Lola Ancira's Blog, page 58
July 31, 2014
Hombre de poca fe – Gilma Luque

Hombre de poca fe (Mondadori, 2010) es la primer novela publicada de Gilma Luque (escritora mexicana, 1977), autora también de Mar de la memoria (Ediciones B, 2013).
Narrada en primera persona, con una estructura compleja y fuera de lo convencional, en poco menos de 200 páginas se concentra el significado, la esencia del amor verdadero para la protagonista, Alfonsina: aquel amor que destruye, aniquila y posee. El lector se vuelve testigo del monólogo, de la voz interna de una mujer convaleciente que se encuentra recluida en un cuarto de hospital recreando y recordando las circunstancias y personas que han dado forma a su vida, junto con todas aquellas decisiones que no solamente configuraron su personalidad. Todo lo anterior como una especie de expiación, de justificación (pero jamás de arrepentimiento) para uno de los dos hombres más importantes en su vida, Tomás.
El título viene, como lo comentó la autora en una entrevista que le realizaron en un programa televisivo, del pasaje de la Biblia en el que Pedro, al caminar sobre el mar para ir a Jesús, tuvo miedo del fuerte viento, dudó y se comenzó a hundir. Clama entonces por la salvación de éste y, después de que lo salva, le dice a Pedro: Hombre de poca fe, ¿por qué cediste a la duda?
Probablemente también tiene que ver el grito de ayuda de Pedro con Tomás, quizá su grito de ayuda, inconscientemente, fue a través de Alfonsina.
Luque descubre en esta obra a la mentira y el engaño como condición del ser humano y nos recuerda que sabemos del otro solamente lo que refiere de sí mismo, pues estamos condenados a interpretar, a ser testigos de miles de vidas y sólo protagonistas de la nuestra. Estamos atados al lenguaje y a lo mucho (o poco) que lo utilicemos para crear vínculos, a lo que los demás nos otorguen para lograr comprenderlos.
Asistimos entonces a un pasado que se va configurando por los recuerdos, a la unión de dos vidas que antes de encontrarse vivieron paralelamente terribles historias de amor no correspondido, de sexo y placer disfrazados, nombrados de otra forma, de una búsqueda perpetua en lo ajeno.
Este es un inminente recordatorio que no llegamos a la vida de nadie y que de igual forma nadie llega a nuestra vida como tabula rasa, al contrario: llegamos arrastrando -o de la mano de- todos los demonios que hemos ido adoptando o creando, con todas las traiciones, dolores y miedos a cuestas. Lo único certero de esta vida (sin afán de ser pesimista) es que, por el simple hecho de ser seres imperfectos, si algo puede salir mal, saldrá mal.
Luque expresa contundentes frases que golpean en el mismo sitio, en ese lugar al que hemos protegido del mundo exterior pero no de nosotros mismos, nuestro peor enemigo.
Este hombre de poca fe es el reflejo de todos aquellos derrotados por la vida y que, a pesar de esto, por un extraño mandato divino deben seguir viviendo más derrotas, convencidos de lo funesto de su existencia, no reconociendo la salvación aun cuando ésta se presenta en forma de lo que alguna vez se anheló.
Alfonsina no tiene voz para los demás y ha comprendido que está muy cerca del final. Es un recuerdo de todo lo que vivimos y no hemos contado, y que quizá nunca diremos. Es una traición continua, un engaño incluso para su propio recuerdo. Pero también es la pasión y el delirio en un eterno conflicto que requieren de la fatalidad para revelarse.
Este libro es, en sí, toda una frase para subrayar, pero transcribiré una selección de todas aquellas que seleccioné: supernovas que detonan sus pequeños infiernos por doquier.
“Lo interesante del amor es que pudo no pasar nunca, pudo no ser y nosotros no sentir su ausencia.” p. 7“(…) siempre fue mañana hasta que se convirtió en ayer.” Ibídem
“(…) quiero que continúe siendo después o tal vez nunca, que no me haya sucedido aún.” Ibídem
“La ausencia es la hermana triste de lo que se encuentra.” p. 8
“(…) me llenabas de tus monstruos, de tu fantasma favorito, que por cierto siempre fue mejor que yo.” p. 12
“¿Cuándo un deseo se convierte en obsesión, cuál es la línea que separa lo que se quiere de lo que se necesita? No sé cómo diablos creció en mí este monstruo, este ser que me habita y me ha obligado a hacer tantas atrocidades.” p. 15
“Te quiero así, con mi infierno y el tuyo mezclados.” Ibídem
“A veces te odio mucho más de lo que te amo, aunque inmediatamente te vuelvo a amar con toda la desesperación y la angustia que me produce el silencio.” p. 17
“Voy a dejar que los recuerdos se amontonen, se aplasten unos a otros, se atropellen, se maten.” p. 18
“He pensado en lo pequeños que somos, en lo ingenuos e insolentes. No podemos saber nada certero de la vida y por eso hacemos de cada cosa una fantasía.” p. 19
“¿No es lo mismo alguien que se muere y alguien que no te quiere amar? Ambos son imposibles, los dos duelen.” p. 24“Compartíamos una perversión, quizá sólo una costumbre: traicionar.” p. 27
“(…) nadie quería salvarme y yo no sabía cómo hacerlo.” p. 33
“(…) ojalá entiendas que sólo somos sin querer.” p. 35
“Seguramente no soy fiel a tu historia pero, ¿cuándo he sido fiel a algo?” p. 40-41
“Sólo somos lo que fuimos. Estamos hechos de ayer, de un ayer mentiroso.” p. 43
“Somos los que fuimos que no recordamos. Entonces sólo somos los que inventamos.” Ibídem
“No podías creer que la vida continuara cuando había un vacío tan grande. No entendías que no se parara el mundo en el momento más triste de tu vida.” p. 51
“El amor es tan egoísta que no nos importa no ser amados, siempre y cuando nos dejen estar…” Ibídem
“(…) es imposible vivir como condición de estar, también la tristeza se va, nos deja, nada nos pertenece.” p. 55“También el placer se acaba, de va. No con los días y la costumbre. Se va tras más placer. Sigue a las traiciones.” p. 59
“(…) te convertiste en un maldito que no sabía más que herir, herir a todos los que amabas y te amaban.” p. 65
“Creí que lo nuestro estaba lejos del infierno, que yo por fin había elegido lo correcto. No fue así, sólo era un círculo más.” Ibídem
“El amor es el olvido de uno mismo.” Ibídem
“Yo te amo completo. Y me dueles porque ya estás formado y yo sé lo difícil que es dejar de ser quien uno es.” p. 67
“(…) una rabia terrible que te hacía traicionar a los tuyos, un odio sin sentido, inevitable. Unas ganas irresistibles de engañar, de hacer sufrir, de perder.” p. 69
Nota de agradecimiento
Esta novela fue especialmente significativa para mí porque hace casi una década tuve una Alfonsina en mi vida, tuve a un ser amado que perdió la voz y en circunstancias idénticas. Gracias a Luque, por primera vez pude saber lo que sería estar en su mente y cuerpo, algo de lo mucho que pudo haber pensado, imposibilitada, como estaba, para decirlo. Sus ojos expresivos son los que se quedan en mi memoria, junto con esa impotencia y frustración al saber que su final no resultó como lo había planeado y que el único medio a utilizar para comunicarse con los demás quedó anulado.
Está lectura fue una catarsis, un significativo mensaje encontrado en el mar de letras entre los muchos que me faltan por hallar. Un mensaje para todos aquellos que hayan tenido una Alfonsina en su vida, o que la tendrán, y aún no lo saben.
Por lo pronto mi mensaje va para ella, M., donde quiera que esté, porque aún me cuesta nombrarla y todavía recuerdo el sonido de su voz, del que me angustia la posibilidad del olvido. Porque un duelo se lleva de por vida.
Published on July 31, 2014 20:22
July 30, 2014
Cavar un foso - Adolfo Bioy Casares

Adolfo Bioy Casares (escritor argentino, 1914-1999), cuya primera aparición en el blog fue con la reseña de una de mis novelas favoritas, La invención de Morel, es el autor del cuento del mes (y no puedo evitar comentar que espero pronto leer su fascinante libro Borgespara escribir su reseña). Este autor fue considerado por Borges, con quien tuvo una larga y profunda amistad –de ahí el libro homónimo, en honor a este gran genio–, como uno de los mejores representantes de la literatura fantástica argentina.
En esta historia, los protagonistas (una mujer celosa y manipuladora y su contraparte, un hombre tolerante y condescendiente) son víctimas de sus propios caprichos y del arbitrario destino, donde la inocencia y el anhelo son presas de la necedad, la obstinación y la violencia, de las que les resulta imposible huir. Este joven matrimonio enfrenta sucesos poco usuales en la vida de pareja –incluidos planes homicidas y suicidas– estilo Bonnie y Clyde, pero en una escala mucho menor. A pesar de las circunstancias logran permanecer, al menos hasta sus últimas líneas, juntos.
Bioy nos muestra a continuación cómo la paranoia y la culpa son las únicas responsables de acuñar la conocida frase El crimen perfecto no existe. “Cavar un foso” es un relato que forma parte del libro El lado de la sombra (1962).

Cavar un foso
Raúl Arévalo cerró las ventanas y las persianas, ajustó los pasadores, uno por uno, cerró las dos hojas de la puerta de entrada, ajustó el pasador, giró la llave, colocó la pesada tranca de hierro.
Su mujer, acodada al mostrador, sin levantar la voz dijo:
—¡Qué silencio! Ya no oímos el mar.
El hombre observó:
—Nunca cerramos, Julia. Si viene un cliente, la hostería cerrada le llamará la atención.
—¿Otro cliente, y a media noche? —protestó Julia—. ¿Estás loco? Si vinieran tantos clientes no estaríamos en este apuro. Apaga la araña del centro.
Obedeció el hombre; el salón quedó en tinieblas, apenas iluminado por una lámpara, sobre el mostrador.
—Como quieras —dijo Arévalo, dejándose caer en una silla, junto a una de las mesas con mantel a cuadros—, pero no sé por qué no habrá otra salida.
Eran bien parecidos, tan jóvenes que nadie los hubiera tomado por los dueños. Julia, una muchacha rubia, de pelo corto, se deslizó hasta la mesa, apoyó las manos en ella y, mirándolo de frente, de arriba, le contestó en voz baja, pero firme:
—No hay.
—No sé —protestó Arévalo—. Fuimos felices, aunque no ganamos plata.
—No grites —ordenó Julia.
Extendió una mano y miró hacia la escalera, escuchando.
—Todavía anda por el cuarto —exclamó—. Tarda en acostarse. No se dormirá nunca.
—Me pregunto —continuó Arévalo— si cuando tengamos eso en la conciencia podremos de nuevo ser felices.
Dos años antes, en una pensión de Necochea, donde veraneaban —ella con sus padres, él solo—, se habían conocido. Desearon casarse, no volver a la rutina de escritorios de Buenos Aires y soñaron con ser los dueños de una hostería, en algún paraje apartado, sobre los acantilados, frente al mar. Empezando por el casamiento, nada era posible, pues no tenían dinero. Una tarde que paseaban en ómnibus por los acantilados vieron una solitaria casa de ladrillos rojos y techo de pizarra, a un lado del camino, rodeada de pinos, frente al mar, con un letrero casi oculto entre los ligustros: Ideal para hostería. Se vende. Dijeron que aquello parecía un sueño y, realmente, como si hubieran entrado en un sueño, desde ese momento las dificultades desaparecieron. Esa misma noche, en uno de los dos bancos de la vereda, a la puerta de la pensión, conocieron a un benévolo señor a quien refirieron sus descabellados proyectos. El señor conocía a otro señor, dispuesto a prestar dinero en hipoteca, si los muchachos le reconocían parte de las ganancias. En resumen, se casaron, abrieron la hostería, luego, eso sí, de borrar de la insignia las palabras «El Candil» y de escribir el nombre nuevo: «La Soñada».
Hay quienes pretenden que tales cambios de nombre traen mala suerte, pero la verdad es que el lugar quedaba a trasmano, estaba quizá mejor elegido para una hostería de novela —como la imaginada por estos muchachos— que para recibir parroquianos. Julia y Arévalo advirtieron por fin que nunca juntarían dinero para pagar, además de los impuestos, la deuda al prestamista, que los intereses vertiginosamente aumentaban. Con la espléndida vehemencia de la juventud rechazaban la idea de perder La Soñada y de volver a Buenos Aires, cada uno al brete de su oficina. Porque todo había salido bien, que ahora saliera mal les parecía un ensañamiento del destino. Día a día estaban más pobres, más enamorados, más contentos de vivir en aquel lugar, más temerosos de perderlo, hasta que llegó, como un ángel disfrazado, mandado por el cielo para probarlos, o como un médico prodigioso, con la panacea infalible en la maleta, la señora que en el piso alto se desvestía, junto a la vaporosa bañadera donde caía a borbotones el agua caliente.
Un rato antes, en el solitario salón, cara a cara, en una de las mesitas que en vano esperaban a los parroquianos, examinaron los libros y se hundieron en una conversación desalentadora.
—Por más que demos vuelta los papeles —había dicho Arévalo, que se cansaba pronto— no vamos a encontrar plata. La fecha de pago se viene encima.
—No hay que darse por vencido —había replicado Julia.
—No es cuestión de darse por vencido, pero tampoco de imaginar que hablando haremos milagros. ¿Qué solución queda? ¿Carlitas de propaganda a Necochea y a Miramar? Las últimas nos costaron sus buenos pesos. ¿Con qué resultado? El grupo de señoras que vino una tarde a tomar el té y nos discutió la adición.
—¿Tu solución es darse por vencido y volver a Buenos Aires?
—En cualquier parte seremos felices.
Julia le dijo que «las frases la enfermaban»; que en Buenos Aires ninguna tarde, salvo en los fines de semana, estarían juntos; que en tales condiciones no sabía por qué serían felices, y que además, en la oficina donde él trabajaría, seguramente habría mujeres.
—A la larga te gustará la menos fea —concluyó.
—Qué falta de confianza —dijo él.
—¿Falta de confianza? Todo lo contrario. Un hombre y una mujer que pasan los días bajo el mismo techo, acaban en la misma cama. Cerrando con fastidio un cuaderno negro, Arévalo respondió:
—Yo no quiero volver, ¿qué más quiero que vivir aquí?, pero si no aparece un ángel con una valija llena de plata…
—¿Qué es eso? —preguntó Julia.
Dos luces amarillas y paralelas vertiginosamente cruzaron el salón. Luego se oyó el motor de un automóvil y muy pronto apareció una señora, que llevaba el chambergo desbordado por mechones grises, la capa de viaje algo ladeada y, bien empuñada en la mano derecha, una valija. Los miró, sonrió, como si los conociera.
—¿Tienen un cuarto? —inquirió—. ¿Pueden alquilarme un cuarto? Por la noche, nomás. Comer no quiero, pero un cuarto para dormir y si fuera posible un baño bien calentito…
Porque le dijeron que sí, la señora, embelesada, repetía:
—Gracias, gracias.
Por último emprendió una explicación, con palabra fácil, con nerviosidad, con ese tono un poco irreal que adoptan las señoras ricas en las reuniones mundanas.
—A la salida de no sé qué pueblo —dijo— me desorienté. Doblé a la izquierda, estoy segura, cuando tenía que doblar a la derecha, estoy segura. Aquí me tienen ahora, cerca de Miramar ¿no es verdad?, cuando me esperan en el hotel de Necochea. Pero ¿quieren que les diga una cosa? Estoy contenta, porque los veo tan jóvenes y tan lindos (sí, tan lindos, puedo decirlo, porque soy una vieja) que me inspiran confianza. Para tranquilizarme del todo quiero contarles cuanto antes un secreto: tuve miedo, porque era de noche y yo andaba perdida, con un montón de plata en la valija, y hoy en día la matan a uno de lo más barato. Mañana a la hora del almuerzo quiero estar en Necochea. ¿Ustedes creen que llego a tiempo? Porque a las tres de la tarde sacan a remate una casa, la casa que quiero comprar, desde que la vi, sobre el camino de la costa, en lo alto, con vista al mar, un sueño, el sueño de mi vida.
—Yo acompaño arriba a la señora, a su cuarto —dijo Julia—. Tú cargas la caldera.
Pocos minutos después, cuando se encontraron en el salón, de nuevo solos, Arévalo comentó:
—Ojalá que mañana compre la casa. Pobre vieja, tiene los mismos gustos que nosotros.
—Te prevengo que no voy a enternecerme —contestó Julia, y echó a reír—. Cuando llega la gran oportunidad, no hay que perderla.
—¿Qué oportunidad llegó? —preguntó Arévalo, fingiendo no entender.
—El ángel de la valija —dijo Julia. Como si de pronto no se conocieran, se miraron gravemente, en silencio. Arriba crujieron los tablones del piso: la señora andaba por el cuarto. Julia prosiguió—: La señora iba a Necochea, se perdió, en este momento podría estar en cualquier parte. Sólo tú y yo sabemos que está aquí.
—También sabemos que trae una valija llena de plata —convino Arévalo—. Lo dijo ella. ¿Por qué va a engañarnos?
—Empiezas a entender —murmuró casi tristemente Julia.
—¿No me pedirás que la mate?
—Lo mismo dijiste el día que te mandé matar el primer pollo. ¿Cuántos has degollado?
—Clavar el cuchillo y que mane la sangre de la vieja…
—Dudo de que distingas la sangre de la vieja de la sangre de un pollo; pero no te preocupes: no habrá sangre. Cuando duerma, con un palo.
—¿Golpearle la cabeza con un palo? No puedo.
—¿Cómo no puedo? Que sea en una mesa o en una cabeza, golpear con un palo es golpear con un palo. ¿Dónde, qué te importa? O la señora o nosotros. O la señora sale con la suya…
—Lo sé, pero no te reconozco. Tanta ferocidad… Sonriendo inopinadamente, Julia sentenció:
—Una mujer debe defender su hogar.
—Hoy tienes una ferocidad de loba.
—Si es necesario lo defenderé como una loba. ¿Entre tus amigos había matrimonios felices? Entre los míos, no. ¿Te digo la verdad? Las circunstancias cuentan. En una ciudad como Buenos Aires, la gente vive irritada, hay tentaciones. La falta de plata empeora las cosas. Aquí tú y yo no corremos peligro, Raúl, porque nunca nos aburrimos de estar juntos. ¿Te explico el plan?
Bramó el motor de un automóvil por el camino. Arriba trajinaba la señora.
—No —dijo Arévalo—. No quiero imaginar nada. Si no, tengo lástima y no puedo… Tú das órdenes, yo las cumplo.
—Bueno. Cierra todo, la puerta, las ventanas, las persianas.
Raúl Arévalo cerró las ventanas y las persianas, ajustó los pasadores, uno por uno, cerró las dos hojas de la puerta de entrada, ajustó el pasador, giró la llave, colocó la pesada tranca de hierro.
Hablaron del silencio que de repente hubo en la casa, del riesgo de que llegara un parroquiano, de si tenía otra salida la situación, de si podrían ser felices con un crimen en la conciencia.
—¿Dónde está el rastrillo? —preguntó Julia.
—En el sótano, con las herramientas.
—Vamos al sótano. Damos tiempo a la señora para que se duerma y tú ejerces tu habilidad de carpintero. A ver, fabrica un mango de rastrillo, aunque no sea tan largo como el otro.
Como un artesano aplicado, Arévalo obedeció. Preguntó al rato:
—Y esto ¿para qué es?
—No preguntes nada, si no quieres imaginar nada. Ahora clavas en la punta una madera transversal, más ancha que la parte de fierro del rastrillo.
Mientras Raúl Arévalo trabajaba, Julia revolvía entre la leña y alimentaba la caldera.
—La señora ya se bañó —dijo Arévalo.
Empuñando un trozo de leña como una maza, Julia contestó:
—No importa. No seas avaro. Ahora somos ricos. Quiero tener agua caliente. —Después de una pausa, anunció—: Por un minuto nomás te dejo. Voy a mi cuarto y vuelvo. No te escapes.
Diríase que Arévalo se aplicó a la obra con más afán aún. Su mujer volvió con un par de guantes de cuero y con un frasco de alcohol.
—¿Por qué nunca te compraste guantes? —preguntó distraídamente; dejó la botella a la entrada de la leñera, se puso los guantes y, sin esperar respuesta, continuó—: Un par de guantes, créeme, siempre es útil. ¿Ya está el rastrillo nuevo? Vamos arriba, tú llevas uno y yo el otro. Ah, me olvidaba de este pedazo de leña.
Alzó el leño que parecía una maza. Volvieron al salón. Dejaron los rastrillos contra la puerta. Detrás del mostrador, Julia recogió una bandeja de metal, una copa y una jarra. Llenó la jarra con agua.
—Por si despierta, porque a su edad tienen el sueño muy liviano (si no lo tienen pesado, como los niños), yo voy delante, con la bandeja. Cubierto por mí, tú me sigues, con esto.
Indicó el leño, sobre una mesa. Como el hombre vacilara, Julia tomó el leño y se lo dio en la mano.
—¿No valgo un esfuerzo? —preguntó sonriendo.
Lo besó en la mejilla. Arévalo aventuró:
—¿Por qué no bebemos algo?
—Yo quiero tener la cabeza despejada y tú me tienes a mí para animarte.
—Acabemos cuanto antes —pidió Arévalo.
—Hay tiempo —respondió Julia. Empezaron a subir la escalera.
—No haces crujir los escalones —dijo Arévalo—. Yo sí. ¿Por qué soy tan torpe?
—Mejor que no crujan —afirmó Julia—. Encontrarla despierta sería desagradable.
—Otro automóvil en el camino. ¿Por qué habrá tantos automóviles esta noche?
—Siempre pasa algún automóvil.
—Con tal de que pase. ¿No estará ahí?
—No, ya se fue —aseguró Julia.
—¿Y ese ruido? —preguntó Arévalo.
—Un caño.
En el pasillo de arriba Julia encendió la luz. Llegaron a la puerta del cuarto. Con extrema delicadeza Julia movió el picaporte y abrió la puerta. Arévalo tenía los ojos fijos en la nuca de su mujer, nada más que en la nuca de su mujer; de pronto ladeó la cabeza y miró el cuarto. Por la puerta así entornada la parte visible correspondía al cuarto vacío, al cuarto de siempre: las cortinas, de cretona, de la ventana, el borde, con molduras, del respaldo de los pies de la cama, el sillón provenzal. Con ademán suave y firme Julia abrió la puerta totalmente. Los ruidos, que hasta ese momento, de manera tan variada se prodigaban, al parecer habían cesado. El silencio era anómalo: se oía un reloj, pero diríase que la pobre mujer de la cama ya no respiraba. Quizá los aguardaba, los veía, contenía la respiración. De espaldas, acostada, era sorprendentemente voluminosa; una mole oscura, curva; más allá, en la penumbra, se adivinaba la cabeza y la almohada. La mujer roncó. Temiendo acaso que Arévalo se apiadara, Julia le apretó un brazo y susurró:
—Ahora.
El hombre avanzó entre la cama y la pared, el leño en alto. Con fuerza lo bajó. El golpe arrancó de la señora un quejido sordo, un desgarrado mugido de vaca. Arévalo golpeó de nuevo.
—Basta —ordenó Julia—. Voy a ver si está muerta. Encendió el velador. Arrodillada, examinó la herida, luego reclinó la cabeza contra el pecho de la señora. Se incorporó.
—Te portaste —dijo.
Apoyando las palmas en los hombros de su marido, lo miró de frente, lo atrajo a sí, apenas lo besó. Arévalo inició y reprimió un movimiento de repulsión.
—Raulito —murmuró aprobativamente Julia. Le quitó de la mano el leño.
—No tiene astillas —comentó mientras deslizaba por la corteza el dedo enguantado—. Quiero estar segura de que no quedaron astillas en la herida.
Dejó el leño en la mesa y volvió junto a la señora. Como pensando en voz alta, agregó:
—Esta herida se va a lavar.
Con un vago ademán indicó la ropa interior, doblada sobre una silla, el traje colgado de la percha.
—Dame —dijo.
Mientras vestía a la muerta, en tono indiferente indicó:
—Si te desagrada, no mires.
De un bolsillo sacó un llavero. Después la tomó debajo de los brazos y la arrastró fuera de la cama. Arévalo se adelantó para ayudar.
—Déjame a mí —lo contuvo Julia—. No la toques. No tienes guantes. No creo mucho en el cuento de las impresiones digitales, pero no quiero disgustos.
—Eres muy fuerte —dijo Arévalo.
—Pesa —contestó Julia.
En realidad, bajo el peso del cadáver los nervios de ellos dos por fin se aflojaron. Como Julia no permitió que la ayudaran, el descenso por la escalera tuvo peripecias de pantomima. Repetidamente retumbaban en los escalones los talones de la muerta.
—Parece un tambor —dijo Arévalo.
—Un tambor de circo, anunciando el salto mortal.
Julia se recostaba contra la baranda, para descansar y reír.
—Estás muy linda —dijo Arévalo.
—Un poco de seriedad —pidió ella; se cubrió la cara con las manos—. No sea que nos interrumpan.
Los ruidos reaparecieron; particularmente el del caño.
Dejaron el cadáver al pie de la escalera, en el suelo, y subieron. Tras de probar varias llaves, Julia abrió la valija. Puso las dos manos adentro, y las mostró después, cada una agarrando un sobre repleto. Los dio al marido, para que los guardara. Recogió el chambergo de la señora, la valija, el leño.
—Hay que pensar dónde esconderemos la plata —dijo—. Por un tiempo estará escondida.
Bajaron. Con ademán burlesco, Julia hundió el chambergo hasta las orejas a la muerta. Corrió al sótano, empapó el leño en alcohol, lo echó al fuego. Volvió al salón.
—Abre la puerta y asómate afuera —pidió.
Obedeció Arévalo.
—No hay nadie —dijo en un susurro.
De la mano, salieron. Era noche de luna, hacía fresco, se oía el mar. Julia entró de nuevo en la casa; volvió a salir con la valija de la señora; abrió la puerta del automóvil, un Cabriolet Packard, anticuado y enorme; echó la valija adentró. Murmuró:
—Vamos a buscar a la muerta. —En seguida levantó la voz—. Ayúdame. Estoy harta de cargar con ese fardo. Al diablo con las impresiones digitales.
Apagaron todas las luces de la hostería, cargaron con la señora, la sentaron entre ellos, en el coche, que Julia condujo. Sin encender los faros llegaron a un paraje donde el camino coincidía con el borde a pique de los acantilados, a unos doscientos metros de La Soñada. Cuando Julia detuvo el Packard, la rueda delantera izquierda pendía sobre el vacío. Abrió la portezuela a su marido y ordenó:
—Bájate.
—No creas que hay mucho lugar —protestó Arévalo, escurriéndose entre el coche y el abismo.
Ella bajó a su vez y empujó el cadáver detrás del volante. Pareció que el automóvil se deslizaba.
—¡Cuidado! —gritó Arévalo.
Cerró Julia la portezuela, se asomó al vacío, golpeó con el pie en el suelo, vio caer un terrón. En sinuosos dibujos de espuma y sombra el mar, abajo, se movía vertiginosamente.
—Todavía sube la marea —aseguró—. ¡Un empujón y estamos libres!
Se prepararon.
—Cuando diga ahora, empujamos con toda la furia —ordenó ella—. ¡Ahora!
El Packard se desbarrancó espectacularmente, con algo humano y triste en la caída, y los muchachos quedaron en el suelo, en el pasto, al borde del acantilado, uno en brazos del otro, Julia llorando como si nada fuera a consolarla, sonriendo cuando Arévalo le besaba la cara mojada. Al rato se incorporaron, se asomaron al borde.
—Ahí está —dijo Arévalo.
—Sería mejor que el mar se lo llevara, pero si no se lo lleva, no importa.
Volvieron camino. Con los rastrillos borraron las huellas del automóvil entre el patio de tierra y el pavimento. Antes de que hubieran destruido todos los rastros y puesto en perfecto orden la casa, el nuevo día los sorprendió. Arévalo dijo:
—Vamos a ver cuánta plata tenemos.
Sacaron de los sobres los billetes y los contaron.
—Doscientos siete mil pesos —anunció Julia.
Comentaron que si la mujer llevaba más de doscientos mil pesos para la seña, estaba dispuesta a pagar más de dos millones por la casa; que en los últimos años el dinero había perdido mucho valor; que esa pérdida los favorecía, porque la suma de la seña les alcanzaba a ellos para pagar la hostería y los intereses del prestamista.
Con el mejor ánimo, Julia dijo:
—Por suerte hay agua caliente. Nos bañaremos juntos y tomaremos un buen desayuno.
La verdad es que por un tiempo no estuvieron tranquilos. Julia predicaba la calma, decía que un día pasado era un día ganado. Ignoraban si el mar había arrastrado el automóvil o si lo había dejado en la playa.
—¿Quieres que vaya a ver? —preguntó Julia.
—Ni soñar —contestó Arévalo—. ¿Te das cuenta si nos ven mirando?
Con impaciencia Arévalo esperaba el paso del ómnibus que dejaba todas las tardes el diario. Al principio ni los diarios ni la radio daban noticias de la desaparición de la señora. Parecía que el episodio hubiera sido un sueño de ellos dos, los asesinos.
Una noche Arévalo preguntó a su mujer:
—¿Crees que puedo rezar? Yo quisiera rezar, pedir a un poder sobrenatural que el mar se lleve el automóvil. Estaríamos tan tranquilos. Nadie nos vincularía con esa vieja del demonio.
—No tengas miedo —contestó Julia—. Lo peor que puede pasarnos es que nos interroguen. No es terrible: toda nuestra vida feliz por un rato en la comisaría. ¿Somos tan flojos que no podemos afrontarlo? No tienen pruebas contra nosotros. ¿Cómo van a achacarnos lo que le pasó a la pobre señora?
Arévalo pensó en voz alta:
—Esa noche nos acostamos tarde. No podemos negarlo. Cualquiera que pasó, vio luz.
—Nos acostamos tarde, pero no oímos la caída del automóvil.
—No. No oímos nada. Pero ¿qué hicimos?
—Oímos la radio.
—Ni siquiera sabemos qué programas transmitieron esa noche.
—Estuvimos conversando.
—¿De qué? Si decimos la verdad, les damos el móvil. Estábamos arruinados y nos cae del cielo una vieja cargada de plata.
—Si todos los que no tienen plata salieran a matar como locos…
—Ahora no podemos pagar la deuda —dijo Arévalo.
—Y para no despertar sospechas —continuó sarcásticamente Julia— perdemos la hostería y nos vamos a Buenos Aires, a vivir en la miseria. Por nada del mundo. Si quieres, no pagamos un peso, pero yo me voy a hablar con el prestamista. De algún modo lo convenzo. Le prometo que si nos da un respiro, las cosas van a mejorar y él cobrará todo su dinero. Como sé que tengo el dinero, hablo con seguridad y lo convenzo.
La radio una mañana, y después los diarios, se ocuparon de la señora desaparecida.
—«A raíz de una conversación con el comisario Gariboto» —leyó Arévalo— «este corresponsal tiene la impresión de que obran en poder de la policía elementos de juicio que impiden descartar la posibilidad de un hecho delictuoso». ¿Ves? Empiezan con el hecho delictuoso.
—Es un accidente —afirmó Julia—. A la larga se convencerán. Ahora mismo la policía no descarta la posibilidad de que la señora esté sana y buena, extraviada quién sabe dónde. Por eso no hablan de la plata, para que a nadie se le ocurra darle un palo en la cabeza.
Era un luminoso día de mayo. Hablaban junto a la ventana, tomando sol.
—¿Qué serán los elementos de juicio? —interrogó Arévalo.
—La plata —aseguró Julia—. Nada más que la plata. Alguno habrá ido con el cuento de que la señora viajaba con una enormidad de plata en la valija.
De pronto Arévalo preguntó:
—¿Qué hay allá?
Un numeroso grupo de personas se movía en la parte del camino donde se precipitó el automóvil. Arévalo dijo:
—Lo descubrieron.
—Vamos a ver —opinó Julia—. Sería sospechoso que no tuviéramos curiosidad.
—Yo no voy —respondió Arévalo.
No pudieron ir. Todo el día en la hostería hubo clientes. Alentado, quizá, por la circunstancia. Arévalo se mostraba interesado, conversador, inquiría sobre lo ocurrido, juzgaba que en algunos puntos el camino se arrimaba demasiado al borde de los acantilados, pero reconocía que la imprudencia era, por desgracia, un mal endémico de los automovilistas. Un poco alarmada, Julia lo observaba con admiración.
A los bordes del camino se amontonaron automóviles. Luego, Arévalo y Julia creyeron ver en medio del grupo de automóviles y de gente una suerte de animal erguido, un desmesurado insecto. Era una grúa. Alguien dijo que la grúa no trabajaría hasta la mañana, porque ya no había luz. Otro intervino:
—Adentro del vehículo, un regio Packard del tiempo de la colonia, localizaron hasta dos cadáveres.
—Como dos tórtolas en el nido, irían a los besos, y de pronto ¡patapún! el Packard se propasa del borde, cae al agua.
—Lo siento —terció una voz aflautada—, pero el automóvil es Cadillac.
Un oficial de Policía, acompañado de un señor canoso, de orión encasquetado y gabardina verde, entró en La Soñada. El señor se descubrió para saludar a Julia. Mirándola corno a un cómplice, comentó:
—Trabajan ¿eh?
—La gente siempre imagina que uno gana mucho —contestó Julia—. No crea que todos los días son como hoy.
—Pero no se queja ¿no?
—No, no me quejo.
Dirigiéndose al oficial de uniforme, el señor dijo:
—Si en vez de sacrificarnos por la repartición, montáramos un barcito como éste, a nosotros también otro gallo nos cantara. Paciencia, Matorras. —Más tarde, el señor preguntó a Julia—: ¿Oyeron algo la noche del suceso?
—¿Cuándo fue el accidente? —preguntó ella.
—Ha de haber sido el viernes a la noche —dijo el policía de uniforme.
—¿El viernes a la noche? —repitió Arévalo—. Me parece que no oí nada. No recuerdo.
—Yo tampoco —añadió Julia.
En tono de excusa, el señor de gabardina, anunció:
—Dentro de unos días tal vez los molestemos, para una declaración en la oficina de Miramar.
—Mientras tanto ¿nos manda un vigilante para atender el mostrador? —preguntó Julia. El señor sonrió.
—Sería una verdadera imprudencia —dijo—. Con el sueldo que paga la repartición nadie para la olla.
Esa noche Arévalo y Julia durmieron mal. En cama conversaron de la visita de los policías; de la conducta a seguir en el interrogatorio, si los llamaban; del automóvil con el cadáver, que aún estaba al pie del acantilado. A la madrugada Arévalo habló de un vendaval y tormenta que ya no oían, de las olas que arrastraron el automóvil mar adentro. Antes de acabar la frase comprendió que había dormido y soñado. Ambos rieron.
La grúa, a la mañana, levantó el automóvil con la muerta. Un parroquiano que pidió anís del Mono, anunció:
—La van a traer aquí.
Todo el tiempo la esperaron, hasta que supieron que la habían llevado a Miramar en una ambulancia.
—Con los modernos gabinetes de investigación —opinó Arévalo— averiguarán que los golpes de la vieja no fueron contra los fierros del automóvil.
—¿Crees en esas cosas? —preguntó Julia—. El moderno gabinete ha de ser un cuartucho, con un calentador Primus, donde un empleado toma mate. Vamos a ver qué averiguan cuando les presenten la vieja con su buen sancocho en agua de mar.
Transcurrió una semana, de bastante animación en la hostería. Algunos de los que acudieron la tarde en que se descubrió el automóvil, volvieron en familia, con niños, o de a dos, en parejas. Julia observó:
—¿Ves que yo tenía razón? La Soñada es un lugar extraordinario. Era una injusticia que nadie viniera. Ahora la conocen y vuelven. Nos va a llegar toda la suerte junta.
Llegó la citación de la Brigada de Investigaciones.
—Que me vengan a buscar con los milicos —Arévalo protestó.
El día fijado se presentaron puntualmente. Primero Julia pasó a declarar. Cuando le tocó su turno, Arévalo estaba un poco nervioso. Detrás de un escritorio lo esperaba el señor de las canas y la gabardina, que los visitó en La Soñada; ahora no tenía gabardina y sonreía con afabilidad. En dos o tres ocasiones Arévalo llevó el pañuelo a los ojos, porque le lloraban. Hacia el final del interrogatorio, se encontró cómodo y seguro, como en una reunión de amigos, pensó (aunque después lo negara) que el señor de la gabardina era todo un caballero. El señor dijo por fin:
—Muchas gracias. Puede retirarse. Lo felicito —y tras una pausa, agregó en tono probablemente desdeñoso— por la señora.
De vuelta en la hostería, mientras Julia cocinaba, Arévalo ponía la mesa.
—Qué compadres inmundos —comentó él—. Disponen de toda la fuerza del gobierno y sueltos de cuerpo lo apabullan al que tiene el infortunio de comparecer. Uno aguanta los insultos con tal de respirar el aire de afuera, no vaya a dar pie a que le apliquen la picana, lo hagan cantar y lo dejen que se pudra adentro. Palabra que si me garanten la impunidad, despacho al de la gabardina.
—Hablas como un tigre cebado —dijo riendo Julia—. Ya pasó.
—Ya pasó el mal momento. Quién sabe cuántos parecidos o peores nos reserva el futuro.
—No creo. Antes de lo que supones, el asunto quedará olvidado.
—Ojalá que pronto quede olvidado. A veces me pregunto si no tendrán razón los que dicen que todo se paga.
—¿Todo se paga? Qué tontería. Si no cavilas, todo se arreglará —aseguró Julia.
Hubo otra citación, otro diálogo con el señor de la gabardina, cumplido sin dificultad y seguido de alivio. Pasaron meses. Arévalo no podía creerlo, tenía razón Julia, el crimen de la señora parecía olvidado. Prudentemente, pidiendo plazos y nuevos plazos, como si estuvieran cortos de dinero, pagaron la deuda. En primavera compraron un viejo sedan Pierce-Arrow. Aunque el carromato gastaba mucha nafta —por eso lo pagaron con pocos pesos— tomaron la costumbre de ir casi diariamente a Miramar, a buscar las provisiones o con otro pretexto. Durante la temporada de verano, partían a eso de las nueve de la mañana y a las diez ya estaban de vuelta, pero en abril, cansados de esperar clientes, también salían a la tarde. Les agradaba el paseo por el camino de la costa.
Una tarde, en el trayecto de vuelta, vieron por primera vez al hombrecito. Hablando del mar y de la fascinación de mirarlo, iban alegres, abstraídos, como dos enamorados, y de improvisto vieron en otro automóvil al hombrecito que los seguía. Porque reclamaba atención —con un designio oscuro— el intruso los molestó. Arévalo, en el espejo, lo había descubierto: con la expresión un poco impávida, con la cara de hombrecito formal, que pronto aborrecería demasiado; con los paragolpes de su Opel casi tocando el Pierce-Arrow. Al principio lo creyó uno de esos imprudentes que nunca aprenden a manejar. Para evitar que en la primera frenada se le viniera encima, sacó la mano, con repetidos ademanes dio paso, aminoró la marcha; pero también el hombrecito aminoró la marcha y se mantuvo atrás. Arévalo procuró alejarse. Trémulo, el Pierce-Arrow alcanzó una velocidad de cien kilómetros por hora; como el perseguidor disponía de un automovilito moderno, a cien kilómetros por hora siguió igualmente cerca. Arévalo exclamó furioso:
—¿Qué quiere el degenerado? ¿Por qué no nos deja tranquilos? ¿Me bajo y le rompo el alma?
—Nosotros —indicó Julia— no queremos trifulcas que acaben en la comisaría.
Tan olvidado estaba el episodio de la señora, que por poco Arévalo no dice ¿por qué?
En un momento en que hubo más automóviles en la ruta, hábilmente manejado el Pierce-Arrow se abrió paso y se perdió del inexplicable seguidor. Cuando llegaron a La Soñada habían recuperado el buen ánimo: Julia ponderaba la destreza de Arévalo, éste el poder del viejo automóvil.
El encuentro del camino fue recordado, en cama, a la noche; Arévalo preguntó qué se propondría el hombrecito.
—A lo mejor —explicó Julia— a nosotros nos pareció que nos perseguía, pero era un buen señor distraído, paseando en el mejor de los mundos.
—No —replicó Arévalo—. Era de la policía o era un degenerado. O algo peor.
—Espero —dijo Julia— que no te pongas a pensar ahora que todo se paga, que ese hombrecito ridículo es una fatalidad, un demonio que nos persigue por lo que hicimos.
Arévalo miraba inexpresivamente y no contestaba. Su mujer comentó:
—¡Cómo te conozco!
Él siguió callado, hasta que dijo en tono de ruego:
—Tenemos que irnos, Julia, ¿no comprendes? Aquí van a atraparnos. No nos quedemos hasta que nos atrapen —la miró ansiosamente—. Hoy es el hombrecito, mañana surgirá algún otro. ¿No comprendes? Habrá siempre un perseguidor, hasta que perdamos la cabeza, hasta que nos entreguemos. Huyamos. A lo mejor todavía hay tiempo.
Julia, dijo:
—Cuánta estupidez.
Le dio la espalda, apagó el velador, se echó a dormir.
La tarde siguiente, cuando salieron en automóvil, no encontraron al hombrecito; pero la otra tarde, sí. Al emprender el camino de vuelta, por el espejo lo vio Arévalo. Quiso dejarlo atrás, lanzó a toda velocidad el Pierce-Arrow; con mortificación advirtió que el hombrecito no perdía distancia, se mantenía ahí cerca, invariablemente cerca. Arévalo disminuyó la marcha, casi la detuvo, agitó un brazo, mientras gritaba:
—¡Pase, pase!
El hombrecito no tuvo más remedio que obedecer. En uno de los parajes donde el camino se arrima al borde del acantilado, los pasó. Lo miraron: era calvo, llevaba graves anteojos de carey, tenía las orejas en abanico y un bigotito correcto. Los faros del Pierce-Arrow le iluminaron la calva, las orejas.
—¿No le darías un palo en la cabeza? —preguntó Julia, riendo.
—¿Puedes ver el espejo de su coche? —preguntó Arévalo—. Sin disimulo nos espía el cretino.
Empezó entonces una persecución al revés. El perseguidor iba adelante, aceleraba o disminuía la marcha, según ellos aceleraran o disminuyeran la del Pierce-Arrow.
—¿Qué se propone? —con desesperación mal contenida preguntó Arévalo.
—Paremos —contestó Julia—. Tendrá que irse. Arévalo gritó:
—No faltaría más. ¿Por qué vamos a parar?
—Para librarnos de él.
—Así no vamos a librarnos de él.
—Paremos —insistió Julia.
Arévalo detuvo el automóvil. Pocos metros delante, el hombrecito detuvo el suyo. Con la voz quebrada, gritó Arévalo:
—Voy a romperle el alma.
—No bajes —pidió Julia.
Él bajó y corrió, pero el perseguidor puso en marcha su automóvil, se alejó sin prisa, desapareció tras un codo del camino.
—Ahora hay que darle tiempo para que se vaya —dijo Julia.
—No se va a ir —dijo Arévalo, subiendo al coche.
—Escapemos por el otro lado.
—¿Escaparnos? De ninguna manera.
—Por favor —pidió Julia— esperemos diez minutos. Él mostró el reloj. No hablaron. No habían pasado cinco minutos cuando dijo Arévalo:
—Basta. Te juro que nos está esperando al otro lado del recodo.
Tenía razón: al doblar el recodo divisaron el coche detenido. Arévalo aceleró furiosamente.
—No seas loco —murmuró Julia.
Como si del miedo de Julia arrancara orgullo y coraje aceleró más. Por velozmente que partiera el Opel no tardarían en alcanzarlo. La ventaja que le llevaban era grande: corrían a más de cien kilómetros. Con exaltación gritó Arévalo:
—Ahora nosotros perseguimos.
Lo alcanzaron en otro de los parajes donde el camino se arrima al borde del acantilado: justamente donde ellos mismos habían desbarrancado, pocos meses antes, el coche con la señora. Arévalo, en vez de pasar por la izquierda, se acercó al Opel por la derecha; el hombrecito desvió hacia la izquierda, hacia el lado del mar; Arévalo siguió persiguiendo por la derecha, empujando casi el otro coche fuera del camino. Al principio pareció que aquella lucha de voluntades podría ser larga, pero pronto el hombrecito se asustó, cedió, desvió más y Julia y Arévalo vieron el Opel saltar el borde del acantilado y caer al vacío.
—No pares —ordenó Julia—. No deben sorprendernos aquí.
—¿Y no averiguar si murió? ¿Preguntarme toda la noche si no vendrá mañana a acusarnos?
—Lo eliminaste —contestó Julia—. Te diste el gusto. Ahora no pienses más. No tengas miedo. Si aparece, ya veremos. Caramba, finalmente sabremos perder.
—No voy a pensar más —dijo Arévalo.
El primer asesinato —porque mataron por lucro, o porque la muerta confió en ellos, o porque los llamó la policía, o porque era el primero— los dejó atribulados. Ahora tenían uno nuevo para olvidar el anterior, y ahora hubo provocación inexplicable, un odioso perseguidor que ponía en peligro la dicha todavía no plenamente recuperada… Después de este segundo asesinato vivieron felices.
Unos días vivieron felices, hasta el lunes en que apareció, a la hora de la siesta, el parroquiano gordo. Era extraordinariamente voluminoso, de una gordura floja, que amenazaba con derramarse y caerse; tenía los ojos difusos, la tez pálida, la papada descomunal. La silla, la mesa, el cafecito y la caña quemada que pidió, parecían minúsculos. Arévalo comentó:
—Yo lo he visto en alguna parte. No sé dónde.
—Si lo hubieras visto, sabrías dónde. De un hombre así nada se olvida —contestó Julia.
—No se va más —dijo Arévalo.
—Que no se vaya. Si paga, que se quede el día entero. Se quedó el día entero. Al otro día volvió. Ocupó la misma mesa, pidió caña quemada y café.
—¿Ves? —preguntó Arévalo.
—¿Qué? —preguntó Julia.
—Es el nuevo hombrecito.
—Con la diferencia… —contestó Julia, y rió.
—No sé cómo ríes —dijo Arévalo—. Yo no aguanto. Si es policía, mejor saberlo. Si dejamos que venga todas las tardes y que se pase las horas ahí, callado, mirándonos, vamos a acabar con los nervios rotos, y no va a tener más que abrir la trampa y caeremos adentro. Yo no quiero noches en vela, preguntándome qué se propone este nuevo individuo. Yo te dije: siempre habrá uno…
—A lo mejor no se propone nada. Es un gordo triste… —opinó Julia—. Yo creo que lo mejor es dejar que se pudra en su propia salsa. Ganarle en su propio juego. Si quiere venir todos los días, que venga, pague y listo.
—Será lo mejor —replicó Arévalo—, pero en ese juego gana el de más aguante, y yo no doy más.
Llegó la noche. El gordo no se iba. Julia trajo la comida, para ella y para Arévalo. Comieron en el mostrador.
—¿El señor no va a comer? —con la boca llena, Julia preguntó al gordo.
Éste respondió:
—No, gracias.
—Si por lo menos te fueras —mirándolo, Arévalo suspiró.
—¿Le hablo? —inquirió Julia—. ¿Le tiro la lengua?
—Lo malo —repuso Arévalo— es que tal vez no te da conversación, te contesta sí, sí, no, no.
Dio conversación. Habló del tiempo, demasiado seco para el campo, y de la gente y de sus gustos inexplicables.
—¿Cómo no han descubierto esta hostería? Es el lugar más lindo de la costa —dijo.
—Bueno —respondió Arévalo, que desde el mostrador estaba oyendo—, si le gusta la hostería es un amigo. Pida lo que quiera el señor: paga la casa.
—Ya que insisten —dijo el gordo— tomaré otra caña quemada.
Después pidió otra. Hacía lo que ellos querían. Jugaban al gato y al ratón. Como si la caña dulce le soltara la lengua, el gordo habló:
—Un lugar tan lindo y las cosas feas que pasan. Una picardía. Mirando a Julia, Arévalo se encogió de hombros resignadamente.
—¿Cosas feas? —Julia preguntó enojada.
—Aquí no digo —reconoció el gordo— pero cerca. En los acantilados. Primero un automóvil, después otro, en el mismo punto, caen al mar, vean ustedes. Por entera casualidad nos enteramos.
—¿De qué? —preguntó Julia.
—¿Quiénes? —preguntó Arévalo.
—Nosotros —dijo el gordo—. Vean ustedes, el señor ese del Opel que se desbarrancó, Trejo de nombre, tuvo una desgracia, años atrás. Una hija suya, una señorita, se ahogó cuando se bañaba en una de las playas de por aquí. Se la llevó el mar y no la devolvió nunca. El hombre era viudo; sin la hija se encontró solo en el mundo. Vino a vivir junto al mar, cerca del paraje donde perdió a la hija, porque le pareció —medio trastornado quedaría, lo entiendo perfectamente— que así estaba más cerca de ella. Este señor Trejo —quizás ustedes lo hayan visto: un señor de baja estatura, delgado, calvo, con bigotito bien recortado y anteojos— era un pan de Dios, pero vivía retraído en su desgracia, no veía a nadie, salvo al doctor Laborde, su vecino, que en alguna ocasión lo atendió y desde entonces lo visitaba todas las noches, después de comer. Los amigos bebían el café, hablaban un rato y disputaban una partida de ajedrez. Noche a noche igual. Ustedes, con todo para ser felices, me dirán qué programa. Las costumbres de los otros parecen una desolación, pero, vean ustedes, ayudan a la gente a llevar su vidita. Pues bien, una noche, últimamente, el señor Trejo, el del Opel, jugó muy mal su partida de ajedrez.
El gordo calló, como si hubiera comunicado un hecho interesante y significativo. Después preguntó:
—¿Saben por qué? Julia contestó con rabia:
—No soy adivina.
—Porque a la tarde, en el camino de la costa, el señor Trejo vio a su hija. Tal vez porque nunca la vio muerta, pudo creer entonces que estaba viva y que era ella. Por lo menos, tuvo la ilusión de verla. Una ilusión que no lo engañaba del todo, pero que ejercía en él una auténtica fascinación. Mientras creía ver a su hija, sabía que era mejor no acercarse a hablarle. No quería, el pobre señor Trejo, que la ilusión se desvaneciera. Su amigo, el doctor Laborde, lo retó esa noche. Le dijo que parecía mentira, que él, Trejo, un hombre culto, se hubiera portado como un niño, hubiera jugado con sentimientos profundos y sagrados, lo que estaba mal y era peligroso. Trejo dio la razón a su amigo, pero arguyó que si al principio él había jugado, quien después jugó era algo que estaba por encima de él, algo más grande y de otra naturaleza, probablemente el destino. Pues ocurrió un hecho increíble: la muchacha que él tomó por su hija —vean ustedes, iba en un viejo automóvil, manejado por un joven— trató de huir. «Esos jóvenes», dijo el señor Trejo, «reaccionaron de un modo injustificable si eran simples desconocidos. En cuanto me vieron, huyeron, como si ella fuera mi hija y por un motivo misterioso quisiera ocultarse de mí. Sentí como si de pronto se abriera el piso a mis pies, como si este mundo natural se volviera sobrenatural, y repetí mentalmente: No puede ser, no puede ser». Entendiendo que no obraba bien, procuró alcanzarlos. Los muchachos de nuevo huyeron.
El gordo, sin pestañear, los miró con sus ojos lacrimosos. Después de una pausa continuó:
—El doctor Laborde le dijo que no podía molestar a desconocidos. «Espero», le repitió, «que si encuentras a los muchachos otra vez, te abstendrás de seguirlos y molestarlos». El señor Trejo no contestó.
—No era malo el consejo de Laborde —declaró Julia—. No hay que molestar a la gente. ¿Por qué usted nos cuenta todo esto?
—La pregunta es oportuna —afirmó el gordo—: atañe el fondo de nuestra cuestión. Porque dentro de cada cual el pensamiento trabaja en secreto, no sabemos quién es la persona que está a nuestro lado. En cuanto a nosotros mismos, nos imaginamos transparentes; no lo somos. Lo que sabe de nosotros el prójimo, lo sabe por una interpretación de signos; procede como los augures que estudiaban las entrañas de animales muertos o el vuelo de los pájaros. El sistema es imperfecto y trae toda clase de equivocaciones. Por ejemplo, el señor Trejo supuso que los muchachos huían de él, porque ella era su hija; ellos tendrían quién sabe qué culpa y le atribuirían al pobre señor Trejo quién sabe qué propósitos. Para mí, hubo corridas en la ruta, cuando se produjo el accidente en que murió Trejo. Meses antes, en el mismo lugar, en un accidente parecido, perdió la vida una señora. Ahora nos visitó Laborde y nos contó la historia de su amigo. A mí se me ocurrió vincular un accidente, digamos un hecho, con otro. Señor: a usted lo vi en la Brigada de Investigaciones, la otra vez, cuando lo llamamos a declarar; pero usted entonces también estaba nervioso y quizá no recuerde. Como apreciarán, pongo las cartas sobre la mesa.
Miró el reloj y puso las manos sobre la mesa.
—Aunque debo irme, el tiempo me sobra, de modo que volveré mañana. —Señalando la copa y la taza, agregó—: ¿Cuánto es esto?
El gordo se incorporó, saludó gravemente y se fue. Arévalo habló como para sí:
—¿Qué te parece?
—Que no tiene pruebas —respondió Julia—. Si tuviera pruebas, por más que le sobre tiempo, nos hubiera arrestado.
—No te apures, nos va a arrestar —dijo Arévalo cansadamente—. El gordo trabaja sobre seguro: en cuanto investigue nuestra situación de dinero, antes y después de la muerte de la vieja, tiene la clave.
—Pero no pruebas —insistió Julia.
—¿Qué importan las pruebas? Estaremos nosotros, con nuestra culpa. ¿Por qué no ves las cosas de frente, Julita? Nos acorralaron.
—Escapemos —pidió Julia.
—Ya es tarde. Nos perseguirán, nos alcanzarán.
—Pelearemos juntos.
—Separados, Julia; cada uno en su calabozo. No hay salida, a menos que nos matemos.
—¿Que nos matemos?
—Hay que saber perder: tú lo dijiste. Juntos, sin toda esa pesadilla y ese cansancio.
—Mañana hablaremos. Ahora tienes que descansar.
—Los dos tenemos que descansar.
—Vamos.
—Sube. Yo voy dentro de un rato.
Julia obedeció.
Raúl Arévalo cerró las ventanas y las persianas, ajustó los pasadores, uno por uno, cerró las dos hojas de la puerta de entrada, ajustó el pasador, giró la llave, colocó la pesada tranca de hierro.
Published on July 30, 2014 17:34
July 22, 2014
Presentación de"Niños Trites" de Gabriel Rodríguez

El día de mañana, miércoles 23 de julio a las 19:00 hrs, tendré el honor de presentar Niños tristes, Premio Nacional de Narrativa María Luisa Puga 2010 y publicado por el Fondo Editorial Tierra Adentro en 2013, de Gabriel Rodríguez Liceaga en Casa Refugio Citlaltépetl.
Todos los niños tristes quedan cordialmente invitados.
Published on July 22, 2014 08:19
July 20, 2014
Dorada – David Miklos

Dorada (Tusquets, 2014) es una novela corta de David Miklos (escritor de origen texano, 1970) que narra el viaje de D. a la ciudad hedonista de La Dorada, buscando a una mujer que sólo conoce por fotografías y cartas.
Narrada en primera persona, esta novela está conformada por dos partes: Adentro y Afuera, títulos que remiten a los ciclos de la vida, al acto sexual y dos hechos que por sí mismos se contraponen pero que se complementan y esclarecen formando, desde su propia perspectiva, la totalidad.
En un mundo capitalista, donde cualquier necesidad puede ser satisfecha con el poder adquisitivo suficiente, las distancias se reducen a horas de vuelo y no hay razón alguna para postergar el encuentro más íntimo que dos individuos pueden tener, para lograr consumar un deseo que ha nacido a través de la mirada, por fotografías, y que presagia una satisfacción insospechada.
Pero no hay que perder de vista que, en ocasiones, la imaginación es mucho mejor que la realidad, pues a pesar de que en ella también abunden la mentira y el engaño, nos mantiene siempre al margen de cualquier amenaza secundaria.
En la privacidad de las fantasías no hay lugar para el error, y los problemas de D. comienzan precisamente donde su fantasía termina: Dorada es una alucinación erótica repleta de duplicidades que se contraponen, de situaciones eróticas interrumpidas repentinamente, pero también de tensión y excitación sexual que encuentra una fuga oportuna. Es una lectura de percepciones y sensaciones, de sentimientos.
Dorada, más allá del sexo duro y descarnado prometido en la contraportada, es una sociedad atrapada en la dualidad del placer y el castigo: los cuerpos perfectos y sugerentes de sus habitantes seducen e incitan al placer, pero es un placer acompañado de dolor y temor oculto, que surge cuando la presa ha sido cazada.
En Aguafuerte, el protagonista conoce a veintidós mujeres y a su padre: Son veintidós, aunque reunidas parezcan más de cincuenta. Estas mujeres son, quizá por la idea de la fecundación a la que son destinadas, una metáfora de las letras del alfabeto hebreo: el protagonista engendra arte a través de los símbolos entrelazados y sus frutos, esparce la semilla del ingenio en estas letras-mujeres, en lo femenino, para permanecer en la posteridad.
En Dorada no existen los nombres, existen las características de las que surgen los adjetivos que denominan y ordenan su mundo, sus iniciales. Dorada: un pronombre compartido por seres humanos, ciudades, lugares, deseos y placeres, perversidad y sexo.
Realidad y fantasía onírica crean esa atmósfera singular que sugiere a las de ciertas películas de culto o de cine independiente donde las particularidades, por mínimas que sean, son llaves fundamentales en la totalidad de la representación.
La desnudes, el deseo, los lugares y cuerpos ajenos, los pensamientos condensados, las imágenes diáfanas, pasado y futuro condensados en el presente (el primero formado por evocaciones y el segundo unido a profecías delirantes).
En esta entrevista, una de las respuestas del autor da la pieza clave sobre el placer visual que nos otorga en Dorada:
Escribimos porque buscamos algo. En mi caso, una voz. El encuentro con una voz. Escribimos para domeñar dicha voz. Y ya luego, domesticada la voz, viene el placer puro y duro de la escritura. Hoy, lo sé, escribir es un goce.
Y leerlo e imaginar a la Dorada y a D. en cuerpos extraños y ajenos, pero cercanos, es por completo un placer.
Pueden comprar este libro en Gandhi (aquí pueden ver todas las obras de este autor en dicha librería), El Sótano (también en versión ebook ), y El Péndulo.
Estas son algunas de las frases memorables de la novela:
“(…) las comisuras de mi boca apuntan hacia abajo o así las siento, vencidas por la gravedad.” P. 18
“Siempre podremos comenzar de nuevo (…)” P. 51
“(…) se lleva al hombre al ascensor, lo arrastra como si fuera una presa abatida, un pedazo de carne inerte o un animal recién sacrificado, abierto en canal.” P.65
“Pinté el cuadro por accidente.Luego por acumulación y superposición de trazos y planos.Esa misma imagen, que ahora descubro ajena, la repetí, incansable, sobre el mismo lienzo.No recuerdo cuántos tubos de óleo blanco, negro y marrón utilicé; del verde abrí sólo uno, para retocar la versión final del cuadro.” P. 78 –Como una especie de bella alegoría a la creación literaria–.
“(…) envejece de pronto, su piel palidece.” P. 103
“De repente, entiendo que no debo hacerle más preguntas, el cuerpo de U. es todo joroba, el viejo arrastra los pies, como si cargara a cuestas un cansancio o un pasado inmenso, inabarcable.” 103
Published on July 20, 2014 12:36
June 30, 2014
El Pato y la Muerte - Wolf Erlbruch

El Pato y la Muerte (Duck, Death and the Tulip, 2008) de Wolf Erlbruch (escritor e ilustrador alemán de libros infantiles, 1949) es una bella historia de la fugaz amistad entre un pato y la muerte.
Erlbruch es conocido por su toque particular para crear relatos infantiles lúgubres, pues trata temas que generalmente son eludidos en este tipo de literatura (característica que me recuerda al fantástico Edward Gorey). En esta obra, trata un tema delicado y al que pocos adultos saben cómo reaccionar frente a un niño cuando éste los cuestiona al respecto, pues pronunciar la palabra es tan intempestivo como el hecho que representa.
A través de hermosas ilustraciones hechas por el mismo autor, Erlbruch simboliza, de manera encantadora y con un toque siniestro, el suceso ineludible para todo ser vivo: la muerte. Después de algunos días extraños, Pato descubre qué (o mejor dicho, quién) era lo que lo inquietaba... Muerte. Tras un pequeño sobresalto de Pato, Muerte se presenta ante él y, por un corto tiempo, entablan conversaciones inocentes que reflejan el pensamiento ingenuo de Pato y los argumentos reveladores de Muerte.
El cuento (que, no por ser infantil es específicamente para niños) vuelve palpable, físico, un terror natural, un hecho impostergable. El autor materializa a la muerte, esa tétrica calavera con la que diversas culturas se han identificado y desarrollado durante siglos, con un personaje amistoso que lleva un lindo vestido y zapatillas, de osamenta impoluta y carácter bondadoso, incluso cariñoso.

La ofrenda de la muerte para el pato, un tulipán violáceo, puede remitir a un significado profundo y por completo simbólico, pues su color es la unión de dos tonalidades: el tulipán rojo simboliza el amor eterno y el negro sufrimiento abismal. Y son precisamente esos dos sentimientos los que ponderan en el corazón de quien sufre una pérdida de un ser cercano y querido.
La muerte, sutil como una sombra que persigue y espera siempre junto al cuerpo vivo, que lo vigila y está atenta. La muerte, sonriente en la espera eterna, siempre paciente, comprensiva y meditabunda, la que sólo nos visita cuando la vida se ha encargado de terminar con nosotros.

Este cuento inspiró una versión para teatro, bajo la dirección de Haydeé Boetto, que se presentó como Pato, Muerte y Tulipán en 2012 en Bellas Artes, y que también representaron en diversas ocasiones a principios de este año. Quedo a la espera de la siguiente temporada para poder acudir.
Encontré esta fiel versión animada del cuento en alemán y con subtítulos en español:
Y también esta versión del audiolibro en español:
Pueden adquirir esta joya en El Sótanoo El Péndulo (de éste último coloco el enlace a todos los libros del autor en dicha librería).
Published on June 30, 2014 21:22
El pato, la Muerte y el Tulipán - Wolf Erlbruch

El pato, la Muerte y el Tulipán (Duck, Death and the Tulip, 2008) de Wolf Erlbruch (escritor e ilustrador alemán de libros infantiles, 1949) es una bella historia de la fugaz amistad entre un pato y la muerte.
Erlbruch es conocido por su toque particular para crear relatos infantiles lúgubres, pues trata temas que generalmente son eludidos en este tipo de literatura (característica que me recuerda al fantástico Edward Gorey). En esta obra, trata un tema delicado y al que pocos adultos saben cómo reaccionar frente a un niño cuando éste los cuestiona al respecto, pues pronunciar la palabra es tan intempestivo como el hecho que representa.
A través de hermosas ilustraciones hechas por el mismo autor, Erlbruch simboliza, de manera encantadora y con un toque siniestro, el suceso ineludible para todo ser vivo: la muerte. Después de algunos días extraños, Pato descubre qué (o mejor dicho, quién) era lo que lo inquietaba... Muerte. Tras un pequeño sobresalto de Pato, Muerte se presenta ante él y, por un corto tiempo, entablan conversaciones inocentes que reflejan el pensamiento ingenuo de Pato y los argumentos reveladores de Muerte.
El cuento (que, no por ser infantil es específicamente para niños) vuelve palpable, físico, un terror natural, un hecho impostergable. El autor materializa a la muerte, esa tétrica calavera con la que diversas culturas se han identificado y desarrollado durante siglos, con un personaje amistoso que lleva un lindo vestido y zapatillas, de osamenta impoluta y carácter bondadoso, incluso cariñoso.

La ofrenda de la muerte para el pato, un tulipán violáceo, puede remitir a un significado profundo y por completo simbólico, pues su color es la unión de dos tonalidades: el tulipán rojo simboliza el amor eterno y el negro sufrimiento abismal. Y son precisamente esos dos sentimientos los que ponderan en el corazón de quien sufre una pérdida de un ser cercano y querido.
La muerte, sutil como una sombra que persigue y espera siempre junto al cuerpo vivo, que lo vigila y está atenta. La muerte, sonriente en la espera eterna, siempre paciente, comprensiva y meditabunda, la que sólo nos visita cuando la vida se ha encargado de terminar con nosotros.

Este cuento inspiró una versión para teatro, bajo la dirección de Haydeé Boetto, que se presentó como Pato, Muerte y Tulipán en 2012 en Bellas Artes, y que también representaron en diversas ocasiones a principios de este año. Quedo a la espera de la siguiente temporada para poder acudir.
Encontré esta fiel versión animada del cuento en alemán y con subtítulos en español:
Y también esta versión del audiolibro en español:
Pueden adquirir esta joya en El Sótanoo El Péndulo (de éste último coloco el enlace a todos los libros del autor en dicha librería).
Published on June 30, 2014 21:22
June 29, 2014
El psicoanalista – John Katzenbach

El psicoanalista(The analyst, 2002 – Ediciones B, 2011) de John Katzenbach (escritor estadounidense, 1950) es una novela de suspenso -thrillerpsicológico- publicado en varios países latinoamericanos un año después de su salida en Estados Unidos y se convirtió rápidamente en un Best seller.
Había escuchado sobre este libro en reiteradas ocasiones y por cuestiones de tiempo no había tenido oportunidad de leerlo, pero gracias a que fue un regalo de cumpleaños hace unos meses, no postergué más la lectura... aunque también la había pospuesto por el hecho de ser un best seller, que crea cierta incertidumbre sobre su valor literario. Un pequeño inconveniente es que, en su versión “de bolsillo”, el libro pasa de las quinientas páginas, por lo que su traslado (en caso de que lleven sus lecturas a todos lados, como yo) es un poco incómodo.
En esta obra, Katzenbach da muestra de su vasta formación judicial, amplio bagaje cultural y su desarrollo como escritor desde la aparición de su primera obra (1982) y sus ocho libros publicados posteriormente. En El psicoanalistaabundan las referencias artísticas y culturales (literarias, musicales y demás, incluso bíblicas) insertadas como pequeños guiños del autor para la perspicacia de cualquier lector perceptivo.
La novela consta de tres partes y treinta y seis capítulos: Una carta amenazadora, El hombre que nunca existió y Hasta los malos poetas aman la muerte. Está narrada en tercera persona y el protagonista es precisamente un psicoanalista estadounidense, Frederick Starks (imposible no pensar en la Casa Stark de Juego de tronos), que se enfrenta a una situación por completo inusual en su cumpleaños número cincuenta y tres: recibe una carta donde le informan que cuenta con quince días para resolver un enigma del cual dependen su vida o la de alguno de sus familiares lejanos. Esta carta-amenaza está firmada sólo con un nombre: RUMPLESTILTSKIN (sí, con mayúsuclas).
Así inicia la intrincada trama de la historia, en la que el doctor Starks se verá obligado a cambiar por completo su apacible y monótona rutina de vida, su tradicional razonamiento e incluso su personalidad disciplinada. Al iniciar la novela, el protagonista vive en Nueva York, tiene una consulta privada en el mismo piso donde vive y del que es dueño, tiene una casa de veraneo para el mes que se da de vacaciones anualmente y diversas cuentas bancarias, hecho que, como el mismo describe, no lo sitúa entre los psicoanalistas más acaudalados del país pero sí en cierta zona de confort.
La figura estereotipo del doctor Starks tiene orígenes reales, pues el psicoanálisis estuvo en boga en Nueva York por más de cinco décadas a partir de la difusión del trabajo del padre del psicoanálisis (de origen judío) Sigmund Freud, creador de la terapia que en aquel entonces era exclusiva para neuróticos acaudalados.
En la primera parte (y la más extensa), se desvelan algunas situaciones y sucesos atroces que van uniendo eslabones al desarrollo de la historia, y, a pesar de la aparición de ciertos acontecimientos impactantes, la historia avanza a una velocidad relativamente lenta, cuestión que cambia poco antes de finalizar. La segunda parte inicia con una incógnita total, se desarrolla a paso constante y los acontecimientos desconcertantes siguen siendo un recurso frecuente, característico del autor; es la parte más breve de la obra y en ocasiones predecible, pero sigue manteniendo la tensión característica de la novela. Muestra también a un protagonista por completo transformado por las circunstancias a las que se ve orillado, dueño de un pensamiento mucho más crítico y seguro de sí mismo. En la última y tercer parte se definen aspectos fundamentales de la trama y muestran a un doctor Stark sumamente diferente: a lo largo de las páginas somos testigos de un cambio dramático y radical de la personalidad de un individuo ordinario y el resultado es indudablemente fascinante.
Regresando un poco, una característica muy importante del personaje de Rumplestilskin, que finalmente es quien inicia la odisea del doctor Starks, es que al igual que el proverbio utilizado por Pierre Choderlos de Laclos en su novela Las amistades peligrosas(Les Liaisons dangereuses, 1782), él también piensa que "la venganza es un plato que se sirve frío." De ahí que pudiera esperar más de dos décadas para cumplir su cometido y así lograr tomar represalias contra todas las personas involucradas en el hecho que marcó para siempre su existencia. Rumplestiltskin espera en el anonimato, preparándose en las sombras, por el momento perfecto para resarcir el daño del que (indirectamente) fue víctima. Y esto puede ser tan abrumador como lo aparenta, pues es lógico que quien espera más de veinte años para "ajustar cuentas" tiene en su poder todo lo necesario para conseguirlo.
El desarrollo psicológico de los personajes es muy profundo y desde el inicio de la novela abundan diálogos filosóficos que incluyen claves para comprender a las diversas personalidades que confluyen en la obra.
La novela culmina en un final abierto que anuncia una catástrofe latente, lo que puede predecir un segundo tomo. Desde las primeras páginas, las descripciones realistas y profundas forman imágenes vívidas en la mente del lector, por lo que sería un gran acierto la aparición de la versión cinematográfica de esta novela.
Pueden comprar el libro en Gandhi y El sótano.
Para finalizar, transcribo algunas de las mejores frases de la obra:
“(...) vivía solo, perseguido por los recuerdos de otras personas.” P. 15
“Suicídese, doctor.Tírese de un puente. Vuélese la tapa de los sesos con una pistola. Arrójese bajo un autobús. Láncese a las vías del metro. Abra el gas de la estufa. Encuentre una buena viga y ahórquese. Puede elegir el método que quiera. Pero es su mejor oportunidad.” P. 18
“(...) el analista suele encontrarse con que guardar silencio y no contestar al comportamiento provocador y escandaloso de un paciente es la forma más inteligente de llegar a las verdad psicológica de esos actos.” P. 21
“Tememos que nos maten. Pero es mucho peor que nos destruyan.” P. 35
“(...) a menudo, lo que nos amenaza de verdad y cuesta más de combatir es algo que procede de nuestro interior.” P. 35
“(...) había ignorado el caos que era en realidad su vida hasta que algo grande y perjudicial había irrumpido en ella (...)” P. 37
“Los sueños eran acertijos inconscientes e importantes que reflejaban el alma. Lo sabía, y solían ser vías que le gustaba recorrer.” P. 40
“(...) conocer los hechos no implica necesariamente comprenderlos.” P. 41
“¿No estás de acuerdo en que hasta la venganza más terrible empieza con una simple pregunta?” P. 48
“No puedes escribir una epopeya cuyo héroe se dé la vuelta ante las puertas del infierno (...)” P. 49
“El miedo y el mar son una combinación letal.” p. 53
“Normalmente, nos estorbamos los unos a los otros.” P. 55
“(...) había sido un hombre que se deleitaba con lo espantosa que era su vida, y prefería quejarse a cambiarla.” P. 86
“Vivía para sus odios” Ibídem
“El infierno puede adoptar muchas formas, doctor Starks. Piense en mí como en una de ellas.” P. 108
“La negación va acompañada ahora de la suposición de que es sólo una mentira de conveniencia para ser adaptada en algún momento posterior, cuando se ha negociado una verdad aceptable.” P. 123
“(...) descritos con un florido entusiasmo literario que quería ocultar la simplicidad de su realidad.” P. 152
“(…) se unió al desfile de personas decididas y resueltas con esa pétrea expresión urbana que parecía servirles de armadura frente a los demás.” P. 169
“(…) las mentiras se agradecen más que la verdad. Las verdades son siempre inoportunas.” P. 183
“¿No nos lastiman aquéllos a quienes amamos y respetamos más que aquéllos a quienes odiamos y tememos?” P. 191
“(…) el tiempo sólo agrava las heridas de la psique. Reconduce estas heridas, pero nunca las cura.” P. 210
“Considera las palabras dichas como un medio de llegar a la verdad. Yo las considero un medio para ocultarla.” P. 213
“Sonrió porque, por primera vez en meses, pudo recordar el sonido de su voz.” P. 279
“El lenguaje es el aspecto brusco de la locura (…)” P. 308
“Acepta la locura. (…) Crea el delirio. Establece la duda. Alimenta la paranoia.” P. 314
“Su problema era la realidad.” P. 354
“(…) había adquirido una saludable falta de respeto por la religión (…)” P. 355
“-El amor de un asesino por otro. ¿No te parece muy interesante?” P. 453
“La venganza sirve para limpiar el corazón y el alma.” P. 504
“-Todo el mundo merece morir por algo –añadió-. Nadie es inocente (…)” Ibídem
Published on June 29, 2014 13:14
June 27, 2014
Leer la mente – Jorge Volpi

Leer la mente. El cerebro y el arte de la ficción (Alfaguara, 2011) de Jorge Volpi (escritor mexicano, 1968) es un extenso ensayo donde el autor expone, clasifica y describe los mecanismos mediante los cuales la mente humana está ligada a la ficción (en cualquiera de sus representaciones), haciendo uso de teorías y análisis científicos, psicológicos e históricos; examina en diversos aspectos la mente humana y su forma de trabajar con la realidad en base a la ficción. Volpi ha ganado numeroso premios en el ámbito literario y se ha desarrollado tanto en novela como en cuento y ensayo.
En el prólogo, el autor explica y define varios de los términos y conceptos con los que trabajará durante el texto, creando así un contexto preliminar impregnado de la ideología que desarrollará en el ensayo, introduciendo al lector de manera clara y específica al mundo de la ficción, con la ayuda de ejemplos ilustrativos y elementales.
Para Volpi, el arte, y en especial el arte de la ficción, nos ayuda a adivinar los comportamientos de los otros y a conocernos a nosotros mismo, lo cual supone una gran ventaja frente a especies menos conscientes de sí mismas. Me enfocaré primero en la definición de arte, pero el problema radica en que este concepto en la actualidad es muy amplio, pues el significado, así como la interpretación del término, varía entre las diferentes épocas transcurridas, las diversas culturas y los distintos movimientos artísticos, por lo que la manera más objetiva de definirla será “una manifestación de índole creativa hecha por el ser humano”. En palabras de Volpi, El arte no sólo es una prueba de nuestra humanidad: somos humanos gracias al arte. Se tomará entonces al arte como cualquier obra hecha por el ser humano que tenga una intención comunicativa o estética y que exteriorice ideas, impresiones o una perspectiva subjetiva de ver el mundo a través de diferentes recursos que van de lo abstracto a lo físico.
Los investigadores consideran que al aparecer el Homo sapiens, la primordial función del arte era ceremonial, mística o fantástica y que se modificó a la par de la evolución humana, alcanzando un factor estético y un compromiso social o educativo. Para Volpi, la aparición del Homo sapiens dio como resultado el surgimiento de la ficción: los mecanismos cerebrales por medio de los cuales nos acercamos a la realidad son básicamente idénticos a los que empleamos a la hora de crear o apreciar una ficción.
Volpi considera que el conocimiento del mundo y su recreación o invención se llevan a cabo mediante artilugios casi idénticos, ya que no sólo vivimos en el mundo como espectadores, sino también como creadores, pues la realidad está conformada por elementos físicos ya establecidos por parte de la naturaleza y por elementos creados por el imaginario colectivo o representaciones interiores compartidas socialmente que regulan el comportamiento y la conducta para la subsistencia de la especie.
Al vivir en sociedad, el ser humano está aceptando una especie de acuerdo para poder convivir en armonía, bajo los parámetros de comportamiento establecidos previamente por sus integrantes. En la mente de cada individuo, gracias a la percepción del exterior, se llevan a cabo procesamientos que dan vida a diferentes ideas y conceptos que debe adecuar a la “realidad” de los demás, a la “realidad” común, en una especie de emulación. De ahí también que la cultura se componga en parte por el arte, siendo este el ámbito donde se manifiesta la realidad social contextual, comprendiendo sus valores y creencias.
Dando un salto a través de los siglos y llegando a la época actual, siglo XXI, esta es la pregunta que impera en el planeta: ¿Por qué el ser humano se siente tan atraído por el mito, las historias fantásticas, las leyendas y en general cualquier tipo de ficción? El término ficción surge del latín fictus, que significa fingido o inventado. Se entiende, entonces, por ficción, la representación de la realidad que efectúan las obras literarias, cinematográficas o de otro tipo, al representar un mundo imaginario al receptor.
De esta forma, la ficción está jugando el papel de mimesis de la realidad, pues la obra (del índole que sea) se basa en la vida real o en hechos que acontecieron o podrían acontecer y por lo tanto en actos verídicos que dan pauta a la creación de actos imaginarios que siempre podrán ser posibles mentalmente, pues se tienen fundamentos hipotéticos y justificables que dan las bases necesarias para recrearlos en una realidad imaginaria y paralela. El mundo ficcional establece un vínculo análogo con el mundo real que le otorga un valor referencial, mientras que su valor cognitivo se encuentra en la mímesis creada con el mundo o realidad interna del receptor, a partir de diversas afinidades. Ya sea mediante personajes, vivencias, escenarios, diálogos, historias, crónicas o relatos (o todo lo anterior), en el cerebro del receptor se crea una representación mental de aquella ficción y es precisamente en ese momento cuando se vuelve real, a nivel de una estructura especulativa.
Es pertinente mencionar en este momento el concepto que Volpi hace en su ensayo del yo, pues Si algo parece distinguir la conciencia humana, según todos los testimonios que hemos recabado, es la sensación de que una línea divisoria separa el “adentro” del “afuera”, el yo del mundo. El yo es entonces un símbolo de contorno o perímetro que delimita lo propio de lo externo, lo personal de lo público. Para Volpi, el yo es simplemente una creación del cerebro para obtener una forma de crear una separación entre lo subjetivo y lo objetivo, de manera que cada cual tenga sus límites y no haya lugar a confusiones.
Para Volpi, Los humanos somos rehenes de la ficción. Ni los más severos iconoclastas han logrado combatir nuestra debilidad y nuestra dependencia por las mentiras literarias, teatrales, audiovisuales, cibernéticas. Pero ellas no nos deleitan, no nos abducen, no nos atormentan de forma adictiva por el hecho de ser mentiras, sino porque, pese a que reconozcamos su condición hechiza y chapucera, las vivimos con la misma pasión con la cual nos enfrentamos a lo real. Porque esas mentiras también pertenecen al dominio de lo real. ...en resumen: la conciencia humana aborrece la falsedad y, al menos durante el tiempo precioso que dura la ficción, prefiere considerarla una suma de verdades parciales, de escenarios alternativos, de existencias paralelas, de aventuras potenciales. Estar frente a una ficción representa una especie de trato entre la obra y el espectador, idea que resulta muy similar a la regla F del filósofo y comunicólogo Siegfried J. Schmidt. Esta regla F o fictivización es un pacto donde los participantes aceptarán como real o verdadero todo lo creado por el autor, haciendo un acuerdo para no dictaminar o enjuiciar a la obra literaria (que en este caso se extrapolará a cualquier tipo de obra artística) como algo verdadero o falso, pues los criterios de veracidad quedan suspendidos. Es un pacto aceptado implícitamente por ambos lados (creador y destinatario) y se da según el contexto o la diferente realidad interpretativa mediante la cual sea percibida la obra.

Gracias a este mecanismo de asociación realidad-ficción cerebral, Volpi llega a la deducción de que la ficción es uno de los primordiales mecanismos para la supervivencia del ser humano, pues lo ayuda a imaginar y predecir sus acciones en ciertas situaciones que podrían ocurrir, pues se apropia de esas vivencias y al experimentarlas mentalmente, a través del simulacro, es como si las experimentara en la vida real.
Vivir experiencias a través de otros mediante la ficción es más que un anhelo pueril de comportamiento (niños y niñas jugando a ser superhéroes o personajes de películas infantiles así como adultos pensándose como protagonistas fictivos al identificarse con ellos y que también conlleva cooperación, si se realiza en grupo) es una conducta provista con sólidas ganancias evolutivas, capaz de transportar, de una mente a otra, ideas que acentúan la interacción social. La empatía. La solidaridad. Empatía y solidaridad que por supuesto deben estar presentes en todos los individuos, para que pueda darse la apertura y el entendimiento necesarios para comprender a los demás y así se logre una coexistencia pacífica de la especie. Por lo anterior, nuestro cerebro siempre nos impulsa a colocarnos en el lugar de los personajes de un cuento o una novela. Es empatizar no sólo con la situación o la vivencia, sino con los personajes mismos y adentrarse en ellos, hasta poseerlos.
Ya se advierte, por lo tanto, la importancia de la ficción en la vida del ser humano: es un artilugio que puede garantizar su supervivencia en determinados momentos predecibles del futuro (así como ocurrió en el pasado) y para comprender la realidad, pues fue necesario el desarrollo de esta competencia “fictiva” (por llamarla de alguna manera) en los seres humanos. Es un componente sumamente importante y complejo en el procesamiento de control de la realidad, por lo que resulta de significativa consideración su eficaz desarrollo: sin él, el ser humano no podría manejar nada fuera de sí mismo e incluso resulta pertinente pensar que también se le dificultaría conocer lo que hay mentalmente en su interior.
Siguiendo esta lógica, otra explicación científica en la que incurre Volpi es la siguiente: el cerebro vive la ficción al igual que vive la realidad, con la única finalidad de poder saber que ocurrirá en seguida, pues por su naturaleza, el ser humano vive suponiendo y especulando sobre el futuro, inmediato o lejano, pero siempre (gracias a la ayuda de la imaginación) deduciendo y conjeturando sobre lo que podría suceder.
Pero no es que las acciones repetitivas o cotidianas despierten mayores dudas sobre lo que podría ocurrir a continuación, pues el ser humano realiza actividades cotidianas que mantienen su existencia con cierta comodidad y seguridad en lo habitual, por lo que requiere de sucesos o hechos novedosos para reavivar su cerebro, y la mejor y más eficaz ayuda es la ficción, pues en ella descansa la clave a la que se hará adepto incondicional: la incertidumbre, lo problemático, lo desconocido y por esto mismo, siempre insólito.
Respecto al acto de leer, este es un suceso que ayuda a comprender a muchos otros seres humanos que pueden o no ser reales pero que, finalmente, fueron creados por un semejante y por lo tanto tienen características humanas esenciales. Respecto a esto, Volpi dice que Leer ficciones complejas… se convierte en una de las mejores formas de aprender a ser humano. En la ficción, entonces, se encuentran sensaciones y acciones únicamente humanas, tanto positivas como negativas: emociones, sentimientos, reflexiones, consciencia, ideología, reflexiones, escrúpulos, prejuicios, etc.
Volpi también menciona, acertadamente, que la ficción comenzó cuando se prefirió aceptar la mentira en lugar de contradecirla, cuando se tomó como algo verdadero pesar de saber su fraudulenta identidad, convirtiéndola así en una adaptación evolutiva.
Respecto al engaño y la falacia, para Volpi Las ficciones no son falsedades comunes y corrientes, ni siquiera engaños asumidos a conciencia: son simulacros de la realidad, que es otra cosa. Y efectivamente, es otra cosa muy diferente. La simulación o fingimiento tiene como finalidad imitar, pero siempre dejando claro que se trata de una imitación y por lo tanto se realiza de manera deliberada, mientras que el engaño también tiene un fin, pero este es el de sustituir la realidad haciéndola pasar por la realidad misma sin dar visos de su verdadero origen, buscando el fraude.
Volpi también habla sobre la teoría de los bucles extraños del científico y filósofo Douglas Hofstadter que, en muy pocas palabras, ocurren cuando un sistema lógico se refiere a sí mismo, “salta” un nivel en la cadena de abstracción,formando y organizando un prototipo de conciencia que llega, posteriormente, a la percepción del yo. Se puede establecer que la conciencia es el producto de pensamientos que razonan sobre sí mismos hasta darse cuenta de ello (tomar conciencia) y reconocerse como entidad pensante autónoma, de donde surge, posteriormente y como consecuencia, el tan citado yo.


Mediante el test de Turing se hizo un experimento para ver si una computadora podría tener, en algún momento (en caso de que pudiera crear bucles extraños para así poder concebir a su conciencia), las mismas respuestas que una persona daría a diversas interrogantes. Este test nunca obtuvo tales resultados, pues las computadoras nunca pudieron imitar las respuestas del cerebro humano.

La mente humana tiene una forma singular de trabajar, ya que las neuronas a la hora de enfrentar un nuevo problema, rastrean y analizan de forma simultánea cientos de patrones similares, cuidadosamente ordenados en la memoria, a fin de encontrar la solución más adecuada para cada uno. Asociar situaciones, lugares, acciones o hechos a algún acontecimiento vivido previamente y que tenga las mismas características es un trabajo que realiza la mente humana de forma inherente y natural, para encontrar la forma más lógica y factible de actuar, lo más rápido posible, y sortear cualquier tipo de problema o imprevisto de cualquier índole siempre.
El cerebro crea modelos o guías que usa a diario para facilitar su existencia que, como cualquier otro sistema o parte del cuerpo, se atrofian si no son utilizados con frecuencia. Esta es la explicación de que las cosas se olviden o se recuerden con facilidad: se olvidan cuando sus conexiones se han abandonado (cuando sus referentes no se han reforzado) y por lo tanto el cerebro lo relega al olvido, pues a pesar de no tener un espacio limitado de información, como cualquier dispositivo de almacenamiento, si tiene un límite para la información más cercana (una especie de memoria RAM, en computación) que debe tener los elementos más frecuentes y necesarios siempre listos, de manera que los elementos que no son tan importantes o frecuentes son relegados o, simplemente, olvidados.
Para el cerebro un hecho real o ficticio, a nivel mental, es exactamente lo mismo, pues ambos se desarrollan mediante los mismos impulsos electroquímicos, por lo cual para él ambos ocurrieron con la misma vivacidad y guarda patrones de comportamiento de ambos, razón por la cual la ficción deviene en algo verídico y la identificación con sus elementos se da con suma realidad.
Como el mismo Volpi lo dice, las ideas no tienen dueño, el genio consiste, en todo caso, en modificar – en mutar – las ideas de los otros, en volverlas más eficaces o más precisas. Y es en este punto donde se le puede otorgar el mérito no de ser el primero en pensar todas las ideas anteriores en su texto (pues este es ya el final del capítulo 4, página 114), sino en conjugarlas en un mismo sitio y darles su toque personal, pues muchos han sido quienes han publicado libros, textos de diferentes extensiones, ensayos y demás obras escritas al respecto. El merito entonces, a partir de la conjugación de información y el tratado personal de esto, es que Volpi compagina ciencia con ideologías subjetivas tanto de otras personas como de él mismo, logrando en su ensayo un estudio científicamente comprobable y por lo tanto válido.
Sólo queda por ver a las neuronas espejo. La neuronas espejo son las encargadas de activar la imitación, mecanismo esencial para nuestra supervivencia así como la empatía. Para Volpi, toda la fuerza o poder de la ficción se encuentra en la labor realizada por las neuronas espejo, pues ellas se encargan de crear la conexión entre la persona y la obra de ficción, de donde se desprende una idea todavía más amplia y generosa, la humanidad. Las neuronas espejo son las responsables del entendimiento entre los seres humanos, de que exista comprensión y entendimiento entre ellos para que pueda surgir la tolerancia y el respeto.
Por todo esto, la ficción, y en especial las obras que pueden ser consideradas como canónicas, sin contar toda la buena literatura que existe actualmente (sin entrar en detalles sobre lo que es “buena” o “mala” literatura, pues es un trabajo sumamente grande y laborioso) no son sólo un pasatiempo o una actividad agradable de ocio: transforman a la persona que las lee gracias a todos los mecanismos mentales que suceden a través de la lectura y de la activación de diversas capacidades mentales que la acercan a su especie y por lo tanto la hacen más humana: …las emociones provocadas por la ficción (o la poesía) nos enseñan a ser auténticamente humanos.*
El libro lo pueden adquirir en las librerías Gandhi, El Péndulo y El Sótano.*Todas las citas utilizadas fueron sustraídas del libro Leer la mente. El cerebro y el arte de la ficción.
Published on June 27, 2014 10:09
June 17, 2014
Subrepticio - Lola Ancira
Tras meses sin publicar cuentos de mi autoría aquí o en otro medio, me complace anunciarles que Subrepticio, uno de los últimos cuentos que he escrito, ha sido publicado hace unos días en la revista digital La hoja de arena.
Pueden leer el cuento directamente en el sitio en el siguiente enlace, en el que hay algunas opciones para compartirlo en diferentes redes sociales.
Esta es también la primera vez que escribo algo respecto a mis cuentos como introducción, que sólo había hecho cuando los cuentos pertenecían a otros autores, y formará parte de los cambios que van surgiendo en el blog, así que, lectores imaginarios, espero que les agrade.
Específicamente, al escribir este cuento, recordé una frase que asegura que si el autor no se conmueve con lo que escribe, el lector tampoco lo hará, y sólo me queda decir que volver a este relato me deja con una sensación de desasosiego y ansiedad que sólo se experimentan al estar ante una situación (real o ficticia) que implica anular esa seguridad consabida que construimos al rededor de nuestras vidas y con la que hemos creado un tipo de red de soporte para poder existir.
Dejen entonces que su imaginario encuentre el peligro a través de las sensaciones que esta lectura les podría provocar, ¡adelante!
De la película "Lolita" (1997).
Dos llamadas a su teléfono celular bastaron para lograr la intimidad necesaria. Por alguna razón, no pudo más que ser honesta con aquella voz anónima pero decidida, con ese tono masculino que pronunciaba las palabras con exactitud y que parecía tener el diálogo preciso. Aquella voz que había surgido de la nada sabía detalles que sólo puede conocer alguien que observa con atención durante largo tiempo, y ese halo de misterio fue precisamente lo que le permitió idealizarlo y asociarlo con una figura a la que deseaba conocer y tener cerca. En la tercera llamada concretaron el encuentro.
Pactaron un lugar cercano al colegio donde ella estudiaba, y que él tenía perfectamente ubicado, después de las clases del jueves. Ya en aquel lugar y llegado el momento, tras un saludo de reconocimiento, él, notablemente más alto que ella, la llevó por algunas calles que se volvieron desconocidas y llegaron hasta un automóvil al que la invitó a subir, a pesar de que nunca le mencionó algo sobre abordar un auto, pero la idea de una osada aventura fuera de las tardes de tareas y dibujos animados la incitó a subir. Sus labios maquillados con carmesí y los lentes oscuros hurtados a su madre contrastaban con las dos coletas de su largo cabello castaño y reafirmaban la idea en ambos de que aquella tarde sería prometedora.
El viaje estaba siendo muy largo, o al menos eso pensaba ella, un poco confusa pero siempre atenta en aquellas manos y brazos fuertes que sostenían el volante, en los músculos que se marcaban a través de su playera ajustada y los jeans que cubrían unas atléticas piernas. Sintió entonces cierta timidez en los finos vellos de sus piernas delgadas, sus calcetas blancas y sus zapatos negros, de la falda de ese uniforme con la que salía de casa hasta la rodilla y que en el baño del colegio, al llegar, doblaba en su cintura hasta que lograba acortarla lo suficiente, del suéter con sus iniciales bordadas y de su mochila de colores brillantes. Pero sintió también, esta vez con certeza, timidez por un acto que ella advertía como reprobable, pues querer devorar el mundo adulto de un bocado sin saber de lo que está hecho para lograr conocer así todos sus misterios, todas sus ruindades ocultas presentadas entonces con astucia y con una voz a modo de disfraz, era un suceso sin duda alarmante.
Se detienen repentinamente en un portón negro que no deja ver la fachada de alguna casa que debe estar detrás. Ella empieza a dudar de sus decisiones pero no quiere verse como una cobarde, así que baja del auto cuando él le abre la puerta y caminan hacia la entrada. Ya dentro, se escuchan algunos pasos en otras habitaciones, voces que susurran y puertas que se abren y cierran. A través del sonido simple de la chapa, se da cuenta de que él no cerró con llave y siente entonces un pequeño alivio. La conduce a lo que parece ser una sala y la coloca en el centro de un sillón para dos personas, justo enfrente de una cámara de video que tiene una pequeña luz roja parpadeando. Le dice que volverá en un momento y que se sienta libre, como en su propia casa; pero en lugar de la tranquilidad usual que otorga esa idea, un estremecimiento eriza sus vellos y lo trata de ocultar al instante, frotando sus piernas, pues escucha unos pasos que se acercan con rapidez.
Espera ver aquel cuerpo tan bien estudiado pero en su lugar aparece, en el resquicio de una puerta del otro lado de la habitación, una figura casi idéntica a ella en cuanto a proporciones, debe ser una niña de diez u once años, vestida de una manera particular, con la que sólo había visto a algunas mujeres en hojas de revistas regadas en las calles o en páginas de Internet que salen sin previo aviso. También está maquillada, pero no deja ver todo su rostro. Inesperadamente, debajo de ese rostro, se asoma otro con las mismas características y luego un tercero, este último ostentando una marca violácea que rodea el único ojo que deja asomar. Sueltan algunos sonidos ininteligibles y la observan atentamente, incluso señalan el lugar por donde él entró y hacen ademanes de que vaya, que “regrese por donde ha entrado”, quiere interpretar ella, con sensatez. Pero bajo esta confusión irritante y a punto de ponerse en pie, aparece él precisamente en el lugar que estaba siendo señalado y las caras y brazos se esconden con una premura aprendida y temerosa, por lo que probablemente no fueron vistas por nadie más que ella.
Él camina con una sonrisa un poco diferente a la que ella conocía. Se acerca a la cámara y oprime un botón con el que la pequeña luz roja ya no parpadea: se ha convertido en un eterno punto rojo distante que crea un testimonio veraz de todo lo que ocurre en ese lugar.
Se dirige hacia el sillón y se sienta a su lado, a unos centímetros de distancia. Gira su cabeza y la mira fijamente, aún con esa sonrisa de la que ella empieza a dudar pero en la que todavía confía. Entonces pasa lo que se había estado postergando: el besa sus labios, unos labios fríos de terror debajo de unos ojos que en ningún momento se cierran y una mente que con sorpresa advierte que aquel instante está muy lejos del planeado y estudiado tantas veces ya frente al espejo o con el dorso de la mano. Sin separarse de su rostro, ella ve como una de las manos se acerca a su cuerpo y se dirige exactamente a donde deberían estar sus pechos, a esa parte que con ansias espera que se desarrolle y por la que ahora siente aflicción, pues está siendo palpada por una mano desconocida y grande que busca algo que no hallará; quizá por eso mismo la acaricia. Su terror aumenta cuando siente cómo aquella mano baja por su vientre hasta llegar a su joven pelvis, se desliza hacia un lado y sigue bajando por el muslo derecho. Es entonces cuando él se separa de ella y le ofrece algunas golosinas como muestra de simpatía, pero sus propias manos, frías y sudorosas, le impiden tomar aquel botín. Él lo deja entonces entre los dos y toca su rostro, ese rostro agraciado que a la distancia reflejaba cierta inocencia e ingenuidad que constata ahora, al poder tocarla.
La única sonrisa de la habitación hace algunos segundos que se transformó repentinamente en otros gestos, en gestos lascivos que reflejan la verdadera intención de aquella visita. La docilidad que ella había mostrado hasta entonces ya no era una opción, por lo que intenta ponerse de pie, pero él sujeta con fuerza su muñeca, tratando de no lastimarla. Entiende ahora que todo lo que ocurra será conforme él lo decida y de nuevo se sienta, experimentando un sentimiento de vulnerabilidad que sólo se puede sentir a los once años, pero al mismo tiempo advierte poder y serenidad, un visible dominio de la situación a pesar de ser caótica.
Con algunas de las reglas entendidas por la nueva jugadora, el protagonista empieza a desabotonar sus jeans. Su mirada denota ahora un lenguaje mudo que se interpreta sin necesidad de ningún idioma, ella sabe que dos voluntades opuestas buscan lograr su finalidad y que la perversidad tiene un rostro, y es precisamente el que está a su lado. Intuye que las fantasías son algo lejano ahora y que están incluso en una dimensión diferente a la de la realidad, que no basta imaginar para conocer. Todo esto pasa por su cabeza al tiempo que él se frota sus genitales frente a ella, sin anunciar la inminencia del momento. Repentinamente, libera un órgano que ella había imaginado ya pero que al saber real cobra una sensación de riesgo inminente que excede cualquier acto y posibilidad imaginada, que la sitúa en la realidad y que vuelve tangible al terror.
Él toma una de sus manos y se sorprende al percatarse de la baja temperatura en ella y el aparente dominio y entereza de aquella niña. Guía la mano hasta su miembro y hace que lo toque ligeramente. Entonces, haciendo uso de la fuerza necesaria, toma su cabeza y la acerca cada vez más a su entrepierna. Pero, incluso en tal circunstancia, existen ciertas delicadeza y parsimonia en el trato que empieza a provocar ciertos efectos en quienes no estaban contempladas en esta escena.
La resistencia no se hace esperar y ya con visibles lágrimas corriendo por su rostro, pronuncia un “no” que con dificultad se hace audible. Él se detiene entonces y limpia las lágrimas con sus dedos pulgares, tratando de evitar la catástrofe, los gritos, los golpes. Porque a pesar de la situación, empieza a importarle, pero no lo suficiente como para liberarla. No ahora, no en este álgido y placentero momento. Logra de nuevo tomar las glaciales manos y colocarlas en su miembro, que al contacto con el cambio brusco de temperatura obtiene un placer singular que lo priva en los segundos exactos en que el ataque infantil se desata: tres niñas pequeñas salen corriendo, toman en sus manos cualquier objeto disponible: un teléfono fijo, un pequeño jarrón de porcelana china y un cenicero de vidrio grueso. Pasan desapercibidas incluso por ella, que en ese momento mantiene los ojos cerrados tan fuerte como le es posible.
Los golpes se suceden de manera rápida y alarmante: al tiempo que el jarrón se estrella en la cabeza del proxeneta, el cable del teléfono fijo rodea su cuello y es tirado con fuerza mientras que el cenicero golpea certeramente sus testículos. No sabiendo a que dolor atender primero, él involuntariamente libera un sonoro grito con el que ella por fin abre los ojos y se da cuenta de lo que ocurre. Es una oportunidad que no estaba planeada, una oportunidad de libertad otorgada involuntariamente por el recelo y la envidia de las otras criaturas confinadas.
Sin quedarse a observar aquella épica batalla, sólo acierta a tomar su vistosa mochila (que dejó precavidamente a un lado de la puerta principal) y salir al portón que, por más que intenta, no logra abrir. Los gritos no se han dejado de escuchar y presiente que en cualquier momento estará de nuevo dentro de la casa, por lo que busca desesperadamente una salida de la situación errónea que ayudó a crear. Logra ver, en la parte donde el portón se unía a la pared, una pequeña entrada en la parte baja, un recuadro tapado únicamente por una cortina de plástico, que seguramente dejaba entrar y salir algún tipo de animal pequeño. Al siguiente segundo logra salir a través de él y pisar ese mundo del que fue separada los minutos suficientes para conocer una parte aún inexplicable de la vida. Corre en la dirección en que ve más luces, a pesar de que ser diminutas, y se pierde en una infinidad de árboles y veredas.
Después del fracaso, él deja pasar uno, dos días. Al tercero, imagina cómo será la llamada: le preguntará porqué se marchó, lo mucho que le había gustado y que todos los dulces que había comprado sólo para ella seguían ahí, en el sillón. Prometerá no volver a besarla, a tocarla, hará cualquier cosa que haga que ella esté de nuevo con él. Imagina también cual será la respuesta a sus palabras y que no tendrá que esperar más de un par de horas para volver a tenerla justamente donde y como él quiere. El error estúpido de la puerta sin asegurar no se volverá a repetir y aquellas entrometidas ya han aprendido bien la lección (y seguramente la compartirán con su futura compañera de juegos).
Toma el teléfono celular y marca el ansiado número. El timbre suena una, dos veces. Deja que suene dos veces más y cuelga. No puede creer que lo haga esperar tanto. Pero ya se vengará a su modo. Marca una vez más. Al segundo timbre, ella acepta la llamada, pero no se escucha su voz. Toma entonces la iniciativa y con un efusivo “¡Hola! Me encantaría volver a verte, me fascinaste. ¿Cuándo puedes?” espera obtener la respuesta deseada y salir de inmediato por ella. Pero como toda respuesta recibe dos palabras, que salen de una voz más profunda que la suya y aún más grave, que contesta:
―¿Quién eres?
Pueden leer el cuento directamente en el sitio en el siguiente enlace, en el que hay algunas opciones para compartirlo en diferentes redes sociales.
Esta es también la primera vez que escribo algo respecto a mis cuentos como introducción, que sólo había hecho cuando los cuentos pertenecían a otros autores, y formará parte de los cambios que van surgiendo en el blog, así que, lectores imaginarios, espero que les agrade.
Específicamente, al escribir este cuento, recordé una frase que asegura que si el autor no se conmueve con lo que escribe, el lector tampoco lo hará, y sólo me queda decir que volver a este relato me deja con una sensación de desasosiego y ansiedad que sólo se experimentan al estar ante una situación (real o ficticia) que implica anular esa seguridad consabida que construimos al rededor de nuestras vidas y con la que hemos creado un tipo de red de soporte para poder existir.
Dejen entonces que su imaginario encuentre el peligro a través de las sensaciones que esta lectura les podría provocar, ¡adelante!

Dos llamadas a su teléfono celular bastaron para lograr la intimidad necesaria. Por alguna razón, no pudo más que ser honesta con aquella voz anónima pero decidida, con ese tono masculino que pronunciaba las palabras con exactitud y que parecía tener el diálogo preciso. Aquella voz que había surgido de la nada sabía detalles que sólo puede conocer alguien que observa con atención durante largo tiempo, y ese halo de misterio fue precisamente lo que le permitió idealizarlo y asociarlo con una figura a la que deseaba conocer y tener cerca. En la tercera llamada concretaron el encuentro.
Pactaron un lugar cercano al colegio donde ella estudiaba, y que él tenía perfectamente ubicado, después de las clases del jueves. Ya en aquel lugar y llegado el momento, tras un saludo de reconocimiento, él, notablemente más alto que ella, la llevó por algunas calles que se volvieron desconocidas y llegaron hasta un automóvil al que la invitó a subir, a pesar de que nunca le mencionó algo sobre abordar un auto, pero la idea de una osada aventura fuera de las tardes de tareas y dibujos animados la incitó a subir. Sus labios maquillados con carmesí y los lentes oscuros hurtados a su madre contrastaban con las dos coletas de su largo cabello castaño y reafirmaban la idea en ambos de que aquella tarde sería prometedora.
El viaje estaba siendo muy largo, o al menos eso pensaba ella, un poco confusa pero siempre atenta en aquellas manos y brazos fuertes que sostenían el volante, en los músculos que se marcaban a través de su playera ajustada y los jeans que cubrían unas atléticas piernas. Sintió entonces cierta timidez en los finos vellos de sus piernas delgadas, sus calcetas blancas y sus zapatos negros, de la falda de ese uniforme con la que salía de casa hasta la rodilla y que en el baño del colegio, al llegar, doblaba en su cintura hasta que lograba acortarla lo suficiente, del suéter con sus iniciales bordadas y de su mochila de colores brillantes. Pero sintió también, esta vez con certeza, timidez por un acto que ella advertía como reprobable, pues querer devorar el mundo adulto de un bocado sin saber de lo que está hecho para lograr conocer así todos sus misterios, todas sus ruindades ocultas presentadas entonces con astucia y con una voz a modo de disfraz, era un suceso sin duda alarmante.
Se detienen repentinamente en un portón negro que no deja ver la fachada de alguna casa que debe estar detrás. Ella empieza a dudar de sus decisiones pero no quiere verse como una cobarde, así que baja del auto cuando él le abre la puerta y caminan hacia la entrada. Ya dentro, se escuchan algunos pasos en otras habitaciones, voces que susurran y puertas que se abren y cierran. A través del sonido simple de la chapa, se da cuenta de que él no cerró con llave y siente entonces un pequeño alivio. La conduce a lo que parece ser una sala y la coloca en el centro de un sillón para dos personas, justo enfrente de una cámara de video que tiene una pequeña luz roja parpadeando. Le dice que volverá en un momento y que se sienta libre, como en su propia casa; pero en lugar de la tranquilidad usual que otorga esa idea, un estremecimiento eriza sus vellos y lo trata de ocultar al instante, frotando sus piernas, pues escucha unos pasos que se acercan con rapidez.
Espera ver aquel cuerpo tan bien estudiado pero en su lugar aparece, en el resquicio de una puerta del otro lado de la habitación, una figura casi idéntica a ella en cuanto a proporciones, debe ser una niña de diez u once años, vestida de una manera particular, con la que sólo había visto a algunas mujeres en hojas de revistas regadas en las calles o en páginas de Internet que salen sin previo aviso. También está maquillada, pero no deja ver todo su rostro. Inesperadamente, debajo de ese rostro, se asoma otro con las mismas características y luego un tercero, este último ostentando una marca violácea que rodea el único ojo que deja asomar. Sueltan algunos sonidos ininteligibles y la observan atentamente, incluso señalan el lugar por donde él entró y hacen ademanes de que vaya, que “regrese por donde ha entrado”, quiere interpretar ella, con sensatez. Pero bajo esta confusión irritante y a punto de ponerse en pie, aparece él precisamente en el lugar que estaba siendo señalado y las caras y brazos se esconden con una premura aprendida y temerosa, por lo que probablemente no fueron vistas por nadie más que ella.
Él camina con una sonrisa un poco diferente a la que ella conocía. Se acerca a la cámara y oprime un botón con el que la pequeña luz roja ya no parpadea: se ha convertido en un eterno punto rojo distante que crea un testimonio veraz de todo lo que ocurre en ese lugar.
Se dirige hacia el sillón y se sienta a su lado, a unos centímetros de distancia. Gira su cabeza y la mira fijamente, aún con esa sonrisa de la que ella empieza a dudar pero en la que todavía confía. Entonces pasa lo que se había estado postergando: el besa sus labios, unos labios fríos de terror debajo de unos ojos que en ningún momento se cierran y una mente que con sorpresa advierte que aquel instante está muy lejos del planeado y estudiado tantas veces ya frente al espejo o con el dorso de la mano. Sin separarse de su rostro, ella ve como una de las manos se acerca a su cuerpo y se dirige exactamente a donde deberían estar sus pechos, a esa parte que con ansias espera que se desarrolle y por la que ahora siente aflicción, pues está siendo palpada por una mano desconocida y grande que busca algo que no hallará; quizá por eso mismo la acaricia. Su terror aumenta cuando siente cómo aquella mano baja por su vientre hasta llegar a su joven pelvis, se desliza hacia un lado y sigue bajando por el muslo derecho. Es entonces cuando él se separa de ella y le ofrece algunas golosinas como muestra de simpatía, pero sus propias manos, frías y sudorosas, le impiden tomar aquel botín. Él lo deja entonces entre los dos y toca su rostro, ese rostro agraciado que a la distancia reflejaba cierta inocencia e ingenuidad que constata ahora, al poder tocarla.
La única sonrisa de la habitación hace algunos segundos que se transformó repentinamente en otros gestos, en gestos lascivos que reflejan la verdadera intención de aquella visita. La docilidad que ella había mostrado hasta entonces ya no era una opción, por lo que intenta ponerse de pie, pero él sujeta con fuerza su muñeca, tratando de no lastimarla. Entiende ahora que todo lo que ocurra será conforme él lo decida y de nuevo se sienta, experimentando un sentimiento de vulnerabilidad que sólo se puede sentir a los once años, pero al mismo tiempo advierte poder y serenidad, un visible dominio de la situación a pesar de ser caótica.
Con algunas de las reglas entendidas por la nueva jugadora, el protagonista empieza a desabotonar sus jeans. Su mirada denota ahora un lenguaje mudo que se interpreta sin necesidad de ningún idioma, ella sabe que dos voluntades opuestas buscan lograr su finalidad y que la perversidad tiene un rostro, y es precisamente el que está a su lado. Intuye que las fantasías son algo lejano ahora y que están incluso en una dimensión diferente a la de la realidad, que no basta imaginar para conocer. Todo esto pasa por su cabeza al tiempo que él se frota sus genitales frente a ella, sin anunciar la inminencia del momento. Repentinamente, libera un órgano que ella había imaginado ya pero que al saber real cobra una sensación de riesgo inminente que excede cualquier acto y posibilidad imaginada, que la sitúa en la realidad y que vuelve tangible al terror.
Él toma una de sus manos y se sorprende al percatarse de la baja temperatura en ella y el aparente dominio y entereza de aquella niña. Guía la mano hasta su miembro y hace que lo toque ligeramente. Entonces, haciendo uso de la fuerza necesaria, toma su cabeza y la acerca cada vez más a su entrepierna. Pero, incluso en tal circunstancia, existen ciertas delicadeza y parsimonia en el trato que empieza a provocar ciertos efectos en quienes no estaban contempladas en esta escena.
La resistencia no se hace esperar y ya con visibles lágrimas corriendo por su rostro, pronuncia un “no” que con dificultad se hace audible. Él se detiene entonces y limpia las lágrimas con sus dedos pulgares, tratando de evitar la catástrofe, los gritos, los golpes. Porque a pesar de la situación, empieza a importarle, pero no lo suficiente como para liberarla. No ahora, no en este álgido y placentero momento. Logra de nuevo tomar las glaciales manos y colocarlas en su miembro, que al contacto con el cambio brusco de temperatura obtiene un placer singular que lo priva en los segundos exactos en que el ataque infantil se desata: tres niñas pequeñas salen corriendo, toman en sus manos cualquier objeto disponible: un teléfono fijo, un pequeño jarrón de porcelana china y un cenicero de vidrio grueso. Pasan desapercibidas incluso por ella, que en ese momento mantiene los ojos cerrados tan fuerte como le es posible.
Los golpes se suceden de manera rápida y alarmante: al tiempo que el jarrón se estrella en la cabeza del proxeneta, el cable del teléfono fijo rodea su cuello y es tirado con fuerza mientras que el cenicero golpea certeramente sus testículos. No sabiendo a que dolor atender primero, él involuntariamente libera un sonoro grito con el que ella por fin abre los ojos y se da cuenta de lo que ocurre. Es una oportunidad que no estaba planeada, una oportunidad de libertad otorgada involuntariamente por el recelo y la envidia de las otras criaturas confinadas.
Sin quedarse a observar aquella épica batalla, sólo acierta a tomar su vistosa mochila (que dejó precavidamente a un lado de la puerta principal) y salir al portón que, por más que intenta, no logra abrir. Los gritos no se han dejado de escuchar y presiente que en cualquier momento estará de nuevo dentro de la casa, por lo que busca desesperadamente una salida de la situación errónea que ayudó a crear. Logra ver, en la parte donde el portón se unía a la pared, una pequeña entrada en la parte baja, un recuadro tapado únicamente por una cortina de plástico, que seguramente dejaba entrar y salir algún tipo de animal pequeño. Al siguiente segundo logra salir a través de él y pisar ese mundo del que fue separada los minutos suficientes para conocer una parte aún inexplicable de la vida. Corre en la dirección en que ve más luces, a pesar de que ser diminutas, y se pierde en una infinidad de árboles y veredas.
Después del fracaso, él deja pasar uno, dos días. Al tercero, imagina cómo será la llamada: le preguntará porqué se marchó, lo mucho que le había gustado y que todos los dulces que había comprado sólo para ella seguían ahí, en el sillón. Prometerá no volver a besarla, a tocarla, hará cualquier cosa que haga que ella esté de nuevo con él. Imagina también cual será la respuesta a sus palabras y que no tendrá que esperar más de un par de horas para volver a tenerla justamente donde y como él quiere. El error estúpido de la puerta sin asegurar no se volverá a repetir y aquellas entrometidas ya han aprendido bien la lección (y seguramente la compartirán con su futura compañera de juegos).
Toma el teléfono celular y marca el ansiado número. El timbre suena una, dos veces. Deja que suene dos veces más y cuelga. No puede creer que lo haga esperar tanto. Pero ya se vengará a su modo. Marca una vez más. Al segundo timbre, ella acepta la llamada, pero no se escucha su voz. Toma entonces la iniciativa y con un efusivo “¡Hola! Me encantaría volver a verte, me fascinaste. ¿Cuándo puedes?” espera obtener la respuesta deseada y salir de inmediato por ella. Pero como toda respuesta recibe dos palabras, que salen de una voz más profunda que la suya y aún más grave, que contesta:
―¿Quién eres?
Published on June 17, 2014 18:19
May 31, 2014
Jardín de nada - Gabriel Rodríguez Liceaga

Jardín de nada, cuento inédito de Gabriel Rodríguez Liceaga (escritor mexicano, 1980) es el relato del mes en el blog. El relato, breve y preciso, deja de lado la imagen del protagonista para enfocarse a la figura espectral de pequeños fantasmas trepanadores que se empecinan en ser, en formar la nueva vida de su repentino médium. Le agradezco sinceramente estas letras y la oportunidad de publicarlas aquí. Ahora ustedes, lectores, otorguen vida a estas extrañas pero hermosas criaturas a través de la lectura.

JARDÍN DE NADA
A este sujeto se le comenzaron a aparecer los fantasmas de las flores muertas. Al principio no le dio tanta importancia pero conforme dicho fenómeno se hacía más y más constante resultó imposible ignorarlo. Mañosas, las apariciones aprovechaban las impares noches de soltero para asomar sus telúricas cabecitas gachas. Si él se paraba de la cama con antojo de agua fría, en el pasillo se topaba con un enorme Girasol cabizbajo y semitransparente, una Magnolia flotando en la pieza o una docena de Claveles danzando. Salían temblorosamente de los parques y ventanas. Macetas en el camino chorreaban caídos tallos atorados en el eterno pause de su deshojada desdicha. Polinizaban que daba miedo. Sigilosos acordeones de distintas flores muertas lo seguían a donde fuera. En más de una cita amorosa, rosas con o sin espinas hacían acto de presencia jugando malas pasadas con la chica en turno. Tuvo que dejar la gustosa manía de pisar hojas secas de Otoño no sólo porque cuando se disponía a quebrar una resultaba que no estaba ahí, sino porque sus espectros eran los peores y más recalcitrantes, reproduciendo por horas el escándalo de su quebranto. Se ensañaron las flores de ultratumba con el pobre sujeto que, espantado, dejó de visitar la tumba de su hermano porque apenas entraba a un panteón era atosigado por los incontables brotes de florecillas escupiendo pétalos en cada tumba. A veces el simple hecho de apagar la luz era rodearse de una lluvia irremediable de lasdelgadas letras yeque brotan al soplar un Diente de León. En toda su vida y dependiendo la época del año, no pararon de estar presentes todo tipo de flores sueltas y arreglos caros, Amapolas, Claveles, Nochebuenas, ramos de boda, Rosas que se llaman labios de mujer; marchitas, con sed.
Pasó mucho rato y el pobre hombre se dio cuenta de que no eran muy ruidosas aquellas apariciones encapulladas, hasta podían llegar a verse hermosas en grupos de varia índole a esa hora en que el sol hace que las cosas parezcan pinturas. Como fieras o nubes o marcas de agua, los fantasmas adornaban todo abrir de ojos, rostro de político y boca de lobo. Viejo y abandonado, optó por asimilar aquello como una señal y encontró apremiante la labor de jardinero. Aprovechó la proximidad de su jubilación para hacerse de un jardín pluricultural de colores que no todo mundo sabe existen. A cada dulce explosión le dedicó sus tardes últimas y enteras. Amándolas, atendiéndolas, platicándoles sus impresiones de la vida, prometiéndoles un lugar en su corazón y corona; consiguiendo así las visitas ulteriores de sus flores predilectas, las más guapas y que en su jardín lograban entender y perder la belleza.

Published on May 31, 2014 14:58