Lola Ancira's Blog, page 52

September 30, 2015

"Remedio para melancólicos" - Ray Bradbury (cuento)





"Remedios para melancólicos", cuento de Ray Bradbury, fue publicado en 1960 en un libro homónimo.
En el relato, una angustiada familia trata de encontrar el antídoto que cure a su hija de una rara afección que la tiene condenada al sufrimiento, intentando y probando una inmensidad de posibilidades para lograr aliviarla, creando así un relato mordaz que retrata a la perfección a una sociedad incauta.


Remedio para melancólicos

-Busquen ustedes unas sanguijuelas, sángrenla -dijo el doctor Gimp.
-Si ya no le queda sangre -se quejó la señora Wilkes-. Oh, doctor ¿qué mal aqueja a nuestra Camila?
-Camila no se siente bien.
-¿Sí, sí?
El buen doctor frunció el ceño.
-Camila está decaída.
-¿Qué más, qué más?
-Camila es la llama trémula de una bujía, y no me equivoco.
-Ah, doctor Gimp -protestó el señor Wilkes-. Se despide diciendo lo que dijimos nosotros cuando usted llegó.
-¡No, más, más! Denle estas píldoras al alba, al mediodía y a la puesta de sol. ¡Un remedio soberano!
-Condenación. Camila está harta de remedios soberanos.
-Vamos, vamos. Un chelín y me vuelvo escaleras abajo.
-¡Baje pues, y haga subir al demonio!
El señor Wilkes puso una moneda en la mano del buen doctor.
El médico, jadeando, aspirando rapé, estornudando, se lanzó a las bulliciosas calles de Londres, en una húmeda mañana de la primavera de 1762.
El señor y la señora Wilkes se volvieron hacia el lecho donde yacía la dulce Camila, pálida, delgada, sí, pero no por eso menos hermosa, de inmensos y húmedos ojos lilas, la cabellera un río de oro sobre la almohada.
-Oh -Camila sollozaba casi-. ¿Qué será de mí? Desde que llegó la primavera, tres semanas atrás, soy un fantasma en el espejo: me doy miedo. Pensar que moriré sin haber cumplido veinte años.
-Niña -dijo la madre-, ¿qué te duele?
-Los brazos, las piernas, el pecho, la cabeza. Cuántos doctores, ¿seis? Todos me dieron vuelta como una chuleta en un asador. Basta ya. Por Dios, déjenme morir intacta.
-Qué mal terrible, qué mal misterioso -dijo la madre-. Oh, señor Wilkes, hagamos algo.
-¿Qué? -preguntó el señor Wilkes, enojado-. ¿Olvídate del médico, el boticario, el cura, ¡y amén! Me han vaciado el bosillo. Qué quieres, ¿qué corra a la calle y traiga al barrendero?
-Sí -dijo una voz.
Los tres se volvieron, asombrados.
-¡Cómo!
Se habían olvidado totalmente de Jaime, el hermano menor de Camila. Asomado a una ventana distante, se escarbaba los dientes, y contemplaba la llovizna y el bullicio de la ciudad.
-Hace cuatrocientos años -dijo Jaime con calma- se ensayó, y con éxito. No llamemos al barrendero, no, no. Alcen a Camila, con cama y todo, llévenla abajo y déjenla en la calle, junto a la puerta.
-¿Por qué? ¿Para qué?
-En una hora desfilan mil personas por la puerta -los ojos le brincaban a Jaime mientras contaba-. En un día, pasan veinte mil personas a la carrera, cojeando o cabalgando. Todos verán a mi hermana enferma, todos le contarán los dientes, le tirarán de las orejas, y todos, todos, sí, ofrecerán un remedio soberano. Y uno de esos remedios puede ser el que ella necesita.
-Ah -dijo el señor Wilkes, perplejo.
-Padre -dijo Jaime sin aliento-. ¿Conociste alguna vez a una hombre que no creyera ser el autor de la Materia Médica? Este ungüento verde para el ardor de garganta, aquella cataplasma de grasa de buey para la gangrena o la hinchazón. Pues bien, ¡hay diez mil boticarios que se nos escapan, toda una sabiduría que se nos pierde!
-Jaime, hijo, eres increíble.
-¡Cállate! -dijo la señora Wilkes-. Ninguna hija mía será puesta en exhibición en esta ni en ninguna calle...
-¡Vamos, mujer! -dijo el señor Wilkes-. Camila se derrite como un copo de nieve y dudas en sacarla de este cuarto caldeado. Jaime, ¡levanta la cama!
La señora Wilkes se volvió hacia su hija.
-¿Camila?
-Me da lo mismo morir en la intemperie -dijo Camila- donde la brisa fresca me acariciará los bucles cuando yo...
-¡Tonterías! -dijo el padre-. No te morirás. Jaime, ¡arriba! ¡Ajá! ¡Eso es! ¡Quítate del paso, mujer! Arriba, hijo, ¡más alto!
-Oh -exclamó débilmente Camila-. Estoy volando, volando...
De pronto, un cielo azul se abrió sobre Londres. La población, sorprendida, se precipitó a la calle, deseosa de ver, hacer, comprar alguna cosa. Los ciegos cantaban, los perros bailoteaban, los payasos cabriolaban, los niños dibujaban rayuelas y se arrojaban pelotas como si fuera un tiempo de carnaval.
En medio de todo este bullicio, tambaleándose, con las caras encendidas, Jaime y el señor Wilkes transportaban a Camila, que navegaba como una papisa allá arriba, en la cama-berlina, con los ojos cerrados, orando.
-¡Cuidado! -gritó la señora Wilkes-. ¡Ah, está muerta! No. Allí. Bájenla suavemente...
Por fin la cama quedó apoyada contra el frente de la casa, de modo que el río de humanidad que pasaba por allí pudiese ver a Camila, una muñeca Bartolemy grande y pálida, puesta al sol como un trofeo.
-Trae pluma, tinta y papel, muchacho -dijo el padre-. Tomaré nota de los síntomas y de los remedios. Los estudiaremos a la noche. Ahora...
Pero ya un hombre entre la multitud contemplaba a Camila con mirada penetrante.
-¡Está enferma! -dijo.
-Ah -dijo el señor Wilkes, alegremente-. Ya empieza. La pluma, hijo. Listo. ¡Adelante, señor!
-No se siente bien -el hombre frunció el ceño-. Está decaída...
-No se siente bien... Está decaída... -escribió el señor Wilkes, y de pronto se detuvo-. ¿Señor? -Lo miró con desconfianza.- ¿Es usted médico?
-Sí, señor.
-¡Me pareció haber oído esas palabras! Jaime, toma mi bastón, ¡échalo de aquí! ¡Fuera, señor, fuera!
Ya el hombre se alejaba blasfemando, terriblemente exasperado.
-No se siente bien, y está decaída... ¡bah! -imitó el señor Wilkes, y se detuvo. Pues ahora una mujer alta y delgada como un espectro recién salido de la tumba, señalaba con un dedo a Camila Wilkes.
-Vapores -entonó.
-Vapores -escribió el señor Wilkes, satisfecho.
-Fluido pulmonar -canturreó la mujer.
-¡Fluido pulmonar! -escribió el señor Wilkes, radiante-. Bueno, esto está mejor.
-Necesita un remedio para la melancolía -dijo la mujer débilmente-. ¡Hay en esta casa tierra de momias para hacer una pócima? Las mejores momias son las egipcias, árabes, hirasfatas, libias, todas muy útiles para los trastornos magnéticos. Pregunten por mí, la Gitana, en Flodden Road. Vendo piedra perejil, incienso macho...
-Flodden Road, piedra perejil... ¡más despacio, mujer!
-Opobálsamo, valeriana póntica...
-¡Aguarda, mujer! ¡Opobálsamo, sí! ¡Que no se vaya, Jaime!
Pero la mujer se escabulló, nombrando medicamentos.
Un muchacha de no más de diecisiete años, se acercó y observó a Camila Wilkes.
-Está...
-¡Un momento! -el señor Wilkes escribía febrilmente-. Trastornos magnéticos, valeriana póntica.
-¡Diantre! Bueno, niña, ya. ¿Qué ves en el rostro de mi hija? La miras fijamente, respiras apenas. ¿Bueno?
-Está... -la extraña joven escudriñó profundamente los ojos de Camila y balbuceó-. Sufre de... de...
-¡Dilo de una vez!
-Sufre de... de... ¡oh!
Y la joven, con una última mirada de honda simpatía, se perdió en la multitud.
-¡Niña tonta!
-No, papá -murmuró Camila, con los ojos muy abiertos-. Nada tonta. Veía. Sabía. Oh, Jaime, corre a buscarla, ¡dile que te explique!
-¡No, no ofreció nada! En cambio la gitana, ¡mira su lita!
-Ya sé, papá.
Camila, más pálida que nunca, cerró los ojos.
Alguien carraspeó.
Un carnicero, de delantal ensangrentado como un campo de batalla, se atusaba el mostacho fiero.
-He visto vacas con esa mirada -dijo-. Las curé con aguardiente y tres huevos frescos. En invierno yo mismo me curo con este elixir...
-¡Mi hija no es una vaca, señor! -el señor Wilkes dejó caer la pluma-. ¡Tampoco es carnicero, y estamos en primavera! ¡Apártese, señor! ¡Hay gente que espera!
Y en verdad, ahora una inmensa multitud, atraída por los otros, clamaba queriendo aconsejar una pócima favorita, o recomendar un sitio campestre donde llovía menos y había más sol que en toda Inglaterra o en el Sur de Francia. Ancianos y ancianas, doctos como todos los viejos, se atropellaban unos a otros en una confusión de bastones, en falanges de muletas y de báculos.
-¡Atrás! ¡Atrás! -gritó, alarmada, la señora Wilkes-. ¡Aplastarán a mi hija como una cereza tierna!
-¡Fuera de aquí!
Jaime tomó los báculos y muletas y los lanzó por encima de la multitud, que se alejó en busca de los miembros perdidos.
-Padre, me desmayo, me desmayo -musitó Camila.
-¡Padre! -exclamó Jaime-. Sólo hay un medio de impedir este tumulto. ¡Cobrarles! ¡Que paguen por opinar sobre esta dolencia!
-Jaime, ¡tú sí que eres mi hijo! Pronto, muchacho, ¡pinta un letrero! ¡Escuchen, señoras y señores! ¡Dos peniques! ¡A la cola, por favor, formen fila! Dos peniques por cada consejo. Muestren el dinero, ¡así! Eso es. Usted, señor. Usted, señora. Y usted, señor. ¡Y ahora la pluma! ¡Comencemos!
El gentío bullía como un mar encrespado.
Camila abrió un ojo y volvió a desmayarse.
Crepúsculo, las calles casi desiertas, sólo algunos vagabundos. Se oyó un tintineo familiar y los párpados de Camila temblaron como alas de mariposa.
-¡Trescientos noventa y nueve, cuatrocientos peniques!
El señor Wilkes echó en la alforja la última moneda de plata.
-¡Listo!
-Tendré un coche fúnebre hermoso y negro -dijo la joven pálida.
-¡Cállate! ¿Quién pudo imaginar, oh familia mía, que tanta gente, doscientos, pagaría por darnos su opinión?
-Sí -dijo la señora Wilkes-. Esposas, maridos, hijos, todos hacen oídos sordos, nadie escucha a nadie. Por eso pagan de buen grado a quien los escucha. Pobrecitos, todos creyeron hoy que ellos y sólo ellos conocía la angina, la hidropesía, el muermo, sabían distinguir la baba de la urticaria. Y así hoy somos ricos, y doscientas personas se sienten felices, luego de haber descargado frente a nuestra puerta toda su ciencia médica.
-Cielos, costó trabajo alejarlos. Al fin se fueron, mordisqueando como cachorros.
-Lee la lista, padre -dijo Jaime-. De las doscientas medicinas, ¿cuál será la verdadera?
-No importa -murmuró Camila, suspirando-. Oscurece ya, y esos nombres me revuelven el estómago. Quisiera ir arriba.
-Sí, querida. ¡Jaime, ayúdame!
-Por favor -dijo una voz.
Los hombres que ya se encorvaban, se irguieron para mirar.
El que había hablado era un barrendero de apariencia y estatura ordinarias, de cara de hollín, y en medio de la cara dos ojos azules y traslúcidos y la hendidura blanca de una sonrisa de marfil. De las mangas, de los pantalones, cada vez que se movía, o hablaba con voz serena, o gesticulaba, brotaba una nube de polvo.
-No pude llegar antes a causa del gentío -dijo el hombre, que tenía en las manos una gorra sucia-. Iba ya para casa y decidí venir. ¿He de pagar?
-No, barrendero, no es necesario -dijo Camila.
-Espera... -protestó el señor Wilkes.
Pero Camila lo miró dulcemente y el señor Wilkes calló.
-Gracias, señora. -La sonrisa del barrendero resplandeció como un rayo de sol en el crepúsculo-. Tengo un solo consejo.
Miraba a Camila. Camila lo miraba.
-¿No es hoy la noche de san Bosco, señor, señora?
-¿Quién lo sabe? ¡Yo no, señor! -dijo el señor Wilkes.
-Yo creo que es la noche de san Bosco, señor. Y además, es noche de plenilunio. Pues bien -prosiguió el barrendero humildemente, sin poder apartar la mirada de la hermosa joven enferma-, tienen que dejar a la hija de ustedes a la luz de esta luna creciente.
-¡A la intemperie y a la luz de la luna! -exclamó la señora Wilkes.
-¡No vuelve lunáticos a los hombres? -preguntó Jaime.
-Perdón, señor -el barrendero hizo una reverencia-. Pero la luna llena cura a todos los animales enfermos, ya sean humanos o simples bestias del campo. El plenilunio es un color sereno, una caricia reposada, y modela delicadamente el espíritu, y también el cuerpo.
-Pero, ¿y si llueve? -dijo la madre, inquieta.
-Lo juro -prosiguió rápidamente el barrendero-. Mi hermana padecía de esta misma desmayada palidez. Una noche de primavera la dejamos como una maceta de lirios, a la luz de la luna. Ahora vive en Sussex, verdadero espejo de la salud recobrada.
-¡Salud recobrada! ¡Plenilunio! Y no nos costará un solo penique de los cuatrocientos que nos dieron hoy, madre, Jaime, Camila.
-¡No! -dijo la señora Wilkes-. No lo permitiré.
-Madre -dijo Camila, mirando ansiosamente al barrendero.
El barrendero de cara tiznada contemplaba a Camila, y su sonrisa era como una cimitarra en la oscuridad.
-Madre -dijo Camila-. Es un presentimiento. La luna me curará, sí, sí.
La madre suspiró.
-Éste no es mi día, ni mi noche. Déjame besarte por última vez, entonces. Así.
Y la madre entró en la casa.
El barrendero se alejaba ahora, haciendo corteses reverencias.
-Toda la noche, entonces, recuérdenlo, a la luz de la luna, y que nadie las moleste hasta el alba. Que duerma usted bien, señorita. Sueñe, y sueñe lo mejor. Buenas noches.
El hollín se desvaneció en el hollín; el hombre desapareció.
El señor Wilkes y Jaime besaron la frente de Camila.
-Padre, Jaime -dijo la joven-. No hay por qué preocuparse.
Camila quedó sola, mirando fijamente a lo lejos.
Allá, en la oscuridad, parecía que una sonrisa titilaba, se apagaba, y se encendía otra vez, y luego se perdía en una esquina.
Camila aguardó a que saliera la luna.
La noche en Londres, voces soñolientas en las tabernas, portazos, despedidas de borrachos, tañidos de relojes. Camila vio una gata que se deslizaba como una mujer envuelta en pieles; vio una mujer que se deslizaba como una gata, sabias las dos, silenciosas, egipcias, oliendo a especias. Cada cuarto de hora llegaba desde la casa una voz:
-¿Estás bien, hija?
-Sí, padre.
-¿Camila?
-Madre, Jaime, estoy muy bien.
Y al fin:
-Buenas noches.
-Buenas noches.
Se apagaron las últimas luces. La ciudad dormía. La luna se asomó.
Y a medida que la luna subía, los ojos de Camila se agrandaba y miraban las alamedas, los patios, las calles, hasta que por fin, a media noche, la luna iluminó a Camila, y la muchacha fue como una figura de mármol sobre una tumba antigua.
Un movimiento en la oscuridad.
Camila aguzó el oído.
Una suave melodía brotaba del aire.
Un hombre esperaba en la calle sombría.
Camila contuvo el aliento.
El hombre avanzó hacia la luz de la luna, tañendo suavemente un laúd. Era un hombre bien vestido, de rostro hermoso, y, al menos ahora, solemne.
-Un trovador -dijo en voz alta Camila.
El hombre, con un dedo sobre los labios, se acercó silenciosamente, y se detuvo pronto junto al lecho.
-¿Qué hace aquí, señor, a estas horas? -preguntó la joven. No sabía por qué, pero no tenía miedo.
-Un amigo me envió a ayudarte.
El hombre rozó las cuerdas del laúd, que canturrearon dulcemente. Era hermoso, en verdad, envuelto en aquella luz de plata.
-Eso no puede ser -dijo Camila-. Me dijeron que la luna me curaría.
-Y lo hará, doncella.
-¿Qué canciones canta usted?
-Canciones de noches de primavera, de dolores y males sin nombre. ¿Quieres que nombre tu mal, doncella?
-Si lo sabe...
-Ante todo, los síntomas: fiebres violentas, fríos súbitos, pulso rápido y luego lento, arranques de cólera, luego una calma dulcísima, accesos de ebriedad luego de beber agua de pozo, vértigos cuando te tocan así, nada más...
El hombre rozó la muñeca de Camila, que cayó en un delicioso abandono.
-Depresiones, arrebatos -prosiguió el hombre-. Sueños...
-¡Basta! -exclamó Camila, fascinada-. Me conoce usted al dedillo. Nombre mi mal, ¡ahora!
-Lo haré -el hombre apoyó los labios en la palma de la mano de Camila, y la joven se estremeció violentamente-. Tu mal se llama Camila Wilkes.
-Qué extraño -Camila tembló, y en los ojos le brilló un fuego de lilas-. ¿De modo que soy mi propia dolencia? ¡Qué daño me hago! Ahora mismo, sienta mi corazón.
-Lo siento, sí.
-Los brazos, las piernas, arden con el calor del verano.
-Sí. Me queman los dedos.
-Y ahora, el viento nocturno, mire cómo tiemblo, ¡de frío! Me muero, me muero, ¡lo juro!
-No dejaré que te mueras -dijo el hombre en voz baja.
-¿Es usted doctor, entonces?
-No, soy sólo tu médico, tu médico vulgar y común, como esa otra persona que hoy adivinó tu mal.
La muchacha que iba a nombrarlo y se perdió en la multitud.
-Sí. Vi en sus ojos que ella sabía. Pero ahora me castañetean los dientes. Y no tengo manta con qué cubrirme.
-Déjame sitio, por favor. Así. Así. Veamos: dos brazos, dos piernas, cabeza y cuerpo. ¡Estoy todo aquí!
-Pero, señor...
-Para sacarte el frío de la noche, claro está.
-Oh, ¡si es como un hogar! Pero señor, señor, ¿no lo conozco? ¿Cómo se llama usted?
La cabeza del hombre se alzó rápidamente y echó una sombra sobre la cabeza de la joven. En el rostro del hombre resplandecían los ojos azules y cristalinos y la hendidura de marfil de la sonrisa.
-Bueno, Bosco, por supuesto -dijo.
-¡No es ése el nombre de un santo?
-Dentro de una hora me llamarás así, sin duda -acercó la cabeza. Y entonces, en el hollín de la sombra, Camila, llorando de alegría, reconoció al barrendero.
-Oh, ¡el mundo da vueltas! ¡Me siento morir! ¡El remedio, dulce doctor, o todo se habrá perdido!
-El remedio -dijo el hombre-. Y el remedio es este...
En alguna parte, los gallos cantaban. Un zapato, lanzado desde una ventana, pasó por encima de ellos y golpeó una cerca. Después todo fue silencio, y luna...
-Chist...
El alba. El señor y la señora Wilkes bajaron en puntillas las escalera y espiaron la calle.
-Muerta de frío, después de una noche terrible, ¡estoy segura!
-¡No, mujer, mira! ¡Vive! Tiene rosas en las mejillas. No, más que rosas. Duraznos, ¡cerezas! Mírala cómo resplandece, ¡toda blanca y rosada! Nuestra dulce Camila, viva y hermosa, sana una vez más.
Padre y madre se inclinaron junto al lecho de la joven dormida.
-Sonríe, está soñando. ¿Qué dice?
-El remedio -suspiró la joven-, el remedio soberano.
-¿Cómo, cómo?
La joven volvió a sonreír, en sueños, con una blanca sonrisa.
-Un remedio -murmuró-, ¡un remedio para la melancolía!
Camila abrió los ojos.
-Oh, ¡madre! ¡Padre!
-¡Hija! ¡Niña! ¡Ven arriba!
-No -Camila les tomó las manos, tiernamente-. ¿Madre? ¿Padre?
-¿Sí?
-Nadie nos verá. El sol asoma apenas. Por favor, bailemos juntos.
Resistiéndose, celebrando no sabían qué, los padres bailaron.



 •  0 comments  •  flag
Share on Twitter
Published on September 30, 2015 14:37

September 29, 2015

La noche de los crueles – Mariana Rergis





La noche de los crueles(Tierra Adentro, 2014) es el primer libro de cuento de Mariana Rergis (escritora mexicana, 1978), quien ha sido becaria del Centro Mexicano de Escritores (2004-2005) y del FONCA (2010-2011).
Sus páginas reúnen 14 relatos donde Rergis discurre en torno al insomnio, esa afección que se sufre en silencio y que tiene una amistad cercana con la locura. Como una estoica insomne, la autora aprovechó cada minuto en el que permaneció despierta cuando nadie más lo hacía, en esos momentos donde el mínimo sonido es un estruendo desolador que recuerda que nada debe permanecer alerta y que sí, no poder descansar es una especie de maldición.
Rergis habló sobre lo anterior en su presentación en Tuxtla, en el VIII Encuentro Nacional de Poetas y Primero de Narradores Carruaje de Pájaros, lugar donde tuve el placer de conocerla y charlar con ella en varias ocasiones.
7 son los los cuentos que  se convirtieron en mis favoritos. En “Pies fríos”, la creación de pesadillas para evitar el sueño y tratar de convencer a los demás (sobre todo a uno mismo) de que la noche encierra monstruos que libera en nuestras mentes en reposo se convierte en una necesidad imperiosa para rehuir de la muerte que acecha en la oscuridad, en lo desconocido. Augurios funestos e historias de muerte para dormir aguardan cada noche por el nieto de una anciana que sólo quiere un compañero para mantenerse en vela.
“Funámbula” es, quizá, el cuento más triste del libro. El insomnio no sólo afecta al ser humano, y es peor el caso de un animal enfermo porque éste no puede expresarse con palabras, y no hay remedio para lo que se calla. Una bestia siempre será mucho más imponente, pero también mucho más frágil.
“Un rojo destello” demuestra lo atractivo que puede resultar un vicio, y más aún quien lo comparte. Expone los principales engaños, por mínimos que sean, entre una pareja que ha decidió vivir junta a pesar de lo poco que se conocen, a pesar de todo. Por supuesto, la tentación a lo prohibido se presenta, y de manera mucho más contundente.
“Ella yacía en su tumba” es el reflejo de lo que sucede cuando un anhelo, ya sea de amor o de venganza, se convierte en la única razón para vivir. Pero cuando lo lejano se vuelve una posibilidad, fractura todo pensamiento creado, toda opción planeada. Cuando lo inalcanzable finalmente cede, el deseo cesa junto con todo afán.
“Aída y las locas” es un destello fulminante de violencia, una bofetada de la realidad de un hospital psiquiátrico exclusivo para el género femenino. La narración de este relato es fascinante y está muy bien lograda, es una lectura que obliga a releer los párrafos por lo fuerte de las imágenes y que despierta cierta angustia que no permite interrumpir la lectura.
“La mano insomne” me recordó a las películas de terror The Beast with 5 Fingers(1946) y The hand (1981), y también a dos cuentos que he leído recientemente, “La mano”, de Ana Punset, y “La mano anárquica”, de Pablo Raphael (repito: mis lecturas se llaman entre sí). Es increíble como esas dos extremidades tan necesarias y útiles pueden tener fines contrarios a los de la creación, como pueden convertirse en armas mortales incluso para su propietario. Perder la sensibilidad y saber ajeno algún miembro del propio cuerpo ya es lo suficientemente aterrador, ¿pero qué hacer si se descubre que aquel conspira contra el resto del cuerpo, como una especie de cáncer fulminante?
“Insomnio” es la antropomorfización del padecimiento, es la representación de éste en una hermosa y posesiva mujer, en una dama agresiva pero de grácil movimiento, en una belleza que corrompe y destroza, que seduce y engaña.
“La mujer esqueleto (leyenda esquimal)” cierra el libro, y es una interpretación de la autora de la mitología inuit, muy parecida a la leyenda de Sedna, donde una mujer, la autoridad de una figura paterna y la inmensidad del océano convergen en un trágico y conmovedor suceso.
El libro está a la venta en El Sótano.

Para finalizar, transcribo algunas de las mejores frases del libro:
Papalotes
“La casa volvió a quedarse vacía, habitada por un silencio tan pesado que podía tocarse.” p. 30

Hay unos ojos
“…sólo los muertos miran como el abismo…” p. 47

Una familia de mal dormir
“Envidié a las familias que dormían; ellos al menos tenían un tercoi de su vida para descansar uno del otro.” p. 50
“…lo instruí, en fin, en el oficiio del insomne” p. 54

Un rojo destello
“…ella se encontraba casi feliz enroscándose como una serpiente mientras él dormía silencioso.” p. 67
“…la vida era algo muy preciado y no cualquiera la merece, hay que salir a pelearla, a esforzarse por ella.” p. 68
“…la decadencia también tiene un encanto: la de arrojarse detrás de la inalcanzable belleza.” p. 71

La noche de los crueles
“…en México todo el mundo cree en fantasmas y todo el mundo dice haber tenido encuentros con ellos en algún momento de su vida. Es un tema cotidiano de conversación, algo que nadie confesaría a menos que los otros quisieran confesarlo.” p. 76

Ella yacía en su tumba
“Ve a destruir lo que le resta de vida. Ve a calmar tu conciencia de alguna forma. Que te vea para que se sienta mierda. Que sepa que ni en la muerte que se inventó puede escapar de ti, que sepa que tú la encontrarás siempre, en cualquier vida que ella trate de reconstruir, aunque la que ahora tiene sea bastante más miserable que la que ya dejó.” p. 94

Aída y las locas
“Hay algunas que hacen las noches pasaderas, como ésa que se masturba.” p. 95

La mano insomne
“Nunca he podido dejar de escribir, no he podido dejar de agarrar botellas de vino, no he podido dejar de buscar rostros sobre los cuales impactarme, no he podido dejar de hacer daño… y ahora no puedo arrepentirme de todo lo que he hecho y, sobre todo, no puedo olvidar.” p. 107
“Usted sólo ha hecho una cosa buena en su vida,: escribir.” p. 109

“Sólo saqué de ti desastres.” Ibídem
 •  0 comments  •  flag
Share on Twitter
Published on September 29, 2015 19:10

September 23, 2015

Encuentro de arte Jóvenes creadores del Fonca (Generación 2014-2015, primer periodo)



Mañana inicia el tercer y último encuentro del primer periodo del Programa Jóvenes Creadores generación 2014-2015, en Cuernavaca, Morelos.
Los tres días habrá eventos culturales y muestras de los proyectos artísticos que se desarrollaron durante un año, y la entrada es abierta a todo público.
Mención especial merece la presentación de la Antología de Letras, Dramaturgia y Guión Cinematográficos del viernes a las 19:00 h. en la Sala Miguel Zacarías Cine Morelos (Av. Morelos 183 en el Centro Histórico), en la que participo con un cuento.
Ser becaria del Fonca ha sido una experiencia muy grata, pero escribiré mucho más al respecto al regresar de este encuentro y a manera de cierre, tras un año de trabajo en mi proyecto recientemente finalizado y que espera las últimas correcciones para salir al mundo.


 •  0 comments  •  flag
Share on Twitter
Published on September 23, 2015 18:59

September 19, 2015

Irreverencias maravillosas: La necesidad de ser

El misántropo (Molière,1966)


El texto de este mes para mi columna mensual, Irreverencias maravillosas, de la Revista VozEd, está dedicado a los misántropos, seres humanos que, sin gratuidad, repudian a su propia especie.


Pueden leer la versión completa del texto directamente de la revista, en este enlace.


 La necesidad de ser
La existencia humana debe ser una especie de error.
Schopenhauer
Es absurdo dividir a la gente en buena y malaLa gente es tan sólo encantadora o aburrida. 
Oscar Wilde

Si bien es cierto que el ser humano es un animal social por naturaleza (el animal político de Aristóteles), en ocasiones es también esta misma naturaleza la que lo hace buscar la soledad o el aislamiento. Debido a las limitaciones y el considerable retraso de desarrollo respecto a otras especies al momento del nacimiento, el hombre necesita de la sociedad para madurar y lograr ser un ente independiente. Desde las agrupaciones más pequeñas, como la familia, hasta las más extensas, como las ciudades, éste ha creado una estructura social para desarrollarse, subsistir y lograr objetivos que en aislamiento le resultarían imposibles, de ahí que, para el filósofo griego, el hombre aislado fuera inferior a sus congéneres o su contraparte, superior.

Podría pensarse entonces que el misántropo surge de la superación de aquella necesidad humana por el desarrollo, cuando puede valerse por sí mismo y los demás representan un obstáculo más que un apoyo. Coexiste en sociedad pero ya no como un requisito, ha descubierto trampas y mentiras, sabe que su especie es capaz de crear o destruir por igual. Cioran lo tenía muy claro respecto a la diferencia del total y sus partes: «Yo no soy un amigo del hombre y no estoy en absoluto orgulloso de ser un hombre. Es más: tener confianza al hombre representa un peligro amenazador, la creencia en el hombre es una gran necedad, una locura. Yo soy una persona que en el fondo desprecia, podríamos decir, al hombre. Desde luego, tengo aún muy buenos amigos, pero, si pienso en el hombre en general, siempre llego a la misma conclusión: la de que tal vez habría sido mejor que no hubiera existido nunca».

Un sinnúmero de filósofos, escritores, directores y músicos se incluyen en la lista de misántropos célebres, entre ellos Arthur Schopenhauer, Michel Houellebecq, Emil Cioran, Friedrich Wilhelm Nietzsche, Donatien Alphonse François de Sade, André Gide, Charles Bukowski, Fernando Vallejo (un «misántropo amoroso», lo mismo que Cioran), Jonathan Swift, Oscar Wilde, J.D. Salinger, Stanley Kubrick, Steven Patrick Morrissey y Edward Gorey; e incluso personajes de ficción, como Edward Hyde, Sherlock Holmes, Tyler Durden o Hannibal Lecter.

Un misántropo no es, como podría pensarse, un pesimista o amargado; es una persona capaz de reflexionar sobre la existencia y sus insoportables particularidades, características que suelen ser conocidas pero disfrazadas, y por lo tanto ignoradas deliberadamente para tener una vida más llevadera y común, para aligerar el viaje y pretender una felicidad anhelada. Un misántropo conoce por completo las perturbadoras e incómodas singularidades de su propia existencia, ha desvelado las mentiras y fraudes de la religión y la autoridad, conoce y sufre el asombro y el terror por la muerte y la soledad; así como el tormento por la insignificancia de su especie y su inherente e incalculable sandez, aquella que Einstein estimaba mucho más infinita que el universo.

El suicidio tiene su parte en este tema: ¿Por qué seguir con algo que no se soporta? Diversos pensadores han argumentado a favor del suicidio, como acto o como idea, desde una postura de entendimiento. Esto no significa que alentaran a los demás a hacerlo o que ellos mismos eligieran esa opción, y no hay mejor ejemplo que el de Cioran, quien fue cuestionado en varias ocasiones al respecto y en dos ocasiones respondió lo siguiente: «Sin el suicidio la vida sería, en mi opinión, verdaderamente insoportable. No necesitamos matarnos. Necesitamos saber que podemos matarnos. Esa idea es exultante. Te permite soportarlo todo […] Yo he escrito sobre el suicidio, pero todas las veces he explicado: escribir sobre el suicidio es vencer el suicidio. Eso es muy importante […] Estoy absolutamente convencido de que, si no hubiera escrito, me habría suicidado». Lo que se necesita es saber la muerte como una posibilidad siempre al alcance de la mano, de la boca, de la sien. Conocer la ruta de escape y saberla siempre accesible. André Gide describe esta presencia necesaria e inofensiva, por más funesta que parezca: «El pensamiento de la muerte no me abandona casi nunca; me habita sin ensombrecerme».

Thomas Bernhard no hablaba sólo de los misántropos ni pensaba que fueran los únicos «pesimistas» cuando afirmó que «…todos los hombres (…) tienen causa, motivo, para matar su existencia, pero no la voluntad para ello, y otros tienen la voluntad y no tienen las fuerzas, y otros más la voluntad y las fuerzas para ello, pero ninguna posibilidad. Sin embargo, tanto en la persona más complicada como en la más sencilla, todo es un motivo, en cualquier caso, por lo menos una vez al día».
 •  0 comments  •  flag
Share on Twitter
Published on September 19, 2015 19:01

August 31, 2015

El incidente del Puente del Búho - Ambrose Bierce (cuento)





"El incidente del Puente del Búho" es un increíble y perfecto cuento circular de Ambrose Bierce (escritor y periodista estadounidense, 1842-1914). Bierce fue uno de los autores más prolíficos de historias cortas,  con un estilo particularmente pesimista y mordaz, de implacable ingenio. 
Entre muchas otras publicaciones, The Devil's Dictionary (1911) es un claro ejemplo de lo anterior, del cual transcribiré algunas entradas (y cuya lectura frecuentaba hace varios años):
Absurdo, s. Declaración de fe en manifiesta contradicción con nuestra opiniones. Adj. Cada uno de los reproches que se hacen a este excelente diccionario.

Fidelidad, s. Virtud que caracteriza a los que están por ser traicionados.

Humildad, s. Paciencia inusitada para planear una venganza que valga la pena.

Nihilista, s. Ruso que niega la existencia de todo, menos de Tolstoi. El jefe de esta escuela es Tolstoi.

Prejuicio, s. Opinión vagabunda sin medios visibles de sostén.
Venganza, s. Roca natural sobre la que se alza el Templo de la Ley.

En cuanto a las temáticas de su narración, suelen compararlo con Poe, Hawthorne y Lovecraft. Particularmente, este cuento se sitúa en el contexto histórico de la Guerra Civil estadounidense y narra la tragedia de un terrateniente del sur que está a punto de ser ejecutado en la horca por soldados del norte, acusado de sabotaje. La descripción realista de las emociones e impresiones del protagonista son magníficas, y durante todo el relato persiste cierta sensación de angustia y terror, características propias de la obra de Bierce.



El incidente del Puente del Búho

Desde un puente ferroviario, al norte de Alabama, un hombre contemplaba el rápido discurrir del agua seis metros más abajo. Tenía las manos detrás de la espalda, las muñecas sujetas con una soga; otra soga, colgada al cuello y atada a un grueso tirante por encima de su cabeza, pendía hasta la altura de sus rodillas. Algunas tablas flojas colocadas sobre los durmientes de los rieles le prestaban un punto de apoyo a él y a sus verdugos, dos soldados rasos del ejército federal bajo las órdenes de un sargento que, en la vida civil, debió de haber sido agente de la ley. No lejos de ellos, en el mismo entarimado improvisado, estaba un oficial del ejército con las divisas de su graduación; era un capitán. En cada lado un vigía presentaba armas, con el cañón del fusil por delante del hombro izquierdo y la culata apoyada en el antebrazo cruzado transversalmente sobre el pecho, postura forzada que obliga al cuerpo a permanecer erguido. A estos dos hombres no les interesaba lo que sucedía en medio del puente. Se limitaban a bloquear los lados del entarimado. Delante de uno de los vigías no había nada; la vía del tren penetraba en un bosque un centenar de metros y, dibujando una curvatura, desaparecía. No muy lejos de allí, sin duda, había una posición de vanguardia. En la otra orilla, un campo abierto ascendía con una ligera pendiente hasta una empalizada de troncos verticales con aberturas para los fusiles y un solo ventanuco por el cual salía la boca de un cañón de bronce que dominaba el puente. Entre el puente y el fortín estaban situados los espectadores: una compañía de infantería, en posición de descanso, es decir, con la culata de los fusiles en el suelo, el cañón inclinado levemente hacia atrás contra el hombro derecho, las manos cruzadas encima de la caja. A la derecha de la hilera de soldados había un teniente; la punta de su sable tocaba tierra, la mano derecha reposaba encima de la izquierda. Sin contar con los verdugos y el reo en el medio del puente, nadie se movía. La compañía de soldados, delante del puente, miraba fijamente, hierático. Los vigías, en frente de los límites del río, podrían haber sido esculturas que engalanaban el puente. El capitán, con los brazos entrelazados y mudo, examinaba el trabajo de sus auxiliares sin hacer ningún gesto. Cuando la muerte se presagia, se debe recibir con ceremonias respetuosas, incluso por aquéllos más habituados a ella. Para este mandatario, según el código castrense, el silencio y la inmovilidad son actitudes de respeto.
El hombre cuya ejecución preparaban tenía unos treinta y cinco años. Era civil, a juzgar por su ropaje de cultivador. Poseía elegantes rasgos: una nariz vertical, boca firme, ancha frente, cabello negro y ondulado peinado hacia atrás, inclinándose hacia el cuello de su bien terminada levita. Llevaba bigote y barba en punta, pero sin patillas; sus grandes ojos de color grisáceo desprendían un gesto de bondad imposible de esperar en un hombre a punto de morir. Evidentemente, no era un criminal común. El liberal código castrense establece la horca para todo el mundo, sin olvidarse de las personas decentes.
Finalizados los preparativos, los dos soldados se apartaron a un lado y cada uno retiró la madera sobre la que había estado de pie. El sargento se volvió hacia el oficial, lo saludó y se colocó detrás de éste. El oficial, a su vez, se desplazó un paso. Estos movimientos dejaron al reo y al suboficial en los límites de la misma tabla que cubría tres durmientes del puente. El extremo donde se situaba al civil casi llegaba, aunque no del todo, a un cuarto durmiente. La tabla se mantenía en su sitio por el peso del capitán; ahora lo estaba por el peso del sargento. A una señal de su mando, el sargento se apartaría, se balancearía la madera, y el reo caería entre dos durmientes. Consideró que esta acción, debido a su simplicidad, era la más eficaz. No le habían cubierto el rostro ni vendado los ojos. Observó por un instante su inseguro punto de apoyo y miró vagamente el agua que corría por debajo de sus pies formando furiosos torbellinos. Una madera que flotaba en la superficie le llamó la atención y la siguió con la vista. Apenas avanzaba. ¡Qué indolente corriente!
Cerró los ojos para recordar, en estos últimos instantes, a su mujer y a sus hijos. El agua brillante por el resplandor del sol, la niebla que se cernía sobre el río contra las orillas escarpadas no lejos del puente, el fortín, los soldados, la madera que flotaba, todo en conjunto lo había distraído. Y en este momento tenía plena conciencia de un nuevo motivo de distracción. Al dejar el recuerdo de sus seres queridos, escuchaba un ruido que no comprendía ni podía ignorar, un ruido metálico, como los martillazos de un herrero sobre el yunque. El hombre se preguntó qué podía ser este ruido, si procedía de una distancia cercana o alejada: ambas hipótesis eran posibles. Se reproducía en regulares plazos de tiempo, tan pausadamente como las campanas que doblan a muerte. Esperaba cada llamada con impaciencia, sin comprender por qué, con recelo. Los silencios eran cada vez más largos; las demoras, enloquecedoras. Los sonidos eran menos frecuentes, pero aumentaba su contundencia y su nitidez, molestándole los oídos. Tuvo pánico de gritar... Oía el tictac de su reloj.
Abrió los ojos y escuchó cómo corría el agua bajo sus pies. «Si lograra desatar mis manos -pensó- podría soltarme del nudo corredizo y saltar al río; esquivaría las balas y nadaría con fuerza, hasta alcanzar la orilla; después me internaría en el bosque y huiría hasta llegar a casa. A Dios gracias, todavía permanece fuera de sus líneas; mi familia está fuera del alcance de la Posición más avanzada de los invasores.» Mientras se sucedían estos pensamientos, reproducidos aquí por escrito, el capitán inclinó la cabeza y miró al sargento. El suboficial se colocó en un extremo.

II
Peyton Farquhar, cultivador adinerado, provenía de una respetable familia de Alabama. Propietario de esclavos, político, como todos los de su clase fue, por supuesto, uno de los primeros secesionistas y se dedicó, en cuerpo y alma, a la causa de los Estados del Sur. Determinadas condiciones, que no podemos divulgar aquí, impidieron que se alistara en el valeroso ejército cuyas nefastas campañas finalizaron con la caída de Corinth, y se enojaba de esta trabazón sin gloria, anhelando conocer la vida del soldado y encontrar la ocasión de distinguirse. Estaba convencido de que esta ocasión llegaría para él, como llega a todo el mundo en tiempo de guerra. Entre tanto, hacía lo que podía. Ninguna acción le parecía demasiado modesta para la causa del Sur, ninguna aventura lo suficientemente temeraria si era compatible con la vida de un ciudadano con alma de soldado, que con buena voluntad y sin apenas escrúpulos admite en buena parte este refrán poco caballeroso: en el amor y en la guerra, todos los medios son buenos.
Una tarde, cuando Farquhar y su mujer estaban descansando en un rústico banco, próximo a la entrada de su parque, un soldado confederado detuvo su corcel en la verja y pidió de beber. La señora Farquhar sólo deseaba servirle con sus níveas manos. Mientras fue a buscar un vaso de agua, su esposo se aproximó al polvoriento soldado y le pidió ávidamente información del frente.
-Los yanquis están reparando las vías del ferrocarril -dijo el hombre- porque se preparan para avanzar. Han llegado hasta el Puente del Búho, lo han reparado y han construido una empalizada en la orilla norte. Por una orden, colocada en carteles por todas partes, el comandante ha dictaminado que cualquier civil a quien se le sorprenda en intento de sabotaje a las líneas férreas será ejecutado sin juicio previo. Yo he visto la orden.
-¿A qué distancia está el Puente del Búho? -pregunto Faquhar.
-A unos cincuenta kilómetros.
-¿No hay tropas a este lado del río?
-Un solo piquete de avanzada a medio kilómetro, sobre la vía férrea, y un solo vigía de este lado del puente.
-Suponiendo que un hombre -un ciudadano aficionado a la horca- pudiera despistar la avanzadilla y lograse engañar al vigía -dijo el plantador sonriendo-, ¿qué podría hacer?
El militar pensó:
-Estuve allí hace un mes. La creciente de este invierno pasado ha acumulado una enorme cantidad de troncos contra el muelle, en esta parte del puente. En estos momentos los troncos están secos y arderían con mucha facilidad.
En ese mismo instante, la mujer le acercó el vaso de agua. Bebió el soldado, le dio las gracias, saludó al marido y se alejó con su cabalgadura. Una hora después, ya de noche, volvió a pasar frente a la plantación en dirección al norte, de donde había venido. Aquella tarde había salido a reconocer el terreno. Era un soldado explorador del ejército federal.

III
Al caerse al agua desde el puente, Peyton Farquhard perdió la conciencia, como si estuviera muerto. De este estado salió cuando sintió una dolorosa presión en la garganta, seguida de una sensación de ahogo. Dolores terribles, fulgurantes, cruzaban todo su cuerpo, de la cabeza a los pies. Parecía que recorrían líneas concretas de su sistema nervioso y latían a un ritmo rápido. Tenía la sensación de que un enorme torrente de fuego le subía la temperatura insoportablemente. La cabeza le parecía a punto de explotar. Estas sensaciones le impedían cualquier tipo de raciocinio, sólo podía sentir, y esto le producía un enorme dolor. Pero se daba cuenta de que podía moverse, se balanceaba como un péndulo de un lado para otro. Después, de un solo golpe, muy brusco, la luz que lo rodeaba se alzó hasta el cielo. Hubo un chapoteo en el agua, un rugido aterrador en sus oídos y todo fue oscuridad y frío. Al recuperar la conciencia supo que la cuerda se había roto y él había caído al río. Ya no tenía la sensación de estrangulamiento: el nudo corredizo alrededor de su garganta, además de asfixiarle, impedía que entrara agua en sus pulmones. ¡Morir ahorcado en el fondo de un río! Esta idea le parecía absurda. Abrió los ojos en la oscuridad y le pareció ver una luz por encima de él, ¡tan lejana, tan inalcanzable! Se hundía siempre, porque la luz desaparecía cada vez más hasta convertirse en un efímero resplandor. Después creció de intensidad y comprendió a su pesar que subía de nuevo a la superficie, porque se sentía muy cómodo. «Ser ahogado y ahorcado -pensó- no está tan mal. Pero no quiero que me fusilen. No, no habrán de fusilarme. Eso no sería justo.»
Aunque inconsciente del esfuerzo, el vivo dolor de las muñecas le comunicaba que trataba de deshacerse de la cuerda. Concentró su atención en esta lucha como si fuera un tranquilo espectador que podía observar las habilidades de un malabarista sin demostrar interés alguno por el resultado. Qué prodigioso esfuerzo. Qué magnífica, sobrehumana energía. ¡Ah, era una tentativa admirable! ¡Bravo! Se desató la cuerda: sus brazos se separaron y flotaron hasta la superficie. Pudo discernir sus manos a cada lado, en la creciente luz. Con nuevo interés las vio agarrarse al nudo corredizo. Quitaron salvajemente la cuerda, la lanzaron lejos, con rabia, y sus ondulaciones parecieron las de una culebra de agua. «¡Ponla de nuevo, ponla de nuevo!» Creyó gritar estas palabras a sus manos, porque después de liberarse de la soga sintió el dolor más inhumano hasta entonces. El cuello le hacía sufrir increíblemente, la cabeza le ardía; el corazón, que apenas latía, estalló de inmediato como si fuera a salírsele por la boca. Una angustia incomprensible torturó y retorció todo su cuerpo. Pero sus manos no le respondieron a la orden. Golpeaban el agua con energía, en rápidas brazadas de arriba hacia abajo, y lo sacaron a flote. Sintió emerger su cabeza. El resplandor del sol lo cegó; su pecho se expandió con fuertes convulsiones. Después, un dolor espantoso y sus pulmones aspiraron una gran bocanada de oxígeno, que al instante exhalaron en un grito.
Ahora tenía plena conciencia de sus facultades; eran, verdaderamente, sobrenaturales y sutiles. La terrible perturbación de su organismo las había definido y despertado de tal manera que advertían cosas nunca percibidas hasta ahora. Sentía los movimientos del agua sobre su cara, escuchaba el ruido que hacían las diminutas olas al golpearlo. Miraba el bosque en una de las orillas y conocía cada árbol, cada hoja con todos sus nervios y con los insectos que alojaba: langostas, moscas de brillante cuerpo, arañas grises que tendían su tela de ramita en ramita. Contempló los colores del prisma en cada una de las gotas de rocío sobre un millón de briznas de hierba. El zumbido de los moscardones que volaban sobre los remolinos, el batir de las alas de las libélulas, las pisadas de las arañas acuáticas, como remos que levanta una barca, todo eso era para él una música totalmente perceptible. Un pez saltó ante su vista y escuchó el deslizar de su propio cuerpo que surcaba la corriente.
Había llegado a la superficie con el rostro a favor de la corriente. El mundo visible comenzó a dar vueltas lentamente. Entonces vio el puente, el fortín, a los vigías, al capitán, a los dos soldados rasos, sus verdugos, cuyas figuras se distinguían contra el cielo azul. Gritaban y gesticulaban, señalándolo con el dedo; el oficial le apuntaba con su revólver, pero no disparaba; los otros carecían de armamento. Sus movimientos a simple vista resultaban extravagantes y terribles; sus siluetas, grandiosas.
De pronto escuchó un fuerte estampido y un objeto sacudió fuertemente el agua a muy poca distancia de su cabeza, salpicando su cara. Escuchó un segundo estampido y observó que uno de los vigías tenía aún el fusil al hombro; de la boca del cañón ascendía una nube de color azul. El hombre del río vio cómo le apuntaba a través de la mirilla del fusil. Al mirar a los ojos del vigía, se dio cuenta de su color grisáceo y recordó haber leído que todos los tiradores famosos tenían los ojos de ese color; sin embargo, éste falló el tiro.
Un remolino le hizo girar en sentido contrario; nuevamente tenía a la vista el bosque que cubría la orilla opuesta al fortín. Escuchó una voz clara detrás de él; en un ritmo monótono, llegó con una extremada claridad anulando cualquier otro sonido, hasta el chapoteo de las olas en sus oídos. A pesar de no ser soldado, conocía bastante bien los campamentos y lo que significaba esa monserga en la orilla: el oficial cumplía con sus quehaceres matinales. Con qué frialdad, con qué pausada voz que calmaba a los soldados e imponía la suya, con qué certeza en los intervalos de tiempo, se escucharon estas palabras crueles:
-¡Atención, compañía ...! ¡Armas al hombro...! ¡Listos...! ¡Apunten...! ¡Fuego...!
Farquhar pudo sumergirse tan profundamente como era necesario. El agua le resonaba en los oídos como la voz del Niágara. Sin embargo, oyó la estrepitosa descarga de la salva y, mientras emergía a la superficie, encontró trozos de metal brillante, extremadamente chatos, bajando con lentitud. Algunos le alcanzaron la cara y las manos, después siguieron descendiendo. Uno se situó entre su cuello y la camisa: era de un color desagradable, y Farquhar lo sacó con energía.
Llegó a la superficie, sin aliento, después de permanecer mucho tiempo debajo del agua. La corriente lo había arrastrado muy lejos, cerca de la salvación. Mientras tanto, los soldados volvieron a cargar sus fusiles sacando las baquetas de sus cañones. Otra vez dispararon y, de nuevo, fallaron el tiro. El perseguido vio todo esto por encima de su hombro. En ese momento nadaba enérgicamente a favor de la corriente. Todo su cuerpo estaba activo, incluyendo la cabeza, que razonaba muy rápidamente. «El teniente -pensó- no cometerá un segundo error. Esto era un error propio de un oficial demasiado apegado a la disciplina. ¿Acaso no es más fácil eludir una salva como si fuese un solo tiro? En estos momentos, seguramente, ha dado la orden de disparar a voluntad. ¡Qué Dios me proteja, no puedo esquivar a todos!»
A dos metros de allí se escuchó el increíble estruendo de una caída de agua seguido de un estrepitoso escándalo, impetuoso, que se alejaba disminuyendo, y parecía propasarse en el aire en dirección al fortín, donde sucumbió en una explosión que golpeó las profundidades mismas del río. Se levantó una empalizada líquida, curvándose por encima de él; lo cegó y lo ahogó. ¡Un cañón se había unido a las demás armas! El obús sacudió el agua, oyó el proyectil, que zumbó delante de él despedazando las ramas de los árboles del bosque cercano.
«No empezarán de nuevo -pensó-. La próxima vez cargarán con metralla. Debo fijarme en la pieza de artillería, el humo me dirigirá. La detonación llega demasiado tarde: se arrastra detrás del proyectil. Es un buen cañón.» De inmediato comenzó a dar vueltas y más vueltas en el mismo punto: giraba como una peonza. El agua, las orillas, el bosque, el puente, el fortín y los hombres ahora distantes, todo se mezclaba y desaparecía. Los objetos ya no eran sino sus colores; todo lo que veía eran banderas de color. Atrapado por un remolino, marchaba tan rápidamente que tenía vértigo y náuseas. Instantes después se encontraba en un montículo, en el lado izquierdo del río, oculto de sus enemigos. Su inmovilidad inesperada, el contacto de una de sus manos contra la pedriza, le devolvió los sentidos y lloró de alegría. Sus dedos penetraron la arena, que se echó encima, bendiciéndola en voz alta. Para su parecer era la cosa más preciosa que podría imaginar en esos momentos. Los árboles de la orilla eran gigantescas plantas de jardinería; le llamó la atención el orden determinado en su disposición, respiró el aroma de sus flores. La luz brillaba entre los troncos de una forma extraña y el viento entonaba en sus hojas una armoniosa música interpretada por una arpa eólica. No quería seguir huyendo, le bastaba permanecer en aquel lugar perfecto hasta que lo capturaran.
El silbido estrepitoso de la metralla en las hojas de los árboles lo despertaron de su sueño. El artillero, decepcionado, le había enviado una descarga al azar como despedida. Se alzó de un brinco, subió la cuesta del río con rapidez y se adentró en el bosque.
Caminó todo el día, guiándose por el sol. El bosque era interminable; no aparecía por ningún sitio el menor claro, ni siquiera un camino de leñador. Ignoraba vivir en una región tan salvaje, y en este pensamiento había algo de sobrenatural.
Al anochecer continuó avanzando, hambriento y fatigado, con los pies heridos. Continuaba vivo por el pensamiento de su familia. Al final encontró un camino que lo llevaba a buen puerto. Era ancho y recto como una calle de ciudad. Y, sin embargo, no daba la impresión de ser muy conocido. No colindaba con ningún campo; por ninguna parte aparecía vivienda alguna. Nada, ni siquiera el ladrido de un perro, sugería un indicio de humanidad próxima. Los cuerpos de los dos enormes árboles parecían dos murallas rectilíneas; se unían en un solo punto del horizonte, como un diagrama de una lección de perspectiva. Por encima de él, levantó la vista a través de una brecha en el bosque, y vio enormes estrellas áureas que no conocía, agrupadas en extrañas constelaciones. Supuso que la disposición de estas estrellas escondía un significado nefasto. De cada lado del bosque percibía ruidos en una lengua desconocida.
Le dolía el cuello; al tocárselo lo encontró inflamado. Sabía que la soga lo había marcado con un destino trágico. Tenía los ojos congestionados, no podía cerrarlos. Su lengua estaba hinchada por la sed; sacándola entre los dientes apaciguaba su fiebre. La hierba cubría toda aquella avenida virgen. Ya no sentía el suelo a sus pies.
Dejando a un lado sus sufrimientos, seguramente se ha dormido mientras caminaba, porque contempla otra nueva escena; quizá ha salido de una crisis delirante. Se encuentra delante de las rejas de su casa. Todo está como lo había dejado, todo rezuma belleza bajo el sol matinal. Ha debido caminar, sin parar, toda la noche. Mientras abre las puertas de la reja y sube por la gran avenida blanca, observa unas vestiduras flotar ligeramente: su esposa, con la faz fresca y dulce, sale a su encuentro bajando de la galería, colocándose al pie de la escalinata con una sonrisa de inenarrable alegría, en una actitud de gracia y dignidad incomparables. ¡Qué bella es! Él se lanza para abrazarla. En el momento en que se dispone a hacerlo, siente en su nuca un golpe que le atonta. Una luz blanca y enceguecedora clama a su alrededor con un estruendo parecido al del cañón... y después absoluto silencio y absoluta oscuridad.

Peyton Farquhar estaba muerto. Su cuerpo, con el cuello roto, se balanceaba de un lado a otro del Puente del Búho.
 •  0 comments  •  flag
Share on Twitter
Published on August 31, 2015 19:47

August 30, 2015

Edward Gorey's Dracula: A Toy Theatre







Edward Gorey's Dracula: A Toy Theatre (Pomegranate, 2007) es un magnífico y hermoso estuche de tapa dura que contiene un teatro en miniatura de la obra de Drácula, basada en la producción de 1977 de Edward Gorey para su adaptación en Broadway, con la que ganó el Tony Award por el diseño de los vestuarios.
Edward Gorey (artista y escritor estadounidense, 1925-2000) escribió más de 100 obras (la mayoría publicados por Libros del Zorro Rojo, una magnífica editorial española de libros ilustrados), y es particularmente popular su poema The Gashlycrumb Tinies, en el que narra una trágica sucesión alfabética de niños que han perdido la vida. Siniestra es una palabra acertada para describir su arte, en la que también se debe incluir el término inocente. Gorey crea mundos atribulados por trágicos sucesos, donde la fatalidad espera a la vuelta de cualquier esquina, dentro de un jarrón antiguo o en el mismo aire, todo en un contexto social europeo del siglo XIX.





Su relación profesional con la obra de Stoker se remonta a la década de los 50, cuando trabajó en Nueva York ilustrando portadas para diversos libros, entre ellos la novela más conocida del irlandés, publicada por primera vez en 1897. Entre muchos otros libros ilustrados por él, se encuentra la edición de 1982 del poemario  Old Possum's Book of Practial Cats de T. S. Eliot. 
Este teatro en miniatura contiene 3 escenarios pop-up (Acto uno, Acto dos y Acto tres), 8 personajes (7 de los cuales aparecen dos veces, con vestuarios y posiciones diferentes) y mobiliario, como la cama de Lucy o el ataúd de Drácula. La caja contiene, además, un booklet de 4 páginas con una sinopsis de la obra, breves notas acerca de las creaciones de Gorey y las instrucciones para armar todos los objetos y escenarios, todo impreso con letras blancas y rojas en papel esmaltado negro, sí: sobra decir que es una bellísima edición.
Mi ejemplar lo recibí como regalo de cumpleaños por parte de un amigo muy querido en 2014, y un año antes Google celebró el aniversario 88 de Gorey con un doodle muy lindo:





En el siguiente video, pueden apreciar algunos de los detalles de estos escenarios y personajes sombríos y únicos:








Pueden adquirirlo en Amazon o en la tienda digital de Gorey.
 •  0 comments  •  flag
Share on Twitter
Published on August 30, 2015 18:27

August 23, 2015

Irreverencias maravillosas: Justificación oportuna

Ritual de Eleanor "Ray" Bone 


¡Irreverencias maravillosas, mi columna mensual en VozEd, cumple su primer aniversario! Pueden leer el texto completo de mi justificación directamente en la revista en este enlace.

Miles de palabras se han acumulando al puntualizar mensualmente sobre diversos temas «extraños»: Venus anatómicas, Urbex, criptozoología, autómatas, , amputaciones y prótesis, edificaciones hechas con osamentas humanas, fotografía post mortem, ritos mortuorios, filias, talismanes, amuletos e imágenes de instantes previos a decesos comparten el mismo espacio virtual junto con fotógrafos, filósofos y escritores como J. R. R. Tolkien, Juan José Arreola, Edgar Allan Poe o Isaac Asimov, con datos históricos y culturales, con recomendaciones de cuentas en Instagram y diversos sitios de internet.Pero, ¿por qué alguien querría escribir sobre temas poco comunes, relegados generalmente al olvido o excluidos por prejuicios? Sencillo: lo raro, lo singular, atrae o causa temor, y aunque logre generar sentimientos contrarios, lo esencial es precisamente eso, que causa sensaciones, provoca.La finalidad de estas irreverencias maravillosas es precisamente compartir información esencial sobre temas específicos que, por diversas circunstancias, son poco conocidos y han sido generalmente sometidos a prejuicios o tabús, de ahí que generen cierto repudio.En palabras de Schweitzer, «según vamos adquiriendo conocimiento, las cosas no se hacen más comprensibles, sino más misteriosas». Estos ensayos irreverentes indagan en los orígenes de sus temáticas, exponen sucesos y justifican hechos que alimentan la intriga y curiosidad. Pretenden crear un acervo, una colección de lo inusual, un gabinete de curiosidades, crear fantásticas cronologías de lo adverso; desperdigar conocimiento, por mínimo que sea, sobre peculiaridades del ser humano. Indagar y ligar sucesos a través del tiempo, otorgar de nuevo vida al asunto en cuestión en la mente de todo aquel que preste por unos minutos sus ojos y atención. Y crear vínculos, por efímeros que sean, con quienes sean afines a esta columna; mandar un mensaje dentro de un frasco al infinito universo de información y esperar otro de vuela, por más tiempo que se deba esperar.Bierce lo afirmó ya en el siglo XIX: «No hay nada nuevo bajo el sol, pero cuantas cosas viejas hay que no conocemos.» Estas irreverencias buscan mostrar todo aquello que  ha sido apartado, que irrumpe en los convencionalismos de la sociedad actual, aunque en el intento de comprender siempre existan dos posibilidades: cavar con pasión en el vacío del desconcierto o en el de la fascinación del placer y el deleite, y ambas acciones serán tan gratas como se quiera, pues, en voz de Russell, «cuánto placer se obtiene del conocimiento inútil», del que se podría pensar que no sirve para algo práctico, pero que sin duda lo es para la imaginación, para el ingenio.
 •  0 comments  •  flag
Share on Twitter
Published on August 23, 2015 11:04

August 10, 2015

La Posada del Sol: Un testimonio del desamparo

La Posada del Sol, fotografía propia

A principios de este mes publicaron en MxCity.mx un texto que escribí sobre La Posada del Sol acompañado por algunas imágenes, la mayoría de la genial fotógrafa Mariel Cortés (a quien pueden encontrar en Tumblr y Facebook).
La Posada del Sol es un conjunto de hermosos edificios abandonados desde hace varias décadas en la colonia Doctores (ciudad de México), y su magia y atracción es tal, que ha unido el trabajo de Mariel y el mío para crear una enigmática historia que alimenta lo lúgubre del lugar.
Como nota, éste es el primer sitio en el que hice urbex, actividad sobre la que pueden leer un poco más en esta entrada anterior del blog y en mi columna en VozEd
El texto pueden leerlo completo, con otras fotografías de Mariel, directamente en la página de MxCity a través de este enlace.

LA POSADA DEL SOL: UN TESTIMONIO DEL DESAMPARO


El edificio da muestras, reverbera, suena.En la oscuridad vislumbra, da sombras, camina.Fernando Trejo

Fotografía por Mariel Cortés

Llegamos al número 139 de la calle Niños Héroes cerca de las cuatro de la tarde y tocamos con la expectativa latente de entrar, de atravesar aquel portón metálico verde que divide a lo estancado en el tiempo de la vertiginosa e imparable realidad.La Posada del Sol es un pastiche con detalles de arquitectura barroca colonial y modernista en decadencia, un conjunto de edificios inacabados y deteriorados que reflejan el abandono de la belleza en una zona popular donde lo que apremia es el brutal ahora, el instante presente, donde no se tiene la seguridad de un porvenir y cualquier circunstancia posterior se sabe insegura, donde más vale saber hacia dónde correr que permanecer en un sitio rodeado por el olvido y la ficción.

Fotografía por Mariel Cortés

Respondió a nuestro llamado una de las dos figuras desconfiadas que aguardaban detrás del portón, precisamente la que nos informó un día antes la cantidad acordada para poder ingresar y la hora a la que debíamos hacerlo. En cuestión de segundos y al ver el dinero, cambió su semblante. Hasta entonces supo que hablábamos en serio. Los cuatro pensamos que funcionaría, podríamos no estar mintiendo y ellos podrían no estar arriesgando su empleo. La avaricia disfrazada de confianza y amabilidad nos permitió pasar.

Fotografía por Mariel Cortés

xisten presentimientos tan contundentes como hechos, que se saben ciertos apenas se intuyen. Aquel día tuvimos uno temible, nefasto. Caminamos maquinalmente siguiendo al nuevo vigilante-guía, pues el otro se había quedado en la entrada, en un pequeño cuarto de vigilancia. Interpreté ese celo por su función como una posible conspiración para nuestro fin, para hacer las llamadas necesarias, recibir a la gente indispensable y lograr un trabajo impecable. Recordé entonces que había olvidado traer cualquier arma punzo cortante con la que me pudiera defender, a excepción de los tacones de doce centímetros, cuyo potencial como daga o puñal no podía despreciar. Mientras tanto, el guía nos relataba la historia del lugar, que La Posada del Sol comenzó a construirse a principios de la década de los 40 y que sería una residencia y hotel fastuosos para “artistas e intelectuales”, según su creador, un ingeniero español, pero que debido a diversos conflictos de intereses e insuficiente dinero, poder y contactos, detuvieron en varias ocasiones su construcción, hasta suspender por completo la obra a principios del año 1945. Décadas después y a pesar de que dos de los edificios fueron utilizados temporalmente como sedes de instituciones gubernamentales e incluso uno de ellos fue acondicionado como una escuela para educación primaria, los abandonaron definitivamente tras unos años por los daños estructurales y supuestos hechos paranormales. Nos dijo además que, a pesar de que era muy difícil que alguien se pueda infiltrar, a quienes lo lograban los remitían con las autoridades correspondientes, que, al parecer, eran ellos mismos.

Fotografía por Mariel Cortés

Caminamos entre escombros varios minutos, pasamos por algunos salones que ahora eran usados como bodegas de diversas substancias y subimos tres pisos de uno de los edificios, después bajamos y nos dirigimos a otro, con un tipo de sótano y ventanales en la parte superior por donde se podía observar parte del enorme jardín central, que en algún momento fue magnífico. Salimos y nos dirigimos a éste, lo rodeamos unos metros y llegamos a una hermosa capilla, custodiada por dos impresionantes figuras de piedra a escala natural de San Francisco de Asís y un lobo. Una campana pendía a unos metros del lugar y, al verla, el guía nos comentó que el dueño se había ahorcado precisamente ahí, y que incluso algunos aseguraban que antes de hacerlo asesinó a sus hijos y a su esposa.

Fotografía por Mariel Cortés

Llegados a ese punto de la conversación, nos habló también del fantasma de una niña en la habitación 103 a la que le ponían un altar, y que sus diversas rondas nocturnas por toda la Posada en ocasiones eran amenizadas por sonidos terribles. Lo cierto es que el dueño murió años después de renunciar a la obra, en su residencia. Antes de dividirnos, nos habló también de las dobles paredes ocultas debajo de los edificios, usadas para emparedar, y nos dijo que incluso había ciertos pasillos secretos que atravesaban todo el lugar que, a pesar de permanecer cerrados y sin luz eléctrica durante décadas, en ocasiones reproducían el sonido de varios pasos apresurados y gritos sofocados rápidamente. Que se empeñara en asegurar la veracidad de tales historias y la existencia de actividad sobrenatural era la muestra de que el desastre atrae y es llamativo siempre que lo puedas relatar a alguien más, siempre que represente una amenaza compartida.
(Leer el resto del texto en MxCity)
 •  0 comments  •  flag
Share on Twitter
Published on August 10, 2015 14:53

July 31, 2015

Moisés y Gaspar - Amparo Dávila (cuento)



El cuento del mes es "Moisés y Gaspar" de Amparo Dávila (escritora mexicana, 1928), que aparece, entre otras antologías, en sus Cuentos Reunidos (Fondo de Cultura Económica, 2010).
Un hecho digno de mención es que, precisamente este año, hace algunos meses, se instauró el  Primer Premio Nacional de Cuento Fantástico Amparo Dávila, cuya recepción de obras fue digital y tuvo resultados un poco desconcertantes. 
En "Moisés y Gaspar", Dávila narra la historia de dos amorosos hermanos, Juan y Leónidas Kraus, separados primero por la vida adulta y después por la fatalidad, por lo que uno de ellos queda a cargo de dos particulares y conmovedores seres, el único vestigio tangible del otro sobre la tierra. 
Dávila demuestra así que la muerte no sólo termina con una existencia particular, sino que también modifica la de todos aquellos con los que tenía vínculos, sumergiéndolos en un mar de dudas y suposiciones que jamás serán respondidas o afirmadas. 


Moisés Y Gaspar

El tren llegó cerca de las seis de la mañana de un día de noviembre húmedo y frío. Y casi no se veía a causa de la niebla. Llevaba yo el cuello del abrigo levantado y el sombrero metido hasta las orejas; sin embargo, la niebla me penetraba hasta los huesos. El departamento de Leónidas se encontraba en un barrio alejado del centro, en el sexto piso de un modesto edificio. Todo: escalera, pasillos, habitaciones, estaba invadido por la niebla. Mientras subía creí que iba llegando a la eternidad, a una eternidad de nieblas y silencio. ¡Leónidas, hermano, ante la puerta de tu departamento me sentí morir de dolor! El año anterior había venido a visitarte, en mis vacaciones de Navidad... "Cenaremos pavo, relleno de aceitunas y castañas, espumoso italiano y frutas secas" me dijiste, radiante de alegría, "¡Moisés, Gaspar, estamos de fiesta!" Fueron días de fiesta todos. Bebimos mucho, platicamos de nuestros padres, de los pasteles de manzana, de las veladas junto al fuego, de la pipa del viejo, de su mirada cabizbaja y ausente que no podríamos olvidar, de los suéteres que mamá nos tejía para los inviernos, de aquella tía materna que enterraba todo su dinero y se moría de hambre, del profesor de matemáticas con sus cuellos muy almidonados y sus corbatas de moño, de las muchachas de la botica que llevábamos al cine los domingos, de aquellas películas que nunca veíamos, de los pañuelos llenos de lipstick que teníamos que tirar en algún basurero... En mi dolor olvidé pedir a la portera que me abriera el departamento de Leónidas. Tuve que despertarla; subió medio dormida, arrastrando los pies. Allí estaban Moisés y Gaspar, pero al verme huyeron despavoridos. La mujer dijo que les había llevado de comer, dos veces al día; sin embargo, ellos me parecieron completamente trasijados.
—Fue horrible, señor Kraus, con estos ojos lo vi, aquí en esta silla, como recostado sobre la mesa. Moisés y Gaspar estaban echados a sus pies. Al principio creí que todos dormían, ¡tan quietos estaban!, pero ya era muy tarde y el señor Leónidas se levantaba temprano y salía a comprar la comida para Moisés y Gaspar. Él comía en el centro, pero a ellos los dejaba siempre comidos; de pronto me di cuenta que...
Preparé un poco de café y esperé tranquilizarme lo suficiente para poder llegar hasta la agencia funeraria. ¡Leónidas, Leónidas, cómo era posible que tú, el vigoroso Leónidas estuvieras inmóvil en una fría gaveta del refrigerador...!
A las cuatro de la tarde fue el entierro. Llovía y el frío era intenso. Todo estaba gris, y sólo cortaban esa monotonía los paraguas y los sombreros negros; las gabardinas y los rostros se borraban entre la niebla y la lluvia. Asistieron bastantes personas al entierro, tal vez, los compañeros de trabajo de Leónidas y algunos amigos. Yo me movía en el más amargo de los sueños. Deseaba pasar de golpe a otro día, despertar sin aquel nudo en la garganta y aquel desgarramiento tan profundo que embotaba mi mente por completo. Un viejo sacerdote pronunció una oración y bendijo la sepultura. Después alguien, que no conocía, me ofreció un cigarrillo y me tomó del brazo con familiaridad, expresándome sus condolencias. Salimos del cementerio. Allí quedaba para siempre Leónidas.
Caminé solo, sin rumbo, bajo la lluvia persistente y monótona. Sin esperanza, mutilado del alma. Con Leónidas se había ido la única dicha, el único gran afecto que me ligaba a la tierra. Inseparables desde niños, la guerra nos alejó durante varios años. Encontrarnos, después de la lucha y la soledad, constituyó la mayor alegría de nuestra vida. Ya sólo quedábamos los dos; sin embargo, muy pronto nos dimos cuenta que debíamos vivir cada uno por su lado y así lo hicimos. Durante aquellos años habíamos adquirido costumbres propias, hábitos e independencia absoluta. Leónidas encontró un puesto de cajero en un banco; yo me empleé de contador en una compañía de seguros. Durante la semana, cada quien vivía dedicado a su trabajo o a su soledad; pero los domingos los pasábamos siempre juntos: ¡Éramos tan felices entonces! Puedo asegurar que los dos esperábamos la llegada de ese día.
Algún tiempo después transladaron a Leónidas a otra ciudad. Pudo renunciar y buscarse otro trabajo. Él, sin embargo, aceptaba siempre las cosas con ejemplar serenidad, "es inútil resistirse, podemos dar mil vueltas y llegar siempre al punto de partida..." "Hemos sido muy felices, algo tenía que surgir, la felicidad cobra tributo..." Ésta era la filosofía, de Leónidas y la tomaba sin violencia ni rebeldía... "Hay cosas contra las que no se puede luchar, querido José..."
Leónidas partió. Durante algún tiempo fue demasiado duro soportar la ausencia; después comenzamos lentamente a organizar nuestra soledad. Una o dos veces por mes nos escribíamos. Pasaba mis vacaciones a su lado y él iba a verme en las suyas. Así transcurría nuestra vida...
Era de noche cuando volví al departamento de Leónidas. El frío era más intenso y la lluvia seguía. Llevaba yo bajo el brazo una botella de ron, comprada en una tienda que encontré abierta. El departamento estaba completamente oscuro y congelado. Entré tropezando con todo, encendí la luz y conecté la calefacción. Destapé la botella nerviosamente, con manos temblorosas y torpes. Allí, en la mesa, en el último sitio que ocupó Leónidas, me senté a beber, a desahogar mi pena. Por lo menos estaba solo y no tenía que detener o disimular mi dolor ante nadie; podía llorar, gritar y... De pronto sentí unos ojos detrás de mí, salté de la silla y me di vuelta; allí estaban Moisés y Gaspar. Me había olvidado por completo de su existencia, pero allí estaban mirándome fijamente, no sabría decir si con hostilidad o desconfianza, pero con mirada terrible. No supe qué decirles en aquel momento. Me sentía totalmente vacío y ausente, como fuera de mí, sin poder pensar en nada. Además, no sabía hasta qué punto entendían las cosas... Seguí bebiendo... Entonces me di cuenta de que los dos lloraban silenciosamente. Las lágrimas rociaban de sus ojos y caían al suelo, sin una mueca, sin un grito. Hacia la media noche hice café y les preparé un poco de comida. No probaron bocado, seguían llorando desoladamente...
Leónidas había arreglado todas sus cosas. Quizá quemó sus papeles, pues no encontré uno solo en el departamento. Según supe, vendió los muebles pretextando un viaje; los iban a recoger al día siguiente. La ropa y demás objetos personales estaban cuidadosamente empacados en dos baúles con etiquetas a nombre mío. Los ahorros y el dinero que le pagaron por los muebles los había depositado en el banco, también a mi nombre. Todo estaba en orden. Sólo me dejó encomendados su entierro y la tutela de Moisés y de Gaspar.
Cerca de las cuatro de la mañana partimos para la estación del ferrocarril: nuestro tren salía a las cinco y cuarto. Moisés y Gaspar tuvieron que viajar, con grandes muestras de disgusto, en el carro de equipajes, pues por ningún precio fueron admitidos en los de pasajeros. ¡Qué penoso viaje! Yo estaba acabado física y moralmente. Llevaba cuatro días y cuatro noches sin dormir ni descansar, desde que llegó el telegrama, con la noticia de la muerte de Leónidas. Traté de dormir durante el viaje; sólo a ratos lo conseguí. En las estaciones en que el tren se detenía más tiempo, iba a informarme cómo estaban Moisés y Gaspar y si querían comer algo. Su vista me hacía daño. Parecían recriminarme por su situación... "Yo no tuve la culpa, ustedes lo saben bien" les repetía cada vez, pero ellos no podían o no querían entender. Me iba a resultar muy difícil vivir en su compañía, nunca me simpatizaron, me sentía incómodo en su presencia, como vigilado por ellos. ¡Qué desagradable fue encontrarlos en casa de Leónidas el verano anterior! Leónidas eludía mis preguntas acerca de ellos y me suplicaba en los mejores términos que los quisiera y soportara. "Son tan dignos de cariño estos infelices", me decía. Esa vez mis vacaciones fueron fatigosas y violentas, no obstante que el solo hecho de ver a Leónidas me llenaba de dicha. Él ya no fue más a verme, pues no podía dejar solos a Moisés y a Gaspar. Al año siguiente, la última vez que estuve con Leónidas, todo transcurrió con más normalidad. No me agradaban ni me agradarían nunca, pero no me causaban ya tanto malestar. Nunca supe cómo llegaron a vivir con Leónidas... Ahora estaban conmigo, por legado, por herencia de mi inolvidable Leónidas.
Después de las once de la noche llegamos a mi casa. El tren se había retrasado más de cuatro horas. Los tres estábamos realmente deshechos. Sólo pude ofrecer fruta y un poco de queso a Moisés y a Gaspar. Comieron sin entusiasmo, mirándome con recelo. Les tiré unas mantas en la estancia para que durmieran. Yo me encerré en mi cuarto y tomé un narcótico.
El día siguiente era domingo y eso me salvaba de ir a trabajar. Por otro lado no hubiera podido hacerlo. Tenía la intención de dormir hasta tarde; pero tan pronto como hubo luz, comencé a oír ruido. Eran ellos que ya se habían levantado y caminaban de un lado a otro del departamento. Llegaban hasta mi cuarto y se detenían pegándose a la puerta, como tratando de ver a través de la cerradura o, tal vez, sólo queriendo escuchar mi respiración para saber si aún dormía. Entonces recordé que Leónidas les daba el desayuno a las siete de la mañana. Tuve que levantarme y salir a buscarles comida.
¡Qué duros y difíciles fueron los días que siguieron a la llegada de Moisés y de Gaspar a mi casa! Yo acostumbraba levantarme un poco antes de las ocho, a prepararme un café y a salir para la oficina a las ocho y media, pues el autobús tardaba media hora en llegar y mi trabajo empezaba a las nueve. Con la llegada de Moisés y de Gaspar toda mi vida se desarregló. Tenía que levantarme a las seis para ir a comprar la leche y las demás provisiones; luego preparar el desayuno que tomaban a las siete en punto, según su costumbre. Si me demoraba, se enfurecían, lo cual me causaba miedo, por no saber hasta qué extremos podía llegar su cólera. Diariamente tenía que arreglar el departamento, pues desde que estaban ellos allí, todo se encontraba fuera de su lugar.
Pero lo que más me torturaba era su dolor desesperado. Aquel buscar a Leónidas y esperarlo acechando las puertas. A veces, cuando regresaba yo del trabajo, corrían a recibirme jubilosos; pero al descubrirme, ponían tal cara de desengaño y sufrimiento que yo rompía a llorar junto con ellos. Esto era lo único que compartíamos. Hubo días en que casi no se levantaban; se pasaban las horas tirados, sin ánimo ni interés por nada. Me hubiera gustado saber qué pensaban entonces. En realidad nada les expliqué cuando fui a recogerlos. No sé si Leónidas les había dicho algo, o si ellos lo sabían...
Hacía cerca de un mes que Moisés y Gaspar vivían conmigo cuando advertí el grave problema que iban a constituir en mi vida. Tenía, desde varios años atrás, una relación amorosa con la cajera de un restaurante donde acostumbraba comer. Nuestra amistad empezó de una manera sencilla, pues yo no era del tipo de hombre que corteja a una mujer. Yo necesitaba simplemente una mujer y Susy solucionó ese problema. Al principio sólo nos veíamos de tiempo en tiempo. A veces pasaba un mes o dos, en que únicamente nos saludábamos en el restaurante, con una inclinación de cabeza, como simples conocidos. Yo vivía tranquilo por algún tiempo, sin pensar en ella, pero de pronto reaparecían en mí viejos y conocidos síntomas de nerviosidad, cóleras repentinas y melancolía. Entonces buscaba a Susy y todo volvía a su estado normal. Después, y casi por costumbre, las visitas de Susy ocurrían una vez por semana. Cuando iba a pagar la cuenta de la comida, le decía: "Esta noche, Susy." Si ella estaba libre, pues tenía otros compromisos, me contestaba, "será esta noche" o bien, "esta noche no, mañana si está usted de acuerdo". Los demás compromisos de Susy no me inquietaban; nada debía uno al otro ni nada nos pertenecía totalmente. Susy, entrada en años y en carnes, distaba mucho de ser una belleza; sin embargo, olía bien y usaba siempre ropa interior de seda con encajes, lo cual influía notablemente en mi ánimo. Jamás he recordado uno solo de sus vestidos, pero sí sus combinaciones ligeras. Nunca hablábamos al hacer el amor; parecía que los dos estábamos muy dentro de nosotros mismos. Al despedirse le daba algún dinero, "es usted muy generoso", decía satisfecha; pero, fuera de este acostumbrado obsequio, nunca me pedía nada. La muerte de Leónidas interrumpió nuestra rutinaria relación. Pasó más de un mes antes de que buscara a Susy Había vivido todo ese tiempo entregado al dolor más desesperado, sólo compartido con Moisés y con Gaspar, tan extraños a mí como yo a ellos. Esa noche esperé a Susy en la esquina del restaurante, según costumbre, y subimos al departamento. Todo lo que sucedió fue tan rápido que me costó trabajo entenderlo. Cuando Susy iba a entrar al dormitorio descubrió a Moisés y a Gaspar que estaban arrinconados y temerosos detrás del sofá. Susy palideció de tal modo que creí que iba a desmayarse, después gritó como una loca y se precipitó escaleras abajo. Corrí tras ella y fue muy difícil calmarla. Después de aquel infortunado accidente, Susy no volvió más a mi departamento. Cuando quería verla, era preciso alquilar una habitación en cualquier hotel, lo cual desnivelaba mi presupuesto y me molestaba.
Este incidente con Susy fue sólo el principio de una serie de calamidades...
—Señor Kraus —me dijo un día el portero del edificio—, todos los inquilinos han venido a quejarse por el insoportable ruido que se origina en su departamento tan pronto como sale usted para la oficina. Le suplico ponga remedio, pues hay personas como la señorita X, el señor A, que trabajan de noche y necesitan dormir durante el día.
Aquello me desconcertó y no supe qué pensar. Agobiados como estaban Moisés y Gaspar, por la pérdida de su amo, vivían silenciosos. Por lo menos así estaban mientras yo permanecía en el departamento. Como los veía tan desmejorados y decaídos no les dije nada: me parecía cruel; además, yo no tenía pruebas contra ellos...
—Me apena volver con el mismo asunto, pero la cosa es ya insoportable —me dijo a los pocos días el portero—; tan pronto sale usted, comienzan a aventar al suelo los trastos de la cocina, tiran las sillas, mueven las camas y todos los muebles. Y los gritos, los gritos, señor Kraus, son espantosos; no podemos más, y esto dura todo el día hasta que usted regresa.
Decidí investigar. Pedí permiso en la oficina para salir un rato. Llegué al mediodía. El portero y todos tenían razón. El edificio parecía venirse abajo con el ruido tan insoportable que salía de mi departamento. Abrí la puerta, Moisés estaba parado sobre la estufa y desde allí bombardeaba con cacerolas a Gaspar, quien corría para librarse de los proyectiles gritando y riéndose como loco. Tan entusiasmados estaban en su juego que no se dieron cuenta de mi presencia, Las sillas estaban tiradas, las almohadas botadas sobre la mesa, en el piso... Cuando me vieron quedaron como paralizados.
—Es increíble lo que veo, —les grité encolerizado—. He recibido las quejas de todos los vecinos y me negué a creerlos. Son ustedes unos ingratos. Pagan mal mi hospitalidad y no conservan ningún recuerdo de su amo. Su muerte es cosa pasada, tan lejana que ya no les duele, sólo el juego les importa. ¡Pequeños malvados, pequeños ingratos...!
Cuando terminé, me di cuenta de que estaban tirados en el suelo deshechos en llanto. Así los dejé y regresé a la oficina. Me sentí mal durante todo el día. Cuando volví por la tarde, la casa estaba en orden y ellos refugiados en el closet. Experimenté entonces terribles remordimientos, sentí que había sido demasiado cruel con aquellos pobres seres. Tal vez, pensaba, no saben que Leónidas jamás volverá, tal vez creen que sólo ha salido de viaje y que un día regresará y, a medida que su esperanza aumenta, su dolor disminuye. Yo he destruido su única alegría... Pero mis remordimientos terminaron pronto; al día siguiente supe que todo había sucedido de la misma manera: el ruido, los gritos...
Entonces me pidieron el departamento por orden judicial y empezó aquel ir de un lado a otro. Un mes aquí, otro allá, otro... Aquella noche yo me sentía terriblemente cansado y deprimido por la serie de calamidades que me agobiaban. Teníamos un pequeño departamento que se componía de una reducida estancia, la cocina, el baño y una recámara. Decidí acostarme. Cuando entré en el cuarto, vi que ellos estaban dormidos en mi cama. Entonces recordé... La última vez que visité a Leónidas, la misma noche de mi llegada, me di cuenta que mi hermano estaba improvisando dos camas en la estancia... "Moisés y Gaspar duermen en la recámara, tendremos que acomodarnos aquí", me dijo Leónidas bastante cohibido. Yo no entendí entonces cómo era posible que Leónidas hiciera la voluntad de aquellos miserables. Ahora lo sabía... Desde ese día ocuparon mi casa y yo no pude hacer nada para evitarlo.
Nunca tuve intimidad con los vecinos por parecerme muy fatigoso. Prefería mi soledad, mi independencia; sin embargo, nos saludábamos al encontrarnos en la escalera, en los pasillos, en la calle... Con la llegada de Moisés y de Gaspar las cosas cambiaron. En todos los departamentos que en tan corto tiempo recorrimos, los vecinos me cobraron un odio feroz. Llegó un momento en que tenía yo miedo de entrar en el edificio o salir de mi departamento. Cuando regresaba tarde por la noche, después de haber estado con Susy, temía ser agredido. Oía las puertas que se abrían cuando pasaba, o pisadas detrás de mí, furtivas, silenciosas, alguna respiración... Cuando por fin entraba en mi departamento lo hacía bañado en sudor frío y temblando de pies a cabeza.
Al poco tiempo tuve que abandonar mi empleo, temía que si los dejaba solos podían matarlos. ¡Había tanto odio en los ojos de todos! Resultaba fácil forzar la puerta del departamento o, tal vez, el mismo portero les podría abrir; él también los odiaba. Dejé el trabajo y sólo me quedaron, como fuente de ingresos, los libros que acostumbraba llevar en casa, pequeñas cuentas que me dejaban una cantidad mínima, con la cual no podía vivir. Salía muy temprano, casi oscuro, a comprar los alimentos que yo mismo preparaba. No volvía a la calle sino cuando iba a entregar o a recoger algún libro, y esto, de prisa, casi corriendo, para no tardar. No volví a ver a Susy por falta de dinero y de tiempo. Yo no podía dejarlos solos ni de día ni de noche y ella jamás accedería a volver al departamento. Comencé a gastar poco a poco mis ahorros; después, el dinero que Leónidas me legó. Lo que ganaba era una miseria, no alcanzaba ni para comer, menos aún para mudarse constantemente de un lado a otro. Entonces tomé la decisión de partir.
Con el dinero que aún me quedaba compré una pequeña y vieja finca que encontré fuera de la ciudad y unos cuantos e indispensables muebles. Era una casa aislada y semiderruida. Allí viviríamos los tres, lejos de todos, pero a salvo de las acechanzas, estrechamente unidos por un lazo invisible, por un odio descarnado y frío y por un designio indescifrable.
Todo está listo para la partida, todo, o más bien lo poco que hay que llevar. Moisés y Gaspar esperan también el momento de la marcha. Lo sé por su nerviosidad. Creo que están satisfechos. Les brillan los ojos. ¡Si pudiera saber lo que piensan...! Pero no, me asusta la posibilidad de hundirme en el sombrío misterio de su ser. Se me acercan silenciosamente, como tratando de olfatear mi estado de ánimo o, tal vez, queriendo conocer mi pensamiento. Pero yo sé que ellos lo sienten, deben sentirlo por el júbilo que muestran, por el aire de triunfo que los invade cuando yo anhelo su destrucción. Y ellos saben que no puedo, que nunca podré llevar a cabo mi más ardiente deseo. Por eso gozan... ¡Cuántas veces los habría matado si hubiera estado en libertad de hacerlo! ¡Leónidas, Leónidas, ni siquiera puedo juzgar tu decisión! Me querías, sin duda, como yo te quise, pero con tu muerte y tu legado has deshecho mi vida. No quiero pensar ni creer que me condenaste fríamente o que decidiste mi ruina. No, sé que es algo más fuerte que nosotros. No te culpo, Leónidas: si lo hiciste fue porque así tenía que ser... "Podríamos haber dado mil vueltas y llegar siempre al punto de partida..."
 •  0 comments  •  flag
Share on Twitter
Published on July 31, 2015 17:28

July 30, 2015

Solana - Fernando Trejo



Solana (Fondo editorial Tierra Adentro, 2014) es el último libro de poesía de Fernando Trejo (escritor mexicano, 1985) y reúne una serie de poemas en prosa divididos en cuatro segmentos: Carlos, Solana, Poemas escritos en el edificio y Los sueños de Carlos. 






Cabe mencionar que con Solana, Fernando ganó una mención honorífica del Premio Nacional de Poesía Joven Elías Nandino 2014.
Es poco usual que lea (y por lo tanto reseñe) poesía, y soy consciente de que es algo que debo cambiar. Conocí a Fernando en el  VIII Carruaje de pájaros, y tuve la oportunidad de charlar con él sobre Solana, el libro de la añoranza. Supe más detalles de lo que nos relató al respecto de su libro en la presentación en San Cristobal de las Casas, en la que,  si bien estuvo permeada por la nostalgia, hubo un momento especificamente emotivo. Mi vínculo con Solanaes más profundo por compartir esa experiencia en tiempo y circunstancias demasiado parecidas con el autor: haber perdido a alguien muy cercano siendo jóvenes y permanecer aún en esa búsqueda eterna, especulando sobre el pasado y ansiando encontrar la catarsis a través de la palabra.
Solana contiene símbolos familiares, reconocibles para quien vive en la cercanía de un fantasma, para quien ha pasado más de una vez por el umbral del luto e incluso está condenado a permanecer en ese sitio. Está construida con epígrafes célebres y precisos, por conmovedoras y duras imágenes que reflejan el dolor de la pérdida, por el abandono por parte de los que se marchan a quienes permanece con vida, por la soledad insondable que abre sus brazos para recibir a cuantos no han tenido oportunidad de despedirse y por la imponente melancolía que surge al saber lo inadmisible del retorno.
Solana es la historia compartida de Fernando y su primo Carlos, la evocación de una niñez contemporánea rodeada de consolas de videojuegos, de las problemáticas de la pubertad y las primeras muestras de violencia real, de amor, de amistad, de fraternidad.  Solana es un golpe de tristeza certero, ineludible y necesario. Es un grito de desesperanza a media noche para ahuyentar a los demonios y pedir, rogar por una tregua y así encontrar sosiego en los recuerdos.
Solana habla de aquellas cosas pequeñas que en realidad son terrible y desoladoramente enormes, de las cicatrices que dejamos a nuestro paso por la vida no sólo en los recuerdos de los demás, sino también en las cosas, en los lugares; habla de las sombras que nos repiten ya sin nosotros, de la opacidad que deja todo cuerpo en los sitios que marcaron su existencia, como aquellas sombras en Hiroshima y Nagasaki, únicos vestigios lóbregos de decenas de miles de muertes.
Quizá está de más decir que esta lectura fue reveladora y demasiado significativa para mí, y en este complemento cultural se reúnen palabras profundas, descripciones más que acertadas y sentimientos hermanados hacia la historia de Carlos y Fernando.
Pueden adquirir el libro en las librerías Educal.
Para finalizar, transcribo algunos de los fragmentos más significativos de los poemas:

…este cansancio de invierno, esta pesadez, tú la forjas. Sólo tú forjas este esqueleto en mí…
-
Alguna vez hablamos de los muertos.
-
Por las fechas de lluvia cuando el paraíso es un infierno y la ciudad (cualquiera) se vuelve un terraplén de hojas y fantasmas.
-
…me narra tu nombre, helado como una lengua que cruza mi garganta.
-
Alguna voz hablaba de los muertos.
-
Y no eras tú.
-
El miedo se tiende siempre como un pasillo largo.
-
Las lluvias se encargaron de enterrar más el recuerdo, aquel oro perdido.
-
Una estrella tiene su nombre, una galaxia.
-
Rutina, sí, rutina, necesaria. Pero todo termina por descomponerse. Sí. Todo termina, también, por desaparecer.
-
El edificio da muestras, reverbera, suena. En la oscuridad vislumbra, da sombras, camina.
-
Un poema del abuelo que decía “fugarse de este mundo es muy fácil”.
…nadie supuso al día siguiente cómo tallar  al a pared tu nombre, cómo entablar  una conversación contigo por medio de la nada.
-
Los ojos, cada uno, de aquel hombre cosiéndose a la eternidad.
-
Sí, era de noche pero la luz existe en el refugio de los ciegos.
-
Sé de ti en esta garganta: se ahoga.
-
…como un carbón ardiendo, como la punta de un carbón ardiendo la brasa costuró la soledad.
-

…para nombrar un esqueleto asido a los designios de Dios.
 •  0 comments  •  flag
Share on Twitter
Published on July 30, 2015 19:37