Carlos Martín Briceño's Blog, page 8

March 6, 2014

Juan García Ponce o la supremacía del erotismo

el gatoTenía doce años cuando leí Encuentros de García Ponce. El libro, una edición rústica del Fondo de Cultura Económica, que incluía los relatos El gato, La plaza y La Gaviota, llegó a mis manos inesperadamente, tal como el gato gris – leimotiv de la primera historia– llega a la vida de D, el protagonista.


Cito:


“El gato apareció un día y desde entonces siempre estuvo allí. No parecía pertenecer a nadie en especial, a ningún departamento, sino a todo el edificio. Incluso su actitud hacía suponer que él no había elegido el edificio, haciéndolo suyo, sino el edificio a él, tal era su adecuación con la que su figura se sumaba a la apariencia de los pasillos y escaleras. Fue así como D empezó a verlo, por las tardes, al salir de su departamento, o algunas noches al regresar a él, gris y pequeño, echado sobre la esterilla colocada frente a la puerta del departamento que ocupaba el centro del pasillo en el segundo piso.”


Aquel libro de cuentos –ajado, ligeramente amarillento – ya había pasado ante la luz de varios ojos antes de llegar a mí y la persona que me lo recomendó me hizo prometer que yo debía seguir con la cadena, como si el volumen fuese una figura paralela al felino garciaponciano, un animal que no debía someterse a los mandatos de nadie porque su magnetismo erótico estribaba, sobre todo, en su independencia.


Leí, lo recuerdo perfectamente, los cuentos en el orden propuesto: Gato, Plaza Gaviota. El primer relato me deslumbró, y definió en mi subconsciente, ahora lo sé, la línea erótica que años después caracterizaría mi labor como cuentista. En cuanto a La Plaza, una historia de fuerte carga nostálgica sobre un viejo que busca su identidad en la plaza central de la ciudad donde transcurrió su infancia, me sirvió para entender que cuando uno escribe sobre su origen, no obstante la fuerte carga emocional que conlleva, debe de tratar de ser “regionalmente universal”. Pero fue, sin duda, La Gaviota, esa nouvelle que narra la iniciación sexual de una pareja de adolescentes de la alta clase media (el hombre yucateco, la mujer extranjera) que pasan la “temporada” en el litoral yucateco, la que verdaderamente me atrapó. Detrás de su belleza luminosa y su paisajismo bucólico, subyace –como quería Ernest Hemingway- una historia terrible de poder y dominación. Cuando Luis, el protagonista, molesto porque aún no concreta su amor físico con Katina, dispara el fusil y mata a la gaviota que planea sobre sus cabezas, Katina lo rasguña y lo golpea hasta que el otro, en defensa, acaba por dominarla e inmediatamente, poseerla. Para entonces, la gaviota habrá resucitado, hecho alegórico que Juan García Ponce pretende convertir en una sentencia concreta: después de la violencia es posible que surjan los verdaderos amantes.


juangarciaponcePor otra parte, debido a la complejidad de su pensamiento y a su permanente alusión a la independencia debemos ver a Juan como un ser complejo en todas sus perspectivas. Desde su relación con la muerte, con la que estuvo conviviendo desde mediados de los años sesenta por causa de su terrible esclerosis múltiple, hasta su permanente alusión al erotismo, marea que va y regresa en casi todas sus narraciones.


Juan, dice Christopher Domínguez Michael, “es un pornógrafo al mismo tiempo que un pedagogo: nos enseñó a leer a Robert Musil, a Pierre Klossowski o a Georges Bateille para que tuviésemos las llaves de su propio reino milenario”. Reino, que en mi opinión fascina a los lectores que se atreven a descubrirlo en su totalidad.


Por eso me causa gracia que aquí en Mérida, la ciudad que le vio nacer, a diez años de su fallecimiento y después de tantos estudios que se han hecho sobre su literatura, la obras más conocidas de García Ponce sigan siendo sus trabajos costumbristas (Alrededor de las anémonas, El canto de los grillos, La feria distante, Feria al anochecer, La Plaza, Mi nana, La casa en la playa, La gaviota, El nombre olvidado…) como si Juan fuese nada más un paisajista de la circunstancia que le tocó vivir. Y el origen de este desaguisado nace, muy probablemente, cuando la Universidad Autónoma de Yucatán, en 1997, decidió editar dos colecciones de textos de García Ponce para darlo a conocer en la comunidad yucateca. Curiosamente, los encargados de la edición tuvieron el cuidado de seleccionar solamente cuentos que cumplieran con los cánones que dictan las buenas conciencias. De hecho, en la contraportada del par de colecciones referidas, tituladas con simpleza Obras de un escritor yucateco sobre su tierra I y II, se lee lo siguiente:


“La literatura de Juan García Ponce nos eleva a la dimensión de la añoranza, a recuperar la unidad perdida después de la infancia o de cualquier época de la vida. Nos hace ver, además, del paisaje físico, el paisaje espiritual del recuerdo.


Así, en La casa en la playa, todos somos un poco Elena, Martha, Rafael, Eduardo, Don Miguel, Celia, Lorenzo. Personajes que se desdibujan y dibujan en nuestra conciencia y nos hacen querer aprehender esos instantes que alguna vez hemos vivido y que quisiéramos que permanecieran vivos, presentes y eternos para siempre.


la-gaviotaGarcía Ponce en La Gaviota da muestra de su capacidad y poder para iluminar paisajes, playas, arenas, dunas, ciénegas, espumas, aves y toda esa geografía material y espiritual nuestra: luminosa.


La literatura del asombro, de la palabra brilladora y misteriosa que nos revela mundos inéditos impalpables es lo que matiza la narrativa de García Ponce en El nombre olvidado


Cierto, muy cierto y no lo discuto: él escribía como quien contempla. En Juan vivía un voyeur natural al que hay que leer con calma, pues solo así puede llegar a paladearse su prosa a profundidad. Y de esa contemplación surge, sin duda, el paisajismo literario que pondera la UADY. Pero mal haríamos en quedarnos nada más con esta faceta del maestro, sería equivalente a acudir al desayuno-buffete del Hotel Fiesta Americana de Mérida y llenarnos con las frutas tropicales, omitiendo, deliberadamente o por descuido, la sabrosísima cochinita pibil, los aromáticos panuchos o los policromos huevos motuleños.


Juan escribía, pues, como quien contempla. Así lo hacían también los personajes de sus cuentos, esos que ensalzan, por encima de otros placeres, los privilegios de la vista


Como Arturo, por ejemplo, el voyeurista del cuento Rito, quien mira a su novia hacer el amor con el invitado en turno.


“El único testigo es la mirada de Arturo y su signo es el silencio. Si cerrara los ojos, Liliana y el invitado desaparecerían, pero aún a través de sus ojos cerrados él sabría que los cuerpos de ellos seguirían existiendo y la mirada, en cambio, le permite participar de esa ceremonia en la que los oficiantes ignoran al espectador pero lo han aceptado antes de iniciar el rito dentro del que se pierden. Hay una inexplicable cercanía a través de la renuncia a sí mismo de él y su pérdida en esa fascinación de la que Liliana no participa más que por medio del abandono de sí que la entrega sin que la voluntad intervenga”.


O como Jorge, el protagonista de Imágenes de Vanya, cuando le propone a ésta que se quite la blusa delante de todos.


“-Quítate la blusa – propuso Jorge cuando ya estaba lo suficientemente borracho.


-¡Ay, Jorge, cómo te atreves a proponer cosas así, tan desusadas!- contestó Vanya y se apartó de él.


Jorge la siguió con la vista después de encogerse de hombros ante su respuesta. Bebió más, habló de historia sin tratar de cambiar el tono de la reunión y desde lejos siguió observando a Vanya mientras ella escuchaba todo con un supuesto interés y no comentaba nada.”


O como la señora Kivi, cuando mira lenta, cuidadosa, ávidamente las fotografías de María desnuda en Descripciones


“Ella cruzó la pierna y se puso una mano sobre la evidente rotura en sus medias oscuras antes de responder:


-María se ve muy guapa-


-Lo es también en la vida real. Dime algo sobre las fotografías –insistió Jaime.


-Está desnuda en muchas – comentó Kivi, sacando brevemente la lengua para mojarse los labios y mirando primero a María y luego a Jaime con la misma atención puesta en sus brillantes y hermosos ojos oscuros puesta al repasar las fotografías. A ella también le satisfacía la insistencia de Jaime.”


O como Santiago cuando observa con deleite en Ninfeta, la figura tierna y bella de Enedina, la hija preadolescente de Carola, su pareja.


“No obstante, Carola, la adorable Carola se desabrochó la parte superior del bikini al ponerse de espaldas y su hija la imitó. Había que admitir que la espalda, las caderas, las piernas de Carola eran bonitas. ¡Pero que comparación con la delicada espalda bajo cuya piel casi podía advertirse la columna vertebral, las estrechas caderas, las piernas apenas adolescentes de Enedina!”


O finalmente Como D, el protagonista de El gato, que se extasía al observar al pequeño felino, cuando éste camina sobre su la desnudez de su mujer, posando sus patas delicadas sobre el vientre o los pechos.


“Al sentir el peso del animal, su amiga retiró el brazo de su cara y abrió los ojos con un gesto de reconocimiento, como si se imaginara que la que la había tocado era la mano de D. Sólo al verlo de pie frente a la cama bajó la vista y reconoció al gato. Éste estaba inmóvil sobre su cuerpo, pero al verlo ella hizo un movimiento, sorprendida, y la pequeña figura gris rodó a su lado, sobre la cama, donde se quedó quieta de nuevo, incapaz de moverse.”


nocheVisto lo anterior, no me parece casual que al escritor lo hayan calificado alguna vez de pornográfico y que la Universidad haya censurado varias de sus obras. Juan, ya lo hemos dicho, fue un escritor erótico que se anticipó a su tiempo y que no condescendió ante la autocensura de su obra. Establecería, desde sus dos primeros libros –La Noche e Imagen primera- publicados en 1963, una minuciosa distancia con los portadores del estandarte de la buena conciencia. La incomunicación, la muerte, el deseo, la otredad, el nihilismo, el mal, la traición, la locura. Todos estos grandes conceptos. Nada escapa a la pluma irreverente del yucateco, ganador del premio de literatura Juan Rulfo en el 2001, sin duda el narrador yucateco más importante de la segunda mitad del siglo XX, y tal es la fuerza descriptiva de sus relatos que dos de ellos fueron llevados al cine con éxito: Amelia y Tajimara. Éste último por el célebre director Juan José Gurrola, amigo cercano de Juan.


Las mujeres de García Ponce, gozan de la seducción que ejercen en los hombres. Toda su obra es un gran deseo. “Quiero que me cojan todo el día y toda la noche”. Así es como empieza su novela Crónica de una intervención. Y Juan parece confirmarlo con sus palabras cuando dice que “No hay belleza más admirable que la de la mujer que viene de entregarse a un tercero y esa entrega se la ofrece al hombre que ama que acepta que la única fidelidad posible es la que ella guarda a sus deseos y a su disponibilidad”


Leer a García Ponce es enfrentarse a los fantasmas recurrentes de la cultura latinoamericana, es aspirar el aliento universal de la literatura, es dejarse envolver con su energía liberadora.


Me complace formar parte de la familia literaria que pactó con García Pone el compromiso de recuperar, a través de lo erótico, ese tiempo de construcciones atrevidas en el páramo de los desafectos.


Quizás nos es más que una parte de nosotros mismos, le dice D a su mujer en el párrafo final de El Gato cuando escucha los maullidos lastimeros del felino detrás de la puerta. Estoy seguro que Juan, al igual que el pequeño animal gris, a diez años de su fallecimiento, a través de su literatura, forma parte ya de nuestras vidas.


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Published on March 06, 2014 14:53

February 28, 2014

Zona libre

“En casa esperaron las noticias del viaje (Agustín Labrada)”


cafetalesUna mujer de vestido rojo levanta el pulgar pidiendo aventón. Era peligroso detenerse en aquella desolada carretera; él lo sabía, pero prefiere arriesgarse antes que continuar el viaje cabeceando. Las cervezas del almuerzo, sumadas al calor de la tarde, comienzan a provocarle un sueño graso como el puchero de tres carnes que recién ha comido en la fonda con techo de paja que le recomendaron. Y ni siquiera pensar en un descanso. No puede llegar tarde a la cita. El presidente municipal de Río Hondo fue muy claro: tres en punto, amigo, si llega después, olvídese del negocio.


Sin analizarlo mucho, detiene el auto en una cuneta y espera con el motor encendido a que la mujer asome su cabeza sudorosa por la ventanilla. El pelo lacio, falsamente rubio, la nariz grande y la cara flácida, excesivamente maquillada, le recuerdan los ariscos perros afganos que su abuela acostumbraba criar para vender cuando él era niño.


—¿Me llevas? —la voz, pastosa de tabaco, pretende ser sexi.


“Carajo, se veía más joven de lejos”.


—Claro —contesta con amabilidad fingida. Quita el seguro de la puerta.


Mientras conduce, siente el dulzor del penetrante perfume con el que intenta disimular el tufo de la pobreza. Estornuda dos veces. Continúa manejando sin abrir la boca. Ella se seca el sudor de la frente con un clínex y cruza la pierna.


“Aguanta la vieja”.


Había andado por estas carreteras solitarias desde que comenzó a trabajar para la John Deere como agente de ventas y conocía bastante bien el ambiente. La mayor parte de los habitantes de estas rancherías eran seres de médula podrida, individuos venidos del norte hasta esta frontera olvidada huyendo del narco o de líos con la ley y que, nada más agarrar confianza, volvían a sumergirse en la misma mierda. El tiempo le había enseñado que si no quería terminar como su antecesor, con la garganta cercenada por un desconocido, debía de andarse con cuidado e intimar lo menos posible con esta gente. Pero tampoco era cosa de volverse paranoico. Tenía que despabilarse para llegar a tiempo.


—¿Vas hasta Río Hondo? —pregunta ella. Un leve olor a ron envuelve su aliento.


—Debo estar allí antes de las tres.


La mujer alarga la mano hacia el radio.


—¿Puedo?


El hombre alza los hombros en señal de indiferencia.


 


Quisiera ser un pez


Para tocar mi nariz en tu pecera


Y hacer burbujas de amor por dondequiera


Pasar la noche en vela


Mojado en ti



Juan Luis Guerra rompe el silencio con una suave bachata. Ella comienza a tararear y a ondular el cuerpo como cobra encantada.


—Adoro esta canción.


—Ajá.


—Me recuerda un amor que tuve hace mucho.


—Ajá.


—Oye —pone una mano sobre la pierna de él—: estás muy serio.


—Estoy manejando.


Súbitamente, la mujer desabotona su blusa y se saca las tetas del brasier. Él la observa perplejo.


—¿No te gustaría parar por ahí y juguetear un rato con este par de niñas? Anda, ayúdame con lo que tengas. No te vas a arrepentir. La vamos a pasar bien.


El frenazo hace que se vayan hacia adelante. Estuvieron a punto de estrellarse contra un tráiler detenido en la carretera.


—¡Putísima! ¡Casi chocamos! —vuelve a acomodarse los senos adentro del sostén.


—¿Nunca has visto un par de buenas chichas?


“Hija de la chingada, ¿por qué carajos la subí?”


—¿Y si te la chupo tantito? —vuelve la mujer a la carga—. Anda, no te vas a arrepentir. Se arrima al hombre y trata de bajarle el cierre de la bragueta.


—¡Quieta!


—¿Qué pasa? ¿Eres puto o qué?


El hombre no contesta, mira alternativamente el reloj en el tablero del automóvil (cuarto para las tres) y el mensaje en la señal de la carretera (Río Hondo, 20 kilómetros).


—Deja de estar jodiendo. No puedo perder un minuto.


La mujer tuerce la boca.


—Bájame aquí —intenta abrir la puerta.


Al hombre se le enciende la cara de furia.


—¿Estás pendeja? ¿Quieres matarte? —disminuye la velocidad.


—Para o abro.


Otro frenazo. Ella se va para adelante. Sus mentadas de madre suben de intensidad. Ya con medio cuerpo fuera del auto, exige:


—Dame algo, por la compañía.


El hombre menea la cabeza y farfulla un insulto al tiempo que saca un billete de cincuenta pesos de su cartera. El rostro de ella se ilumina. Toma el dinero y pone un instante la mano sobre el sexo del tipo.


—Nos estamos viendo, adiosito.


La observa alejarse meneando el culo. Busca la hora en el reloj: diez para las tres. Tiene el tiempo justo.


Pisa el acelerador a fondo.


 


Cuando entró a la cantina, ya lo estaban esperando. El bochorno en aquel galerón, pese a los ventiladores de techo que giraban con fuerza, era insoportable. El olor a humedad minaba el sitio.


Su anfitrión se puso de pie. Era un individuo moreno, regordete y chaparro, de cara redonda y pelos lacios, con unos dientes disparejos y una falsa sonrisa permanente en el rostro. Le dio la mano. Enseguida llamó a un mesero y ordenó cerveza y tequila.


—Le agradezco su puntualidad, ingeniero. Tengo una junta con el dirigente local de los cañeros y debo salir pronto.


El presidente era un buen ejemplo de lo “bondadoso” que podía llegar a ser el partido con sus correligionarios obedientes en aquel estado sureño. A punto de terminar su período, lo esperaba ya una senaduría. Para salir por todo lo alto, tuvo la ocurrencia de diseñar un ambicioso programa para cultivar café orgánico en la zona.


—Mi idea, ingeniero, es convertir a los campesinos en empresarios. El mercado de los productos orgánicos es cada vez más importante —dio un largo trago a su cerveza—. Tengo el visto bueno del gobernador y como le dije por teléfono, el presupuesto.


El hombre bebió de su tequila y se arrellanó en su asiento. Sonrió a medias.


Pinches políticos corruptos, sería tan sencillo ir al grano… Pero no, les encanta hacerse a los pendejos. Los conozco perfectamente. ¿En verdad pensará que me trago el cuento?


Detuvo un momento su reflexión. Vio las botellas de vodka y whisky de importación que menudeaban en las mesas y recordó que aún debía pasar a la zona libre a comprar los encargos de su mujer. Se acercaba diciembre. La sorprendería con una bola de queso holandés y el árbol artificial de Navidad más grande que encontrase.


—Presi, sin duda la idea es excelente. El clima y la tierra de esta parte del país son ideales, ¿cómo no se le había ocurrido antes a nadie? —trató de parecer amable.


—Lo ignoro, ingeniero. Lo que sí le puedo decir, es que usted y yo vamos a hacer historia.


Fue entonces cuando el hombre juzgó que era momento de soltar su perorata sobre las bondades de la maquinaria John Deere y la forma en que había ayudado a aumentar la producción en la zona cafetalera de Veracruz. Y aunque estaba seguro que, más temprano que tarde, las despulpadoras quedarían olvidadas entre la maleza y los campesinos igual de jodidos que siempre, al terminar hurgó en su carpeta y colocó el contrato encima de la mesa.


—Revise las cifras —los números lanzaron destellos en medio de la oscuridad del bar—, como quedamos, presi.


La sonrisa del funcionario se volvió más amplia. Tomó el documento y examinó minuciosamente el contenido. Varias veces frunció el entrecejo. Por un momento el hombre pensó que iba a tener que transar de nuevo el porcentaje, pero cuando su anfitrión firmó sin objetar nada, sus temores se disiparon.


—Salud, ingeniero —levantó su caballito de tequila y bebió.


—Salud.


—El balón está de su lado —agregó el político, a manera de despedida, poniéndose de pie.


Le estrechó la mano. Luego lo vio caminar hacia la puerta saludando parroquianos. Pidió más tequila. Se sentía bien consigo mismo. Hizo cuentas. Por fin saldría de sus problemas económicos.


 


 


Rojo. La visión fugaz a la sombra de aquel algarrobo lo obliga a detenerse. Mete la palanca de reversa. Ahora tiene todo el tiempo del mundo.


—¿Otra vez tú? —la mujer se acerca a la ventana.


—Súbete.


Empieza a oscurecer. El hombre conduce lentamente. No tiene ninguna prisa por salir a la carretera principal. Es más sencillo escoger un lugar adecuado en las afueras del pueblo. Además, el tequila le ha aletargado el cerebro. Se fija en los muslos descubiertos y no puede reprimir las ganas de alargar la mano y acariciar por debajo del vestido. La mujer cierra las piernas, se echa a reír grotescamente.


—¡Si no compra no magulle! —sus carcajadas retumban en el interior del coche.


El otro la secunda, ríe con más fuerza. Deduce que ella también ha bebido. Está contento. Pronto tendría en su cuenta una cantidad mayor a la que gana en un año rompiéndose la madre, comiendo cualquier cosa en cualquier fonda, manejando día y noche por estos pueblos de mierda donde vive gente de mierda. Dobla hacia la derecha y entra a un camino de terracería que termina en un maizal. Las plantas, robustas y verdes, alineadas marcialmente, le parecen casi artificiales. Detiene el auto. Ya es de noche. Hay un silencio abrumador. El único sonido que les llega es el zumbar de los grillos que arrecia de cuando en cuando. La mujer se ha puesto seria.


—¿Por qué no enciendes el radio? —con los dedos de uñas larguísimas, pulsa el botón de encendido y se avoca a buscar una canción de su agrado.


—Nomás.


—¡Luis Miguel! —aplaude como si el artista estuviera cantando en vivo para ella—. ¿Te gusta? A mi hija le fascina.


—No está mal.


—Oye, van a ser quinientos, ok? —dirige la mano hacia el sexo del conductor.


Ok —echa para atrás el asiento.


—No te vas a arrepentir —comienza a bajar el cierre de la bragueta.


El hombre entrecierra los ojos. Se ve a sí mismo encima de ese cuerpo ajado y piensa que no le gustaría clavársela. Lo mejor es dejarse hacer. Siente cómo esos dedos de uñas falsas y rojas van acariciando, abriéndose camino con destreza. Luego la boca húmeda que parece conocer a la perfección las áreas sensibles. ¿Sería posible contratarla para darle unas clasecitas a su esposa? No te vas a arrepentir, no te vas a arrepentir, no te vas a arrepentir. De pronto, un ruido como de ramas secas que se quiebran lo arranca de su marasmo. Abre los ojos y alcanza a distinguir entre el maizal las sombras de varios hombres que se acercan con rapidez al coche. Empuja con brusquedad a la mujer. La culata de un rifle se estrella contra su ventana.


 


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Published on February 28, 2014 12:48

Autoservicio

walLa Cherokee está detenida a un costado de la vieja carretera que lleva al puerto. Es una vía poco transitada, perfecta para las intenciones que llevan. Ya de salida, a instancias del muchacho, el hombre se animó a comprar una botella de tequila barato y unos vasos desechables. El sabor terroso de la bebida ha invadido sus papilas y comienza a marearlo.


Fervoroso por el alcohol, el muchacho no ha parado de hablar desde que subió a la camioneta. Llegó hace unos días de la capital con la intención de seguirse a Playa del Carmen. Allá, dice, lo espera un empleo que le hará ganar muchos billetes verdes como animador en un All Inclusive de cinco estrellas. Bebe con avidez, de cuando en cuando eructa y se limpia la boca húmeda con el dorso de la mano.


El hombre observa los brazos lampiños, fuertes, bronceados e imagina cuántas horas de gimnasio le han de costar. Se le dificulta ver la imagen de este joven tan varonil dando clases de aeróbicos a extranjeros junto a una piscina recién clorada.


—A mis padres no les importa lo que haga, ni siquiera saben dónde estoy —dice, antes darle un nuevo trago a su bebida.


El hombre lo escucha sin prestar mucha atención. Su mente regresa a una caballeriza apestosa a boñiga, donde algunos tablones se han dispuesto para salvar el excremento, y en la que uno de sus primos mayores y él han decidido entrar a cambiarse de ropa para meterse al mar. El siseo de las olas llega hasta sus oídos junto con la voz que murmura: vamos, se siente bien rico, date la vuelta, es lo que sigue. Así hasta que el sonido hueco de pasos que se aproximan le da valor para zafarse, no como Rodrigo ahora, el muy puto ha venido hasta aquí por su voluntad, sin que lo presionen, sin susurros en el oído ni nada.


—¿Tiene cigarros?


Señala la guantera por respuesta. Gracioso que a estas alturas le siga hablando de usted. Media hora antes, sin gota de retraimiento, el muchacho lo había abordado por sorpresa. Fue mientras escogía el cereal Nesquick Duo con chocolate blanco que tanto le gusta a Chema, su hijo menor.


Me llamo Rodrigo, dijo, y tendió una gruesa mano, al tiempo que sonreía con sus dientes grandes y blancos.


—¿Viene solo?


La pregunta, desde un principio, parecía tener doble intención. Pudo ignorarlo, dejarlo ahí, pero reflexionó: son pendejadas mías, figuraciones.

—¿Qué no ves?


—¿No le molesta si platicamos?


¿Platicar?, recuerda haberse cuestionado. ¿Qué iba a platicar con este cabroncito que podría ser su hijo? Se serenó, pero Rodrigo —alto, rubio, barbilampiño, un lunar cerca de la boca— lo había puesto nervioso. Era el mismo con el que cruzó miradas al entrar al autoservicio y al que luego descubriría deambulando por los pasillos.


Tengo prisa, amigo, es domingo, mi mujer me espera para cenar, debió decir, pero en lugar de eso se olvidó de la lista de compras y, dejándose conducir por la vanidad, accedió.


Se lleva el vaso a la boca, el licor quema su garganta. Tanta plática comienza a hartarle. No ha venido hasta aquí para hacerla de psicoanalista, tuvo un fin de semana largo, demasiado alcohol, desearía acabar pronto, largarse cuanto antes. Basta ya de hacerse pendejos.

—Ven, acércate —ordena.


Toma la mano izquierda a su acompañante. Jalonea un poco hasta que consigue colocarla encima de la hinchazón bajo la bragueta.

—Esto buscas, ¿verdad Rodrigo?


El otro no dice nada, aprisiona la entrepierna. Sin embargo trasluce nerviosismo, sus ojos escudriñan los alrededores.


—Tengo ganas de orinar —abre, librándose, la portezuela.


—Anda, ve, prepárate… Pu-ti-to —suelta el adjetivo con desprecio, lentamente, remarcando, para dejar en claro quién domina a quién.


El joven se adentra en el monte. Bajo sus pasos crujen algunas ramas secas. En la camioneta el hombre enciende un cigarro, da dos fumadas, aspira hondo y, en tanto el humo invade sus pulmones, entrecierra los ojos cuando le parece escuchar el chorro fuerte de orina joven sobre la hierba. Una punzada de electricidad trepa por sus ingles. Su cerebro regresa otra vez a la caballeriza húmeda, hedionda; el olor en el recuerdo lo altera, lo catapulta hacia este instante, el ansia royéndole el sexo, la respiración que se acelera. Al cabo los sonidos de la noche y el tequila lo relajan, quisiera abandonarse pero necesita permanecer despierto, los sentidos bien abiertos para lo que vendrá. Hubo un tiempo en que se creyó a salvo, ajeno a esta avidez de la que nadie, excepto él y el psiquiatra que alguna vez se animó a consultar, conoce.


“No tiene porqué angustiarse, lo importante es el rol que decida adoptar en la vida. No hay nada que la medicina moderna desconozca”. Hijo de puta. Lo mantuvo dopado y confundido mucho tiempo. Da una nueva calada al cigarro antes de aplastar la colilla en el cenicero. Entonces comienza a sentir pesados los párpados, la cabeza embotada. ¿Por qué no ha vuelto este cabroncito? Se está haciendo tarde. Abre la puerta y sale a buscarlo.


Pero en cuanto enfrenta la noche se tambalea. En su afán por no caer se recarga en la parte trasera de la camioneta. A duras penas consigue abrir una portezuela donde se deja ir encima de las bolsas del supermercado. El cereal Nesquick Duo se desparrama. Un olor picante a vainilla y chocolate invade la cabina. Le falta el aire, la vista ha comenzado a nublársele.


—¡Auxilio! —su grito atrae por fin al joven.


—¿Qué pasa?


—Ayúdame, por favor.


—¿Se siente mal?


—Parece que el tequila…


—¿Está de verdad mareado o sólo quiere sentirme cerca? —le acaricia la cabeza, lo mira con lástima.


Con mucha dificultad el hombre se incorpora. Observa la sonrisa que domina el rostro de niño, los dientes blancos y grandes.


—Algo le pusiste a mi vaso, cabrón.


—Relájese. Pu-ti-to.


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Published on February 28, 2014 08:35

February 25, 2014

El calor y sus deleites

Entrevista con Eugenia Montalván para Tierra Adentro


carlos martin leyendoEn Mérida, a veces en invierno nos sentimos como si fuera pleno verano; hoy es un día de ésos, y a Carlos Martín Briceño le encanta este clima bondadoso. Por más alterado que esté el termómetro universal, él sabe que en Yucatán casi siempre se disfruta de mañanas soleadas, diáfanas y electrizantes ¡Odia el frío! Al abrir los ojos, sonrió pensando que lo esperaba una junta de trabajo; también disfruta su papel de ejecutivo clase A, y le hace feliz tomar su lugar en la empresa y hablar de negocios codo a codo con la gente que mueve el timón de los negocios acá en el Sur de México. Entonces, después de bañarse, se deleitó con las caricias de su nueva rasuradora eléctrica al comprobar que realmente le deja un semblante impecable. También por eso se sintió contento, y con ese ánimo salió a la calle, en su flamante automóvil.


Rin, rin… sonó su celular de repente.


—Oye, Carlos, ya leí tu libro, ¿qué tal si nos vemos hoy y así te hago la entrevista de una vez?—. Ésta soy yo, en llamada de larga distancia, desde el Centro.


—Sí, de acuerdo, ¿está bien a las once?


—Claro, tomamos un café, si quieres.


Carlos vive en el Norte de Mérida, donde el aire circula relajado; mis coordenadas son otras: el primer cuadro de la ciudad, epicentro del caos que arma el transporte público, sobre todo los camiones, en manos de choferes prepotentes. Por supuesto, aceptó que nos viéramos de este lado, pero en un jardín. Se apareció con media hora de retraso, lógicamente comprensible. Traía arremangada la camisa blanca; por unos minutos —con los dos celulares sobre la mesa— asumiría el protagónico y estelar rol de escritor con libro nuevo.


Ficticia le acaba de publicar Moctezuma’s Revenge y otros deleites en la colección Biblioteca de cuento contemporáneo. Yo lo leí la semana pasada, acostada en la hamaca, como si estuviera de vacaciones, en pleno verano.


Sin preámbulos, con el tiempo contado, Carlos me cuenta el trasfondo de uno de los cuentos más picantes de su nuevo libro: “Zona libre”.


—Yo iba en la carretera y de verdad me estaba durmiendo, cuando de buenas a primeras una mujer de vestido rojo levanta el pulgar pidiendo aventón.


Sin analizarlo mucho, Carlos hace alto y ella, rápidamente se trepa, se abre la blusa, le expone los senos y, listo, él le dio 50 pesos o un poco más, quién sabe; la hizo bajar inmediatamente. No tolera la prostitución. El cuento salpica sudor, saliva y otros efluvios. Sin embargo, la trama sexual adquiere otro sentido cuando, al final, se descubre parte de la escena violenta quintanarroense en los límites con Belice.


—Es una frontera olvidada, donde absolutamente todo queda impune. De hecho —confiesa— en la empresa nos pedían que no viajáramos por allá después de las 6 PM. Las instrucciones son claras: No se atrevan a meterse por esa zona de Quintana Roo. Lo que sucede allá no sale en los periódicos.


Este cuento tiene un epígrafe de Agustín Labrada: “En casa esperaron las noticias del viaje” (el verso alude a la historia verídica de un desaparecido). Carlos define a Labrada como un auténtico chetumaleño, si bien es un periodista cubano que reside en esta frontera desde hace más de 20 años, y quien —por cierto— ahora está pensando en residir en Mérida, dadas las restricciones y finiquitos que para el gremio cultural acaba de imponer el gobierno de Borge.


“Matrimonio y mortaja”, en la página 95, es otra de las emocionantes narraciones de este libro y también sobrevuela sucesos reales: puros malos tratos y una alta carga de chantajes, intereses bajos e hipocresía. Claramente vemos a una joven mujer en situación triunfante a punto de enviudar. El marido, rico y exitoso (amigo íntimo del escritor) tiene los minutos contados en la cama de un hospital. Ella ignora que Carlos sabe la verdad:


—Yo nunca le dije relájate, no tienes que fingir, pero sí lo hice a través de las letras. Muchos de mis personajes hacen lo que los seres humanos quisiéramos hacer o dicen lo que quisiéramos decir y no nos atrevemos.


“Moctezuma’s Revenge”, el cuento que da título al libro, es trascendental. Fue Premio Max Aub (2012), y descifra un suceso erótico-sanguinario escalofriante que tuvo lugar entre Mérida, Playa del Carmen y Holbox. Carlos y su noviecita inglesa, llamada Paige —¿qué será de esta joven vida real?— hacen diablura y media sin medir las consecuencias.


De vuelta a la ciudad decidí mandarla a la chingada. ¿Qué necesidad tenía de ser tratado de esta manera? ¿No era yo quien pagaba todo? Me sentía mal conmigo mismo. Ya no era un muchachito. Fu un fin de semana demasiado caro como para terminar haciéndome puñetas.


Martín Briceño no pretende transmitir paz espiritual a sus lectores, lo subraya: “Tengo parientes que me dijeron que, por favor, ni siquiera los invitara a la presentación de mi libro. Piensan que cada vez estoy más enfermo”. Además, una compañera de trabajo le comentó: “soy depresiva y tus cuentos me hacen pensar demasiado, siento que leerte me puede dañar”. Pero eso no es nada. En pleno taller literario, una chava le preguntó: ¿No tiene miedo de que la gente crea que estas historias las ha vivido usted? ¿No le avergüenza? En lo absoluto, le contestó.


—Cualquier escritor que tenga miedo de mostrarse a través de las letras, que mejor no escriba. Si la gente piensa que el personaje central soy yo, no me importa, no tengo ningún problema con eso. No sé si es descaro o callo por el tiempo que llevo escribiendo, pero no. Ahora, otra cosa: para la gente que no me conoce, es difícil relacionarme con el escritor porque trabajo en una empresa.


—Y tienes look de…


—De ejecutivo bien.


Con esta respuesta, obviamente vuelvo a ubicar al escritor en las circunstancias que definí al principio: miembro de la junta yucateca de altos salarios y viajantes. En su pasaporte está estampado el visado chino, por ejemplo, y de allá también se trajo recuerdos…


“Made in China” huele a fritangas y por medio de él vemos el árido paisaje de la gigantesca industria que mueve al mundo; su perspectiva es la de un mexicano sensible consciente del declive:


—He llegado a pensar que la gente ya no debería tener más hijos. Yo fui muy valiente: tuve dos. Lo que se avecina para el mundo es oscuro, y no se trata de un pesimismo a priori, es un pesimismo que va in crescendo. Cada vez la gente está más desencantada de lo que sucede y cómo se desarrollan los pueblos. China es una tristeza, pues en Estados Unidos se respetan los derechos humanos y la ecología, tienen límites, pero en países como China, donde lo único que importa es el crecimiento económico, no tienen límite. Nadie dice nada. Es una dictadura. Si China es el ejemplo a seguir, el mundo está jodido. Mira qué diferente es Japón, pero ¿quién habla ahora de Japón? Se piensa que es un país de viejos, y seguimos el modelo de China porque es lo que quieren las grandes empresas. China se justifica ante los países europeos diciendo que es lo que ellos hicieron hace cien años, ¿es éticamente justificable? Yo creo que no.


—Ahora, en tu opinión, ¿cómo está el medio literario yucateco?


—En Yucatán, a mi juicio, faltan muchos talleres y falta que nos enfrentemos con el resto de la república. Yucatán se ha quedado rezagado en comparación con estados como Guadalajara, Monterrey, el D.F., y el Estado de México. Traigo a cuento las palabras de Rafael Ramírez Heredia: no te conformes con ser el escritor de tu localidad, porque aquí vas a ser muy aplaudido, pero desconocido en la república de las letras. Confróntate. Solo así puedes trascender, aunque te duela que te digan que no sirve lo que escribes.


La filosofía de Rafael Ramírez Heredia caló profundo en Carlos. Ahí donde el autor de La mara impartió su taller, ahora el alumno plantea sus propios argumentos para incitar a otros a escribir.


—Acuérdate que le costó mucho trabajo a Yucatán abrir los premios estatales de literatura a toda la república, y lo mismo sucedió con la bienal de artes visuales, pero los yucatecos tenían que confrontarse. Si viviera Ramírez Heredia me diría que asimilé bien sus enseñanzas. A mí nadie me puede venir a decir que el Premio Max Aub me lo dieron los cuates.


Exacto. Carlos Martín Briceño se desligó de la mafia estatal con su pluma tenaz afilada en aquellas pláticas de cantina con su maestro, cuando entre trago y trago le insistía: No te conformes con ser el Premio Calcetok.


Linda imagen. Tengo conocidos en ese pueblo de calles de tierra, entre ellos Max, de oficio albañil. Calcetok se conoce por sus piedras y sus grutas, pero realmente no es ni siquiera un destino turístico en el mapa yucateco.


Martín Briceño como autor de Ficticia se conoce también por Los mártires del freeway y otras historias (2006 y 2008) y Caída Libre (2010), obras a las que se accede al teclear http://www.ficticia.com.


Antes de Ramírez Heredia, creo, quien le metió la cizaña de la productividad fue Beatriz Espejo; en su nombre existe un premio nacional convocado aquí en Mérida, y él lo ganó en 2003. Desde otras latitudes, Gonzalo Rojas y John Banville también son influencia definitiva en su vida: nada le impide desvestirse, frente a sus lectores, en la primera provocación.


“Quizás, quizás” es otra muestra de ese temperamento altamente sexual con el que ya había impregnado otras aventuras. En éste la neta es que Elsa, su primera conquista, le dio el sí de buenas a primeras y acabaron en el hotel de paso más popular de Mérida cuando él solo tenía 19 añitos.


En fin, ya quedó claro que nuestro amigo es un goloso capaz de mojarse los dedos en la grasa caliente de la cochinita pibil para antojarnos con sus deleites. La mesa está servida, sus jefes no se van a enterar.


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Published on February 25, 2014 15:11

‘Montezuma´s revenge’ y sus deleites…

Por Ricardo E. Tatto


ricardo tattoSiempre he pensado que los mejores libros de cuentos son aquellos que se leen de un solo tirón, aquellos donde un cuento desemboca en otro y otro, aquellos donde la narrativa es tan eficaz que uno lee cada cuento como si se tratara de un suspiro, pues no es casualidad que el cuento sea por antonomasia el rey del aliento breve.


Esto me ocurrió el domingo pasado, pues por motivos laborales me vi obligado a tomar un vuelo de hora y media, mismo que fue más que suficiente para regocijarme con la lectura de “Montezuma´s revenge y otros deleites”, del escritor yucateco Carlos Martín Briceño, libro recién publicado en enero de 2014 por Ficticia Editorial.


Apoltronado en mi asiento y ya con un Jack Daniels en mano me dispuse a disfrutar la última entrega de las ficciones de Martín Briceño, escritor al que le he seguido la pista a través de libros tales como Al final de la vigilia, Los mártires del freeways, Caída libre y el que ocupa el espacio de esta columna.


Fiel a su negro estilo, Carlos nos deleita con 10 cuentos que hurgan de nuevo en los tópicos y obsesiones del autor, que transitan entre el horror de lo cotidiano, el erotismo, la infidelidad, la insatisfacción y la crítica social velada, que aborda magistralmente en estos cuentos.


Montezuma´s revenge, que da título al libro y que en el 2012 le valiera a su autor el Premio Internacional de Cuento Max Aub, como es de esperarse, es el más logrado, pues el cuento pertenece al género negro donde mejor se desempeña el autor, cuya evolución puede constatarse en la manera de abordarlo, manteniendo al lector al filo de su asiento.


Deleites es un relato donde en apariencia no ocurre nada extraordinario, ya que todo el conflicto está en el diálogo interno del protagonista. Zona libre sorprende por su final inesperado, Hacer el bien arranca sonrisas por su humor cáustico y Matrimonio y mortaja se caracteriza por ser -a mi juicio- el más autobiográfico.


Con todo, mi favorito fue Quizás, quizás, cuento erótico cuyas atmósferas y diálogos son finamente construidos hasta llegar a un desenlace de antología.


Los demás cuentos que componen este libro no desmerecen su lectura en absoluto, a pesar de que considero son menores que los arriba mencionados.


Sin embargo, en conjunto dan como resultado un libro que demuestra oficio y una calidad homogénea en su factura, pues Carlos Martín Briceño es sin duda el mejor narrador que hoy por hoy tenemos en Yucatán.


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Published on February 25, 2014 13:29

February 24, 2014

February 23, 2014

Moctezuma’s Revenge

Por José Manuel Higareda


Martín Briceño aprovecha su maestría narrativa para poner en la mesa sucesos singulares del día a día en esta y otras ciudades de México.



carlos martin libro(Domingo, 19 Ene, 2014; Milenio Novedades).- Felizmente se llevó a cabo el pasado once de enero, en el Centro Cultural Martí, la presentación del nuevo libro del escritor yucateco Carlos Martín Briceño: “Montezuma’s Revenge y otros deleites”. El título que da nombre al libro corresponde al cuento galardonado con el premio Internacional de Cuento Max Aub en septiembre pasado, en Castellón, España.


Martín Briceño es un hábil provocador. Aprovecha su maestría narrativa para poner en la mesa, ya experiencia personal, ya ficción, sucesos singulares del día a día en esta y otras ciudades de México.


Situaciones extremas -no necesariamente para la nota roja-  le dan pie para ahondar en vivencias que escandalizan las buenas conciencias y lastiman la susceptibilidad de los ciudadanos con doble moral.


Los cuentos de Carlos no se sustentan en la pretensión de quedar bien con nadie. Mordaz y cínico, el autor no sacrifica un ápice de su verticalidad en aras de la complacencia, lo que le vale su actual lugar en la narrativa contemporánea mexicana por su implacable estilo, la economía de lenguaje que tanto le agrada y su permanente deseo de exponer a interlocutores responsables de conductas descompuestas, que bien podrían vivir -como comenta Marcial Fernández, director de Editorial Ficticia-en la casa de al lado.


No obstante lo grotesco de las historias, la narración atrapa. Su ritmo, el lenguaje llano y directo y el humor dosificado permiten dejarse ir con confianza al interior de la trama, mientras referentes a la comida yucateca dan suspiro y parecieran redimir de su circunstancia a los afectados protagonistas.


Coeditado por el Ayuntamiento de Mérida, Martín Briceño pone el dedo en la llaga y aprieta. Perturba. Inquieta. Por eso los afectos a sus cuentos prefieren lugares solitarios y calmos, donde en caso de sufrir transformaciones o descubrir sentimientos ignorados en su interior, pasen éstos desapercibidos a los demás.


“Montezuma’s Revenge y otros deleites” es el reflejo de los tiempos que vivimos, con personajes “de verdad” que resuelven, de cualquier modo, su accidentado devenir. Considérelo una excelente inversión, especialmente si toma en  cuenta las exorbitantes tarifas de los psicoanalistas.


Tome aliento. Agárrese los calzones. Buena suerte y recuerde: sea cual sea su realidad, no está solo. ¡Vaya biem!




*José Manuel Higareda

Escritor, columnista de Milenio Novedades


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Published on February 23, 2014 20:52

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Carlos Martín Briceño
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