexual poco “tradicional”. Algunos encuentros y sus primeros pensamientos lo llevan de nuevo al presente, a un momento crucial en el que está en juego su vida, a enfrentar a la noche y el alféizar de una ventana que lo pueden decidir todo.
Hace dos años leí “A Real Doll” en español, pues forma parte de la antología Generación quemada (Siruela, 2005), que compré por recomendación. Este cuento me abrió las puertas al mundo de Homes y quedé fascinada, pues tiene una destreza increíble para describir, desde la perspectiva de un puberto, lo que puede significar el pequeño cuerpo desnudo de una mujer de plástico y sus primeras fantasías y diálogos imaginarios con el otro sexo.
En 2001 fue llevado al cine por la directora Rose Troche con el mismo título, quien escribió el guión junto con Homes, en el que incluyeron una serie de acertados vasos comunicantes que vinculan a los personajes de todas las historias de formas imprevistas.
Este libro lo pueden conseguir en El Péndulo, donde tienen otro dos libros de la autora.
Noté, durante la larga transcripción, que este libro estaba plagado de frases contundentes que han llegado en el momento preciso a mi vida, lo que volvió mucho más significativa la lectura. Parecería que “Yours Truly” y “The I of It” están transcritos por completo, pero me resultó imposible no hacerlo.
Aquí los señuelos que soltó Homes para atraer presas a The safety of objects:
Adults alone
“They want to be alone with each other, and alone with themselves.” p. 20
Looking for Johnny
“He talked like it was something he had to practice in order to get it right.” p. 25
“…sometimes you can’t tell the difference between a real crazy and a regular person.” Ibídem
“I thought about how I couldn’t to be grown up, to have my own private TV, to be alone always.” p. 30
“Don’t let him think he’s caught. If he thinks he can get away he’ll try and wait you out. But if you let him know he’s caught, he’ll fight like hell.” p. 37
Chunky in Heat
“…she has to do it again, this time more slowly, this time for an audience.” p. 50
“All she’s thinking about is people watching and she’s not fat or thin, she’s sex, pure sex, and as they’re watching her she thinks they’re probably doing it too and she likes that.” p. 50-51
Jim Train
“I made you and I can break you, anytime I want. Something to keep in mind, buddy boy” p. 58
“He walks quickly, sure that he will die before he reaches home.” p. 75
“…the boy groans in a voice that is as twisted as his body.” p. 76
The Bullet Catcher
“They were pathetic, doughy, offering themselves up for human consumption like some ritualistic sacrifice.” p. 95
“The earth and the sky were the same deep shade of blue.” p. 97
Yours Truly
“… the world, disguised as daylight…” p. 101
“She won’t know that having someone look directly at me, having someone expect me to look at her, causes a sharp pain that begins in my eyes, ricochets off my skull, and in the end makes my entire skeleton shake. She won’t know that I can’t look at anything except the towels without being overcome with emotion. She won’t know that at the sight of another person I weep, I wish to embrace and be embraced, and then to kill. She won’t get that I’m dangerous.” p. 102
“If I put a foot out there too early, everything will be lost.” Ibídem
“I’m hiding in the closet with my life suspended. I’m hiding and I’m scared to death. I want to come clean, to see myself clearly, in detail, like hallucination, a deathbed vision, a Kodacolor photograph. I need to know if I’m alive or dead.” p. 104
“I’m hiding in the linen closet and I want to introduce myself to myself. I need to like what I see. If I am really as horrible as I feel, I will spontaneously combust, leaving a small heap of ashes that can be picked up with the DustBuster. I will explode myself in a flash or fire, leaving a letter of most profuse apology.” Ibídem
“I’m writing it down because I can’t simply go out there and stand at the edge…” p. 104
“’It has nothing to do with you’, I’ll have to say. ‘It’s me, It’s me, all mine. There is no blame’.” p. 105
“I’m trying to find some piece of myself that is truly me, a part that I would be willing to wear like a jewel around my neck.” p. 106
“I’m looking at myself and slowly I’m falling in love.” p. 107
Esther in the Night
“I tell them what they already know but still want to hear.” p. 114
“She was gentle because she hated him.” p. 116
“…what you smell –a sweet, heavy odor, with lingering bitterness, a sharp cleanser-like aftertaste– is the perfume of the living dead. Breathe with mouth open.” p. 117
The I of it
"I had no desire to be beautiful or good. Somehow, I suspect because it did not come naturally, I longed to be bad. I wanted to misbehave, to prove to myself that I could stand the sudden loss of my family’s affection. I wanted to do terrible, horrible things and then be excused…” p. 142
“I had the secret desire to frighten others.” Ibídem
“As I grew older, I taught myself to enjoy what was frightening.” p. 143
“They wanted to ruin me as a kind of revenge. It was part of my image to look unavailable, but the truth was anyone could have me.” Ibídem
“To be treasured by those who weren’t related, to whom I meant nothing, was the highest form of a compliment.” Ibídem
“I am sickened by myself, and yet cannot stand the sensation of being so revolted. It is me, I tell myself. It is me, as though familiarity should be a comfort.” p. 144
“I feel like I should wear rubber gloves for fear of touching myself or someone else. I have never felt so dangerous. I am weeping and it frightens me.” Ibídem
“I can no longer love. I cannot possess myself as I did before. I can never again possess it, as it possessed me.” p. 145
“We no longer have anything in common except profound depression and disbelief.” p. 145
A Real Doll
“We sat looking at each other, looking and talking and then not talking and looking again. It was a stop-and-start thing with both of us constantly saying the wrong thing, saying anything, and then immediately regretting having said it.” p. 149
“I was falling in love in a way that had nothing to do with love.” Ibídem
“I was forever crossing a line between the haves and the have-nots, between good guys and bad, between men and animals, and there was absolutely nothing I could do to stop myself.” p. 158
Published on June 29, 2015 19:33
June 25, 2015
Mar Negro – Bernardo Esquinca
Mar negro (Almadía, 2014) de Bernardo Esquinca (escritor mexicano, 1972) es un libro que reune 10 cuentos fantásticos de lectura tan cautivadora como escalofriante.
Distrito Federal resalta como escenario de varios de los cuentos, pero también antiguas ciudades y países europeos cobran importancia en algunos relatos cuyos protagonistas se vuelven más próximos por la extrañeza que unifica a la narración.
El autor reinventa ciertos mitos y acontecimientos reales, les otorga un desenlace a historias que de otra forma no lo tendrían, y a través de datos históricos, científicos, religiosos y culturales, desarrolla tramas difíciles de tratar en la realidad. Le da un nuevo sentido a sucesos que sacuden nuestra existencia y plantea interpretaciones a modo de solución a aquello que, de otra forma, se mantiene oculto a los ojos humanos.
Una particularidad de Esquinca en este libro es la metaficción que incluye en varios de los cuentos: a través de indicaciones literarias, crea una especie de decálogo, junto con declaraciones o justificaciones sobre su propia escritura, que manifiestan una parte importante de su ser como creador.
Entre estas páginas conviven familiares lunáticos, una pareja de zombies, bellas muñecas embrujadas, vampiros melancólicos, minúsculas alimañas en una batalla eterna por reconquistar la Tierra, hermanos abandonados que nunca olvidan, pretendidos ciegos, dimensiones alternas donde la memoria y un asesinos serial se recrean y rituales ancestrales, todo lo anterior con tintes policíacos y sucediendo en nuestro mundo, rodeado de la figura del mismo ser humano eterno e impasible que parece habitarlo y destruirlo todo desde el principio de los tiempos.
Uno de los temas principales de los relatos es el terror, ese sentimiento ancestral que nunca dejará de formar parte del ser humano aunque éste logre explicar todo sobre la vida y el universo, porque siempre quedará algo ignorado que, por pequeño que sea, tendrá la fuerza para desencadenar catástrofes, y su lugar predilecto para esconderse es la mente humana, la misma que busca siempre retorcerlo todo para darle una cabida racional, pero que en su manía y frenesí olvida que el terror es una parte esencial de sí misma y que jamás podrá extirparlo o comprenderlo. Su existencia, simplemente, es así.
“Mar de la tranquilidad, Océano de las tormentas” es uno de mis relatos preferidos, y describe momentos claves de una familia particular junto con una conspiración que aparentemente nada tendría que ver con ellos, pero que encierra la clave de un hecho sin precedentes anunciado sólo a quien presta atención.
En “El ciego”, uno de los personajes principales es una figura que recuerda con nostalgia a uno de los grandes escritores argentinos que falleció hace casi tres décadas. La mención emblemática de uno de los mercados más conocidos de la ciudad y todo el misterio que circunda a los personajes vuelven a la historia un pasaje tétrico e intrincado, un enigma vital para los involucrados.
“Ven a mí” muestra lo que puede ocurrir cuando todo lo que puede salir mal durante un “amarre” o conjuro, sucede, y la imposibilidad de romper el hechizo se convierte en una maldición para quien lo propició.
La siniestra muñeca de la portada del libro alude al cuento “Sueña conmigo”, relato con una construcción original que une una clase de fichas o registros pretendidamente realistas con el relato mismo, un recurso genial que dota de mayor credibilidad a la historia fantástica que desarrolla la consumación de una venganza.
“La otra noche de Tlatelolco” describe la matanza de Tlatelolco desde una perspectiva muy creativa y pasional, pero sin dejar de lado la denuncia social y la sensibilidad, y forma parte de la reciente publicación de Raquel Castro y Rafael Villegas, la compilación de cuento Festín de muertos (Océano, 2015).
Esta es una entrevista por Librerías Gandhi al autor con motivo de Mar negro:
En este otro video, Esquinca da sus principales argumentos para atraer lectores en menos de un minuto:
También pueden leer el primer cuento del libro aquí, en el sitio digital de la editorial en Issuu.
Por último, en este enlace pueden leer una entrevista al autor realizada por Iván Farías.
El libro se puede conseguir en Gandhi y El Péndulo.
Para finalizar, transcribo algunas de las mejores frases de Mar negro:
Los padres antiguos
“…le molestaba que los humanos buscaran monstruos donde no los había.” p. 18
“En el sexo somos más animales que nunca” p. 19
“Le dije a MacCarthy que no teníamos que preocuparnos por ti. Que eras escritor y que si decías algo, nadie te creería.” p. 26
Torre latino
“Nada era una sola presencia, sino la suma de sus avatares.” p. 33
Mar de la tranquilidad, océano de las tormentas
“En mi familia siempre hubo secretos, pero la locura no puede ocultarse.” p. 37
“…contar las vidas de los otros. Desde muy joven entendí que mi destino estaba en las biografías.” p. 38
“…la fragilidad de su cordura.” p. 39
“…el astronauta más célebre de la historia estaba condenado porque sólo los lunáticos podían captar la frecuencia de sus mensajes.” p. 45
“Nosotros somos la plaga. (...) Ellos sólo quieren asegurarse de que nunca salgamos de nuestro planeta.” p. 45
“No lo pensé dos veces y me arrojé al vacío.” p. 48
“…una absoluta y asfixiante soledad.” p. 50
La otra noche de Tlatelolco
“Comprendió entonces que había algo peor: que la vida siguiera su curso normal.” p. 77
El ciego
“Escribo todo esto porque estoy rodeado de fantasmas. Pero hasta ellos han comenzado a desaparecer. Carajo, pensé. ¿Qué le puede quedar a un anciano si pierde contacto con sus fantasmas? El terror del vacío absoluto.” p. 89
“…podría tomarme por un fisgón entrometido. Y lo eres –todos los escritores debemos serlo si queremos escribir buenas historias (…)” p. 90
“…tengo un sentido trágico de las cosas.” p. 90
“Sé que mi actitud era tan egoísta como cruel, pero si los escritores no somos egoístas y crueles no llegamos a ningún lado. Al menos, a ninguno que sea interesante.” p. 91
“A veces la vida es generosa y comienza a parecerse a un cuento. Eso es, finalmente, lo que busco como escritor: que este mundo no se parezca tanto a sí mismo.” p. 93
El brazo robado
“La curiosidad no abandona, incluso a aquéllos que son indignos de ella.” p. 103
“…a los muertos se les atrae con otros muertos.” p. 109
Sueña conmigo
“Todo relato debe incomodara su audiencia, si no corre el riesgo de dejarla indiferente.” p. 137
“Cada que tenemos miedo volvemos a ser el niño que busca con desesperación el interruptor de la luz, y que no atina a hacer otra cosa que manotear en la oscuridad.” p. 141
“…el peor de los miedos anida en las preguntas sin respuesta.” p. 144
El encorvado
“…aún hay unos pocos que no quieren que olvidemos, cuya labor es preservar ese conocimiento antiguo: el miedo y su antídoto.” p. 150
“…era un recolector de supersticiones, y de las huellas que las sustentaban.” p. 151
“Si existía la saudade para los portugueses y para los melancólicos en general, entonces en Europa Oriental tenían la superchería. Por extensión, todos los supersticiosos del mundo poseían un Mar Negro; es decir, un mar interior, con sus tormentas, sus abismos… Y sus criaturas.” Ibídem
Published on June 25, 2015 19:11
June 20, 2015
Irreverencias maravillosas: La trascendencia de los símbolos
Talisman encontrado en 2011 (con una antigüedad aproximada a los 1500 años) en la antigua ciudad de Nea Paphos, con un palíndromo de 59 letras inscrito detrásEl texto de este mes para mi columna mensual, Irreverencias maravillosas, de la Revista VozEd, está dedicado a los talismanes y los amuletos, esos objetos fascinantes a los que les hemos atribuimos ciertos poderes desde hace milenios o que son en sí mismos fuentes de energía.
Pueden leer la versión completa del texto directamente de la revista, en este enlace.
La trascendencia de los símbolos
Los primeros seres humanos atribuían los fenómenos meteorológicos y climáticos a los dioses creados a su semejanza, y también eran conscientes de la necesidad de idear una serie de objetos para protegerse del mal y las fuerzas negativas a las que eran vulnerables por completo. La espiritualidad generalmente va unida a la superstición e, incluso, podría afirmarse que los símbolos de cualquier religión funcionan como amuletos. Sí la ansiada protección llegó en forma de talismanes y amuletos, ambos son representaciones ideológicas y de protección pero con sutiles diferencias.
La palabra «talismán» proviene del persa telesmaty éste a su vez del griego telesma, y representa a un objeto activo al que se le atribuyen cualidades sobrenaturales positivas. A través de un ritual con una finalidad definida y, a veces, mediante una inscripción, se le confiere al objeto en cuestión el poder necesario para resguardar a su creador o propietario u otorgarle algún privilegio.
El término «amuleto» tiene su origen en el latín amuletum, es un elemento simbólico que se lleva puesto y al que se le otorga la capacidad de atraer beneficios o de repeler la maldad, y su energía es inmanente. Son objetos denominados pasivos, sencillos y que se pueden encontrar directamente en la naturaleza, como piedras preciosas, gemas o metales, o ser de origen vegetal o animal, y se portan en anillos, dijes o monedas; o son por completo fugaces e inmateriales, como las plegarias.
Amuletos austriacos de Siglo XIXUna de las principales culturas en hacer uso de los amuletos fue la del Antiguo Egipto: están presentes en todas las excavaciones de tumbas y descubrimientos arqueológicos que se han realizado hasta ahora. Hechos de piedra o metal (generalmente lapislázuli, turquesa, oro o hierro) y portados por las momias; o representados en inscripciones lapidarias, el Udyat u Ojo de Horus (protección), el Ankh o la crux ansata (vida eterna) y el Escarabeo (resurrección) eran sus amuletos principales. El Libro Egipcio de los muertos contiene información sobre los nombres y cualidades de la mayoría de ellos, pues algunos eran usados específicamente para la protección del difunto. En ocasiones, también era necesario que transcribieran sortilegios para depositados en las tumbas.
Uno de los amuletos más conocidos es la Mano de Fátima o Jamsa, que es la representación simétrica de una mano con la palma abierta. Sus primeras apariciones datan del siglo III, en Siria, y posteriormente en Israel. Representa fuerza y protección (principalmente contra el «mal de ojo»).
Entre los talismanes más populares se encuentra el pentáculo o pentagrama, una estrella de cinco picos y ángulos agudos que representa un elemento de la tierra (una figura humana), omnipotencia y protección. También la esvástica, suástica o cruz gamada –que tiene los extremos doblados en ángulos rectos–, que a pesar de estar asociada negativamente con el régimen fascista de Hitler en el siglo XX, ha sido utilizada por el hinduismo, el budismo e incluso por el cristianismo y las culturas paganas. Debido a que es uno de los monogramas más antiguos, ha representado diversos conceptos, pero los principales son la reencarnación, la divinidad absoluta y la fortuna.
Moneda de la Grecia AntiguaUn conocido talismán de la literatura fantástica es el Anillo Único, con una poderosa inscripción en lengua negra, que aparece en varias obras de J. R. R. Tolkien.
Lo cierto es que la necesidad humana de crear vínculos y atribuir poderes a ciertos objetos significativos y con un valor sentimental los hace cobrar un carácter único. Indistintamente de la posición que se tenga al respecto, existen una realidad inalienable: el poder de lo místico, de lo esotérico y de cualquier tipo de magia, reside siempre en la convicción y credulidad que tengan los involucrados. Esta necesidad se puede explicar con la Regla F o fictivización del filósofo Siegfried J. Schmidt que, resumiendo, explica la existencia implícita de un pacto donde los participantes aceptarán como «real» o «verdadero» todo lo creado por el autor, haciendo un acuerdo para no juzgar una obra, que en este caso se extrapolaría a cualquier tipo de talismán o amuleto, como algo verdadero o falso, pues los criterios de veracidad quedan suspendidos. Un amuleto o talismán es un pacto aceptado tácitamente y se da según el contexto o la diferente realidad interpretativa mediante la cual sea percibido.
Published on June 20, 2015 13:42
May 31, 2015
Una segunda oportunidad - Etgar Keret (cuento)
Fotografía de Getty ImagesEl cuento de este mes es "Una segunda oportunidad", de Etgar Keret (escritor israelí, 1967), que forma parte de su antología de relatos titulada Un hombre sin cabeza (Sexto Piso, 2010).
Keret es uno de los pocos escritores israelíes con publicaciones después de 2000 y es muy afamado en su país, siendo sus principales lectores los adolescentes, pues utiliza un lenguaje simple, describe diversas escenas y situaciones de su cultura desde una perspectiva en veces irónica y con cierta ingenuidad, dando cabida también a lo absurdo y singular.
Sobre este relato comenta en una entrevista: "Soy como el protagonista del cuento, no quiero una segunda oportunidad. El hombre es la secuencia de las decisiones que toma, no quiero vivir con trucos".
"Una segunda oportunidad" describe un novedoso avance tecnológico capaz de permitirte vivir las vidas que hubieras tenido al tomar decisiones por completo diferentes a las escogidas. Es precisamente un relato utópico y fascinante por lo imposible, pero una fantasía de la que nadie escapa un sólo día. Las suposiciones siempre existirán mientras más de una opción se presente en nuestras vidas, y jamás hay forma de saber (al menos no en ese instante) si tomamos la mejor.
Una segunda oportunidad
Por su aspecto exterior se trataba de un servicio más: novedoso, revolucionario, monstruoso, llámeselo como se quiera. Pero en la práctica, Segunda Oportunidad fue el éxito económico más grande del siglo XXI. A diferencia de la mayoría de las grandes ideas, que casi siempre son simples, la idea que había detrás de Segunda Oportunidad era un poco más compleja: Segunda Oportunidad brindaba la posibilidad, a todo aquel que la adquiría, de llegar auna encrucijada en su vida, yen vez de tener que optar por uno de los caminos... seguir con los dos. ¿No sabes si abortar ydejar atu novio o casarte con él y formar una familia? ¿N o estás seguro de si irte a vivir al exterior oseguir aquí en el negocio de tu padre? Ahora ya puedes hacer las dos cosas. ¿Cómo funciona? Del siguiente modo: ¿llegas auna importante encrucijada en tu vida y no puedes decidir? Ingresas en la sucursal Segunda Oportunidad más cercana atu domicilio ydas a nuestros empleados toda la información sobre el dilema. Después, eliges una de las posibilidades, según tu criterio, ysigues viviendo tu vida. No te preocupes, la segunda posibilidad, la que no escogiste, no desaparece. Ingresa en una de las computadoras "Si sólo hubiese" (marca registrada), tras una evaluación exacta de todos los datos. Después que terminas de vivir toda tu vida, tu cadáver es trasladado a uno de los salones "El camino que no fue elegido" (también marca registrada), yallí toda la información es transmitida en tiempo real dentro de tu cerebro, al que mantienen vivo con ayuda de un proceso bioelectrónico exclusivo, desarrollado especialmente para dicho fin. Así, através de tu cerebro, podrás vivir realmente, una a una, las otras vidas que habrías podido vivir.
¿MIRI O SHIRI? ¿HIRI O BIRI?
¿UNA BUEN A VEJEZ O QUIZ ÁS EL H AR AKIRI?
¿UN HIJO O UN PERRO? ¿ADOPCIÓN O FERT ILIZACIÓN?
¿EMIGRAR A MIAMI O IN VERT IR EN REMODELAR LA C ASA?
¿LA ESCUEL A DE L A VID A O EST UDIOS DE PERFECCIONAMIENTO?
CON NOSOTROS EN SEGUNDA OPORT UNIDAD T E COMER ÁS EL PAN Y T AMBIÉN L A T ORT A.
Maravilloso. Algo realmente maravilloso, sin una pizca de cinismo. Hay muy pocos inventos que logran realmente satisfacer una necesidad humana. El noventa ynueve por ciento de ellos son sólo una espantosa combinación de venta agresiva y clientes débiles de carácter. Y Segunda Oportunidad se encuentra, sin duda alguna, en el porcentaje restante, el significativo, el provechoso, pero, ¿qué relación tiene todo esto con Oran?
Nuestro Oran vivía una vida recta como una regla, rápida como un proyectil, sin desviaciones ni sobresal- tos, por lo menos hasta ahora. El padre de Oran... eso ya es totalmente otra historia. El padre de Oran no sólo había contratado Segunda Oportunidad sino que no dejaba de mencionarla ni un instante:
—Si no fuera por esa maldita Segunda Oportunidad, jamás, pero jamás, me habría casado con la asquerosa de tu madre —solía decirle aOran al menos una vez por día—. Te juro, a veces me dan ganas de pegarme un tiro en la cabeza, sólo para llegar ya a "El camino que no fue elegido".
(Un tiro en la cabeza, a propósito, no es precisamente una muy buena elección. Segunda Oportunidad no se hace responsable por la calidad del servicio en caso de daño significativo del tejido cerebral.) Oran sabía que su padre en realidad no tenía intenciones de hacerlo y esperaba que su madre también lo entendiera, pero aunque lo entendiese, no por eso su comportamiento le resultaba menos hiriente.
—Si papá hubiese contratado Segunda Oportunidad cuando quedaste embarazada de mí —intentaba consolarla Oran.
—Machacaría sobre eso de la misma manera: "Me pegaría un tiro en la cabeza sólo para volver a vivir mi vida otra vez sin este hijo egoísta. Si me muriese mañana ni se molestaría siquiera en decir un kadish por mí". Sabes como es papá, no tiene nada que ver contigo.La verdad es que su madre había sacado Segunda Oportunidad cuando quedó embarazada de él, pero había sido lo suficientemente discreta como para no revelárselo nunca. En su caso "El camino que no fue elegido" la llevaba al mismo divorcio veloz, iniciativas exitosas en los negocios ya un segundo matrimonio feliz. Nada terrible, también lograría vivir esa vida.
A Oran siempre le gustaron las mujeres rellenas, morenas, con senos grandes ylabios gruesos, yMika, que a propósito era muy, pero muy hermosa, tenía un aspecto totalmente opuesto. Flaca, chata como una tabla y unos labios del grosor de una tarjeta de crédito. Pero el amor, como suele decirse, es ciego, y Oran se enamoró. Antes del casamiento, no sacaron Segunda Oportunidad, y tampoco antes de los mellizos. Oran se opuso radicalmente. Decía que el ser humano debía responsabilizarse de sus propias decisiones. Y Mika ya hacía tiempo que había derrochado la suya en un novio anterior, cuya propuesta de matrimonio, para una vida normal, había rechazado. Y laidea de que después de su muerte ella se casara con otro, frustraba bastante a Oran, pero también lo inició en las ambiciones. El deseo de sentir que él era la elección correcta lo impulsó, muchas veces, a mejorar como marido.
Años más tarde, en un Pesaj, seis meses después que Mika completara su primera oportunidad y dejara solo a Oran, sus nietos le preguntaron cuál había sido su Segunda Oportunidad y él les dijo que no existía tal cosa. Ellos no le creyeron.
—Abuelo mentiroso — gritaron—. El abuelo tiene vergüenza.
Después robaron el Afíkoman y él hizo como que no lo encontraba yle abrieron la puerta a Elías, que se negaba avenir. En esos años la gente ya casi había dejado de usar los servicios de la Segunda Oportunidad y habían pasado a la "La tercera es la Vencida" (marca registrada), que te brindaba un tercer camino interesante de recorrer, sin ningún gasto extra.
PORQUE MÁS VALE TRES PÁJAROS EN MANO QUE DOS VOLANDO.
VENGA HO Y MISMO AL "D E TRES SALE UNO". VENGA QUE EL MUNDO ESTÁ POR EST ALLAR .
Published on May 31, 2015 20:17
May 29, 2015
Tempus edax rerum - Exposición de Luis Sánchez
Tengo el gran placer de participar en la primer exposición individual del artista Luis Sánchez, del 5 al 27 de junio en Querétaro, en Da Substanz, con un texto inédito que acompañará a una de sus obras. La exposición estará integrada por 11 texto inéditos más unidos a otras magníficas obras, todos creados por escritores queretanos.
Tras la inauguración, la obra de Luis y mi texto acompañándola aparecerán en esta entrada.
Luis Alberto Arellano escribió el texto de sala para la comunidad Queretrash, mismo que transcribo a continuación y que da increíbles atisbos a las genialidades e insanias que podrán ser observadas y leídas por los asistentes a esta exposición.
Los relojes blandos se han roto por dentro
¿Qué contendría un libro de imágenes, un moderno bestiario, que buscara mostrar la complejidad del mundo por medio del terror y de la fantasía? Hoy tendría que ser una galería de pesadillas sexuales, de drogas duras u homicidas y, sobre todo, poblada con un desopilante humor. Porque nada dice Te odio demonio, mundo y carne, como una buena carcajada. Queretrash es una compilación de retorcidas y, por eso mismo, gozosas imágenes que buscan dejarle una huella al lector. Corrijo, una cicatriz no es lo mismo que una huella. O no son equivalentes. Y eso está ahí: en el hotdog goteando líquido preeyaculatorio; en la mujer árbol creciendo alrededor de un tronco; en el recién nacido punk y dictatorial. Galería de recuerdos no personales pero que todos cargamos por dentro. Una de las funciones del horror es recordarnos que somos mortales. El gore como un prolongado y sinuoso memento mori. El más demoniaco trash metal como una purísima naturaleza muerta. Pues sí, es así como Oliver Herring y Luis Sánchez escogieron las partículas más decadentes de esta marea de individualidades en que se ha convertido la plástica local, para poblar nuestras más escondidas fantasías, No hay nada que ver aquí, mirones de palo. Hay mucho por resolver a la manera de un rompecabezas que nos devuelve una mancha de sangre en el espejo.
Published on May 29, 2015 19:52
May 27, 2015
VIII Carruaje de pájaros
En días pasados (14, 15 y 16 de mayo) tuve el placer y honor de formar parte, como narradora, del VIII Encuentro Nacional de Poetas y Primero de Narradores Carruaje de Pájaros, en homenaje a los maestros Óscar Oliva y Juan Bañuelos, llevado a cabo en un sitio diferente de Chiapas cada día, iniciando en Tuxtla Gutiérrez, siguiendo en Comitán de Dominguez y finalizando en San Cristóbal de las Casas.
Este encuentro nacional y anual reúne a poetas y por primera vez también a narradores, así como a editores y editoriales independientes, realizado por el poeta Fernando Trejo y con el escritor Joel Flores como coordinador de narrativa.
Entre mesas de diálogo, lecturas de obras y presentaciones de libros en lugares asombrosos y con personas magníficas, transcurrieron tres días formidables y de intercambio entre participantes y asistentes.
Al finalizar el primer día de actividadesRegresé de conversaciones geniales, con nuevas amistades literarias, diversos libros de poesía y narrativa y los obsequios del carruaje: la obra completa de Rosario Castellanos publicada por el FCE, una bella antología que reúne textos y semblanzas de todos los participantes, una interesante gaceta con fragmentos de nuestros textos, fotografías y parte de nuestras biografías y una linda pulsera tradicional con cuentas de ámbar. Conocí el nucú, una ciudad hermosa y gente amable y sonriente, los alimentos típicos y excéntricos, la gran empatía e interés tanto de los organizadores como de sus familias y amigos por mostrarnos la belleza de su tierra y hacernos sentir como en casa. Las experiencias, el cariño y sus palabras se quedan en el corazón.
Como comentó Joel en una de las primeras mesas del carruaje: lo más importante de un encuentro es la convivencia, las relaciones que se crean a partir de las noches y días compartidos fuera de los espacios culturales. Regreso feliz y muy agradecida por esta oportunidad y por crear nuevos lazos en el ámbito literario.
La literatura y sus autores, las letras y sus creadores, poetas y narradores. Entre ellos Balam Rodrigo, Mariana Rergis, José Manuel Cuellar, Aniela Rodríguez, Will Rodríguez, Luis Armenta Malpica, Luis Téllez-Tejeda, Sandra Becerril, Ronnie Medellín, Carlos Martín Briceño, Hanna Figueroa, Armando Salgado y, por supuesto, Fernando Trejo y Joel Flores.
Los libros, en un encuentro, se multiplican, dividen, intercambian y pasan de mano en mano todo el tiempo. Regresé feliz y con múltiples lecturas para los siguientes meses, que aparecerán reseñadas conforme las realice.
Para finalizar, transcribo el hermoso texto de Luis Armenta Malpica sobre este Carruaje de pájaros 2015, que expresa a la perfección el sentimiento de ser parte de una reunión tan entrañable y que ya es parte de muy gratos recuerdos.
Carruaje de pájaros 2015
Son extraños los caminos de las aves. Dependen más del aire que de sus propias alas. Y esto, que pareciera atentar contra el destino, no consigue sino facilitar su travesía. Así conocen, por ejemplo, Tuxtla Gutiérrez, Comitán de Domínguez y San Cristóbal de Las Casas. Escuchan, además de sus trinos, los poemas y cuentos de quienes han volado enotro cielo: azules, grises, amarillos, nubosos y hasta en crisis según Óscar Oliva. Siento no estar de acuerdo con el homenajeado; me parece que hay búsquedas diversas, riesgos y tradición, antípodas y líneas convergentes. Son usos y costumbres en algunos, y los cambiantes husos en la hora más actual por otro lado. Vuelos que están a tiempo o retrasados, como a veces sucede.
Siempre será mayor el asombro que el tedio en estos viajes. Yo regreso cansado, contento y muy agradecido con los organizadores: Fernando Trejo, Joel Flores y un equipo entusiasta y generoso. Aterricé con algo de nostalgia y todavía me cuesta comprender que se acabaron los mezcales, la charla, los libros que van de mano en mano, ligeros en su pluma y vastos en alcance. Tampoco en mi ventana aparecen los colores vistosos que me sitúan en Chiapas. En mi mesa no están los tamales de coco y de mumú, ni el chocolate o el agua de pepino. Lejos está la gente que queremos o la que conocimos. Sin embargo, tan cerca (es un milagro laico), porque la respiramos. Y lo que está en el aire es todo nuestro. Es un camino sin obstrucción ni fechas. Levantamos la vista y es tan cielo esa nube que parece un carruaje. Y sé que estoy allí, con otros pájaros, más allá del cartel o los recuerdos. Detenido en el tiempo, no en la vista ni en las ganas de estar por siempre juntos.
Ya no somos extraños o es un ave el camino. Es un encuentro nuevo el que empieza a formarse luego de la clausura del encuentro anterior. Si en algo se parecen estas aves a los seres humanos es, no me cuesta decirlo, que creen en el amor. Y hubo literatura en Chiapas, ni dudarlo. Pero hubo más amor y mucho mayor cielo, de ese aire que permite las mayores alturas en el hombre. Por eso digo gracias en una bocanada. Y esa nube se multiplica y viaja, junto a mi corazón, también en un carruaje, silencioso, como lo planetario.
Guadalajara, Jalisco.
19 de mayo de 2015
VIII Encuentro Nacional de Poetas y Primero
de Narradores Carruaje de pájaros.
Published on May 27, 2015 20:24
May 24, 2015
Irreverencias maravillosas: Más allá del placer y la culpa
El texto de este mes para mi columna mensual, Irreverencias maravillosas, de la Revista VozEd, está dedicado, en parte, a la historia de la sexualidad del ser humano, algunos comportamientos asociados considerados "anormales" y su reivindicación.
Pueden leer otra versión del texto (acompañado de diferentes fotografías), directamente de la revista, en este enlace.
Al respecto, en el ámbito de la ficción, pueden leer también mi cuento "Cosmogonía de las parafilias", publicado en mi libro de cuento fantástico Tusitala de óbitos (Pictographia, 2013).
Más allá del placer y la culpa
Estamos sin duda en una clase común con las bestias; cada acción de la fauna se preocupa por la búsqueda de placer corporal y por evitar el dolor.San Agustín de Hipona
Si las acciones humanas pueden ser nobles, vergonzosas o indiferentes,lo mismo ocurre con los placeres correspondientes. Hay placeres que derivan de actividades nobles, y otros de vergonzoso origen.Aristóteles
Una filia (del griego philos “amor”, y el sufijo –ia “cualidad”), según la psicología, es una inclinación por un suceso o momento específico y determinado, generalmente con connotaciones sexuales. Debido al origen de la palabra, alude a los actos donde destaca la emotividad, y existe una gran variedad de filias que, según los juicios de valor, pueden ser socialmente aceptadas o no, dando paso a las desviaciones sexuales o parafilias.
Se clasifica como desviación sexual o parafilia a todo comportamiento sexual caracterizado por la excitación ante situaciones y objetos fuera del acto sexual tradicional y que interfiere con la reproducción, caracterizados por fantasías sexuales específicas, intensas y repetitivas que se logran experimentar. Lo considerado “normal” dentro de estas desviaciones es cuando se presentan de forma asilada y no representa daño para la persona en cuestión o para terceros.
Los primeros especialistas que indagaron al respecto, definieron los supuestos comportamientos anormales como patológicos, pero descubrimientos e investigaciones históricas han demostrado lo contrario: ciertas conductas han formado parte de la vida sexual del ser humano desde sus inicios, pero sí existe una gama que puede considerarse ilícita o indebida por el riesgo o daño que conlleva para una de las dos partes o para ambas, y también por diversos criterios sociales, de salud o legales.
De hecho, el término “desviación” es erróneo, pues el comportamiento humano ha sido restringido a ciertas normas y convenciones sociales y, sobre todo, religiosas, originadas en las tres grandes religiones monoteístas y sus derivadas, que se reducen a lo siguiente: existe una divinidad que centra su atención en el comportamiento sexual de sus fieles, y cualquier transgresión o rebeldía conlleva al desprecio social y a una represalia ejemplar.
La sexualidad, en manos de cualquier tipo de poder, es un mecanismos de control de los mont convierte entontceses en un vconexientonces ualquier tra su atencial, pues de esa forma imitaban ás fuertes para dominar al ser humano, y por lo mismo, ayuda al sometimiento tanto físico como mental: el sexo se convierte entonces en un acto estigmatizado, en una acción divina a la que sólo se puede acceder con el debido permiso y bajo ciertas reglas estrictas que ha desvirtuado del todo un acto por completo humano y natural.
Habría que desmitificar lo anterior, y para ello nada mejor que ejemplos reales de comportamientos sexuales censurables dentro de la misma religión (que expresan una clara doble moral) y prácticas inusuales alrededor del planeta: la pedofilia encubierta en el catolicismo, los talibanes y sus matrimonios forzados entre hombres mayores y niñas, los médicos que masturbaban a las mujeres para curarlas de la histeria hace más de 200 años, o el caso de la isla Guam, en Oceanía, donde está prohibido que una virgen se case, por lo que tienen destinados a ciertos hombres que se dedican a desvirgar jóvenes para que puedan contraer matrimonio.
El BDSM (también conocido como “sadomasoquismo”) son las siglas de bondage, dominación y sado-masoquismo y engloba ciertas fantasías, juegos eróticos y prácticas sexuales basadas en el acuerdo de los implicados. Estos términos psiquiátricos están, en parte, fuera de lugar, pues se refieren a enfermedades mentales o ciertos actos sexuales definidos como desviaciones, cuando lo cierto es que son prácticas y muestras diversas de la necesidad y el deseo sexual humano.
La poligamia o poliandria, legales en varios países; la homosexualidad abiertamente aceptada en la antigüedad, en Grecia y Roma, específicamente entre jóvenes y adultos, así como el derramamiento de semen tras la masturbación de los faraones en el Nilo, para garantizar su abastecimiento; o la masturbación en público de los hombres durante las fiestas del dios Min, sin olvidar que hay una infinidad de ritos sangrientos y dolorosos de maduración sexual para ambos sexos en diversas tribus que también anteceden al erotismo, cuando a éste se le acepta.
Representación del dios Min El erotismo ha formado parte del hombre desde los primeros Homo sapiens, que llegaron hace más de 40,000 años a Europa y dejaron vestigios de su particular comportamiento sexual a través de pinturas rupestres y grabados. El consolador u objeto fde forma muy elemental, mundo, que fue creado con una cañabaza hueca y abejas en su interior.álico más remoto de la historia tiene más de 30,000 años, una roca sedimentaria de 20 cm encontrado en una cueva en Alemania, un claro símbolo de la búsqueda íntima del placer a través de la práctica sexual individual. Los romanos y griegos fueron los pioneros en cubrir con cuero sus artilugios destinados al placer sexual, pues de esa forma imitaban la textura real de un pene. Incluso en Lisístrata, una obra de teatro de Aristófanes, se hace mención a una huelga de sexo por parte de una mujer para forzar a los hombres a finalizar la Guerra del Peloponeso, pues con tal enfrentamiento social, resultaba imposible comerciar buenos consoladores. Incluso algunos historiadores afirman que Cleopatra pidió que le diseñaran el primer vibrador en el mundo, que fue creado de forma muy elemental, con una calabaza hueca y abejas en su interior.
Algunas filias de las más singulares son la podofilia, que es la atracción sexual a las plantas, los vellos o los dedos del pie, la rabdofilia es la atracción por ser flagelado, el axilismo es la fijación con axilas, la basoexia es la exitación sexual producida por besos, la anisonogamia es la preferencia sexual por una persona mucho más vieja o mucho más joven, y que en sus extremos se convierte en la pedofilia (niños) o la gerontofilia (ancianos), y la erotolalia es la estimulación sexual al tener conversaciones eróticas.
La zoofilia es una parafilia donde los animales se vuelven objeto de deseo sexual, y suele llamarse bestialismo cuando se realiza el acto. Es ilegal en países como Turquía, pero no está penado por la ley en Hungría, Suecia o México. Incluso existen muestras en pinturas que datan de hace 10,000 años que muestran a seres humanos teniendo relaciones sexuales con animales. Incluso una pintura de Miguel Ángel, desaparecida en 1530, así como una pintura iraní que data de una fecha aproximada, muestran a mujeres desnudas con animales mitológicos en representaciones eróticas.
Vaso Warren, Roma
Europa y Júpiter transformado en toro Hay una infinidad de filias tal, que incluso existen obras que las catalogan ortográficamente y las describen con detalle. Que una filia sea peligrosa o no, sólo depende de los riesgos reales que suponga o de la violación de los derechos ajenos.
Existe un basto mundo dedicado a experimentar e indagar el placer sexual, y sería una pena no disfrutar las diferentes opciones para satisfacer una necesidad básica por cuestiones ideológicas retrógradas o conservadoras. De hecho, la mejor alternativa para practicarlas son las fantasías eróticas, aquel espacio mental en el que absolutamente todo es permitido.
Recordar que “El mejor placer en la vida es hacer lo que la gente te dice que no puedes hacer”, una cita de Walter Bagehot, es quizá uno de los mejores estimulantes que pueda existir.
Published on May 24, 2015 12:18
April 30, 2015
Un día perfecto para el pez banana - J. D. Salinger (cuento)
El autor en 1952, fotografía por Anthony Di GesuSan Diego Historical Society/Hulton Archive Collection/Getty Images. El cuento del mes es "Un día perfecto para el pez banana", de J. D. Salinger (escritor estadounidense, 1919-2010), autor de un clásico de la literatura moderna norteamericana, El guardián entre el centeno.
Este relato, uno de los más conocidos del autor, forma parte de Nueve cuentos, una antología del autor publicada en 1953, y su protagonista es el primogénito de la ficticia familia Glass, cuyos miembros aparecen en diversas obras del autor. Narrado en tercera persona, en tiempo pasado y dividido en dos partes, Salinger nos da a conocer al protagonista a través de una conversación de los personajes secundarios en las primera de ellas, en la que comentan los problemas psicológicos de Seymour, quien participó en la Segunda Guerra Mundial y había vuelto a casa, intacto físicamente pero con serias secuelas psicológicas.
El contexto social real es el mismo que el del relato, pues únicamente habían pasado 3 años desde que finalizó la guerra (el cuento fue publicado por primera vez en la revista The New Yorker en 1948). En cuanto al espacio, el cuento es circular: inicia y termina en la misma habitación de hotel, con la diferencia de una acción abrupta que, si bien fue augurada, no deja de ser sorprendente.
Un día perfecto para el pez banana
En el hotel había noventa y siete agentes de publicidad neoyorquinos. Como monopolizaban las líneas telefónicas de larga distancia, la chica del 507 tuvo que esperar su llamada desde el mediodía hasta las dos y media de la tarde. Pero no perdió el tiempo. En una revista femenina leyó un artículo titulado «El sexo es divertido o infernal». Lavó su peine y su cepillo. Quitó una mancha de la falda de su traje beige. Corrió un poco el botón de la blusa de Saks. Se arrancó los dos pelos que acababan de salirle en el lunar. Cuando, por fin, la operadora la llamó, estaba sentada en el alféizar de la ventana y casi había terminado de pintarse las uñas de la mano izquierda.
No era una chica a la que una llamada telefónica le produjera gran efecto. Se comportaba como si el teléfono hubiera estado sonando constantemente desde que alcanzó la pubertad.
Mientras sonaba el teléfono, con el pincelito del esmalte se repasó una uña del dedo meñique, acentuando el borde de la lúnula. Tapó el frasco y, poniéndose de pie, abanicó en el aire su mano pintada, la izquierda. Con la mano seca, tomó del alféizar un cenicero repleto y lo llevó hasta la mesita de noche, donde estaba el teléfono. Se sentó en una de las dos camas gemelas ya hecha y —ya era la cuarta o quinta llamada— levantó el auricular del teléfono.
—Diga—dijo, manteniendo extendidos los dedos de la mano izquierda lejos de la bata de seda blanca, que era lo único que llevaba puesto, junto con las chinelas: los anillos estaban en el cuarto de baño.
—Su llamada a Nueva York, señora Glass —dijo la operadora.
—Gracias—contestó la chica, e hizo sitio en la mesita de noche para el cenicero.
A través del auricular llegó una voz de mujer:
—¿Muriel? ¿Eres tú?
La chica alejó un poco el auricular del oído.
—Sí, mamá. ¿Cómo estás? —dijo.
—He estado preocupadísima por ti. ¿Por qué no has llamado? ¿Estás bien?
—Traté de telefonear anoche y anteanoche. Los teléfonos aquí han... —¿Estás bien, Muriel?
La chica separó un poco más el auricular de su oreja.
—Estoy perfectamente. Hace mucho calor. Este es el día más caluroso que ha habido en Florida desde...
—¿Por qué no has llamado antes? He estado tan preocupada...
—Mamá, querida, no me grites. Te oigo perfectamente —dijo la chica—. Anoche te llamé dos veces. Una vez justo después...
—Le dije a tu padre que seguramente llamarías anoche. Pero no, él tenía que... ¿estás bien, Muriel? Dime la verdad.
—Estoy perfectamente. Por favor, no me preguntes siempre lo mismo.
—¿Cuándo llegasteis?
—No sé... el miércoles, de madrugada.
—¿Quién condujo?
—Él —dijo la chica—. Y no te asustes. Condujo bien. Yo misma estaba asombrada.
—¿Condujo él? Muriel, me diste tu palabra de que...
—Mamá —interrumpió la chica—, acabo de decírtelo. Condujo perfectamente. No pasamos de ochenta en todo el trayecto, ésa es la verdad.
—¿No trató de hacer el tonto otra vez con los árboles?
—Vuelvo a repetirte que condujo muy bien, mamá. Vamos, por favor. Le pedí que se mantuviera cerca de la línea blanca del centro, y todo lo demás, y entendió perfectamente, y lo hizo. Hasta se esforzaba por no mirar los árboles... se notaba. Por cierto, ¿papá ha hecho arreglar el coche?
—Todavía no. Es que piden cuatrocientos dólares, sólo para...
—Mamá, Seymour le dijo a papá que pagaría él. Así que no hay motivo para...
—Bueno, ya veremos. ¿Cómo se portó? Digo, en el coche y demás...
—Muy bien —dijo la chica.
—¿Sigue llamándote con ese horroroso...?
—No. Ahora tiene uno nuevo
—¿Cuál?
—Mamá... ¿qué importancia tiene?
—Muriel, insisto en saberlo. Tu padre...
—Está bien, está bien. Me llama Miss Buscona Espiritual 1948 —dijo la chica, con una risita.
—No tiene nada de gracioso, Muriel. Nada de gracioso. Es horrible. Realmente, es triste. Cuando pienso cómo...
—Mamá —interrumpió la chica—, escúchame. ¿Te acuerdas de aquel libro que me mandó de Alemania? Unos poemas en alemán. ¿Qué hice con él? Me he estado rompiendo la cabeza...
—Lo tienes tú.
—¿Estás segura? —dijo la chica.
—Por supuesto. Es decir, lo tengo yo. Está en el cuarto de Freddy. Lo dejaste aquí y no había sitio en la... ¿Por qué? ¿Te lo ha pedido él?
—No. Simplemente me preguntó por él, cuando veníamos en el coche. Me preguntó si lo había leído.
—¡Pero está en alemán!
—Sí, mamita. Ese detalle no tiene importancia —dijo la chica, cruzando las piernas—. Dijo que casualmente los poemas habían sido escritos por el único gran poeta de este siglo. Me dijo que debería haber comprado una traducción o algo así. O aprendido el idioma... nada menos...
—Espantoso. Espantoso. Es realmente triste... Ya decía tu padre anoche...
—Un segundo, mamá —dijo la chica. Se acercó hasta el alféizar en busca de cigarrillos, encendió uno y volvió a sentarse en la cama—. ¿Mamá? —dijo, echando una bocanada de humo.
—Muriel, mira, escúchame.
—Te estoy escuchando.
—Tu padre habló con el doctor Sivetski.
—¿Sí?—dijo la chica.
—Le contó todo. Por lo menos, eso me dijo, ya sabes cómo es tu padre. Los árboles. Ese asunto de la ventana. Las cosas horribles que le dijo a la abuela acerca de sus proyectos sobre la muerte. Lo que hizo con esas fotos tan bonitas de las Bermudas... ¡Todo!
—¿Y...?—dijo la chica.
—En primer lugar, dijo que era un verdadero crimen que el ejército lo hubiera dado de alta del hospital. Palabra. En definitiva, dijo a tu padre que hay una posibilidad, una posibilidad muy grande, dijo, de que Seymour pierda por completo la razón. Te lo juro.
—Aquí, en el hotel, hay un psiquiatra —dijo la chica.
—¿Quién? ¿Cómo se llama?
—No sé. Rieser o algo así. Dicen que es un psiquiatra muy bueno.
—Nunca lo he oído nombrar.
—De todos modos, dicen que es muy bueno.
—Muriel, por favor, no seas inconsciente. Estamos muy preocupados por ti. Lo cierto es que... anoche tu padre estuvo a punto de enviarte un telegrama para que volvieras inmediatamente a casa...
—Por ahora no pienso volver, mamá. Así que tómalo con calma.
—Muriel, te doy mi palabra. El doctor Sivetski ha dicho que Seymour podía perder por completo la...
—Mamá, acabo de llegar. Hace años que no me tomo vacaciones, y no pienso meter todo en la maleta y volver a casa porque sí —dijo la chica—. Por otra parte, ahora no podría viajar. Estoy tan quemada por el sol que ni me puedo mover.
—¿Te has quemado mucho? ¿No has usado ese bronceador que te puse en la maleta? Está...
—Lo usé. Pero me quemé lo mismo.
—¡Qué horror! ¿Dónde te has quemado?
—Me he quemado toda, mamá, toda.
—¡Qué horror!
—No me voy a morir.
—Dime, ¿has hablado con ese psiquiatra?
—Bueno... sí... más o menos... —dijo la chica.
—¿Qué dijo? ¿Dónde estaba Seymour cuando le hablaste?
—En la Sala Océano, tocando el piano. Ha tocado el piano las dos noches que hemos pasado aquí.
—Bueno, ¿qué dijo?
—¡Oh, no mucho! ¡Él fue el primero en hablar. Yo estaba sentada anoche a su lado, jugando albingo, y me preguntó si el que tocaba el piano en la otra sala era mi marido. Le dije que sí, y me preguntó si Seymour había estado enfermo o algo por el estilo. Entonces yo le dije...
—¿Por que te hizo esa pregunta?
—No sé, mamá. Tal vez porque lo vio tan pálido, y yo qué sé —dijo la chica—. La cuestión es que, después de jugar al bingo, él y su mujer me invitaron a tomar una copa. Y yo acepté. La mujer es espantosa. ¿Te acuerdas de aquel vestido de noche tan horrible que vimos en el escaparate de Bonwit? Aquel vestido que tú dijiste que para llevarlo había que tener un pequeño, pequeñísimo...
—¿El verde?
—Lo llevaba puesto. ¡Con unas cadenas...! Se pasó el rato preguntándome si Seymour era pariente de esa Suzanne Glass que tiene una tienda en la avenida Madison... la mercería...
—Pero ¿qué dijo él? El médico.
—Ah, sí... Bueno... en realidad, no dijo mucho. Sabes, estábamos en el bar. Había mucho barullo.
—Sí, pero... ¿le... le dijiste lo que trató de hacer con el sillón de la abuela?
—No, mamá. No entré en detalles —dijo la chica—. Seguramente podré hablar con él de nuevo. Se pasa todo el día en el bar.
—¿No dijo si había alguna posibilidad de que pudiera ponerse... ya sabes, raro, o algo así...? ¿De que pudiera hacerte algo...?
—En realidad, no—dijo la chica—. Necesita conocer más detalles, mamá. Tienen que saber todo sobre la infancia de uno... todas esas cosas. Ya te digo, había tanto ruido que apenas podíamos hablar.
—En fin. ¿Y tu abrigo azul?
—Bien. Le subí un poco las hombreras.
—¿Cómo es la ropa este año?
—Terrible. Pero preciosa. Con lentejuelas por todos lados.
—¿Y tu habitación?
—Está bien. Pero nada más que eso. No pudimos conseguir la habitación que nos daban antes de la guerra—dijo la chica—. Este año la gente es espantosa. Tendrías que ver a los que se sientan al lado nuestro en el comedor. Parece que hubieran venido en un camión.
—Bueno, en todas partes es igual. ¿Y tu vestido de baile?
—Demasiado largo. Te dije que era demasiado largo.
—Muriel, te lo voy a preguntar una vez más... ¿En serio, va todo bien?
—Sí, mamá —dijo la chica—. Por enésima vez.
—¿Y no quieres volver a casa?
—No, mamá.
—Tu padre dijo anoche que estaría encantado de pagarte el viaje si quisieras irte sola a algún lado y pensarlo bien. Podrías hacer un hermoso crucero. Los dos pensamos...
—No, gracias—dijo la chica, y descruzó las piernas—.
—Mamá, esta llamada va a costar una for...
—Cuando pienso cómo estuviste esperando a ese muchacho durante toda la guerra... quiero decir, cuando una piensa en esas esposas alocadas que...
—Mamá —dijo la chica—. Colguemos. Seymour puede llegar en cualquier momento. —¿Dónde está?
—En la playa.
—¿En la playa? ¿Solo? ¿Se porta bien en la playa?
—Mamá —dijo la chica—. Hablas de él como si fuera un loco furioso.
—No he dicho nada de eso, Muriel.
—Bueno, ésa es la impresión que das. Mira, todo lo que hace es estar tendido en la arena. Ni siquiera se quita el albornoz.
—¿Que no se quita el albornoz? ¿Por qué no?
—No lo sé. Tal vez porque tiene la piel tan blanca.
—Dios mío, necesita tomar sol. ¿Por qué no lo obligas?
—Lo conoces muy bien —dijo la chica, y volvió a cruzar las piernas—. Dice que no quiere tener un montón de imbéciles alrededor mirándole el tatuaje.
—¡Si no tiene ningún tatuaje! ¿O acaso se hizo tatuar cuando estaba en la guerra?
—No, mamá. No, querida —dijo la chica, y se puso de pie—. Escúchame, a lo mejor te llamo otra vez mañana.
—Muriel, hazme caso.
—Sí, mamá —dijo la chica, cargando su peso sobre la pierna derecha.
—Llámame en cuanto haga, o diga, algo raro..., ya me entiendes. ¿Me oyes?
—Mamá, no le tengo miedo a Seymour.
—Muriel, quiero que me lo prometas.
—Bueno, te lo prometo. Adiós, mamá —dijo la chica—. Besos a papá—y colgó.
II
—Ver más vidrio —dijo Sybil Carpenter, que estaba alojada en el hotel con su madre—. ¿Has visto más vidrio?
—Cariño, por favor, no sigas repitiendo eso. Vas a volver loca a mamaíta. Estáte quieta, por favor.
La señora Carpenter untaba la espalda de Sybil con bronceador, repartiéndolo sobre sus omóplatos, delicados como alas. Sybil estaba precariamente sentada sobre una enorme y tensa pelota de playa, mirando el océano. Llevaba un traje de baño de color amarillo canario, de dos piezas, una de las cuales en realidad no necesitaría hasta dentro de nueve o diez años.
—No era más que un simple pañuelo de seda... una podía darse cuenta cuando se acercaba a mirarlo —dijo la mujer sentada en la hamaca contigua a la de la señora Carpenter—. Ojalá supiera cómo lo anudó. Era una preciosidad.
—Por lo que dice, debía de ser precioso —asintió la señora Carpenter.
—Estáte quieta, Sybil, cariño...
—¿Viste más vidrio? —dijo Sybil.
La señora Carpenter suspiró.
—Muy bien—dijo. Tapó el frasco de bronceador—. Ahora vete a jugar, cariño. Mamaíta va a ir al hotel a tomar un martini con la señora Hubbel. Te traeré la aceituna.
Cuando estuvo libre, Sybil echó a correr inmediatamente por el borde firme de la playa hacia el Pabellón de los Pescadores. Se detuvo únicamente para hundir un pie en un castillo de arena inundado y derruido, y en seguida dejó atrás la zona reservada a los clientes del hotel.
Caminó cerca de medio kilómetro y de pronto echó a correr oblicuamente, alejándose del agua hacia la arena blanda. Se detuvo al llegar junto a un hombre joven que estaba echado de espaldas.
—¿Vas a ir al agua, ver más vidrio?—dijo.
El joven se sobresaltó, llevándose instintivamente la mano derecha a las solapas del albornoz. Se volvió boca abajo, dejando caer una toalla enrollada como una salchicha que tenía sobre los ojos, y miró de reojo a Sybil.
—¡Ah!, hola, Sybil.
—¿Vas a ir al agua?
—Te esperaba —dijo el joven—. ¿Qué hay de nuevo?
—¿Qué? —dijo Sybil.
—¿Qué hay de nuevo? ¿Qué programa tenemos?
—Mi papá llega mañana en un avión—dijo Sybil, tirándole arena con el pie.
—No me tires arena a la cara, niña —dijo el joven, cogiendo con una mano el tobillo de Sybil—. Bueno, ya era hora de que tu papi llegara. Lo he estado esperando horas. Horas.
—¿Dónde está la señora? —dijo Sybil.
—¿La señora? —el joven hizo un movimiento, sacudiéndose la arena del pelo ralo—. Es difícil saberlo, Sybil. Puede estar en miles de lugares. En la peluquería. Tiñéndose el pelo de color visón. O en su habitación, haciendo muñecos para los niños pobres.
Se puso boca abajo, cerró los dos puños, apoyó uno encima del otro y acomodó el mentón sobre el de arriba.
—Pregúntame algo más, Sybil—dijo—. Llevas un bañador muy bonito. Si hay algo que me gusta, es un bañador azul.
Sybil lo miró asombrada y después contempló su prominente barriga.
—Es amarillo —dijo—. Es amarillo.
—¿En serio? Acércate un poco más.
Sybil dio un paso adelante.
—Tienes toda la razón del mundo. Qué tonto soy.
—¿Vas a ir al agua? —dijo Sybil.
—Lo estoy considerando seriamente, Sybil. Lo estoy pensando muy en serio.
Sybil hundió los dedos en el flotador de goma que el joven usaba a veces como almohadón.
—Necesita aire —dijo.
—Es verdad. Necesita más aire del que estoy dispuesto a admitir —retiró los puños y dejó que el mentón descansara en la arena—. Sybil —dijo—, estás muy guapa. Da gusto verte. Cuéntame algo de ti —estiró los brazos hacia delante y tomó en sus manos los dos tobillos de Sybil—. Yo soy Capricornio. ¿Cuál es tu signo?
—Sharon Lipschutz dijo que la dejaste sentarse a tu lado en el taburete del piano —dijo Sybil.
—¿Sharon Lipschutz dijo eso?
Sybil asintió enérgicamente. Le soltó los tobillos, encogió los brazos y apoyó la mejilla en el antebrazo derecho.
—Bueno —dijo—. Tú sabes cómo son estas cosas, Sybil. Yo estaba sentado ahí, tocando. Y tú te habías perdido de vista totalmente y vino Sharon Lipschutz y se sentó a mi lado. No podía echarla de un empujón, ¿no es cierto?
—Sí que podías.
—Ah, no. No era posible. Pero ¿sabes lo que hice?
—¿Qué?
—Me imaginé que eras tú.
Sybil se agachó y empezó a cavar en la arena.
—Vayamos al agua —dijo.
—Bueno —replicó el joven—. Creo que puedo hacerlo.
—La próxima vez, échala de un empujón —dijo Sybil.
—¿Que eche a quién?
—A Sharon Lipschutz.
—Ah, Sharon Lipschutz —dijo él—. ¡Siempre ese nombre! Mezcla de recuerdos y deseos.—De repente se puso de pie y miró el mar—. Sybil —dijo—, ya sé lo que podemos hacer. Intentaremos pescar un pez plátano.
—¿Un qué?
—Un pez plátano —dijo, y desanudó el cinturón de su albornoz.
Se lo quitó. Tenía los hombros blancos y estrechos. El traje de baño era azul eléctrico. Plegó el albornoz, primero a lo largo y después en tres dobleces. Desenrolló la toalla que se había puesto sobre los ojos, la tendió sobre la arena y puso encima el albornoz plegado. Se agachó, recogió el flotador y se lo puso bajo el brazo derecho. Luego, con la mano izquierda, tomó la de Sybil.
Los dos echaron a andar hacia el mar.
—Me imagino que ya habrás visto unos cuantos peces plátano —dijo el joven. Sybil negó con la cabeza.
—¿En serio que no? Pero, ¿dónde vives, entonces?
—No sé —dijo Sybil.
—Claro que lo sabes. Tienes que saberlo. Sharon Lipschutz sabe dónde vive, y sólo tiene tres años y medio.
Sybil se detuvo y de un tirón soltó su mano de la de él. Recogió una concha y la observó con estudiado interés. Luego la tiró.
—Whirly Wood, Connecticut —dijo, y echó nuevamente a andar, sacando la barriga.
—Whirly Wood, Connecticut —dijo el joven—. ¿Eso, por casualidad, no está cerca de Whirly Wood, Connecticut?
Sybil lo miró:
—Ahí es donde vivo —dijo con impaciencia—. Vivo en Whirly Wood, Connecticut.
Se adelantó unos pasos, se cogió el pie izquierdo con la mano izquierda y dio dos o tres saltos.
—No puedes imaginarte cómo lo aclara todo eso —dijo él.
Sybil soltó el pie:
—¿Has leído El negrito Sambo? —dijo.
—Es gracioso que me preguntes eso —dijo él—. Da la casualidad que acabé de leerlo anoche. —Se inclinó y volvió a tomar la mano de Sybil—. ¿Qué te pareció?
—¿Te acuerdas de los tigres que corrían todos alrededor de ese árbol?
—Creí que nunca iban a parar. Jamás vi tantos tigres.
—No eran más que seis—dijo Sybil.
—¡Nada más que seis! —dijo el joven—. ¿Y dices «nada más»?
—¿Te gusta la cera? —preguntó Sybil.
—¿Si me gusta qué?
—La cera.
—Mucho. ¿A ti no?
Sybil asintió con la cabeza:
—¿Te gustan las aceitunas? —preguntó.
—¿Las aceitunas?... Sí. Las aceitunas y la cera. Nunca voy a ningún lado sin ellas.
—¿Te gusta Sharon Lipschutz?—preguntó Sybil.
—Sí. Sí me gusta. Lo que más me gusta de ella es que nunca hace cosas feas a los perritos en la sala del hotel. Por ejemplo, a ese bulldog enano de la señora canadiense. Te resultará difícil creerlo, pero hay algunas niñas que se divierten mucho pinchándolo con los palitos de los globos. Pero Sharon, jamás. Nunca es mala ni grosera. Por eso la quiero tanto.
Sybil no dijo nada.
—Me gusta masticar velas —dijo ella por último.
—Ah, ¿y a quién no? —dijo el joven mojándose los pies—. ¡Diablos, qué fría está! —Dejó caer el flotador en el agua—. No, espera un segundo, Sybil. Espera a que estemos un poquito más adentro.
Avanzaron hasta que el agua llegó a la cintura de Sybil. Entonces el joven la levantó y la puso boca abajo en el flotador.
—¿Nunca usas gorro de baño ni nada de eso? —preguntó él.
—No me sueltes—dijo Sybil—. Sujétame, ¿quieres?
—Señorita Carpenter, por favor. Yo sé lo que estoy haciendo—dijo el joven—. Ocúpate sólo de ver si aparece un pez plátano. Hoy es un día perfecto para los peces plátano.
—No veo ninguno —dijo Sybil.
—Es muy posible. Sus costumbres son muy curiosas. Muy curiosas.
Siguió empujando el flotador. El agua le llegaba al pecho.
—Llevan una vida triste —dijo—. ¿Sabes lo que hacen, Sybil?
Ella negó con la cabeza.
—Bueno, te lo explicaré. Entran en un pozo que está lleno de plátanos. Cuando entran, parecen peces como todos los demás. Pero, una vez dentro, se portan como cerdos, ¿sabes? He oído hablar de peces plátano que han entrado nadando en pozos de plátanos y llegaron a comer setenta y ocho plátanos —empujó al flotador y a su pasajera treinta centímetros más hacia el horizonte—. Claro, después de eso engordan tanto que ya no pueden salir. No pasan por la puerta.
—No vayamos tan lejos —dijo Sybil—. ¿Y qué pasa después con ellos?
—¿Qué pasa con quiénes?
—Con los peces plátano.
—Bueno, ¿te refieres a después de comer tantos plátanos que no pueden salir del pozo?
—Sí —dijo Sybil.
—Mira, lamento decírtelo, Sybil. Se mueren.
—¿Por qué? —preguntó Sybil.
—Contraen fiebre platanífera. Una enfermedad terrible.
—Ahí viene una ola —dijo Sybil nerviosa.
—No le haremos caso. La mataremos con la indiferencia —dijo el joven—, como dos engreídos.
Tomó los tobillos de Sybil con ambas manos y empujó hacia delante. El flotador levantó la proa por encima de la ola. El agua empapó los cabellos rubios de Sybil, pero sus gritos eran de puro placer.
Cuando el flotador estuvo nuevamente inmóvil, se apartó de los ojos un mechón de pelo pegado, húmedo, y comentó:
—Acabo de ver uno.
—¿Un qué, amor mío?
—Un pez plátano.
—¡No, por Dios! —dijo el joven—. ¿Tenía algún plátano en la boca?
—Sí—dijo Sybil—. Seis.
De pronto, el joven tomó uno de los mojados pies de Sybil que colgaban por el borde del flotador y le besó la planta.
—¡Eh! —dijo la propietaria del pie, volviéndose.
—¿Cómo, eh? Ahora volvamos. ¿Ya te has divertido bastante?
—¡No!
—Lo siento —dijo, y empujó el flotador hacia la playa hasta que Sybil descendió. El resto del camino lo llevó bajo el brazo.
—Adiós —dijo Sybil, y salió corriendo hacia el hotel.
El joven se puso el albornoz, cruzó bien las solapas y metió la toalla en el bolsillo. Recogió el flotador mojado y resbaladizo y se lo acomodó bajo el brazo. Caminó solo, trabajosamente, por la arena caliente, blanda, hasta el hotel.
En el primer nivel de la planta baja del hotel —que los bañistas debían usar según instrucciones de la gerencia— entró con él en el ascensor una mujer con la nariz cubierta de pomada.
—Veo que me está mirando los pies —dijo él, cuando el ascensor se puso en marcha.
—¿Cómo dice? —dijo la mujer.
—Dije que veo que me está mirando los pies.
—Perdone, pero casualmente estaba mirando el suelo —dijo la mujer, y se volvió hacia las puertas del ascensor.
—Si quiere mirarme los pies, dígalo —dijo el joven—. Pero, maldita sea, no trate de hacerlo con tanto disimulo.
—Déjeme salir, por favor —dijo rápidamente la mujer a la ascensorista.
Cuando se abrieron las puertas, la mujer salió sin mirar hacia atrás.
—Tengo los pies completamente normales y no veo por qué demonios tienen que mirármelos —dijo el joven—. Quinto piso, por favor.
Sacó la llave de la habitación del bolsillo de su albornoz.
Bajó en el quinto piso, caminó por el pasillo y abrió la puerta del 507. La habitación olía a maletas nuevas de piel de ternera y a quitaesmalte de uñas.
Echó una ojeada a la chica que dormía en una de las camas gemelas. Después fue hasta una de las maletas, la abrió y extrajo una automática de debajo de un montón de calzoncillos y camisetas, una Ortgies calibre 7,65. Sacó el cargador, lo examinó y volvió a colocarlo. Quitó el seguro. Después se sentó en la cama desocupada, miró a la chica, apuntó con la pistola y se disparó un tiro en la sien derecha.
Published on April 30, 2015 17:56
Un día perfecto para el pez banana - J. D. Salinger
El autor en 1952, fotografía por Anthony Di GesuSan Diego Historical Society/Hulton Archive Collection/Getty Images. "Un día perfecto para el pez banana", cuento de J. D. Salinger (escritor estadounidense, 1919-2010), autor de un clásico de la literatura moderna norteamericana, El guardián entre el centeno.
Este relato, uno de los más conocidos del autor, forma parte de Nueve cuentos, una antología del autor publicada en 1953, y su protagonista es el primogénito de la ficticia familia Glass, cuyos miembros aparecen en diversas obras del autor. Narrado en tercera persona, en tiempo pasado y dividido en dos partes, Salinger nos da a conocer al protagonista a través de una conversación de los personajes secundarios en las primera de ellas, en la que comentan los problemas psicológicos de Seymour, quien participó en la Segunda Guerra Mundial y había vuelto a casa, intacto físicamente pero con serias secuelas psicológicas.
El contexto social real es el mismo que el del relato, pues únicamente habían pasado 3 años desde que finalizó la guerra (el cuento fue publicado por primera vez en la revista The New Yorker en 1948). En cuanto al espacio, el cuento es circular: inicia y termina en la misma habitación de hotel, con la diferencia de una acción abrupta que, si bien fue augurada, no deja de ser sorprendente.
Un día perfecto para el pez banana
En el hotel había noventa y siete agentes de publicidad neoyorquinos. Como monopolizaban las líneas telefónicas de larga distancia, la chica del 507 tuvo que esperar su llamada desde el mediodía hasta las dos y media de la tarde. Pero no perdió el tiempo. En una revista femenina leyó un artículo titulado «El sexo es divertido o infernal». Lavó su peine y su cepillo. Quitó una mancha de la falda de su traje beige. Corrió un poco el botón de la blusa de Saks. Se arrancó los dos pelos que acababan de salirle en el lunar. Cuando, por fin, la operadora la llamó, estaba sentada en el alféizar de la ventana y casi había terminado de pintarse las uñas de la mano izquierda.
No era una chica a la que una llamada telefónica le produjera gran efecto. Se comportaba como si el teléfono hubiera estado sonando constantemente desde que alcanzó la pubertad.
Mientras sonaba el teléfono, con el pincelito del esmalte se repasó una uña del dedo meñique, acentuando el borde de la lúnula. Tapó el frasco y, poniéndose de pie, abanicó en el aire su mano pintada, la izquierda. Con la mano seca, tomó del alféizar un cenicero repleto y lo llevó hasta la mesita de noche, donde estaba el teléfono. Se sentó en una de las dos camas gemelas ya hecha y —ya era la cuarta o quinta llamada— levantó el auricular del teléfono.
—Diga—dijo, manteniendo extendidos los dedos de la mano izquierda lejos de la bata de seda blanca, que era lo único que llevaba puesto, junto con las chinelas: los anillos estaban en el cuarto de baño.
—Su llamada a Nueva York, señora Glass —dijo la operadora.
—Gracias—contestó la chica, e hizo sitio en la mesita de noche para el cenicero.
A través del auricular llegó una voz de mujer:
—¿Muriel? ¿Eres tú?
La chica alejó un poco el auricular del oído.
—Sí, mamá. ¿Cómo estás? —dijo.
—He estado preocupadísima por ti. ¿Por qué no has llamado? ¿Estás bien?
—Traté de telefonear anoche y anteanoche. Los teléfonos aquí han... —¿Estás bien, Muriel?
La chica separó un poco más el auricular de su oreja.
—Estoy perfectamente. Hace mucho calor. Este es el día más caluroso que ha habido en Florida desde...
—¿Por qué no has llamado antes? He estado tan preocupada...
—Mamá, querida, no me grites. Te oigo perfectamente —dijo la chica—. Anoche te llamé dos veces. Una vez justo después...
—Le dije a tu padre que seguramente llamarías anoche. Pero no, él tenía que... ¿estás bien, Muriel? Dime la verdad.
—Estoy perfectamente. Por favor, no me preguntes siempre lo mismo.
—¿Cuándo llegasteis?
—No sé... el miércoles, de madrugada.
—¿Quién condujo?
—Él —dijo la chica—. Y no te asustes. Condujo bien. Yo misma estaba asombrada.
—¿Condujo él? Muriel, me diste tu palabra de que...
—Mamá —interrumpió la chica—, acabo de decírtelo. Condujo perfectamente. No pasamos de ochenta en todo el trayecto, ésa es la verdad.
—¿No trató de hacer el tonto otra vez con los árboles?
—Vuelvo a repetirte que condujo muy bien, mamá. Vamos, por favor. Le pedí que se mantuviera cerca de la línea blanca del centro, y todo lo demás, y entendió perfectamente, y lo hizo. Hasta se esforzaba por no mirar los árboles... se notaba. Por cierto, ¿papá ha hecho arreglar el coche?
—Todavía no. Es que piden cuatrocientos dólares, sólo para...
—Mamá, Seymour le dijo a papá que pagaría él. Así que no hay motivo para...
—Bueno, ya veremos. ¿Cómo se portó? Digo, en el coche y demás...
—Muy bien —dijo la chica.
—¿Sigue llamándote con ese horroroso...?
—No. Ahora tiene uno nuevo
—¿Cuál?
—Mamá... ¿qué importancia tiene?
—Muriel, insisto en saberlo. Tu padre...
—Está bien, está bien. Me llama Miss Buscona Espiritual 1948 —dijo la chica, con una risita.
—No tiene nada de gracioso, Muriel. Nada de gracioso. Es horrible. Realmente, es triste. Cuando pienso cómo...
—Mamá —interrumpió la chica—, escúchame. ¿Te acuerdas de aquel libro que me mandó de Alemania? Unos poemas en alemán. ¿Qué hice con él? Me he estado rompiendo la cabeza...
—Lo tienes tú.
—¿Estás segura? —dijo la chica.
—Por supuesto. Es decir, lo tengo yo. Está en el cuarto de Freddy. Lo dejaste aquí y no había sitio en la... ¿Por qué? ¿Te lo ha pedido él?
—No. Simplemente me preguntó por él, cuando veníamos en el coche. Me preguntó si lo había leído.
—¡Pero está en alemán!
—Sí, mamita. Ese detalle no tiene importancia —dijo la chica, cruzando las piernas—. Dijo que casualmente los poemas habían sido escritos por el único gran poeta de este siglo. Me dijo que debería haber comprado una traducción o algo así. O aprendido el idioma... nada menos...
—Espantoso. Espantoso. Es realmente triste... Ya decía tu padre anoche...
—Un segundo, mamá —dijo la chica. Se acercó hasta el alféizar en busca de cigarrillos, encendió uno y volvió a sentarse en la cama—. ¿Mamá? —dijo, echando una bocanada de humo.
—Muriel, mira, escúchame.
—Te estoy escuchando.
—Tu padre habló con el doctor Sivetski.
—¿Sí?—dijo la chica.
—Le contó todo. Por lo menos, eso me dijo, ya sabes cómo es tu padre. Los árboles. Ese asunto de la ventana. Las cosas horribles que le dijo a la abuela acerca de sus proyectos sobre la muerte. Lo que hizo con esas fotos tan bonitas de las Bermudas... ¡Todo!
—¿Y...?—dijo la chica.
—En primer lugar, dijo que era un verdadero crimen que el ejército lo hubiera dado de alta del hospital. Palabra. En definitiva, dijo a tu padre que hay una posibilidad, una posibilidad muy grande, dijo, de que Seymour pierda por completo la razón. Te lo juro.
—Aquí, en el hotel, hay un psiquiatra —dijo la chica.
—¿Quién? ¿Cómo se llama?
—No sé. Rieser o algo así. Dicen que es un psiquiatra muy bueno.
—Nunca lo he oído nombrar.
—De todos modos, dicen que es muy bueno.
—Muriel, por favor, no seas inconsciente. Estamos muy preocupados por ti. Lo cierto es que... anoche tu padre estuvo a punto de enviarte un telegrama para que volvieras inmediatamente a casa...
—Por ahora no pienso volver, mamá. Así que tómalo con calma.
—Muriel, te doy mi palabra. El doctor Sivetski ha dicho que Seymour podía perder por completo la...
—Mamá, acabo de llegar. Hace años que no me tomo vacaciones, y no pienso meter todo en la maleta y volver a casa porque sí —dijo la chica—. Por otra parte, ahora no podría viajar. Estoy tan quemada por el sol que ni me puedo mover.
—¿Te has quemado mucho? ¿No has usado ese bronceador que te puse en la maleta? Está...
—Lo usé. Pero me quemé lo mismo.
—¡Qué horror! ¿Dónde te has quemado?
—Me he quemado toda, mamá, toda.
—¡Qué horror!
—No me voy a morir.
—Dime, ¿has hablado con ese psiquiatra?
—Bueno... sí... más o menos... —dijo la chica.
—¿Qué dijo? ¿Dónde estaba Seymour cuando le hablaste?
—En la Sala Océano, tocando el piano. Ha tocado el piano las dos noches que hemos pasado aquí.
—Bueno, ¿qué dijo?
—¡Oh, no mucho! ¡Él fue el primero en hablar. Yo estaba sentada anoche a su lado, jugando albingo, y me preguntó si el que tocaba el piano en la otra sala era mi marido. Le dije que sí, y me preguntó si Seymour había estado enfermo o algo por el estilo. Entonces yo le dije...
—¿Por que te hizo esa pregunta?
—No sé, mamá. Tal vez porque lo vio tan pálido, y yo qué sé —dijo la chica—. La cuestión es que, después de jugar al bingo, él y su mujer me invitaron a tomar una copa. Y yo acepté. La mujer es espantosa. ¿Te acuerdas de aquel vestido de noche tan horrible que vimos en el escaparate de Bonwit? Aquel vestido que tú dijiste que para llevarlo había que tener un pequeño, pequeñísimo...
—¿El verde?
—Lo llevaba puesto. ¡Con unas cadenas...! Se pasó el rato preguntándome si Seymour era pariente de esa Suzanne Glass que tiene una tienda en la avenida Madison... la mercería...
—Pero ¿qué dijo él? El médico.
—Ah, sí... Bueno... en realidad, no dijo mucho. Sabes, estábamos en el bar. Había mucho barullo.
—Sí, pero... ¿le... le dijiste lo que trató de hacer con el sillón de la abuela?
—No, mamá. No entré en detalles —dijo la chica—. Seguramente podré hablar con él de nuevo. Se pasa todo el día en el bar.
—¿No dijo si había alguna posibilidad de que pudiera ponerse... ya sabes, raro, o algo así...? ¿De que pudiera hacerte algo...?
—En realidad, no—dijo la chica—. Necesita conocer más detalles, mamá. Tienen que saber todo sobre la infancia de uno... todas esas cosas. Ya te digo, había tanto ruido que apenas podíamos hablar.
—En fin. ¿Y tu abrigo azul?
—Bien. Le subí un poco las hombreras.
—¿Cómo es la ropa este año?
—Terrible. Pero preciosa. Con lentejuelas por todos lados.
—¿Y tu habitación?
—Está bien. Pero nada más que eso. No pudimos conseguir la habitación que nos daban antes de la guerra—dijo la chica—. Este año la gente es espantosa. Tendrías que ver a los que se sientan al lado nuestro en el comedor. Parece que hubieran venido en un camión.
—Bueno, en todas partes es igual. ¿Y tu vestido de baile?
—Demasiado largo. Te dije que era demasiado largo.
—Muriel, te lo voy a preguntar una vez más... ¿En serio, va todo bien?
—Sí, mamá —dijo la chica—. Por enésima vez.
—¿Y no quieres volver a casa?
—No, mamá.
—Tu padre dijo anoche que estaría encantado de pagarte el viaje si quisieras irte sola a algún lado y pensarlo bien. Podrías hacer un hermoso crucero. Los dos pensamos...
—No, gracias—dijo la chica, y descruzó las piernas—.
—Mamá, esta llamada va a costar una for...
—Cuando pienso cómo estuviste esperando a ese muchacho durante toda la guerra... quiero decir, cuando una piensa en esas esposas alocadas que...
—Mamá —dijo la chica—. Colguemos. Seymour puede llegar en cualquier momento. —¿Dónde está?
—En la playa.
—¿En la playa? ¿Solo? ¿Se porta bien en la playa?
—Mamá —dijo la chica—. Hablas de él como si fuera un loco furioso.
—No he dicho nada de eso, Muriel.
—Bueno, ésa es la impresión que das. Mira, todo lo que hace es estar tendido en la arena. Ni siquiera se quita el albornoz.
—¿Que no se quita el albornoz? ¿Por qué no?
—No lo sé. Tal vez porque tiene la piel tan blanca.
—Dios mío, necesita tomar sol. ¿Por qué no lo obligas?
—Lo conoces muy bien —dijo la chica, y volvió a cruzar las piernas—. Dice que no quiere tener un montón de imbéciles alrededor mirándole el tatuaje.
—¡Si no tiene ningún tatuaje! ¿O acaso se hizo tatuar cuando estaba en la guerra?
—No, mamá. No, querida —dijo la chica, y se puso de pie—. Escúchame, a lo mejor te llamo otra vez mañana.
—Muriel, hazme caso.
—Sí, mamá —dijo la chica, cargando su peso sobre la pierna derecha.
—Llámame en cuanto haga, o diga, algo raro..., ya me entiendes. ¿Me oyes?
—Mamá, no le tengo miedo a Seymour.
—Muriel, quiero que me lo prometas.
—Bueno, te lo prometo. Adiós, mamá —dijo la chica—. Besos a papá—y colgó.
II
—Ver más vidrio —dijo Sybil Carpenter, que estaba alojada en el hotel con su madre—. ¿Has visto más vidrio?
—Cariño, por favor, no sigas repitiendo eso. Vas a volver loca a mamaíta. Estáte quieta, por favor.
La señora Carpenter untaba la espalda de Sybil con bronceador, repartiéndolo sobre sus omóplatos, delicados como alas. Sybil estaba precariamente sentada sobre una enorme y tensa pelota de playa, mirando el océano. Llevaba un traje de baño de color amarillo canario, de dos piezas, una de las cuales en realidad no necesitaría hasta dentro de nueve o diez años.
—No era más que un simple pañuelo de seda... una podía darse cuenta cuando se acercaba a mirarlo —dijo la mujer sentada en la hamaca contigua a la de la señora Carpenter—. Ojalá supiera cómo lo anudó. Era una preciosidad.
—Por lo que dice, debía de ser precioso —asintió la señora Carpenter.
—Estáte quieta, Sybil, cariño...
—¿Viste más vidrio? —dijo Sybil.
La señora Carpenter suspiró.
—Muy bien—dijo. Tapó el frasco de bronceador—. Ahora vete a jugar, cariño. Mamaíta va a ir al hotel a tomar un martini con la señora Hubbel. Te traeré la aceituna.
Cuando estuvo libre, Sybil echó a correr inmediatamente por el borde firme de la playa hacia el Pabellón de los Pescadores. Se detuvo únicamente para hundir un pie en un castillo de arena inundado y derruido, y en seguida dejó atrás la zona reservada a los clientes del hotel.
Caminó cerca de medio kilómetro y de pronto echó a correr oblicuamente, alejándose del agua hacia la arena blanda. Se detuvo al llegar junto a un hombre joven que estaba echado de espaldas.
—¿Vas a ir al agua, ver más vidrio?—dijo.
El joven se sobresaltó, llevándose instintivamente la mano derecha a las solapas del albornoz. Se volvió boca abajo, dejando caer una toalla enrollada como una salchicha que tenía sobre los ojos, y miró de reojo a Sybil.
—¡Ah!, hola, Sybil.
—¿Vas a ir al agua?
—Te esperaba —dijo el joven—. ¿Qué hay de nuevo?
—¿Qué? —dijo Sybil.
—¿Qué hay de nuevo? ¿Qué programa tenemos?
—Mi papá llega mañana en un avión—dijo Sybil, tirándole arena con el pie.
—No me tires arena a la cara, niña —dijo el joven, cogiendo con una mano el tobillo de Sybil—. Bueno, ya era hora de que tu papi llegara. Lo he estado esperando horas. Horas.
—¿Dónde está la señora? —dijo Sybil.
—¿La señora? —el joven hizo un movimiento, sacudiéndose la arena del pelo ralo—. Es difícil saberlo, Sybil. Puede estar en miles de lugares. En la peluquería. Tiñéndose el pelo de color visón. O en su habitación, haciendo muñecos para los niños pobres.
Se puso boca abajo, cerró los dos puños, apoyó uno encima del otro y acomodó el mentón sobre el de arriba.
—Pregúntame algo más, Sybil—dijo—. Llevas un bañador muy bonito. Si hay algo que me gusta, es un bañador azul.
Sybil lo miró asombrada y después contempló su prominente barriga.
—Es amarillo —dijo—. Es amarillo.
—¿En serio? Acércate un poco más.
Sybil dio un paso adelante.
—Tienes toda la razón del mundo. Qué tonto soy.
—¿Vas a ir al agua? —dijo Sybil.
—Lo estoy considerando seriamente, Sybil. Lo estoy pensando muy en serio.
Sybil hundió los dedos en el flotador de goma que el joven usaba a veces como almohadón.
—Necesita aire —dijo.
—Es verdad. Necesita más aire del que estoy dispuesto a admitir —retiró los puños y dejó que el mentón descansara en la arena—. Sybil —dijo—, estás muy guapa. Da gusto verte. Cuéntame algo de ti —estiró los brazos hacia delante y tomó en sus manos los dos tobillos de Sybil—. Yo soy Capricornio. ¿Cuál es tu signo?
—Sharon Lipschutz dijo que la dejaste sentarse a tu lado en el taburete del piano —dijo Sybil.
—¿Sharon Lipschutz dijo eso?
Sybil asintió enérgicamente. Le soltó los tobillos, encogió los brazos y apoyó la mejilla en el antebrazo derecho.
—Bueno —dijo—. Tú sabes cómo son estas cosas, Sybil. Yo estaba sentado ahí, tocando. Y tú te habías perdido de vista totalmente y vino Sharon Lipschutz y se sentó a mi lado. No podía echarla de un empujón, ¿no es cierto?
—Sí que podías.
—Ah, no. No era posible. Pero ¿sabes lo que hice?
—¿Qué?
—Me imaginé que eras tú.
Sybil se agachó y empezó a cavar en la arena.
—Vayamos al agua —dijo.
—Bueno —replicó el joven—. Creo que puedo hacerlo.
—La próxima vez, échala de un empujón —dijo Sybil.
—¿Que eche a quién?
—A Sharon Lipschutz.
—Ah, Sharon Lipschutz —dijo él—. ¡Siempre ese nombre! Mezcla de recuerdos y deseos.—De repente se puso de pie y miró el mar—. Sybil —dijo—, ya sé lo que podemos hacer. Intentaremos pescar un pez plátano.
—¿Un qué?
—Un pez plátano —dijo, y desanudó el cinturón de su albornoz.
Se lo quitó. Tenía los hombros blancos y estrechos. El traje de baño era azul eléctrico. Plegó el albornoz, primero a lo largo y después en tres dobleces. Desenrolló la toalla que se había puesto sobre los ojos, la tendió sobre la arena y puso encima el albornoz plegado. Se agachó, recogió el flotador y se lo puso bajo el brazo derecho. Luego, con la mano izquierda, tomó la de Sybil.
Los dos echaron a andar hacia el mar.
—Me imagino que ya habrás visto unos cuantos peces plátano —dijo el joven. Sybil negó con la cabeza.
—¿En serio que no? Pero, ¿dónde vives, entonces?
—No sé —dijo Sybil.
—Claro que lo sabes. Tienes que saberlo. Sharon Lipschutz sabe dónde vive, y sólo tiene tres años y medio.
Sybil se detuvo y de un tirón soltó su mano de la de él. Recogió una concha y la observó con estudiado interés. Luego la tiró.
—Whirly Wood, Connecticut —dijo, y echó nuevamente a andar, sacando la barriga.
—Whirly Wood, Connecticut —dijo el joven—. ¿Eso, por casualidad, no está cerca de Whirly Wood, Connecticut?
Sybil lo miró:
—Ahí es donde vivo —dijo con impaciencia—. Vivo en Whirly Wood, Connecticut.
Se adelantó unos pasos, se cogió el pie izquierdo con la mano izquierda y dio dos o tres saltos.
—No puedes imaginarte cómo lo aclara todo eso —dijo él.
Sybil soltó el pie:
—¿Has leído El negrito Sambo? —dijo.
—Es gracioso que me preguntes eso —dijo él—. Da la casualidad que acabé de leerlo anoche. —Se inclinó y volvió a tomar la mano de Sybil—. ¿Qué te pareció?
—¿Te acuerdas de los tigres que corrían todos alrededor de ese árbol?
—Creí que nunca iban a parar. Jamás vi tantos tigres.
—No eran más que seis—dijo Sybil.
—¡Nada más que seis! —dijo el joven—. ¿Y dices «nada más»?
—¿Te gusta la cera? —preguntó Sybil.
—¿Si me gusta qué?
—La cera.
—Mucho. ¿A ti no?
Sybil asintió con la cabeza:
—¿Te gustan las aceitunas? —preguntó.
—¿Las aceitunas?... Sí. Las aceitunas y la cera. Nunca voy a ningún lado sin ellas.
—¿Te gusta Sharon Lipschutz?—preguntó Sybil.
—Sí. Sí me gusta. Lo que más me gusta de ella es que nunca hace cosas feas a los perritos en la sala del hotel. Por ejemplo, a ese bulldog enano de la señora canadiense. Te resultará difícil creerlo, pero hay algunas niñas que se divierten mucho pinchándolo con los palitos de los globos. Pero Sharon, jamás. Nunca es mala ni grosera. Por eso la quiero tanto.
Sybil no dijo nada.
—Me gusta masticar velas —dijo ella por último.
—Ah, ¿y a quién no? —dijo el joven mojándose los pies—. ¡Diablos, qué fría está! —Dejó caer el flotador en el agua—. No, espera un segundo, Sybil. Espera a que estemos un poquito más adentro.
Avanzaron hasta que el agua llegó a la cintura de Sybil. Entonces el joven la levantó y la puso boca abajo en el flotador.
—¿Nunca usas gorro de baño ni nada de eso? —preguntó él.
—No me sueltes—dijo Sybil—. Sujétame, ¿quieres?
—Señorita Carpenter, por favor. Yo sé lo que estoy haciendo—dijo el joven—. Ocúpate sólo de ver si aparece un pez plátano. Hoy es un día perfecto para los peces plátano.
—No veo ninguno —dijo Sybil.
—Es muy posible. Sus costumbres son muy curiosas. Muy curiosas.
Siguió empujando el flotador. El agua le llegaba al pecho.
—Llevan una vida triste —dijo—. ¿Sabes lo que hacen, Sybil?
Ella negó con la cabeza.
—Bueno, te lo explicaré. Entran en un pozo que está lleno de plátanos. Cuando entran, parecen peces como todos los demás. Pero, una vez dentro, se portan como cerdos, ¿sabes? He oído hablar de peces plátano que han entrado nadando en pozos de plátanos y llegaron a comer setenta y ocho plátanos —empujó al flotador y a su pasajera treinta centímetros más hacia el horizonte—. Claro, después de eso engordan tanto que ya no pueden salir. No pasan por la puerta.
—No vayamos tan lejos —dijo Sybil—. ¿Y qué pasa después con ellos?
—¿Qué pasa con quiénes?
—Con los peces plátano.
—Bueno, ¿te refieres a después de comer tantos plátanos que no pueden salir del pozo?
—Sí —dijo Sybil.
—Mira, lamento decírtelo, Sybil. Se mueren.
—¿Por qué? —preguntó Sybil.
—Contraen fiebre platanífera. Una enfermedad terrible.
—Ahí viene una ola —dijo Sybil nerviosa.
—No le haremos caso. La mataremos con la indiferencia —dijo el joven—, como dos engreídos.
Tomó los tobillos de Sybil con ambas manos y empujó hacia delante. El flotador levantó la proa por encima de la ola. El agua empapó los cabellos rubios de Sybil, pero sus gritos eran de puro placer.
Cuando el flotador estuvo nuevamente inmóvil, se apartó de los ojos un mechón de pelo pegado, húmedo, y comentó:
—Acabo de ver uno.
—¿Un qué, amor mío?
—Un pez plátano.
—¡No, por Dios! —dijo el joven—. ¿Tenía algún plátano en la boca?
—Sí—dijo Sybil—. Seis.
De pronto, el joven tomó uno de los mojados pies de Sybil que colgaban por el borde del flotador y le besó la planta.
—¡Eh! —dijo la propietaria del pie, volviéndose.
—¿Cómo, eh? Ahora volvamos. ¿Ya te has divertido bastante?
—¡No!
—Lo siento —dijo, y empujó el flotador hacia la playa hasta que Sybil descendió. El resto del camino lo llevó bajo el brazo.
—Adiós —dijo Sybil, y salió corriendo hacia el hotel.
El joven se puso el albornoz, cruzó bien las solapas y metió la toalla en el bolsillo. Recogió el flotador mojado y resbaladizo y se lo acomodó bajo el brazo. Caminó solo, trabajosamente, por la arena caliente, blanda, hasta el hotel.
En el primer nivel de la planta baja del hotel —que los bañistas debían usar según instrucciones de la gerencia— entró con él en el ascensor una mujer con la nariz cubierta de pomada.
—Veo que me está mirando los pies —dijo él, cuando el ascensor se puso en marcha.
—¿Cómo dice? —dijo la mujer.
—Dije que veo que me está mirando los pies.
—Perdone, pero casualmente estaba mirando el suelo —dijo la mujer, y se volvió hacia las puertas del ascensor.
—Si quiere mirarme los pies, dígalo —dijo el joven—. Pero, maldita sea, no trate de hacerlo con tanto disimulo.
—Déjeme salir, por favor —dijo rápidamente la mujer a la ascensorista.
Cuando se abrieron las puertas, la mujer salió sin mirar hacia atrás.
—Tengo los pies completamente normales y no veo por qué demonios tienen que mirármelos —dijo el joven—. Quinto piso, por favor.
Sacó la llave de la habitación del bolsillo de su albornoz.
Bajó en el quinto piso, caminó por el pasillo y abrió la puerta del 507. La habitación olía a maletas nuevas de piel de ternera y a quitaesmalte de uñas.
Echó una ojeada a la chica que dormía en una de las camas gemelas. Después fue hasta una de las maletas, la abrió y extrajo una automática de debajo de un montón de calzoncillos y camisetas, una Ortgies calibre 7,65. Sacó el cargador, lo examinó y volvió a colocarlo. Quitó el seguro. Después se sentó en la cama desocupada, miró a la chica, apuntó con la pistola y se disparó un tiro en la sien derecha.
Published on April 30, 2015 17:56


