Lola Ancira's Blog, page 55
February 28, 2015
Tusitala de óbitos - reseña por Víctor Roberto Carrancá

El escritor Víctor Roberto Carrancá reseñó, en abril de 2014, mi libro Tusitala de óbitos.
No transcribí, como suelo hacer en estos casos, el texto, y tampoco escribí la debida entrada, y de esto me percaté ayer. Sé que ya pasaron varios meses pero no quiero que quede fuera del archivo, así que aquí están estas gratas y satisfactorias palabras que Víctor le dedicó a Tusitala.
Agradezco de nuevo, como lo hice en su momento, y traigo al presente un fragmento del año anterior digno de recordar.
Para leer la reseña completa, visiten la entrada del autor en la revista Sexenio, en su columna El baúl del solitario.
Fragmento de la reseña:
Es sencillo (quizá demasiado) encontrar “comunes denominadores” entre escritores de literatura fantástica y de ciencia ficción, en México y Latinoamérica.Los caminos se juntan, se arremolinan incluso, de manera que el efecto laberíntico, pretendido tantas veces, se pierde entre las similitudes y las intertextualidades.Tusitala de óbitos, libro de cuentos de la queretana Lola Ancira, contraviene esa pretensión de establecer coincidencias temáticas. Lo hace, al menos, de fondo. A pesar de que se declara, de manera explícita durante gran parte de la obra, las influencias (de autores y temas) que cohabitan en los cuentos de este libro, la estructura y técnicas narrativas parecen declarar otra cosa.Encontramos, como en el caso de “Cosmogonía de las parafilias (o de superpoderes a parafilias)”, los temas recurrentes encuentran explicaciones poco convencionales. Se trata de una pintura de muchos matices que resulta tan confusa como cautivadora. Imposible no mencionar la portada del libro, mural de palabras y símbolos que se mezclan de modo abrumador.Este es el efecto invariable de la obra.Una tonalidad divergente, difusa, que envuelve y, al mismo tiempo, arrebata.
Published on February 28, 2015 13:36
February 27, 2015
Ícaro - Sergio Pitol (cuento)

"Ícaro", de Sergio Pitol (escritor, diplomático y traductor mexicano, 1933) es el cuento de este mes en el blog.
Éste relato forma parte del libro homónimo publicado por Almadía en 2007, una singular compilación de 12 textos híbridos, de ensayos y cuentos que entrelazan sus línea y párrafos para formar originales historias que tienen un sitio particular y único en la literatura, y que pronto aparecerá reseñado por aquí.
"Ícaro", relato sumergido en aguas mitológicas, es más una reflexión a partir de cierta escena de una película que el narrador acaba de ver y que le remite a la extraña muerte de un amigo. La misma sensación inquietante invade al lector al presenciar, en voz del narrador, dicho suceso y las alusiones consecuentes. En la película dos literatos, uno de ellos asceta oportunista y el otro olvidado y casi en la miseria, crean cierta amistad basada en la ilusión; mientras en la primera historia el narrador tiene cierto sentimiento parecido al del protagonista de dejadez y distanciamiento, al tiempo que descubre, o cree descubrir, partes de una verdad oculta.
Pueden encontrar éste y tres textos más, del mismo autor, en esta entrada en la página de material de lectura de la UNAM.
Ícaro
Para Roberto Echavarren
El narrador ha visto esa tarde, en una sesión del Festival Cinematográfico de Venecia, un film japonés que revela, de un modo en apariencia inequívoco, aunque la acción transcurra en Japón (y un episodio esté situado en Macao), la vida de un amigo muerto unos años atrás en condiciones extrañas en una pequeña ciudad de la costa Montenegro. Ha caminado, conmovido, durante varias horas, ha vuelto a su hotel, ha telefoneado a México, ha conversado con su mujer, pero nada logra disipar la perturbación que la escena final le produjo.
Todo tiende a asegurarle la tranquilidad, el buen reposo. Manos competentes, ojos previsores, mentes exclusivamente destinadas a imaginar sus exigencias y deseos y a procurar satisfacérselos, se han esforzado en crear aquel ambiente, tan necesario en los momentos en que una reafirmación se vuelve indispensable. El teléfono a la mano; las cortinas de brocado espeso; la rugosa colcha de cretona con rayas de un verde suave que combina con otro aún más suave, imperceptible casi; una reproducción de Guardi, otra de Carpaccio. Algún broche de cromo o aluminio inteligentemente entreverado entre los muebles oscuros. Todo en la medida necesaria para recordarle al turista que no está solo, que no se ha derrumbado en otra época, que el Carpaccio y el Guardi y el falso brocado que cubre los muros son exclusivamente atmósfera, que continúa inmerso en su siglo, que una de las puertas conduce a un baño donde brilla el azulejo, el plástico, los metales cromados. Hacerle saber, en fin, que basta oprimir un botón para que surja un camarero y minutos después, sobre una mesa, aparezca el whisky, el hielo y también, si uno lo desea, un buen rizzotto de pesce, la cassatta, el café.
Carlos hablaba con frecuencia de las ventajas que podía proporcionar la vida en un hotel. En realidad, buena parte de su existencia transcurrió en ellos; conocía toda la gama, desde ese tipo de hoteles hasta las casas de huéspedes más inmundas, cuartos de alquiler de aspecto y hedor inenarrables. ¡A saber cómo sería aquel sitio en que pasó sus últimos días!
En la película aparecía un viejo caserón de madera de dos plantas. En el piso de arriba se hallaban los cuartos. Habitaciones rectangulares con seis o siete camastros. Abajo, una sala de té donde se reunía la localidad a comentar las noticias, a jugar a las cartas, a matar el tiempo. Llueve sin interrupción. La lluvia torrencial forma, como a Rashomón, cortinas sólidas, grises, densas, que no sólo incomunican a las personas sino a los objetos mismos. El hotel está casi vacío. No es temporada. En su cuarto es el único huésped. La humedad y el frío lo torturan, lo hacen sentir permanentemente enfermo. Ha llamado varias veces a la encargada para mostrarle las dos goteras del techo, pero la vieja se conforma con gruñir y no tomar medida alguna. Termina por poner un recipiente de lámina bajo una y bajo la otra una toalla; cada cierto tiempo debe levantarse para exprimir la toalla por la ventana. Recoge las mantas de las otras camas para cubrirse. Sus días transcurren en una neurastenia casi intermitente. Se pasa horas enteras en la cama, acurrucado bajo la montaña de cobijas, pensando sólo en el frío que le atiere las manos. Su imagen es la de un animal enfermo, por momentos gime suavemente: un animal que se recoge para morir. Y sabe que apenas ha empezado el invierno, que deberá resistir esa canallada de la naturaleza durante largos meses y que los peores aún no se presentan. Abre un bote; mastica unas galletas untadas con algo parecido a una pasta de pescado que humedece en un vaso. Hace movimientos de gimnasia para tratar de entrar en calor; a veces toma su libreta y baja a la sala de té. Los tres o cuatro campesinos que acuden al lugar apenas hablan; el frío y la penumbra los reconcentran, los aíslan. Tiene la preocupación de esquivar a la otra inquilina de la pensión y a su nieto; en días pasados se había sentado a tejer a su lado para espetarle un discurso nauseabundo sobre sus padecimientos: diarreas, resfriados, punciones, los nervios, el hígado, la pus que no cesa, inyecciones, lavativas, baños de azufre. Por la ventana se ve sólo el manto gris de la lluvia. La cámara hace prodigios para recrear ese mundo de oscuridad en que de golpe hay uno que otro destello luminoso: las gotas que rebotan en la acera como balas en una superficie metálica, el viejo desvencijado automóvil oscuro que cruza el pueblo en medio de un derrumbe de cielos. Tras el auto, el poeta menesteroso, envuelto en un abrigo harapiento que le llega a los pies, se abre paso a la carrera; agita los brazos como si luchara contra la misma sustancia espesa de la vida. En una mesa, cerca de una estufa de hierro, cuyo calor a nadie parece llegar a beneficiar, el obeso protagonista (¡qué lejos ya del atildado joven de las escenas de pasión de Macao!), intenta trazar, con desgana, algunos signos en su cuaderno. Las ideas no fluyen. Escribe unas frases, las tacha; el plumón comienza a bailar, a titubear, traza líneas, dibuja flores, perfiles de mujer, números, vuelve a detenerse; recomienza la tarea de esbozar aquel párrafo que con tantas dificultades parece avanzar. Arranca al fin la página, la estruja y la tira. Pide una botella de licor y llena un vaso. En ese momento irrumpe en el local, empapado, tembloroso, el viejo bardo.
Es evidente que el modo de manejar la luz entraña una intención simbólica. La atmósfera psicológica, al menos, se concentra o se distiende con su ayuda. En las primeras escenas, las de la juventud, la claridad es radiante y va en aumento hasta la parte de Macao donde la luminosidad se vuelve a momentos intolerable. Todo contribuye a ello, no sólo el sol siempre a plomo sobre los personajes; los trajes claros y vaporosos de la bellísima actriz que reproduce a Paz Naranjo, los sombreros de paja de los jóvenes, los toldos color crema de los cafés al aire libre.
—Ciega esta luz —dice en el momento de embarcarse.
Luego, la luz disminuye gradualmente hasta desaparecer casi del todo en las últimas escenas: la aldea de pescadores donde se ha terminado por refugiar el protagonista. El sol, las pocas veces que aparece, es como su triste parodia. No hay sino niebla, lluvia y frío: una grisura que cae del cielo, mancha los plafones, se filtra por las paredes. Aun en la sala de té parece flotar una nube húmeda que rodea a los escasos parroquianos.
Algo recuerda de la última carta. ¿La conservará todavía en México, entre sus papeles? Era una carta larga, quejumbrosa, irritante. Hablaba de la melancolía que se había apoderado de aquella diminuta ciudad tan pronto como el otoño comenzó a dar paso al invierno, de la oscuridad y la lluvia y la falta de incentivos, de la carencia de personas con quienes conversar. De su encuentro reciente con un viejo poeta desdentado de barba rala y larga que había preferido la soledad de un escondrijo en la montaña; su único compañero, no de paseos porque el tiempo ya no se los permitía ("el pinche frío ha sentado la garra en éste, que hasta hace una semana parecía un inmutable paraíso solar al margen de las leyes climáticas. De repente una helazón bestial comenzó a bajar de la montaña a la hora del crepúsculo..."), sino de copas, de taberna.
Por más que ha intentado pasear, perderse, despotricar a sus compañeros, ser absorbidos por la ciudad, leer un poco, dormir, pensar en la conversación telefónica con Emily, la película lo tiene por entero poseído; le ha avivado su mala conciencia. Piensa que él y otros amigos debieron haberlo obligado a volver a México, enviarle un pasaje, meterlo en una clínica de desintoxicación si era eso lo que necesitaba; en fin, algo seguramente se hubiera podido hacer, cualquier cosa, menos dejarlo morir en aquel pueblo perdido, olvidado por todos. Es imprescindible que concierte un encuentro con Hayashi, el director japonés, que le informe cómo pudo enterarse de aquellas circunstancias finales; decirle, a pesar de que no va a creerle (como buen oriental fingirá que sí, sonreirá cortésmente, pero sin ocultar del todo una expresión de tedio) hasta que él no comience a darles nombres y detalles, tendrá que decirle que no sólo fue amigo de Carlos, sino que es el original de ese muchacho un tanto absurdo, el joven ofuscado que aparece en un pasaje de la película, el que por una noche, por poquísimas horas de una noche, fue el amante real de una mujer real que vivía ahora, si es que aún vivía, decrépita, maniática, empecinada en su rencor por Carlos, recluida en una clínica de lujo de las proximidades de Londres. Que por favor le diga si la muerte de Charlie, de cuyas circunstancias nadie logró enterarse, fue tal como la describe en su película. Añadirá (¡si tuviere a la mano aquella carta para poder mostrársela!) que estaba enterado de la existencia del viejo harapiento que abandonó la gloria literaria para refugiarse en una choza en las montañas, que por favor le explique cómo fueron sus últimas semanas en las Bocas de Kotor.
Porque en la película, después del primer encuentro de los dos hombres de letras, las visitas se repiten, siempre en la taberna, junto a una ventana, no lejos de la chimenea, desde donde contemplan la lluvia. La primera vez el poeta se dirigió hacia la estufa, dejando a su paso un arroyo. Se sentó en la mesa de al lado del protagonista, el supuesto Carlos.
Cambian unas cuantas palabras; algo los lleva a identificarse como escritores; hablan un poco de literatura, muchos de los pros y contras del lugar, del paisaje y también de sus sueños, aspiraciones y proyectos. Parecen dos muchachos decididos a conquistar y transformar el mundo, el arte, la literatura, ¡la vida, nada menos! (non jef t'es pas tout seul!). Entrechocan los vasos con frecuencia; se saben hermanos, cofrades, aedas incomprendidos por los tiempos que corren; en un momento maldicen a su época y al siguiente la califican de extraordinaria, germinal, de algo que está por llegar. Una época grandiosa a pesar de la fatiga y el desaliento que sabía producir.
Y un día le confía que se encuentra en dificultades; le habla de su miseria, del cheque que no llega. La patrona lo ha amenazado con incautarle el equipaje y expulsarlo del hotel; no sabe qué hacer, no le queda dinero ni para poner un telegrama. Desearía vender algunas prendas de ropa, pero no conoce a nadie en el lugar. El poeta le asegura que no obtendrá gran cosa por los trajes; por el reloj, en cambio, podrían darle una buena suma. Pero él se resiste; se excusa diciendo que es un antiguo regalo; además, no saber la hora le hace sentir mal, le produce mareos, náuseas. El poeta insiste. Le asegura que conseguirá el dinero en menos de media hora. Por fin se desprende del reloj. Luego espera, víctima de la mayor postración nerviosa. Está seguro de que otra vez lo han timado, que esa noche lo echarán de la pensión; el reloj era lo único con lo que contaba para que algún chofer lo devolviera a la civilización; cuando regresa el otro con el dinero apenas lo puede creer. Llaman a la patrona, paga la cuenta; le sobran todavía unas monedas. Piden una botella de licor; luego otra. Se emborrachan. El protagonista escucha cómo aquel viejo desdentado, sucio, desaliñado hasta lo imposible, que no ha dejado, ni siquiera en los momentos de mayor fraternidad, de producirle cierta repulsión (pues en cierto modo es como verse reproducido en un espejo que le obsequia una imagen futura, una imagen que casi le pisa los talones), le confecciona con gran locuacidad y un enorme despliegue de muecas, de carcajadas que dejan al desnudo las encías, los restos de dientes putrefactos, con guiños que ponen todo el rostro en movimiento hasta formar un crucigrama de arrugas, suciedad y pelos, un porvenir despojado de preocupaciones económicas. Lo oye, al principio, con asombro, luego con un tembloroso deseo de participación, al final con entusiasmo, narrar sus experiencias en aquella cabaña donde escribe cuando le viene en gana, sin preocupaciones de ninguna especie, y de la que muy de tarde en tarde bajaba al pueblo para comprar algún periódico, aunque ahora lo hacía más a menudo para conversar con él, pues no era frecuente encontrarse en esos tiempos con gente de la ciudad, mucho menos de su categoría, y lo invita a compartir con él su casa. Allí conocerá la calma que buscaba y podrá terminar esa novela de la que en varias ocasiones le ha hablado.
Siguen bebiendo.
Luego, tambaleantes, con pasos inseguros, suben al cuarto. Con la ayuda del poeta recoge sus cosas y las guarda en la maleta. Meten la ropa revuelta, en desorden, las latas de alimentos, un par de zapatos de lona; ponen los libros, las carpetas y los papeles dispersos por el cuarto en una cesta que cubren con periódicos. Después, bajo una lluvia fina, en medio de la oscuridad, caminan por la larga y estrecha calle principal (la única) del pueblo, al lado del mar. Comienzan a ascender la montaña por una vereda empedrada. La lluvia los ciega a momentos; caen de cuando en cuando, maldicen estrepitosamente, se detienen a tomar aliento. La botella pasa de mano a mano con cierta regularidad. Ambos, él sobre todo, están del todo ebrios. Siguen caminando. Al final aparece el reducto de su amigo, unas grandes peñas mal arracimadas, como gajos desprendidos de la misma montaña, cubiertas con un techo de paja. El poeta empuja la puerta y lo invita a pasar. En ese momento, fulminado, se da cuenta de todo. Contempla el montón de paja húmeda que compartirán esa noche, los restos de una fogata, el suelo de tierra empapada. Advierte, con indecible horror, que la vida ha logrado aprehenderlo, que le ha dado cuerda durante varios años, reduciéndole cada vez más el cordel. Sabe que aquel vejete inmundo ha sido el cebo que lo condujo a la trampa, que el mundo ha logrado por fin desembarazarse de él, ponerle, ¡y con qué rigor!, los puntos sobre las íes, excluirlo definitivamente. Sabe que no podrá vivir en aquella pocilga, pero que tampoco le permitirán volver al hotel, que ha trascendido esa etapa. La modesta pensión es ya para él tan inaccesible como los restaurantes de Tokio, el hermoso jardín de su casa en Macao, sus cuadros, su buen sastre, el champaña. Sabe que a partir del día siguiente deberá buscar ramas secas para calentarse, que se ha convertido en el criado del poeta. De vez en cuando bajará al pueblo a mendigar y comprar víveres y alcohol. Para la gente del lugar no será sino un loco más. También a él se le pudrirán los dientes. Sale de la cabaña, comienza a correr, equivoca el sendero. La lluvia se ha vuelto, otra vez torrencial. Corre al lado del acantilado, resbala, emite un grito breve, más bien un gemido. La cesta queda flotando sobre el agua. Ícaro ha vuelto a hundirse en el mar. En la cabaña, entretanto, el poeta hurga en la maleta. Se prueba con júbilo los pantalones, las camisas, un suéter; olfatea con deleite la bolsa de tabaco.
Por un momento el recuerdo de aquella escena le hace sentir la necesidad, la urgencia de volver a oír la voz de Emily. Está a punto de pedir otra llamada a México. Pero después de un momento de incertidumbre resuelve que sería insensato llamar por segunda vez, daría una falsa impresión. Lo mejor, pues, será acostarse, tratar de leer un poco, tomar un luminal, dormirse a buena hora. El día siguiente será, puede asegurarlo, atroz. Tiene la agenda copada de compromisos de la mañana a la noche. Ni siquiera podrá hablarle a Hayashi. Será mejor dejarlo para otro día. A fin de cuentas, ¿qué importancia podía tener el enterarse de algún nuevo detalle sobre la muerte de Carlos? Oprimió el botón de la lámpara. El paisaje de Guardi, las rameras de Carpaccio, los brocados, The Towers of Trebizond sobre la mesa de noche, el teléfono, fueron absorbidos por la oscuridad. Está exhausto. Mete una mano bajo la almohada y de inmediato se sume en un sueño que borra toda la fatiga, el estupor, la culpa o el rencor que aquel abigarrado día le había producido.
Sutomore, noviembre de 1968
Published on February 27, 2015 19:02
February 25, 2015
Las chicas del mes - Miguel Lupián

¡Felicidad! La semana anterior el escritor Miguel Lupián publicó, en Penumbria, Revista fantástica para leer en el ocaso (muy recomendada, por cierto), "Las chicas del mes", un texto en el que reseña brevemente a cuatro autoras específicamente de cuento, en este caso. Pueden leer la entrada en este enlace.
Karen Rusell (estadounidense), Diana Beláustegui (argentina), Angela Carter (británica) y yo formamos el cuarteto internacional que integró las lecturas del mes pasado de Lupián, quien ya desde entonces anunció en sus redes sociales que saldría con cuatro chicas durante esas semanas.
Los cuatro libros (dos de ellos ilustrados) tienen el particular (y divertido) sello de aprobación del autor, por lo que aquí encontrarán buenas opciones de lecturas, que por supuesto yo también añadí a mi interminable lista de libros por leer.
Published on February 25, 2015 08:05
Las chicas del mes por Miguel Lupián

¡Felicidad! La semana anterior el escritor Miguel Lupián publicó, en Penumbria, Revista fantástica para leer en el ocaso (muy recomendada, por cierto), "Las chicas del mes", un texto en el que reseña brevemente a cuatro autoras específicamente de cuento, en este caso. Pueden leer la entrada en este enlace.
Karen Rusell (estadounidense), Diana Beláustegui (argentina), Angela Carter (británica) y yo formamos el cuarteto internacional que integró las lecturas del mes pasado de Lupián, quien ya desde entonces anunció en sus redes sociales que saldría con cuatro chicas durante esas semanas.
Los cuatro libros (dos de ellos ilustrados) tienen el particular (y divertido) sello de aprobación del autor, por lo que aquí encontrarán buenas opciones de lecturas, que por supuesto yo también añadí a mi interminable lista de libros por leer.
Published on February 25, 2015 08:05
February 23, 2015
Irreverencias maravillosas: Enigmáticos despojos

El texto de este mes para mi columna mensual, Irreverencias maravillosas, de la Revista VozEd, es un breve compendio de algunas construcciones míticas edificadas con huesos humanos.
Pueden leer una versión reducida del texto, directamente de la revista, en este enlace.

Enigmáticos despojos
Existen en el mundo diversas construcciones edificadas, en parte o totalmente, con osamentas humanas. A pesar de las impresiones que esto pueda suscitar, la magnífica simetría y los extraños patrones originados con cráneos y los diversos huesos del esqueleto humano han vuelto reales singulares y majestuosos espacios arquitectónicos religiosos. España, París, Bretaña, Alemania, Ecuador, Egipto, Perú, Portugal y Grecia, entre muchos otros países, cuentan con este tipo de misteriosas estructuras: diversas y distantes son las culturas que han demostrado el mismo interés en nuestra estructura corporal como material para la construcción de portentosos osarios o catacumbas.
La importancia histórica de ambos es incuestionable: mientras un osario es un sitio (generalmente cerca de un cementerio o una iglesia) asignado para albergar los huesos exhumados de sus sepulcros y datan del siglo I, una catacumba está formada por túneles o corredores subterráneos que ciertas culturas antiguas crearon y utilizaron como sepulcros y datan del 50 a. e. c. Ambos son una clara muestra de los rituales mortuorios de las civilizaciones judías y cristianas de la época.
Las tumbas colectivas existen desde el Neolítico (4 000 a. e. c.): el culto a los muertos refleja cierta reflexión hacia este hecho natural, una necesidad de glorificar o preparar a los cadáveres para la transición, de enaltecerlos y conservar su recuerdo a través de sus restos. Todas las culturas han reflejado un interés particular en la muerte y parte de su filosofía a través de singulares rituales funerarios, preservados hasta la actualidad en numerosos lugares, desde las pirámides de Egipto hasta los ataúdes colgantes de Filipinas.

Uno de ellos es la Karner Beinhaus (casa de hueso), que se construyó en el s. XII en Hallstatt, Austria, como un pequeño cementerio. Alberga 1 200 cráneos y una de sus particularidades es que poco más de la mitad de ellos están adornados con motivos florales y llevan su nombre (y a veces año de defunción) inscrito, lo que anula el anonimato de los difuntos.


En el s. XIV construyeron, sobre un cementerio repleto, el osario de San Bernardino alle Ossa en Milán, Italia. Poco más de 50 años después, se erigió una iglesia que debido a un incendio fue renovada por Giovanni Andrea Biffi, tras 4 siglos, utilizando los huesos del osario. Este lugar refleja una fuerte ideología y estética religiosa y está abierto al público. El Osario de Eggenburg, en Austria, fue construido durante el mismo siglo. Es un sitio magnífico construido con los restos de 5 800 personas, donde cada hueso está en el lugar preciso para crear un efecto visual de simetría perfecto. Se estableció en el fondo de una amplia excavación y en el centro hay una pequeña pila de cráneos rodeada por cientos de fémures y húmeros que forman un semicírculo a su alrededor. Actualmente, debido al estado de los huesos, no puede ser visitada.



Uno de los más suntuosos y extensos es el Osario de Sedlec, en República Checa, construida en el mismo siglo, es una capilla católica debajo del aclamado cementerio de la Iglesia de Todos los Santos, contiene cerca de 70 000 cadáveres en su construcción y en el s. XIX František Rint fue contratado para organizar aquella caótica cantidad de huesos. Transformó entonces más de un esqueleto humano en un inmenso candelero de techo, creo un solemne escudo de armas para la familia que lo contrató y plasmo su firma también con huesos, entre muchos ingenios más.


La Capilla de los huesos en Évora, Portugal, fue construida en el s. XVI por un monje franciscano durante la Reforma Católica y contiene los huesos de aproximadamente 5 000 monjes que habían sido enterrados en los cementerios de algunas iglesias. El motivo principal de aquel lugar era, a través de la contemplación de las osamentas, mostrar la fugacidad de la vida. Incluso hay 2 cuerpos momificados sostenidos de las paredes con cadenas, uno de ellos es un infante. Otra particularidad de esta capilla es que en la entrada está escrita la leyenda Los huesos que aquí estamos esperamos por ustedes; en la bóveda se puede leer Mejor es el día de la muerte que el del nacimiento (Eclesiastés 7,1) e incluso hay un poema en uno de los pilares, atribuido a un párroco de la localidad, que revela la necesidad de reflexionar sobre la propia existencia.


En el s. XVII se construyó uno de los lugares más impresionantes: la Iglesia de Nuestra Señora de la Concepción de los capuchinos en Roma, Italia, por Antonio Casoni a petición del Papa Urbano VIII. Contiene los restos de aproximadamente 4 000 frailes de diversas generaciones. Vertebras seccionadas, huesos ilíacos y pubis crean múltiples figuras minuciosas que adornan la nave principal y las bóvedas de las 5 pequeñas capillas en que está dividida la cripta, e incluso cuenta con cadáveres completos vestidos con sus túnicas religiosas. La letanía Aquello que ustedes son, nosotros éramos; aquello que nosotros somos, ustedes serán recibe a todos sus visitantes.
Uno de los osarios más grandes del mundo, pues reúne más de 50 000 cadáveres del s. XVII y el s. XVIII, se encuentra bajo la plaza de San Jacobo, en Brno, República Checa. Paredes completas y pilares fueron construidos con las osamentas, que son iluminadas por una tenue luz ambarina que dota al espacio de una mística única. Está abierto al público desde 2012.

Durante casi 3 décadas, a finales del s. XVIII, Vaclav Tomasek, un sacerdote de Czermna, en Polonia, descubrió los cadáveres de miles de soldados que participaron en la devastadora Guerra de los Treinta Años y la Guerra de Silesia, así como los cuerpos de los enfermos de cólera y las víctimas de las plagas. Decidió entonces reunirlos, limpiarlos y honrarlos insertándolos en la construcción de una capilla, La Capilla de los Cráneos. En el altar se encuentran los cadáveres de personas importantes y de aquellos que murieron por enfermedad o acribillados (entre ellos el cráneo de un infectado con sífilis), como una forma de enaltecerlos más que al resto, y su propio cráneo fue colocado en el altar tras su muerte, en 1804. La bóveda de la capilla está repleta del mismo patrón repetido una infinidad de veces: 2 huesos largos en forma de x con un cráneo sobre ellos.
Más información sobre este tipo de lugares se encuentra en el sitio web de Paul Koudounaris, empiredelamort.com, fotógrafo profesional y autor estadounidense con una maestría en Historia del Arte. Sus investigaciones lo han llevado a ser una de las personas más reconocidas en su campo y en el arte macabro. The Empire of Death: A Cultural History of Ossuaries and Charnel Houses (2011) es su primer libro publicado y está a la venta en Amazon, cuya primer frase publicitaria es Desde el fetichismo por los huesos en el mundo antiguo hasta los cráneos pintados en Austria y Baviera: una obra inusual y convincente de la historia cultural.
En 2013, el Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT) realizó una investigación, publicada en la revista Advanced Functional Materials, cuyos resultados mostraron algo que desde hace siglos era bien conocido para los involucrados en las construcciones o remodelaciones de osarios, catacumbas e iglesias: la estructura del hueso humano sería un modelo fantástico para la creación de materiales más resistentes para construcciones inmensas.
El estudio revela que los huesos están compuestos
de capas microscópicas de colágeno, material del que están
hechos los tendones, e hidroxiapatita,
un material similar al que forma los dientes,
que se combinan para crear una estructura sólida,
dura, pero ligeramente flexible,
que permite a nuestros huesos soportar fuertes cargas.
Así, utilizando diseños optimizados por computadora
de polímeros blandos y rígidos colocados en patrones geométricos
que imitan los de la naturaleza, y con la ayuda de una impresora 3D,
el equipo de investigadores del MIT fabricó un material sintético híbrido
22 veces más resistente que cualquiera de los que lo conforman.
La finalidad de estos lugares es recordar la mortalidad de los seres humanos y la fugacidad de la vida. La falta de espacio para los cadáveres, fusionada con cuestiones religiosas y filosóficas, dio pie a la creación de sublimes lugares para la contemplación e introspección.
Por diversos motivos, entre ellos las técnicas “novedosas” como la cremación, estas bellas y estremecedoras tradiciones han sido innecesarias, pero gracias a la visión y obras de diferentes individuos, podemos contemplar en el s. XXI vestigios de prácticas increíbles y testimonios de la suntuosidad con que se trataba a la muerte siglos atrás.
Published on February 23, 2015 15:07
January 31, 2015
Pájaros en la boca - Samantha Schweblin

Samantha Schweblin (escritora argentina, 1978) es una autora prolífica que ha recibido numerosos premios, como el Casa de las Américas y el Juan Rulfo, y que ha sido traducida a diversos idiomas.
Pájaros en la boca es su quinto libro publicado y el segundo de cuentos, que recibe su título precisamente por uno de sus relatos, una breve historia misteriosa y devastadora que describe la fragmentación de una familia nuclear tras un cambio drástico en el comportamiento de la única hija.
Este es el primer libro que tengo el placer de leer de Schweblin, y quedé fascinada. En unas semanas más aparecerá la reseña de Pájaros en la boca en el blog.
Pueden escuchar el cuento en voz de la autora en este enlace.
Pájaros en la boca
El auto de Silvia estaba estacionado frente a la casa, con las balizas puestas. Me quedé parado, pensando en si había alguna posibilidad real de no atender el timbre, pero el partido se escuchaba en toda la casa, así que apagué el televisor y fui a abrir.
–Silvia –dije.
–Hola –dijo ella, y entró sin que yo alcanzara a decir nada–. Tenemos que hablar, Martín.
Señaló mi propio sillón y yo obedecí, porque a veces, cuando el pasado toca a la puerta y me trata como hace cuatro años atrás, sigo siendo un imbécil.
–No va a gustarte. Es… es fuerte –miró su reloj–. Es sobre Sara.
–Siempre es sobre Sara –dije.
–Vas a decir que exagero, que soy una loca, todo ese asunto. Pero hoy no hay tiempo. Te venís a casa ahora mismo, esto tenés que verlo con tus propios ojos.
–¿Qué pasa?
–Además, le dije a Sara que irías así que te espera.
Nos quedamos en silencio un momento. Pensé en cuál sería el próximo paso, hasta que ella frunció el ceño, se levantó y fue hasta la puerta. Tomé mi abrigo y salí tras ella.
Por fuera la casa se veía como siempre, con el césped recién cortado y las azaleas de Silvia colgando del balcón matrimonial. Cada uno bajó de su auto y entramos sin hablar. Sara estaba sentada en el sillón. Aunque ya había terminado las clases por ese año, llevaba puesto el jumper de la secundaria, que le quedaba como a esas colegialas porno de las revistas. Estaba erguida, con las rodillas juntas y las manos sobre las rodillas, concentrada en algún punto de la ventana o del jardín, como si estuviera haciendo uno de esos ejercicios de yoga de la madre. Me di cuenta de que aunque siempre había sido más bien pálida y flaca, se le veía rebosante de salud. Sus piernas y sus brazos parecían más fuertes, como si hubiera estado haciendo ejercicio durante unos cuantos meses. El pelo le brillaba y tenía un leve rosado en los cachetes, como pintado pero real. Cuando me vio entrar sonrió y dijo:
–Hola, papá.
Mi nena era realmente una dulzura, pero dos palabras alcanzaban para entender que algo estaba mal en esa chica, algo seguramente relacionado con la madre. A veces pienso que quizá debí habérmela llevado conmigo, pero casi siempre pienso que no. A unos metros del televisor, junto a la ventana, había una jaula. Era una jaula para pájaros –de unos setenta, ochenta centímetros–; colgaba del techo, vacía.
–¿Qué es eso?
–Una jaula –dijo Sara, y sonrió.
Silvia me hizo una seña para que la siguiera a la cocina. Fuimos hasta el ventanal y ella se volvió para verificar que Sara no nos escuchara. Seguía erguida en el sillón, mirando hacia la calle, como si nunca hubiéramos llegado. Silvia me habló en voz baja.
–Martín. Mirá, vas a tener que tomarte esto con calma.
–Ya, Silvia, dejate de joder, ¿Qué pasa?
–La tengo sin comer desde ayer.
–¿Me estás cargando?
–Para que lo veas con tus propios ojos.
–Ajá… ¿estás loca?
Me hizo una seña para que volviéramos al living y me señaló el sillón. Me senté frente a Sara. Silvia salió de la casa y la vimos cruzar el ventanal y entrar al garaje.
–¿Qué le pasa a tu madre?
Sara levantó los hombros, dando a entender que no lo sabía. Tenía el pelo negro y lacio, atado en una cola de caballo, y un flequillo prolijo que le llegaba casi hasta los ojos.
Silvia volvió con una caja de zapatos. La traía derecha, con ambas manos, como si se tratara de algo delicado. Fue hasta la jaula, la abrió, sacó de la caja un gorrión muy pequeño, del tamaño de una pelota de golf, lo metió dentro de la jaula y la cerró. Tiró la caja al piso y la hizo a un lado de una patada, junto a otras nueve o diez cajas similares que se iban sumando bajo el escritorio. Entonces Sara se levantó, su cola de caballo brilló a un lado y otro de su nuca, y fue hasta la jaula dando un brinco, paso de por medio, como hacen las chicas que tienen cinco años menos que ella. De espaldas a nosotros, poniéndose en puntas de pie, abrió la jaula y sacó el pájaro. No pude ver qué hizo. El pájaro chilló y ella forcejeó un momento, quizá porque el pájaro intentó escaparse. Silvia se tapó la boca con la mano. Cuando Sara se volvió hacia nosotros el pájaro ya no estaba. Tenía la boca, la nariz, el mentón y las dos manos manchadas de sangre. Sonrió avergonzada, su boca gigante se arqueó y se abrió, y sus dientes rojos me obligaron a levantarme de un salto. Corrí hasta el baño, me encerré y vomité en el inodoro. Pensé que Silvia me seguiría y se pondría a echar culpas y directivas desde el otro lado de la puerta, pero no lo hizo. Me lavé la boca y la cara, y me quedé escuchando frente al espejo. Bajaron algo pesado del piso de arriba. Abrieron y cerraron la puerta de entrada algunas veces. Sara preguntó si podía llevar con ella la foto de la repisa. Cuando Silvia contestó que sí su voz ya estaba lejos. Abrí la puerta cuidando de no hacer ruido, y me asomé al pasillo. La puerta principal estaba abierta de par en par y Silvia cargaba la jaula en el asiento trasero de mi coche. Di unos pasos, con la intención de salir de la casa gritándoles unas cuantas cosas, pero Sara salió de la cocina hacia la calle y me detuve en seco para que no me viera. Se dieron un abrazo. Silvia la besó y la metió en el asiento del acompañante. Esperé a que volviera y cerrara la puerta.
–¿Qué mierda…?
–Te la llevás –fue hasta el escritorio y empezó a aplastar y doblar las cajas vacías.
–¡Dios Santo, Silvia, tu hija come pájaros!
–No puedo más.
–¡Come pájaros! ¿La hiciste ver? ¿Qué mierda hace con los huesos?
Silvia se quedó mirándome, desconcertada.
–Supongo que los traga también. No sé si los pájaros… –dijo y se quedó pensando.
–No puedo llevármela.
–Si se queda me mato. Me mato yo y antes la mato a ella.
–¡Pero come pájaros!
Fue hasta el baño y se encerró. Miré hacia afuera, a través del ventanal. Sara me saludó alegremente desde el auto. Traté de serenarme. Pensé en cosas que me ayudaran a dar algunos pasos torpes hacia la puerta, rezando porque ese tiempo alcanzara para volver a ser un ser humano común y corriente, un tipo pulcro y organizado capaz de quedarse diez minutos de pie en el supermercado, frente a la góndola de enlatados, corroborando que las arvejas que se está llevando son las más adecuadas. Pensé en cosas como que si se sabe de personas que comen personas entonces comer pájaros vivos no estaba tan mal. También que desde un punto de vista naturista es más sano que la droga, y desde el social, más fácil de ocultar que un embarazo a los trece. Pero creo que hasta la manija del coche seguí repitiendo come pájaros, come pájaros, come pájaros, y así.
Llevé a Sara a casa. No dijo nada en el viaje y cuando llegamos bajó sola sus cosas. Su jaula, su valija –que habían guardado en el baúl–, y cuatro cajas de zapatos como la que Silvia había traído del garaje. No pude ayudarla con nada. Abrí la puerta y ahí esperé a que ella fuera y viniera con todo. Cuando entramos le señalé el cuarto de arriba. Después de que se instaló la hice bajar y sentarse frente a mí, en la mesa del comedor. Preparé dos cafés pero Sara hizo a un lado su taza y dijo que no tomaba infusiones.
–Comés pájaros, Sara –dije.
–Sí, papá.
Se mordió los labios, avergonzada, y dijo:
–Vos también.
–Comés pájaros vivos, Sara.
–Sí, papá. Pensé en qué se sentiría tragar algo caliente y en movimiento, algo lleno de plumas y patas en la boca, y me tapé con la mano, como hacía Silvia.
Pasaron tres días. Sara estaba casi todo el día en el living, erguida en el sillón con las rodillas juntas y las manos sobre las rodillas. Yo salía temprano al trabajo y me la pasaba todo el día consultando en internet infinitas combinaciones de las palabras «pájaro», «crudo», «cura», «adopción», sabiendo que ella seguía sentada ahí, mirando hacia el jardín durante horas. Cuando entraba a la casa, alrededor de las siete, y la veía tal cual la había imaginado durante todo el día, se me erizaban los pelos de la nuca y me daban ganas de salir y dejarla encerrada dentro con llave, herméticamente encerrada, como esos insectos que se cazan de chico y se guardan en frascos de vidrio hasta que el aire se acaba. ¿Podía hacerlo? Cuando era chico vi en el circo a una mujer barbuda que se llevaba ratones a la boca. Los sostenía así un rato, con la cola moviéndosele entre los labios cerrados, mientras caminaba frente al público con los ojos bien abiertos. Ahora pensaba en esa mujer casi todas las noches, revolcándome en la cama sin poder dormir, considerando la posibilidad de internar a Sara en un centro psiquiátrico. Quizá podría visitarla una o dos veces por semana. Podríamos turnarnos con Silvia. Pensé en esos casos en que los médicos sugieren cierto aislamiento del paciente, alejarlo de la familia por unos meses. Quizá era una buena opción para todos, pero no estaba seguro de que Sara pudiera sobrevivir en un lugar así. O sí. En cualquier caso, su madre no lo permitiría. O sí. No podía decidirme.
Al cuarto día Silvia vino a vernos. Trajo cinco cajas de zapatos que dejó junto a la puerta de entrada, del lado de adentro. Ninguno de los dos dijo nada al respecto. Preguntó por Sara y le señalé el cuarto de arriba. Cuando bajó le ofrecí café. Lo tomamos en el living, en silencio. Estaba pálida y las manos le temblaban tanto que hacía tintinear la vajilla cada vez que volvía a apoyar la taza sobre el plato. Los dos sabíamos qué pensaba el otro. Yo podía decir «esto es culpa tuya, esto es lo que lograste», y ella podía decir algo absurdo como «esto pasa porque nunca le prestaste atención». Pero la verdad es que ya estábamos muy cansados.
–Yo me encargo de esto –dijo Silvia antes de salir, señalando las cajas de zapatos. No dije nada, pero se lo agradecí profundamente.
En el supermercado la gente cargaba sus changos de cereales, dulces, verduras y lácteos. Yo me limitaba a mis enlatados y hacía la cola en silencio. Iba al supermercado dos o tres veces por semana. A veces, aunque no tuviera nada que comprar, pasaba por él antes de volver a casa. Tomaba un chango y recorría las góndolas pensando en qué es lo que podía estar olvidándome. A la noche mirábamos juntos la televisión. Sara erguida, sentada en su esquina del sillón, yo en la otra punta, espiándola cada tanto para ver si seguía la programación o ya estaba otra vez con los ojos clavados en el jardín. Yo preparaba comida para dos y la llevaba al living en dos bandejas. Dejaba la de Sara frente a ella, y ahí quedaba. Ella esperaba a que yo empezara y entonces decía:
–Permiso, papá.
Se levantaba, subía a su cuarto y cerraba la puerta con delicadeza. La primera vez bajé el volumen del televisor y esperé en silencio. Se escuchó un chillido agudo y corto. Unos segundos después las canillas del baño, y el agua corriendo. A veces bajaba unos minutos después, perfectamente peinada y serena. Otras veces se duchaba y bajaba directamente en pijama.
Sara no quería salir. Estudiando su comportamiento pensé que quizá sufría algún principio de agorafobia. A veces sacaba una silla al jardín e intentaba convencerla de salir un rato. Pero era in- útil. Conservaba sin embargo una piel radiante de energía y se le veía cada vez más hermosa, como si se pasara el día ejercitando bajo el sol. Cada tanto, haciendo mis cosas, encontraba una pluma. En el piso junto a la puerta, detrás de la lata de café, entre los cubiertos, todavía húmeda en la pileta de la cocina. Las recogía, cuidando de que ella no me viera haciéndolo, y las tiraba por el inodoro. A veces me quedaba mirando cómo se iban con el agua. A veces el inodoro volvía a llenarse, el agua se aquietaba, como un espejo otra vez, y yo todavía seguía ahí mirando, pensando en si sería necesario volver al supermercado, en si realmente se justificaba llenar los changos de tanta basura, pensando en Sara, en qué es lo que habría en el jardín.
Una tarde Silvia llamó para avisar que estaba en cama, con una gripe feroz. Dijo que no podía visitarnos. Me preguntó si me arreglaría sin ella y entonces entendí que no poder visitarnos significaba que no podría traer más cajas. Le pregunté si tenía fiebre, si estaba comiendo bien, si la había visto un médico, y cuando la tuve lo suficientemente ocupada en sus respuestas dije que tenía que cortar y corté. El teléfono volvió a sonar, pero no atendí. Miramos televisión. Cuando traje mi comida Sara no se levantó para ir a su cuarto. Miró el jardín hasta que terminé de comer, y sólo entonces volvió a la programación.
Al día siguiente, antes de volver a casa, pasé por el supermercado. Puse algunas cosas en mi chango, lo de siempre. Paseé entre las góndolas como si hiciera un reconocimiento del súper por primera vez. Me detuve en la sección de mascotas, donde había comida para perros, gatos, conejos, pájaros y peces. Levanté algunos alimentos para ver de qué eran. Leí con qué estaban hechos, las calorías que aportaban y las medidas que se recomendaban para cada raza, peso y edad. Después fui a la sección de jardinería, donde sólo había plantas con o sin flor, macetas y tierra, así que volví otra vez a la sección mascotas y me quedé ahí pensando en qué haría a continuación. La gente llenaba sus changos y se movía esquivándome. Anunciaron en los altoparlantes la promoción de lácteos por el día de la madre y pasaron un tema melódico sobre un tipo que estaba lleno de mujeres pero extrañaba a su primer amor, hasta que finalmente empujé el chango y volví a la sección de enlatados.
Esa noche Sara tardó en dormirse. Mi cuarto estaba bajo el suyo, y la escuché en el techo caminar nerviosa, acostarse, volver a levantarse. Me pregunté en qué condiciones estaría el cuarto, no había subido desde que ella había llegado, quizá el sitio era un verdadero desastre, un corral lleno de mugre y plumas.
La tercera noche después del llamado de Silvia, antes de volver a casa, me detuve a ver las jaulas de pájaros que colgaban de los toldos de una veterinaria. Ninguno se parecía al gorrión que había visto en la casa de Silvia. Eran de colores, y en general un poco más grandes. Estuve ahí un rato, hasta que un vendedor se acercó a preguntarme si estaba interesado en algún pájaro. Dije que no, que de ninguna manera, que sólo estaba mirando. Se quedó cerca, moviendo cajas, mirando hacia la calle, después entendió que realmente no compraría nada, y regresó al mostrador.
En casa Sara esperaba en el sillón, erguida en su ejercicio de yoga. Nos saludamos.
–Hola, Sara.
–Hola, papá.
Estaba perdiendo sus cachetes rosados y ya no se le veía tan bien como en los días anteriores. Sara dijo:
–Papi...
Tragué lo que estaba masticando y bajé el volumen del televisor, dudando de que realmente me hubiera hablado, pero ahí estaba, con las rodillas juntas y las manos sobre las rodillas, mirándome.
–¿Qué? –dije.
–¿Me querés?
Hice un gesto con la mano, acompañado de un asentimiento. Todo en su conjunto significaba que sí, que por supuesto. Era mi hija, ¿no? Y aún así, por las dudas, pensando sobre todo en lo que mi ex mujer habría considerado «lo correcto», dije:
–Sí, mi amor. Claro.
Y entonces Sara sonrió, una vez más, y miró el jardín durante el resto de la programación.
Volvimos a dormir mal, ella paseando de un lado al otro de la habitación, yo dando vueltas en mi cama hasta que me quedé dormido. Al día siguiente llamé a Silvia. Era sábado, pero no atendía el teléfono. Llamé más tarde, y cerca del mediodía también. Dejé un mensaje, pero no contestó. Sara estuvo toda la mañana sentada en el sillón, mirando hacia el jardín. Tenía el pelo un poco desarreglado y ya no se sentaba tan erguida, parecía muy cansada. Le pregunté si estaba bien y dijo:
–Sí, papá.
–¿Por qué no salís un poco al jardín?
–No, papá.
Pensando en la conversación de la noche anterior se me ocurrió que podría preguntarle si me quería, pero enseguida me pareció una estupidez. Volví a llamar a Silvia. Dejé otro mensaje. En voz baja, cuidando que Sara no me escuchara, dije en el contestador:
–Es urgente, por favor.
Esperamos sentados cada uno en su sillón, con el televisor encendido. Unas horas más tarde Sara dijo:
–Permiso, papá.
Se encerró en su cuarto. Apagué el televisor y fui hasta el teléfono. Levanté el tubo una vez más, escuché el tono y corté. Fui con el auto hasta la veterinaria, busqué al vendedor y le dije que necesitaba un pájaro chico, el más chico que tuviera. El vendedor abrió un catálogo de fotografías y dijo que los precios y la alimentación variaban de una especie a la otra. Golpeé la mesada con la palma de la mano. Algunas cosas saltaron sobre el mostrador y el vendedor se quedó en silencio, mirándome. Señalé un pájaro chico, oscuro, que se movía nervioso de un lado a otro de su jaula. Me cobraron ciento veinte pesos y me lo entregaron en una caja cuadrada de cartón verde, con pequeños orificios calados alrededor, una bolsa gratis de alpiste que no acepté y un folleto del criadero con la foto del pájaro en el frente.
Cuando volví Sara seguía encerrada. Por primera vez desde que ella estaba en casa, subí y entré al cuarto. Estaba sentada en la cama frente a la ventana abierta. Me miró, pero ninguno de los dos dijo nada. Se le veía tan pálida que parecía enferma. El cuarto estaba limpio y ordenado, la puerta del baño entornada. Había unas treinta cajas de zapatos sobre el escritorio, pero desarmadas de modo que no ocuparan tanto espacio, y apiladas prolijamente unas sobre otras. La jaula colgaba vacía cerca de la ventana. En la mesita de luz, junto al velador, el portarretrato que se había llevado de la casa de su madre. El pájaro se movió y sus patas se escucharon sobre el cartón, pero Sara permaneció inmóvil. Dejé la caja sobre el escritorio, salí del cuarto y cerré la puerta. Entonces me di cuenta de que no me sentía bien. Me apoyé en la pared para descansar un momento. Miré el folleto del criadero, que todavía llevaba en la mano. En el reverso había información acerca del cuidado del pájaro y sus ciclos de procreación. Resaltaban la necesidad de la especie de estar en pareja en los períodos cálidos y las cosas que podían hacerse para que los años de cautiverio fueran lo más amenos posible. Escuché un chillido breve, y después la canilla de la pileta del baño. Cuando el agua empezó a correr me sentí un poco mejor y supe que, de alguna forma, me las ingeniaría para bajar las escaleras.
Published on January 31, 2015 15:41
January 29, 2015
Más allá de la distopía | Por Víctor Roberto Carrancá

El escritor Víctor Roberto Carrancá ( El espejo del solitario , 2014) regresa a su columna mensual, Sizigias y cuadraturas lunares, en la Revista Crítica, con un texto en el que describe sus impresiones de Identidad suspendida, novela de ciencia ficción de Sergio Alejandro Amira, escritor chileno, y para el cual utilizó una de mis fotografías, convirtiéndome en "modelo cienciaficcional".
Transcribiré algunos párrafos del texto, que pueden leer completo directamente en la Revista Crítica, en el siguiente enlace.
Más allá de la distopía | Por Víctor Roberto Carrancá
Suspender la realidad. Suspender la realidad. Suspender las circunstancias que impiden desmembrarla y, con ello, comprender las posibilidades de una literatura sin ataduras.
Es difícil identificar las condiciones que permiten diferenciar la ciencia ficción latinoamericana de esa otra canónica (dentro de un sistema anticanónico), de origen primermundista. En ese sentido, la distopía se ha convertido en un subgénero que encuentra una vastedad temática en nuestro ámbito territorial, no solo por permitir una crítica velada a los sistemas políticos, sino también porque reprocha las soluciones ideológicas planteadas para reparar los errores de los primeros. Su doble discurso termina por derrotar el postulado de la lejanía utópica (que dice, en pocas palabras, que el mundo perfecto existe, aunque no sea aquí ni ahora) para aproximar una realidad anti-utópica.
Una de mis primeras incursiones a la ciencia ficción chilena (difícil aproximación desde tierras mexicanas) me permitió conocer un claro ejemplo de esta disquisición filosófica: me refiero a Los altísimos, novela del chileno Hugo Correa que narra la historia de un hombre que despierta, al parecer, en el submundo de la Tierra, para descubrir la existencia de una galaxia que se aloja, aparentemente, en el interior de nuestro hogar. La sociedad en Cronn (nombre que lleva este sistema intraplanetario) se rige por un desarrollo tecnológico sin precedentes, así como el de un sistema social perfecto (basado en la limitación de las relaciones personales) que nos recuerda a los mundos creados por Huxley o, antes que él, por el médico yucateco Eduardo Urzaíz en una de las primeras novelas de CF mexicana: Eugenia: esbozo novelesco de costumbres futuras (1919).
Algo similar sucede con las páginas de Identidad suspendida, novela del chileno Sergio Alejandro Amira, quien, a través de los tópicos más convencionales de la CF (el viaje en el tiempo, la superposición de dimensiones, la vigilancia alienígena, los autómatas) crea un collage de crítica adusta y, en igual manera, plagado de un humor negro que rara vez se explota con tanta efusividad en el género.
(...) la lógica amirana, manifiesta en el salto de ideas, memorias e hipótesis de Vicentico, su protagonista, se transforma en un juego divertido que a veces nos recuerda a las conversaciones entre el Sombrero Loco y la Liebre Marcera de Lewis Carroll (dispénsese la causalidad para que este autor siempre encuentre una referencia carrolliana; pero lo cierto es que el autor de Identidad suspendida mezcla lo que podría ser hard science fiction con el absurdo y el sin sentido existencial de Wonderland) y, en otras, a la paranoia existencial, traducida en complots de dimensiones inimaginables, de Philip K. Dick.
Si quisiéramos resumir, de algún modo, la trama de Identidad suspendida, podría decirse que la novela narra la historia de Vicentico, un agente de “La Compañía” a quien, durante un atentado, le ha sido extraído el nódulo akhásico, especie de parásito que permite descargar información de la memoria colectiva de los agentes. Junto con un GAP (Guerrero Autómata Personalizado) de nombre Gabriel, Vicentico comenzará a discernir los verdaderos alcances (y objetivos) de esta ominosa institución.
Identidad suspendida puede ser, por acudir a alguna asociación cinematográfica, una historia dirigida por el Cronemberg de Naked Lunch o Existenz. Los agentes de “La Compañía” igual pueden transformarse en ciempiés que el protagonista en un ñandú, durante una persecución policiaca. Y aquí el meollo del asunto: la paranoia universal encuentra una manifestación a través del rompimiento de la línea argumental convencional. Los complots y las intrigas (reales o imaginarias) van sumándose hasta construir muros infranqueables. La trama no se ciñe solo a una posibilidad discursiva, sino que fluctúa entre la presencia de autómatas, saltos dimensionales, implantaciones de memoria y demás tópicos que identifican a la ciencia ficción global solo que, en este caso, transfiguran las estructuras narrativas convencionales. Si este experimento resulta “bueno” o “malo” (en un nivel más moral que crítico), en todo caso podremos citar lo que alguno de los personajes comenta dentro de la historia: “¿existe tal cosa como la buena ciencia ficción?”.

Published on January 29, 2015 18:40
January 26, 2015
Irreverencias maravillosas: La fragmentación del cuerpo

El texto de este mes para mi columna mensual, Irreverencias maravillosas, de la Revista VozEd, está dedicado a la historia de la amputación y la evolución de las prótesis a través del tiempo, y a la consecuente adaptación y aceptación sociales (así como consecuentes fijaciones, incluido el certamen de belleza Miss stump) de dicha medida quirúrgica y los sustitutos de los miembros amputados.
Pueden leer el texto completo, directamente de la revista, en este enlace.

La fragmentación del cuerpo
La historia del hombre, desde sus inicios, comprende una gran cantidad de enfrentamientos, guerras, anomalías congénitas y accidentes, de ahí que las mutilaciones (daño físico que deriva en la pérdida de alguna función o parte del cuerpo) dieran paso a la amputación (separación por traumatismo o cirugía de una extremidad) y a las prótesis (sustituto artificial de la parte del cuerpo amputada).
Hay evidencia que señala que en el Neolítico ya se llevaban a cabo amputaciones: cadáveres de la época con huesos cortados por sierras de piedra y hueso demuestran lo anterior.
El primer registro de una amputación y ulterior uso de prótesis aparece en los textos védicos (aproximadamente 1,800 a. E. C.), una de las obras más antiguas de la cultura india, en un poema escrito en sánscrito que narra la historia de la reina guerrera Vishpla, quien en una contienda pierde una de sus piernas. Después de tratar su herida y ya estando recuperada, le colocaron una pierna de hierro para que pudiera volver al campo de batalla.
Alrededor del 800 a. E. C., aparece el mito griego de Pélope, nieto de Zeus, a quien el dios Hefesto le hizo un hombro de mármol, pues su mismo padre, Tántalo, lo mató y cocinó para tratar de engañar a los dioses en un festín. La diosa Démeter comió su hombro y, al darse cuenta de lo ocurrido, devuelve la vida a Pélope y ordena a Hefesto la construcción de la prótesis del hombro.
Hasta el año 100 y durante la Edad Media hubo pocas alteraciones en la técnica, pero preferían la cauterización y el aceite caliente para evitar hemorragias. Los caballeros amputados de esta época ansiaban utilizar prótesis para ocultar su deformidad y vulnerabilidad, más allá de un mero propósito estético. Los artilleros se convirtieron entonces en los primero fabricantes de prótesis, pues eran expertos en el uso del metal y la madera.

Alrededor de 1300, el uso de la pólvora en armas de fuego incremento el número de mutilaciones y amputaciones en el campo militar. Ya en 1550, uno de los mejores cirujanos del ejército francés (y probable padre de la cirugía moderna), Ambroise Paré, volvió al ligamento de los vasos sanguíneos y creó las primeras prótesis tanto para extremidades inferiores como para las superiores. Diseñó una mano artificial llamada Le petit Lorrain, cuyo pulgar era fijo, pero los otros dedos eran móviles gracias a unos resortes. Articulaciones, flexiones, extensiones y la utilización de otros músculos para generar movimientos en las prótesis formaron parte de una gran transformación en el ámbito médico. Dentistas y escultores también contribuyeron en las innovaciones.

El gran número de amputados durante la guerra de Secesión (1861-1865), estimuló el desarrollo de prótesis de miembros mucho más funcionales, como el gancho dividido creado por Dorrance en 1912 y que, con algunas modificaciones, actualmente sigue siendo utilizado.
Ya en 1800, durante las Guerras Napoleónicas, la amputación llegó a su mejor punto, antes de la inclusión de la anestesia y la esterilización, gracias a dos cirujanos, uno francés y otro británico. Aproximadamente 50 años después se empezó a utilizar la anestesia e introdujeron procedimientos de asepsia. A partir de entonces, los cirujanos se involucraron en la creación de las prótesis e inició su gran evolución.

El desarrollo de la ciencia y la tecnología ha permitido el uso de sofisticadas técnicas actuales para esta medida quirúrgica, y las prótesis han evolucionado de manera increíble, llegando incluso a las prótesis robóticas que imitan a las extremidades humanas casi a la perfección.

Pero el progreso también modifica o altera diversas cuestiones culturales e ideológicas: en las primeras décadas de nuestro siglo las amputaciones de miembros sanos son una realidad. Los amputee wannabe tienen diversas razones para desear la amputación (desde falanges hasta extremidades completas), que pueden ir desde psicológicas (de ahí la apotemnofilia, no sentir que la extremidad pertenezca a su cuerpo) hasta meramente estéticas o para complacer parafilias, como la acrotomofilia: el deseo sexual por una persona con miembros amputados (aunque esta atracción pudo haber existido desde los antiguos imperios sin dejar vestigios). Algunos concursos de belleza y la industria pornográfica también están inmiscuidos en comunidades con este tipo de afinidades.
Por supuesto, la mayoría de los doctores consideran estas amputaciones como no éticas, pero hay quienes, por la cantidad necesaria ($10,000.00 dólares), estarán dispuestos a llevarlas a cabo. Uno de los casos más celebres es el de Alex Mensaert, un estadounidense de 39 años al que únicamente le queda el brazo izquierdo, y que ha afirmado no querer amputarlo por temor a la dependencia.
Pero también existen personas amputadas por diferentes condiciones médicas que han transformado la percepción ordinaria del cuerpo incompleto, alterado: Victoria Modesta es una modelo y cantante británica de 26 años a quien, por negligencia médica desde su nacimiento, en 2007 y por decisión propia le amputaron la antepierna izquierda, y ahora es la primera cantante de pop con prótesis y ha causado revuelo con su video Prototype. Sus prótesis son poco convencionales y magníficas, como ella misma.

Aimee Mullins es otro ejemplo de belleza sorprendente: nació en 1976 y desde su primer año de vida le fueron amputadas ambas piernas debido a una extraña enfermedad. Es modelo, atleta y actriz y está dentro de la lista de las 5 mujeres más bellas de la revista People. Tiene múltiples prótesis que modifican su estatura y sus diseños y tamaños difieren según su función.

La tecnología y la ciencia han transformado muchos aspectos de la vida humana, pero el cambio nunca dejará de atemorizar a los ignorantes del tema en cuestión. El actual éxito de Modesta y Mullins se debe, en gran parte, a la diversificación de estándares estéticos contemporáneos y a una mayor apertura hacia las alteraciones físicas, a lo aparentemente extraño o distinto.
Published on January 26, 2015 19:49
La fragmentación del cuerpo

El texto de este mes para mi columna mensual, Irreverencias maravillosas, de la Revista VozEd, está dedicado a la historia de la amputación y la evolución de las prótesis a través del tiempo, y a la consecuente adaptación y aceptación sociales (así como consecuentes fijaciones, incluido el certamen de belleza Miss stump) de dicha medida quirúrgica y los sustitutos de los miembros amputados.
Pueden leer el texto completo, directamente de la revista, en este enlace.

La fragmentación del cuerpo
La historia del hombre, desde sus inicios, comprende una gran cantidad de enfrentamientos, guerras, anomalías congénitas y accidentes, de ahí que las mutilaciones (daño físico que deriva en la pérdida de alguna función o parte del cuerpo) dieran paso a la amputación (separación por traumatismo o cirugía de una extremidad) y a las prótesis (sustituto artificial de la parte del cuerpo amputada).
Hay evidencia que señala que en el Neolítico ya se llevaban a cabo amputaciones: cadáveres de la época con huesos cortados por sierras de piedra y hueso demuestran lo anterior.
El primer registro de una amputación y ulterior uso de prótesis aparece en los textos védicos (aproximadamente 1,800 a. E. C.), una de las obras más antiguas de la cultura india, en un poema escrito en sánscrito que narra la historia de la reina guerrera Vishpla, quien en una contienda pierde una de sus piernas. Después de tratar su herida y ya estando recuperada, le colocaron una pierna de hierro para que pudiera volver al campo de batalla.
Alrededor del 800 a. E. C., aparece el mito griego de Pélope, nieto de Zeus, a quien el dios Hefesto le hizo un hombro de mármol, pues su mismo padre, Tántalo, lo mató y cocinó para tratar de engañar a los dioses en un festín. La diosa Démeter comió su hombro y, al darse cuenta de lo ocurrido, devuelve la vida a Pélope y ordena a Hefesto la construcción de la prótesis del hombro.
Hasta el año 100 y durante la Edad Media hubo pocas alteraciones en la técnica, pero preferían la cauterización y el aceite caliente para evitar hemorragias. Los caballeros amputados de esta época ansiaban utilizar prótesis para ocultar su deformidad y vulnerabilidad, más allá de un mero propósito estético. Los artilleros se convirtieron entonces en los primero fabricantes de prótesis, pues eran expertos en el uso del metal y la madera.

Alrededor de 1300, el uso de la pólvora en armas de fuego incremento el número de mutilaciones y amputaciones en el campo militar. Ya en 1550, uno de los mejores cirujanos del ejército francés (y probable padre de la cirugía moderna), Ambroise Paré, volvió al ligamento de los vasos sanguíneos y creó las primeras prótesis tanto para extremidades inferiores como para las superiores. Diseñó una mano artificial llamada Le petit Lorrain, cuyo pulgar era fijo, pero los otros dedos eran móviles gracias a unos resortes. Articulaciones, flexiones, extensiones y la utilización de otros músculos para generar movimientos en las prótesis formaron parte de una gran transformación en el ámbito médico. Dentistas y escultores también contribuyeron en las innovaciones.

El gran número de amputados durante la guerra de Secesión (1861-1865), estimuló el desarrollo de prótesis de miembros mucho más funcionales, como el gancho dividido creado por Dorrance en 1912 y que, con algunas modificaciones, actualmente sigue siendo utilizado.
Ya en 1800, durante las Guerras Napoleónicas, la amputación llegó a su mejor punto, antes de la inclusión de la anestesia y la esterilización, gracias a dos cirujanos, uno francés y otro británico. Aproximadamente 50 años después se empezó a utilizar la anestesia e introdujeron procedimientos de asepsia. A partir de entonces, los cirujanos se involucraron en la creación de las prótesis e inició su gran evolución.

El desarrollo de la ciencia y la tecnología ha permitido el uso de sofisticadas técnicas actuales para esta medida quirúrgica, y las prótesis han evolucionado de manera increíble, llegando incluso a las prótesis robóticas que imitan a las extremidades humanas casi a la perfección.

Pero el progreso también modifica o altera diversas cuestiones culturales e ideológicas: en las primeras décadas de nuestro siglo las amputaciones de miembros sanos son una realidad. Los amputee wannabe tienen diversas razones para desear la amputación (desde falanges hasta extremidades completas), que pueden ir desde psicológicas (de ahí la apotemnofilia, no sentir que la extremidad pertenezca a su cuerpo) hasta meramente estéticas o para complacer parafilias, como la acrotomofilia: el deseo sexual por una persona con miembros amputados (aunque esta atracción pudo haber existido desde los antiguos imperios sin dejar vestigios). Algunos concursos de belleza y la industria pornográfica también están inmiscuidos en comunidades con este tipo de afinidades.
Por supuesto, la mayoría de los doctores consideran estas amputaciones como no éticas, pero hay quienes, por la cantidad necesaria ($10,000.00 dólares), estarán dispuestos a llevarlas a cabo. Uno de los casos más celebres es el de Alex Mensaert, un estadounidense de 39 años al que únicamente le queda el brazo izquierdo, y que ha afirmado no querer amputarlo por temor a la dependencia.
Pero también existen personas amputadas por diferentes condiciones médicas que han transformado la percepción ordinaria del cuerpo incompleto, alterado: Victoria Modesta es una modelo y cantante británica de 26 años a quien, por negligencia médica desde su nacimiento, en 2007 y por decisión propia le amputaron la antepierna izquierda, y ahora es la primera cantante de pop con prótesis y ha causado revuelo con su video Prototype. Sus prótesis son poco convencionales y magníficas, como ella misma.

Aimee Mullins es otro ejemplo de belleza sorprendente: nació en 1976 y desde su primer año de vida le fueron amputadas ambas piernas debido a una extraña enfermedad. Es modelo, atleta y actriz y está dentro de la lista de las 5 mujeres más bellas de la revista People. Tiene múltiples prótesis que modifican su estatura y sus diseños y tamaños difieren según su función.

La tecnología y la ciencia han transformado muchos aspectos de la vida humana, pero el cambio nunca dejará de atemorizar a los ignorantes del tema en cuestión. El actual éxito de Modesta y Mullins se debe, en gran parte, a la diversificación de estándares estéticos contemporáneos y a una mayor apertura hacia las alteraciones físicas, a lo aparentemente extraño o distinto.
Published on January 26, 2015 19:49
January 15, 2015
Primeras letras: Lola Ancira (podcast mensual de Letras Libres)

Les presento la lectura que hice de uno de los cuentos de mi libro y una breve (pero significativa) entrevista en el podcast Primeras letras de la revista Letras Libres.
Aquí pueden ver la entrada en la revista y en este enlace pueden escuchar el audio directamente en SoundCloud. El cuento lo pueden leer en esta entrada de la revista VozEd.
En el tablero de Primeras Letras en Pinterest, pueden encontrar otras entrevistas a escritores mexicanos y más lecturas.
Primeras letras es un podcast mensual en el que invitamos a escritores debutantes a leer un fragmento de su libro. En forma paulatina, Primeras letras conformará un mapa sonoro de la nueva narrativa mexicana.
En este episodio, Lola Ancira (Querétaro, 1987) lee el cuento “Cosmogonía de las parafilias (o de superpoderes a parafilias)", de su libro Tusitala de óbitos , publicado por Pictographia en Zacatecas.
Published on January 15, 2015 14:50