Lola Ancira's Blog, page 58

September 30, 2014

Culpas, fantasías y otras perversiones recurrentes – Alter Imago Fotografía

Invitación a la presentación del libro.

Culpas, fantasías y otras perversiones recurrentes (2014) es un libro de fotografías conmemorativo por el décimo aniversario,  en el ámbito, de un gran fotógrafo (y amigo), Eduardo Gómez. He tenido la oportunidad de trabajar con él en varias ocasiones y en todas ha sido un placer, pues los resultados siempre son originales y maravillosos para ambos. La presentación se llevó a cabo el pasado 9 de agosto, en la colonia Roma (D.F.).
Tiempo antes a la publicación de este libro, que llevó meses de trabajo y la colaboración de más de 40 modelos y 30 sesiones fotográficas, el propio autor afirmó:

Este proyecto será publicado en la forma de un libro conmemorativo de mi décimo aniversario dedicándome a la fotografía y trata sobre uno de los temas que más me ha apasionado: El erotismo.
La obra estará formada por una selección de imágenes llenas de simbolismos, fetiches, fantasías y perversiones que muchos tenemos y que muchas veces ocultamos.
Dichas imágenes buscan por un lado ser artísticas, estéticas, elegantes e impecablemente ejecutadas, pero al mismo tiempo surrealistas, irreverentes, transgresoras y hasta cierto punto perturbadoras.


Fotografía por Alter Imago.

Una de las grandes particularidades de este libro es que fui invitada a participar en él como modelo y como escritora, pues tuve el honor de redactar el prólogo y aparecer en tres de las fotografías.
Este libro muestra el arte de un fotógrafo que ha evolucionado e innovado a lo largo de una década y que sigue en un camino constante de aprendizaje, experimentación y trabajo ininterrumpido del que hace partícipe a sus alumnos a través de sus diversos talleres.
Es siempre un placer conocer, colaborar y, sobre todo, estar presente en los logros de las personas que se estiman, más aún cuando la admiración es mutua y se logra crear en conjunto para un mismo fin.
Hay múltiples ejemplos de la fotografía como arte y técnica, y ahora se presenta en un libro que aúna a lo anterior una temática difícil de tratar (y más de observar) en nuestra sociedad: lo erótico de las perversiones.  


Fotografía por Alter Imago.

Fotografía por Alter Imago.

Quedan cordialmente invitados, entonces, a formar parte de esta realidad deseada pero oculta gracias al miedo (o incluso terror) que se ha instaurado en reconocer el placer y la satisfacción que produce la sexualidad.


Fotografía por Alter Imago.

El libro, por el momento, únicamente está a la venta directamente con Alter Imago Fotografía, en su página de Facebook. 
No teman arriesgarse a descubrir la satisfacción de la que han sido privados.



Selección de fotografías del libro por Alter Imago.


Prólogo

En este proyecto, Eduardo Gómez (Alter Imago Fotografía) nos presenta, dentro de un gran repertorio de atractivos rostros y cuerpos, al erotismo, ese comportamiento inherente a la sexualidad de todo ser humano. Esta admirable fotografía erótica deberá estimular los sentidos y la imaginación de quien la observe con una sola finalidad: incitar el deseo sexual, ese territorio muchas veces vedado de la concupiscencia y el placer.
La etimología de fotografía  (del griego phōs, 'luz' y grafḗ, 'conjunto de líneas, escritura'), crea el significado de  "escribir o grabar con la luz", de ahí que la lectura más simple de estas fotografías, que muestran lo oculto y conservan cierto misterio intrigante, descubre gustos y placeres que han sido vedados por nuestra cultura occidental y sus convenciones sociales, por una moral engañosa construida por la sociedad burguesa sólo para mantener las “buenas apariencias”. Inclusive, no es necesario que las fotografías digan o muestren más, pues son un atisbo a paraísos o infiernos personales a los que no todos nos atrevemos a entrar en nuestra realidad. Culpas, fantasías y otras perversiones recurrentes nos muestran poderosas y diversas imágenes cargadas de sensualidad y símbolos divinos transgredidos en pos del placer. A través de un compendio de texturas, ángulos, matices y luces se crean los escenarios perfectos para la redención al deleite de los sentidos.
Esta fotografía erótica o pornográfica (diferencia perdida siempre en el sutil filo de la navaja) y por lo mismo censurada por los conservadores, inició la creación del testimonio erótico incitado por la figura humana desde algunos daguerrotipos de finales del siglo XIX hasta la fotografía erótica moderna, de la que tenemos algunos de los mejores ejemplares en este libro.
Más allá de cumplir su cometido estético y corporal, Alter Imago le otorga un lugar privilegiado y adecuado al cuerpo desnudo que va más allá de los límites del placer en el retrato, pues lo coloca en el lugar preciso: el centro de las fantasías más recónditas de cualquier observador.


Lola Ancira
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Published on September 30, 2014 20:50

September 29, 2014

Irreverencias maravillosas: Indagar en el olvido

El texto de este mes para mi columna mensual, Irreverencias maravillosas, de la Revista VozEd, está dedicado a una actividad que me ha fascinado durante años: el urbex o la exploración urbana.
Para entender un poco mejor el término y de qué va todo esto, transcribí algunos fragmentos en esta entrada. Para leer el texto completo, visiten este enlace.

The Chapel, por Urbex Clown.

Indagar en el  olvido

                                                                                                                         “Toma sólo fotografías. Deja sólo huellas.”Regla implícita de la exploración urbana.


La exploración urbana, mejor conocida como Urbex(del inglés urban exploration), es la actividad de infiltrarse en construcciones arquitectónicas de cualquier tipo en situaciones específicas, como el abandono y la decadencia, con una finalidad filosófica, documental, histórica, ilustrativa, emotiva, estética y/o artística.El descuido y abandono de estos lugares comúnmente ocurren por desastres producidos por la naturaleza (Pompeya y Herculano tras la erupción del Vesubio en el 79 d.C.), fracaso económico (Isla de Hashima, Japón), hechos violentos y crueles (mansión de Amatyville), catástrofes (el accidente nuclear de Chernóbil), conflictos socio-políticos (Varosha, en Chipre, tras la invasión turca) o exterminio (campos de concentración soviéticos y alemanes).
Una de las primeras personas en realizar esta actividad y ayudar a su popularización fue Jeff Chapman (1973-2005, mejor conocido como Ninjalicious), quien incluso publicó un libro titulado Access All Areas: a user’s guide to the art of urban exploration (2005). Actualmente, uno de sus principales exponente es el fotógrafo Romany WG, quien desde 2007 ostenta una hermosa y fascinante galería en línea y es autor del libro Beauty in decay (2012), antología fotográfica que reúne su trabajo de explorador urbano en más de 15 países.

Por Kiekmal

Muchas de estas fotografías e información respecto a varios sitios para realizar urbex se pueden encontrar fácilmente en Internet, sobre todo en foros en línea y en sitios como Flickr, Facebook o a través de diversos hashtags como #partnersingrime, #abandon_seekers, #sfx_decay o #unitedbygrime en Instagram. 
Si bien el urbex es sólo un pasatiempo para algunos, en sus filas existen preservacionistas, arquitectos, arqueólogos, fotógrafos profesionales, historiadores e incluso investigadores de lo parapsicológico interesados en lugares «embrujados» o «encantados» por espíritus.
Los verdaderos exploradores urbanos no dañan, vandalizan, ni roban en absoluto por el simple hecho de que veneran esos lugares. Sólo realizan una «investigación de campo» con la finalidad de fotografiarlo y poder mostrar los increíbles parajes que permanecen ocultos para la mayoría.

Altes Kino

Más allá del argumento de buscar «la belleza en la decadencia», la importancia de esta actividad radica en reflejar la historia que cuenta el lugar junto con los objetos abandonados y así postergar, de alguna forma, ese testimonio. Explorar es descubrir el encanto de sitios específicos que, de otra manera, serían ignorados y relegados al olvido por completo.
Hay personas que piensan que lo que realmente vale la pena de una ciudad (propia o ajena) son los monumentos nuevos, las construcciones modernas y limpias que ostentan. Nada más alejado de la realidad: la historia y la memoria están en otro lado, precisamente en los sitios donde un solo momento permanece paralizado a pesar de que el tiempo, la naturaleza y el ser humano no se detienen jamás.
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Published on September 29, 2014 14:30

September 28, 2014

Libro egipcio de los muertos




¡Oh, Egipto, Egipto!, de tus cultos no quedarán más que fábulas y tus hijos, más tarde, ni tan sólo creerán en ellas; no quedarán entonces más que palabras grabadas sobre las piedras, que explicarán tus piadosas realizaciones… Sin dioses y sin hombres, Egipto no será más que un desierto.Traducción de C. Piedrafita sobre Hermes Trismegistus, Corpus Hermeticum.

El Libro egipcio de los muertos (2012, Ediciones Brontes S. L.) traducción de A. Laurent (según el texto jeroglífico publicado por Wallis Budge [Kegan Paul, Trench and Trüber, Londres 1898]), es una colección extensa de conjuros o sortilegios que tienen el propósito de ayudar al espíritu de la persona que ha fallecido en su paso al otro mundo y a librar positivamente el juicio de los difuntos de Osiris (dios de la vida después de la muerte).
Llamadas también “Palabras de potencia”, estas formulaciones ricamente ilustradas y con un valor poético incuestionable, buscan elevar al espíritu a la condición de un dios y otorgarle vida después de la muerte, para que no se pierda en el tan temido Duat y pueda volver al mundo de los vivos por convicción propia.
Aunque el verdadero nombre de este “libro” es Salida del alma hacia la luz del día (que hace una clara alusión al retorno del alma al mundo de los vivos), ha conservado el título de Libro de los muertos porque es el nombre que Richard Lepsius le otorgó en su primera edición (1842). Está conformado por poco menos de 200 conjuros (algunos incompletos, debido al estado de los rollos) que contienen en ellos la sabiduría incuestionable de una cultura extremadamente sensible consumada al arte y al conocimiento, a la ciencia y a la espiritualidad.
Este libro tiene sus orígenes en Los textos de los sarcófagos (Imperio Medio, 2050 a. C.), que a su vez se crearon gracias a Los textos de las pirámides (Imperio Antiguo, 2700 a. C.). La versión más remota e íntegra es el Papiro de Ani, formado por tres papiros divididos a su vez en seis secciones, cada una con una longitud que puede llegar a los ocho metros y que da un total cercano a los veinticuatro metros. El papiro fue hecho por tres escribas diferentes, según la diferencia en las grafías, pero todas las imágenes fueron realizadas por uno solo.
A pesar de que las ediciones a las que tenemos acceso sean una traducción, la sonoridad de estas peticiones mantiene cierto encanto y misticismo de sus orígenes. Son una guía, un manual a seguir para que el espíritu inicie y concluya con éxito las peripecias a las que se verá enfrentado: atravesar del Portal de la muerte, dirigirse al Más allá, sobreponerse a la plena luz del día, cruzar la región de las tinieblas, llegar frente a Osiris, al Amenti, atravesando el desolado y tétrico Duat (donde se encuentran El lago de fuego y Los campos de fuego), junto con los demonios.
Uno de los puntos determinantes es la unión del difunto con Osiris, convertirse en un mismo ser tras pronunciar las palabras clave, las frases determinantes con las que honrará y exaltará al dios de la resurrección.
A continuación, el espíritu deberá enunciar la Confesión negativa ante el tribunal de justicia, para que su corazón pueda ser pesado por Anubis en la balanza, poniendo una pluma del otro lado, y, de esta manera, determinar si el espíritu a prueba deberá permanecer en el reino del Duat; en caso de no pasarla, o si podrá convertirse en un espíritu santificado que podrá volver a voluntad al mundo “real”. Cabe mencionar que el corazón, conforme a los actos negativos, pesaba más, pero si los actos positivos eran mayores, el corazón se volvía liviano y representaba un peso mínimo en comparación a la pluma. En el mismo libro se hace una acotación a que en realidad no importaban las acciones negativas del difunto en tanto éste estuviera convencido de no querer permanecer en el Duat y se presentara con seguridad ante el juicio.


 Ante Osiris.


En caso de que el difunto ganara el juicio, su segunda vida (segundo nacimiento) iniciaría: se le otorga entonces una libertad absoluta para actuar, puede recorrer por igual el mundo inferior, la tierra y el cielo., tener contacto con los condenados al Duat y acceder a Los campos de los bienaventurados y Los campos de la paz, ambos situados en el paraíso. Puede navegar de nuevo en la barca de Ra o en el Océano celeste, pues ahora ese espíritu es también un dios.
Pero un dios que acaba de nacer, un dios joven: los dioses egipcios son mortales, al igual que las personas. He ahí que saludan a su sucesor, a un dios enérgico y vigoroso, el alma de un mortal que se ha convertido en deidad y que, orgulloso, se presenta ante ellos como igual. Los dioses dan la bienvenida al nuevo miembro de su estirpe.
A lo largo del “libro”, son diez las deidades egipcias que aparecen en reiteradas ocasiones, entre los que destacan Ra, Nu, Keb y Tum.
Para los egipcios, la muerte es un segundo nacimiento, pues el espíritu del difunto inicia entonces un nuevo ciclo, ya separado del cuerpo. Argüían que estos conjuros fueron creados por el dios Thoth, quien hablaba a través de la boca del difunto y se comunicaba con los otros dioses.
En el Antiguo Egipto, los familiares del difunto eran los responsables de asegurar su paso al Más allá, por lo que pedían a los escribas (a cambio de una gran cantidad de plata)  los conjuros más apropiados para el difunto y los colocaban, en forma de rollos, en su tumba. Algunos conjuros tienen especificaciones sobre dónde y cómo deben ser escritos o impresos, mientras que otros deben ser leídos en voz alta en momentos específicos del ritual. Los primeros conjuros debían ser recitados siempre por un sacerdote, durante el inicia del ritual funerario, cuando colocaban el sarcófago en la tumba.
En sí, los conjuros son un extenso discurso por parte del difunto, dirigiéndose tanto a los dioses como a las fuerzas maléficas, pidiendo la ayuda y protección de los primeros y  vituperando y rechazando a las segundas.


Apofis, representante de las fuerzas maléficas del Duat y las tinieblas.


Desde mi infancia, la valiosa y vasta cultura del Antiguo Egipto (que inicia en el Neolítico, 3150 a. C.) me ha apasionado, a grado tal de que, hace varios años, empecé a usar el sobrenombre de Bastet. Esta cultura, adoradora de los felinos y con una inclinación impetuosa por la muerte, creó uno de los ritos mortuorios más bellos y complejos en la historia del hombre.
Una explicación visual y gráfica, más extensa y detallada, la encontrarán en este documental:





Esta obra la pueden encontrar en El sótano y Gandhi (también en versión ilustrada).
En noviembre de 2011, el Museo Británico de Londres albergó una exposición de algunos fragmentos ilustrados del Libro de los muertos.
Para finalizar, transcribo parte del Conjuro CXC (el último, en la edición que tengo, y que a mi parecer debería ser el primero), que revela una advertencia fundamental:
Este libro muestra los secretos de las moradas misteriosas del Duat; es guía de iniciación en los Misterios del Mundo Inferior; por él te será posible pasar a través de las montañas y entrar en los misteriosos valles a los que ninguna vía conocida conduce.
(…)
Cuando recites este libro no debe verte ningún ser humano, sólo los que te son queridos y el sacerdote Kheri-Heb; no tendrán que moverse de sus cuartos tus servidores; con respecto a ti, debes encerrarte en una sala con tapices de telas estelares. De esta manera el alma del difunto por el cual este libro recitado podrá transitar a plena Luz del día, entre los vivos; entre los dioses será poderosa; no la rechazarán sino que, habiéndola examinado los dioses, en el difunto reconocerán a su igual.
Este libro te enseñará la metamorfosis por las que pasa el Alma bajo los efectos de la Luz.
Este libro es, en verdad, un misterio muy grande y muy profundo. No lo pongas nunca en las manos del primero que llegue o de un ignorante.
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Published on September 28, 2014 11:32

September 15, 2014

Centenario de Adolfo Bioy Casares

Fotografía por Alicia D’Amico

Hoy es el centenario de uno de los escritores más grandes: Adolfo Bioy Casares (Buenos Aires, 15 de septiembre de 1914 – 8 de marzo de 1999).
Su basta obra es conformada por novelas, cuentos, ensayos, memoriass, cartas y diversas colaboraciones con su mentor Jorge Luis Borges, y con su esposa, Silvina Ocampo; incluso algunas de sus obras han sido llevadas al cine. Entre los premios que recibió destacan el Miguel de Cervantes y el Alfonso Reyes, en 1990.
En el blog pueden leer también la reseña de La invención de Morel o uno de sus cuentos, Cavar un foso.
Actualmente, en Youtube hay varias de sus entrevistas:






Y esta genialidad, donde aparece junto con el asombroso Ray Bradbury:



A continuación, transcribiré una entrevista a Honorio Bustos Domecq (Autor ficticio creado por Bioy Casares y Borges) de Rene Sallas para la revista "Gente" de Buenos Aires, el 11 de agosto de 1977.
R. S. –¿Qué es lo que más les gusta de Bustos Domecq?
–Su fondo claramente argentino. Es, digamos, un buen ejemplo del porteño: tiene todos los prejuicios, la picardía, las deslealtades, las pobrezas y también las ternuras del porteño.
R. S. –Sin embargo, Bustos Domecq no es porteño...
–No. Es santafecino. Su ciudad natal es Pujato. Pero vivió siempre en Buenos Aires.
R. S. –¿Dónde?
–Por el Oeste. Exactamente en el barrio Concepción.
–¿Y qué es lo que menos les gusta de él?
–A medida que pasa el tiempo le vamos encontrando más defectos. El más grave, creemos, es que no tiene ningún inconveniente en cambiar de lealtades. Es decir, que está dispuesto a cambiar su esencia, si la moda lo exige.
–¿Y los otros defectos menos graves?
–Es ventajero, egoísta, tránsfuga, mentiroso, fanfarrón, casanova barato. Cuando un amigo cae en desgracia, lo desprecia. Cuando le va bien, se acerca. Es exitista. Habla mal de los otros; no es un ejemplo de lealtad, precisamente.
–¿Por qué lo eligieron, entonces?
–Porque él encauza nuestro descontento con algunas situaciones argentinas. Con las supersticiones y defectos de los argentinos.
–¿Físicamente cómo es? ¿Tiene atractivos?
–Tiene sesenta años. Es gordo y hasta panzón. Mide 1,75 metros. Pesa 82 kilos.
–¿Se viste bien?
–Está siempre vestido de gris oscuro. Si alguna vez usted lo llega a ver vestido de marrón, es porque le vendieron–o le dieron–un traje equivocado. Lleva siempre chaleco. Un chaleco gastado.
–¿Usa anillo?
–Sí. Un anillo de oro en el dedo chico. 
–¿Trabaja?
–En una oficina pública. 
–¿Cuál?
–Ahora creemos que está en la Dirección General Impositiva.
–¿Tiene ideas políticas definidas?
–En ese sentido es muy tradicionalista. Muy antiguo. Es de los que creen que el espectro político del país se agota entre los radicales y los conservadores. Posiblemente haya votado siempre por los radicales.
–¿Qué lee Bustos Domecq?
–Lee muy poco. Pero siempre dice que ha leído algún libro, para quedar bien. Para "palpar la realidad argentina", como diría él. A menudo comenta, por ejemplo, que su libro de cabecera es La cabeza de Goliat de Martínez Estrada.
–¿Está casado Bustos Domecq?
–Nunca dijo nada. Pero averiguamos que está casado con una señora espantosa y gorda, que lo considera un intelectual raro, al que no puede seguir en sus meditaciones.
–¿Tiene hijos?
–No. En realidad, no es muy arraigado su sentido de hogar.
–¿De qué hablan cuando se encuentran?
–Hablamos del tiempo. Y de la carestía de la vida. Se queja mucho de la inflación. También nos cuenta, reiteradamente, su último veraneo en Mar del Plata.
–¿Dónde se encuentran?
–Generalmente nos citamos en un café que está en Corrientes, entre San Martín y Reconquista. Muchas veces tratamos de llevarlo a "La Fragata", pero siempre se negó. Detesta las confíterías: prefiere los cafés.
–¿Creen ustedes que tiene éxito con las mujeres?
–Sí, un relativo éxito. Acostumbra a hacerles regalos, pero como está convencido de su encanto personal, se enojaría mucho si alguien pensara que les hace regalos a las mujeres para comprarlas.
–¿Va al cine?
–A veces. Le gustan las películas americanas de guerra.
–¿Las de amor no?
–El tiene un romanticismo periférico. Llora mucho en el cine. Las películas de amor le gustan, siempre que no sean demasiado sentimentales.
–¿Qué actriz le gusta o le gustó?
–Siempre estuvo perdidamente enamorado de Gloria Guzmán. En ese sentido es también conservador. No obstante, suele estar en las puertas de los teatros de revista cuando salen las coristas.
–¿Va a vivir muchos años H. Bustos Domecq?
J. L. B. -Para mí, no. Para mí ya es un extinto.
A. B. C. -A mí me gustaría que viviera mucho tiempo.
–¿Y Bustos Domecq qué opina sobre este particular?
–Nunca hablamos con él de este tema... él jamás piensa en la muerte.
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Published on September 15, 2014 17:37

August 31, 2014

Blancanieves - Jacob & Wilhelm Grimm (Benjamin Lacombe)





Blancanieves (Edelvives, 2011) de Jacob & Wilhelm Grimm (escritores alemanes, 1785 [y 86]-1863 [y 59]), es el popular cuento de los hermanos Grimm sobre la bella niña de piel blanca como la nieve, cabello negro como el ébano y labios rojos como la sangre.
Afortunadamente, esta versión corta es fiel a la original (alejada de las versiones alteradas y con finales felices de Disney) y lo peculiar de este libro infantil es que está ilustrado por Benjamin Lacombe, un joven autor e ilustrador francés muy prolífico y cuya obra es completamente maravillosa. A pesar de ser un poco cruel, esta versión no debe ser excluida del repertorio de primeras lecturas, pues hay ciertas enseñanzas y experiencias que pueden ser usadas como analogías en la vida del pequeño lector. Comentar cualquier duda es otra fase importante para la interpretación del cuento y evitar confusiones. Lo terrible o lo agradable se esconde muchas veces en la voz del narrador, no en la historia en sí.
En estas ilustraciones, Lacombe refleja la verdadera personalidad de los protagonistas y juega con diferentes tonalidades para dar más fuerza a partes específicas de la historia, mostrando otras únicamente con bocetos. Es una belleza de obra que está en mis manos gracias a un regalo de cumpleaños hecho por una muy buena amiga.
Blancanieves se construye a través de la traición, la mentira y la envidia, pero también por la belleza, la amistad y el "amor", que finalmente son los que logran hacer "justicia" y que los actos negativos sean castigados. 
Como lo he mencionado antes en lo referente a los libros infantiles y juveniles (ilustrados o no), aunque su objetivo son personas de ciertas edades (en este caso, niños mayores de 9 años), la experiencia visual y literaria es igual de valiosa a cualquier edad, pero para los niños siempre será mucho más llamativo tener imágenes para esclarecer ciertas ideas, situaciones o sentimientos que quieran ser expresados por el autor.



Benjamin Lacombe

Benjamin Lacombe

 Benjamin Lacombe


Benjamin Lacombe

Inevitable no recordar Maleficent (2014), película que muestra la parte que siempre se mantuvo oculta de la historia. Bien por Disney (a pesar de algunos detalles demasiado melosos) por mostrar el "lado b" de uno de sus cuentos clásicos. Sí, me gustó, pero con la actriz que la interpreta ¿quién no podría aceptar que Maleficent es por completo cautivadora? 



Esta misma editorial publicó en ese mismo año Cuentos macabros de Edgar Allan Poe, ilustrado por... ¡Lacombe! Sólo he tenido la oportunidad de hojear en librerías, pero es otro de los hermosos libros que aún hacen falta en mi pequeña biblioteca.
Este libro lo pueden adquirir en Librerías El Sótano.
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Published on August 31, 2014 21:03

August 26, 2014

Axolotl - Julio Cortázar

Julio Cortázar, año y fotógrafo desconocidos.

Julio Florencio Cortázar (escritor argentino, 26 de agosto de 1914- 12 de febrero de 1984) es uno de los autores más innovadores y singulares del siglo XX, cuya obra oscila entre lo fantástico y lo real. Hoy cumpliría 100 años de edad, motivo por el cual el país invitado de este año a la Feria Internacional del Libro en Guadalajara es Argentina.
Actualmente, existe cierta ambivalencia respecto a su obra, pues es considerada infravalorada o sobrevalorada, como suele ocurrir en este ámbito. En lo personal, tras haber leído sus novelas El perseguidor y Rayuela (ninguno aún con reseña aquí, pues la primera es ajena a mi contexto cultural y la segunda la veo como labor titánica, al igual que reseñar a Borges, Mailer o Goethe, entre muchos otros, pero que haré algún día), prefiero sus cuentos y minificciones, y por supuesto, las incontables frases concretas como desgracia repentina que suelta cada ciertas páginas, o con capítulos completos, de Rayuela.
Para quienes no conocen la voz del autor, o para quienes como yo, disfrutan escuchándola, dejo el video en el que se puede escuchar la voz del propio Cortázar leyendo su conocido y genial cuento "Casa tomada", publicado en Bestiario (Editorial Sudamericana, 1951).





Transcribiré a continuación su cuento "Axolotl", que se publicó en la parte III de Final del juego (Los presentes, 1956), clasificado dentro del realismo mágico. Este cuento, fascinante no sólo por su enigmático argumento, tiene como protagonista a uno de los seres más hermosos y misteriosos, el ajolote, que significa monstruo acuático en náhuatl: axolotl.
Cortázar logra reflejar en sus letras la grandeza de estos pequeños anfibios mexicanos (ahora en peligro de extinción) y les devuelve la importancia que han ido perdiendo con el paso de los siglos. Regresiones, descripciones y reflexiones crean, a través de la analepsis, un relato en el que la apropiación del otro surge a través del escrutinio de la mirada, en el que las diferencias unifican más que las aparentes nulas similitudes y donde la metamorfosis es, más que inevitable, necesaria para lograr comprender al otro.


Axolotl (© John Cancalosi/Getty Images)

Axolotl

Hubo un tiempo en que yo pensaba mucho en los axolotl. Iba a verlos al acuario del Jardín des Plantes y me quedaba horas mirándolos, observando su inmovilidad, sus oscuros movimientos. Ahora soy un axolotl.
El azar me llevó hasta ellos una mañana de primavera en que París abría su cola de pavo real después de la lenta invernada. Bajé por el bulevar de Port Royal, tomé St. Marcel y L’Hôpital, vi los verdes entre tanto gris y me acordé de los leones. Era amigo de los leones y las panteras, pero nunca había entrado en el húmedo y oscuro edificio de los acuarios. Dejé mi bicicleta contra las rejas y fui a ver los tulipanes. Los leones estaban feos y tristes y mi pantera dormía. Opté por los acuarios, soslayé peces vulgares hasta dar inesperadamente con los axolotl. Me quedé una hora mirándolos, y salí incapaz de otra cosa.
En la biblioteca Saint-Geneviève consulté un diccionario y supe que los axolotl son formas larvales, provistas de branquias, de una especie de batracios del género amblistoma. Que eran mexicanos lo sabía ya por ellos mismos, por sus pequeños rostros rosados aztecas y el cartel en lo alto del acuario. Leí que se han encontrado ejemplares en África capaces de vivir en tierra durante los períodos de sequía, y que continúan su vida en el agua al llegar la estación de las lluvias. Encontré su nombre español, ajolote, la mención de que son comestibles y que su aceite se usaba (se diría que no se usa más) como el de hígado de bacalao.
No quise consultar obras especializadas, pero volví al día siguiente al Jardin des Plantes. Empecé a ir todas las mañanas, a veces de mañana y de tarde. El guardián de los acuarios sonreía perplejo al recibir el billete. Me apoyaba en la barra de hierro que bordea los acuarios y me ponía a mirarlos. No hay nada de extraño en esto porque desde un primer momento comprendí que estábamos vinculados, que algo infinitamente perdido y distante seguía sin embargo uniéndonos. Me había bastado detenerme aquella primera mañana ante el cristal donde unas burbujas corrían en el agua. Los axolotl se amontonaban en el mezquino y angosto (sólo yo puedo saber cuán angosto y mezquino) piso de piedra y musgo del acuario. Había nueve ejemplares y la mayoría apoyaba la cabeza contra el cristal, mirando con sus ojos de oro a los que se acercaban. Turbado, casi avergonzado, sentí como una impudicia asomarme a esas figuras silenciosas e inmóviles aglomeradas en el fondo del acuario. Aislé mentalmente una situada a la derecha y algo separada de las otras para estudiarla mejor. Vi un cuerpecito rosado y como translúcido (pensé en las estatuillas chinas de cristal lechoso), semejante a un pequeño lagarto de quince centímetros, terminado en una cola de pez de una delicadeza extraordinaria, la parte más sensible de nuestro cuerpo. Por el lomo le corría una aleta transparente que se fusionaba con la cola, pero lo que me obsesionó fueron las patas, de una finura sutilísima, acabadas en menudos dedos, en uñas minuciosamente humanas. Y entonces descubrí sus ojos, su cara, dos orificios como cabezas de alfiler, enteramente de un oro transparente carentes de toda vida pero mirando, dejándose penetrar por mi mirada que parecía pasar a través del punto áureo y perderse en un diáfano misterio interior. Un delgadísimo halo negro rodeaba el ojo y los inscribía en la carne rosa, en la piedra rosa de la cabeza vagamente triangular pero con lados curvos e irregulares, que le daban una total semejanza con una estatuilla corroída por el tiempo. La boca estaba disimulada por el plano triangular de la cara, sólo de perfil se adivinaba su tamaño considerable; de frente una fina hendedura rasgaba apenas la piedra sin vida. A ambos lados de la cabeza, donde hubieran debido estar las orejas, le crecían tres ramitas rojas como de coral, una excrescencia vegetal, las branquias supongo. Y era lo único vivo en él, cada diez o quince segundos las ramitas se enderezaban rígidamente y volvían a bajarse. A veces una pata se movía apenas, yo veía los diminutos dedos posándose con suavidad en el musgo. Es que no nos gusta movernos mucho, y el acuario es tan mezquino; apenas avanzamos un poco nos damos con la cola o la cabeza de otro de nosotros; surgen dificultades, peleas, fatiga. El tiempo se siente menos si nos estamos quietos.
Fue su quietud la que me hizo inclinarme fascinado la primera vez que vi a los axolotl. Oscuramente me pareció comprender su voluntad secreta, abolir el espacio y el tiempo con una inmovilidad indiferente. Después supe mejor, la contracción de las branquias, el tanteo de las finas patas en las piedras, la repentina natación (algunos de ellos nadan con la simple ondulación del cuerpo) me probó que eran capaz de evadirse de ese sopor mineral en el que pasaban horas enteras. Sus ojos sobre todo me obsesionaban. Al lado de ellos en los restantes acuarios, diversos peces me mostraban la simple estupidez de sus hermosos ojos semejantes a los nuestros. Los ojos de los axolotl me decían de la presencia de una vida diferente, de otra manera de mirar. Pegando mi cara al vidrio (a veces el guardián tosía inquieto) buscaba ver mejor los diminutos puntos áureos, esa entrada al mundo infinitamente lento y remoto de las criaturas rosadas. Era inútil golpear con el dedo en el cristal, delante de sus caras no se advertía la menor reacción. Los ojos de oro seguían ardiendo con su dulce, terrible luz; seguían mirándome desde una profundidad insondable que me daba vértigo.
Y sin embargo estaban cerca. Lo supe antes de esto, antes de ser un axolotl. Lo supe el día en que me acerqué a ellos por primera vez. Los rasgos antropomórficos de un mono revelan, al revés de lo que cree la mayoría, la distancia que va de ellos a nosotros. La absoluta falta de semejanza de los axolotl con el ser humano me probó que mi reconocimiento era válido, que no me apoyaba en analogías fáciles. Sólo las manecitas... Pero una lagartija tiene también manos así, y en nada se nos parece. Yo creo que era la cabeza de los axolotl, esa forma triangular rosada con los ojitos de oro. Eso miraba y sabía. Eso reclamaba. No eran animales.
Parecía fácil, casi obvio, caer en la mitología. Empecé viendo en los axolotl una metamorfosis que no conseguía anular una misteriosa humanidad. Los imaginé conscientes, esclavos de su cuerpo, infinitamente condenados a un silencio abisal, a una reflexión desesperada. Su mirada ciega, el diminuto disco de oro inexpresivo y sin embargo terriblemente lúcido, me penetraba como un mensaje: «Sálvanos, sálvanos». Me sorprendía musitando palabras de consuelo, transmitiendo pueriles esperanzas. Ellos seguían mirándome inmóviles; de pronto las ramillas rosadas de las branquias se enderezaban. En ese instante yo sentía como un dolor sordo; tal vez me veían, captaban mi esfuerzo por penetrar en lo impenetrable de sus vidas. No eran seres humanos, pero en ningún animal había encontrado una relación tan profunda conmigo. Los axolotl eran como testigos de algo, y a veces como horribles jueces. Me sentía innoble frente a ellos, había una pureza tan espantosa en esos ojos transparentes. Eran larvas, pero larva quiere decir máscara y también fantasma. Detrás de esas caras aztecas inexpresivas y sin embargo de una crueldad implacable, ¿qué imagen esperaba su hora?
Les temía. Creo que de no haber sentido la proximidad de otros visitantes y del guardián, no me hubiese atrevido a quedarme solo con ellos. «Usted se los come con los ojos», me decía riendo el guardián, que debía suponerme un poco desequilibrado. No se daba cuenta de que eran ellos los que me devoraban lentamente por los ojos en un canibalismo de oro. Lejos del acuario no hacía mas que pensar en ellos, era como si me influyeran a distancia. Llegué a ir todos los días, y de noche los imaginaba inmóviles en la oscuridad, adelantando lentamente una mano que de pronto encontraba la de otro. Acaso sus ojos veían en plena noche, y el día continuaba para ellos indefinidamente. Los ojos de los axolotl no tienen párpados.
Ahora sé que no hubo nada de extraño, que eso tenía que ocurrir. Cada mañana al inclinarme sobre el acuario el reconocimiento era mayor. Sufrían, cada fibra de mi cuerpo alcanzaba ese sufrimiento amordazado, esa tortura rígida en el fondo del agua. Espiaban algo, un remoto señorío aniquilado, un tiempo de libertad en que el mundo había sido de los axolotl. No era posible que una expresión tan terrible que alcanzaba a vencer la inexpresividad forzada de sus rostros de piedra, no portara un mensaje de dolor, la prueba de esa condena eterna, de ese infierno líquido que padecían. Inútilmente quería probarme que mi propia sensibilidad proyectaba en los axolotl una conciencia inexistente. Ellos y yo sabíamos. Por eso no hubo nada de extraño en lo que ocurrió. Mi cara estaba pegada al vidrio del acuario, mis ojos trataban una vez mas de penetrar el misterio de esos ojos de oro sin iris y sin pupila. Veía de muy cerca la cara de una axolotl inmóvil junto al vidrio. Sin transición, sin sorpresa, vi mi cara contra el vidrio, en vez del axolotl vi mi cara contra el vidrio, la vi fuera del acuario, la vi del otro lado del vidrio. Entonces mi cara se apartó y yo comprendí.
Sólo una cosa era extraña: seguir pensando como antes, saber. Darme cuenta de eso fue en el primer momento como el horror del enterrado vivo que despierta a su destino. Afuera mi cara volvía a acercarse al vidrio, veía mi boca de labios apretados por el esfuerzo de comprender a los axolotl. Yo era un axolotl y sabía ahora instantáneamente que ninguna comprensión era posible. Él estaba fuera del acuario, su pensamiento era un pensamiento fuera del acuario. Conociéndolo, siendo él mismo, yo era un axolotl y estaba en mi mundo. El horror venía -lo supe en el mismo momento- de creerme prisionero en un cuerpo de axolotl, transmigrado a él con mi pensamiento de hombre, enterrado vivo en un axolotl, condenado a moverme lúcidamente entre criaturas insensibles. Pero aquello cesó cuando una pata vino a rozarme la cara, cuando moviéndome apenas a un lado vi a un axolotl junto a mí que me miraba, y supe que también él sabía, sin comunicación posible pero tan claramente. O yo estaba también en él, o todos nosotros pensábamos como un hombre, incapaces de expresión, limitados al resplandor dorado de nuestros ojos que miraban la cara del hombre pegada al acuario.
Él volvió muchas veces, pero viene menos ahora. Pasa semanas sin asomarse. Ayer lo vi, me miró largo rato y se fue bruscamente. Me pareció que no se interesaba tanto por nosotros, que obedecía a una costumbre. Como lo único que hago es pensar, pude pensar mucho en él. Se me ocurre que al principio continuamos comunicados, que él se sentía más que nunca unido al misterio que lo obsesionaba. Pero los puentes están cortados entre él y yo porque lo que era su obsesión es ahora un axolotl, ajeno a su vida de hombre. Creo que al principio yo era capaz de volver en cierto modo a él -ah, sólo en cierto modo-, y mantener alerta su deseo de conocernos mejor. Ahora soy definitivamente un axolotl, y si pienso como un hombre es sólo porque todo axolotl piensa como un hombre dentro de su imagen de piedra rosa. Me parece que de todo esto alcancé a comunicarle algo en los primeros días, cuando yo era todavía él. Y en esta soledad final, a la que él ya no vuelve, me consuela pensar que acaso va a escribir sobre nosotros, creyendo imaginar un cuento va a escribir todo esto sobre los axolotl.
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Published on August 26, 2014 19:53

Cuentos de Ciencia Ficción. Antología de Ricardo Bernal

Ya está lista mi reseña de Cuentos de ciencia ficción. Antología (Alfaguara, 1997) de Ricardo Bernal, para el suplemento literario Cubo de Rubik del portal de noticias Lado B. Agradezco la invitación y el espacio a su editor, el escritor Víctor Roberto Carrancá (autor de El espejo del solitario).
Transcribiré algunos fragmentos de la reseña, que pueden leer completa en este enlace. Este libro estaba en mi lista de lecturas pendientes desde hace varios años y justo ahora encontré la oportunidad perfecta para leerlo, y a pesar de su portada excéntrica (que podría participar perfectamente para "Las peores portadas del mundo", como lo puse en Instagram). Por cierto, en las siguientes reediciones del libro, las portadas han cambiado.
Todos sus cuentos son asombrosos, además de que en esta reseña hay más referencias cinematográficas, por ejemplo a X-Men: días del futuro pasado o a Eternal Sunshine of the Spotless Mind. Pueden adquirirlo en Librerías El Sótano.



Cuentos de Ciencia Ficción. Antología (Alfaguara, 1997) de Ricardo Bernal es una compilación de nueve cuentos representativos del género. El término ciencia ficción (del término inglés sci-fi) surgió en la década de los 20′s (S. XX) y hace referencia a las narraciones que describen maravillosos viajes fantásticos interespaciales, civilizaciones alienígenas, razas extraterrestres y diversos tópicos relacionados con avances o progresos tecnológicos, científicos, sociales o ideológicos posibles y que tienen bases en diversas ciencias y conocimientos específicos que otorgan verosimilitud a los textos.
Existen varias “generaciones” de escritores de este género, que abarcan del año 1818 hasta la actualidad, donde autores como Mary Shelley, Isaac Asimov, Gustav Meyrink, Julio Verne, H. G. Wells, Jack London, Edgar Rice Burroughs, Howard Phillips Lovecraft, RayBradbury y Frank Herbert, entre muchos más, dan cierta continuidad a leyendas y mitos con siglos de antigüedad y a esa necesidad del ser humano por salir de la mente y el planeta que lo confinan.

“El nuevo acelerador” de H. G. Wells es el primer cuento y describe una especie de pócima mágica de reciente creación por el profesor Gibbernet que reduce la velocidad del tiempo considerablemente e incluso da la apariencia de detenerlo, acción que recuerda específicamente la escena crucial de Quicksilver en X-Men: días del futuro pasado (2014) donde éste interactua con objetos y otros personajes durante un segundo del tiempo real, que reducido, gracias a su increíble velocidad, convirtió en aproximadamente dos minutos. Tras comprobar el éxito de su invento científico, el doctor tiene en mente una segunda pócima, pero esta tendrá el efecto contrario: adelantará el tiempo a una increíble velocidad, hecho que me remitió a la escena de Trainspotting donde Renton está en una etapa de abstinencia y va al bingo con sus padres: el tiempo pasa vertiginosamente de prisa mientras él permanece sentado, con la mirada perdida, reflexionando sobre esa etapa de su vida. Regresando al cuento, la primera vez que el profesor y el protagonista la ingieren, salen a dar un paseo y gracias a las ricas descripciones de Wells, pareciera que incluso el lector está bajo su efecto. Debido al peligro latente que representa su uso, el protagonista, casi al finalizar, comenta que solamente la ha utilizado de nuevo estando al resguardo de su hogar, consejo que muy bien podrían tomar todas las personas que consuman algún tipo de droga, pues experimentar en un ambiente familiar será siempre mucho menos riesgoso.

“El ruido de un trueno”, de Ray Bradbury nos revela los estropicios que cualquier pequeño cambio, por nimio que fuera, en el pasado, puede alterar por completo el presente y el futuro. Quizá en esto precisamente radica el enigma de las máquinas del tiempo y su inexistencia, o su encubrimiento. En los monólogos de uno de los personajes, se esclarece que incluso se podría alterar el tiempo más allá de lo que se puede pensar, de ahí que un cambio en el pasado modifique o altere una cadena de sucesos que podrían resultar en algo catastrófico, pues estamos ante la premisa de modificar el futuro a través del pasado.
Por último, “Lo recordaremos por usted perfectamente de Philip K. Dick”, es un estupendo relato que juega con las posibilidades que resultarían de poder eliminar, implantar o crear nuevos recuerdos en la mente humana. Utilizando un bucle narrativo, alterado por características específicas, Dick representa el universo mental y todas las posibilidades que podría albergar al ser alterado de forma tan drástica, pues esencialmente, seguirían funcionando ciertas áreas incorruptibles: inconsciente y subconsciente. En el relato, el protagonista busca implantar un recuerdo, ignorando las razones inconscientes de su deseo, situación que desencadena una serie de sucesos increíbles que finalizan con un suceso más paradójico aún. Una de las características de los agentes que aparecen aquí es que tiene el poder de leer la mente del protagonista gracias a un artefacto científico y fue quizá una idea tomada a la distópica novela 1984 (1949) de George Orwell. La existencia de una empresa dedicada a borrar o sustituir recuerdos de la mente nos remite a Eternal Sunshine of the Spotless Mind (2004), donde un establecimiento novedoso (y muy demandado) brinda la posibilidad de eliminar cualquier recuerdo de alguna persona en específico, por lo que se enfocan en quienes han sufrido alguna ruptura sentimental o pérdida amorosa.
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Published on August 26, 2014 08:29

August 16, 2014

Irreverencias maravillosas (mi nueva columna en VozEd)

Tengo el placer de anunciarles que ya está lista mi nueva columna en Revista VozEd, que se titula Irreverencias maravillosas. En ella hablaré de temas 'extraños' o inusuales, misteriosos, sorprendentes y excepcionales a través de ensayos o cuentos. "La belleza catastrófica" es mi primer texto en ser publicado en dicha columna.
Será de publicación mensual y cualquier sugerencia o recomendación sobre las temáticas es bien recibida. Transcribiré a continuación algunos de los párrafos de mi texto, el ensayo completo lo pueden leer en este enlace.

Clemente Susini (obra supuesta): Anatomical Venus, circa 1790, La Specola, Museo de Historia Natural, Florencia.

La belleza catastrófica
Las Venus anatómicas (Anatomical Venus) son modelos femeninos de tamaño natural y una belleza clásica, hechos de cera y popularizados entre los siglos XVIII y XIX. Fueron usadas principalmente en museos de anatomía para mostrar e ilustrar al público sobre la fisiología femenina, siendo unos de los pocos lugares que permitían la entrada a las mujeres, pues al hacerse cargo de una familia, debían tener ciertos conocimientos médicos, pero eran admitidas únicamente en horarios específicos y sin compañía de hombres. 

'Medical Venus', Clemente Susini.

En los carteles de la época se podían leer frases como «numerosos modelos de especial interés para las damas, que muestran los maravillosos mecanismos del cuerpo humano». Al igual que ahora, estas exposiciones sobre el cuerpo humano eran temporales; la última en la ciudad de México fue Body Worlds Vital, expuesta en UNIVERSUM, con la increíble obra de Gunther von Hagen, el artista y científico alemán que utiliza la plastinación como medio para preservar los diversos cuerpos que usa para sus obras.

Dr. Gunther von Hagen en Body Worlds con su creación del jugador de ajedrez.

Fue hasta finales del siglo XVII que se creó la primera muestra pública permanente de estos modelos de cera en un museo de historia natural, cuyo objetivo era, según el dueño del museo, «volver más felices a los hombres a través del conocimiento». A partir de entonces, se fundaron diferentes talleres de modelado de cera, siendo los de Joseph II (1771) y Clemente Susini (1790) los más famosos, dada la belleza de sus Venus anatómicas (o Venus desmontables), en las que utilizaban como ornamentos cabello real, ojos de vidrio, tiaras de oro y collares de perlas.

Clemente Susini: Modelo anatómica representando ‘vasos linfáticos profundos en un sujeto femenino’, cabello y cera pedidos de Fontana por Scarpa, 1794, Museo de la Historia de la Universidad de Pavia.

'Anatomical Venus', 1771-1800Figura anatómica de cera con órganos removibles, Florencia, Italia.

Actualmente, la obra más reciente que retoma la ideología de las Venus anatómicas es la serie «Vanitas» (2008) del ilustrador Fernando Vicente, enfocada precisamente a representar a unas hermosas mujeres contemporáneas que simbolizan la vanidad femenina aunado al poder de la representación anatómica de tendones, huesos y fibras, vasos sanguíneos y músculos.

Vanitas - Deslenguada (por Fernando Vicente)

Vanitas - Carne d'amour  (por Fernando Vicente)


Vanitas - Corazonada (por Fernando Vicente)

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Published on August 16, 2014 16:08

July 31, 2014

Hombre de poca fe – Gilma Luque




Hombre de poca fe (Mondadori, 2010) es la primer novela publicada de Gilma Luque (escritora mexicana, 1977), autora también de Mar de la memoria (Ediciones B, 2013).
Narrada en primera persona, con una estructura compleja y fuera de lo convencional, en poco menos de 200 páginas se concentra el significado, la esencia del amor verdadero para la protagonista, Alfonsina: aquel amor que destruye, aniquila y posee. El lector se vuelve testigo del monólogo, de la voz interna de una mujer convaleciente que se encuentra recluida en un cuarto de hospital recreando y recordando las circunstancias y personas que han dado forma a su vida, junto con todas aquellas decisiones que no solamente configuraron su personalidad. Todo lo anterior como una especie de expiación, de justificación (pero jamás de arrepentimiento) para uno de los dos hombres más importantes en su vida, Tomás.
El título viene, como lo comentó la autora en una entrevista que le realizaron en un programa televisivo, del pasaje de la Biblia en el que Pedro, al caminar sobre el mar para ir a Jesús, tuvo miedo del fuerte viento, dudó y se comenzó a hundir. Clama entonces por la salvación de éste y, después de que lo salva, le dice a Pedro: Hombre de poca fe, ¿por qué cediste a la duda?
Probablemente también tiene que ver el grito de ayuda de Pedro con Tomás, quizá su grito de ayuda, inconscientemente, fue a través de Alfonsina.
Luque descubre en esta obra a la mentira y el engaño como condición del ser humano y nos recuerda que sabemos del otro solamente lo que refiere de sí mismo, pues estamos condenados a interpretar, a ser testigos de miles de vidas y sólo protagonistas de la nuestra. Estamos atados al lenguaje y a lo mucho (o poco) que lo utilicemos para crear vínculos, a lo que los demás nos otorguen para lograr comprenderlos.
Asistimos entonces a un pasado que se va configurando por los recuerdos, a la unión de dos vidas que antes de encontrarse vivieron paralelamente terribles historias de amor no correspondido, de sexo y placer disfrazados, nombrados de otra forma, de una búsqueda perpetua en lo ajeno.
Este es un inminente recordatorio que no llegamos a la vida de nadie y que de igual forma nadie llega a nuestra vida como tabula rasa, al contrario: llegamos arrastrando -o de la mano de- todos los demonios que hemos ido adoptando o creando, con todas las traiciones, dolores y miedos a cuestas. Lo único certero de esta vida (sin afán de ser pesimista) es que, por el simple hecho de ser seres imperfectos, si algo puede salir mal, saldrá mal.
Luque expresa contundentes frases que golpean en el mismo sitio, en ese lugar al que hemos protegido del mundo exterior pero no de nosotros mismos, nuestro peor enemigo.
Este hombre de poca fe es el reflejo de todos aquellos derrotados por la vida y que, a pesar de esto, por un extraño mandato divino deben seguir viviendo más derrotas, convencidos de lo funesto de su existencia, no reconociendo la salvación aun cuando ésta se presenta en forma de lo que alguna vez se anheló.
Alfonsina no tiene voz para los demás y ha comprendido que está muy cerca del final. Es un recuerdo de todo lo que vivimos y no hemos contado, y que quizá nunca diremos. Es una traición continua, un engaño incluso para su propio recuerdo. Pero también es la pasión y el delirio en un eterno conflicto que requieren de la fatalidad para revelarse.
Este libro es, en sí, toda una frase para subrayar, pero transcribiré una selección de todas aquellas que seleccioné: supernovas que detonan sus pequeños infiernos por doquier.
“Lo interesante del amor es que pudo no pasar nunca, pudo no ser y nosotros no sentir su ausencia.” p. 7“(…) siempre fue mañana hasta que se convirtió en ayer.” Ibídem
 “(…) quiero que continúe siendo después o tal vez nunca, que no me haya sucedido aún.” Ibídem
“La ausencia es la hermana triste de lo que se encuentra.” p. 8
“(…) me llenabas de tus monstruos, de tu fantasma favorito, que por cierto siempre fue mejor que yo.” p. 12
“¿Cuándo un deseo se convierte en obsesión, cuál es la línea que separa lo que se quiere de lo que se necesita? No sé cómo diablos creció en mí este monstruo, este ser que me habita y me ha obligado a hacer tantas atrocidades.” p. 15
“Te quiero así, con mi infierno y el tuyo mezclados.” Ibídem
“A veces te odio mucho más de lo que te amo, aunque inmediatamente te vuelvo a amar con toda la desesperación y la angustia que me produce el silencio.” p. 17
“Voy a dejar que los recuerdos se amontonen, se aplasten unos a otros, se atropellen, se maten.” p. 18
“He pensado en lo pequeños que somos, en lo ingenuos e insolentes. No podemos saber nada certero de la vida y por eso hacemos de cada cosa una fantasía.” p. 19
“¿No es lo mismo alguien que se muere y alguien que no te quiere amar? Ambos son imposibles, los dos duelen.” p. 24“Compartíamos una perversión, quizá sólo una costumbre: traicionar.” p. 27
“(…) nadie quería salvarme y yo no sabía cómo hacerlo.” p. 33
“(…) ojalá entiendas que sólo somos sin querer.” p. 35
“Seguramente no soy fiel a tu historia pero, ¿cuándo he sido fiel a algo?” p. 40-41
“Sólo somos lo que fuimos. Estamos hechos de ayer, de un ayer mentiroso.” p. 43
“Somos los que fuimos que no recordamos. Entonces sólo somos los que inventamos.” Ibídem
“No podías creer que la vida continuara cuando había un vacío tan grande. No entendías que no se parara el mundo en el momento más triste de tu vida.” p. 51
“El amor es tan egoísta que no nos importa no ser amados, siempre y cuando nos dejen estar…” Ibídem
“(…) es imposible vivir como condición de estar, también la tristeza se va, nos deja, nada nos pertenece.” p. 55“También el placer se acaba, de va. No con los días y la costumbre. Se va tras más placer. Sigue a las traiciones.” p. 59
“(…) te convertiste en un maldito que no sabía más que herir, herir a todos los que amabas y te amaban.” p. 65
“Creí que lo nuestro estaba lejos del infierno, que yo por fin había elegido lo correcto. No fue así, sólo era un círculo más.” Ibídem
“El amor es el olvido de uno mismo.” Ibídem
“Yo te amo completo. Y me dueles porque ya estás formado y yo sé lo difícil que es dejar de ser quien uno es.” p. 67
“(…) una rabia terrible que te hacía traicionar a los tuyos, un odio sin sentido, inevitable. Unas ganas irresistibles de engañar, de hacer sufrir, de perder.” p. 69

Nota de agradecimiento
Esta novela fue especialmente significativa para mí porque hace casi una década tuve una Alfonsina en mi vida, tuve a un ser amado que perdió la voz y en circunstancias idénticas. Gracias a Luque, por primera vez pude saber lo que sería estar en su mente y cuerpo, algo de lo mucho que pudo haber pensado, imposibilitada, como estaba, para decirlo. Sus ojos expresivos son los que se quedan en mi memoria, junto con esa impotencia y frustración al saber que su final no resultó como lo había planeado y que el único medio a utilizar para comunicarse con los demás quedó anulado.
Está lectura fue una catarsis, un significativo mensaje encontrado en el mar de letras entre los muchos que me faltan por hallar. Un mensaje para todos aquellos que hayan tenido una Alfonsina en su vida, o que la tendrán, y aún no lo saben.
Por lo pronto mi mensaje va para ella, M., donde quiera que esté, porque aún me cuesta nombrarla y todavía recuerdo el sonido de su voz, del que me angustia la posibilidad del olvido. Porque un duelo se lleva de por vida.
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Published on July 31, 2014 20:22

July 30, 2014

Cavar un foso - Adolfo Bioy Casares

Adolfo Bioy Casares, año desconocido.

Adolfo Bioy Casares (escritor argentino, 1914-1999), cuya primera aparición en el blog fue con la reseña de una de mis novelas favoritas, La invención de Morel, es el autor del cuento del mes (y no puedo evitar comentar que espero pronto leer su fascinante libro Borgespara escribir su reseña). Este autor fue considerado por Borges, con quien tuvo una larga y profunda amistad –de ahí el libro homónimo, en honor a este gran genio–, como uno de los mejores representantes de la literatura fantástica argentina.
En esta historia, los protagonistas (una mujer celosa y manipuladora y su contraparte, un hombre tolerante y condescendiente) son víctimas de sus propios caprichos y del arbitrario destino, donde la inocencia y el anhelo son presas de la necedad,  la obstinación y la violencia, de las que les resulta imposible huir. Este joven matrimonio enfrenta sucesos poco usuales en la vida de pareja –incluidos planes homicidas y suicidas– estilo Bonnie y Clyde, pero en una escala mucho menor. A pesar de las circunstancias logran permanecer, al menos hasta sus últimas líneas, juntos.
Bioy nos muestra a continuación cómo la paranoia y la culpa son las únicas responsables de acuñar la conocida frase El crimen perfecto no existe. “Cavar un foso” es un relato que forma parte del libro El lado de la sombra (1962).

 El Hotel del Salto en Colombia, abandonado desde 1990.
Cavar un foso
Raúl Arévalo cerró las ventanas y las persianas, ajustó los pasadores, uno por uno, cerró las dos hojas de la puerta de entrada, ajustó el pasador, giró la llave, colocó la pesada tranca de hierro.
Su mujer, acodada al mostrador, sin levantar la voz dijo:
—¡Qué silencio! Ya no oímos el mar.
El hombre observó:
—Nunca cerramos, Julia. Si viene un cliente, la hostería cerrada le llamará la atención.
—¿Otro cliente, y a media noche? —protestó Julia—. ¿Estás loco? Si vinieran tantos clientes no estaríamos en este apuro. Apaga la araña del centro.
Obedeció el hombre; el salón quedó en tinieblas, apenas iluminado por una lámpara, sobre el mostrador.
—Como quieras —dijo Arévalo, dejándose caer en una silla, junto a una de las mesas con mantel a cuadros—, pero no sé por qué no habrá otra salida.
Eran bien parecidos, tan jóvenes que nadie los hubiera tomado por los dueños. Julia, una muchacha rubia, de pelo corto, se deslizó hasta la mesa, apoyó las manos en ella y, mirándolo de frente, de arriba, le contestó en voz baja, pero firme:
—No hay.
—No sé —protestó Arévalo—. Fuimos felices, aunque no ganamos plata.
—No grites —ordenó Julia.
Extendió una mano y miró hacia la escalera, escuchando.
—Todavía anda por el cuarto —exclamó—. Tarda en acostarse. No se dormirá nunca.
—Me pregunto —continuó Arévalo— si cuando tengamos eso en la conciencia podremos de nuevo ser felices.
Dos años antes, en una pensión de Necochea, donde veraneaban —ella con sus padres, él solo—, se habían conocido. Desearon casarse, no volver a la rutina de escritorios de Buenos Aires y soñaron con ser los dueños de una hostería, en algún paraje apartado, sobre los acantilados, frente al mar. Empezando por el casamiento, nada  era posible, pues no tenían dinero. Una tarde que paseaban en ómnibus por los acantilados vieron una solitaria casa de ladrillos rojos y techo de pizarra, a un lado del camino, rodeada de pinos, frente al mar, con un letrero casi oculto entre los ligustros: Ideal para hostería. Se vende. Dijeron que aquello parecía un sueño y, realmente, como si hubieran entrado en un sueño, desde ese momento las dificultades desaparecieron. Esa misma noche, en uno de los dos bancos de la vereda, a la puerta de la pensión, conocieron a un benévolo señor a quien refirieron sus descabellados proyectos. El señor conocía a otro señor, dispuesto a prestar dinero en hipoteca, si los muchachos le reconocían parte de las ganancias. En resumen, se casaron, abrieron la hostería, luego, eso sí, de borrar de la insignia las palabras «El Candil» y de escribir el nombre nuevo: «La Soñada».
Hay quienes pretenden que tales cambios de nombre traen mala suerte, pero la verdad es que el lugar quedaba a trasmano, estaba quizá mejor elegido para una hostería de novela —como la imaginada por estos muchachos— que para recibir parroquianos. Julia y Arévalo advirtieron por fin que nunca juntarían dinero para pagar, además de los impuestos, la deuda al prestamista, que los intereses vertiginosamente aumentaban. Con la espléndida vehemencia de la juventud rechazaban la idea de perder La Soñada y de volver a Buenos Aires, cada uno al brete de su oficina. Porque todo había salido bien, que ahora saliera mal les parecía un ensañamiento del destino. Día a día estaban más pobres, más enamorados, más contentos de vivir en aquel lugar, más temerosos de perderlo, hasta que llegó, como un ángel disfrazado, mandado por el cielo para probarlos, o como un médico prodigioso, con la panacea infalible en la maleta, la señora que en el piso alto se desvestía, junto a la vaporosa bañadera donde caía a borbotones el agua caliente.
Un rato antes, en el solitario salón, cara a cara, en una de las mesitas que en vano esperaban a los parroquianos, examinaron los libros y se hundieron en una conversación desalentadora.
—Por más que demos vuelta los papeles —había dicho Arévalo, que se cansaba pronto— no vamos a encontrar plata. La fecha de pago se viene encima.
—No hay que darse por vencido —había replicado Julia.
—No es cuestión de darse por vencido, pero tampoco de imaginar que hablando haremos milagros. ¿Qué solución queda? ¿Carlitas de propaganda a Necochea y a Miramar? Las últimas nos costaron sus buenos pesos. ¿Con qué resultado? El grupo de señoras que vino una tarde a tomar el té y nos discutió la adición.
—¿Tu solución es darse por vencido y volver a Buenos Aires?
—En cualquier parte seremos felices.
Julia le dijo que «las frases la enfermaban»; que en Buenos Aires  ninguna tarde, salvo en los fines de semana, estarían juntos; que en tales condiciones no sabía por qué serían felices, y que además, en la oficina donde él trabajaría, seguramente habría mujeres.
—A la larga te gustará la menos fea —concluyó.
—Qué falta de confianza —dijo él.
—¿Falta de confianza? Todo lo contrario. Un hombre y una mujer que pasan los días bajo el mismo techo, acaban en la misma cama. Cerrando con fastidio un cuaderno negro, Arévalo respondió:
—Yo no quiero volver, ¿qué más quiero que vivir aquí?, pero si no aparece un ángel con una valija llena de plata…
—¿Qué es eso? —preguntó Julia.
Dos luces amarillas y paralelas vertiginosamente cruzaron el salón. Luego se oyó el motor de un automóvil y muy pronto apareció una señora, que llevaba el chambergo desbordado por mechones grises, la capa de viaje algo ladeada y, bien empuñada en la mano derecha, una valija. Los miró, sonrió, como si los conociera.
—¿Tienen un cuarto? —inquirió—. ¿Pueden alquilarme un cuarto? Por la noche, nomás. Comer no quiero, pero un cuarto para dormir y si fuera posible un baño bien calentito…
Porque le dijeron que sí, la señora, embelesada, repetía:
—Gracias, gracias.
Por último emprendió una explicación, con palabra fácil, con nerviosidad, con ese tono un poco irreal que adoptan las señoras ricas en las reuniones mundanas.
—A la salida de no sé qué pueblo —dijo— me desorienté. Doblé a la izquierda, estoy segura, cuando tenía que doblar a la derecha, estoy segura. Aquí me tienen ahora, cerca de Miramar ¿no es verdad?, cuando me esperan en el hotel de Necochea. Pero ¿quieren que les diga una cosa? Estoy contenta, porque los veo tan jóvenes y tan lindos (sí, tan lindos, puedo decirlo, porque soy una vieja) que me inspiran confianza. Para tranquilizarme del todo quiero contarles cuanto antes un secreto: tuve miedo, porque era de noche y yo andaba perdida, con un montón de plata en la valija, y hoy en día la matan a uno de lo más barato. Mañana a la hora del almuerzo quiero estar en Necochea. ¿Ustedes creen que llego a tiempo? Porque a las tres de la tarde sacan a remate una casa, la casa que quiero comprar, desde que la vi, sobre el camino de la costa, en lo alto, con vista al mar, un sueño, el sueño de mi vida.
—Yo acompaño arriba a la señora, a su cuarto —dijo Julia—. Tú cargas la caldera.
Pocos minutos después, cuando se encontraron en el salón, de nuevo solos, Arévalo comentó:
—Ojalá que mañana compre la casa. Pobre vieja, tiene los mismos gustos que nosotros.
—Te prevengo que no voy a enternecerme —contestó Julia, y echó a reír—. Cuando llega la gran oportunidad, no hay que perderla.
—¿Qué oportunidad llegó? —preguntó Arévalo, fingiendo no entender.
—El ángel de la valija —dijo Julia. Como si de pronto no se conocieran, se miraron gravemente, en silencio. Arriba crujieron los tablones del piso: la señora andaba por el cuarto. Julia prosiguió—: La señora iba a Necochea, se perdió, en este momento podría estar en cualquier parte. Sólo tú y yo sabemos que está aquí.
—También sabemos que trae una valija llena de plata —convino Arévalo—. Lo dijo ella. ¿Por qué va a engañarnos?
—Empiezas a entender —murmuró casi tristemente Julia.
—¿No me pedirás que la mate?
—Lo mismo dijiste el día que te mandé matar el primer pollo. ¿Cuántos has degollado?
—Clavar el cuchillo y que mane la sangre de la vieja…
—Dudo de que distingas la sangre de la vieja de la sangre de un pollo; pero no te preocupes: no habrá sangre. Cuando duerma, con un palo.
—¿Golpearle la cabeza con un palo? No puedo.
—¿Cómo no puedo? Que sea en una mesa o en una cabeza, golpear con un palo es golpear con un palo. ¿Dónde, qué te importa? O la señora o nosotros. O la señora sale con la suya…
—Lo sé, pero no te reconozco. Tanta ferocidad… Sonriendo inopinadamente, Julia sentenció:
—Una mujer debe defender su hogar.
—Hoy tienes una ferocidad de loba.
—Si es necesario lo defenderé como una loba. ¿Entre tus amigos había matrimonios felices? Entre los míos, no. ¿Te digo la verdad? Las circunstancias cuentan. En una ciudad como Buenos Aires, la gente vive irritada, hay tentaciones. La falta de plata empeora las cosas. Aquí tú y yo no corremos peligro, Raúl, porque nunca nos aburrimos de estar juntos. ¿Te explico el plan?
Bramó el motor de un automóvil por el camino. Arriba trajinaba la señora.
—No —dijo Arévalo—. No quiero imaginar nada. Si no, tengo lástima y no puedo… Tú das órdenes, yo las cumplo.
—Bueno. Cierra todo, la puerta, las ventanas, las persianas.
Raúl Arévalo cerró las ventanas y las persianas, ajustó los pasadores, uno por uno, cerró las dos hojas de la puerta de entrada, ajustó el pasador, giró la llave, colocó la pesada tranca de hierro.
Hablaron del silencio que de repente hubo en la casa, del riesgo de que llegara un parroquiano, de si tenía otra salida la situación, de si podrían ser felices con un crimen en la conciencia.
—¿Dónde está el rastrillo? —preguntó Julia.
—En el sótano, con las herramientas.
—Vamos al sótano. Damos tiempo a la señora para que se duerma y tú ejerces tu habilidad de carpintero. A ver, fabrica un mango de rastrillo, aunque no sea tan largo como el otro.
Como un artesano aplicado, Arévalo obedeció. Preguntó al rato:
—Y esto ¿para qué es?
—No preguntes nada, si no quieres imaginar nada. Ahora clavas en la punta una madera transversal, más ancha que la parte de fierro del rastrillo.
Mientras Raúl Arévalo trabajaba, Julia revolvía entre la leña y alimentaba la caldera.
—La señora ya se bañó —dijo Arévalo.
Empuñando un trozo de leña como una maza, Julia contestó:
—No importa. No seas avaro. Ahora somos ricos. Quiero tener agua caliente. —Después de una pausa, anunció—: Por un minuto nomás te dejo. Voy a mi cuarto y vuelvo. No te escapes.
Diríase que Arévalo se aplicó a la obra con más afán aún. Su mujer volvió con un par de guantes de cuero y con un frasco de alcohol.
—¿Por qué nunca te compraste guantes? —preguntó distraídamente; dejó la botella a la entrada de la leñera, se puso los guantes y, sin esperar respuesta, continuó—: Un par de guantes, créeme, siempre es útil. ¿Ya está el rastrillo nuevo? Vamos arriba, tú llevas uno y yo el otro. Ah, me olvidaba de este pedazo de leña.
Alzó el leño que parecía una maza. Volvieron al salón. Dejaron los rastrillos contra la puerta. Detrás del mostrador, Julia recogió una bandeja de metal, una copa y una jarra. Llenó la jarra con agua.
—Por si despierta, porque a su edad tienen el sueño muy liviano (si no lo tienen pesado, como los niños), yo voy delante, con la bandeja. Cubierto por mí, tú me sigues, con esto.
Indicó el leño, sobre una mesa. Como el hombre vacilara, Julia tomó el leño y se lo dio en la mano.
—¿No valgo un esfuerzo? —preguntó sonriendo.
Lo besó en la mejilla. Arévalo aventuró:
—¿Por qué no bebemos algo?
—Yo quiero tener la cabeza despejada y tú me tienes a mí para animarte.
—Acabemos cuanto antes —pidió Arévalo.
—Hay tiempo —respondió Julia. Empezaron a subir la escalera.
—No haces crujir los escalones —dijo Arévalo—. Yo sí. ¿Por qué soy tan torpe?
—Mejor que no crujan —afirmó Julia—. Encontrarla despierta sería desagradable.
—Otro automóvil en el camino. ¿Por qué habrá tantos automóviles esta noche?
—Siempre pasa algún automóvil.
—Con tal de que pase. ¿No estará ahí?
—No, ya se fue —aseguró Julia.
—¿Y ese ruido? —preguntó Arévalo.
—Un caño.
En el pasillo de arriba Julia encendió la luz. Llegaron a la puerta del cuarto. Con extrema delicadeza Julia movió el picaporte y abrió la puerta. Arévalo tenía los ojos fijos en la nuca de su mujer, nada más que en la nuca de su mujer; de pronto ladeó la cabeza y miró el cuarto. Por la puerta así entornada la parte visible correspondía al cuarto vacío, al cuarto de siempre: las cortinas, de cretona, de la ventana, el borde, con molduras, del respaldo de los pies de la cama, el sillón provenzal. Con ademán suave y firme Julia abrió la puerta totalmente. Los ruidos, que hasta ese momento, de manera tan variada se prodigaban, al parecer habían cesado. El silencio era anómalo: se oía un reloj, pero diríase que la pobre mujer de la cama ya no respiraba. Quizá los aguardaba, los veía, contenía la respiración. De espaldas, acostada, era sorprendentemente voluminosa; una mole oscura, curva; más allá, en la penumbra, se adivinaba la cabeza y la almohada. La mujer roncó. Temiendo acaso que Arévalo se apiadara, Julia le apretó un brazo y susurró:
—Ahora.
El hombre avanzó entre la cama y la pared, el leño en alto. Con fuerza lo bajó. El golpe arrancó de la señora un quejido sordo, un desgarrado mugido de vaca. Arévalo golpeó de nuevo.
—Basta —ordenó Julia—. Voy a ver si está muerta. Encendió el velador. Arrodillada, examinó la herida, luego reclinó la cabeza contra el pecho de la señora. Se incorporó.
—Te portaste —dijo.
Apoyando las palmas en los hombros de su marido, lo miró de frente, lo atrajo a sí, apenas lo besó. Arévalo inició y reprimió un movimiento de repulsión.
—Raulito —murmuró aprobativamente Julia. Le quitó de la mano el leño.
—No tiene astillas —comentó mientras deslizaba por la corteza el dedo enguantado—. Quiero estar segura de que no quedaron astillas en la herida.
Dejó el leño en la mesa y volvió junto a la señora. Como pensando en voz alta, agregó:
—Esta herida se va a lavar.
Con un vago ademán indicó la ropa interior, doblada sobre una silla, el traje colgado de la percha.
—Dame —dijo.
Mientras vestía a la muerta, en tono indiferente indicó:
—Si te desagrada, no mires.
De un bolsillo sacó un llavero. Después la tomó debajo de los brazos y la arrastró fuera de la cama. Arévalo se adelantó para ayudar.
—Déjame a mí —lo contuvo Julia—. No la toques. No tienes guantes. No creo mucho en el cuento de las impresiones digitales, pero no quiero disgustos.
—Eres muy fuerte —dijo Arévalo.
—Pesa —contestó Julia.
En realidad, bajo el peso del cadáver los nervios de ellos dos por fin se aflojaron. Como Julia no permitió que la ayudaran, el descenso por la escalera tuvo peripecias de pantomima. Repetidamente retumbaban en los escalones los talones de la muerta.
—Parece un tambor —dijo Arévalo.
—Un tambor de circo, anunciando el salto mortal.
Julia se recostaba contra la baranda, para descansar y reír.
—Estás muy linda —dijo Arévalo.
—Un poco de seriedad —pidió ella; se cubrió la cara con las manos—. No sea que nos interrumpan.
Los ruidos reaparecieron; particularmente el del caño.
Dejaron el cadáver al pie de la escalera, en el suelo, y subieron. Tras de probar varias llaves, Julia abrió la valija. Puso las dos manos adentro, y las mostró después, cada una agarrando un sobre repleto. Los dio al marido, para que los guardara. Recogió el chambergo de la señora, la valija, el leño.
—Hay que pensar dónde esconderemos la plata —dijo—. Por un tiempo estará escondida.
Bajaron. Con ademán burlesco, Julia hundió el chambergo hasta las orejas a la muerta. Corrió al sótano, empapó el leño en alcohol, lo echó al fuego. Volvió al salón.
—Abre la puerta y asómate afuera —pidió.
Obedeció Arévalo.
—No hay nadie —dijo en un susurro.
De la mano, salieron. Era noche de luna, hacía fresco, se oía el mar. Julia entró de nuevo en la casa; volvió a salir con la valija de la señora; abrió la puerta del automóvil, un Cabriolet Packard, anticuado y enorme; echó la valija adentró. Murmuró:
—Vamos a buscar a la muerta. —En seguida levantó la voz—. Ayúdame. Estoy harta de cargar con ese fardo. Al diablo con las impresiones digitales.
Apagaron todas las luces de la hostería, cargaron con la señora, la sentaron entre ellos, en el coche, que Julia condujo. Sin encender los faros llegaron a un paraje donde el camino coincidía con el borde a  pique de los acantilados, a unos doscientos metros de La Soñada. Cuando Julia detuvo el Packard, la rueda delantera izquierda pendía sobre el vacío. Abrió la portezuela a su marido y ordenó:
—Bájate.
—No creas que hay mucho lugar —protestó Arévalo, escurriéndose entre el coche y el abismo.
Ella bajó a su vez y empujó el cadáver detrás del volante. Pareció que el automóvil se deslizaba.
—¡Cuidado! —gritó Arévalo.
Cerró Julia la portezuela, se asomó al vacío, golpeó con el pie en el suelo, vio caer un terrón. En sinuosos dibujos de espuma y sombra el mar, abajo, se movía vertiginosamente.
—Todavía sube la marea —aseguró—. ¡Un empujón y estamos libres!
Se prepararon.
—Cuando diga ahora, empujamos con toda la furia —ordenó ella—. ¡Ahora!
El Packard se desbarrancó espectacularmente, con algo humano y triste en la caída, y los muchachos quedaron en el suelo, en el pasto, al borde del acantilado, uno en brazos del otro, Julia llorando como si nada fuera a consolarla, sonriendo cuando Arévalo le besaba la cara mojada. Al rato se incorporaron, se asomaron al borde.
—Ahí está —dijo Arévalo.
—Sería mejor que el mar se lo llevara, pero si no se lo lleva, no importa.
Volvieron camino. Con los rastrillos borraron las huellas del automóvil entre el patio de tierra y el pavimento. Antes de que hubieran destruido todos los rastros y puesto en perfecto orden la casa, el nuevo día los sorprendió. Arévalo dijo:
—Vamos a ver cuánta plata tenemos.
Sacaron de los sobres los billetes y los contaron.
—Doscientos siete mil pesos —anunció Julia.
Comentaron que si la mujer llevaba más de doscientos mil pesos para la seña, estaba dispuesta a pagar más de dos millones por la casa; que en los últimos años el dinero había perdido mucho valor; que esa pérdida los favorecía, porque la suma de la seña les alcanzaba a ellos para pagar la hostería y los intereses del prestamista.
Con el mejor ánimo, Julia dijo:
—Por suerte hay agua caliente. Nos bañaremos juntos y tomaremos un buen desayuno.
La verdad es que por un tiempo no estuvieron tranquilos. Julia predicaba la calma, decía que un día pasado era un día ganado. Ignoraban si el mar había arrastrado el automóvil o si lo había dejado en la playa.
—¿Quieres que vaya a ver? —preguntó Julia.
—Ni soñar —contestó Arévalo—. ¿Te das cuenta si nos ven mirando?
Con impaciencia Arévalo esperaba el paso del ómnibus que dejaba todas las tardes el diario. Al principio ni los diarios ni la radio daban noticias de la desaparición de la señora. Parecía que el episodio hubiera sido un sueño de ellos dos, los asesinos.
Una noche Arévalo preguntó a su mujer:
—¿Crees que puedo rezar? Yo quisiera rezar, pedir a un poder sobrenatural que el mar se lleve el automóvil. Estaríamos tan tranquilos. Nadie nos vincularía con esa vieja del demonio.
—No tengas miedo —contestó Julia—. Lo peor que puede pasarnos es que nos interroguen. No es terrible: toda nuestra vida feliz por un rato en la comisaría. ¿Somos tan flojos que no podemos afrontarlo? No tienen pruebas contra nosotros. ¿Cómo van a achacarnos lo que le pasó a la pobre señora?
Arévalo pensó en voz alta:
—Esa noche nos acostamos tarde. No podemos negarlo. Cualquiera que pasó, vio luz.
—Nos acostamos tarde, pero no oímos la caída del automóvil.
—No. No oímos nada. Pero ¿qué hicimos?
—Oímos la radio.
—Ni siquiera sabemos qué programas transmitieron esa noche.
—Estuvimos conversando.
—¿De qué? Si decimos la verdad, les damos el móvil. Estábamos arruinados y nos cae del cielo una vieja cargada de plata.
—Si todos los que no tienen plata salieran a matar como locos…
—Ahora no podemos pagar la deuda —dijo Arévalo.
—Y para no despertar sospechas —continuó sarcásticamente Julia— perdemos la hostería y nos vamos a Buenos Aires, a vivir en la miseria. Por nada del mundo. Si quieres, no pagamos un peso, pero yo me voy a hablar con el prestamista. De algún modo lo convenzo. Le prometo que si nos da un respiro, las cosas van a mejorar y él cobrará todo su dinero. Como sé que tengo el dinero, hablo con seguridad y lo convenzo.
La radio una mañana, y después los diarios, se ocuparon de la señora desaparecida.
—«A raíz de una conversación con el comisario Gariboto» —leyó Arévalo— «este corresponsal tiene la impresión de que obran en poder de la policía elementos de juicio que impiden descartar la posibilidad de un hecho delictuoso». ¿Ves? Empiezan con el hecho delictuoso.
—Es un accidente —afirmó Julia—. A la larga se convencerán. Ahora mismo la policía no descarta la posibilidad de que la señora  esté sana y buena, extraviada quién sabe dónde. Por eso no hablan de la plata, para que a nadie se le ocurra darle un palo en la cabeza.
Era un luminoso día de mayo. Hablaban junto a la ventana, tomando sol.
—¿Qué serán los elementos de juicio? —interrogó Arévalo.
—La plata —aseguró Julia—. Nada más que la plata. Alguno habrá ido con el cuento de que la señora viajaba con una enormidad de plata en la valija.
De pronto Arévalo preguntó:
—¿Qué hay allá?
Un numeroso grupo de personas se movía en la parte del camino donde se precipitó el automóvil. Arévalo dijo:
—Lo descubrieron.
—Vamos a ver —opinó Julia—. Sería sospechoso que no tuviéramos curiosidad.
—Yo no voy —respondió Arévalo.
No pudieron ir. Todo el día en la hostería hubo clientes. Alentado, quizá, por la circunstancia. Arévalo se mostraba interesado, conversador, inquiría sobre lo ocurrido, juzgaba que en algunos puntos el camino se arrimaba demasiado al borde de los acantilados, pero reconocía que la imprudencia era, por desgracia, un mal endémico de los automovilistas. Un poco alarmada, Julia lo observaba con admiración.
A los bordes del camino se amontonaron automóviles. Luego, Arévalo y Julia creyeron ver en medio del grupo de automóviles y de gente una suerte de animal erguido, un desmesurado insecto. Era una grúa. Alguien dijo que la grúa no trabajaría hasta la mañana, porque ya no había luz. Otro intervino:
—Adentro del vehículo, un regio Packard del tiempo de la colonia, localizaron hasta dos cadáveres.
—Como dos tórtolas en el nido, irían a los besos, y de pronto ¡patapún! el Packard se propasa del borde, cae al agua.
—Lo siento —terció una voz aflautada—, pero el automóvil es Cadillac.
Un oficial de Policía, acompañado de un señor canoso, de orión encasquetado y gabardina verde, entró en La Soñada. El señor se descubrió para saludar a Julia. Mirándola corno a un cómplice, comentó:
—Trabajan ¿eh?
—La gente siempre imagina que uno gana mucho —contestó Julia—. No crea que todos los días son como hoy.
—Pero no se queja ¿no?
—No, no me quejo.
Dirigiéndose al oficial de uniforme, el señor dijo:
—Si en vez de sacrificarnos por la repartición, montáramos un barcito como éste, a nosotros también otro gallo nos cantara. Paciencia, Matorras. —Más tarde, el señor preguntó a Julia—: ¿Oyeron algo la noche del suceso?
—¿Cuándo fue el accidente? —preguntó ella.
—Ha de haber sido el viernes a la noche —dijo el policía de uniforme.
—¿El viernes a la noche? —repitió Arévalo—. Me parece que no oí nada. No recuerdo.
—Yo tampoco —añadió Julia.
En tono de excusa, el señor de gabardina, anunció:
—Dentro de unos días tal vez los molestemos, para una declaración en la oficina de Miramar.
—Mientras tanto ¿nos manda un vigilante para atender el mostrador? —preguntó Julia. El señor sonrió.
—Sería una verdadera imprudencia —dijo—. Con el sueldo que paga la repartición nadie para la olla.
Esa noche Arévalo y Julia durmieron mal. En cama conversaron de la visita de los policías; de la conducta a seguir en el interrogatorio, si los llamaban; del automóvil con el cadáver, que aún estaba al pie del acantilado. A la madrugada Arévalo habló de un vendaval y tormenta que ya no oían, de las olas que arrastraron el automóvil mar adentro. Antes de acabar la frase comprendió que había dormido y soñado. Ambos rieron.
La grúa, a la mañana, levantó el automóvil con la muerta. Un parroquiano que pidió anís del Mono, anunció:
—La van a traer aquí.
Todo el tiempo la esperaron, hasta que supieron que la habían llevado a Miramar en una ambulancia.
—Con los modernos gabinetes de investigación —opinó Arévalo— averiguarán que los golpes de la vieja no fueron contra los fierros del automóvil.
—¿Crees en esas cosas? —preguntó Julia—. El moderno gabinete ha de ser un cuartucho, con un calentador Primus, donde un empleado toma mate. Vamos a ver qué averiguan cuando les presenten la vieja con su buen sancocho en agua de mar.
Transcurrió una semana, de bastante animación en la hostería. Algunos de los que acudieron la tarde en que se descubrió el automóvil, volvieron en familia, con niños, o de a dos, en parejas. Julia observó:
—¿Ves que yo tenía razón? La Soñada es un lugar extraordinario. Era una injusticia que nadie viniera. Ahora la conocen y vuelven. Nos va a llegar toda la suerte junta.
Llegó la citación de la Brigada de Investigaciones.
—Que me vengan a buscar con los milicos —Arévalo protestó.
El día fijado se presentaron puntualmente. Primero Julia pasó a declarar. Cuando le tocó su turno, Arévalo estaba un poco nervioso. Detrás de un escritorio lo esperaba el señor de las canas y la gabardina, que los visitó en La Soñada; ahora no tenía gabardina y sonreía con afabilidad. En dos o tres ocasiones Arévalo llevó el pañuelo a los ojos, porque le lloraban. Hacia el final del interrogatorio, se encontró cómodo y seguro, como en una reunión de amigos, pensó (aunque después lo negara) que el señor de la gabardina era todo un caballero. El señor dijo por fin:
—Muchas gracias. Puede retirarse. Lo felicito —y tras una pausa, agregó en tono probablemente desdeñoso— por la señora.
De vuelta en la hostería, mientras Julia cocinaba, Arévalo ponía la mesa.
—Qué compadres inmundos —comentó él—. Disponen de toda la fuerza del gobierno y sueltos de cuerpo lo apabullan al que tiene el infortunio de comparecer. Uno aguanta los insultos con tal de respirar el aire de afuera, no vaya a dar pie a que le apliquen la picana, lo hagan cantar y lo dejen que se pudra adentro. Palabra que si me garanten la impunidad, despacho al de la gabardina.
—Hablas como un tigre cebado —dijo riendo Julia—. Ya pasó.
—Ya pasó el mal momento. Quién sabe cuántos parecidos o peores nos reserva el futuro.
—No creo. Antes de lo que supones, el asunto quedará olvidado.
—Ojalá que pronto quede olvidado. A veces me pregunto si no tendrán razón los que dicen que todo se paga.
—¿Todo se paga? Qué tontería. Si no cavilas, todo se arreglará —aseguró Julia.
Hubo otra citación, otro diálogo con el señor de la gabardina, cumplido sin dificultad y seguido de alivio. Pasaron meses. Arévalo no podía creerlo, tenía razón Julia, el crimen de la señora parecía olvidado. Prudentemente, pidiendo plazos y nuevos plazos, como si estuvieran cortos de dinero, pagaron la deuda. En primavera compraron un viejo sedan Pierce-Arrow. Aunque el carromato gastaba mucha nafta —por eso lo pagaron con pocos pesos— tomaron la costumbre de ir casi diariamente a Miramar, a buscar las provisiones o con otro pretexto. Durante la temporada de verano, partían a eso de las nueve de la mañana y a las diez ya estaban de vuelta, pero en abril, cansados de esperar clientes, también salían a la tarde. Les agradaba el paseo por el camino de la costa.
Una tarde, en el trayecto de vuelta, vieron por primera vez al hombrecito. Hablando del mar y de la fascinación de mirarlo, iban alegres, abstraídos, como dos enamorados, y de improvisto vieron en  otro automóvil al hombrecito que los seguía. Porque reclamaba atención —con un designio oscuro— el intruso los molestó. Arévalo, en el espejo, lo había descubierto: con la expresión un poco impávida, con la cara de hombrecito formal, que pronto aborrecería demasiado; con los paragolpes de su Opel casi tocando el Pierce-Arrow. Al principio lo creyó uno de esos imprudentes que nunca aprenden a manejar. Para evitar que en la primera frenada se le viniera encima, sacó la mano, con repetidos ademanes dio paso, aminoró la marcha; pero también el hombrecito aminoró la marcha y se mantuvo atrás. Arévalo procuró alejarse. Trémulo, el Pierce-Arrow alcanzó una velocidad de cien kilómetros por hora; como el perseguidor disponía de un automovilito moderno, a cien kilómetros por hora siguió igualmente cerca. Arévalo exclamó furioso:
—¿Qué quiere el degenerado? ¿Por qué no nos deja tranquilos? ¿Me bajo y le rompo el alma?
—Nosotros —indicó Julia— no queremos trifulcas que acaben en la comisaría.
Tan olvidado estaba el episodio de la señora, que por poco Arévalo no dice ¿por qué?
En un momento en que hubo más automóviles en la ruta, hábilmente manejado el Pierce-Arrow se abrió paso y se perdió del inexplicable seguidor. Cuando llegaron a La Soñada habían recuperado el buen ánimo: Julia ponderaba la destreza de Arévalo, éste el poder del viejo automóvil.
El encuentro del camino fue recordado, en cama, a la noche; Arévalo preguntó qué se propondría el hombrecito.
—A lo mejor —explicó Julia— a nosotros nos pareció que nos perseguía, pero era un buen señor distraído, paseando en el mejor de los mundos.
—No —replicó Arévalo—. Era de la policía o era un degenerado. O algo peor.
—Espero —dijo Julia— que no te pongas a pensar ahora que todo se paga, que ese hombrecito ridículo es una fatalidad, un demonio que nos persigue por lo que hicimos.
Arévalo miraba inexpresivamente y no contestaba. Su mujer comentó:
—¡Cómo te conozco!
Él siguió callado, hasta que dijo en tono de ruego:
—Tenemos que irnos, Julia, ¿no comprendes? Aquí van a atraparnos. No nos quedemos hasta que nos atrapen —la miró ansiosamente—. Hoy es el hombrecito, mañana surgirá algún otro. ¿No comprendes? Habrá siempre un perseguidor, hasta que perdamos la cabeza, hasta que nos entreguemos. Huyamos. A lo mejor todavía hay tiempo.
Julia, dijo:
—Cuánta estupidez.
Le dio la espalda, apagó el velador, se echó a dormir.
La tarde siguiente, cuando salieron en automóvil, no encontraron al hombrecito; pero la otra tarde, sí. Al emprender el camino de vuelta, por el espejo lo vio Arévalo. Quiso dejarlo atrás, lanzó a toda velocidad el Pierce-Arrow; con mortificación advirtió que el hombrecito no perdía distancia, se mantenía ahí cerca, invariablemente cerca. Arévalo disminuyó la marcha, casi la detuvo, agitó un brazo, mientras gritaba:
—¡Pase, pase!
El hombrecito no tuvo más remedio que obedecer. En uno de los parajes donde el camino se arrima al borde del acantilado, los pasó. Lo miraron: era calvo, llevaba graves anteojos de carey, tenía las orejas en abanico y un bigotito correcto. Los faros del Pierce-Arrow le iluminaron la calva, las orejas.
—¿No le darías un palo en la cabeza? —preguntó Julia, riendo.
—¿Puedes ver el espejo de su coche? —preguntó Arévalo—. Sin disimulo nos espía el cretino.
Empezó entonces una persecución al revés. El perseguidor iba adelante, aceleraba o disminuía la marcha, según ellos aceleraran o disminuyeran la del Pierce-Arrow.
—¿Qué se propone? —con desesperación mal contenida preguntó Arévalo.
—Paremos —contestó Julia—. Tendrá que irse. Arévalo gritó:
—No faltaría más. ¿Por qué vamos a parar?
—Para librarnos de él.
—Así no vamos a librarnos de él.
—Paremos —insistió Julia.
Arévalo detuvo el automóvil. Pocos metros delante, el hombrecito detuvo el suyo. Con la voz quebrada, gritó Arévalo:
—Voy a romperle el alma.
—No bajes —pidió Julia.
Él bajó y corrió, pero el perseguidor puso en marcha su automóvil, se alejó sin prisa, desapareció tras un codo del camino.
—Ahora hay que darle tiempo para que se vaya —dijo Julia.
—No se va a ir —dijo Arévalo, subiendo al coche.
—Escapemos por el otro lado.
—¿Escaparnos? De ninguna manera.
—Por favor —pidió Julia— esperemos diez minutos. Él mostró el reloj. No hablaron. No habían pasado cinco minutos cuando dijo Arévalo:
—Basta. Te juro que nos está esperando al otro lado del recodo.
Tenía razón: al doblar el recodo divisaron el coche detenido. Arévalo aceleró furiosamente.
—No seas loco —murmuró Julia.
Como si del miedo de Julia arrancara orgullo y coraje aceleró más. Por velozmente que partiera el Opel no tardarían en alcanzarlo. La ventaja que le llevaban era grande: corrían a más de cien kilómetros. Con exaltación gritó Arévalo:
—Ahora nosotros perseguimos.
Lo alcanzaron en otro de los parajes donde el camino se arrima al borde del acantilado: justamente donde ellos mismos habían desbarrancado, pocos meses antes, el coche con la señora. Arévalo, en vez de pasar por la izquierda, se acercó al Opel por la derecha; el hombrecito desvió hacia la izquierda, hacia el lado del mar; Arévalo siguió persiguiendo por la derecha, empujando casi el otro coche fuera del camino. Al principio pareció que aquella lucha de voluntades podría ser larga, pero pronto el hombrecito se asustó, cedió, desvió más y Julia y Arévalo vieron el Opel saltar el borde del acantilado y caer al vacío.
—No pares —ordenó Julia—. No deben sorprendernos aquí.
—¿Y no averiguar si murió? ¿Preguntarme toda la noche si no vendrá mañana a acusarnos?
—Lo eliminaste —contestó Julia—. Te diste el gusto. Ahora no pienses más. No tengas miedo. Si aparece, ya veremos. Caramba, finalmente sabremos perder.
—No voy a pensar más —dijo Arévalo.
El primer asesinato —porque mataron por lucro, o porque la muerta confió en ellos, o porque los llamó la policía, o porque era el primero— los dejó atribulados. Ahora tenían uno nuevo para olvidar el anterior, y ahora hubo provocación inexplicable, un odioso perseguidor que ponía en peligro la dicha todavía no plenamente recuperada… Después de este segundo asesinato vivieron felices.
Unos días vivieron felices, hasta el lunes en que apareció, a la hora de la siesta, el parroquiano gordo. Era extraordinariamente voluminoso, de una gordura floja, que amenazaba con derramarse y caerse; tenía los ojos difusos, la tez pálida, la papada descomunal. La silla, la mesa, el cafecito y la caña quemada que pidió, parecían minúsculos. Arévalo comentó:
—Yo lo he visto en alguna parte. No sé dónde.
—Si lo hubieras visto, sabrías dónde. De un hombre así nada se olvida —contestó Julia.
—No se va más —dijo Arévalo.
—Que no se vaya. Si paga, que se quede el día entero. Se quedó el día entero. Al otro día volvió. Ocupó la misma mesa, pidió caña quemada y café.
—¿Ves? —preguntó Arévalo.
—¿Qué? —preguntó Julia.
—Es el nuevo hombrecito.
—Con la diferencia… —contestó Julia, y rió.
—No sé cómo ríes —dijo Arévalo—. Yo no aguanto. Si es policía, mejor saberlo. Si dejamos que venga todas las tardes y que se pase las horas ahí, callado, mirándonos, vamos a acabar con los nervios rotos, y no va a tener más que abrir la trampa y caeremos adentro. Yo no quiero noches en vela, preguntándome qué se propone este nuevo individuo. Yo te dije: siempre habrá uno…
—A lo mejor no se propone nada. Es un gordo triste… —opinó Julia—. Yo creo que lo mejor es dejar que se pudra en su propia salsa. Ganarle en su propio juego. Si quiere venir todos los días, que venga, pague y listo.
—Será lo mejor —replicó Arévalo—, pero en ese juego gana el de más aguante, y yo no doy más.
Llegó la noche. El gordo no se iba. Julia trajo la comida, para ella y para Arévalo. Comieron en el mostrador.
—¿El señor no va a comer? —con la boca llena, Julia preguntó al gordo.
Éste respondió:
—No, gracias.
—Si por lo menos te fueras —mirándolo, Arévalo suspiró.
—¿Le hablo? —inquirió Julia—. ¿Le tiro la lengua?
—Lo malo —repuso Arévalo— es que tal vez no te da conversación, te contesta sí, sí, no, no.
Dio conversación. Habló del tiempo, demasiado seco para el campo, y de la gente y de sus gustos inexplicables.
—¿Cómo no han descubierto esta hostería? Es el lugar más lindo de la costa —dijo.
—Bueno —respondió Arévalo, que desde el mostrador estaba oyendo—, si le gusta la hostería es un amigo. Pida lo que quiera el señor: paga la casa.
—Ya que insisten —dijo el gordo— tomaré otra caña quemada.
Después pidió otra. Hacía lo que ellos querían. Jugaban al gato y al ratón. Como si la caña dulce le soltara la lengua, el gordo habló:
—Un lugar tan lindo y las cosas feas que pasan. Una picardía. Mirando a Julia, Arévalo se encogió de hombros resignadamente.
—¿Cosas feas? —Julia preguntó enojada.
—Aquí no digo —reconoció el gordo— pero cerca. En los acantilados. Primero un automóvil, después otro, en el mismo punto, caen al mar, vean ustedes. Por entera casualidad nos enteramos.
—¿De qué? —preguntó Julia.
—¿Quiénes? —preguntó Arévalo.
—Nosotros —dijo el gordo—. Vean ustedes, el señor ese del Opel que se desbarrancó, Trejo de nombre, tuvo una desgracia, años atrás. Una hija suya, una señorita, se ahogó cuando se bañaba en una de las playas de por aquí. Se la llevó el mar y no la devolvió nunca. El hombre era viudo; sin la hija se encontró solo en el mundo. Vino a vivir junto al mar, cerca del paraje donde perdió a la hija, porque le pareció —medio trastornado quedaría, lo entiendo perfectamente— que así estaba más cerca de ella. Este señor Trejo —quizás ustedes lo hayan visto: un señor de baja estatura, delgado, calvo, con bigotito bien recortado y anteojos— era un pan de Dios, pero vivía retraído en su desgracia, no veía a nadie, salvo al doctor Laborde, su vecino, que en alguna ocasión lo atendió y desde entonces lo visitaba todas las noches, después de comer. Los amigos bebían el café, hablaban un rato y disputaban una partida de ajedrez. Noche a noche igual. Ustedes, con todo para ser felices, me dirán qué programa. Las costumbres de los otros parecen una desolación, pero, vean ustedes, ayudan a la gente a llevar su vidita. Pues bien, una noche, últimamente, el señor Trejo, el del Opel, jugó muy mal su partida de ajedrez.
El gordo calló, como si hubiera comunicado un hecho interesante y significativo. Después preguntó:
—¿Saben por qué? Julia contestó con rabia:
—No soy adivina.
—Porque a la tarde, en el camino de la costa, el señor Trejo vio a su hija. Tal vez porque nunca la vio muerta, pudo creer entonces que estaba viva y que era ella. Por lo menos, tuvo la ilusión de verla. Una ilusión que no lo engañaba del todo, pero que ejercía en él una auténtica fascinación. Mientras creía ver a su hija, sabía que era mejor no acercarse a hablarle. No quería, el pobre señor Trejo, que la ilusión se desvaneciera. Su amigo, el doctor Laborde, lo retó esa noche. Le dijo que parecía mentira, que él, Trejo, un hombre culto, se hubiera portado como un niño, hubiera jugado con sentimientos profundos y sagrados, lo que estaba mal y era peligroso. Trejo dio la razón a su amigo, pero arguyó que si al principio él había jugado, quien después jugó era algo que estaba por encima de él, algo más grande y de otra naturaleza, probablemente el destino. Pues ocurrió un hecho increíble: la muchacha que él tomó por su hija —vean ustedes, iba en un viejo automóvil, manejado por un joven— trató de huir. «Esos jóvenes», dijo el señor Trejo, «reaccionaron de un modo injustificable si eran simples desconocidos. En cuanto me vieron, huyeron, como si ella fuera mi hija y por un motivo misterioso quisiera ocultarse de mí. Sentí como si de pronto se abriera el piso a mis pies, como si este mundo natural se volviera sobrenatural, y repetí mentalmente: No  puede ser, no puede ser». Entendiendo que no obraba bien, procuró alcanzarlos. Los muchachos de nuevo huyeron.
El gordo, sin pestañear, los miró con sus ojos lacrimosos. Después de una pausa continuó:
—El doctor Laborde le dijo que no podía molestar a desconocidos. «Espero», le repitió, «que si encuentras a los muchachos otra vez, te abstendrás de seguirlos y molestarlos». El señor Trejo no contestó.
—No era malo el consejo de Laborde —declaró Julia—. No hay que molestar a la gente. ¿Por qué usted nos cuenta todo esto?
—La pregunta es oportuna —afirmó el gordo—: atañe el fondo de nuestra cuestión. Porque dentro de cada cual el pensamiento trabaja en secreto, no sabemos quién es la persona que está a nuestro lado. En cuanto a nosotros mismos, nos imaginamos transparentes; no lo somos. Lo que sabe de nosotros el prójimo, lo sabe por una interpretación de signos; procede como los augures que estudiaban las entrañas de animales muertos o el vuelo de los pájaros. El sistema es imperfecto y trae toda clase de equivocaciones. Por ejemplo, el señor Trejo supuso que los muchachos huían de él, porque ella era su hija; ellos tendrían quién sabe qué culpa y le atribuirían al pobre señor Trejo quién sabe qué propósitos. Para mí, hubo corridas en la ruta, cuando se produjo el accidente en que murió Trejo. Meses antes, en el mismo lugar, en un accidente parecido, perdió la vida una señora. Ahora nos visitó Laborde y nos contó la historia de su amigo. A mí se me ocurrió vincular un accidente, digamos un hecho, con otro. Señor: a usted lo vi en la Brigada de Investigaciones, la otra vez, cuando lo llamamos a declarar; pero usted entonces también estaba nervioso y quizá no recuerde. Como apreciarán, pongo las cartas sobre la mesa.
Miró el reloj y puso las manos sobre la mesa.
—Aunque debo irme, el tiempo me sobra, de modo que volveré mañana. —Señalando la copa y la taza, agregó—: ¿Cuánto es esto?
El gordo se incorporó, saludó gravemente y se fue. Arévalo habló como para sí:
—¿Qué te parece?
—Que no tiene pruebas —respondió Julia—. Si tuviera pruebas, por más que le sobre tiempo, nos hubiera arrestado.
—No te apures, nos va a arrestar —dijo Arévalo cansadamente—. El gordo trabaja sobre seguro: en cuanto investigue nuestra situación de dinero, antes y después de la muerte de la vieja, tiene la clave.
—Pero no pruebas —insistió Julia.
—¿Qué importan las pruebas? Estaremos nosotros, con nuestra culpa. ¿Por qué no ves las cosas de frente, Julita? Nos acorralaron.
—Escapemos —pidió Julia.
—Ya es tarde. Nos perseguirán, nos alcanzarán.
—Pelearemos juntos.
—Separados, Julia; cada uno en su calabozo. No hay salida, a menos que nos matemos.
—¿Que nos matemos?
—Hay que saber perder: tú lo dijiste. Juntos, sin toda esa pesadilla y ese cansancio.
—Mañana hablaremos. Ahora tienes que descansar.
—Los dos tenemos que descansar.
—Vamos.
—Sube. Yo voy dentro de un rato.
Julia obedeció.

Raúl Arévalo cerró las ventanas y las persianas, ajustó los pasadores, uno por uno, cerró las dos hojas de la puerta de entrada, ajustó el pasador, giró la llave, colocó la pesada tranca de hierro.
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Published on July 30, 2014 17:34