Leonardo Padrón's Blog, page 31
November 17, 2014
Tania Sarabia, Claudio Nazoa y Leonardo Padrón se presentarán juntos en Miami
“Ese Humor que es el Amor” tendrá una única función en el Teatro Trail, el jueves 20 de noviembre, a las 8:00 pm.
Ese humor que es el amor es un delicioso paseo por los estadios del amor que reflejan Tania Sarabia y Claudio Nazoa a través de sus ocurrencias, en los que escenifican cómo suceden esas primeras veces: el primer amor, el amor a las mascotas, a las maestras, el gusto por una persona, el noviazgo, el compromiso, el matrimonio, los cachos… Y el divorcio.
Leonardo Padrón será el invitado especial a esta velada quien, a través de su visión literaria, propondrá unas divertidas premisas para unir lo que los humoristas logran en escena.
Juntos homenajearán a Pedro León Zapata y su recordada Cátedra del Humor, un espectáculo emblemático del caricaturista venezolano.
El espectáculo se ha presentado con absoluto éxito en las salas de Caracas, Maturín, Valencia, Maracay, Barquisimeto, Margarita y otras ciudades de Venezuela.
La función de Ese humor que es el amor se llevará a cabo el jueves 20 de noviembre, a las 8:00 pm, en el Teatro Trail ubicado en 3715 SW Street, Coral Gables, FL 33134. Las entradas est{an a la venta en las taquillas del teatro y a través de www.teatrotrail.com. Más información en Miami: teléfono +1 (305) 443-1009, @mproshow en Instagram y @TeatroTrail en Facebook, Twitter y Youtube.
Más información en Venezuela: www.vayaalteatro.com y @VayaAlTeatro en Twitter e Instagram.
Rumberos.net
November 16, 2014
Festival de la Lectura de Chacao 2014
El Festival de la Lectura Chacao levanta sus carpas por sexto año consecutivo, como uno de los eventos editoriales de mayor relevancia en la ciudad, para hacer una vez más del pensamiento y las artes un eje para la convivencia y el reencuentro ciudadano. Esta sexta edición está organizada por la Alcaldía de Chacao, a través de Cultura Chacao, y respaldada por más de 70 editoriales expositoras, en un firme empeño para generar espacios y actividades que promuevan una visión positiva de la ciudad.
Desde el 14 hasta el 23 de noviembre la Plaza Altamira reafirmará su condición natural para la convocatoria ciudadana bajo la premisa de LEER encuentros, en una jornada de diez días donde más de 90 expositores entre editoriales y sellos literarios, autores y artistas, apuestan una vez más a ganar el espacio público y empoderar al ciudadano lector. Un esfuerzo mancomunado posible además gracias al vital apoyo de la Embajada de España, Libros El Nacional, el Circuito Éxitos, el Taller Visión Alternativa (VACA) y Hotel CCT, así como la producción de Grupo SOB.
Esta sexta entrega rinde tributo a un creador venezolano, el escritor José Balza (Delta del Orinoco, 1939), Premio Nacional de Literatura 1991, quien imagina mundos a partir de lo que llama ejercicios narrativos. Diversas actividades se desarrollarán en torno a su figura.
Texto: Informe21.com
November 15, 2014
November 8, 2014
Hormigas de la esperanza
Llegamos a la sala de espera de una clínica. Mi madre necesitaba ser atendida por un traumatólogo. El sitio estaba atestado. Un joven se levantó para cederle su asiento. Algunos esperaban desde las 7 am y ya eran las 4 de la tarde. Son los momentos en los que agradezco llevar un libro conmigo. La gente, ante tanto tiempo muerto, inició una tertulia. En cuestión de segundos desembocaron en el país. No más urgencias, aparte de las musculares, habían en esa sala.
La señora sentada frente a mí era un homenaje a la elocuencia. Contaba, en fragmentos inconexos, su vida en socialismo. Citó la frase que le soltó su hijo de 14 años en el desayuno: “Oye, mamá, yo sí tuve mala suerte”. Ella le preguntó, inquieta: “¿Por qué dices eso?”. La respuesta fue casi un reclamo: “Porque yo nací cuando ganó Chávez. Ustedes no han pasado lo que nosotros hemos pasado”. Levanté la vista del libro. Más allá de la necesaria precisión de que aquí todos estamos degustando por igual este excedente de prosperidad, la frase suscitó una discusión sobre las tribulaciones de cada generación. Los recuerdos más remotos llegaban hasta los calabozos de la Seguridad Nacional en época de Pérez Jiménez. Los cuarenta años de la deshonrada cuarta república sonaron a receso histórico, a espejismo, a resort malbaratado. La respuesta del joven parecía resumir la tragedia del siglo XXI venezolano. La madre hizo un apurado resumen de la devastación sufrida por los estudiantes en las protestas del 2014. Su hijo poseía una colección extraña: nombres de jóvenes universitarios muertos, heridos y presos. Su hijo era una rabia de 14 años de edad.
Otra mujer, ya en sus sesenta, agregó una lápida: “Dios se olvidó de nosotros. Nos castigó por soberbios y arrogantes”. Alzó la vista al cielo: “Está bien. Pero ya, ¡levántanos el castigo!”.
Dios no contestó.
Entonces prosiguió: “yo soy una botada de PDVSA. Ahora vendo ropa. Ropa usada, mía y de otros. Vendí todo mi closet. Me dio cáncer. Yo sé que el cáncer me vino por la tristeza y el estrés. Pero me levanté. Le gané al cáncer”. Lo dijo con un aplomo abrumador.
Un joven, rondando los 20 años, añadió su dictamen: “la mentalidad de la gente es lo que tiene jodido a este país”. Tenía el brazo descalabrado por practicar karate. Vivía en Guatire y viajó hasta Caracas para tratarse la lesión. Tenía ganas de hablar. Intercambiar su ansiedad con dos señoras que le triplicaban la cédula. Subrayé una frase del libro. Subrayé dos de la conversación.
Se discurrió sobre el individualismo. Y esa urgencia que tiene el venezolano de ser más vivo que el otro. O de arrimarse a la sombra solo para conseguir la sobra. Ventilaron la tragedia que viven las ciudades del interior. “En Carúpano los colectivos se adueñaron del pueblo”, dijo una tercera dama, rodilla hinchada. Mamá, extrañamente, no opinó. Solo volteaba con insistencia hacia el escritorio de la secretaria. Quería ser atendida por el médico cuanto antes.
La terapia colectiva no cesó. Distintas generaciones asomaron el grosor de sus angustias, que eran las mismas. Coincidieron en algo: no pensaban ceder ni un milímetro de sus vidas al régimen. Lesionados, magullados, seguían apostando por la redención.
Adentro, el traumatólogo se afanaba en meniscos, dedos y ligamentos.
Mientras tanto, el país era una herida abierta en una sala de espera.
***
Un viejo amigo me invitó a dar una charla en la Universidad Metropolitana. Le pregunté el tema. Me dijo: “Quiero que les des razones a los estudiantes para quedarse en el país”. No agregó mucho más y colgó el teléfono. Me quedé un rato en silencio y solté la risa: “Estoy metido en problemas”.
El día de la charla expuse mis razones, que –reconozco- se han ido estrechando con el tiempo. Pero siguen siendo más poderosas que los argumentos para irme. Pertenezco al club de los testarudos. Soy un diletante de la esperanza.
Me asombró el nivel de participación de los estudiantes. La zozobra en sus preguntas. La necesidad de ver más allá de esta neblina que nos rodea. Muchos tienen claro que el tajo que Chávez le propinó al país, al dividirnos en fieles e infieles a su credo, ha instaurado una bomba de tiempo. Parte del intento por recuperarnos pasa por arrojar las etiquetas a la basura. Chávez y sus adjuntos se desplegaron por el mapa rebautizándonos: aquí sólo hay pueblo y oligarcas, revolucionarios y fascistas, patriotas cooperantes y traidores. El resentimiento tiene apenas dos colores para pintar al mundo.
Al final del foro hablé con varios estudiantes. Uno me dijo que su familia se había ido del país. Él se quedó. La madre lo llama a cada rato y lo urge a hacer sus maletas. Siempre le da la misma respuesta. “No me voy porque soy un idiota con esperanza”. Y remata: “Ahora soy sólo un idiota”.
Me alarmé con su frase final. Es lo que el régimen quiere: adversarios derrotados de antemano. Gente hundida en el desaliento. Desea nuestro miedo, nuestro silencio. La foto de nuestro adiós en Maiquetía. ¿No alarma al presidente de un país que tantos ciudadanos salten del mapa como si fuera un barco haciendo agua por todos lados? Obviamente, no. La revolución quiere lejos a todo el que le reclame su fracaso. ¿La vamos a complacer?
Otro estudiante esperó hasta el último minuto. Ya solos, me dijo: “Yo soy Ottolinista”. Ante un parpadeo, precisó: “Soy seguidor del pensamiento de Renny Ottolina”. Era un joven cumanés que no debía llegar a los 22 años. El célebre animador de televisión murió en 1978, hace ya 36 años. Mi sorpresa aumentó. Él recalcó: “la premisa es aprender a querer a este país. Hay que conocerlo. Viajar por él. Sólo así lo vas a querer de verdad”. Como insistía Renny. Me habló del trabajo que desarrollaba, de otros como él, en la misma comarca de pensamiento.
Ese muchacho es una hormiga hacia la esperanza. Y el otro, el “idiota”, también.
***
Viernes. 8:30 am. Un grupo de personas fuimos convocados por varias ex alumnas del Colegio Cristo Rey para experimentar una mañana distinta. La idea era conocer un lugar que reúne a 400 niños desescolarizados y marginados. Allí, dentro de La Bombilla, en el Barrio 24 de marzo, está la Escuela Jenaro Aguirre. Un sitio construido enteramente por el arresto de una monja llamada María Luisa Casar. “Una marciana”, “una visionaria”, “una loca maravillosa”, coinciden todos. Una mujer nacida en la provincia de Cantabria, en España, que comenzó la mayor obra de su vida en Petare, a los 60 años de edad: alfabetizar a los hijos de la miseria.
La primera vez lo hizo en las escaleras sucias del barrio. Después en la habitación de un rancho. Finalmente, llegó a tener una casa para dar clases. Hoy tiene 84 años y una proeza que ha crecido varios pisos con cuatro centenas de alumnos de pre-escolar y primaria. El milagro posee sus fogonazos: dispensario médico, biblioteca, dos salas de computación, y su gran alarde, una coral.
Entramos por la cocina. Había cinco cocineras y un pequeño pizarrón donde estaba anotado, por grados, el número de almuerzos que debían cocinar: 273. La lluvia impidió que llegaran todos los alumnos. El colegio es una procesión de escaleras y amabilidad. Un etcétera humano prodigioso. La música, el arte y la decencia, son parte de las materias que estudian unos niños que estaban condenados a la inopia.
Recorrimos cada salón de clases. Las sonrisas abundaban. La chikungunya también. En un salón pregunté cuántos niños la habían tenido. Casi todos alzaron su brazo, incluida la maestra. Una niña vio al resto con sorpresa. Sólo ella se había salvado de la epidemia. Hablamos con los maestras mientras visitábamos cada espacio. La terraza tenía rejas gruesas y ladeadas, para que sirvieran de escudo contra las balas perdidas. Adentro, el conocimiento, la dignidad. Afuera, el silbido de la violencia y la basura.
Llegamos al salón donde ensayaba la coral. Cantaron, no como dioses, sino como niños salvándose de la indolencia. Fue un momento de rara belleza. En sus rostros había un nudo de fragilidad y de coraje. Se sabían habitantes de una topografía hostil pero habían decidido salvarse. Una monja lo inició todo. Hoy, todo el que se anima, colabora.
No hay duda: la pobreza es un ultraje a la condición humana. Un agravio masivo. La diferencia entre un niño desasistido y uno al que se le extiende la mano es una vida entera. En mitad del desamparo, ese salón de clases donde triunfaba la música era una bombona de ilusión. (Si les entusiasma la idea, hoy esos niños, a las 11 am, darán un concierto en el Colegio Cristo Rey de Altamira).
***
Ese día la autopista me resultó más amable. Como si el largo atasco de automóviles me pudiera llevar a otra ciudad distinta. Como si la esperanza tuviera rostro. 84 o 22 años. Cara de monja, de estudiante universitario, de ama de casa con la rodilla esquilada, de ex alumna del Cristo Rey que consagra sus viernes a llevar insumos a un colegio, de cocinera de cuatrocientos platos de arroz, de maestra amorosa, de niño que canta. Cara de venezolano que apuesta, sin estridencias, por el país.
Hay ejemplos que nos impiden claudicar. Tal vez el éxodo mayor debe ser hacia la esperanza. Si miramos con atención, advertiremos que hay un laborioso camino de hormigas en mitad de esa palabra.
Leonardo Padrón
October 27, 2014
Literatura Infantil
LA JIRAFA Y LA NUBE. Ediciones Bid & Co Editor, 2012.
LA NIÑA QUE SE ABURRÍA CON TODO. Editorial Planeta, 2013.
Los Imposibles 6
Emilio Lovera, Ismael Cala, Valentina Quintero, Eduardo Marturet, Luis Chataing, Henrique Capriles, Yordano, Federico Vegas, Rafael Cadenas, Román Chalbaud, Oswaldo Vigas, Guillermo González, Miguel Ángel Landa, Tania Sanabia, Eliseo Diego, Rosana, Natalia Lafourcade, Juan Vicente Torrealba y Marina Baura.
De la mano de Editorial Planeta, Los Imposibles llega al papel en su sexta entrega. Poetas, humoristas, animadores, artistas plásticos, músicos, políticos, narradores, cineastas, periodistas, gente del espectáculo, son algunas de las vocaciones que se dan cita en esta edición. Con la sutileza extraordinaria del buen conversador, Leonardo Padrón indaga en la trama vital de diecinueve personajes que han llevado su pasión por lo que hacen a la máxima expresión.
Los Imposibles 6 es una espléndida entrega, generosa y variopinta, donde el país se asoma en grandes trazos, sincerando heridas y virtudes. En las voces francas, la anécdota humorística o la sobrecogedora confesión, el lector podrá encontrar también hilos que tejen espacios compartidos, coordenadas para vislumbrar un tiempo común, el latido de una época. Usted puede ser testigo, un invitado de excepción a cada entrevista.

Ismael Cala

Eduardo Marturet

Eliseo Diego

Emilio Lovera

Federico Vegas

Guillermo González

Henrique Capriles

Luis Chataing

Marina Baura

Miguel Ángel Landa

Natalia Lafourcade

Oswaldo Vigas

Rafael Cadenas

Román Chalbaud

Rosana

Tania Sarabia

Juan Vicente Torrealba

Valentina Quintero

Yordano
October 25, 2014
Un día de feria
Sábado, 7:30 am. Se reporta un cúmulo de personas agolpándose en un lateral del Centro Comercial Metrópolis, en Valencia. No, no hay allí un Bicentenario. No es Farmatodo. No es una turba en búsqueda de leche, jabón en polvo o acetaminofén. Es gente que quiere ser la primera en acceder al recinto donde ese día, a las 10:00 am, se inaugura la Feria Internacional del Libro de la Universidad de Carabobo (FILUC). Ha pasado quince veces en quince años. La feria ya es una saludable quinceañera de muy buen ver. Bailar el vals sería un anacronismo fuera de contexto. Ya el remolino humano es una celebración.
La inusual multitud no obedece a la mágica conversión, de la noche a la mañana, de miles de personas en frenéticos lectores. La FILUC, y toda feria de libros, tiene también mucho de evento social. Un acontecimiento que ocurre solo una vez al año y donde asisten escritores, editores, alcaldes, periodistas de todas partes. La palabra escrita convertida en noticia. Por una vez al año, el libro sale de sus catacumbas en busca de lectores. Se exhibe, alza la voz, hace señas y aspavientos, cancela su pudor habitual y finalmente se convierte en protagonista. Para lograr eso hay rebajas, novedades, charlas con figuras mediáticas, firma de libros, talleres gratis, foros de actualidad. Se construye el fabuloso intento de que la lectura sea una adicción colectiva.
Es la gran verbena de la escritura. Diez días donde la gente se siente parte de una celebración y se asoma a una buena noticia: en este país se escribe incesantemente. Y lo mejor: quizás en la noche, alguien inclinará sus ojos sobre un libro recién adquirido y sentirá el goce cifrado de la belleza o la revelación. Eso que, tantas veces, te ofrenda la literatura.
En este país hasta las malas noticias hacen colas. Por eso, bienvenida sea aquella que nos acerca a una zona de resplandor.
***
11:00 am. Hora del pregón de la Feria. Este año, con justicia, César Miguel Rondón es el elegido. Me consta su febril adhesión a la lectura. Pertenece a la tribu de los que no soportarían el mundo sin libros. El público se convierte en tropel y el discurso se muda de la sala prevista a un cruce de peatones en el largo corredor de stands. Por allí viene el alcalde. Los fotógrafos. Los invitados especiales. El gentío. Permiso. No empujen. Un locutor, con la voz más gruesa que la del propio César Miguel (imagine usted) y con una solemnidad digna de un 5 de julio, anuncia la lectura del pregón. Todos quieren oír las palabras de Rondón, o eso supone uno, pero apenas ha pronunciado tres frases, el sonido de una tronante licuadora irrumpe en escena. Voz y artefacto en inesperada lidia. La gente, unánime, voltea hacia el stand que ofrece refrigerios y empanadas como si con una sola torsión de cien rostros la licuadora enmudecerá en el acto. El breve duelo entre el batido de ¿fresa? y la voz de César Miguel Rondón se diluye pero resulta una inapelable metáfora de la pugna entre el ruido del mundo y el silencio de la lectura.
Al final del acto, en el rebullicio, un hombre estira su brazo y me entrega un ejemplar: “Este libro lo escribí yo. Soy albañil”. La multitud se lo traga. No lo veo más. Leo el título: El misterio del amor y el sexo en la relación de pareja. Menudo tema. Me gusta el coraje de ese albañil. Más allá de los tropiezos o el candor de su prosa, está el arrojo, la pulsión que lo sembró frente a una página en blanco.
“Leer es protestar contra las insuficiencias de la vida”, ha dicho Vargas Llosa. Escribir también.
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Salón Eugenio Montejo. 2 pm. Foro: Ciudadano Lector. En el panel están el español Juan Bonilla, Francisco Suniaga, César Miguel Rondón y, el moderador, Antonio López Ortega. Aforo lleno. Cada uno diserta sobre su primera aproximación a los libros. Suniaga revela un dato sorprendente: “En mi casa no había ni un solo libro”. Pero aún así, llegó a ellos, como si una convocatoria invisible hubiera sido expedida en algún lugar. César Miguel apunta: “Un libro tiene tantos autores como lectores tenga”. Juan Bonilla, autor de una vertiginosa novela sobre Maiakowski (Prohibido entrar sin pantalones), dice que no necesariamente la lectura te convierte en alguien mejor: “Mi abuela nunca leyó y fue el ser humano más espléndido que conocí. En cambio, Hitler era un excelente lector”. Aun así, todos relatan el hechizo que los libros han producido en sus vidas.
Nueva ronda de opiniones. Justo entonces la sala es envuelta por una avalancha de música llanera. Nadie sabe de dónde viene tal estruendo. Un disco de un cantante de Calabozo llamado Esteban Pérez aplasta, a todo volumen, la tertulia: “¡Acabemos esta farsa/ mejor que nos separemos/ Hoy me dices que me odias/ mañana que nos queremos/ La química de este amor/ se volvió puro veneno!”. Las paredes se estremecen. La actividad está a punto de naufragio. Imposible seguir. Los panelistas bromean. La gente se remueve en los asientos. El ciudadano lector, tema central de la FILUC, es bombardeado por el ciudadano abusador. Rosa María Tovar, presidenta del Comité Organizador, da largas zancadas sobre sus tacones para buscar el origen del escándalo. Al poco tiempo llega la paz. El silencio. La civilidad. Pero solo momentáneamente. Esperen. Viene lo peor.
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Siguiente hora. Tres actividades se realizan al mismo tiempo. La feria está dedicada a México y es pertinente homenajear a José Emilio Pacheco, uno de sus más brillantes poetas, quien murió en enero de este acontecido 2014. Los poetas Alejandro Oliveros, Edda Armas, Harry Almela y Leandro Arellano disertan sobre la obra del poeta que dijo alguna vez: “La lengua es mi única riqueza”.
En otro salón se presentan los nuevos libros de Gisela Kozak (Ni tan chéveres ni tan iguales) y de Héctor Torres (Objetos no Declarados). En el tercero, aledaño a los otros, Tal Levy y César Miguel Rondón hacen lo mismo con Despierta Venezuela. Uno no sabe ni a dónde ir. Pero de repente, ocurre un nuevo tsunami sonoro. Esta vez- avasallante y definitivo- en forma de ¡reguetón!!
Las alarmas de los carros comienzan a llorar. Así, a llorar. Hay que gritar para hacerse oír. La protesta es colectiva. Alguien del rectorado corre hacia el epicentro del ruido que es, no lo habíamos dicho, una tienda de autoperiquitos ubicada al lado de la Feria. Allí, el dueño, con el cuerpo atestado de tatuajes y estampa de yohagoloquemedalagana, le coloca una “pared” de cornetas a una camioneta 4X4. Ante el reclamo, el joven se siente el centro del mundo. Argumenta que no va a parar su negocio, que está “tuneando un vehículo” y eso toma tiempo. El reguetón, alternado con la changa (¿todavía se le dice changa?), ruge como un monstruo rabioso. Una sola persona se esmera en arruinar el intento de civilización que se pretende construir. La gente exige: “¡llamen a la policía!”, “¡busquen al alcalde!”. Los que van a reclamar fracasan. Puras mujeres. Hasta que un escolta del embajador de México se apersona, chapea, y debate en el mismo estilo del gallito de pelea. Listo.
(Página 22 del libro de Gisela Kozak: “No nos engañemos, ser varón en Venezuela pasa por no ser pendejo, por ser un “arrecho”, que no es lo mismo que un “arrechito”: el arrechito es uno que quiere ser arrecho pero no tiene con qué”.)
Alguien deja caer un comentario con la esperanza de que lo oiga el dueño de la camioneta: “Oír música a ese volumen vuelve estéril a los hombres”.
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En el discurso inaugural de la Feria, Antonio López Ortega apuntó: “La escritura, o esa derivación suya que es la lectura, es la más fabulosa herramienta que la humanidad se ha dado para luchar contra el olvido, que no es otra cosa que la muerte”.
Cabe agregar que los libros siguen siendo uno de los pocos nichos en Venezuela donde la libertad de expresión sobrevive. Por lo tanto, una feria de libros termina convirtiéndose en una formidable tribuna de nuestro albedrío. A pesar de la escasez de papel, del cerco establecido por la falta de divisas, de la casi nula presencia de libros extranjeros, los autores venezolanos siguen pronunciándose a través de la ficción, el reportaje, el ensayo, la crónica, la poesía, las entrevistas o la indagación histórica.
La Feria continuó. Los organizadores calculan que asistieron más de 400 mil personas. Buena parte de ellos jóvenes universitarios que atestaron las charlas, talleres y homenajes. Los libros se sintieron manoseados y reconocidos. Las presentaciones fueron masivas. Cuentan que hasta los recitales de poesía, habitualmente magros, estaban repletos de gente. Yo solo estuve un día. Y me bastó para entender que no todo está perdido.
Como bien lo dice Violeta Rojo en sus palabras sobre La Escribana del Viento, novela de Ana Teresa Torres, galardonada con el Premio de la Crítica: “Nuestros escritores interpretan, representan y metaforizan las difíciles circunstancias que vivimos desde hace 15 años. Son muchos los que aquí o afuera siguen trabajando en y sobre lo nuestro. No estamos solos”.
No. No estamos solos. Un país luminoso respira en las catacumbas. Y pugna ferozmente por la resurrección de la mejor parte de nosotros mismos.
¿Qué tal si fundamos el Colectivo Rafael Cadenas?
Leonardo Padrón
October 11, 2014
La ciudad de la furia
“Ya no hay fábulas/ en la ciudad de la furia.”
Gustavo Cerati
La pareja acaba de almorzar. Cheo recorre los canales de televisión con pereza. Alicia deambula por el cuarto en franela y ropa interior mientras busca un short. Una estampa sensual que él agradece. Es allí donde estaciona sus ojos. En las piernas de su esposa. De pronto, ella interrumpe un gesto: “¿No oíste como unas llaves?”. Cheo desestima pero, maquinal, se asoma al pasillo. Sorpresa. Del cuarto de huéspedes emerge un desconocido. Desde la sala se aproximan otros dos hombres y una mujer. No son rostros, son pistolas. El mediodía del sábado acaba de perder su coherencia.
Diez minutos después, Alicia y Cheo están atados y acostados boca abajo en el suelo. Un hombre lo golpea. Una, dos, tres veces. Su espalda cruje. Le pregunta por la caja fuerte. Sería presuntuoso tenerla. No habría mucho que guardar allí. Cheo gana lo que promedia cualquier miembro de la clase media venezolana. Los delincuentes echan la casa abajo, rompen gavetas, arrojan al piso estantes, papeles, adornos. Como si odiaran. Consiguen algunos relojes, una porción de moneda extranjera de apenas cuatro cifras, algo de efectivo nacional, y ya. La mujer sustrae varios pares de zapatos y la ropa favorita de Alicia. Ella está en pánico. Sus ojos clavados en el parqué. Entonces escucha el trueno de una voz: “¡Si nos denuncian, venimos y los quebramos, incluido el perro, malditos!”. Un perro que no existe. Es solo un énfasis, una cucharada extra de terror. Cuarenta minutos después se van. Silencio. Sollozos apagados. Cheo logra zafarse. Libera a su esposa. Ve un bulto humano en su cama: es el vecino, amordazado, impedido.
Ya han pasado tres semanas y no logran volver a su casa. El miedo les grita en la mente día y noche. El sonido de unas llaves los persigue como un zumbido.
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Sector Acequia del Guarataro. 6:50 am. Domingo. Frederick Alexander duerme con su esposa. Su hija está en el otro cuarto. Tocan la puerta. Aun con la noche en el semblante, abre. Le propinan uno, cuatro, diez, quince, veintidós, treinta, treinta y ocho, cuarenta y siete, cincuenta disparos. Cinco hombres le dan la espalda a su propia masacre. Quizás aún no han desayunado. Frederick Alexander permanece ocho horas tendido en el lodo de su sangre hasta que llega la policía. Apenas tenía 22 años, dice la esposa. Cincuenta son demasiadas balas para una vida tan breve.
“Cuenta la leyenda que antes era mejor/ que se podía caminar y de vez en cuando/ mirar al cielo y respirar”, dice una canción de Yordano llamada Vivir en Caracas. La compuso hace un poco más de tres décadas. Cuando Frederick Alexander ni sospechaba la vida.
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Sí, a la señora de Santa Fe que siempre saludas en el centro comercial también le desvalijaron su casa. Se llevaron, es lógico, el televisor pantalla plana, la laptop, el bluray, las joyas. El policía va anotando en su libreta y alza la mirada: “¿Cómo dijo?”. La señora Betty repite: “Que se llevaron tres potes de champú y dos enjuagues”. La furia tiene el cabello sucio.
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El hombre ronda los 40 años. Ostenta un solo diente en su boca. Franela a rayas, roída, cansada. Un morral a cuestas, casi vacío, como su boca. La cámara de televisión lo aborda. El país. Esa es la pregunta. Y entonces descuelga su ira, agita los brazos, se le tensan las venas del cuello: “¡Más fácil tú consigues un paquete de marihuana que un paquete de Harina Pan! ¡Más fácil consigues una pistola que una bombona de gas! ¡Más fácil consigues una cocaína que una buscapina! ¡Más fácil consigues una bomba lacrimógena que una bombona de oxígeno para un asmático!!”. Y sigue, sigue, profiriendo maldiciones. Colérico. Con su estampa de pueblo. Con su hartazgo. El video es de hace meses, pero sigue circulando porque la rabia parece de hoy.
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Trozos. Una cabeza en una esquina. Dos piernas en una bolsa. Gente desmembrada. Cuerpos decapitados. Simón Perdomo convertido en tres sacos abandonados en un quiosco de Bello Monte. Yesenia Mujica que aparece, partida en dos mitades, en flancos distantes de la ciudad. Consiguen fragmentos de un ser humano en plena Avenida San Martín. Cadáveres flotando en el río Guaire. La silueta de un hombre ahorcado en el Ávila. Lo macabro es el nuevo estatus de la ciudad.
Septiembre negro, morgue colapsada. Octubre rabioso. Matan de 5 disparos a madre de 8 hijos. Van 74 mujeres asesinadas en la Gran Caracas. Detienen a dos menores con 90 balas de fusil en el Metro de Capitolio. Hans Camargo se resiste a que le quiten su reloj Technomarine y recibe un disparo mortal en el pecho. Arles Jesús es robado por dos malandros que lo despojan de la plata que había recabado en el autobús que maneja. La ira lo empuja a perseguirlos. Una puñalada lo para en seco. Cien policías muertos en lo que va de año.
La ciudad envilecida. Fuera de sí. La muerte como borracha, expulsando la más sórdida de sus melodías.
“En esta puta ciudad/ todo se incendia y se va”, canta Fito Páez en Ciudad de Pobres Corazones.
Quizás Buenos Aires y Caracas son simplemente sinónimos.
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La mañana siguiente a la noticia del brutal asesinato del diputado oficialista Robert Serra me detengo en “La Flor de Altamira” para un rápido desayuno. Es una panadería concurrida. Cachito y café con leche en mano, me ubico en un módulo circular que funge a la vez de mesa y basurero. Allí desembocan quienes no consiguen sitio libre en la terraza. Es una pequeña superficie que compartes de pie con quien el azar disponga. Dos mujeres comen frente a mí. Una rompe el silencio: “¿Viste lo de anoche, lo del diputado ese, tan jovencito?”. La otra apura su respuesta: “Horrible, chama, pero ahí están, como siempre, echándole la culpa a la oposición. Pobrecito, no tenía ni 30 años!”. “27”, me permito precisar. Un hombre, con cara de médico, se suma: “Esa muerte es muy rara”, y muerde un croissant de queso. “Aquí lo raro es no morirse”, acota la que inició el diálogo. Se abre una suerte de foro sobre lo acontecido. Es la misma conversación que se replica en cada café, cada oficina, cada parada de autobús esa mañana.
La muerte, una vez más, le gana el rating a la vida.
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Veo el noticiero, la cadena presidencial, el funeral. Amenazas, acusaciones al desgaire, un discurso salvaje, peligroso, irresponsable. Toneladas de leña a un fuego que acecha en las esquinas.
En la noche leo los Diarios de Sándor Márai, el maestro de la narrativa húngara que padeció el confinamiento del comunismo: “Quien incita al crimen siempre es más cruel que quien lo comete”.
***
7 de octubre. Parroquia Santa Teresa. El centro de Caracas se convierte en el centro de la noticia. Solo hay una ventana para asomarse a los acontecimientos: las redes sociales. La hegemonía comunicacional le pone tirro en la boca a sus medios mientras el CICPC allana la sede de un colectivo. Intercambio de disparos. La escena es inédita: aliados naturales, gente de la misma ideología, enfrentándose. La esquina de La Glorieta es pura conmoción. El país intentar seguir el vértigo de los acontecimientos en la autopista del Twitter. Aparecen testimonios gráficos. Un helicóptero sobrevuela el lugar. Se habla ya de un muerto. Luego de otro. Son muertos notables: líderes de colectivos. Hay rehenes. Gente detenida. Caen algunos heridos. Una información desdice o complementa a la otra. Por fin habla la televisión: no hay imágenes. Solo una voz que informa más su pudor que la verdad. El saldo final: cinco muertos. Mientras tanto, en la Asamblea Nacional, a pocas cuadras, los diputados del oficialismo gritan, sentencian a la “derecha apátrida”. Escupen insultos en nombre de “la patria”.
Vienen días oscuros. Las zonas de paz son solo pólvora.
La Ley Desarme yace en un charco de sangre.
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Noche. Lluvia de estrellas de las Dracónidas. Luna de sangre. Luna en Aries, dice la astrología. La luna del dios de la guerra. Eclipse. Noche de terror en el 23 de enero. Ráfagas incesantes en el oeste caraqueño. Ulular de sirenas a la una de la madrugada. Los motorizados salen a cabalgar su rabia. El aire huele a venganza. “La anarquía se anarquizó”, me comenta alguien, desde su insomnio.
***
¿Qué dice un historiador? ¿Qué piensa un maestro? ¿Qué percibe un niño? ¿Cuánta desazón hay en la mirada de un fiscal de tránsito, un ama de casa, un joven violinista o un futuro abogado? El extravío es general. ¿Seguiremos corriendo hacia el aeropuerto?
El declive de un país se manifiesta primero en su ciudad mayor. El caos es el patrono de Caracas. Su himno es la muerte. Envejecer se está convirtiendo en una hazaña. En Colombia, a finales de los años 80, se instauró la cultura de la muerte gracias al apocalipsis que produjo la industria del narcotráfico. La novelista Laura Restrepo resumió la tragedia en una frase: “Una nueva generación de colombianos no sabe que es posible morirse de viejo”.
Quizás es la muerte, tantas veces anónima, la que canta detrás de la voz de Gustavo Cerati: “Me verás volar/ por la ciudad de la furia/ donde nadie sabe de mi/ y yo soy parte de todos”.
¿Con qué tinta se terminará de escribir el destino de este país? ¿Qué nos toca aprender de esta crispación?
Leonardo Padrón
October 2, 2014
Booktrailer: Los Imposibles 6
Con la sutileza extraordinaria del buen conversador, Leonardo Padrón indaga en la trama vital de diecinueve personajes que han llevado su pasión por lo que hacen a la máxima expresión. Emilio Lovera, Ismael Cala, Valentina Quintero, Eduardo Marturet, Luis Chataing, Henrique Capriles, Yordano, Federico Vegas, Rafael Cadenas, Román Chalbaud, Oswaldo Vigas, Guilelrmo Gonzalez, Miguel Angel Landa y Tania Sanabia son algunos de los personajes que exponen diversas vivencias a través de una conversación realizada desde una óptica celebratoria, humana, sensible y de gran disfrute para el público
September 27, 2014
Fragmentos de una montaña rusa
Saldo de dos semanas de vacaciones con mis hijos: un elefante de 2.500 kilos me aplasta contra la cama. Allí ando, bocabajo, la espalda demolida, las articulaciones crujiendo, la billetera en ruinas y una sonrisa de satisfacción que no admite ser desalojada por el tonel de oscuras noticias que signan al país.
Se supone que todo viaje recreacional entraña el descanso como primer mandamiento. Pero un viaje, no importa su naturaleza, es también esfuerzo, ahínco. Cuando sales de tu hogar, sales de ti. Hay un extrañamiento en proceso. Tu rutina queda abolida y entra en juego el vapor de lo distinto. Apenas despertarte, tu mirada entiende que debe acoplarse a otro juego de relaciones con el mundo físico. Incluso si es un espacio conocido. Ya no estás en tu siempre. Los cinco sentidos lo saben.
Vacacionar debería ser también considerado un deporte.
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Junto con mis hijos, mi pareja, y mis cuñados -regios anfitriones- viajo a Tampa por una carretera que no conoce curvas. La vía es una bala recta sin descanso. Una tempestad va borrando con mano rápida el paisaje. La Bahía de Tampa es denominada la capital de las tormentas eléctricas. Pero aún estamos a tres horas de allí. Conduzco por intuición mientras el cielo lanza una multitud de agua. Los relámpagos dibujan arabescos. Una sensación de vulnerabilidad me invade. Si estuviera en la Autopista Regional del Centro me devolvería. Es lo primero que pienso. Sería imposible sortear los baches y los delincuentes de la ruta. La tormenta dura hora y media y el gran espacio americano no deja de tragar agua. Delante de mí, en una camioneta, van mis cuñados y sus hijos. En su vidrio posterior hay dos palabras pintadas en blanco: “SOS Venezuela”. No han querido borrarlas a pesar de que la efervescencia de la protesta internacional ha cesado. Saben que Venezuela sigue en emergencia. Corrijo: en coma. El camino de Miami a Tampa dura cuatro horas y el paisaje que sigo es ese: una camioneta negra que ondea una frase de auxilio.
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Llegada a Legoland, en Winter Haven, un parque temático basado en los pequeños ladrillos del Lego de mi infancia. Mis hijos se abisman mientras yo recuerdo que gracias a un juego de Lego descubrí el misterio del Niño Jesús. Un sendero nos conduce al mayor alarde del parque: ciudades enteras reproducidas en Lego (New York, Washington, San Francisco, Las Vegas). Pienso en las frágiles construcciones de la Misión Vivienda. Ese desbarajuste de la arquitectura de la prisa. El Niño Jesús: un espejismo entrañable. El Comandante Galáctico: el adjetivo autor de una estafa.
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Parada en una bomba de gasolina. Mis hijos se asombran con la versatilidad de productos que hay en el local: “¡Aquí hay más comida que en un supermercado venezolano!”. Descuelgo un mohín de resignación. Los apuro en ir al baño. Y el país que se asoma en todas partes.
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Próximo destino: Busch Gardens. Trescientos treinta y cinco acres de pura adrenalina. El parque de montañas rusas más salvaje de los Estados Unidos contiene a tres de las mejores del mundo. No es un buen sitio para mí. Hace tiempo renuncié al vahído de las caídas libres y los loops interminables. Las colas para cada roller coaster del verano en Florida son menos largas que las que persisten para comprar un pollo en un Bicentenario. Imposible no asociar cada montaña rusa con la crisis nacional. Sheikra, una de las novedades, posee una caída en picada alarmante. El calor me hace delirar y veo a Rafael Ramírez y Nicolás Maduro en el primer vagón. Primera bajada: la economía cae en noventa grados, el pueblo lanza alaridos. El vagón sube: la delincuencia remonta. Rodríguez Torres habla de los cuadrantes de seguridad: la morgue colapsa. Otra bajada de pasmo: el dengue ataca, la chikunguya nos rodea, no se consigue Acetaminofén, prohibido decir socorro. Nuevos gritos. El vagón da vuelta en círculos, la Asamblea Nacional también. Nueva bajada, corta, inesperada: el petróleo se desploma, los pasajeros alzan los brazos para atenuar el vértigo. La montaña rusa asoma una O monumental, la oposición anda toda de cabeza. Cheetah Hunt es la mega atracción, te lleva de 0 a 70 millas por hora en segundos. Como el sacudón del dólar negro. Como la debacle económica. Hay giros de todo tipo, emociones fuertes, pies colgando en la nada, aceleraciones endiabladas. El país. Desafiando la gravedad y su ley.
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Imagen: veinte monjes tibetanos, ataviados con sus túnicas naranja, hacen cola para una de las montañas rusas más altas. Los maestros de la meditación han decidido conocer, en cambote, la mayor fábrica de gritos del mundo.
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San Petersburgo. La breve ciudad nos regala un domingo pintado por Monet. Parece que hubiéramos llegado a la orilla de la serenidad. No hay mejor antídoto contra el tráfago de gargantas heridas que deja Busch Gardens. La plaza que mira al mar es una postal exacta de la placidez. A pocas cuadras, hay un lugar de peregrinación: El Salvador Dalí Museum, según muchos, el mejor museo del estado de Florida. Entre óleos y acuarelas están algunas de sus obras cardinales. Los amantes del arte prefieren dar vueltas en esa montaña rusa que era el cerebro de Dalí, el mismo que dijo: “¡No podéis expulsarme porque Yo soy el surrealismo!”
Una ardilla merodea. Constanza, mi hija, pregunta al rompe: “¿Las ardillas tienen riñones?”. Al fondo, la gente se toma fotos al lado de los bigotes gigantes de Dalí.
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Juan Villoro habla de “los atardeceres líquidos de Turner”. En Clearwater, de cara al Golfo, presencio uno. Lo guardo a doble llave en la memoria.
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Regreso a Miami. La recta infinita. El graffiti blanco rebota en mis pupilas: “SOS Venezuela”. Durante cuatro horas más.
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En la playa de Hollywood, Florida, estamos reunidos un grupo de venezolanos. La conversación toca los temas previsibles: ¿estamos cerca de la implosión social?, ¿se debió haber entregado Leopoldo López?, ¿Maduro es así por diseño o por fatalidad? Se acaba el hielo, pero no los temas. Mi hija asoma otra pregunta: “¿Por qué ustedes los adultos siempre están hablando del país?” Le explico. Y repone: “¿Si el país no estuviera como está de qué hablarían?” Trato de recordar qué conversábamos en otros tiempos. Sólo atino a responderle: “Te aseguro que antes éramos mucho más divertidos”.
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La vida cabe en dos maletas. Eso ha comprendido un millón y medio de venezolanos en los últimos años. Cuando decides abandonar el país tu vida se reduce a dos simples maletas. No hay espacio para el apego. Sería exceso de equipaje. Sólo fotos: eso que llaman la memoria.
Ya mis hijos, a sus doce años, han iniciado los adioses. A un mes de haber terminado la primaria, Santiago despidió a uno de sus mejores amigos, que ahora vive en Miami. Lo visitamos en Doral. El parque donde nos encontramos posee cuatro canchas de fútbol y cuatro de basket. La grama parece un día de estreno. Dejo a mis hijos allí toda la tarde. Ese día hacen algo que ya no puede realizar ningún niño de clase media en Caracas sin poner en riesgo su vida: montan bicicleta. La infancia, como era antes.
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Una gran amiga me envía una foto por whatsapp. Es una imagen de cajas embaladas. “Me regreso a Venezuela”, escribe. En mitad del éxodo feroz de venezolanos, alguien decide comerse la flecha. No pudo digerir el desarraigo.
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“Los adultos desperdician las ventanas”, dice mi hijo en el avión de regreso. Tiene razón. Los niños saben volar mejor que los adultos. Le consagramos poco tiempo al idioma de las nubes. En mi caso, los aviones se han convertido en mi mejor salón de lectura. Es improbable ser interrumpido por el mundo exterior. Santiago pregunta por qué subrayo frases en el libro que leo, un texto estupendo -Los Ejércitos- del colombiano Evelio Rosero. Por la manera en que están dichas ciertas cosas, apunto. Por la belleza o la revelación. Y le leo algo. Sonríe. Descubre que es cierto. En una línea se habla de un silencio amarillo. A veces tiene color el silencio, eso descubre.
Entonces nos callamos. Y me pongo a ver la nada por la ventanilla del avión. Trato de volar como él.
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El avión de Santa Bárbara despegó a la hora prevista. Los pronósticos eran desalentadores pues el día anterior, el mismo vuelo (10:15 pm) fue aplazado para el día siguiente (8:00 am). A la tripulación se le nota el milagro en la cara. Una azafata -con sorna- me dice que debería entrevistarlos para Los Imposibles: “Imposible que Santa Bárbara salga a tiempo”. Aterrizamos a la 1:30 am. Luego del trámite de inmigración se activa un misterio recurrente: la demora de las maletas. Siempre tardan más en viajar que sus dueños. Comienzan las rudas diferencias entre el primer mundo y la patria, patriaaa, patria queridaaaa! Nadie sabe por cuál correa llegará el equipaje. Las cinco máquinas están inertes, dormidas. Las pantallas de información apagadas. Allí aún no ha llegado la noticia de que el vuelo aterrizó. La gente se esparce, busca adivinar, elige una correa o la otra, es como jugar lotería. Los pasajeros se disputan los pocos carritos para cargar el equipaje. Interactúan para hacer más llevadero el cansancio. Alguien lanza el comentario temido: “Abajo deben estar haciendo fiesta con las maletas”. Ese “abajo” es otro misterio. El ruego colectivo es que el equipaje aparezca completo.
Nadie entiende por qué la línea aérea nacional tiene un vuelo de regreso de Miami a las diez de la noche. Lo que te lleva a salir del aeropuerto de Maiquetía a las tres de la madrugada. Un horario suicida para subir a Caracas. Lo que viene, nadie lo sabe. Quizás mañana sea un día normal donde puedas ironizar sobre el cansancio de las vacaciones. O no. Quizás la muerte te esté esperando en cualquier curva para decirte bienvenido.
En Florida abundan las montañas rusas. En Venezuela también, pero no son un divertimento, sino vértigo existencial. La vuelta a la patria emociona y asusta. Cada noticia es una caída en 90 grados. Somos los fragmentos de un sobresalto interminable.
Leonardo Padrón
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