Lola Ancira's Blog, page 49
May 29, 2016
Braille para sordos - Balam Rodrigo
Published on May 29, 2016 14:12
May 28, 2016
Irreverencias maravillosas: Lo manifiesto y lo oculto

El texto de este mes para Irreverencias maravillosas, mi columna mensual en la Revista VozEd, indaga brevemente sobre la obra de algunos geniales y peculiares fotógrafos como Witkin, Metinides o Diane Arbus.
La versión completa del texto se encuentra en este enlace.
Lo manifiesto y lo oculto
La fotografía podría ser esa tenue luz
que modestamente nos ayudara a cambiar las cosas.Eugene Smith
JOEL-PETER WITKIN (Estados Unidos, 1939) es un fotógrafo que crea diversos y pequeños universos donde la vida y la muerte se reúnen de manera sagrada, divina. Toda su mitología particular, sus bodegones de temática vanitas renovados, su reinterpretación de El nacimiento de Venus (1484) o de Las meninas (1734) en los años 80, su centáuride única en Night in a Small Town (2007) o su Gioconda adaptada a la estética femenina actual giran en torno a permanecer, a dejar una obra digna de admiración que exalte el espíritu y, en especial, que perdure en la memoria de quien la observa.

Este taumaturgo ha experimentado con diversos mecanismos y misteriosos artefactos, con seres humanos, lo mismo mutilados que deformes o perfectos y hermosos, y animales, antiguos maniquís, cadáveres —o sus fragmentos— y osamentas donde lo enrarecido de la atmósfera lo otorga la escenografía —como algunas cabezas cercenadas, en el caso de Ars Moriendi (2007)—. Las fotografías intervenidas de Witkin integran elementos fantásticos, alusiones religiosas o políticas y simbolismos abiertos a interpretaciones donde lo «anormal» se muestra en todo su esplendor y desnudez. Son un ingenio transgresor que sorprende por su contraposición de la belleza con lo brutal, que impresiona y perturba, como todo lo digno de admirar y recordar.

Witkin dignifica lo diferente, lo —en apariencia— incompleto o incomprendido. Crea intrincadas atmósferas, puestas en escena de un solo e inmóvil acto con personajes únicos detenidos en el tiempo que conciben una colección inaudita y excéntrica. Sus obras, en blanco y negro o en sepias, manifiestan seriedad, dramatismo y fuerza. Modifica la percepción del mundo al fragmentarlo y (re)unirlo de las formas más inesperadas o en las situaciones más dispares, donde sus protagonistas comparten un espacio reducido y limitado en el que todo cobra sentido una vez que es capturado por su lente. Diane Arbus (Estados Unidos, 1923-1971), otra fotógrafa que se dedicó a registrar lo extraño, la belleza extravagante y rechazada, afirmaba que «Una fotografía es un secreto acerca de otro secreto: cuanto más cuenta, menos sabes». Cuanto menos queda a la imaginación, más probabilidades existen de divagar sobre un retrato. El libro Braile para sordos , de Balam Rodrigo, es un ejemplo bellísimo que entreteje la obra de Arbus con la poesía en prosa del autor.

En la década de los 90 Witkin visitó México algunas ocasiones y creó ciertas obras que se pueden apreciar en la exposición Witkin & Witkin en el Foto Museo Cuatro Caminos (inaugurada el 20 de febrero y disponible hasta el 12 de junio del año en curso), en la Ciudad de México, como Still Life, Satiro (ambas de 1992) o la impresionante Glassman (1994). La exhibición cuenta con más de 60 fotografías y varias pinturas de su hermano gemelo Jerome, obras que forman parte, junto con algunos textos y testimonios, de una antología publicada recientemente por Trilce Ediciones bajo el mismo título de la exposición.


Con motivo de esta publicación, La Ciudad de Frente le realizó una entrevista a Witkin en la que el fotógrafo afirma que tanto él como su hermano interpretan la realidad desde dos puntos de vista muy diferentes y personales, y que él, en especial, busca representar la diferencia y dignificarla.Otra exposición que se inauguró junto a la de los Witkin es El hombre que vio demasiado: Enrique Metinides (1946-2016). 70 años de trayectoria. Metinides (México, 1934) es un reconocido fotógrafo de culto de nota roja. En la sala se pueden apreciar un centenar de sus fotografías más célebres acompañadas por fichas técnicas que incluyen textos del fotógrafo que acercan mucho más al espectador a la obra y profundizan la experiencia.

La muestra incluye fotografías intervenidas con sus juguetes en las que crea «ficciones a partir de los hechos reales», una ambulancia de la Cruz Roja de los años 50 y su primera cámara fotográfica. Infinidad de acontecimientos históricos, suicidios, crímenes, accidentes, y catástrofes quedaron registrados por su memoria y rollos fotográficos. Metinides encontró los ángulos precisos en los momentos exactos para retratar las circunstancias y peculiaridades de una ciudad en constantes cambios y a una sociedad en buena parte inmersa en la miseria, asesinatos, accidentes viales y ferroviarios, en abusos y represiones del gobierno plasmados en fotografías que sobreviven el paso de las décadas —al igual que todo lo anterior—, en imágenes extraordinarias que conservan hechos trascendentes que permanecen a la sombra de la historia.


La gran diferencia entre Witkin y Metinides es que el primero manipula y modifica los cuerpos o los cadáveres conforme la obra que tenga en mente, mientras que el segundo es un espectador singular al acecho del momento preciso o la situación adecuada para lograr sus increíbles y brutales tomas, dependiendo por completo de los contratiempos y las coincidencias. Uno de los múltiples detalles que vincula a ambos fotógrafos es esa apreciación exquisita por la transfiguración de los cuerpos gracias a aparentes desgracias o a la muerte, y encontrar el encanto en ello.~
Published on May 28, 2016 16:45
April 30, 2016
El arte de desaparecer - Enrique Vila-Matas (cuento)

¡El blog cumple hoy su cuarto aniversario! Y para celebrarlo, el cuento del mes es «El arte de desaparecer» , el quinto relato del libro Suicidios ejemplares (Anagrama, 1991) de Enrique Vila-Matas, un prolífico y reconocido escritor español.
El protagonista, Anatol, ha ocultado toda su vida su verdadera pasión: la escritura. Tiene ya siete novelas inéditas, y decidió vivir como un extranjero en su propia tierra. Negación, engaño y funambulismo (condición inestable en la que ha vivido durante la mayor parte de su vida) han configurado su existencia hasta ahora. Por una circunstancia particular, se descubre su vocación, y debe tomar una decisión al respecto.
Vila-Matas presenta también aquí el anhelo del protagonista por el anonimato, una idea cercana a la premisa de «La muerte del autor», que explica que la obra literaria deja de pertenecerle al autor una vez que es interpretada por el lector, y de donde se desprende que el valor está en sí en la obra y no en el nombre de quien la creó.
El arte de desaparecer
Hasta que llegó aquel día, el día precisamente de su jubilación, siempre le había horrorizado la idea de llegar a tener éxito en la vida. Muy a menudo se le veía andar de puntillas por el instituto o por su casa, como no queriendo molestar a nadie. Y siempre había existido en él un rechazo total del sentimiento de protagonismo. Perder, por ejemplo, siempre le había gustado. Hasta en el ajedrez prefería jugar a un tipo de juego que se llama autómata, y que consiste en obligar al contrincante a vences a pesar suyo. Le gustaba sentirse a buen resguardo de las indiscretas miradas de los otros. Y no era nada extraño, por tanto, que todo lo que a lo largo de cuarenta años había ido escribiendo –siete extensas novelas en torno al tema del funambulismo- permaneciera rigurosamente inédito, encerrado bajo doble llave en el fondo de un baúl que había heredado de sus discretos antepasados. Era un hombre modesto, no orientado hacia sí mismo, sino hacia una búsqueda oscura, hacia una preocupación esencial cuya importancia no estaba ligada a la afirmación de su persona; se trataba de una búsqueda muy peculiar en la que estaba empeñado con obstinación y fuerza metódicas que sólo se disimulaba bajo su modestia. ¿Para qué exhibirme (razonaba Anatol cínicamente) y por qué dar a la imprenta mis textos si en lo que yo escribo sospecho que no hay más que una ceremonia íntima y egoísta, una especie de interminable y falsificado chisme sobre mí mismo, destinado, por tanto, a una utilización estrictamente privada? Era un razonamiento absolutamente cínico que él se hacía a menudo para no sentirse tentado a publicar. Porque nada más lejos de la realidad que todo aquello que se decía a sí mismo para así engañarse y poder seguir en la amada sombra del cerrado espacio de su estudio. Entre las medidas adoptadas para poder vivir como escritor secreto, la más curiosa de todas era la que había tomado hacía ya más de cuarenta años: la de vivir en su propio país, la pequeña y seductora, aunque terriblemente mezquina, isla de Umbertha, haciéndose pasar por extranjero. Le resultó fácil engañar a todo el mundo, porque la trágica y brutal desaparición de toda su familia en la guerra le facilitó el cambio de identidad. De pronto, una noche, muertos ya todos, Anatol comprendió que estaba solo, completamente solo en el mundo, y notó esa sensación de extravío que se siente cuando, en el camino, nos volvemos atrás y vemos el trecho recorrido, la vía indiferente que se pierde en un horizonte que ya no es el nuestro. Concluida la guerra, Anatol se dijo que al final sólo quedaba eso, la mirada hacia atrás que percibía la nada, y estuvo deambulando –extraviado- tres largos años por Europa, y cuando cumplió los veinte regresó a Umbertha y lo hizo exagerando enormemente las haches aspiradas (en Umbertha no hay palabra que no lleve esa letra, que es pronunciada siempre de forma relativamente aspirada) y cometiendo, además, todo tipo de errores cuando hablaba ese idioma. Todo el mundo le tomó por forastero, y hasta se reían mucho con su exageración al aspirar las haches, y eso le reportó a Anatol la inmediata ventaja de asegurarse protección como escritor secreto, pues en Umbertha los buscadores del oro de talentos ocultos sólo estaban interesados en posibles glorias nacionales y descartaban por sistema cualquier pista que pudiera conducir a genios forasteros. ¿En cuántos lugares de este mundo (razonaba Anatol) no habrá en este instante genios ocultos cuyos pensamientos no llegarán nunca a oídas de la gente? El mundo es para quienes nacen para conquistarlo, no para quienes prefieren pasar desapercibidos, vivir en el anonimato. Viviendo en ese anonimato, tratando de pasar de puntillas por la vida, protegido por su falsa condición de extranjero y confiando en no ser nunca reconocido como isleño ni como escritor, había ido disfrutando durante cuarenta años de una discreta y feliz existencia. Siempre en compañía de su esposa Yhma, una umberthiana que le dio cinco hijos y que fue siempre fiel cómplice de sus secretos literarios. Y trabajando siempre en lo mismo, como profesor de idiomas y de educación física en un instituto de la capital. Siempre en lo mismo, siempre, hasta que le llegó el día de su jubilación. Tuvo que ser precisamente ese día cuando, resonando todavía los ecos del emocionado aplauso de varias generaciones de alumnos que acudieron espontáneamente a su última clase, vio peligrar por vez primera en cuarenta años su rechazo total del sentimiento de protagonismo, pues notó que en el fondo no le desagradaban nada todas aquellas muestras de afecto y también el sentirse (aunque fuera tan sólo por unas horas) el centro de atención de aquel instituto en el que, sin él buscarlo, se había convertido en toda una institución. Con su peculiar acento extranjero y aspirando más que de costumbre las haches –sin duda para reírse un poco de sí mismo-, bromeó con su amigo el profesor Bompharte acerca de la estimación que se le tenía en el instituto. —Querido Bompharte, ya lo ves: instituto, institución —le dijo. Bompharte le dedicó una sonrisa amable y condescendiente (la que habitualmente le dedicaba cuando no acababa de entender lo que quería expresar el bueno de Anatol) y le comentó que se alegraba de verle tan radiante: —Te veo muy bien. Esto de la jubilación te está sentando de maravilla. Anatol calló, porque pensó que si hablaba tendría que explicar —y aquello era algo vergonzoso para él- que si se le veía tan radiante era debido a lo mucho que estaba disfrutando al sentirse centro de atención de tanta y tanta gente en el instituto. Lo que son las cosas (pensaba Anatol). Me paso días, meses,años rechazando cualquier tipo de protagonismo y, cuando de repente me convierto en el personaje principal de la función, me muero de gusto. —¿Por qué te quedas tan callado? ¿En qué estás pensando? —le dijo entonces Bompharte. —En lo volubles que somos todos los humanos —le contestó—. Y no me preguntes ahora por qué pensaba esto. Dejémoslo así. De vez en cuando me gusta tener algún secreto. —Ya —dijo Bompharte con un aire un tanto misterioso—. Por cierto, creo que te hablé de la exposición de fotografías que ando preparando sobre el mundo del deporte... —Sí. Me hablaste. —Pero no sé si te dije que pensamos también editar un libro sobre la exposición... —Pues no. —Y que he pensado en ti para que, desde la autoridad que te conceden tantos años de profesor de educación física, escribas la introducción. ¿Qué te parece? Y es que sospecho, amigo Anatol, que lo harás muy bien. Siempre me has parecido un escritor secreto. Anatol, completamente lívido, creyó que había llegado la hora del fin del mundo. ¿Qué clase de broma siniestra era aquella? Todo el orden y la gran armonía y tranquilidad de su vida se tambaleaba por momentos. Tardó en darse cuenta de que no había para tanto, de que las palabras de Bompharte eran tan sólo una forma convencional de animarle a escribir cuatro intrascendentes líneas, y nada más. Hasta que no llegó a verlo así, lo pasó muy mal. Y lo peor de todo era que su repentina lividez y expresión de pánico le estaban delatando. —Pero ¿te sucede algo, Anatol? Finalmente reaccionó a tiempo y logró mudar la expresión de su rostro. —No, nada. ¿Por qué? —sonrió. Era mucho mejor no negarse a escribir la introducción, pues eso sí equivaldría a levantar automáticamente todo tipo de sospechas. Era mejor aceptar el encargo, escribir cuatro líneas con desidia y torpeza, cuatro tonterías, y acabar con aquel enojoso asunto. —Yo pensé —ya se estaba excusando Bompharte— que disponiendo como dispondrás a partir de ahora de más tiempo libre, pues yo pensé, me dije... —¡Nada! —bromeó rápidamente Anathol—. ¡Instituto, institución! ¿Y cómo no va a encantarme escribirte la introducción? Una semana después, le llegaban las fotografías a su casa de recién jubilado. Eran imágenes de tenis, fútbol, esgrima, atletismo, natación...Creyó apreciar de inmediato en las fotografías de los saltos de pértiga una belleza descomunal, totalmente diferenciada del resto de las imágenes que le habían enviado. Una belleza única. Y cuando comenzó a redactar la introducción no tardó en darse cuenta de lo difícil que iba a resultarle escribir con desidia o torpeza. Aunque hubiera sabido hacerlo, habría sido incapaz de firmar un texto inválido, y además él pensaba que era cierto eso de que cada hombre lleva escrita en la propia sangre la fidelidad de una voz y no hace más que obedecerla, por muchas derogaciones que la ocasión le sugiera. Se dijo a sí mismo que era incapaz de escribir mal y traicionarse y que, además, allí estaba (no podía apartar de ella su fascinada y rendida mirada) la exagerada y singular belleza de las instantáneas de los saltos de pértiga, a los que irremediablemente acabó comparando en su escrito con las heroicas maniobras de los funámbulos y, como fuera que a éstos les conocía a la perfección, pues no en vano llevaba cuarenta años escribiendo sobre su arriesgado oficio, el resultado final fue un texto compacto y muy osado, hermoso y casi genial, una muy equilibrada y espectacular reflexión sobre el equilibrio humano y también sobre el mundo de los pasos en falso en el vacío del cielo de Umbertha. La introducción llegó a manos de Lampher Hvulac, el gran poeta y editor umberthiano, y ello ocurrió no a causa de la brillantez y el nervio de la prosa de Anatol o a la importancia de la exposición (que no la tenía, más bien estaba condenada en un principio a no rebasar los estrechos límites del instituto), sino a que casualmente la sobrina favorita del gran Hvulac aparecía muchas veces en segundo plano en las fotografías de los duelos de esgrima y le hizo llegar el libro a su querido tío, que quedó asombrado y vivamente intrigado ante el ingenio del que hacía gala aquel desconocido y modesto profesor de educación física que firmaba la funambulesca introducción. —Aquí, detrás de estas líneas, se esconde un autor —señaló Hvulac en cuanto terminó de leer la introducción. Lo dijo con cierto fanatismo y plenamente convencido, además, de que jamás le fallaba el olfato, su tremendo olfato literario. Y poco después —para que le oyeran todos los hvulaquianos que le rodeaban en aquel momento— incluso lo repitió, gritándolo; cada vez más fanático de aquellas líneas que había leído y también de su propio olfato. —¡Aquí hay un autor! Poco después, todos sus incondicionales estaban de acuerdo en que detrás de aquellas frases sobre el equilibrio y la pértiga tenían que haber otras encerradas en los cajones de un escritorio, páginas secretas y deliciosamente extranjeras que Hvulac debía conocer por si merecía la pena editarlas en su exquisita colección de prosas umberthianas. Podemos imaginar el estado de ánimo de Anatol, que en vano invocó su condición de extranjero para que se desinteresaran de él, en vano porque el círculo de Hvulac consideraba que cuarenta años en la isla le habían convertido en un umberthiano más. Y por otra parte, estaba la fascinación y curiosidad que despertaba lo que no dejaba de ser toda una expectativa inédita en la isla: la posible existencia de páginas extranjeras en la obra de un umberthiano más. De nada sirvió que Anatol se defendiera, que negara la existencia de otros escritos. Todo fue inútil. Acosado tenazmente por el círculo de hvulaquianos, acabó confesando que, como era un aficionado a la literatura, en cierta ocasión se había atrevido a traducir por su cuenta al Walter Benjamin de Infancia en Berlín, y les ofreció a modo de pantalla, para que no indagaran más en sus posibles trabaos literarios, su versión al umberthiano del libro, una versión que empezaba así: “Importa poco no saber orientarse en una ciudad. Perderse, en cambio, en una ciudad como quien se pierde en el bosque, requiere aprendizaje.” —Publicaremos esa traducción —dijeron a coro todos los hvulaquianos. ¡Curioso dilema! (razonaba Anatol, aquella misma noche, en compañía de su mujer Yhma). Por una parte, hay en mí los estímulos de una honesta ambición; ciertos deseos de mover, si bien púdicamente, las cosas: decirles que en realidad la traducción la he utilizado únicamente a modo de pantalla para que no descubran que tengo escritas siete novelas terribles sobre esta maldita isla de Umbertha. Por una parte, pues, la íntima sensación de que en el fondo ardo en deseos de que me lean. Y por otra parte, con características más fuertes, el presentimiento de que un eventual destino de escritor pueda contener no sé qué simisntes de una siniestra aventura. Y por encima de todo ese dilema, la impresión o tal vez la certeza de que en la clandestinidad mi obra ha madurado más y mejor que si me hubiera apresurado a publicarla; y también la impresión o tal vez certeza de que estoy llegando a la última etapa de un viaje en el que he ido aprendiendo lentamente el difícil ejercicio de saber perderse en el emboscado mundo de lo impreso. Nunca dejaste que leyera tus papeles (le dijo Yhma), y por eso yo siempre he vivido con cierta ignorancia acerca de aquello sobre lo que tú realmente escribías. Pero debo decirte que siempre, ¿me oyes?, siempre me he preguntado cuál debe ser la historia que subyace debajo de todas las historias que has contado en tus novelas. Es triste (dijo Anatol desviándose de la cuestión), pero cada vez se glorifica menos al arte y más al artista creador; cada vez se prefiere más al artista que a la obra. Es triste, créeme. Pero no has contestado a mi pregunta (insistió Yhma). ¿Cuál puede ser esa historia que debes estar repitiendo continuamente en tus novelas? En el fondo, muy en el fondo (le contestó entonces Anatol simulando una confesión muy íntima y dolorosa), yo vengo repitiendo desde siempre la historia de alguien que se jura vivir en su propio país disfrazado de forastero hasta que le reconozcan. Pues ya te han reconocido (le dijo su mujer con una sonrisa que a Anatol le pareció de una estupidez y grosería infinitas). ¿Me atreveré a subir al alambre y correr los riesgos del funámbulo? ¿Me atreveré a propiciar la publicación de la primera de mis novelas? (se preguntaba, al día siguiente, Anatol, mientras avanzaba con el manuscrito en dirección a la editorial de Hvulac). Si entrego la novela, ya nunca podré recobrarla, pertenecerá al mundo. ¿Debo entregarla? Hvulac no sabe que existe. Nada me obliga a dársela. De repente el poder de las palabras me parece exorbitante; su responsabilidad, insostenible. ¿Me atreveré a subir al alambre? —Amigo Anatol —le diría poco después Hvulac al recibir el manuscrito—, quisiera que supiera que mi experiencia de autor reconocido confirma su presentimiento de que se trata de una aventura realmente siniestra. Entre otras cosas porque el escritor que consigue un nombre y lo impone, sabe muy bien que hay otros hombres que hasta tal punto son sólo escritores que precisamente por eso no pueden conseguir este nombre. Se trata de una aventura realmente siniestra, pero el hecho es que no se puede dejar de correrla, créame, no se puede escapar a un destino semejante. —Pero es que a mí, amigo Hvulac, siempre me ha horrorizado el sentimiento de protagonismo. Yo siempre amé la discreción, el feliz anonimato, la gloria sin fama, la grandeza sin brillo, la dignidad sin sueldo, el prestigio propio. Ya de niño, el mundo de la escritura se me presentaba como precozmente apetecible y prohibido, relacionado, en cualquier caso, con una infracción, con una práctica furtiva. Y además, amigo Hvulac, en lo que yo escribo sospecho una operación de baja lujuria, una especie de interminable y falsificado chisme sobre mí mismo. ¿A quién podría interesarle algo semejante? —¿Y dice que un chisme sobre sí mismo? ¿Acaso es usted también un funámbulo como su héroe? —Ya me gustaría, ya. Pero yo nunca me atreví a serlo, porque es un oficio muy duro. Si caes, mereces la más convencional de las oraciones fúnebres. Y no debes esperar nada más, porque el circo es así, convencional. Y su público es descortés. Durante tus movimientos más peligrosos, cierra los ojos. ¡Cierra los ojos el público cuando tú estás rozando la muerte para deslumbrarlo! Es un oficio duro que nunca me atreví a practicar. Yo más bien he huido siempre del menor riesgo, y es por eso que tal vez nunca me decidí a publicar, a correr ese peligro infinito de una aventura literaria que presentía que podía contener no sé qué simientes de una peripecia realmente siniestra. Publicar era y es, para mí, algo así como arriesgarse a dar un paso en falso en el vacío. Si yo algún día viera publicada mi novela, ese hecho yo lo sufriría como si fuera un baldón, un sentirme desnudo y humillado como delante de una uniformada comisión médica militar. —Y sin embargo no me negará, amigo Anatol, que usted me acaba de entregar su novela para que la publique. Es más, sabe perfectamente que la voy a publicar. Por toda respuesta, Anatol bajó la cabeza, como si estuviera confundido y avergonzado por sus manifiestas contradicciones. Pero en realidad se sentía íntimamente satisfecho por haberse atrevido a dar aquel decisivo paso sobre la cuerda floja, sobre el alambre circense de la literatura. Después, comenzó a perderse. Se imaginó en un bosque de pinos y hayas, en un paisaje lluvioso, rodeado de ardillas que se mofaban de él. El bosque era tenebroso y en la madera de los árboles había leyendas grabadas en letra impresa. Decidió que había llegado la hora de retirarse prudentemente, la hora de desaparecer. Se despidió de Hvulac y alcanzó la calle, comenzó a caminar bajo la lluvia de Umbertha, pensativo. Dio vueltas a la idea de que su novela ya no podía ser recobrada, pues ahora pertenecía al mundo, que por fin sabría, a través de una voz extranjera, de la mezquindad y miseria moral que reinaba en la isla de Umbertha. Un sentimiento de pánico le acompañó hasta el portal de su casa. Pero se trataba de un pánico fingido, provocado artificialmente por el propio Anatol. Se disponía a entrar ya en su casa cuando de repente se golpeó teatralmente con las manos en la frente y simuló que acababa de recordar que se encontraba sin tabaco. Y entonces, mientras anochecía, dirigió sus pasos hacia el cercano café Asha, en cuya antesala (nunca Anatol solía pasar de ella) había un luminoso kiosko con un viejo cartel en el que podía leerse: Tabaco y Prensa. Esas dos palabras unidas le producían siempre una inmensa sensación de felicidad, porque leer y fumar eran sus dos actividades favoritas y porque, además, aquella inscripción era como una señal confortable en el desierto ciudadano, pues le indicaba que se hallaba a dos pasos de su muer, de su pipa y de sus libros, de su hogar. En contra de su más elemental costumbre, Anatol se perdió en el interior del local. Tabaco y prensa en ristre, abordó a un camarero que le pareció que también andaba perdido por allí, y le preguntó qué clase de secreto era el que ocultaban detrás de la puerta del fondo del bar y por qué desde hacía años ésta permanecía misteriosamente cerrada. Anatol, que sabía perfectamente que por la puerta trasera del bar pasaba a diario una verdadera multitud, escuchó con simulado interés las explicaciones del camarero: —Por esa puerta pasa cada día más gente que por la mismísima Vía Vhico... ¿No ve que lleva al Callejón de la China? —No me diga...—le dijo Anatol. —Sí. Se lo digo — respondió molesto el camarero mientras le invitaba a abandonar el local precisamente por aquella puerta. Anatol salió de buena gana al callejón, y se puso a caminar como si se hubiera perdido. Andando en deliberado zigzag bajo la luz de las farolas, Anatol no hacía más que entrenarse a perderse para más tarde poder perderse de verdad. Y andando de aquella forma, llegó finalmente, tras no pocas vacilaciones, a la oficina de viajes marítimos que languidecía junto a la lavandería china que daba nombre al callejón. Allí, un hombre que parecía muy impaciente, le saludó: —Por fin, ya era hora, señor...Hace rato que debería haber cerrado. Creí que no vendría. Aquí tiene su billete, y que haya suerte, señor... Perdone, no logro nunca recordar su nombre que, por otra parte, si quiere que le diga la verdad, siempre me sonó falso. —Señor Don Nadie —le sonrió con inmensa felicidad Anatol. Y tras dejar que su mirada vagara por las extrañas pinturas de remolcadores que se mecían en aguas manchadas de aceite y que junto a un calendario que exaltaba las vacaciones en Europa, decoraban la polvorienta oficina, Anatol pagó, y después salió silbando una habanera, y se perdió en la noche. Una hora después, entró en un bar del puerto. Seguía jugando a estar perdido. Sabiendo perfectamente dónde estaba, preguntó si quedaba lejos el muelle de Europa. Le dijeron que estaba en él. Entonces pidió un café y dos fichas, y en primer lugar llamó por teléfono a Yhma. —No te inquietes por la tardanza —le dijo—. He bajado a comprar tabaco. —Pero ¿cómo que has bajado si no has subido a casa? A veces no te entiendo, Anatol. —Ya lo entenderás —dijo y colgó. Después, llamó a Hvulac. —Enemigo Anatol —le dijo éste medio bromeando, pero también bastante en serio—, es usted un verdadero animal, permítame que le hable así. Estoy leyendo su novela, y nos deja muy mal. Pero ¿qué tiene usted contra nosotros? La verdad es que nunca imaginé que fuera usted tan extranjero... Hubo una larga pausa en la que tal vez Hvulac estuvo esperando alguna seria justificación por parte de Anatol, pero éste permaneció en riguroso silencio. Pero en fin —prosiguió Hvulac—, se trata de un texto valioso, para qué negarlo, y nosotros somos más liberales de lo que usted cree, así que lo publicaremos. Es más, tiene usted que firmarme un contrato en exclusiva, quiero asegurarme los derechos de sus próximos libros. Olvídese de la pensión con la que pensaba vivir tras su jubilación, y alegre esa cara, hombre, firmemos el contrato de su vida, y decídase a ser feliz entre nosotros. Por un momento fue como si Anatol hubiera previsto desde hacía ya mucho tiempo que Hvulac le hablaría de esa forma, porque le contestó en un tono muy ceremonioso, como si recitara un papel aprendido de antemano: —Hallará la puerta de mi casa abierta, amigo Hvulac, mi mujer se la franqueará con sumo gusto, encontrará todas las estancias iluminadas, y en una de ellas, en la que hasta el día de hoy fue mi estudio, hallará la llave que abre el baúl en el que descansa el resto de mi obra secreta. El baúl es suyo. La isla es bella. En mi escritorio hallará un documento que atestigua que el baúl es suyo y de la isla entera. Hizo una breve pausa, mientras contemplaba a través de la ventana la fila de palmeras y de bancos de piedra del muelle de Europa. Y luego, añadió murmurando entre dientes y con voz muy baja y casi imperceptible: —Y que os sea leve, porque os dejo seis perfectas bombas de relojería. —¿Cómo dice? ¿Sigue ahí, Anatol? —Sí, pero por poco tiempo. Porque el autor se va. Les dejo el baúl, que es lo único que interesa. Anatol colgó el teléfono. Pensó: La obligación del autor es desaparecer. Tomó sin prisas el café, observó que había dejado de llover, y poco después se perdió en la oscuridad del muelle de Europa. Pensó: Hay personas que siempre se encuentran bien en otro lugar. Al mediodía del día siguiente, en alta mar, el sol calentaba cada vez con más violencia, el alquitrán derretido se escurría por las paredes, el mar era azul, y el agua utilizada para lavar el puente se evaporaba directamente hacia el cielo también azul. El capitán del barco apareció sobre el puente de mando, se mojó un dedo, y comentó que ya se lo imaginaba, que la prisa estaba descendiendo y que muy pronto podría cambiar de dirección el viento. Anatol, que lo oyó, blasfemó en una larga y obscena frase que contenía cinco haches que él pronunció tan exageradamente aspiradas como pudo, y después sonrió. El capitán repitió lo de la dirección del viento, y Anatol entonces descendió, sin prisas, por la escalera que conducía a la única zona refrigerada del barco, y allí se perdió.
Published on April 30, 2016 16:53
April 29, 2016
La Condesa Sangrienta- Alejandra Pizarnik (ilustrado por Santiago Caruso)
Published on April 29, 2016 09:15
April 28, 2016
Fauna limítrofe - Hanna Figueroa
Published on April 28, 2016 17:51
April 27, 2016
Irreverencias maravillosas: El lienzo vivo, la piel decorada
Published on April 27, 2016 18:17
March 31, 2016
Una modesta proposición - Jonathan Swift (ensayo satírico)

Una modesta proposición:Para prevenir que los niños de los pobres de Irlanda sean unacarga para sus padres o el país, y para hacerlos útiles al público
Dublín, Irlanda, 1729
Es un asunto melancólico para quienes pasean por esta gran ciudad o viajan por el campo, ver las calles, los caminos y las puertas de las cabañas atestados de mendigos del sexo femenino, seguidos de tres, cuatro o seis niños, todos en harapos e importunando a cada viajero por una limosna. Esas madres, en vez de hallarse en condiciones de trabajar para ganarse la vida honestamente, se ven obligadas a perder su tiempo en la vagancia, mendigando el sustento de sus desvalidos infantes: quienes, apenas crecen, se hacen ladrones por falta de trabajo, o abandonan su querido país natal para luchar por el Pretendiente en España, o se venden a sí mismos en las Barbados.
Creo que todos los partidos están de acuerdo en que este número prodigioso de niños en los brazos, sobre las espaldas o a los talones de sus madres, y frecuentemente de sus padres, resulta en el deplorable estado actual del Reino un perjuicio adicional muy grande; y por lo tanto, quienquiera que encontrase un método razonable, económico y fácil para hacer de ellos miembros cabales y útiles del estado, merecería tanto agradecimiento del público como para tener instalada su estatua como protector de la Nación.
Pero mi intención está muy lejos de limitarse a proveer solamente por los niños de los mendigos declarados: es de alcance mucho mayor y tendrá en cuenta el número total de infantes de cierta edad nacidos de padres que de hecho son tan poco capaces de mantenerlos como los que solicitan nuestra caridad en las calles.
Por mi parte, habiendo volcado mis pensamientos durante muchos años sobre este importante asunto, y sopesado maduradamente los diversos planes de otros proyectistas, siempre los he encontrado groseramente equivocados en su cálculo. Es cierto que un niño recién nacido puede ser mantenido durante un año solar por la leche materna y poco alimento más; a lo sumo por un valor no mayor de dos chelines o su equivalente en mendrugos, que la madre puede conseguir ciertamente mediante su legítima ocupación de mendigar. Y es exactamente al año de edad que yo propongo que nos ocupemos de ellos de manera tal que en lugar de constituir una carga para sus padres o la parroquia, o de carecer de comida y vestido por el resto de sus vidas, contribuirán por el contrario a la alimentación, y en parte a la vestimenta, de muchos miles.
Hay además otra gran ventaja en mi plan, que evitará esos abortos voluntarios y esa práctica horrenda, ¡cielos!, ¡demasiado frecuente entre nosotros!, de mujeres que asesinan a sus hijos bastardos, sacrificando a los pobres bebés inocentes, no sé si más por evitar los gastos que la vergüenza, lo cual arrancaría las lágrimas y la piedad del pecho más salvaje e inhumano.
El número de almas en este reino se estima usualmente en un millón y medio, de éstas calculo que puede haber aproximadamente doscientas mil parejas cuyas mujeres son fecundas; de ese número resto treinta mil parejas capaces de mantener a sus hijos, aunque entiendo que puede no haber tantas bajo las actuales angustias del reino; pero suponiéndolo así, quedarán ciento setenta mil parideras. Resto nuevamente cincuenta mil por las mujeres que abortan, o cuyos hijos mueren por accidente o enfermedad antes de cumplir el año. Quedan sólo ciento veinte mil hijos de padres pobres nacidos anualmente: la cuestión es entonces, cómo se educará y sostendrá a esta cantidad, lo cual, como ya he dicho, es completamente imposible, en el actual estado de cosas, mediante los métodos hasta ahora propuestos. Porque no podemos emplearlos ni en la artesanía ni en la agricultura; ni construimos casas (quiero decir en el campo) ni cultivamos la tierra: raramente pueden ganarse la vida mediante el robo antes de los seis años, excepto cuando están precozmente dotados, aunque confieso que aprenden los rudimentos mucho antes, época durante la cual sólo pueden considerarse aficionados, según me ha informado un caballero del condado de Cavan, quien me aseguró que nunca supo de más de uno o dos casos bajo la edad de seis, ni siquiera en una parte del reino tan renombrada por la más pronta competencia en ese arte.
Me aseguran nuestros comerciantes que un muchacho o muchacha no es mercancía vendible antes de los doce años; e incluso cuando llegan a esta edad no producirán más de tres libras o tres libras y media corona como máximo en la transacción; lo que ni siquiera puede compensar a los padres o al reino el gasto en nutrición y harapos, que habrá sido al menos de cuatro veces ese valor.
Propondré ahora por lo tanto humildemente mis propias reflexiones, que espero no se prestarán a la menor objeción.
Me ha asegurado un americano muy entendido que conozco en Londres, que un tierno niño sano y bien criado constituye al año de edad el alimento más delicioso, nutritivo y saludable, ya sea estofado, asado, al horno o hervido; y no dudo que servirá igualmente en un fricasé o un ragout.
Ofrezco por lo tanto humildemente a la consideración del público que de los ciento veinte mil niños ya calculados, veinte mil se reserven para la reproducción, de los cuales sólo una cuarta parte serán machos; lo que es más de lo que permitimos a las ovejas, las vacas y los puercos; y mi razón es que esos niños raramente son frutos del matrimonio, una circunstancia no muy estimada por nuestros salvajes, en consecuencia un macho será suficiente para servir a cuatro hembras. De manera que los cien mil restantes pueden, al año de edad, ser ofrecidos en venta a las personas de calidad y fortuna del reino; aconsejando siempre a las madres que los amamanten copiosamente durante el último mes, a fin de ponerlos regordetes y mantecosos para una buena mesa. Un niño llenará dos fuentes en una comida para los amigos; y cuando la familia cene sola, el cuarto delantero o trasero constituirá un plato razonable, y sazonado con un poco de pimienta o de sal después de hervirlo resultará muy bueno hasta el cuarto día, especialmente en invierno.
He calculado que como término medio un niño recién nacido pesará doce libras, y en un año solar, si es tolerablemente criado, alcanzará las veintiocho.
Concedo que este manjar resultará algo costoso, y será por lo tanto muy apropiado para terratenientes, quienes, como ya han devorado a la mayoría de los padres, parecen acreditar los mejores derechos sobre los hijos.
Todo el año habrá carne de infante, pero más abundantemente en marzo, y un poco antes o después: pues nos informa un grave autor, eminente médico francés, que siendo el pescado una dieta prolífica, en los países católicos romanos nacen muchos mas niños aproximadamente nueve meses después de Cuaresma que en cualquier otra estación; en consecuencia, contando un año después de Cuaresma, los mercados estarán más abarrotados que de costumbre, porque el número de niños papistas es por lo menos de tres a uno en este reino: y entonces esto traerá otra ventaja colateral, al disminuir el número de papistas entre nosotros.
Ya he calculado el costo de crianza de un hijo de mendigo (entre los que incluyo a todos los cabañeros, a los jornaleros y a cuatro quintos de los campesinos) en unos dos chelines por año, harapos incluidos; y creo que ningún caballero se quejaría de pagar diez chelines por el cuerpo de un buen niño gordo, del cual, como he dicho, sacará cuatro fuentes de excelente carne nutritiva cuando sólo tenga a algún amigo o a su propia familia a comer con él. De este modo, el hacendado aprenderá a ser un buen terrateniente y se hará popular entre los arrendatarios; y la madre tendrá ocho chelines de ganancia limpia y quedará en condiciones de trabajar hasta que produzca otro niño.
Quienes sean más ahorrativos (como debo confesar que requieren los tiempos) pueden desollar el cuerpo; con la piel, artificiosamente preparada, se podrán hacer admirables guantes para damas y botas de verano para caballeros elegantes.
En nuestra ciudad de Dublín, los mataderos para este propósito pueden establecerse en sus zonas más convenientes, y podemos estar seguros de que carniceros no faltarán; aunque más bien recomiendo comprar los niños vivos y adobarlos mientras aún están tibios del cuchillo, como hacemos para asar los cerdos.
Una persona muy respetable, verdadera amante de su patria, cuyas virtudes estimo muchísimo, se entretuvo últimamente en discurrir sobre este asunto con el fin de ofrecer un refinamiento de mi plan. Se le ocurrió que, puesto que muchos caballeros de este reino han terminado por exterminar sus ciervos, la demanda de carne de venado podría ser bien satisfecha por los cuerpos de jóvenes mozos y doncellas, no mayores de catorce años ni menores de doce; ya que son tantos los que están a punto de morir de hambre en todo el país, por falta de trabajo y de ayuda; de éstos dispondrían sus padres, si estuvieran vivos, o de lo contrario, sus parientes más cercanos. Pero con la debida consideración a tan excelente amigo y meritorio patriota, no puedo mostrarme de acuerdo con sus sentimientos; porque en lo que concierne a los machos, mi conocido americano me aseguró, en base a su frecuente experiencia, que la carne era generalmente correosa y magra, como la de nuestros escolares por el continuo ejercicio, y su sabor desagradable; y cebarlos no justificaría el gasto. En cuanto a la mujeres, creo humildemente que constituiría una pérdida para el público, porque muy pronto serían fecundas; y además, no es improbable que alguna gente escrupulosa fuera capaz de censurar semejante práctica (aunque por cierto muy injustamente) como un poco lindante con la crueldad; lo cual, confieso, ha sido siempre para mí la objeción más firme contra cualquier proyecto, por bien intencionado que estuviera.
Pero a fin de justificar a mi amigo, él confesó que este expediente se lo metió en la cabeza el famoso Psalmanazar, un nativo de la isla de Formosa que llegó de allí a Londres hace más de veinte años, y que conversando con él le contó que en su país, cuando una persona joven era condenada a muerte, el verdugo vendía el cadáver a personas de calidad como un bocado de los mejores, y que en su época el cuerpo de una rolliza muchacha de quince años, que fue crucificada por un intento de envenenar al emperador, fue vendido al Primer Ministro del Estado de Su Majestad Imperial y a otros grandes mandarines de la corte, junto al patíbulo, por cuatrocientas coronas. Ni en efecto puedo negar que si el mismo uso se hiciera de varias jóvenes rollizas de esta ciudad, que sin tener cuatro peniques de fortuna no pueden andar si no es en coche, y aparecen en el teatro y las reuniones con exóticos atavíos que nunca pagarán, el reino no estaría peor.
Algunas personas de espíritu agorero están muy preocupadas por la gran cantidad de pobres que están viejos, enfermos o inválidos, y me han pedido que dedique mi talento a encontrar el medio de desembarazar a la nación de un estorbo tan gravoso. Pero este asunto no me aflige en absoluto, porque es muy sabido que esa gente se está muriendo y pudriendo cada día por el frío y el hambre, la inmundicia y los piojos, tan rápidamente como se puede razonablemente esperar. Y en cuanto a los trabajadores jóvenes, están en una situación igualmente prometedora; no pueden conseguir trabajo y desfallecen de hambre, hasta tal punto que si alguna vez son tomados para un trabajo común no tienen fuerza para cumplirlo; y entonces el país y ellos mismos son felizmente librados de los males futuros.
He divagado excesivamente, de manera que volveré al tema. Me parece que las ventajas de la proposición que he enunciado son obvias y muchas, así como de la mayor importancia.
En primer lugar, como ya he observado, disminuiría grandemente el número de papistas que nos invaden anualmente, que son los principales engendradores de la nación y nuestros enemigos más peligrosos; y que se quedan en el país con el propósito de entregar el reino al Pretendiente, esperando sacar ventaja de la ausencia de tantos buenos protestantes, quienes han preferido abandonar el país antes que quedarse en él pagando diezmos contra su conciencia a un cura episcopal.
Segundo, los más pobres arrendatarios poseerán algo de valor que la ley podrá hacer embargable y que les ayudará a pagar su renta al terrateniente, habiendo sido confiscados ya su ganado y cereales, y siendo el dinero algo desconocido para ellos.
Tercero, puesto que la manutención de cien mil niños, de dos años para arriba, no se puede calcular en menos de diez chelines anuales por cada uno, el tesoro nacional se verá incrementado en cincuenta mil libras por año, sin contar el provecho del nuevo plato introducido en las mesas de todos los caballeros de fortuna del reino que tengan algún refinamiento en el gusto. Y el dinero circulará sólo entre nosotros, ya que los bienes serán enteramente producidos y manufacturados por nosotros.
Cuarto, las reproductoras constantes, además de ganar ocho chelines anuales por la venta de sus niños, se quitarán de encima la obligación de mantenerlos después del primer año.
Quinto, este manjar atraerá una gran clientela a las tabernas, donde los venteros serán seguramente tan prudentes como para procurarse las mejores recetas para prepararlo a la perfección, y consecuentemente ver sus casas frecuentadas por todos los distinguidos caballeros, quienes se precian con justicia de su conocimiento del buen comer: y un diestro cocinero, que sepa cómo agradar a sus huéspedes, se las ingeniará para hacerlo tan caro como a ellos les plazca.
Sexto: esto constituirá un gran estímulo para el matrimonio, que todas las naciones sabias han alentado mediante recompensas o impuesto mediante leyes y penalidades. Aumentaría el cuidado y la ternura de las madres hacia sus hijos, al estar seguras de que los pobres niños tendrían una colocación de por vida, provista de algún modo por el público, y que les daría una ganancia anual en vez de gastos. Pronto veríamos una honesta emulación entre las mujeres casadas para mostrar cuál de ellas lleva al mercado al niño más gordo. Los hombres atenderían a sus esposas durante el embarazo tanto como atienden ahora a sus yeguas, sus vacas o sus puercas cuando están por parir; y no las amenazarían con golpearlas o patearlas (práctica tan frecuente) por temor a un aborto.
Muchas otras ventajas podrían enumerarse. Por ejemplo, la adición de algunos miles de reses a nuestra exportación de carne en barricas, la difusión de la carne de puerco y el progreso en el arte de hacer buen tocino, del que tanto carecemos ahora a causa de la gran destrucción de cerdos, demasiado frecuentes en nuestras mesas; que no pueden compararse en gusto o magnificencia con un niño de un año, gordo y bien desarrollado, que hará un papel considerable en el banquete de un Alcalde o en cualquier otro convite público. Pero, siendo adicto a la brevedad, omito esta y muchas otras ventajas.
Suponiendo que mil familias de esta ciudad serían compradoras habituales de carne de niño, además de otras que la comerían en celebraciones, especialmente casamientos y bautismos: calculo que en Dublín se colocarían anualmente cerca de veinte mil cuerpos, y en el resto del reino (donde probablemente se venderán algo más barato) las restantes ochenta mil.
No se me ocurre ningún reparo que pueda oponerse razonablemente contra esta proposición, a menos que se aduzca que la población del Reino se vería muy disminuida. Esto lo reconozco francamente, y fue de hecho mi principal motivo para ofrecerla al mundo. Deseo que el lector observe que he calculado mi remedio para este único y particular Reino de Irlanda, y no para cualquier otro que haya existido, exista o pueda existir sobre la tierra. Por consiguiente, que ningún hombre me hable de otros expedientes: de crear impuestos para nuestros desocupados a cinco chelines por libra; de no usar ropas ni mobiliario que no sean producidos por nosotros; de rechazar completamente los materiales e instrumentos que fomenten el lujo exótico; de curar el derroche de engreimiento, vanidad, holgazanería y juego en nuestras mujeres; de introducir una vena de parsimonia, prudencia y templanza; de aprender a amar a nuestro país, en lo cual nos diferenciamos hasta de los lapones y los habitantes de Tupinambú; de abandonar nuestras animosidades y facciones, de no actuar más como los judíos, que se mataban entre ellos mientras su ciudad era tomada; de cuidarnos un poco de no vender nuestro país y nuestra conciencia por nada; de enseñar a los terratenientes a tener aunque sea un punto de compasión de sus arrendatarios. De imponer, en fin, un espíritu de honestidad, industria y cuidado en nuestros comerciantes, quienes, si hoy tomáramos la decisión de no comprar otras mercancías que las nacionales, inmediatamente se unirían para trampearnos en el precio, la medida y la calidad, y a quienes por mucho que se insistiera no se les podría arrancar una sola oferta de comercio honrado.
Por consiguiente, repito, que ningún hombre me hable de esos y parecidos expedientes, hasta que no tenga por lo menos un atisbo de esperanza de que se hará alguna vez un intento sano y sincero de ponerlos en práctica. Pero en lo que a mí concierne, habiéndome fatigado durante muchos años ofreciendo ideas vanas, ociosas y visionarias, y al final completamente sin esperanza de éxito, di afortunadamente con este proyecto, que por ser totalmente novedoso tiene algo de sólido y real, trae además poco gasto y pocos problemas, está completamente a nuestro alcance, y no nos pone en peligro de desagradar a Inglaterra. Porque esta clase de mercancía no soportará la exportación, ya que la carne es de una consistencia demasiado tierna para admitir una permanencia prolongada en sal, aunque quizá yo podría mencionar un país que se alegraría de devorar toda nuestra nación aún sin ella.
Después de todo, no me siento tan violentamente ligado a mi propia opinión como para rechazar cualquier plan propuesto por hombres sabios que fuera hallado igualmente inocente, barato, cómodo y eficaz. Pero antes de que alguna cosa de ese tipo sea propuesta en contradicción con mi plan, deseo que el autor o los autores consideren seriamente dos puntos. Primero, tal como están las cosas, cómo se las arreglarán para encontrar ropas y alimentos para cien mil bocas y espaldas inútiles. Y segundo, ya que hay en este reino alrededor de un millón de criaturas de forma humana cuyos gastos de subsistencia reunidos las dejaría debiendo dos millones de libras esterlinas, añadiendo los que son mendigos profesionales al grueso de campesinos, cabañeros y peones, con sus esposas e hijos, que son mendigos de hecho: yo deseo que esos políticos que no gusten de mi propuesta y sean tan atrevidos como para intentar una contestación, pregunten primero a lo padres de esos mortales si hoy no creen que habría sido una gran felicidad para ellos haber sido vendidos como alimento al año de edad de la manera que yo recomiendo, y de ese modo haberse evitado un escenario perpetuo de infortunios como el que han atravesado desde entonces por la opresión de los terratenientes, la imposibilidad de pagar la renta sin dinero, la falta de sustento y de casa y vestido para protegerse de las inclemencias del tiempo, y la más inevitable expectativa de legar parecidas o mayores miserias a sus descendientes para siempre.
Declaro, con toda la sinceridad de mi corazón, que no tengo el menor interés personal en esforzarme por promover esta obra necesaria, y que no me impulsa otro motivo que el bien público de mi patria, desarrollando nuestro comercio, cuidando de los niños, aliviando al pobre y dando algún placer al rico. No tengo hijos por los que pueda proponerme obtener un solo penique; el más joven tiene nueve años, y mi mujer ya no es fecunda.
Published on March 31, 2016 14:36
March 30, 2016
Un millón de gusanos - Rogelio Flores

Un millón de gusanos(Resistencia, 2015) es el cuarto libro publicado de Rogelio Flores, acreedor del IV Premio Lipp de Novela. Sus libros de cuento Rocanrol suicida y El diablo no existe forman parte del blog en entradas previas.
Momento de la premiación
Escrita en tercera persona y construida con un lenguaje cercano, ingeniosos juegos de palabras y diálogos precisos, esta historia ilustrada está dividida en dos partes, imitando un casete: el Lado A y el Lado B. Un millón de gusanos es el relato fiel (y con tintes autobiográficos) en poco más de 200 páginas de un adolescente «gótico» en la Ciudad de México de los años 90. Román, con el cabello teñido de negro y exceso de laca, párpados maquillados en tonos oscuros y abrigos largos y negros —indumentaria bajo la que la sensibilidad y el amor por la vida reverberan y tratan de explotar—, experimenta a la par sentimientos tan disímiles como el primer amor pasional o el duelo por su hermano gemelo fallecido tres años atrás.
Flores utiliza como escenario infinito a una ciudad con tantos matices como habitantes y tan asombrosa como absurda en donde los nombres, más que referirse a calles, avenidas o lugares específicos, evocan recuerdos que se van acumulando como los años. Su abuelo y Berenice, su «Glampiresa de la Anzures», son dos de los personajes más emblemáticos.
A pesar de cualquier diferencia entre la generación de Román y las de los lectores, sus primeras experiencias de juventud son, en su mayor parte, las de todo veinteañero. Derrotas y triunfos que parecen insuperables, satisfacciones, placer y dolor vividos intensamente porque no hay punto de comparación aún, porque son las primeras cicatrices (visibles o no) que dejarán rastro y que, con el tiempo, convertirán aquel dolor en alusiones al pasado imposibles de olvidar.
Lo mismo que un casete grabado de manera aleatoria según se sucedían canciones específicas en el radio durante diferentes momentos —que incluso quedaban mutiladas, incompletas o superpuestas, formando un extraño collage de timbres y voces—, Neruda y Poe, Elvis Presley y José Alfredo Jiménez, Mauricio Garcés y Vincent Price, la Anzures y Garibaldi, el Tianguis Cultural del Chopo y la Roma, Timbiriche y Bauhaus, Caifanes y Joy Division convergen aquí en una vorágine de sentimientos y emociones experimentados por primera vez con la inocencia de la ingenuidad o con el arrojo otorgado por el alcohol o los narcóticos.
Aquellos eran los tiempos en que, para escuchar la misma canción en repetidas ocasiones, deb Youtube o deesidad innata, al ofrecer a inteañero.ado pier y dolor ifuminan en el pasado, son siempre las que moldean nuestro sía grabarse una y otra vez a lo largo de todo el casete. Actualmente, la tecnología ha simplificado esta fijación —una necesidad innata, un ejercicio mental de experimentar placer al predecir la letra o los tonos que se escucharán a continuación—, al ofrecer el botón de repeat en Youtube, iTunes o cualquier reproductor de audio digital, de ahí que el propio acto o ritual de escuchar música haya perdido un poco de su encanto, como sucede al remplazar la lectura física con la digital, pues se pierde parte de la acción táctil y visual que la complementan.
Flores demuestra que la experiencia musical, al igual que la literaria o sentimental, agregan la ornamentación necesaria para poder sobrellevar la existencia, para afrontar o profundizar determinadas situaciones e incluso, si es necesario, evadirlas. El cariño y el odio, la lealtad y la traición se manifiestan aquí como pares aparentemente inseparables y, cuando uno de los dos abunda, es porque no tarda en llegar su opuesto.
En las primeras páginas del Lado B, el autor lanza una pregunta que debería ser una afirmación: «¿El amor nos convierte en mortales, nos hace cobrar conciencia de nuestra muerte?» Sí, el amor nos hace vulnerables, nos vuelve conscientes de nuestra propia debilidad. Un millón de gusanos es, pues, una sensible retrospectiva carente del complejo de la Edad de oro, en la que se afirma que todo tiempo pasado fue mejor, así como un recordatorio de que siempre, aún en las circunstancias más adversas, llegará el cataclismo necesario que acomodará todo de nuevo en el lugar indicado.
Entrevista realizada por la Revista de la Universidad de México en 2014
Pueden adquirir el libro en El Péndulo o en la página de la editorial, y también escuchar el playlist en Spotify que creó la misma editorial.
Para finalizar, transcribí algunas de mis frases favoritas de la novela:
“…nada es eterno y nadie nos pertenece.” p. 19
“…toda derrota, por pequeña que sea, es inmensa.” p. 35
“…le resultaba insoportable cuando estaba de muy buen humor.” p. 37
“No supo por qué realmente, pero lloró como quien tiene el interior hecho polvo.” p. 38
“…dejó de llorar tan sólo para tomar oxígeno y esbozar la sonrisa más lamentable de toda su vida.” p. 61
“…esa sería la manera en que Román definiría el amor: una carcajada ligeramente dolorosa.” p. 102
“…era uno más de la tripulación nocturna, condenada al patíbulo del amanecer y la cruda.” p. 113
“La muerte inminente, la muerte certera e implacable, el paso del tiempo.” p. 134
“…la tristeza estaba por ceder paso a un rencor incendiario, edificado en una soledad que no creía merecer y que alguien tenía que pagar.” p. 149
“…ser pendejo, Román, es lo peor que le puede pasar a un hombre.” p. 188
Published on March 30, 2016 19:56
March 29, 2016
Irreverencias maravillosas: Daño colateral

El texto de este mes para Irreverencias maravillosas, mi columna mensual en la Revista VozEd, expone brevemente cómo el contexto familiar de los asesinos seriales o por número de víctimas se ve gravemente afectado.
La versión completa del texto, junto con una lista de programas y películas controversiales sobre el tema, se encuentra en este enlace.
Daño colateral
Nobody owns life, but anyone who can pick up a frying pan owns death.
William S. Burroughs
TRAS CUALQUIER PÉRDIDA es inminente un periodo de duelo después del shock, el cual puede presentarse con síntomas de trastorno por estrés postraumático. Lo repentino, aleatorio o violento del suceso y los sentimientos de culpa pueden llevar al afectado a sufrir un duelo patológico o complicado.Al tratarse de una pérdida por asesinato (cuando una persona causa la muerte de otra bajo alguno de los supuestos de alevosía, ensañamiento o premeditación, o bajo todos ellos) u homicidio (acto de causar la muerte de otra persona sin contemplar los tres supuestos anteriores, e incluso sin intención), los familiares, llamados «sobrevivientes del homicidio», pueden presentar alteraciones psicológicas y del comportamiento, tales como cambios en los patrones de sueño o en los hábitos alimenticios, sentir confusión, ira, miedo y ansiedad. En estas terribles situaciones suele hablarse de las víctimas y, en ocasiones, de sus familias, pero muy pocas veces se toman en cuenta las de los agresores, donde se encuentra una parte fundamental de la historia que por lo general no se conoce y en la que se pueden encontrar las razones de aquellos actos aparentemente irracionales.

Reacción de Aimee durante el juicio de su hermano, el atleta paralímpico Oscar Pistorius, al escucharlo hablar sobre el asesinato de su novia el 14 de febrero de 2013.
La familia nuclear del criminal difícilmente supera la culpa y la deshonra de aquellos actos imposibles de olvidar, y no suelen ser tomadas en cuenta por los programas de asistencia social a pesar de necesitar la misma ayuda profesional que la familia agraviada, pues son a su vez víctimas que deben vivir con el remordimiento, el escándalo y la culpa por acciones atroces cometidas por un ser amado que, la mayoría de las veces, sufre alguna enfermedad mental, algún trastorno o alteración mental (transitoria o permanente) diagnosticados o no.La ausencia de figuras paternas, una infancia llena de abusos, intolerancia, un contexto de fanatismo religioso o psicopatologías no identificadas y por consiguiente no tratadas son, sin duda, factores que provocan el comportamiento criminal, pero también existen situaciones en que factores externos al entorno familiar son los detonantes, como el caso de Andy Williams que, tras su cumpleaños número 15, en marzo de 2001, abrió fuego en los baños de su escuela matando a dos de sus compañeros e hiriendo a otros 13. Su padre declaró que en los últimos meses se había rodeado de malas compañías, sufrió de abuso sexual por parte de esas personas y soportaba diversos atropellos por parte de sus compañeros de grupo. Fue sentenciado como adulto y actualmente cumple una pena de 50 años en prisión.

Charles “Andy” Williams en juicio. (AP Photos/Nancee E. Lewis)
Mientras que diversas entrevistas dejan claro que los padres jamás dejarán de amar a sus hijos a pesar de sus actos criminales, existen testimonios de primos o hermanos que se sienten incapaces de afrontar la situación e incluso han tratado de suicidarse. Para un familiar cercano existen dos opciones: la de huir y esconderse bajo el anonimato o la de fomentar la conciencia de que ellos no aniquilaron aquellas vidas y sufrieron, también, una pérdida. Pero lo usual es que los apellidos se conviertan en un obstáculo, que las amenazas e insultos los orillen a abandonar sus hogares y a llevar una vida inmersa en el miedo y la desconfianza, estigmatizados y sometidos a un severo ostracismo perpetrado incluso por otros de sus familiares. Se convierten entonces en chivos expiatorios por la impotencia y la venganza que no han logrado conseguir los familiares de las víctimas, sin ser tomados en cuenta como otros seres perjudicados a la par.Nada puede reflejar lo anterior de manera tan magistral como We Need to Talk About Kevin, una emotiva e intensa novela de Lionel Shriver publicada en 2003 y convertida en película en 2011, protagonizada por Tilda Swinton y Ezra Miller. La historia inicia en la vida actual de Eva, la madre de Kevin, quien sufre el rechazo, la hostilidad y las agresiones de una sociedad perturbada por los asesinatos cometidos por su hijo dos años atrás, entre ellos el de su padre y su hermana menor.
Rebecca Lafferty supo a los 7 años sobre los asesinatos cometidos por su padre y su tío en 1984 gracias a los medios de comunicación. Aquello marcó a su familia de una manera terrible, pero su madre logró que ella y sus hermanos fueran conscientes de que ellos no eran culpables de esos fatídicos hechos, por lo que afrontaron a la sociedad de la mejor manera posible; una historia de vida que la escritora Angie Fenimore piensa publicar próximamente bajo el título The Sparrow’s Lens .En 2013 se dio a conocer la historia de una familia rusa de clase media que asesinó a más de 30 personas, entre ellas 8 policías, mujeres y niños. La madre, el padre y sus dos hijas robaban, torturaban y asesinaban a sus víctimas. Uno de los registros más antiguos sobre familias asesinas data de 1870, cuando una supuesta familia también de 4 miembros que se hacían llamar The Bloody Benders, asesinaba y robaba a los viajeros hospedados en su posada. En las inmediaciones también se encontraron cadáveres de niños.

Una de las «familias» asesinas más conocidas es la Familia Manson. En marzo de 1967, tras ser liberado de una de sus múltiples sentencias y en una sociedad en plena revolución hippie, Charles Manson, bajo la máscara de mesías redentor y el papel de músico y profeta fatalista, decidió reclutar a varios jóvenes sin hogar, influenciables y emocionalmente inestables, para conformar una familia que, con los años, incluiría criminales y asesinos conviviendo en un ambiente de drogas, promiscuidad, enfermedades venéreas, embarazos no deseados y, en los últimos meses antes de ser arrestados, absoluta miseria. Empezaron su recorrido robando y estafando a una gran lista de víctimas que incluyó a personalidades del medio artístico como Dennis Wilson, baterista de The Beach Boys. Manson aseguraba que la canción Helter Skelter de The Beatles anunciaba una guerra racial incuestionable, e hizo todo de su parte para iniciarla. Por rencillas anteriores, en marzo de 1969 Manson ordenó a 4 de sus adeptos ir a una mansión específica en una zona residencial de Beverly Hills, California, para asaltar y matar a quienes encontraran dentro. Las víctimas fueron un estudiante de 18 años, Sharon Tate, esposa de Roman Polanski (quien estaba en Londres) de 26 años y con 8 meses de embarazo y tres de sus amigos. Tras largas investigaciones, los culpables fueron capturados y sentenciados 2 años después. Aquarios (2015), de NBC, es una serie basada en los crímenes de Manson y su familia.


El documental francés Je suis amoureuse d’un condamné (In love with a killer, Pallas TV, 2013) trata otro tema sumamente delicado: las personas que se enamoran de presidiarios y que incluso mantienen relaciones sentimentales con ellos. Uno de los episodios está dedicado a James Whitehouse, pareja de Susan Atkin durante 25 años. Se conocieron mediante cartas cuando ella llevaba 13 años cumpliendo cadena perpetua por el asesinato de Sharon Tate. Misty es otra de las protagonistas, ella fue una de las numerosas parejas del asesino en serie Richi Ramírez, conocido como «The Night Stalker». A través de entrevistas y análisis de profesionales, se buscan las razones por las que estos criminales despiertan sentimientos positivos tan profundos mientras que la comunicación epistolar consolida las relaciones a distancia. El caso más actual es el de Afton Elain Burton, quien en 2014, a los 26 años, anunció su compromiso matrimonial con Manson, de 80.

Satanizados por la mayoría y reverenciados por pocos, por esos que van más allá de la premisa de De Quincey al «interesarse por la figura del asesino como si fuera la de otro ser humano común» e incluso procurarles cariño y afecto, los asesinos y homicidas no se vinculan únicamente con sus víctimas, sino con dos contextos familiares afectados de forma permanente y profunda, en los que el perdón y la compasión parecen inimaginables pero son, dirigidos en la dirección correcta, necesarios.~
Published on March 29, 2016 15:22
March 3, 2016
Mastodonte - Jaime Reyes (presentación)
Tendré el gusto de presentar mañana, junto con Eduardo Limón y Ana Luisa Fontes, la novela digital Mastodonte de Jaime Reyes.
La cita es a las 13:00 horas en el Tec de Monterrey Campus Ciudad de México, ¡hasta entonces!
Published on March 03, 2016 08:53