Leonardo Padrón's Blog, page 29
May 27, 2015
May 26, 2015
Leonardo Padrón: “Soy un activista de la esperanza”
Fue el 7 de abril de 2013 que Leonardo Padrón comenzó a publicar quincenalmente sus crónicas en El Nacional, en la columna titulada “Todo en prosa”. Eran días de tensión. Una semana después se realizarían las elecciones presidenciales. Desde ese primer momento la protagonista de sus textos no ha sido otra que Venezuela y todo lo que le afecta.
El miércoles pasado, en el Hotel
Renaissance, se bautizó el libro que recopila esos textos, un registro de los acontecimientos actuales. Se titula Se busca un país, como también se llamó el primer trabajo publicado. El historiador Elías Pino Iturrieta fue el encargado de hacer la presentación: “Todas las sociedades requieren de un traductor y de un convocador de sus fragmentos, de una elevación de sus experiencias que las haga parte de una sensibilidad propiamente colectiva”.
Son dos años de crónicas. Si bien entonces Padrón aseguraba sentirse agobiado, la situación es ahora más intensa. “La búsqueda continúa con más urgencia porque todas las circunstancias se han extremado. Estamos ante un país enfermo”, indicó el escritor. Su crónica “Cinco sótanos contra el sol” sobre los jóvenes detenidos en la sede del Sebin fue una de las más comentadas cuando se publicó en Internet el 8 de febrero de 2015.
—¿Hablamos de un libro que plantea el remedio a los problemas del país?
—Jamás tendría la intención de pontificar sobre lo que se debe hacer. Obviamente, en el camino dejo caer reflexiones, mi visión sobre la forma en la que los venezolanos nos terminamos metiendo en esta calle ciega, pero son solo opiniones con la respiración entrecortada del país. Nos están apagando las ventanas de comunicación y tenemos el deber de prender otras.
—El que agoniza piensa en tirar la toalla. ¿Le ha pasado?
—Para nada, te lo juro. Hay días en los que amanezco más desalentado que otros. Hay momentos en los que la ráfaga de malas noticias y decepciones te descorazonan, pero soy un optimista crónico. Soy activista de la esperanza, una palabra que uno debe tratar con cuidado porque es un lugar común peligroso.
—¿Y dónde debe estar uno con respecto al país?
—Antes uno no mencionaba tanto la palabra “país”. Se ha convertido en la más abundante en el léxico de los venezolanos, pero también la más agraviada. Se nos exige estar al lado de esa palabra, acompañarla en su agonía y salvarla.
—¿Qué sintió cuando terminó de escribir la crónica “Cinco sótanos contra el sol”?
—Un cansancio enorme. Es el tipo de texto que no me hubiera gustado escribir nunca. Ojalá pueda abonar, servir para algo. Cada crónica me fatiga inmensamente, pero el género en sí lo disfruto.
—¿Ha recibido algún reproche por alguno de estos textos?
—En Aporrea siempre me saludan con adjetivos predecibles. Con respecto a las amistades, las que perdí hace muchos años que están en la otra acera.
—¿Cómo se ve en diez años?
—Me gustaría estar escribiendo libros más luminosos, volver a la poesía. La crónica me ha demandado un tiempo importante, que me ha otorgado páginas pero también me ha quitado otras.
—¿Un poeta prestado a la crónica?
—Como dice Juan Villoro, la crónica es el ornitorrinco de la prosa. Lo rico de ella es que la haces con las herramientas de la poesía y la narrativa. Como escritor de televisión y cine, sé cómo diseñar personajes. También meto la mirada del reportero. Ahí también está la poesía. De alguna manera hay inflexiones en mis páginas en las que está la poesía.
hsanchez@el-nacional.com
May 23, 2015
Palabras de Elías Pino Iturrieta en la presentación del libro “Se busca un país”
La realidad está allí. Nos rodea, nos envía sus señales y quienes forman parte de ella, se supone, las reciben para actuar en consecuencia. Parece que sea así, pero no del todo. No solo porque cada cual las acoge según las características de su vivencia, sino también porque, para que no se esté ante una experiencia que apenas trasciende lo individual, hace falta un puente que la convierta en hecho masivo.
Cuando la realidad es contundente nadie escapa de sus conminaciones, especialmente si las señales que dirige son aterradoras, pero no falta la gente que vive su limbo sin enterarse cabalmente de lo que la rodea, o enterándose a medias. Tampoco faltan los interesados en ocultarla, o en maquillarla según su conveniencia. Tal vez sea este el fenómeno que más importe en la actualidad venezolana. En la medida en que la realidad se vuelve más tenebrosa e invivible, abundan los voceros dedicados a decir que tal realidad no existe, o que, en la mayoría de los casos, es una invención o una exageración de unos sujetos torvos cuyo propósito es pintar de negro los tonos y los mensajes apacibles o llevaderos del entorno para dibujar un paisaje que no existe, o que apenas forma parte de una figuración llevada a cabo para crear malestar entre los hombres que integran un hermoso cromo distorsionado a postas.
No es un cometido que se pone en marcha cuando abundan los aprietos, cuando ciertos mensajes del ambiente inmediato lo aconsejan, sino todos los días y desde las alturas del poder. Hay una maquinaria para la función de suplantar el teatro de dolor en cuyo seno vive la sociedad venezolana. Hay una molienda movida por inmensas cantidades de dinero y dirigida por agentes expertos, cuyo cometido es pulverizar las novedades ingratas y a quienes supuestamente las crean y divulgan. Si se agrega el hecho de que se ha reducido cada vez más el espacio desde el cual se puede realizar el descubrimiento cotidiano de los sucesos, y, en especial, una comunicación capaz de llegar hasta públicos numerosos, el asunto adquiere proporciones gigantescas.
La realidad está aquí, encima de nosotros, con su carga sobre el hombro de cada cual, pero se busca la manera de que no esté, o de que pese menos, o que quizá muchos no la adviertan en toda su magnitud porque todavía se sienten confiados de su corpulencia, o porque la avalancha de los mensajes benévolos los convence. En consecuencia, la realidad necesita intérpretes lúcidos, es decir, individuos honrados y susceptibles de contar con un crédito aceptado en cualquier plaza. Esos intérpretes tienen la capacidad de hacer descripciones de situaciones particulares que se vuelven, casi de manera automática y sin que nadie tope con goteras en su techo, imprescindibles apreciaciones, pero también densas interpretaciones de lo que sucede en sentido genérico. La realidad no influye de veras sin la existencia de tales intérpretes, me atrevería a afirmar.
¿De qué valen los recuerdos fragmentados, los dolores mal contados, los rumores de un rato, las quejas sin destino aparente, las tragedias de una casa o de una familia, la diáspora del hijo y del sobrino, las virutas que se desprenden de la madera para perderse en el suelo del inclemente aserradero? Son importantes, desde luego, imprescindibles, más bien; forman parte de un conjunto que atañe a toda la sociedad, pero hace falta un tejedor que las meta en la madeja de todos, un artífice que junte los eslabones de la cadena que no solo ata a un individuo o a un grupo de individuos. De lo contrario, quizá se vuelvan memoria corta y reproche infructuoso. Todas las sociedades requieren de un traductor y de un convocador de sus fragmentos, de una elevación de sus experiencias que las transformen en una sensibilidad propiamente colectiva.
Hay que buscar al país con ojo experto, en otras palabras, para entrar ya en el punto que producido estas reflexiones pasadas. Se busca país, es el título del libro de Leonardo Padrón que hoy tengo el honor de presentar, pero no todos están en capacidad de buscar un país con la debida propiedad, es decir, con la sensibilidad y las herramientas capaces de soldar las piezas de su rompecabezas para hacerlas parte de un dolor compartido sin excepción, de una inquietud multitudinaria, de una experiencia a juro, pero también de una alternativa de desenlace que incumba a la mayoría que se sientan concernidas después de la lectura de un volumen ante cuyas historias nadie puede permanecer indiferente. Crónica de las vicisitudes cotidianas; relato de unos episodios aparentemente protagonizados por el sujeto de turno en el lugar de turno; desfile de personas desconocidas que no tienen porqué provocar la atención de nadie…, gracias al talento de un escritor de altos vuelos, a su privilegiada pluma, se convierten en una ostentación de tragedias en cuyo tránsito se resume la tragedia única y peculiar de una sociedad espeluznante.
Leonardo Padrón es un escritor pura sangre, un hombre con diecinueve libros entre pecho y espalda, desde cuando publicó su primer poemarioLa orilla encendida, en 1983. Fue miembro del grupo literario Guaire y fundador de la Casa de la Poesía Pérez Bonalde. Fue profesor de Literatura en la Universidad Católica y después, como todos sabemos, hombre de televisión y radio. Los imposibles, su programa más tarde convertido en libros, es una referencia de trabajo serio y responsable. Saqué la cuenta de sus telenovelas: once de mucha fama para solaz del público en general, que lo han vuelto un personaje célebre de eso que llaman farándula. Se pudo quedar sin mayores inconvenientes con su farándula, por cierto, en la cual hizo o hace un oficio que le debe producir buenos proventos, pero le pudo más el oficio de escritor en cuyos afanes, aparte de la demostración de una calidad indiscutible, le rinde servicio esencial a sus destinatarios.
Cada quince días acudimos a la edición dominical de El Nacional, a leer Todo en prosa, la columna de Leonardo Padrón. Es una de las partes del periódico que cuenta con mayor lectoría. Los comentarios de los usuarios llenan el correo del periódico al día siguiente, el lunes cada dos semanas, la mayoría con observaciones halagadoras y con abundancia de felicitaciones, pero también algunos con insultos subidos de tono. Sus entregas quincenales, son, por lo tanto, un elemento imprescindible del diario. No sé si se venda más la edición de El Nacional ese día porque incluye la columna de Leonardo, pero no suelto una hipótesis aventurada. La congregación de lectores es evidente y activa, en la medida en que pareciera que no se conforman con detenerse en el texto sino que también se animan a decir lo que sienten de lo que ha desfilado frente a sus ojos. No provocamos tal reacción la mayoría de los columnistas, para nuestra desdicha.
Todo en prosa está hecha con prosa de calidad. Construye una trama de la cual es imposible despegarse, a la espera de lo que viene en el párrafo siguiente. Cada una de las cuotas del relato invita a impacientarse en torno a la cuota siguiente, a la parte trágica que debe venir o a la continuación que conceda redondez a la anécdota que no se va a perder después, que va a llegar al lugar en el cual debe ubicarse dentro del ánimo del lector, en el interior de una sensibilidad rendida ante la fábrica de un espejo en el cual se tiene que mirar a la fuerza para reconocerse como parte de una historia que lo invocara necesariamente, como figura de un drama en cuyo centro se debe colocar cuando pasa con lentitud la página del periódico para leer otra coas.
Tal es la traducción sin la cual la realidad no se aprecia del todo, la elaboración requerida para que el devenir de cada quien en este valle de lágrimas encuentra una ubicación pertinente que trascienda lo puramente individual, lo fragmentario que se vuelve fugaz por falta de pegamento, o lo que ocultan los maquilladores de arrugas y cicatrices, según se trate de apuntar antes en sentido general. No hay nada trivial en las columnas de Leonardo Padrón, nada pasajero, debido a cómo las escribe para nosotros. Las fija en nuestro talante, después de removernos la conciencia. Nos hace actores y víctimas de estatura colosal, debido a que nos concede el lugar que merecemos como parte o como testimonio de un vendaval que nos arrolla.
Las columnas de prensa son eso, lecturas condenadas a la fugacidad, tintas transitorias, trabajos de paso que deben ocuparse de otras cosa mañana para no perder actualidad, referencias sobre asuntos del día que darán paso a los asuntos de la posteridad cercana. Son así, generalmente, pero no todas. Las columnas excepcionales están destinadas a la permanencia, o a convertirse en documentos imprescindibles para quienes requieran, en el futuro, averiguar lo que pasó de veras en una época determinada.
Es lo que ocurre, según pienso, con Todo en prosa. De allí la importancia de su recopilación que hoy circula bajo el título de Se busca un país, que he tenido el privilegio de presentar gracias a la invitación de la editorial Planeta. Me han brindado la ocasión de hablar, sin mentir y sin exagerar, creo, no solo de un aporte esencial de la prensa venezolana a sus usuarios, sino también de una creación literaria digna de encomio. Los que piensen que sale de la imprenta, o con la cortesía de las caravanas propias de este tipo de funciones formadas por amigos y por gente de buena voluntad, es decir, por un público cautivo y entusiasta como el de las telenovelas, comprobarán que he sido justo y serio, cuando lean, o más bien cuando relean, la antología que seguramente no comprarán por lo que se colige de estas palabras que ya terminan, sino por las excelencias de su contenido. Muchas gracias por su atención.
Elías Pino Iturrieta
May 16, 2015
Sin voz
Susy sale sola. En realidad, no sé quién es Susy y no me importa su vida afectiva. Pero esa es la frase que la foniatra me pide que repita varias veces mientras ausculta mi garganta con un telelaringoscopio. Insistir en que Susy sale sola es una manera de verificar si el velo del paladar se contrae y eleva suficientemente contra la pared faríngea. Trato de pensar en la soledad de Susy mientras la otorrino (trabaja en equipo con la foniatra) introduce en mis fosas nasales un intimidante aparato llamado nasofaringolariscopio. (Esa palabra, nombrarla, también debería servir para probar algo en la vida). Me siento invadido. Pero esta vez es imprescindible. Perdí la voz. Y me la están buscando.
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La noche anterior, en una presentación en Valencia, me quedé afónico en la segunda frase que pronuncié ante un auditorio lleno de gente. Tuve que urgir a la actriz Tania Sarabia para que anticipara su entrada al escenario. Regresé a la tarima veinte minutos después y fue inútil. La voz se me deshilachaba a medida que atravesaba las cuerdas vocales. El público, en estos casos, suele ser generoso y te regala un aplauso que sirve como ungüento para aliviar la frustración. Pero igual no tuve más opción que replegarme el resto de la noche en un silencio ominoso. Hay una sensación de espanto cuando quieres expresarte y no puedes. Cuando cada intento de sílaba se estrella contra el silencio. Tus opiniones y pensamientos se convierten en un muro blanco.
El silencio es blanco. ¿O negro?
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Casualmente, ese mismo día, dos periodistas de El Carabobeño que habían ido a entrevistarnos al hotel, cargaban en una cartulina la angustia de su inminente afonía. Allí habían escrito #YoSoyCarabobeño y nos inquirieron por una foto al lado de esa proclama. Los periodistas estaban en campaña. El periódico había entrado de nuevo en el quirófano de las emergencias. Una vez más sin papel. Las bobinas agonizando. Lo que queda alcanza sólo para un mes de vida. Trescientos trabajadores están en riesgo de perder su trabajo.
El Carabobeño, uno de los periódicos más importantes de la región central, tiene un defecto: es independiente. Desde hace más de ochenta años está acostumbrado a manejar su propia línea editorial. Nació en dictadura y desde entonces cuestiona al gobierno de turno cuando siente que debe hacerlo. Sus periodistas procuran hacer su trabajo normalmente. Pero, en este país, querer ser normales es un riesgo extremo, un pecado mortal. Tener voz propia es un delito. El régimen así lo ha decidido. A los medios de comunicación independientes les tuerce el cuello, les niega divisas, les obstruye el acceso al papel, les quita publicidad, los multa, los amenaza. Los más dúctiles y temerosos se aprestan a la autocensura. Abren sus piernas y cierran los ojos. Otros, prefieren vender hasta los enchufes y mutan en otro negocio. La afonía, quién lo duda, se expande como vértigo a lo largo y ancho del país.
Lugar sin voz.
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Dos días después, el 11 de mayo, El Impulso – un periódico centenario, emblema del estado Lara- publica un editorial donde anuncia que reducirá su edición a un solo cuerpo de ocho exiguas páginas. El editorial advierte que “mientras la prensa independiente vive con un pie en el abismo, los medios oficialistas circulan sin apremios ni recortes”.
Semanas atrás, en un acto de arrojo, el Diario Tal Cual, resucitó con un semanario que promete ser imprescindible y con un editorial histórico contra su verdugo, el presidente de la Asamblea Nacional, Diosdado Cabello. El hombre del mazo, a su vez, logra que se le prohíba la salida del país a 22 directivos de los tres medios de comunicación nacionales ( El Nacional, La Patilla, Tal Cual) que osaron replicar una noticia aparecida en un diario español.
No se muevan. Están en la mira.
Mientras tanto, pranes, luceros, sicarios, malandros y otras variantes circulan por nuestras calles, con sus caballos de hierro y sus armas en ristre, matando gente como en una mala película de vaqueros con exceso de sangre.
De hecho, si de verdad Susy sale sola, Susy está loca de bolas.
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Jengibre no sirve del todo. Ni clara de huevo. Miel no es suficiente. El ron es solo un mito. Además irrita. Evite el desfile de remedios caseros. Cuide su voz.
En estos tiempos, es un acto de dignidad preservarla.
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En apenas dos días viajo de Caracas a Valencia y luego a Maracaibo. Un intensivo de país que te restriega el catálogo de sus precariedades.
La Autopista Regional del Centro sigue incrementando su reputación de guillotina. Choques y lesionados es parte del menú diario. Te detienes en algún tarantín del camino. La dueña, cocinándose bajo un calor bochornoso, sin aire acondicionado y sin agua para vender, relata los tres atracos sufridos en el mes. Ya el establecimiento es otro, mucho más precario, gracias a los sucesivos desfalcos. Está al borde de la carretera, pero rodeada de vecinos. Todos saben quién la ha robado. Todos callan. El miedo los vuelve afónicos.
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Regreso a Caracas. Antes de viajar a Maracaibo, busco mi voz en el consultorio de una especialista en San Bernardino. Entre otras prudencias, me receta un antialérgico para mi ya diagnosticada laringitis viral. En dos horas debo estar en el aeropuerto. Comienza la búsqueda frenética: corro a la farmacia Cajigal, nada; señor, dos cuadras más allá hay un Farmatodo; cola y escasez me sacan del sitio; vaya a Parque Caracas, ahí hay un Locatel; fracaso, vuelta a otro Farmatodo; de nuevo el gentío, la cola serpenteante, la mezcla de hartazgo y humillación en los rostros; la vendedora que te dice no hay y agrega: “sí, todo es muy triste”. Sin voz no puedo ni protestar. Me resigno a viajar sin el remedio. Esa es otra forma de represión, pienso. Está censurada la salud de los venezolanos.
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Ya en el aeropuerto, voy a la sala de embarque. Hay dos colas. Una, la oficial. Otra, la de los que se paran, así como al descuido, cerca de la puerta de acceso al túnel que te lleva al avión. Esos, una vez activado el embarque, se van infiltrando, graneaditos, de dos en uno, de tres en cuatro. Somos tan avispados. Tan pícaros. Tan que creemos que nos la estamos comiendo. Mientras mi cola se tarda más de lo debido veo una imagen extraña: el avión estacionado y una robusta mujer que asoma por la ventana del piloto. Parece a punto de caer. No lo hace porque está atascada en un conflicto entre su abdomen y el estrecho agujero. Mientras, limpia con un cepillo las otras ventanas del avión. Les echa agua con una botella grande de Minalba. El agua que no hay en el restaurant del aeropuerto. Ruego por la pulcritud del resultado. Que el piloto pueda luego avistar zamuros, tormentas y balizaje. Alguien graba la escena con su celular. Otros ríen. Todo suena tan precario. Tan bananero.
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Aterrizo en Maracaibo. El aeropuerto es una estufa gigante. Pareciera faltar muy poco para el hervor de todo lo circundante. Un policía me confiesa: “Tenemos ya 9 meses sin aire acondicionado. Una desgracia”. El mal humor se hace expansivo. La gente apenas se mueve para no terminar de deshidratarse. Una modorra mortal cubre los pasillos sin ventilación. Un maracucho hace un chiste a propósito de la instrucción del ministro de Energía Eléctrica de ahorrar energía. Allí alguien tomó la medida 36 semanas atrás.
Ya en la ciudad, toda esa gente que no tiene voz pública comparte con ansiedad los avatares de este extraño país. Hablan, por ejemplo, del acuciante problema del contrabando de gasolina. Allí parece haber consenso. No hay quien no exprese que los verdaderos gerentes del bachaqueo de gasolina son los propios militares. Confirman que el negocio es multimillonario y hay muchas conciencias compradas en el camino. Mientras escucho el relato llego a una Maracaibo atiborrada de vallas con el rostro del gobernador Arias Cárdenas. La réplica exasperante de su imagen. Otra de las turbias herencias del “Venezolano-Mas-Importante-De-Los-Últimos-Cien-Años”. El culto al ego.
Sin palabras.
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A la periodista deportiva Geisha Torres la despidieron de su trabajo en el canal oficial TVES por una foto tomada con Henrique Capriles muchos años atrás. La persecución política viene con retroactivo. Tu pasado importa y no se perdona. La dejaron sin voz a los tres días de haber comenzado su trabajo. La periodista muestra otra foto de la misma época, esta vez con el presidente del canal, otrora animador de exótico vestuario, para demostrar la versatilidad ideológica de sus fotos. No funciona. Estás despedida. Sin micrófono.
La voz apagada.
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Hoy aún me duele hablar. Las vocales me arañan la garganta. He sido conminado a no hacerlo durante largas horas. Juego a imaginar si la orden se hiciera extensiva a una semana, dos meses, tres años, la vida. Me da por pensar en RCTV, en tantas emisoras de radio extinguidas, en tantos periódicos y portales web borrados, en el sinfín de periodistas expulsados, en los que han tenido que emigrar o cambiar de ramo. Pienso en la afonía masiva que pretenden. En las consecuencias que trae en este país cada frase crítica que se descuelga de nuestros labios. En los líderes políticos que ya no tienen vitrina donde expresar sus propuestas. En la cárcel, que es otra forma de afonía. En los que ya están tan lejos que no se les oye la voz. En la gigantesca mordaza que nos va cubriendo.
El país mudo. Eso necesitan. Que no se escuche la queja, el reclamo, el hastío. Que sólo suene la voz oficial a través de una cadena que a su vez estrangula a las demás gargantas.
También pienso en esa voz tajante y multitudinaria que es el voto. La mejor opción contra la afonía. Mejor que el jengibre y la miel. Mejor que ese muro blanco, ¿o negro?, que es el silencio. El único antibiótico posible contra la epidemia de la sumisión.
Leonardo Padrón
May 14, 2015
Leonardo Padrón retrata el desgaste de un país
En los últimos dos años el país ha experimentado giros bruscos en su forma de andar. El exilio, la inseguridad, la escasez, el cansancio son algunos de los rasgos comunes en las crónicas de Se busca un país, el último libro de Leonardo Padrón.
Para algunos es difícil nombrar al país sin recibir una punzada. Insistir en decir su nombre puede resultar incluso riesgoso. Pero Leonardo Padrón no claudica. Lo piensa, lo siente, lo escribe. De allí surge Se busca un país, una radiografía de Venezuela en los últimos tiempos: 44 postales, 44 miradas de los convulsos años que van del 2013 al 2015.
Se busca un país es su segundo libro de crónicas después del éxito de Kilómetro cero, que hasta ahora ha vendido más de 20 mil ejemplares. En este libro no hay colas, es un tránsito a alta velocidad. La lucidez del cronista lleva al lector a deslizarse al ras de la zozobra con una determinación: buscar, sin fatiga, un país. Un país necesario. “Aquí están estas inteligentes y desgarradoras páginas, luminosas y necesarias, que hablan de la incansable procura que nos une “, dice el periodista César Miguel Rondón.
Leonardo Padrón es escritor, poeta, guionista de cine y televisión, ensayista, cronista, editor, locutor. Sus libros han sido traducidos a varios idiomas. Ha recibido diversos premios dentro de nuestras fronteras, entre los que destacan Premio Poesía UCAB, Premio Fundarte de Ensayo, Premio Municipal de Cine (2000), Premio de la Asociación Nacional de Autores Cinematográficos (2000), Premio Casa del Artista (1998), entre muchos otros.
Editorial Planeta
May 10, 2015
La presentación de Se Busca un País “me conmovió”
Confieso que me conmovió mucho la cantidad de gente que fue el día sábado a la presentación de mi libro “Se busca un país” en la Feria del Libro de Altamira. Más aún me conmovió la necesidad de la gente de hablar sobre esta gigantesca desazón que nos vincula. El evento terminó convirtiéndose en una suerte de asamblea pública donde todos debatimos sobre el futuro del país y la necesidad de apostar por su reconstrucción. Fue un día inolvidable. Gracias a todos los asistentes, a la pertinencia de sus preguntas y al aplauso que le brindaron al nacimiento de este nuevo libro. Gracias a Alonso Moleiro por la presentación, a Donaldo Barros Velásquez por la estupenda foto de la portada y a Planeta por la milagrosa edición del libro en tiempos de escasez.
May 7, 2015
Leonardo Padrón presentará su nuevo libro “Se Busca un País”
Este sábado 9 de mayo a las 5:00 p.m., el escritor Leonardo Padrón acudirá a el 7° Festival de la Lectura de Chacao para presentar su tercer libro de crónicas “Se Busca un País”.
La Tarima Norte será la sede del evento que estará presentado por Alonso Moleiro.
May 2, 2015
Mejores de lo que somos
Cartagena, abril 2015. Más de 600 personas, mayormente directores de escuelas de Brasil, México y Colombia se reúnen convocados por Sistema Uno Internacional. Realizan un cónclave. Buscan una “decisión transformadora” para la educación en Latinoamérica. Me invitan en calidad de outsider.
El chofer que me traslada me da el primero de los muchos pésames que recibiré a lo largo de cuatro días: “No se crea, a nosotros nos duele mucho lo que les está pasando a ustedes en Venezuela”.
Hablar de nuestra escasez de café rodeado de la profusa y célebre marca colombiana Juan Valdés es doloroso.
Un barman se permite el chiste: “Bienvenido a la tierra de Maduro”.
En fin.
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La educación en nuestro continente ha sido un ruidoso fracaso. Todos los estudios arrojan el mismo resultado. Somos una sociedad cada vez más violenta y con menos cohesión familiar. Los niveles de deserción escolar son abrumadores. Una investigación realizada en Venezuela en el año 2014 reflejó que el 56% de los estudiantes abandonó los estudios entre los 15 y 19 años de edad. Tres millones de personas que se salieron del salón de clases para siempre. Más aun, el nivel formativo es precario, muy por debajo del rango de calidad de los países del primer mundo. El salón de clases del estudiante latinoamericano está en crisis.
Es la hora de las autopsias. ¿Por qué fracasamos? ¿Se ha intoxicado el ámbito pedagógico de mitos inservibles?
Más allá de los argumentos económicos y sociales que impulsan la deserción, o del agravio mayor que es el sueldo de nuestros maestros, el indicio más nítido del fracaso de la escuela es el hastío de los estudiantes. Les aburre demoledoramente ir a clases. La escuela nunca ha sido un parque de diversiones para ningún niño. Pero hoy el bostezo es del tamaño de un Tyranosaurio Rex y está a punto de tragarse las mejores intenciones.
En una conversación con una alumna de 13 años le pregunté por qué le fastidiaban sus profesores.
-Porque dicen cosas que no sirven para la vida.
-¿Cómo sabes que no sirven?
– ¿Dónde se supone que en la vida me va a servir cómo hacer una fracción generatriz?
Matemáticas aparte, le pregunté si había alguien cuya forma de dar clases le gustara particularmente. Me habló de un profesor de geografía de inaudita popularidad.
-¿Por qué te gustan sus clases?
– Siempre cuenta historias raras para atraer nuestra atención. Y justo cuando te tiene atrapado, te da la clase.
Igual piensan sus compañeros: es el de mayor rating porque cuenta historias. El único que vincula el programa curricular con la vida. Se sale del molde. Se quita de encima las telarañas del libro de texto. Construye una oralidad.
La joven hizo una aclaratoria.
– También es culpa del Ministerio de Educación.
Punto crucial. Sin duda, el contenido de los programas parece haberse atascado en los lodos del tiempo, sin indicios de seguirle el ritmo al siglo 21.
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Un maestro, se supone, les explica el mundo a los estudiantes. Su herramienta es el lenguaje. De acuerdo a cómo se relacione con él, así la eficacia de su misión.
Pero, ¿cuánta importancia le damos al lenguaje?
El ser humano está permanentemente narrando su tránsito por el planeta. A través de pequeñas o grandes historias. En tono épico, simbólico o doméstico. Y, vaya paradoja, en la gigantesca aula de la educación latinoamericana no se narran historias. Se replican contenidos. Se atornillan estereotipos. Es como un aspersor de agua que nunca cambia su ritmo ni su rumbo. Se hace, por lo tanto, predecible, monótona, aburrida.
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Siempre he acuñado la idea de que la NASA debería enviar al espacio no solo astronautas. También poetas, novelistas. Alguien que tenga una relación con el lenguaje tan eficaz que nos pueda transmitir lo que implica estar fuera del planeta, el tamaño del desasosiego, los hilos eléctricos del miedo y la emoción. Quizás no importe tanto la distancia entre la Tierra y Marte como los sentimientos que experimenta la especie humana en el confín del universo. Suelen lanzar al espacio a científicos, expertos en telecomunicaciones y electromecánica. Hollywood ha tenido que apelar a la imaginación de sus guionistas para construir el correlato emocional que nos falta.
El conocimiento merece ser transmitido de una manera más carismática. El aprendizaje se ha llenado de tedio. Todo se reduce a cumplir los objetivos programáticos. ¿Cuántas de esas clases tendrán un momento de revelación para los alumnos? ¿Nos enseña la escuela a cultivar la sensibilidad? Aprender a leer, por ejemplo, no es solo manejar un código, es también una contraseña para entrar a la vida.
Pero sucede que la relación del alumno con la lectura es totalmente desaprensiva. ¿Desenlace? La juventud maneja un exiguo repertorio de palabras para expresarse. Según ciertos lingüistas el joven latinoamericano usa un promedio de 200 palabras en su vocabulario. Un rasgo de indigencia con respecto a la riqueza del idioma castellano.
Los estudiantes suelen ser indiferentes ante la aventura que un libro entraña. El sistema educativo ha colaborado con esa apatía a través de métodos que asesinan el placer de la lectura.
En rigor, ¿importa saber a qué movimiento literario perteneció Jorge Luis Borges? Importa más el destello que ocurre cuando leemos: “Del otro lado de la puerta un hombre/hecho de soledad, de amor, de tiempo/acaba de llorar en Buenos Aires/ todas las cosas”. A nadie le conciernen cuántas sílabas tienen esos versos. De César Vallejo me afecta y conmueve, no su clasificación en el sistema literario, sino el don para expresar la tristeza humana al decir: “Yo nací un día que Dios estuvo enfermo, grave”. Nos resulta más seductor entender que el lenguaje es capaz de expresar lo inexpresable cuando Browning dice: “Y precisamente cuando nos sentimos más seguros, llega una puesta de sol”.
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Creo en la eficacia de demostrarle al alumno lo que cabe en las 27 letras del alfabeto: la guerra y el amor de los hombres, el descubrimiento del fuego, la historia de Dios, la astronomía, todo Shakesperare, las aventuras de Harry Potter y Robinson Crusoe, el desierto, el humor, las epopeyas. Y lo que aún no se nos ha ocurrido. El lenguaje acepta todos los cruceros posibles.
El había una vez predispone favorablemente a los sentidos. Es el mismo señuelo que poseen las telenovelas, que han logrado imantar a millones de espectadores con el lenguaje de las emociones. O ese torrente verbal que todo caudillo latinoamericano esgrime para cautivar a la masa. Todo está construido en base a una narrativa. Y el lenguaje es el gran hechicero.
Mientras, la escuela no nos ofrece historias. ¿Acaso materias como la geografía o las matemáticas no tienen historias? ¿No es la vida secreta de las plantas un misterio que nos revela la biología? ¿Importan las fechas de nacimientos de los próceres más que las oscuras razones humanas que generan las guerras?
Si se le otorga al salón de clases el formato de la aventura, se podrá competir contra esos grandes seductores que son la tecnología y los medios de comunicación. Que la imaginación y la osadía tomen por asalto el aula. Cada vez que un maestro se empina frente a sus alumnos tiene la posibilidad de cautivarlo o aburrirlo. Lo que allí ocurra determinará el resultado: un niño mejor educado o un indiferente crónico.
No huir del salón, sino hacia el salón, esa es la premisa. Asumir a los estudiantes como un público al que hay que convencer de que estar sentados frente al pizarrón es la mejor idea del día. El proceso pasa por reeducar al maestro.
Hacer de cada hora de clases una tertulia signada por el entusiasmo. Heidegger decía: “solo en la conversación alcanzamos nuestra humanidad”.
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Google a veces viste bata de doctor o psiquiatra, traje de agente turístico o historiador, y en muchas ocasiones, tiene sus dedos manchados de tiza. Google, hoy por hoy, es el maestro más solicitado del mundo. Es él, con su pizarrón abierto las 24 horas, sin arrogancia académica, quien capitaliza la atención de millones de estudiantes. Y a pesar de que no siempre es confiable ni riguroso, el profesor Google los atrapa siendo veloz, portátil, polifacético. Hay que aprender de sus estrategias. El reportaje del domingo pasado en Siete Días de El Nacional, “El futuro llega a las aulas”, dio cuenta de la revolución tecnológica en proceso en la última década.
El amor remoza sus códigos, la música se fusiona, la moda se reinventa, la gastronomía hace combinaciones inéditas, ¿y la educación?
La clase exige convertirse en un ser vivo.
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Contaba José Ignacio Cabrujas en un artículo titulado “De cómo hacer para que la literatura repugne” de una amiga que cursaba el último año de bachillerato y le solicitaba asesoría para una tarea. Su mayor aspiración era “salir de ese espanto”. Cabrujas aclaraba: “El espanto de Elena Peralta es el bachillerato nacional, descrito por mi amiga como una desgracia vital, como el mismísimo muermo del alma”.
Y luego precisaba: “No la ayudé. Me mostré sarcástico y negativo al tratar de convencerla de que la única manera de estudiar bachillerato en Venezuela, Universidad incluida, es considerar el aula como un sitio social, un lugar de encuentro, donde prácticamente lo único importante, es encontrar a unos amigos capaces de crear un verdadero estudio subterráneo y alternativo, una conducta disidente, un compartir impresiones y regocijos, quejas y proyectos, galleticas Oreo y expectativas de qué voy a hacer cuando salga de esta vaina. Cualquier cosa, con tal de renegar del programa oficial, de la brutal medianía que el Ministerio de Educación ha diseñado en su afán persistente y denodado de estupidizar a nuestros jóvenes”.
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La autopsia debe completarse. Sin temblor en el pulso. Proponer una inflexión audaz. Salvar el presente para tener eso que llaman futuro. Está en juego la educación de un continente. Es decir, su salud. La posibilidad de ser un lugar de verdadero desarrollo y nosotros, sin duda, algo mejores de lo que somos.
Leonardo Padrón
Leonardo Padrón hablará de Caracas en el Festival de la Lectura de Chacao
Este miércoles 6 de mayo a las 6 p.m., el escritor Leonardo Padrón participará en el foro “Cuéntame un cuento, Caracas” que se llevará a cabo en el 7° Festival de la Lectura de Chacao, que se celebra del 30 de abril al 10 de mayo.
April 28, 2015
Cónclave UNOi Cartagena 2015
Leonardo Padrón fue invitado a participar en Cartagena en el congreso que organizó Sistema Uno Internacional con la presencia de más de 600 directores de escuelas de Brasil, México y Colombia.
Su ponencia llamada “Narrar la escuela” fue una exploración de las carencias del sistema educativo latinoamericano, y subrayó la necesidad de estructurar una narrativa alrededor del oficio de impartir conocimientos.
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