Lola Ancira's Blog, page 46
February 24, 2017
Los no muertos - James Nuño (presentación)
El próximo jueves 2 de marzo tendré el placer de presentar, junto con Alejandro Paniagua, la novela Los no muertos de James Nuño, publicada por Editorial Paraíso Perdido en 2016. La cita es en Casa Fruta (colonia Roma Norte, CDMX) a las 19:19 horas.
¡Hasta entonces!
Published on February 24, 2017 13:17
February 22, 2017
Felicidad - Katherine Mansfield (cuento)
Katherine MansfieldKatherine Mansfield fue una escritora neozelandesa (1888-1923). Este relato fue publicado en 1921 en su libro Bliss: and Other Stories.
Felicidad
A pesar de sus treinta años, Berta Young tenía momentos como éste de ahora, en los que hubiera deseado correr en vez de andar; deslizarse por los suelos relucientes de su casa, marcando pasos de danza; rodar un aro; tirar alguna cosa al aire para volverla a coger, o quedarse quieta y reír… simplemente por nada.
¿Qué puede hacer uno si, aún contando treinta años, al volver la esquina de su calle le domina de repente una sensación de felicidad…, de felicidad plena…, como si de repente se hubiese tragado un trozo brillante del sol crepuscular y éste le abrasara el pecho, lanzando una lluvia de chispas por todo su cuerpo?
¿Es que no puede haber una forma de manifestarlo sin parecer “beodo o trastornado”? La civilización es una estupidez. ¿Para qué se nos ha dado un cuerpo, si hemos de mantenerlo encerrado en un estuche como si fuera algún valioso Stradivarius?
“No, la comparación con el violín no expresa exactamente lo que quiero decir-pensó mientras subía corriendo la escalera, y, después de buscar la llave en su bolso y ver que la había olvidado como de costumbre, repiqueteaba con los dedos en el buzón-. Y no lo expresa porque…”
-¡Gracias, Mary! -Entró en el vestíbulo-. ¿Ha vuelto la niñera?
-Sí, señora.
-¿Han traído la fruta?
-Sí, señora; ya está aquí.
-Haga el favor de llevarla al comedor; la arreglaré antes de vestirme.
El comedor estaba ya en penumbra y en él se sentía algo de frío; pero, a pesar de ello, Berta se quitó el abrigo: no podía soportarlo abrochado ni un momento más. El aire frío bañó sus brazos.
Pero en su pecho ardía aún aquel fuego resplandeciente que se extendía a todos los miembros como una lluvia de chispas. Casi era insoportable. Apenas se atrevía a respirar por miedo a avivarlo más y, sin embargo, lo hacía muy hondamente. Tampoco se decidía a mirar al frío espejo…, pero miró al fin y vio en él a una mujer radiante, sonriente, de labios trémulos, con unos ojos grandes y oscuros, y en toda ella ese aire atento de quien escucha, esperando algo…, algo divino que va a pasar… y que sabe ha de ocurrir infaliblemente.
Mary trajo la fruta en una bandeja y dos grandes platos. Uno de ellos era de cristal y el otro de porcelana azul, muy bonito, con un reflejo extraño, como si lo hubiesen sumergido en un baño de leche.
-¿Doy la luz, señora?
-No, gracias; veo muy bien.
Había mandarinas como bolas de fuego, manzanas llenas de lozanía con tintes de rosa; peras amarillas tan suaves como la seda; uvas blancas con reflejos de plata y un gran racimo de rojas, tan intensas que parecían moradas. Éstas las había comprado para que entonaran con la nueva alfombra del comedor. Sí, tal vez pareciera algo absurdo y rebuscado, pero no era otra la razón de haberlas elegido. En la frutería había pensado: “Tengo que llevarme un racimo de uvas rojas para que en la mesa haya algo que recuerde la alfombra”. Y en aquel momento esta idea le pareció muy razonable.
Cuando hubo hecho con todas aquellas lustrosas redondeces dos pirámides, se alejó unos pasos para ver el efecto, que era realmente muy curioso. La mesa oscura se fundía en la penumbra de la habitación, y los dos platos -el azul y el de cristal cargados de fruta- parecían flotar en el aire. Esto, debido quizás a su estado de ánimo, le resultó increíblemente hermoso, y se echó a reír.
“¡No, no! Me estoy volviendo histérica”, se dijo. Y cogiendo el bolso y el abrigo, subió hasta la habitación de la niña.
La niñera estaba sentada ante una mesita baja dando de cenar a la pequeña Berta después de haberla bañado. La niña vestía una bata de franela blanca y una chaquetilla de lana azul, y sus negros y finos cabellos los llevaba peinados hacia atrás terminados en un gracioso moñito. En cuanto vio a su madre, levantó la cabeza y empezó a saltar.
-No, querida, no; come quietecita como una niña buena -dijo la niñera apretando los labios de una forma que Berta conocía ya. Aquello significaba que era uno de los momentos inoportunos para entrar al cuarto de la niña.
-¿Ha sido buena hoy, Tata?
-Toda la tarde ha estado encantadora -contestó en voz baja-. Estuvimos en el parque y me senté en una silla. Cuando la saqué del cochecito se acercó un perro muy grande que me puso la cabeza sobre las rodillas, y la niña le agarró las orejas tirando de ellas. ¡Oh, me hubiese gustado que la señora la hubiese visto!
Berta quiso preguntarle si no le parecía peligroso dejar que la niña tirara de las orejas a un perro desconocido, pero no se atrevió y se quedó mirándolas con los brazos caídos, como una niña pobre delante de otra rica que tiene una muñeca.
Su hijita volvió a levantar la cabeza, contemplándola fijamente, y luego le sonrió de manera tan adorable que Berta, sin poder resistir más, dijo:
-¡Oh, Tata, déjeme que termine de darle la cena mientras usted arregla las cosas del baño!
-Como quiera la señora; pero, mientras la niña come, no debe cambiarse la persona que le da de comer -contestó la niñera en voz baja.
¡Qué absurdo! ¿Para qué tener una niña si siempre había de estar guardada, no en una caja como un precioso y raro violín, sino en los brazos extraños de otra mujer?
-Bien, pero yo deseo darle de cenar -dijo Berta.
La niñera, muy ofendida, le entregó la niña.
-Sobre todo, le ruego a la señora que no la excite después de cenar. Ya sabe que es muy impresionable y luego para dormirla me hace pasar un mal rato.
Gracias a Dios la niñera había salido ya de la habitación con las toallas del baño.
-¡Ahora eres toda para mí, preciosa mía! -dijo Berta mientras la niña se apretaba contra ella.
Comió graciosamente, tendiendo los labios hacia la cuchara y agitando después sus manecitas. A veces no quería soltarla, y otras, en el momento que Berta la tenía llena, hacía un además apartándola lejos de sí.
Cuando terminó la sopa, Berta se volvió hacia el fuego.
-Eres encantadora…, sencillamente encantadora -dijo mientras la besaba, sintiéndola tan tibia y suave-. ¡Te quiero tanto, tanto!
¡Claro que la quería! ¡La quería por entero! Le gustaba sentir su cuello tibio y ver los deliciosos dedos de sus pies que ahora brillaban con rojizas transparencias ante el fuego de la chimenea… Sí, la quería; la quería tanto, que aquella intensa sensación de dicha plena la dominó de nuevo, y otra vez no supo cómo expresarla, ni qué hacer con ella.
-La llaman al teléfono, señora -dijo la niñera volviendo con aire de triunfo y apoderándose de su pequeña Berta.
Bajó corriendo. Era Harry.
-¿Eres tú, Berta? Se me ha hecho tarde. Tomaré un taxi y llegaré tan pronto como pueda. Retrasa la cena unos diez minutos, ¿quieres?
-Sí, Harry; perfectamente. Oye…
-Dime.
¿Qué podía decirle? Nada, nada en absoluto. Sólo deseaba seguir en contacto con él un momento más; pero no podía gritarle absurdamente: “¡Qué día más preciosos hemos tenido!”
-¿Qué querías? -insistió la vocecita lejana.
-¡Nada! Entendí -dijo Berta, y colgó el auricular, pensando lo estúpida que es la civilización.
Tenían invitados a cenar. Los Norman Knight -una pareja muy bien avenida: él iba a abrir un nuevo teatro y a ella le interesaba la decoración de interiores-; un muchacho joven, llamado Eddie Warren, que acababa de publicar un tomito de versos y a quien todo el mundo invitaba a cenar, y Perla Fulton, un “hallazgo” de Berta. Ésta ignoraba lo que la señorita Fulton hacía. Se habían conocido en el club y Berta se entusiasmó enseguida con ella, como siempre le sucedía con una mujer guapa que tuviera algo extraño y misterioso.
Lo que más le atraía de la joven era que, a pesar de haberse visto y hablado muchas veces, aún no la comprendía. Hasta cierto punto, encontraba a la señorita Fulton extraordinariamente franca; pero había en ella esa línea divisoria imposible de trasponer.
¿Existía algo más? Harry decía que no. Le parecía insulsa y fría como todas las rubias, y quizá con un poco de anemia cerebral. Pero Berta no estaba de acuerdo con él por el momento.
-Esa manera que tiene de sentarse ladeando un poco la cabeza y de sonreír oculta algo, Harry -le había dicho-. Tenemos que averiguar lo que es.
-Pues aseguraría que tiene un buen estómago -contestaba Harry.
Le gustaba dejar a su esposa sin respuesta con salidas de esta índole. Unas veces decía: “A mi juicio tiene el hígado helado”. Otras: “Quizás padece de narcisismo”. En ocasiones: “Tal vez sufre de una afección al riñón”…, y cosas por el estilo. Sin embargo, por alguna razón extraña, a Berta le gustaba eso, y casi lo admiraba.
Se dirigió al salón y encendió el fuego en la chimenea. Luego cogió uno de los cojines que Mary había arreglado con tanto esmero y volvió a disponerlos sobre los sillones y los sofás. Así ya era otra cosa. La habitación pareció de repente cobrar vida. Mientras dejaba el último almohadón, quedó sorprendida al ver que lo abrazaba fuerte y apasionadamente. Pero esto no logró extinguir el fuego que ardía en su pecho. ¡Oh, no, no; al contrario!
Las ventanas del salón se abrían a un balcón sobre el jardín. Al fondo, cerca de la tapia, un alto y esbelto peral, totalmente en flor, se erguía magnífico y sereno recortado en el cielo verde jade. Berta veía, a pesar de la distancia, que no tenía ni una flor ni un solo pétalo marchito. Más abajo, en los arriates, los tulipanes rojos y amarillos parecían apoyarse en la oscuridad. Un gato gris, arrastrando el vientre, se deslizaba a través del césped, y otro negro -como su sombra- le seguía. Al verlos tan rápidos y cautelosos, Berta sintió un extraño temblor.
-¡De qué forma más inquietante se arrastran esos animales -balbuceó. Y, apartándose de la ventana, comenzó a pasear por el cuarto.
¡Cómo flotaba el aroma de los narcisos en el aire caliente del cuarto! ¿Olían demasiado? ¡Oh, no, no! Y, sin embargo, como si no hubiese podido resistir más el intenso perfume, se echó en un sofá apretándose los ojos con las manos.
-¡Soy feliz, demasiado feliz! -dijo con un susurro.
Aún persistía en su retina, bajo los párpados cerrados, el hermoso peral, con todas las flores completamente abiertas como el símbolo de su vida.
Realmente…, realmente…, lo tenía todo: era joven; Harry y ella se querían más que nunca, llevándose muy bien; tenía una niña adorable; no le agobiaban preocupaciones económicas; vivían en una hermosa casa, con jardín, que reunía todas las condiciones deseables, y tenían amigos, modernos e interesantes: escritores, pintores, poetas y hombres de mundo…, precisamente la clase de amistades que a ambos les gustaban. Y, para colmo de su dicha, había descubierto una modista maravillosa, el próximo verano saldrían de viaje por el extranjero, y su nueva cocinera sabía hacer unas tortillas sabrosísimas…
-¡Soy absurda, absurda! -murmuró levantándose. Pero notó que se sentía completamente aturdida, como embriagada. Sería seguramente la primavera. ¡Sí, era la primavera! Estaba tan cansada, que le costó trabajo subir a vestirse.
Se puso un vestido blanco, un collar de jade y zapatos verdes. Esta combinación no era casual. Lo había pensado tras muchas horas de haber visto el peral en flor por la ventana del salón.
Los pliegues de su vestido crujieron suavemente cuando entró en el vestíbulo y besó a la señora Knight que estaba quitándose un extravagante abrigo color naranja, adornado con una procesión de monos negros que orlaban todo el borde y subían después por las solapas.
-No hago más que preguntarme -dijo- por qué será la clase media tan obtusa y tendrá tan poco sentido del humor. Querida mía, estoy aquí por pura casualidad, y gracias a Norman, que me ha servido de protección. Mis adorables monos han revuelto el tren entero de tal manera, que todos los ojos no eran ya más que un solo par. Se me comían, sencillamente. No se reían, no; no les producía risa, cosa que al fin me hubiese gustado. Sólo me miraban muy fijos, como si quisieran atravesarme.
-Pero lo gracioso del caso… -repuso Norman calándose un gran monóculo con montura de concha-. No te importa que lo cuente, ¿verdad, Cara? -En casa y entre amigos se llamaban Cara y Careto-. Lo gracioso fue que cuando Face estaba más enojada se volvió a la mujer que tenía a su lado y le dijo:”¿Es que nunca ha visto usted un mono?”
-¡Oh, sí! -y su esposa unió su risa a la de los demás-. Tuvo gracia,¿verdad?
Pero lo que resultó aún más divertido fue que, una vez quitado el famoso abrigo, la señora Knight parecía realmente un mono inteligente que se hubiese hecho un traje con tiras de papel de plátano. Y sus pendientes de ámbar eran como dos pequeñas nueces colgantes.
Sonó otra vez el timbre de la puerta. Era Eddie Warren, delgado y pálido como de costumbre y en su estado de extrema angustia.
-Es ésta la casa ¿verdad? ¿Es ésta? -preguntó.
-Sí, supongo que sí -contestó riéndose Berta.
-He pasado un rato malísimo con el chofer de un taxi: tenía un aspecto de los más siniestros y no había forma de hacerlo parar. Cuando más tocaba en el cristal para avisarle, más corría él. Bajo el claro de luna, era una figura grotesca con la cabeza achatada hundida en el volante…
Al quitarse un inmenso pañuelo de seda blanco que le envolvía el cuello se estremeció. Berta observó que sus calcetines también eran blancos. ¡Una combinación realmente encantadora!
-¡Debió ser horrible! -le dijo.
-Sí, verdaderamente lo fue -continuó Eddie siguiéndola al salón-. Yo me veía rodando hacia la eternidad en un taxi sin taxímetro.
A Norman Knight ya lo conocía, pues estaba escribiendo una obra para su teatro.
-¿Qué tal, Warren? ¿Cómo va esa comedia? -le preguntó, dejando caer el monóculo y concediendo a su ojo un momento de libertad para que pudiera dilatarse a gusto antes de volver a quedar otra vez prisionero tras el cristal.
La señora Knight también se acercó a él.
-¡Oh, señor Warren! Sus calcetines son preciosos.
-Celebro que le gusten -dijo mirándose los pies-. A la luz de la luna producen mucho mayor efecto. -Y volviendo su rostro delgado y triste hacia Berta, añadió-: Porque esta noche hay luna, ¿no lo sabía usted?
Berta sintió ganas de gritar: “¡Estoy segura de que la hay con frecuencia, con mucha frecuencia!”
Verdaderamente, Warren era muy atractivo; pero también lo era Cara, que estaba inclinada ante el fuego, con su vestido de pieles de plátano, y Careto, que, dejando caer la ceniza de su cigarrillo, preguntaba:
-Pero, ¿dónde está el novio?
-Ahora llega.
Se oyó abrir y cerrar de golpe la puerta de la calle y Harry gritó:
-¡Un saludo a todos! ¡Estaré listo dentro de cinco minutos!
Y subió corriendo la escalera. Berta no pudo contener una sonrisa. Sabía que a Harry le gustaba hacer las cosas a gran velocidad, aunque al fin y al cabo, ¿qué importaban cinco minutos más o menos? Pero él se convencía a sí mismo de que eran importantísimos y además luego tenía el puntillo de entrar en el salón muy lento y sosegado.
Harry sabía exprimir a la vida todo su sabor y Berta lo admiraba por ello. También sentía admiración hacia él por su amor a la lucha, por dar en todo cuanto se le oponía una prueba de su fuerza y de su valor, aún cuando delante de personas que no lo conocían bien. Berta comprendía que este rasgo de su carácter lo ridiculizaba un tanto…, pues había momentos en los que se lanzaba a la lucha cuando ésta en realidad no existía. Hablando y riendo, Berta olvidó completamente que Perla Fulton no había llegado aún y no se dio cuenta de ello hasta que su marido entró en el salón exactamente como ella se había figurado.
-Estaba pensando si la señorita Fulton se habrá olvidado de nosotros…
-No me extrañaría -dijo Harry-. ¿Tiene teléfono?
-Ahora llega un taxi. -Y Berta sonrió con aquel aire de posesión que siempre adoptaba mientras sus nuevas amigas constituían para ella un misterio-. Es una mujer que vive en los taxis.
-Engordará demasiado si tiene esta costumbre -repuso Harry tranquilamente, tocando el gong para la cena-. Y eso es un terrible peligro para las rubias.
-Harry, por favor -le suplicó Berta riendo.
Esperaron todavía un momento hablando y riéndose como si tal cosa, pero quizá con demasiada naturalidad. Luego apareció la señorita Fulton con un vestido de tisú de plata y una cinta también de plata, sujetando sus rubios cabellos. Entró sonriendo y con la cabeza ladeada.
-¿Llego tarde? -preguntó.
-No, no, de ninguna manera -dijo Berta-. Venga. -Y, cogiéndola del brazo, la guió hasta el comedor.
¿Qué había en el contacto de su brazo frío que avivaba… que avivaba… y hacía arder aquel fuego de felicidad que Berta sentía en su interior sin saber cómo exteriorizarlo?
La señorita Fulton no advirtió nada en su rostro porque rara vez miraba a las personas cara a cara. Sus espesas pestañas le caían sobre los ojos, y una extraña sonrisa bailaba en sus labios. Parecía vivir más para escuchar que para mirar. Pero de repente Berta sintió como si se hubiera cruzado entre las dos la más íntima mirada y se hubiesen dicho la una a la otra: “¿Tú también?”. Y Perla Fulton, mientras movía la sopa rojiza en el plato gris, sintió lo mismo.
¿Y los demás? Cara y Careto, al igual que Eddie y Harry, hablaban de diversas cosas mientras subían y bajaban las cucharas, se secaban los labios, desmenuzaban el pan y tocaban los tenedores y los vasos. De cosas así:
-La conocí una noche de estreno en el Alfa. Es un ser de lo más fantástico. No sólo tenía muy recortado el pelo, sino que parecía también haberse quitado trocitos de sus piernas y brazos, un pedazo de cuello, y algo de su pobre nariz.
-¿No está muy ligada con Michael Oat?
-¿El autor de El amor con dentadura postiza?
-Ahora quiere escribir un monólogo para mí. El argumento es un hombre que decide suicidarse. Expone primero todas las razones por las cuales debería hacerlo y a continuación las que a su juicio se lo impiden y, en el preciso momento en que después de sopesar el pro y el contra toma una determinación, cae el telón. Es una idea bastante buena.
-¿Cómo va a titularla? ¿Digestión pesada?
-Creo haber visto la misma idea en una pequeña revista francesa casi desconocida en Inglaterra.
No, no; ninguno compartía los sentimientos que a ella le animaban, pero todos eran encantadores…¡todos! Le gustaba tenerlos allí, sentados a su mesa, dándoles manjares exquisitos y buenos vinos. Y le alegraba tanto su presencia, que hubiese querido decirles lo simpáticos que eran, y lo decorativo que a su juicio resultaba el grupo en el que cada uno parecía servir para hacer resaltar al otro, como si fueran personajes de una comedia de Anton Chejov.
Harry estaba disfrutando con la comida. Formaba parte de su… no diremos exactamente, naturaleza, ni tampoco su actitud…, sino de su… algo… al hablar de los diversos platos y vanagloriarse de su “exagerada pasión por la carne blanca de la langosta” y “el verde de los helados de pistacho… tan verdes y fríos como los párpados de las danzarinas egipcias”.
Cuando mirando a su esposa le dijo: “Berta, este soufflé es admirable”, a ella le faltó poco para echarse a llorar de felicidad como una niña.
¡Oh! ¿Por qué sentía tanta ternura esta noche hacia el mundo entero? ¡Todo era bueno, todo justo! Cuanto ocurría colmaba más y más la copa rebosante de su dicha hasta hacerla desbordarse.
Y constantemente, en lo profundo de su pensamiento, tenía fija la imagen del peral. Ahora debía ser todo de plata bajo la luz de la luna a la que ser refirió el pobre Eddie; plateado como la señorita Fulton, que estaba acariciando una mandarina con sus dedos largos y tan pálidos que parecían despedir una extraña y débil luz.
Lo que Berta no llegaba a comprender -y en ello estaba precisamente el milagro- era cómo había podido adivinar exactamente y en el instante preciso el pensamiento de la señorita Fulton, porque no tenía la más leve duda de que lo había adivinado y, sin embargo, ¿en qué se había fundado? En casi nada; en menos que nada.
“Supongo que esto pasa alguna vez, aunque muy raramente, entre mujeres, pero nunca entre hombres -pensó Berta-. Tal vez mientras prepare el café en el salón, la señorita Fulton hará o dirá algo que ha comprendido.”
En realidad no sabía lo que quería decir con esto. ¡Tampoco imaginaba lo que pasaría después!
Mientras pensaba de este modo se daba cuenta de que seguía hablando y riendo. Tenía que hacerlo así porque no le era posible contener su alegría.
“Tengo que reírme -se dijo- , si no, me moriría.”
Y cuando se dio cuenta de la extraña costumbre que Cara tenía de meterse la mano en el escote de su vestido, como si guardara allí una diminuta y secreta provisión de avellanas, Berta tuvo que clavarse las uñas en las manos para no estallar en una carcajada.
Por fin terminaron de cenar.
-Vengan a ver mi nueva cafetera exprés -les dijo.
-Cada quince días tenemos una nueva -comentó Harry.
Esta vez fue Cara quien la cogió del brazo. La señorita Fulton las siguió con la cabeza ladeada.
El fuego del salón convertido en ascuas brillaba como un ojo intenso y vacilante hecho “un nido de pequeños Fénix”, como dijo Cara.
-No encienda todavía la luz. ¡Es tan bonito!- Y volvió a inclinarse cerca de las brasas. Siempre tenía frío. “Sin duda lo siento hoy porque no lleva su caquetita de lana roja”, pensó Berta.
Y en aquel instante la señorita Fulton hizo el signo de inteligencia esperado.
-¿Tienen ustedes jardín? -preguntó con voz tranquila y soñadora.
Pronunció estas palabras de una manera tan delicada, que Berta no pudo hacer más que obedecer. Atravesó el cuarto, y descorriendo las cortinas abrió los anchos ventanales.
-¡Aquí está! -murmuró.
Y las dos mujeres juntas contemplaron el esbelto árbol en flor. Lo vieron como la llama de una vela que se alargaba en punta, temblando en el aire tranquilo. Y mientras lo miraban les pareció que crecía más y más, casi hasta tocar el borde de la luna plateada.
¿Cuánto tiempo estuvieron así? Fue como si ambas hubieran sido aprisionadas por aquel círculo de luz sobrenatural; como si fueran dos seres de otro planeta que, perfectamente compenetrados, se preguntasen lo que estaban haciendo en este mundo, yendo como iban cargadas con aquel tesoro de felicidad que ardía en sus pechos y caía hecho de flores de plata de su cabeza y de sus manos.
¿Estuvieron así una eternidad?… ¿un momento? La señorita Fulton murmuró:
-Sí, eso es -¿o soñó Berta que lo decía?
Luego alguien encendió la luz y, mientras Cara hacía el café, Harry dijo:
-Mi querida señora Knight, no me pregunte por mi hija, porque no la veo casi nunca. No quiero ocuparme de ella hasta que tenga novio-. Careto se quitó un momento el monóculo y enseguida volvió a ponérselo. Eddie Warren se tomó el café y dejó la taza con una expresión de angustia, como si al beber hubiera visto una araña.
-Lo que yo quiero es dar una oportunidad a los jóvenes -dijo Careto-. Creo que Londres está lleno de obras muy buenas, unas escritas y otras por escribir. A todos ellos quiero decirles: “Aquí hay un teatro; trabajen y adelante”.
-¿No sabe usted, amigo -dijo la señora Knight-, que voy a decorar una habitación para los Jacob Narthan? Estoy tentada de llevar a la práctica una idea que tengo. Hacer una decoración a base de pescado frito: los respaldos de las sillas tendrían la forma de una sartén y en las cortinas irían bordadas unas lindas papas fritas haciendo dibujos.
-El inconveniente de nuestros jóvenes escritores -continuó Careto- es que aún son demasiado románticos. No es posible viajar por mar sin marearse y sin tener que echar mano de una palangana. Pero, ¿por qué no tienen el valor de decir que ésta se necesita?
-Un poema horrible que trataba de una niña a la que un mendigo sin nariz violaba en un bosquecillo.
La señorita Fulton se sentó en el sillón más bajo y hondo y Harry le ofreció cigarrillos.
Se puso delante de ella y presentándole la pitillera de plata le dijo fríamente:
-¿Egipcios? ¿Turcos? ¿Virginia? Están todos mezclados.
Berta entonces comprendió que la señorita Fulton no sólo no le gustaba a Harry, sino que le molestaba. Y comprendió también, por el modo en que la señorita Fulton le contestó que no deseaba fumar, que esta antipatía la percibía y ofendía…
“¡Oh, Harry!” ¿Por qué no te agrada? Estás equivocado. Es extraordinaria, y, además, ¿cómo es posible que te sientas tan alejado de una persona que significa tanto para mí? Cuando estemos acostados trataré de explicarte lo que ambas hemos sentido esta noche”, se dijo.
Y con las últimas palabras, algo extraño y casi espantoso cruzó por la mente de Berta. Y este algo ciego y sonriente le susurró: “Pronto se marcharán todos. Se apagarán las luces, y tú y él se quedarán solos, metidos en la cama caliente, con el dormitorio a oscuras…”
Se levantó rápidamente de la silla y corrió hacia el piano.
-¡Es una lástima que nadie sepa tocar! -dijo alto-. ¡Una verdadera lástima!
Por primera vez en su vida, Berta Young deseaba a su marido.
Antes sí, lo quería… estaba enamorada de él, pero de otras muy distintas maneras, no precisamente como ahora. Y también había comprendido que él era diferente. Lo habían discutido muchas veces. Al principio, a ella le había preocupado mucho descubrir que era tan fría; pero al cabo de algún tiempo pareció que aquello no tenía la menor importancia. Se trataban con entera confianza, eran muy buenos compañeros y, a su entender, esto era lo mejor de los modernos matrimonios.
Pero ahora lo deseaba, ¡ardientemente, ardientemente! Esta sola palabra la sentía de una forma dolorosa en su cuerpo abrasado. ¿Era esto lo que aquella sensación de felicidad significaba? Pero, ¡entonces, entonces!…
-Querida mía -dijo la señora Knight-. Ya conoce usted nuestras desgracias: somos víctimas del tiempo y del tren. Vivimos en Hampstead y debemos retirarnos. Hemos pasado una agradable velada.
-Los acompañaré hasta el vestíbulo -dijo Berta-. No desearía que se marcharan aún, pero comprendo que no deben perder el último tren. ¡Es tan desagradable!, ¿verdad?
-Tome antes otro whisky, Knight -dijo Harry.
-No, gracias.
Como reconocimiento por esta palabra, Berta, al darle la mano, se la estrechó un poco más.
-¡Adiós! ¡Buenas noches! -les gritó desde la escalera, notando que su viejo ser se despedía de ellos para siempre. Cuando volvió al salón, los demás se disponían también a marcharse.
-Usted podrá ir parte de su trayecto en mi taxi -dijo la señorita Fulton a Warren.
-Me alegra mucho. Así no tendré que hacer solo otro viaje después de la horrible aventura de esta tarde.
-Encontrarán una parada al final de la calle. Sólo tendrán que andar unos metros.
-¡Qué cómodo! Voy a ponerme el abrigo.
La señorita Fulton se dirigió hacia el vestíbulo. Berta iba a seguirla cuando Harry se adelantó:
-Yo la acompañaré -dijo.
Berta comprendió que su esposo se arrepentía de la poca amabilidad anterior… y dejó que fuera él. ¡Era a veces tan niño en su comportamiento… tan impulsivo… tan sencillo!
Y Berta se quedó con Eddie junto al fuego.
-¿Ha leído el nuevo poema de Bilk Table d´Hote? -le preguntó Eddie lentamente-. ¡Es magnífico! Está en la última antología. ¿Tiene usted el volumen? Me gustaría podérselo enseñar. Empieza con un verso increíblemente maravilloso: “¿Por qué darán siempre sopa de tomate?”
-Sí -dijo Berta. Y se dirigió silenciosamente a una mesita que estaba al lado de la puerta, seguida de Eddie. Tomó el librito y se lo dio, sin que ni él ni ella hubiesen hecho el más leve ruido.
Mientras Eddie buscaba la página correspondiente, Berta volvió la cabeza hacia el vestíbulo y vio a Harry con el abrigo de la señorita Fulton en las manos y a ésta de espaldas a él con la cabeza ladeada. Harry arrojó de pronto el abrigo, la cogió por los hombros y la hizo volverse violentamente. Sus labios dijeron:
-Te adoro.
La señorita Fulton le puso sus manos con aquellos dedos como rayos de luna en el rostro y le sonrió con su sonrisa de perezosa. Harry entonces se estremeció y sus labios dibujaron una terrible mueca mientras decían en voz baja:
-¿Mañana?
Y la señorita Fulton, bajando los párpados, contestó:
-Sí.
-¡Aquí está! -exclamó Eddie-. “¿Por qué darán siempre sopa de tomate?”. Es completamente cierto. ¿No le parece? La sopa de tomate es desesperadamente eterna.
-Si lo desea -dijo Harry en el vestíbulo- puedo pedirle un taxi por teléfono.
-No es necesario -contestó la señorita Fulton. Y acercándose a Berta le tendió sus dedos levísimos-. Adiós, y mil gracias.
-Adiós -dijo Berta.
La señorita Fulton le estrechó un poco más la mano.
-¡Su hermoso peral…! -murmuró.
Y se fue. Eddie la siguió, como el gato negro había seguido al gato gris.
-Bueno, cerremos la tienda -dijo Harry extraordinariamente frío y sereno.
“¡Su hermoso peral!…¡Su hermoso peral!…”
Berta corrió hacia la ventana.
-¿Qué va a pasar ahora? -gritó.
Y el peral alto y esbelto, cargado de flores, seguía inmóvil como la llama de una vela que alargándose estuviera casi a punto de tocar el borde plateado de la luna.
Published on February 22, 2017 11:48
February 19, 2017
Todos los ruidos del mundo – Cecilia Magaña
Todos los ruidos del mundo(Editorial Paraíso Perdido, 2016) es el tercer libro de cuento de Cecilia Magaña (escritora mexicana, 1978).
Magaña exhibe en estos diez relatos, donde impera el narrador en tercera persona, una imaginación prodigiosa y un estilo particular donde se privilegia la percepción sonora. Estas páginas reúnen una compilación de voces en distintos formatos y con diversos propósitos que tienen un papel esencial en cada trama, y nos permite diseccionar psicológicamente a cada personaje.
«De médiums y poetas» demuestra que el resultado de contactar a algún espíritu, aunque haya pertenecido a una persona cercana y amada, puede traer más desasosiego que calma. En esta entrevistapara Revista Morbífica, la propia autora afirmó que los escritores también tienen facultades paranormales, pues los personajes hablan a través de ellos.
«23 escalones» muestra literalmente cómo los desechos de una persona pueden ser valorados (e incluso adorados) por otra, cómo los desperdicios son algo sumamente íntimo y que refleja con fidelidad la vida de cualquier persona.
«Un palo» evidencia la transformación de la sociedad con el uso frecuente de las redes sociales y el bullying. Este relato bien podría ser un cortometraje de la serie de Netflix Black Mirror.
El trastorno de identidad disociativo, la despersonalización, la existencia de un doble, el terror de permanecer atrapado en el tiempo o incluso el mito del Doppelgänger son posibles explicaciones para los sucesos que experimenta el personaje principal de «¿Se te olvidó algo?».
Con un sentido el humor ácido, la autora nos presenta «Síndrome», un cuento intrépido, original y divertido que describe pormenorizadamente el mayor terror de la juventud femenina.
Una inhumación anual se lleva a cabo en «Bazar», historia en la que las mujeres de una familia nuclear recrean esta ceremonia con el consentimiento implícito del involucrado a manera de catarsis para todos los asistentes.
Con la construcción de cada uno de sus personajes, Magaña nos otorga la información suficiente para poder continuar con la narración tras el último párrafo de cada cuento, pues todos culminan en finales que, de manera intencional, no son realmente cierres.
La autora cumple con la siguiente aseveración de Quiroga: «El cuentista tiene la capacidad de sugerir más de lo que dice». Sobre este tema, Piglia, en Nueva tesis sobre el cuento y en referencia a Borges, habla sobre «su particular manera de cerrar las historias: siempre con ambigüedad, pero a la vez siempre con un eficaz efecto de clausura y de inevitable sorpresa», misma que, sin duda, remite a este libro.
Al respecto, en esta entrevista para Paraíso Perdido, Magaña afirma que decidió concluir sus relatos de esa manera porque confía en que el lector los finalice de la mejor forma posible, y habla brevemente sobre el soundtrack inmerso en la creación de este libro, que incluye a los Arctic Monkeys, Eel y Eminem.
El libro está a la venta en la página de la editorial y en librerías Péndulo.
Published on February 19, 2017 13:42
February 11, 2017
Metástasis McFly – Pedro J. Acuña
Metástasis McFly (Fondo Editorial Tierra Adentro, 2015) es el primer libro de cuento de Pedro J. Acuña (escritor mexicano, 1986).
Los nueve cuentos aquí reunidos son reinterpretaciones o ficciones desarrolladas a partir de personajes de diversa índole inmersas en alusiones principalmente literarias, religiosas y filosóficas.
«Metástasis McFly» (disponible en línea en el sitio web de Tierra Adentro), relato que da nombre al libro y que es una historia alterna de la trilogía Back to the Future (1985-1990), se desarrolla a partir de una perspectiva fatalista donde lo peligroso no es alterar algún hecho en el mundo, sino a los personajes mismos, pues descubren una enfermedad que aparece, desaparece o se multiplica a la par de su travesía y que los va consumiendo lenta y dolorosamente. Marty insiste entonces en buscar lo imposible y continuar sólo porque rendirse sería traicionarse a sí mismo, a sus compañeros y a su objetivo final: alcanzar una felicidad eterna utópica para los que estamos sujetos a una sola realidad o universo.
En un intento desesperado por corregir sus vidas, Marty McFly propone regresar al día en que el DeLorean fue creado (algo que podría realizar el personaje del desinventor de Gaiman en su cuento «Y llora, como Alejandro»), lo que el Doc rechaza por inviable. Otra de las escenas significativas es cuando Marty, solo y desesperado por solucionar su pesadumbre, vuelve en tantas ocasiones a observar un momento particular de plenitud con sus compañeros, que empieza a dudar de la autenticidad de aquello, como le ocurre al Fugitivo en La invención de Morel cuando descubre que lo que tiene ante él son sólo hologramas.
«El corazón debajo de un vaso jaibolero» es un fiel retrato de la vida en cualquier cantina tradicional y refleja, al igual que aquella sentencia que equipara a los locos con los borrachos, que en la mente de ambos hay una cruda verdad: la de ver la realidad desde la perspectiva de quien ha desmantelado la falsedad. Como lo afirma el autor en una entrevista para Marvin.com.mx, la sabiduría no discrimina.
Sólo una institución brutal dependería de la muerte para su disolución. Bien dijo ya Steve Ratliff que «El matrimonio es una institución criminal. Una institución pensada para que con sus lazos se ahorque uno de los cónyuges». O, en el caso de «Cuento de Navidad», para que uno de ellos asesine al otro. Santa Claus, viendo en su esposa la única razón de su malestar constante y un impedimento para vivir su sexualidad libremente, opta por eliminarla de su vida de forma definitiva. «Hasta que la muerte los separe» es otro relato que sigue esta misma línea, pero aquí es la figura femenina la que lamenta la resurrección de su pareja, Lázaro, tras la visita de Jesucristo.
«Entre azucenas olvidado» reúne parte de la biografía apócrifa del poeta místico del s. XVI San Juan de la Cruz. El fanatismo religioso y el misticismo conviven en estos originales párrafos que bien podrían esclarecer pasajes de la vida del santo. Pueden escuchar el cuento en voz del autor en el podcast Primeras Letras de Letras Libres.
En «Mi reina por un pulque», Acuña reelabora una leyenda en la que representa a la muerte (o a la chingada) como un personaje respetuoso y de palabra, mismo que es derrotado por una mujer con mucha más inteligencia y perspicacia que su dipsómano y cobarde marido.
«Banca o De la secundaria» es un relato cuya temática se inscribe dentro de la gran tradición de historias sobre marginados sociales, como El Periquillo Sarniento (1816) de José Joaquín Fernández de Lizardi, El Canillitas (1941) de Artemio de Valle-Arizpe o la obra de teatro Esperando a Godot (1952) de Samuel Becket. En este cuento, el Sócrates, un remedo actual del filósofo ateniense, sin más habilidades que la repulsión y la lujuria, conquista adolescentes que simbolizan todo lo opuesto a él.
Metástasis McFly es un muestrario de interesantes y perturbadores sucesos alternos en las vidas de ciertos personajes célebres que dan cuenta de la capacidad del autor para concebir historias con originalidad y destreza literaria.
Para concluir, algunas de mis frases favoritas del libro.
Metástasis McFly
«Si no dejamos que el mundo tenga un misterio, tampoco tendrá atractivo para nosotros.» p. 9
«La vida de todos y cada uno de los seres humanos es también la nuestra.» p. 10
«Envejecemos porque el tiempo no es algo que nos suceda, es algo que somos.» p. 11
«Somos monstruos diferentes a diario.» p. 13
«Pienso que no hay nada peor que mentirle a un cadáver.» p. 15
El corazón debajo de un vaso jaibolero
«Sentí que yo ya no era yo sino un fuego que se extinguía, tranquilo, sin luchar por encenderse de nuevo.» p. 24
«Llegaríamos a ser una mera sombra de humanidad. Existiríamos como si nunca hubiéramos existido.» p. 26
Luismirrey
«Para qué la música sino para las penas.» p. 46
Mi reina por un pulque
«Aquél es un bueno para nada, sino un malo para todo.» p. 54
Banca o De la secundaria
«Se le acerca con la confianza que da proteger una causa que no es propia.» p. 69
El libro está a la venta en todas las librerías Educal del país.
Published on February 11, 2017 14:56
January 31, 2017
Advertencias que fascinan (reseña publicada en Revista Tierra Adentro núm. 220)
Tengo el placer de anunciarles que «Advertencias que fascinan», mi reseña sobre Material sensible (Salamandra, 2016), última compilación de cuento fantástico de Neil Gaiman, se publicó en la Revista Tierra Adentro núm. 220, Bowie. Locura & creación (enero-febrero 2017).
La revista ya está disponible en todas las librerías Educal del país.
«A un año de la muerte de David Bowie, exploramos aspectos poco conocidos de la vida del gran músico y artista total inglés, como su relación con la enfermedad mental, su faceta como coleccionista de arte, y apasionado lector.También dedicamos nuestro especial a encontrar respuestas al futuro de la literatura pop; lo acompañamos en esta ocasión con el trabajo de reconocidos fotógrafos mexicanos jóvenes como José Luis Cuevas, Paula Islas y Melba Arellano.Por último, en nuestras secciones tradicionales como Cuento, Poesía, Expresión mínima, Cómic jóvenes escritores y creadores mexicanos, nos muestran distintas caras de su talento.»
Published on January 31, 2017 17:00
January 30, 2017
Amniótico - Alfredo Carrera
Amniótico (Editorial Paraíso Perdido, colección Instantánea, 2016) de Alfredo Carrera (escritor mexicano, 1984) es el segundo libro de cuento del autor.
Reúne siete relatos cuyas temáticas giran en torno a la muerte, la derrota y la pérdida, pero también al deseo y a la procreación.
Estos relatos de Carrera son historias en caída libre hacia el abismo de cada personaje, son batallas que se saben perdidas desde el principio, pero donde la venganza del vencido quedará latente, esperando el momento preciso para desatarse.
Otras de las figuras fundamentales en estas letras son la de los padres ausentes, desnaturalizados o que simplemente condicionan, de la manera más egoísta y reprobable, la existencia de sus descendientes a las expectativas y deseos propios.
«Amniótico», cuento que da nombre a la colección, se desarrolla frente a un mar que se alimenta de almas, pues contiene aguas profundas e hipnóticas que atraen hacia la muerte, como les ocurrió a Virginia Woolf, Alfonsina Storni o Safo de Mitilene, por mencionar algunos nombres. El padre del protagonista disfruta de la soledad acompañada, de mujeres menudas que incitan cuidados y frenesí a la vez. El despertar sexual de un adolescente donde la desnudez femenina es algo natural se da en el mismo sitio donde rondan sombras de una traición y culpas, inmerso todo en una esencia salina que se adhiere al recuerdo y que persigue como una advertencia de fatalidad.
En «Fábrica de colchones», el autor nos muestra una ficción dentro de la ficción, una historia-matrioska que alterna entre dos escenarios posibles para exponer un mismo crimen pero con un solo y funesto desenlace.
«Embrión» describe la trivial existencia de una pareja en la que la principal habilidad del hombre es el fracaso, y donde la mujer no logra llevar un embarazo a término. él desea evitarle más sufrimientos y ya ni siquiera sabe cómo reaccionar ante ella ni con la mirada. Ya no queda nada por hacer para sobrellevar su ruina, pero a la distancia, en la inmensidad del océano, reluce la salvación.
«Purificación del fuego» narra un accidente causado por la ira de una madre, mismo que trastoca todos los aspectos de la vida de uno de sus hijos, un ser humano que es el reflejo de una catástrofe que pudo haber sido evitada. En estos párrafos podemos comprender lo que sucede en la mente de la víctima, empatizar con quien se sabe presa de las circunstancias e injusticias del azar: un joven cuyo futuro se consumió en las mismas llamas que se llevaron la piel y los rasgos de su rostro y la suavidad de su cuerpo. Esta víctima expiará entonces las culpas de alguien más con otro incendio que, si se le otorga el tiempo necesario, reducirá todo a cenizas.
Un hombre es el culpable, indirectamente, de la muerte de su esposa tras la fuga de su hijo en «Segunda oportunidad». Los recuerdos han secuestrado su juicio y sólo se lo devuelven cuando ya es demasiado tarde para alterar la realidad. A pesar de lo anterior, resiste lo suficiente para tratar de hacer las cosas bien o, simplemente, terminar de arruinarlas.
Lo anterior es sólo una muestra del universo creativo articulado con pericia por el autor. Carrera narra con habilidad cómo el dolor puede unir a las personas de la manera más íntima y cómo las heridas a veces, en lugar de buscar sanar, se vuelven más profundas al disfrazar el dolor.
El libro está a la venta en la tienda de Kichink de la editorial.
Published on January 30, 2017 18:21
January 27, 2017
Purificación del Fuego - Alfredo Carrera (cuento)
Alfredo Carrera
Purificación del Fuego
Veo tras bambalinas a una mujer que a su vez no deja de observarme. No parpadea. No descubro si me ve por morbo o por asco. Se lo he dicho a mi madre y me dice que no me ve a mí, sino a la fotografía proyectada en el escenario. Es el niño que fui antes del incendio. No debería existir o en su defecto tendría que estar enmarcada en uno de esos anuncios con los que buscan a las personas que se han extraviado, a los que han secuestrado o a aquellas víctimas de desapariciones forzadas. El único que llega al espejo en la noche buscándolo soy yo.
Entro al escenario porque mi madre me obligó a decir que sí, no puedo deshacerme de ella. Están explicando el motivo de la cena y concierto de beneficencia, hablan un poco de accidentes, de la vida tan frágil para romperles las sonrisas, para que donen. Ven el antes y el ahora. Se fue la mujer que me veía. La maestra de ceremonias continúa su discurso sobre los accidentes, el fuego, las quemaduras. Mi foto cambia por una gráfica. Ella dice mi nombre y se acerca para abrazarme. Las personas entonces me relacionan con la fotografía que estaba proyectada. Me pusieron un traje que sólo deja ver los restos de mi cara. En la comparación ella dice que yo soy un luchador que enfrenta la vida, que enfrenta a su propio rostro. Mi cuerpo es peor.
Son unos juguetes como me lo habían mencionado: las personas vestidas de etiqueta se ponen de pie para aplaudirme, pero no soportan verme. Logro distinguir con dificultad, por la luz directa, a varias personas que me señalan, después a la fotografía, para explicar a los distraídos de qué va el asunto. Las fábricas de extinguidores y detectores de humo están en deuda conmigo, afuera podrían haber puesto stands de información. Giro la cabeza para ver a mi madre tras bambalinas, está tan emocionada que llora. Tengo ganas de gritar y explicarles que la culpa es de la mujer oculta, que salga a recibir esos mismos aplausos.
Me convertí en la mascota de mi madre y de una asociación que me toma como una botarga. Hasta este momento me pregunto si acaso eso significa que no donarán una parte del dinero recaudado para alguna de mis operaciones pendientes. ¿Para qué lo harían si soy el que les sirve para causar lástima, la muestra de la estupidez humana?
Empieza la intervención de la orquesta de cámara, tienen un programa que cumplir. Bajo por el frente del escenario. Me siento en una mesa de la orilla para que hablen conmigo los curiosos y aumentar las donaciones. Yo sólo puedo pensar en la intensidad del dolor cuando mi cuerpo era de fuego, no veía nada, al apagarme, cuando me quedaba poca piel, la intensidad aumentó hasta que caí inconsciente. Dijeron “consiguiéramos”, aunque los cheques no los hacen a mi nombre. Las operaciones son demasiado caras, hay que ir a uno de los pocos hospitales en el mundo que las pueden hacer y luego esperar a que alguno de los pocos doctores que saben del tema tenga tiempo de ir a atender a un pobre pendejo como yo, sin contar que son impagables.
El fuego lo provocó mi madre porque la casa no estaba arreglada. Mi hermano salió, yo me había quedado a trabajar solo. Al llegar vio que no había terminado, aventó cosas sin mediar palabra. El alcohol me cayó encima después una vela. Ella tardó en reaccionar, tenía un librero sobre mí. Lo quitó y me hizo ir a la regadera. Si hay alguien que merece lo que me ha pasado es ella. Quemarla viva.
Llego a la mesa y ya está mi madre. Nos toman fotos para el periódico. La mujer que estaba encantada conmigo regresa a su mesa y voy por ella. Las personas me detienen para decirme las mismas cosas que tanto he escuchado, lo admirable que soy. Un quemado. Un despojo. Me harto, a una señora le explico que mi madre me incendió por no terminar de reparar unos muebles. Queda sin palabras y continúo mi camino.
La mesa está sola. Me siento a su lado. “Eres un especialista en causar lástima, ¿no?”. Es más de lo que esperaba. “Imagino que tú crees que me hice esto a propósito”. En su cara no encuentro reacción, como si no me hubiera escuchado; en mi cara es muy difícil encontrar gestos. Me cuenta de su hermano, de un incendio en sus vacaciones y cómo los bomberos la rescataron a ella, pero no a su hermano. No esperaba tener la culpa de que ella estuviera viva, además del cliché en que me diría que prefería a su hermano vivo aunque fuera como yo. Con facilidad le podría decir que yo tomaría el lugar de su hermano, si se pudiera me gustaría más estar muerto. Lo anticipa, me dice lo que pienso y revira, le digo que sí, pero yo pienso en ser su hermano quemado para estar con ella, no con la mujer que me incendió. Algo despierta en sus ojos la conversación sobre mi familia, sobre la desaparición de mi hermano desde ese día y la locura de mi madre. Toma mi mano y salimos del lugar sin que a nadie parezca importarle. Siento que por fin he recuperado mi cara, que soy normal.
Me cubre la cara con su abrigo. Abre la puerta trasera de su carro para que entre. Enciende el coche y nos vamos. Conduce despacio y pienso en mi madre, en la reacción que tendrá al terminar la noche y que yo no aparezca por ningún lado. Mi fotografía del periódico, un quemado en traje, saldrá en la televisión, enmarcada en el “Se busca”, “Desaparecido”, no así la primera fotografía. La imagen de ese niño la tengo yo nada más, nadie la puede encontrar.
Llegamos a su casa, me explica que vamos a mi habitación, sin importarle nada me dice: “Carlos, éste es tu cuarto, te había extrañado mucho”. Adentró hay un portarretrato en el que está ella más joven y él que imagino era su hermano. Me acuesto en la cama. Entra sin avisar, trae dos pijamas de ella. Me ayuda a cambiarme, me observa sin morbo el cuerpo. Sale y me avisa antes que en media hora merendamos. La pijama es un conjunto de saco y pantalón que me quedó perfecto.
Bajo, escucho que canta, tiene puesta una pijama igual a la mía, pero a ella le quedaba muy holgada. Pone dos platos de cereal en la mesa y nos sentamos. Le pregunto su nombre, se molesta un poco. Me dice “Claudia, acuérdate, ¿el fuego también te quemó el cerebro, tontito?”. El tono me sorprende. Termino el cereal en silencio.
Uso el mismo cepillo dental que ella y me arropa como si fuera un niño pequeño. Pienso otra vez en mi madre, las diferencias obvias de mi casa a esta nueva casa tan reluciente, tan limpia.
Suena el despertador, todavía es de noche. Hay humo y hace demasiado calor. Salgo de la casa, pero Claudia no. No puedo dejar de oler mis dedos con aroma a gasolina.
Published on January 27, 2017 13:42
January 22, 2017
El problema de los tres cuerpos - Aniela Rodríguez
El problema de los tres cuerpos (FETA, 2016) de Aniela Rodríguez es el segundo libro de cuento de la autora, reconocido en 2016 con el Premio Nacional de Cuento Joven Comala.
Nueve cuentos se desarrollan en noventa páginas donde predomina el narrador en primera persona y un lenguaje cuidado salpicado de crudeza. La mayoría de los personajes vive en una esfera que comprende violencia, agresiones o atropellos de los que son víctimas, son eslabones en una cadena interminable de brutalidad. En su narrativa, Aniela se enfoca con destreza en delimitar los perfiles de sus peculiares personajes. Imágenes duras y escenarios cercanos conforman el universo creado por esta hábil autora en un libro donde el mismo título alude ya al caos y la inestabilidad.
Un sueño, que bien podría ser una reminiscencia del pasado, se presenta en «Caja de cerillos» como una anécdota fatídica grabada para siempre en la memoria de su autor, revivida una y otra vez por el inconsciente: es un temor insistente, una culpa que no le otorga ni un minuto de tregua.
En «Las fiestas de Caín» (cuyo epígrafe y dedicatoria merecen una mención especial, pues Ignacio Padilla fue un excelente cuentista mexicano) relucen la traición, el engaño, el orgullo herido y la doble moral, todo lo anterior presto para destrozar la vida de cualquiera, incluso del más respetable. Lo carnal siempre como un claro distintivo de la naturaleza humana.
«Tratado general del contragolpe» refleja a la perfección esta sociedad apresurada donde los ídolos son destituidos con la misma facilidad con la que fueron encumbrados, la abnegación de una madre y la irritación mortal de un fanático.
Uno de los títulos, «Instrucciones para perder los zapatos», remite a los sagaces instructivos de Cortázar. Los personajes involucrados en este relato fueron tocados por la desgracia, ésa a la que están más próximos precisamente porque no hay alguna barrera que los pueda proteger. Elías, o mejor dicho, el estorbo en el que se ha convertido, está destinado a una inyección letal porque no hay tiempo ni ganas para su recuperación, porque es sólo un número más de cualquier estadística.
«Los regimientos de Dios» describe la ira de los farsantes, las estafas y mentiras al servicio de la religión. La envidia es el alimento de un odio creciente y fermentado que se descarga en quien no lo merece pero que, aún así, trata de comprenderlo. En este cuento, las “cajitas” (personas supuestamente divinas) venden salud y favores a los feligreses, suceso similar a las indulgencias que negociaba la iglesia durante el siglo XVI, cuando el Papa León X promulgó la Taxa Camarae, un documento que informaba las tarifas a pagar para recibir el perdón de faltas atroces, asesinato y pederastia incluidos.
La depresión, todos los eventos traumáticos y la tristeza se refugian sólo en un hemisferio del cuerpo del protagonista de «El lado izquierdo de la tristeza» que, desesperado, busca a toda costa alguna solución. Su condición particular lo lleva al borde de la muerte, y prefiere seguir venerando la causa de su mal que perder a la mujer amada.
En todos los relatos los personajes son conscientes del detonante, del elemento externo y devastador que hace acto de aparición para destruir sus vidas.
Para finalizar, transcribo algunas de mis frases favoritas:
Caja de cerillos
«Para ser un buen hijo de puta se necesita mucha suerte.» p. 16
«¿Te acuerdas cuando éramos jóvenes? No había manera de hacerlo mal, y lo logramos.» p. 17
«Alguien debería contarles que lo que espanta de las pesadillas es que son imposibles.» p. 18
Las fiestas de Caín
«Estaba segura que de nuevo, como otras ocasiones, había echado todo a la mierda. Sabía también que todavía era muy joven y, si así lo quisiera, podría arruinar su vida otras siete veces.» p. 27
«El infierno es un lugar donde no caben tantas almas.» Ibídem
Tratado general del contragolpe
«Uno no conoce a qué sabe el terror hasta que se siente así del precipicio.» p. 33
Instrucciones para perder los zapatos
«Si tan sólo hubieran enviado un manual para no estar triste, la Chole lo habría leído completito una y otra vez. Por ejemplo: paso número 77, Eleve las piernas al aire, teniendo cuidado de no perder el equilibrio. Bájelas al tiempo que siente el pecho desinflarse. Haga serie de ocho repeticiones cada tercer día, hasta recuperar las riendas de su vida.» p. 43
«Todavía no tenía ni ganas ni tiempo para ver morir a un amigo.» p. 45
Los regimientos de Dios
«Dicen que la fe es el mejor motivo para desatar una catástrofe. Así han comenzado guerras interminables que dejan a su paso generaciones de locos, obtusos y pendejos.» p. 64
El lado izquierdo de la tristeza
«Ya era muy tarde cuando desperté y entendí que el llanto sirve para ocho cosas: para nada y para siete chingadas» p. 72
«La ecuación de mi desgracia es una ecuación imperfecta.» Ibídem
«La tristeza es un cáncer incurable.» Ibídem
Kamikaze
«Con ella se sentía seguro, y al mismo tiempo, todos los días eran un nuevo cagarse de miedo.» p. 80
El libro está a la venda en las librerías EDUCAL de todo el país.
Published on January 22, 2017 12:52
December 30, 2016
No respiramos: Inflamos fantasmas - Édgar Omar Avilés
No respiramos: Inflamos fantasmas (Posdata Editores, 2014) de Édgar Omar Avilés (escritor mexicano, 1980) es el quinto libro de cuento publicado por el autor. Estas páginas reúnen ochenta minificciones peculiares y sorprendentes, bellas y también terroríficas que en un espacio muy breve de tiempo reconfiguran la realidad.
En el universo de Avilés, la realidad no es más que una cadena de suposiciones o hipótesis colectivas (como lo declara en esta entrevista para Revista Marabunta en 2015) que ocultan mucho más de lo que tratan de esclarecer, mismas que con el distintivo particular de lo fugaz, el autor traduce en un catálogo de ingeniosas interpretaciones.
El inconsciente y los sueños, las descripciones, los esclarecimientos, el origen de los suspiros e historias circulares e infinitas que imitan a los ancestrales símbolos de los uróboros permiten conocer una parte de la creatividad ilimitada y maravillosa de Avilés.
En particular, su relato breve «Una gota de rocío» remite al cuento «El incidente del Puente del Búho» de Ambrose Bierce, y «Little boy» ofrece un desarrollo alterno que, sin embargo, resulta en el mismo desenlace para los habitantes de Hiroshima que fallecieron en 1945 debido a la explosión de la bomba atómica nombrada de esa forma.
Las siguientes son sólo algunas de mis preferidas:
Vestir
Nacemos por pudor: las almas cubren su desnudez con un cuerpo.
Neonatos
De algunos ahogados no se encuentra el cadáver porque se supieron en el vientre de su madre y volvieron a nacer.
Es la noche hermosa
Y va creciendo el resplandor de las estrellas, hasta que se impactan todas en la tierra.
Luz
La noche es luz de un sol negro. Con esa luz vemos lo que realmente hay en el mundo: nada. En la clara oscuridad del día, los focos prendidos y el fuego de las velas, no vemos: imaginamos ciudades y rostros que no existen.
Siete confesiones (fragmento)
Uno de cada cinco humanos no existe, y los otros cuatro lo imaginan.
Escribo para que el rencor de mis personajes no se vuelva contra mí.
No respiramos: inflamos fantasmas.
Felipe Garrido afirma, al finalizar su Credo para el Encuentro Internacional de Cuentistas de la FIL de Guadalajara 2014, que «La estética del cuento corto es la estética del relámpago», y los relatos breves de Avilés tienen precisamente la duración que tiene un rayo, y también una energía contundente. Son el filo del hacha a la que se refería Kafka al hablar sobre literatura: «Un libro debe ser el hacha que rompa el mar helado dentro de nosotros».
Pueden leer varias de estas historias cortas en el primer número del suplemento «Letras para llevar» de la Gaceta Nicolaita de la Universidad Michoacana.
El libro está a la venta en la página de Kichink de la editorial.
Published on December 30, 2016 13:51
December 29, 2016
El gigante ahogado - J. G. Ballard (cuento)
J. G. BallardEl gigante ahogado
En la mañana después de la tormenta las aguas arrojaron a la playa, a ocho kilómetros al noroeste de la ciudad, el cuerpo de un gigante ahogado. La primera noticia la trajo un campesino de las cercanías y fue confirmada luego por los hombres del periódico local y de la policía. Sin embargo, la mayoría de la gente, incluyéndome a mí, no lo creímos, pero la llegada de otros muchos testigos oculares que confirmaban el enorme tamaño del gigante excitó al fin nuestra curiosidad. Cuando salimos para la costa poco después de las dos, no quedaba casi nadie en la biblioteca donde mis colegas y yo estábamos investigando, y la gente siguió dejando las oficinas y las tiendas durante todo el día, a medida que la noticia corría por la ciudad.
En el momento en que alcanzamos las dunas sobre la playa, ya se había reunido una multitud considerable, y vimos el cuerpo tendido en el agua baja, a doscientos metros. Lo que habíamos oído del tamaño del gigante nos pareció entonces muy exagerado. Había marea baja, y casi todo el cuerpo del gigante estaba al descubierto, pero no parecía ser mayor que un tiburón echado al sol. Yacía de espaldas con los brazos extendidos a los lados, en una actitud de reposo, como si estuviese dormido sobre el espejo de arena húmeda. La piel descolorida se le reflejaba en el agua y el cuerpo resplandecía a la clara luz del sol como el plumaje blanco de un ave marina. Perplejos, y descontentos con las explicaciones de la multitud, mis amigos y yo bajamos de las dunas hacia la arena de la orilla. Todos parecían tener miedo de acercarse al gigante, pero media hora después dos pescadores con botas altas salieron del grupo, adelantándose por la arena. Cuando las figuras minúsculas se acercaron al cuerpo recostado, un alboroto de conversaciones estalló entre los espectadores. Los dos hombres parecían criaturas diminutas al lado del gigante. Aunque los talones estaban parcialmente hundidos en la arena, los pies se alzaban a por lo menos el doble de la estatura de los pescadores, y comprendimos inmediatamente que este leviatán ahogado tenía la masa y las dimensiones de una ballena.
Tres barcos pesqueros habían llegado a la escena y estaban a medio kilómetro de la playa; las tripulaciones observaban desde las proas. La prudencia de los hombres había disuadido a los espectadores de la costa que habían pensado en vadear las aguas bajas. Impacientemente, todos dejamos las dunas y esperamos en la orilla. El agua había lamido la arena alrededor de la figura, formando una concavidad, como si el gigante hubiese caído del cielo. Los dos pescadores estaban ahora entre los inmensos plintos de los pies, y nos saludaban como turistas entre las columnas de un templo lamido por las aguas, a orillas del Nilo. Durante un momento temí que el gigante estuviera sólo dormido y pudiera moverse y juntar de pronto los talones, pero los ojos vidriados miraban fijamente al cielo, sin advertir esas réplicas minúsculas de sí mismo que tenía entre los pies.
Los pescadores echaron a andar entonces alrededor del cuerpo, pasando junto a los costados blancos de las piernas. Luego de detenerse a examinar los dedos de la mano supina, desaparecieron entre el brazo y el pecho, y asomaron de nuevo para mirar la cabeza, protegiéndose los ojos del sol mientras contemplaban el perfil griego. La frente baja, la nariz recta y los labios curvos me recordaron una copia romana de Praxíteles; las cartelas elegantemente formadas de las ventanas de la nariz acentuaban el parecido con una escultura monumental.
Repentinamente brotó un grito de la multitud, y un centenar de brazos apuntaron hacia el mar. Sobresaltado, vi que uno de los pescadores había trepado al pecho del gigante y se paseaba por encima haciendo señas hacia la orilla. Hubo un rugido de sorpresa y victoria en la multitud, perdido en una precipitación de conchillas y arenisca cuando todos corrieron playa abajo.
Al acercarnos a la figura recostada, que descansaba en un charco de agua del tamaño de un campo de futbol, la charla excitada disminuyó otra vez, dominada por las enormes dimensiones de este coloso moribundo. Estaba tirado en un ligero ángulo con la orilla, las piernas más hacia la costa, y este detalle había ocultado la longitud real del cuerpo. A pesar de los dos pescadores subidos al abdomen, el gentío se había ordenado en un amplio círculo, y de cuando en cuando unos pocos grupos de tres o cuatro personas avanzaban hacia las manos y los pies.
Mis compañeros y yo caminamos alrededor de la parte que daba al mar; las caderas y el tórax del gigante se elevaban por encima de nosotros como el casco de un navío varado. La piel perlada, distendida por la inmersión en el agua del mar, disimulaba los contornos de los enormes músculos y tendones. Pasamos por debajo de la rodilla izquierda, que estaba ligeramente doblada, y de donde colgaban los tallos de unas húmedas algas marinas. Cubriéndole flojamente el diafragma y manteniendo una tenue decencia, había un pañolón de tela, de trama abierta, y de un color amarillo blanqueado por el agua. El fuerte olor a salitre de la prenda que se secaba al sol se mezclaba con el aroma dulzón y poderoso de la piel del gigante.
Nos detuvimos junto al hombre y observamos el perfil inmóvil. Los labios estaban ligeramente separados, el ojo abierto nubloso y ocluido, como si le hubieran inyectado algún líquido azul lechoso, pero las delicadas bóvedas de las ventanas de la nariz y las cejas daban a la cara un encanto ornamental que contradecía la pesada fuerza del pecho y de los hombros.
La oreja estaba suspendida sobre nuestras cabezas como un portal esculpido. Cuando alcé la mano para tocar el lóbulo colgante alguien apareció gritando sobre el borde de la frente. Asustado por esta aparición retrocedí unos pasos, y vi entonces que unos jóvenes habían trepado a la cara y se estrujaban unos a otros, saltando en las órbitas.
La gente andaba ahora por todo el gigante, cuyos brazos recostados proporcionaban una doble escalinata. Desde las palmas caminaban por los antebrazos hasta el codo y luego se arrastraban por el hinchado vientre de los bíceps hasta el llano paseo de los músculos pectorales que cubrían la mitad superior del pecho liso y lampiño. Desde allí subían a la cara, pasando las manos por los labios y la nariz, o bajaban corriendo por el abdomen para reunirse con otros que habían trepado a los tobillos y patrullaban las columnas gemelas de los muslos.
Seguimos caminando entre la gente, y nos detuvimos para examinar la mano derecha extendida. En la palma había un pequeño charco de agua, como el residuo de otro mundo, pisoteado ahora por los que trepaban al brazo. Traté de leer las líneas que acanalaban la piel de la palma buscando algún indicio del carácter del gigante, pero la dilatación de los tejidos casi las había borrado, llevándose todos los posibles rastros de identidad y los signos de las últimas circunstancias trágicas. Los huesos y los músculos de la mano daban la impresión de que el coloso no era demasiado sensible, pero la precisa flexión de los dedos y las uñas cuidadas, cortadas todas simétricamente a una distancia de quince centímetros de la carne mostraban un temperamento de algún modo delicado, confirmado por las facciones griegas de la cara, en la que se posaban ahora como moscas todos los vecinos del pueblo.
Hasta había un joven de pie en la punta de la nariz, moviendo los brazos a los lados y gritándoles a otros muchachos, pero la cara del gigante conservaba una sólida compostura.
Regresando a la orilla nos sentamos en la arena y miramos la corriente continua de gente que llegaba del pueblo. Unos seis o siete botes de pesca se habían reunido a corta distancia de la costa, y las tripulaciones vadeaban el agua poco profunda para ver desde más cerca esta presa traída por la tormenta. Más tarde apareció una partida de policías y con poco entusiasmo intentó acordonar la playa, pero después de subir a la figura recostada abandonaron la idea, y se alejaron todos juntos echando miradas divertidas por encima del hombro.
Una hora después había un millar de personas en la playa, y doscientas de ellas estaban de pie o sentadas en el gigante, apiñadas en los brazos y las piernas o circulando en un alboroto incesante por el pecho y el estómago. Un grupo de jóvenes se había instalado en la cabeza, empujándose unos a otros sobre las mejillas y deslizándose por la superficie lisa de la mandíbula. Dos o tres habían montado a horcajadas en la nariz, y otro se arrastró dentro de uno de los orificios, desde donde ladraba como un perro.
Esa tarde volvió la policía y abrió paso por entre la multitud a una partida de hombres de ciencia —autoridades en anatomía y en biología marina— de la universidad. El grupo de jóvenes y la mayoría de la gente bajaron del gigante, dejando atrás unas pocas almas intrépidas encaramadas en las puntas de los dedos de los pies y en la frente. Los expertos anduvieron a pasos largos alrededor del gigante, deliberando con señas vigorosas, precedidos por los policías que iban apartando a la multitud. Cuando llegaron a la mano extendida, el oficial mayor se ofreció para ayudarlos a subir a la palma, pero los expertos se negaron apresuradamente. Luego que estos hombres regresaron a la orilla, la muchedumbre trepó una vez más al gigante, y cuando nos marchamos a las cinco ya se habían apoderado totalmente del cuerpo, cubriendo los brazos y las piernas como una compacta banda de gaviotas posada en el cadáver de un cetáceo.
Visité de nuevo la playa tres días después. Mis amigos de la biblioteca habían vuelto al trabajo, y habían delegado en mí la tarea de vigilar al gigante y preparar un informe. Quizá entendían mi interés particular por el caso, y era realmente cierto que yo estaba ansioso por volver a la playa.
No había nada necrofílico en esto, porque el gigante estaba realmente vivo para mí, más vivo por cierto que la mayoría de la gente que iba allí a mirarlo. Lo que yo encontraba tan fascinante era en parte esa escala inmensa, los enormes volúmenes de espacio ocupados por los brazos y las piernas que parecían confirmar la identidad de mis propios miembros en miniatura, pero sobre todo el hecho categórico de la existencia del gigante. No hay cosa en la vida, quizá, que no pueda ser motivo de dudas, pero el gigante, muerto o vivo, existía en un sentido absoluto, dejando entrever un mundo de absolutos análogos, de los cuales nosotros, los espectadores de la playa, éramos sólo imitaciones, diminutas e imperfectas.
Cuando llegué a la costa el gentío era considerablemente menor, y había unas doscientas o trescientas personas sentadas en la arena, merendando y observando a los grupos de visitantes que bajaban por la playa. Las mareas sucesivas habían acercado el gigante a la costa, moviendo la cabeza y los hombros hacia la playa, de modo que el tamaño del cuerpo parecía duplicado, empequeñeciendo a los botes de pesca varados ahora junto a los pies. El contorno irregular de la playa había arqueado ligeramente el espinazo del gigante, extendiéndole el pecho e inclinándole la cabeza hacia atrás, en una posición más explícitamente heroica. Los efectos combinados del agua salada y la tumefacción de los tejidos le daban ahora a la cara un aspecto más blando y menos joven. Aunque a causa de las vastas proporciones del rostro era imposible determinar la edad y el carácter del gigante, en mi visita previa el modelado clásico de la boca y de la nariz me habían llevado a pensar en un hombre joven de temperamento modesto y humilde. Ahora, sin embargo, el gigante parecía estar, por lo menos, en los primeros años de la madurez. Las mejillas hinchadas, la nariz y las sienes más anchas y los ojos apretados insinuaban una edad adulta bien alimentada, que ya mostraba ahora la proximidad de una creciente corrupción.
Este acelerado desarrollo postmortem, como si los elementos latentes del carácter del gigante hubieran alcanzado en vida el impulso suficiente como para descargarse en un breve resumen final, me fascinaba de veras. Señalaba el principio de la entrega del gigante a ese sistema que lo exige todo: el tiempo en el que como un millón de ondas retorcidas en un remolino fragmentado se encuentra el resto de la humanidad y del que nuestras vidas finitas son los productos últimos. Me senté en la arena directamente delante de la cabeza del gigante, desde donde podía ver a los recién llegados y a los niños trepados a los brazos y las piernas.
Entre las visitas matutinas había una cantidad de hombres con chaquetas de cuero y gorras de paño, que escudriñaban críticamente al gigante con ojo profesional, midiendo a pasos sus dimensiones y haciendo cálculos aproximativos en la arena con maderas traídas por el mar. Supuse que eran del departamento de obras públicas y otros cuerpos municipales, y estaban pensando sin duda cómo deshacerse de este colosal resto de naufragio.
Varios sujetos bastante mejor vestidos, propietarios de circos o algo así, aparecieron también en escena y pasearon lentamente alrededor del cuerpo, con las manos en los bolsillos de los largos gabanes, sin cambiar una palabra. Evidentemente, el tamaño era demasiado grande aun para los mayores empresarios. Al fin se fueron, y los niños siguieron subiendo y bajando por los brazos y las piernas, y los jóvenes forcejearon entre ellos sobre la cara supina, dejando las huellas arenosas y húmedas de los pies descalzos en la piel blanca de la cara.
Al día siguiente postergué deliberadamente la visita hasta las últimas horas de la tarde, y cuando llegué había menos de cincuenta o sesenta personas sentadas en la arena. El gigante había sido llevado aún más hacia la playa, y estaba ahora a unos setenta y cinco metros, aplastando con los pies la empalizada podrida de un rompeolas. El declive de la arena más firme inclinaba el cuerpo hacia el mar, y en la cara magullada había un gesto casi consciente. Me senté en un amplio montacargas que habían sujetado a un arco de hormigón sobre la arena, y miré hacia abajo la figura recostada.
La piel blanqueada había perdido ahora la perlada translucidez, y estaba salpicada de arena sucia que reemplazaba la que había sido llevada por la marea nocturna. Racimos de algas llenaban los espacios entre los dedos de las manos, y debajo de las caderas y las rodillas se amontonaban conchillas y huesos de moluscos. No obstante, y a pesar del engrosamiento continuo de los rasgos, el gigante conservaba una espléndida estatura homérica. La enorme anchura de los hombros y las inmensas columnas de los brazos y las piernas transportaban la figura a otra dimensión, y el gigante parecía más la imagen auténtica de un argonauta ahogado o de un héroe de la Odisea que el retrato convencional de estatura humana en el que yo había pensado hasta ese momento.
Bajé a la orilla y caminé entre los charcos de agua hacia el gigante. Había dos muchachos sentados en la cavidad de la oreja, y en el otro extremo un joven solitario estaba encaramado en el dedo de un pie, examinándome mientras me acercaba. Como yo había esperado al postergar la visita, nadie más me prestó atención, y las personas de la orilla se quedaron allí envueltas en las ropas de abrigo.
La mano derecha del gigante estaba cubierta de conchillas y arena, que mostraba una línea de pisadas. La mole redondeada de la cadera se elevaba ocultándome toda la visión del mar. El olor dulcemente acre que yo había notado antes era ahora más punzante, y a través de la piel opaca vi las espirales serpentinas de unos vasos sanguíneos coagulados. Aunque pudiera parecer desagradable, el descubrimiento de esta incesante metamorfosis, una visible vida en la muerte, me permitió al fin poner los pies en el cadáver.
Usando el pulgar como pasamano, trepé a la palma y comencé el ascenso. La piel era más dura de lo que yo había esperado, cediendo apenas bajo mi peso. Subí rápidamente por la pendiente del antebrazo y por el globo combado del bíceps. La cara del gigante ahogado asomaba a mi derecha; las cavernosas ventanas de la nariz y las inmensas y empinadas laderas de las mejillas se elevaban como el cono de un extravagante volcán.
Di la vuelta por el hombro y bajé a la amplia explanada del pecho, sobre la que se destacaban los costurones huesudos de las costillas, como vigas inmensas. La piel blanca estaba moteada por las magulladuras negras de innumerables huellas, donde se distinguían claramente los tacos de los zapatos. Alguien había levantado un pequeño castillo de arena en el centro del esternón y trepé a esa estructura derruida a medias para tener una mejor visión de la cara.
Los dos niños habían escalado la oreja y se arrastraban hacia la órbita derecha, cuyo globo azul, completamente cerrado por un fluido lechoso, miraba ciegamente más allá de aquellas formas diminutas. Vista oblicuamente desde abajo, la cara estaba desprovista de toda gracia y serenidad; la boca contraída y la barbilla alzada, sustentada por los músculos gigantescos, se parecían a la proa rota de un colosal naufragio. Tuve conciencia por vez primera de los extremos de esta última agonía física, no menos dolorosa porque el gigante no pudiera asistir a la ruina de los músculos y los tejidos. El aislamiento absoluto de la figura postrada, tirada como un barco abandonado en la costa vacía, casi fuera del alcance del rumor de las olas, transformaba la cara en una máscara de agotamiento e impotencia.
Di un paso y hundí el pie en una zona de tejido blando, y una bocanada de gas fétido salió por una abertura entre las costillas. Apartándome del aire pestilente, que colgaba como una nube sobre mi cabeza volví la cara hacia el mar para airear los pulmones Descubrí sorprendido que le habían amputado la mano izquierda al gigante.
Miré con asombro el muñón oscurecido, mientras el joven solo, recostado en aquella percha alta a treinta metros de distancia, me examinaba con ojos sanguinarios.
Ésta fue sólo la primera de una serie de depredaciones. Pasé los dos días siguientes en la biblioteca resistiéndome por algún motivo a visitar la costa, sintiendo que había presenciado quizá el fin próximo de una magnífica ilusión. La próxima vez que crucé las dunas y empecé a andar por la arena de la costa, el gigante estaba a poco más de veinte metros de distancia, y ahora, cerca de los guijarros ásperos de la orilla, parecía haber perdido aquella magia de remota forma marina. A pesar del tamaño inmenso, las magulladuras y la tierra que cubrían el cuerpo le daban un aspecto meramente humano; las vastas dimensiones aumentaban aún más la vulnerabilidad del gigante.
Le habían quitado la mano y el pie derechos, los habían arrastrado por la cuesta y se los habían llevado en un carro. Luego de interrogar al pequeño grupo de personas acurrucadas junto al rompeolas, deduje que una compañía de fertilizantes orgánicos y una fábrica de productos ganaderos eran los principales responsables.
El otro pie del gigante se alzaba en el aire, y un cable de acero sujetaba el dedo grande, preparado evidentemente para el día siguiente. Había unos surcos profundos en la arena, por donde habían arrastrado las manos y el pie. Un fluido oscuro y salobre goteaba de los muñones y manchaba la arena y los conos blancos de las sepias. Cuando bajaba por la playa advertí unas leyendas jocosas, svásticas y otros signos, inscritos en la piel gris, como si la mutilación de este coloso inmóvil hubiese soltado de pronto un torrente de rencor reprimido. Una lanza de madera atravesaba el lóbulo de una oreja, y en el centro del pecho había ardido una hoguera, ennegreciendo la piel alrededor. La ceniza fina de la leña se dispersaba aún en el viento.
Un olor fétido envolvía el cadáver, la señal inocultable de la putrefacción, que había ahuyentado al fin al grupo de jóvenes. Regresé a la zona de guijarros y trepé al montacargas. Las mejillas hinchadas del gigante casi le habían cerrado los ojos, separando los labios en un bostezo monumental. Habían retorcido y achatado la nariz griega, en un tiempo recta, y una sucesión de innumerables zapatos la habían aplastado contra la cara abotagada.
Cuando visité otra vez la playa, a la tarde del día siguiente, descubrí, casi con alivio, que se habían llevado la cabeza.
Transcurrieron varias semanas antes de mi próximo viaje a la costa, y para ese entonces el parecido humano que había notado antes había desaparecido de nuevo. Observados atentamente, el tórax y el abdomen recostados eran evidentemente humanos, pero al troncharle los miembros, primero en la rodilla y en el codo y luego en el hombro y en el muslo, el cadáver se parecía al de algún animal marino acéfalo: una ballena o un tiburón. Luego de esta pérdida de identidad, y las pocas características permanentes que habían persistido tenuemente en la figura, el interés de los espectadores había muerto al fin, y la costa estaba ahora desierta con excepción de un anciano vagabundo y el guardián sentado a la entrada de la cabaña del contratista.
Habían levantado un andamiaje flojo de madera alrededor del cadáver y una docena de escaleras de mano se mecían en el viento; alrededor había rollos de cuerda esparcidos en la arena, cuchillos largos de mango de metal y arpeos; los guijarros estaban cubiertos de sangre y trozos de hueso y piel.
El guardián me observaba hoscamente por encima del brasero de carbón, y lo saludé con un movimiento de cabeza. El punzante olor de los enormes cuadrados de grasa que hervían en un tanque detrás de la cabaña impregnaba el aire marino.
Habían quitado los dos fémures con la ayuda de una grúa pequeña, cubierta ahora por la tela abierta que en otro tiempo llevaba el gigante en la cintura, y las concavidades bostezaban como puertas de un granero. La parte superior de los brazos, los huesos del cuello y los órganos genitales habían desaparecido. La piel que quedaba en el tórax y el abdomen había sido marcada en franjas paralelas con una brocha de alquitrán, y las cinco o seis secciones primeras habían sido recortadas del diafragma, descubriendo el amplio arco de la caja torácica.
Cuando ya me iba, una bandada de gaviotas bajó girando del cielo y se posó en la playa, picoteando la arena manchada con gritos feroces.
Varios meses después, cuando la noticia de la llegada del gigante estaba ya casi olvidada, unos pocos trozos del cuerpo desmembrado empezaron a aparecer por toda la ciudad. La mayoría eran huesos que las empresas de fertilizantes no habían conseguido triturar, y a causa del abultado tamaño, y de los enormes tendones y discos de cartílago pegados a las junturas, se los identificaba con mucha facilidad. De algún modo, esos fragmentos dispersos parecían transmitir mejor la grandeza original del gigante que los apéndices amputados al principio. En una de las carnicerías más importantes del pueblo, al otro lado de la carretera, reconocí los dos enormes fémures a cada lado de la entrada. Se elevaban sobre las cabezas de los porteros como megalitos amenazadores de una religión druídica primitiva, y tuve una visión repentina del gigante trepando de rodillas sobre esos huesos desnudos y alejándose a pasos largos por las calles de la ciudad, recogiendo los fragmentos dispersos en el viaje de regreso al océano.
Unos pocos días después vi el húmero izquierdo apoyado en la entrada de un astillero (el otro estuvo durante varios años hundido en el lodo, entre los pilotes del muelle principal). En la misma semana, en los desfiles del carnaval, exhibieron en una carroza la mano derecha momificada.
El maxilar inferior, típicamente, acabó en el museo de historia natural. El resto del cráneo ha desaparecido, pero probablemente esté todavía escondido en un depósito de basura, o en algún jardín privado. Hace poco tiempo, mientras navegaba río abajo, vi en un jardín al borde del agua, un arco decorativo: eran dos costillas del gigante, confundidas quizá con la quijada de una ballena. Un cuadrado de piel curtida y tatuada, del tamaño de una manta india, sirve de mantel de fondo a las muñecas y las máscaras de una tienda de novedades cerca del parque de diversiones, y podría asegurar que en otras partes de la ciudad, en los hoteles o clubes de golf, la nariz o las orejas momificadas cuelgan de la pared, sobre la chimenea. En cuanto al pene inmenso, fue a parar al museo de curiosidades de un circo que recorre el noroeste. Este aparato monumental, de proporciones sorprendentes, ocupa toda una casilla. La ironía es que se lo identifica equivocadamente como el miembro de un cachalote, y por cierto que la mayoría de la gente, aun aquéllos que lo vieron en la costa después de la tormenta, recuerda ahora al gigante (si lo recuerda) como una enorme bestia marina.
El resto del esqueleto, desprovisto de toda carne, descansa aún a orillas del mar: las costillas torcidas y blanqueadas como el maderaje de un buque abandonado. Han sacado la cabaña del contratista, la grúa y el andamiaje, y la arena impulsada hacia la bahía a lo largo de la costa ha enterrado la pelvis y la columna vertebral. En el invierno los altos huesos curvos están abandonados, golpeados por las olas, pero en el verano son una percha excelente para las gaviotas fatigadas.
Published on December 29, 2016 12:31


