Leonardo Padrón's Blog, page 34

May 7, 2014

Oscar Yánes

 •  0 comments  •  flag
Share on Twitter
Published on May 07, 2014 09:44

April 27, 2014

Costumbres inquietantes

Ciertamente, de todas las costumbres, morir es la más extraña.


***


El venezolano está sucumbiendo al peligroso caldo de la costumbre. Se nos ha vuelto rutina la crisis. Vivimos bajo protesta. El paisaje urbano se ha llenado de trancazos, barricadas y marchas. El gobierno se ha convertido en un obstáculo para la serenidad. A eso, el país opositor ha agregado sus propios obstáculos. Las cadenas de Maduro intentan convertir en timidez los antiguos maratones de Chávez ante el micrófono. Y ya nos habituamos a lidiar con ese engorro. La escasez de productos es como una tos crónica y las amas de casa han armado, como cuenta Lissette Cardona en un reportaje de El Nacional, una red de cazadores. Mujeres que se agrupan para recorrer kilómetros en busca de aceite, café o azúcar. La ciudad convertida en bosque, donde hay que avistar por horas a la presa. En el proceso nacen amistades, intercambian teléfonos, datos. Y hasta llegan a ejercer el trueque: “La semana pasada cambié dos litros de leche por dos de aceite y harina de maíz por harina de trigo”, le cuenta una residente de Chacao a la periodista. El bosque, ese es el problema, está atestado de cazadores.


Galeno decía que la costumbre es una segunda naturaleza. Si así no fuera la raza humana se hubiera extinguido de desasosiego. La costumbre nos va domesticando el asombro. Tarde o temprano aceptamos las nuevas realidades que nos presenta ese guionista extravagante que es el destino. Así como uno se termina acostumbrando a la muerte de un ser entrañable o a la llegada avasallante de la tecnología, la gente va adecuándose a los nuevos rizos que elabora la tremebunda política nacional. He aquí el peligro. Anatole France tuvo a bien alertarnos: “Lo más escandaloso que tiene el escándalo es que uno se acostumbra a él”. Es hora de prender las alarmas.


***


Breve inventario:


Nunca debimos, pero nos fuimos acostumbrando a la baranda de Tibisay Lucena. Y su vacío existencial, su tono de cine francés, su clima de sospecha, su adicción a los malos finales.


Nunca debimos, pero nos hemos ido amañando con la sonrisita de Jorge Rodríguez y todo lo que siniestramente oculta. Nos encona, nos vapulea la úlcera, nos extrae groserías. Pero él persiste.


Nunca debimos, pero hemos terminado aceptando como tradición y humorada los incesantes tropiezos de Pastor Maldonado en la Fórmula 1. Todo un desagüe de dólares del erario nacional.


Nunca debimos, pero desde la alocución del primer Chávez hasta el último Maduro, nos hemos resignado -los ajenos al dogma- a recibir insultos de todo calibre y magnitud. Serpientes, eso nos lanzan. Y en cadena nacional, faltara más.


Nunca debimos, pero nos acostumbramos a responder a tales insultos. Y en esa sopa gigantesca de agravios, nació la infección de odio que hoy nos define.


Nunca debimos, pero se nos hizo hábito –desde Páez, Gómez, CAP y Chávez- que todo gobierno ejerciera el desfalco de las arcas públicas.


Nunca debimos acostumbrarnos.


***


Hace poco leí un libro que recorrí con sobresalto. Un libro considerablemente rudo porque no tiene ni un gramo de ficción y todo lo que relata es la Venezuela que hoy somos. Se trata de Y nos comimos la luz, de María Isoliett Iglesias, curtida reportera de sucesos de El Universal. Son crónicas sobre la violencia social. Su repulsiva cotidianidad. Sus personajes, víctimas y verdugos, el entorno y las secuelas, la tanta sangre derramada. Se reúnen allí historias que rozan lo delirante. Está la de Fredie, que se gana la vida ofreciendo servicios funerarios en la morgue de Bello Monte y le reza a los muertos para que lo ayuden a tener un buen día. Está la del hombre que depositó tres disparos en la espalda de otro solo porque su pequeña perra le olisqueó una pierna. O la de aquel que confiesa que él solamente es la mitad del diablo y que “se aburrió de coleccionar los plomos que le sacaba a cada uno de sus muertos después de tirotearlos”. María Isoliett logró ahondar en su testimonio y la sensación de escalofrío es inmediata: “Yo mato porque sí, porque me gusta, porque hay que hacer limpieza (…) Cuando lo haces una vez, no puedes parar. Es una droga”. Silencio. En eso me convertí después de leer tamaña frase, en silencio.


Algo muy hondo se ha roto en este país.


***


Uno de los trabajos más sólidos sobre el problema de la violencia en Venezuela lo realizó el sacerdote salesiano Alejandro Moreno. “Y salimos a matar gente: Investigación sobre el delincuente venezolano violento de origen popular” es un libro de dos tomos que reúne 15 historias de vida y un análisis de gran rigurosidad sobre nuestra endémica violencia. Como bien lo define Moreno, son “historias de ausencias: ausencia de familia, ausencia de madre, ausencia de afecto, ausencia de relaciones vinculantes, ausencia de atención”. Son seres que nacen marcados por una primera violencia: la violencia del abandono. Se acostumbraron a no pertenecer.


La primera historia de vida, la de un delincuente llamado Alfredo, quedó trunca. Faltó una última entrevista, pues primero llegaron nueve puñaladas a su cuerpo. Apenas tenía 38 años de vida. El padre Moreno nos descifra cómo el crimen es una vía para acceder a una forma de poder: “Alfredo, como todos, delinque, en primer lugar, para lucir. (…) Destacarse sobre todos, ser admirado, ser incluido en el medio, como el principal, el más significativo, el más poderoso”. En nuestro sistema carcelario, por ejemplo, quien llega a ser pran del recinto es porque es el más violento, el más temido. Poder y sangre van de la mano.


Moreno subraya lo que ya es notorio en la crónica roja del siglo XXI venezolano: en los delincuentes nuevos “atraco y asesinato se han unido: te robo y te mato. Un cambio radical y muy significativo para la sociedad: la violencia se ha vuelto más sangrienta, más agresiva, más implacable; el violento ha perdido controles, límites, emociones”. Y, por supuesto, el Estado contribuye ferozmente con un 92% de impunidad.


Matar como hábito y agenda.


***


Informe rápido de nuevas costumbres:


1)  Por un extraño misterio, las bombas lacrimógenas se quedaron pastando eternamente en tres cuadras de la parroquia Chacao. Las funciones son diarias y con horario fijo. Represión y barricadas a partes iguales. ¿Se acostumbrarán los vecinos a llorar mientras intentan respirar? (Otra locación disponible: Urbanización Santa Fe)


2)  Los asaltos que perpetran los cortejos fúnebres de malandros. Ya es tradición. El botín somos los conductores que no lloramos al difunto. La policía conoce el modus operandi. Ni pendientes.


3)  Las noticias delgadas. La prensa que no le hace carantoñas al régimen ha sido obligada a la anorexia informativa. La lectura se agota en cinco minutos. Se asiste a la muerte, por asfixia, del periodismo impreso.


4)  Los colectivos. O paramilitares. O bandas armadas en motos. Bautícelos a su real antojo. Ya son parte del paisaje. Aparecen en los eventos electorales. Llenan el aire de amenazas. Atacan salvajemente a las protestas. Sitian a los barrios. Son una nueva tribu urbana. Son intocables.


5)  La vida no vale nada. Pablo Milanés dixit. Menos que un dólar al cambio oficial. Basta con ir a comprar Ibuprofeno en Farmatodo. Con demorar el beso de despedida en la camioneta. Basta una bala perdida. Basta la irritación de alguien que tropezaste en la fiesta del callejón. Basta ver bonito a la novia bonita de otro.


6)  Las torturas. Nuevo ingrediente de la pócima revolucionaria. Manifestar es un derecho constitucional, pero acostúmbrate a lo que dicen las letras chiquitas: rodilla en alcantarilla por no ejercer la “rodilla en tierra”, electricidad en los senos, golpes con bates sobre cuerpos envueltos en goma espuma, cascos que hinchan tu rostro, cuerpos rociados con gasolina, amenazas de violación. Acostúmbrate a que las torturas ocurren. Pero “no existen”.


7)  El país que gira sobre su propio eje y no avanza. El país que no entiendes. El país que rechaza a su mitad.


8)  Si tu carro se queda sin batería, bienvenido a las aceras. Si no consigues tu champú de siempre, compra otro. Vivir es experimentar. Si solo te activa el café en las mañanas, intenta ducharte con agua fría. A fin de cuentas, la cafeína tiene sus bemoles. Si ahorraste todo un año para viajar a Disney o Cancún con tus hijos, olvídalo, recapacita, piensa en bolívares, Venezuela es chévere, pero cuidado con los huecos, los miguelitos en la carretera, los peajes falsos, en fin, cuidado con la muerte. Ella también hace turismo nacional.


9)  La denunciante que va presa. La secuestrada que calla para siempre su historia. La diputada que le prohíben trabajar. Los cadáveres que comienzan a llenar el Guaire.


10)  Planear una nueva vida. En otro país. Así sea uno que limite por el norte con lo que sea y por el sur con tus ganas de no morirte.


***


La protesta que encendió el país el 12 de febrero del 2014 lleva ya 42 muertos. ¿Alguien recuerda el nombre de la última persona asesinada? Hay muertes que poseen más resonancia que otras. Sin duda.


También puede ocurrir que, simplemente, nos estamos acostumbrando a morirnos.


Leonardo Padrón

 •  0 comments  •  flag
Share on Twitter
Published on April 27, 2014 04:30

April 21, 2014

Cheo Feliciano

 •  0 comments  •  flag
Share on Twitter
Published on April 21, 2014 17:23

April 12, 2014

Postales del cinismo

Conduzco hacia la Avenida Andrés Bello. Me pregunto cuántos venezolanos saben hoy día quién era Andrés Bello. Pienso en esta zona tórrida más cercana al bochorno que a la agricultura. Discurro, a vuelo rasante, sobre su portentosa Gramática de la Lengua Castellana y la indigente relación que hoy tenemos con nuestro idioma. Freno. Estoy en una intersección. Algo atrae mi mirada. En la esquina, una adolescente de la calle, roída de pies a cabeza, está echada sobre un puff, tan blanco como sucio. Es un mueble desahuciado. Y una niña sobre él, desgonzada. Vive la inesperada comodidad del cojín. Sus brazos cuelgan hasta el suelo. Sus nudillos pactan con la grasa del asfalto. Lo más perturbador es su mirada, colgada en ninguna parte. Es, ella entera, una foto de la nada existencial. Me toca avanzar. Pienso en el hombre nuevo que nos prometieron. Pienso en los colectivos y su amplia despensa de armas. Pienso en el remotísimo Andrés Bello.  


***


La noticia dice que España suspendió indefinidamente la venta de equipos antidisturbios para Venezuela después de advertir, con alarma, la feroz represión que las autoridades ejercen sobre los estudiantes. “Es lógico no añadir leña al fuego”, agregó el canciller español. Dos días después, el gobierno venezolano le replica a España que no tiene autoridad moral “para aconsejar sobre violencia y diálogo”. Agrega el comunicado, con tono admonitorio, que “el mundo ha sido testigo de cómo el pueblo español se ha levantado en protesta por las políticas excluyentes y negadoras de los Derechos Humanos y la respuesta de ese gobierno ha sido la represión contra los manifestantes”. Parece un autorretrato. Pero es solo cinismo. Químicamente puro.


***


Al venezolano el Twitter se le ha convertido en su marca de cigarros preferida. Ya no fuma tanto, ahora tuitea. Compulsivamente. Nos hemos acostumbrados a resolver el país en 140 caracteres. Lanzamos volutas de humo y “sabiduría” cada cinco minutos. En esa comarca, el rey de todas las tribunas es el insulto. No analizo tu idea, la descoso con ofensas. No disiento, te cuelgo un “¡Vendido!” en la red. No pregunto, te masacro verbalmente. Es la autopista favorita de los radicales. Está llena de escombros, basura y cauchos incendiados. Es difícil que alguna idea consiga ventilarse serenamente. Hay francotiradores prestos a apretar el gatillo apenas colocas un argumento, un punto de disidencia, un criterio a contravía. No se aceptan discursos atemperados. Es un ecosistema donde siempre triunfa la furia.


“Somos un país de malagradecidos”, le oí decir a alguien. El sopor que durante semanas arropó a la MUD ha sido vengado a dentelladas. Las extenuantes vueltas que Capriles le dio al país buscando despertarlo fueron arrojadas al olvido. Es la misma actitud que asumen los fanáticos del béisbol cuando abuchean a muerte a alguna estrella que les ha dispensado momentos de gloria y hoy sólo les importa la pelota que dejó caer en el inning anterior. La oposición radical parece haber adoptado el mismo Patria o Muerte delirante que ha regido al chavismo ortodoxo. Los extremos terminan pareciendo hermanos. Los tuits de la “tropa” coquetean en tono con los de Robert Alonso. CNN en español entrevista al “guarimbero mayor” y él declara, axiomático, rubicundo: “Nosotros no somos oposición. Somos resistencia. Nosotros no dialogamos. Nos ponemos unas gríngolas. No escuchamos. Nuestra línea de acción es la segunda Independencia de Venezuela”. Así de épico. Así de grande. Al final, en un rapto de modestia, se emparenta con Charles De Gaulle. ¿Se imaginan a Bolívar liberando cinco países desde Kendall, Florida?


***


Las noticias hablan de un fuerte enfrentamiento entre la PNB y la GNB contra los estudiantes acantonados en el perímetro de las Mercedes y el Rosal. Otra protesta pacífica que las autoridades convierten en guerra. Antes de salir de mi casa, observo la mancha de bombas lacrimógenas que flota sobre la zona. La calle está repleta de carros en desorden, ulular de sirenas y gente apretando el paso. Llego a Plaza Venezuela. El semáforo me concede una imagen: dos policías comen, morosamente, unos raspados de tamarindo. Allí están, tranquilazos, conversando, apoyados sobre el carrito de raspados. Dos kilómetros más allá, sus compañeros apuran sus perdigones sobre la humanidad de cualquiera que se mueva con estampa de estudiante y rebeldía. ¿Sobre qué conversan? ¿El contrato millonario de Miguel Cabrera? ¿La notable actuación de nuestro fútbol femenino? ¿La parrillita del próximo sábado? ¿El hartazgo de estos días? Es tan lenta la forma en que consumen sus raspados. Tan gozosa.


***


Hace días, en una de sus letárgicas cadenas, Maduro alardeaba de que el oficialismo ha hecho un centenar de marchas y ninguna ha terminado en violencia. Según él, bastaba ese ejemplo para detectar en cuál zona de nuestras ideologías hace nido el terrorismo. Quedé perplejo. Le faltó, quizás, agregar una frase más provocadora. Algo tipo: “Fíjense que a nosotros la GNB nunca nos ha lanzado una bomba lacrimógena. Ni la mitad de un perdigón. En Ramo Verde no hay un solo chavista preso. ¿Qué más pruebas quieren?”. Algo así. Digo, para redondear más la idea.


Me tropiezo en las redes sociales con un letrero que dice: “De los mismos creadores de ‘El comandante se recupera satisfactoriamente’, ‘Abriremos todas las cajas’ y ‘Este año no habrá devaluación’ nos llega: ‘Queremos Paz’ ”.


***


Nuestro inefable ministro de Turismo, en vísperas de Semana Santa, asegura que el problema con la escasez de cupos para volar al exterior es porque la demanda es muy alta. Omite la descomunal deuda con las aerolíneas. Replica el argumento que, en la misma página de El Universal, expresa el Vicepresidente de Gestión Institucional de la Red de Establecimientos Estatales (¡uuf!): “Las colas para comprar comida demuestran el poder adquisitivo del pueblo”. O sea: nos volvimos millonarios y no nos hemos dado cuenta.


Pero nadie como el mismísimo presidente: “¿No se han dado cuenta de la cantidad de venezolanos gordos que hay ahora?”. Andamos rollizos de tanta abundancia, eso decía. Mientras tanto, colmados de fortuna y colesterol, ni un simple pasaje para Costa Rica logramos conseguir.


***


“’Este es su hotel, disfrútelo y trate de echar la menos vaina posible’, podría ser la forma más sincera de redactar el primer párrafo de la Constitución Nacional”, le comentaba José Ignacio Cabrujas a la difunta revista “Estado y Reforma” en 1987. La imagen provenía de una idea punzante: “El Estado venezolano actúa generalmente como una gerencia hotelera en permanente fracaso a la hora de garantizar el confort de los huéspedes”.  Elisa Lerner ha sugerido que Venezuela, más que un país, es una hipótesis. Cabrujas insistía en la idea de que somos un país provisional, donde sus ciudadanos nunca han creído en sus instituciones. Remataba con una sentencia de poderosa vigencia: “El concepto de estado en Venezuela es un disimulo. Vamos a fingir que el presidente de la república es un ciudadano esclarecido. Vamos a fingir que la Corte Suprema de Justicia es un santuario de la legalidad. Pero, en el fondo, no nos engañemos. En el fondo todos sabemos cómo ‘se bate el cobre’ ”.


Y así hemos ido dando tumbos, de gerencia en gerencia, con las tuberías atascadas, la corrupción convertida en epidemia, y la fachada entera descascarándose. En este momento del siglo XXI nacional la madera de nuestras instituciones cruje pavorosamente.


El hotel ha colapsado. Ya no hay disimulo posible.


***


Un estudiante cubre el último rincón de su desnudez con las dos manos. Se le ve conmocionado. Por un instante no sabe hacia dónde caminar. Ha sido vejado públicamente por una horda cuya única ideología parece ser la violencia. La cámara registra su vergüenza. La foto le da la vuelta al mundo. Al único lugar del planeta donde parece no llegar esa imagen es a Miraflores.


Mientras tanto, la ley coloca su manto protector sobre otra persona. Solicitan medida de protección para dirigente estudiantil oficialista Kevin Ávila”, reza la noticia. Después de un día de ignominia en la UCV con lesionados aquí y allá, el gobierno se preocupa por un solo apellido. El resto espera en cuenta regresiva el fogonazo de una bala, una borrasca de golpes, o el escarnio de su desnudez.


***


Viajo con Tania Sarabia y Claudio Nazoa hacia Valencia para presentar una disertación sobre el amor en clave de comedia. En estos días donde el odio anda tan empoderado, quizás no es mala idea un pequeño contrapeso. Mientras tratamos de surfear los embates noticiosos de un domingo que terminaría siendo muy negro, recorremos la Autopista Regional del Centro. Recuerdo en voz alta que un día como ese, tres meses atrás, asesinaron a Mónica Spear y a su esposo. La conmoción fue tal que, desde entonces, la chispa de la indignación ha cobrado forma de incendio nacional. A nuestro lado se extiende lo que alguna vez llamaron “Los Rieles del Buen Vivir”. El chofer nos señala cabillas oxidadas, tramos inconclusos, viaductos corroídos, vestigios de lo que iba a ser y no fue. La revolución también es pródiga en elefantes blancos. En un ya viejo reportaje del año 2011, en esa “artillería del pensamiento” que es El Correo del Orinoco, se hablaba de que Venezuela ya era “pionera a escala internacional con la consolidación de 13.665 kilómetros de vías ferrocarrileras”. Pomposamente se alardeaba de una inversión de 7 mil millones de dólares. Una promesa gorda en dinero. Hoy solo sobreviven 3 muñecos simulando ser obreros que, como perros guardianes, cuidan día y noche el olvido que allí reina.


Mientras avanzamos en paralelo con las vías abandonadas del tren,  una vieja camioneta Dodge nos supera por el lado derecho de la autopista. Sobre el vidrio posterior se ve una extraña composición plástica: Un rollo de papel tualé, agitado por el viento. Una foto de un antiguo comediante de la televisión, Jorge Tuero. Y, en letras grandes, la frase que inmortalizó en un sketch: “Los gobiernos pasan, pero el hambre queda”.


Nos reímos, con una tristeza llena de fracaso.


El cinismo del poder se puede coleccionar en forma de barajitas. Se nos iría la vida llenando el álbum.


 


Leonardo Padrón

 •  0 comments  •  flag
Share on Twitter
Published on April 12, 2014 20:55

March 30, 2014

Supervivientes

“Si no hay harina, hacemos cachapas. Si no hay jabón de olor, usamos jabón Las Llaves. Si no hay papel higiénico, nos arreglamos con unos trapitos viejos”. Así le contestó Gladys, una mujer humilde a una joven profesora que se sentó a conversar con ella. Cuesta entender que alguien asuma el descalabro económico de su país con tanta resignación. El hombre es un animal de costumbre, se suele decir. El caso es que en el barrio de esa mujer, y en centenas, la precariedad es un modo de vida. Son los supervivientes históricos. Gente acostumbrada a la escasez como norma, a la violencia como paisaje, al futuro como una línea borrosa. El piso de la casa de Gladys es de tierra. En apenas 30 metros convive con cinco personas más. El traqueteo seco de las armas es la banda sonora de sus noches. Toparse con un cadáver en el ascenso al cerro es solo un signo ortográfico de su cotidianidad. Ella ha visto crecer a muchos de los integrantes de la banda armada más temible del barrio. Y soporta con estoicismo las colas de seis horas para comprar café y arroz. Gladys trabaja como personal de mantenimiento en una agencia de publicidad. Allí nadie le pregunta por su vida. Nunca. No saben si es casada, si tiene hijos, si le gusta la cerveza, si tiene lavadora o, al menos, luz eléctrica. No les interesa. Es solo una silueta que barre el piso y vacía las papeleras.


***


“Mi jefe jamás se ha acercado a preguntarme cómo me siento”, le contó un vigilante a Pablo, un maestro de la Pastora, que gusta de indagar en la mente de los habitantes de las barriadas caraqueñas. Habló largamente de sus problemas. Diez minutos después le confesó: “la realidad es muy fea”. Pablo relata que la conversación se extendió por casi una hora. Al final, el guardián nocturno, sorprendido, le agradeció que lo escuchara. Nadie lo suele hacer.


Una prostituta del Barrio Los Postes le confió: “Si sigo con esta vida, en cinco años voy a estar destruida”. Hoy recibe una mensualidad del gobierno. Se logró ubicar en alguna misión. “Esos 3 mil Bs. me han salido muy caros, porque me obligan a ir a cada evento que arman. Pero algo es algo”. Quizás se ahorra un poco de asco, el manoseo de varios borrachos, dos días que llegará más temprano a su casa.


Tales anécdotas revelan la orfandad de los supervivientes de esta sociedad. Asoman un indicio de lo que significó la llegada de Chávez al poder. “El papá de los helados”, según la trabajadora sexual, los oyó, les dio una mano y una promesa de redención. Les dejó, en el hogar de cada uno, una palabra inflamable: esperanza. Hasta qué punto esa esperanza resultó defraudada es un tema que hoy todo el país debate con pugnacidad y sangre. El caso es que se forjó en millones de personas algo muy poderoso: lealtad.


Por eso, a pesar de pervertir la economía del país, agudizar la brecha ente “ellos” y “nosotros” hasta el odio, alentar el exilio masivo de familias y empresas, superar los índices de corrupción del pasado, imponer la bota militar y un rosario de desatinos que todos sabemos, todavía muchos venezolanos siguen retribuyendo la dádiva recibida. Saben que ya Chávez no está. Pero se aferran a su “legado”. Un legado que se derrumba gracias a la torpeza del heredero y su corte.


Pablo le preguntó a un obrero qué opinaba sobre los ricos: “Ellos están ahí para explotarnos. Si la revolución se acaba, yo me jodo”,  contestó, repitiendo el estribillo ideológico. La realidad es tan fea, que se ha quedado sin matices.


***


Ese fue el tenor de algunos de los relatos que escuché la semana pasada. Era domingo, 11 am. El día y la hora ideal para prolongar la cama, retozar con las páginas de algún libro, reencontrarse con algo de sosiego dentro de tanta tribulación nacional. Sin embargo, muchos nos acercamos a una jornada de reflexión que un grupo de la sociedad civil organizada realizó en las instalaciones de Teatrex El Bosque. “Vamos a escucharnos”, así lo llamaron.


Allí suele funcionar un nuevo espacio para la escena teatral venezolana. Tiene pocos meses y, seguramente, la mayoría de los caraqueños aún lo desconoce. En cartelera debía estar un stand up comedy llamado “Cambiando de Tema”. Pero no es fácil hacer humor en estos días. Por eso decidieron, justamente, cambiar de tema. Y, junto con los directivos del teatro, procurar, no la risa dentro de la desgracia, sino la reflexión dentro de la crisis. La experiencia se ha repetido durante tres fines de semana.


Ese domingo había gente de perfil muy variado: profesionales, madres con sus hijos, una que otra figura pública, pero sobre todo, estudiantes. La sinopsis del evento era llamativa. Escuchar a personas cuya vida profesional se ha desarrollado en  zonas populares y han tenido gran interacción con las comunidades. Evaluar por qué no termina de llegar el mensaje de la oposición a muchas de esas áreas. Bobby Comedia, notable miembro de la nueva generación de humoristas, fungió de moderador. El micrófono que suele destinar para sus rutinas ese día ameritaba otro uso. Propuso las instrucciones de vuelo para la sesión: “Mente en blanco. Absorban todo. Dejen atrás paradigmas. Estamos acostumbrados a hablar. Es hora de escuchar al otro”. Escuchar, verbo que tantas veces olvidamos ejercer. Todo cambio profundo del país –sin duda- pasa por escuchar al otro. Valorarlo. Como bien rezaba la invitación: “No se trata de convencer al otro, sino de buscar puntos de encuentro”.


***


Una joven académica contó la agonía de su madre en un hospital público. No había ni camilleros porque era fin de semana: “Usted sabe, la inseguridad”, alguien explicó. Le sugirieron que comprara a los buhoneros vasos con hielo, a 5 Bs. cada uno. “¿Vasos con hielo? ¿Para qué?”. La respuesta le descolocó la quijada: “Para trasladar los exámenes que necesitan refrigeración”. En la noche, preguntó por un baño. Le señalaron un lugar, un tanto retirado, y la previnieron: “Después de las 9 de la noche, en esos baños roban y violan”. Le apuntaron, entonces, la metodología en uso: “Los buhoneros también venden perolitos de mantequilla vacíos. Cómprelos. Ahí puede hacer pipí”. La crisis de los hospitales comporta un panorama patético, humillante, que ni “el papá de los helados”, ni su heredero, han tenido la disposición de resolver. Los supervivientes siguen allí, con su perolito en la mano y su susto en el ánimo. Hay lealtades incomprensibles.


***


Uno de los saldos más notorios de esa mañana en Teatrex El Bosque fue terminar de entender que hay que derrumbar la gigantesca pared que nos divide. La unión del país pasa por conectarnos con ese otro venezolano que no terminamos de conocer. Aquí todo el mundo tiene razones para protestar, pero no necesariamente son las mismas. La falta de papel para la prensa y la falta de papel para nuestros intestinos tienen resonancias distintas. No todas las Gladys se resignarán a un puñado de trapitos viejos, pero sí pueden sobrevivir sin leer las noticias. Hay un Muro de Berlín semántico que el gobierno ha sabido robustecer. Resulta que “ellos” y “nosotros” tenemos la misma bandera en nuestras gorras, los mismos paisajes y la misma música en nuestro imaginario. En las clases de geografía queda claro que somos un solo país. Nos une haber sido víctimas de distintas pandillas que han usufructuado el poder para disponer de ese monumental botín que es Venezuela. “Ellos” y “nosotros” nos merecemos un destino  que no sea el odio, y mucho menos, la guerra.


Al final de la jornada, Bobby Comedia lo resumió todo en una frase: “Según el CNE somos la mitad del país. Si cada uno de “nosotros” conecta con uno, el “nosotros” será el país entero”. ¿Acaso hay otra opción?


***


-Papá, anoche tuve una pesadilla.


-¿Qué soñaste, mi amor?


-Que estaba en el transporte del colegio y había una manada de militares tan grande como una marcha de la oposición. Entonces el transporte tuvo que esquivar todos los carros para que no nos atacaran.


-¿Y luego qué pasó?


-Nada, ahí terminó.


Me inquietan esas pesadillas de mi hija. No deseo que sus ojos teman a ningún hombre de uniforme. No quiero “manadas de militares” en el lenguaje de sus sueños.


Al día siguiente, una compañera de clases, con sus 12 años en pánico, le contó de la bomba lacrimógena que cayó en la jardinera de su apartamento. La represión se trepa en los balcones de los niños.


***


¿Qué va a quedar de nosotros después que todo pase? Hemos invocado cien veces el nombre de Adriana Urquiola, asesinada junto con el hijo que esperaba nacer. ¿Hemos pensando en la familia de Miguel Antonio Parra, el sargento de la GNB que murió asesinado por un disparo en Mérida el lunes pasado? ¿Estamos cayendo en el mismo siniestro juego de sólo llorar a los muertos que nos convienen? Eso que llaman “el lado correcto de la historia” no es una línea recta, ni una sola calzada, es un amasijo de intersecciones, desvíos y rutas confusas. Es un lugar harto complejo. El lado correcto incluye también voltear hacia todos lados y reconocernos donde estemos.


No dejo de preguntarme cómo van por la vida los distintos asesinos de estudiantes, guardias nacionales y transeúntes caídos desde el 12 de febrero. ¿Eran ya homicidas? ¿Están acostumbrados a matar? ¿Qué los hizo así? Me niego a aceptar que el país asuma la cultura de la muerte sin resistirse.  Quiero creer en lo que le escuche a un ponente ese domingo: “Venezuela siempre vale la pena”.


Por eso deseo subrayar que hay algo conmovedor en lo que nos está pasando: la abundancia de gente que no se deja vencer por la desesperanza. Gente que prefiere apostar a la reconstrucción del país sin esa vergonzosa pared que nos divide. Gente que organiza foros de reflexión, reuniones en su comunidad, gente que escribe canciones, que arma videos, que lanza campañas, que inventa lemas. Gente sin extremos en su verbo. Gente sin guerra en su paz.


Al final de este doloroso capítulo todas las cruces de muerte estarán hundidas en tierra común. El cementerio de nuestro desencuentro no puede seguir creciendo. Basta. No podemos seguir siendo un país de supervivientes.


Leonardo Padrón

 •  0 comments  •  flag
Share on Twitter
Published on March 30, 2014 05:30

March 23, 2014

Detenidos

Un Iván que cuenta 9 años preso sin justicia.


Un Leopoldo que lleva un mes encarcelado.


Un mes que crece todos los días.


Una colmena de estudiantes detenidos por una noche,


por dos semanas, por treinta mediodías.


Quinientos apellidos atascados en un calabozo.


La suma de todos: un país malherido.


 


Les quitaron el aire.


Les sacaron la familia de los bolsillos.


Les voltearon el rostro lejos del sol.


Les pusieron clavos en sus palabras.


 


Son ahora lo inmóvil.


La noche de perfil.


La cicatriz de nuestra queja.


Sólo los alimenta el insomnio


el pan telúrico de nuestro abrazo.


 


Los quieren convertidos en olvido.


En más nunca.


 


Pero la justicia es terca, a pesar de lo maltrecha


Y su escandaloso lunar.


Y va a insistir a través del resto


que son todas las voces.


Las que saben escribir libertad donde otros gritan represión.


 


Hoy escribo, digo, insisto, reclamo


 


por los presos de la noche


 


que son la suma de todos nosotros


 


que juntan en sus cuencas, en sus temblores


 


lo frágil y lo cierto.


 


Amarrados a ese mástil caído que es la democracia.


 


 


Nuestros detenidos son la primera urgencia


 


en la punta de este poema.


 


 


La noche, espántala. Y con ella, a sus soldados.


 


Cada perdigón que nos arrojan


Cada micrófono que apagan


Cada derecho que nos desfalcan


Cada encierro.


Es un grano más de nuestra rebeldía.


 


La justicia es terca.


Tenemos el compromiso histórico de que así sea


en todos los rincones de esa herida


que es hoy la república.


 


Ese remolino en prosa de tortura.


Esa zanja de nuestros dolores.


Esa metáfora atónita y sin paz.


Ese orgullo suficiente llamado país.


 


 Leonardo Padrón

 •  0 comments  •  flag
Share on Twitter
Published on March 23, 2014 08:30

March 16, 2014

La sangre de las espinas

“Me arrastran, me arrastran a donde no sé ir”, dijo alguna vez André Breton y hoy me detengo en el escalofrío de ese verso. Así parece andar el país entero. Confieso que nunca me imaginé viviendo un siglo XXI tan primitivo, no en esta parcela del mundo donde respiro y envejezco. Nos ha tocado, a los venezolanos, toparnos de bruces con nuestras propias miserias. Alguien dejó abierto el viejo galpón de los escrúpulos y ya no queda ninguno. En realidad, hoy ni siquiera somos la sospecha de lo que creímos ser.


***


Todos conocen el mal humor de las espinas. Siempre están de a toque. Incesantes en su hostilidad. Hoy todos somos espinas.


Se ha vuelto una exageración dar los buenos días. El reloj sólo indica que la confusión no para. La masacre en desarrollo nos desvalijó la sonrisa. Son pocos los que tienen talante para el sueño. Las noches son jornadas de pánico que se van moviendo de municipio en municipio, como un mal premio de la lotería. Rayando la medianoche, las redes sociales expulsan gritos de auxilio. Pero no hay quien salve, pues es justamente la autoridad quien ha salido a dispensar balas y miedo. En la penumbra, ensaya su puntería, drena su rencor. El poder viste el uniforme de los bárbaros.


***


El mal humor que hoy nos define se agravó cuando Christiane Amanpour, la reputada periodista de CNN Internacional, entrevistó a Nicolás Maduro, presidente de esta convulsión, y le asomó una pregunta de pertinencia doméstica y nacional. “¿Cómo duerme usted, señor presidente?”. El asomó una carcajada y decidió convencernos de que dormía como un bebé. La respuesta quedó rebotando en los oídos de los venezolanos como un agravio mayor. Venezuela es hoy noticia mundial por la crisis que vive, por la lista de muertes que oscurece a tantos apellidos, por el dolor que hay en cada zanja de los heridos. Venezuela huele a caucho en llamas, a bomba lacrimógena, a asfalto en protesta, a mercados vacíos, a hospitales sin insumos, a formol y morgue, a inflación extrema, a infiltrados y colectivos. Confieso que si yo fuera presidente, supuesto negado tajantemente, no podría pegar un ojo desde hace meses. Sin importar de quién fuera la culpa del descalabro. Pero sucede que Maduro sentencia con voz iracunda que hay un golpe de estado en proceso, una conflagración internacional para derrocarlo, un enjambre de disociados que no le da tregua, y él igual duerme como un bebé, luego de ver un video de Jimmy Hendrix en concierto, como agregó en estos días.


Hay que ser muy cínico para tamaña respuesta. O un mitómano consumado. Quizás Maduro habrá pensado que confesar poco sueño sería revelar su zozobra. “El hombre anda mal. No duerme. Sabe que le quedan horas”, se apurarían en redactar los sociólogos del optimismo irresponsable. La frase la convertirían en fiesta aquellos que abrigan la expectativa de un desenlace temprano. Quizás fue mera estrategia política. Pero creo que, para todos, hubiera sido más sano oír a un hombre genuinamente preocupado por los agobios de su país. Hubiera sonado decente escuchar a Maduro decirle a la periodista que el día que murió Geraldine Moreno no durmió de puro abatimiento. Que la bala que descerrajó el pecho de Daniel Tinoco lo entristeció severamente. Que cada una de las muertes que van -sin preguntar el color de sus ideologías- le arrancaron las almohadas de la cabeza. Que así como lo encrespa que los guarimberos dañen estructuras públicas –que, sí, son de todos- también lo desencaja saber a tanta gente intoxicada en su casa por el humo y el horror. Algo así lo hubiera hecho más humano, menos indigno. Quizás entonces su retórica sobre “la patria grande” hubiera tenido un pellizco de verosimilitud.


“Prohíbete toda escapada a la miseria del mundo”, insiste André Breton.


***


La normalidad se ha convertido en algo excepcional. “Necesito escuchar música sin sentirme culpable por ello”, confesaba alguien en Twitter en estos días. Una escritora lo decía en minúsculas: “¿Te acuerdas cuando escribíamos poesía?”. “¿Desde cuándo no vas al cine?”, se preguntaban dos amigos. El teatro hace gestos desesperados para que volvamos a sus butacas. La prensa está desapareciendo, pero el caos oculta su poco oxígeno. En la televisión el rating lo gana el miedo y los noticieros aprenden a callar. Mis hijos estuvieron a punto de olvidar el nombre de sus maestras. Se bebe sin alborozo. Las rutinas fueron desbancadas hasta nuevo aviso. El país es un largo mercurio retrógrado. Valdría la pena preguntarse cuánto ha mermado la lujuria en esta cólera llamada Venezuela. ¿Acaso hay chance para la seducción, el cortejo, la licencia de las caricias? Se habla de una soledad pasmosa en los hoteles del sexo. La política suda un fuerte olor a farándula. Los derechos humanos se convirtieron en una flor exótica. Alguien desaparece con la goma de un lápiz la palabra estadista. ¿Cuál es hoy el deber: el país o la vida? “Son la misma cosa”, grita un peatón mientras a un vecino se lo lleva secuestrado el Sebin. A partir de entonces se sospecha de cualquiera como futuro delator. Dos bolsas de mercado ruedan por el piso.


Todo se ha salido de control.


Es mucha la vida que nos ha robado este monumental desatino llamado revolución.


***


Uno se pregunta cuál será el pensamiento del policía que vuelve a su casa agotado de golpear estudiantes. “¿Cómo fue tu día?”, le preguntará la esposa. “¿Cuántos ladrones atrapaste hoy?”, lo inquirirán sus hijos al borde de un arroz con carne guisada. Y él intentará sacudirse el olor a plaza y descontento, el perfume lacrimógeno de la protesta, el mechón de cabello de la estudiante de ingeniería que le escupió flores y rabia al unísono. ¿Qué respuestas tendrá ese hombre de uniforme?


***


Uno se pregunta si es justo que el dolor de un padre cuyo único hijo fue masacrado por reclamar un mejor país sea superado en atención por la quejumbre en cadena nacional de un artista que fue caceroleado por el encono de quienes lo adversan. Aquel joven no marchará más nunca, ni probará una arepa, no rozará un estadio de beisbol, no podrá enamorarse en una playa, ni graduarse de nada. Solo de muerte. El artista –en cambio- seguirá su vida, con un mal recuerdo en los tímpanos, y la turbia prosperidad de estar abrazado al poder.


***


Puedes comprar sólo un shampoo. Viajar es un pecado. Tu sueldo se llenó de agua. Un pollo es una cola de tres horas. Se apagan los centros comerciales. Más nunca salió tu periódico favorito. El repuesto de tu carro se convirtió en jamás. Panamá es una mala palabra. El dólar es oro en polvo. A las tres de la tarde toca encerrarnos en la casa. ¿Más nunca seremos normales?


Se nos ha hecho imposible el verso de Walt Whitman: “Yo quiero hacer inseparables a las ciudades, cada una pasando su brazo alrededor del cuello de la otra”.


Hoy las plazas solo sirven para morir.


***


“Ya ni siquiera vamos a poder reírnos”. La frase la soltó alguien que se gana la vida sacándole carcajadas a la gente.


Emilio Lovera se presentó hace poco en el Teatro Susan Katz del FIU en Florida. El evento estuvo signado por la polémica. Muchos condenaron que se hiciera un show humorístico mientras en Venezuela tantos jóvenes arriesgaban su vida a la misma hora. Reírse resultaba casi una afrenta imperdonable. Ya, para el exiliado, estar afuera genera una fuerte dosis de culpa. Por otro lado, así como la gente come, se baña, evacúa y duerme, también necesita reírse. Algo de esa modesta apetencia humana fueron todos a buscar a ese sitio. Las ganancias, se advirtió, serían donadas a familiares de los caídos en Táchira y Carabobo.


En un fugaz tránsito por Miami decidí acercarme al evento. Los protagonistas de la noche eran gente de mi afecto y respeto: Sergio Jablón, uno de los mejores libretistas que tuvo la Radio Rochela, estrenándose en lides de comediante con voz propia; ese portento de música y humor llamado César Muñoz; y, en rol estelar, Emilio Lovera. La crisis del país estuvo siempre sobre el escenario. Emilio, en un alarde de responsabilidad, estructuró su presentación bajo el cenital de la crisis. Cuando apareció en escena traía en sus palabras un rudo espejo de las miserias que empañan nuestro gentilicio. Fue implacable. Habló de nuestra astucia para burlar permanentemente las reglas de juego de la civilidad. De nuestra viveza sin pausa. De cómo hemos ido saboteando nuestra propia historia. A cada tanto, nos hundía la cara en una piscina llena de reclamos para luego levantarnos y aliviarnos con una bocanada de humor. La noche se convirtió en una urgente reflexión sobre por qué hemos terminado siendo este desatino descomunal. Dos horas de catarsis donde nadie le soltó la mano al país. Al contrario. Fuimos, esa noche, dolor y gentilicio.


***


Alguien me sugería que el tema de estas líneas debería ser lo que todo el mundo se pregunta: “¿En qué va a parar esta vaina?”. Hay una sensación consensuada. Estamos en el punto de quiebre. En la zona donde los materiales ceden y su consistencia es abolida. El caos tiene forma de jauría. Los radicales desfilan sus excesos. Los profetas van de fracaso en fracaso. Aún así, hay gente que los sigue, pues necesitan ser gaseados por la esperanza. Los analistas agotan la tinta de sus reflexiones. El apocalipsis es el dibujo con más seguidores. En la resurrección sólo insisten los optimistas.


La calle es un río revuelto y no hay líderes para tanta energía desatada. El país se desmorona mientras el presidente duerme. El país reclama. El presidente reprime, como molesto por haber sido despertado. El gobierno dispara. Disfrazado de civil, dispara. Disfrazado de ley, dispara. El país también dispara. Todo tan inquietante. Tan peligroso.


Buscando el país que merecemos hemos ido borrando nuestra vida cotidiana. Sólo queda descubrir cuánto abismo hay en el siguiente paso y cuánto futuro en el mapa final de esta incertidumbre.


Por ahora, solo espinas. Y su mucha sangre. Esa es la ruta momentánea. Pero es imperativo alzar la flor. Sin más torpezas.


“La idiotez es una conjura”, escribió Leopoldo María Panero, ese gran poeta que acaba de entrar en la muerte.


Leonado Padrón

 •  0 comments  •  flag
Share on Twitter
Published on March 16, 2014 04:01

March 2, 2014

El mes más largo

El país tiene hoy la voz altisonante del caos. Perdigones y balas atravesando pieles humanas, solo eso ha cruzado el aire en estos días. La imagen de una mujer militar golpeando ferozmente, con su casco, el rostro de una manifestante que yace en el suelo se ha convertido en un documento escalofriante. La anécdota trágica de cada muerte: la sonrisa destrozada de Bassil Da Costa, el motorizado degollado por una barricada; la reina de belleza fulminada por una bala inequívoca. Siguen las muertes. El conteo de los heridos. Los estudiantes torturados con electricidad y miedo. Mientras tanto: el poder baila y reprime. El poder miente y dispara. El poder hunde sus uñas y grita carnaval. La televisión voltea la mirada a ninguna parte. Los árboles se asfixian con la gente que huye bajo nubes lacrimógenas. Un estudiante aparta su vergüenza y denuncia haber sido violado por un fusil. El poder no le cree y esconde el fusil.  El saqueo abre las santamarías. El insomnio nos cocina los ojos. Violencia es hoy el atroz sustantivo que nos define. Y dolor, el sitio por donde deambula nuestro ánimo.


 ***


En Venezuela, contraviniendo al poeta Eliot y su famoso abril, febrero se ha convertido en el mes más cruel. La calle es una marea alta que solo promete otros remolinos. El gobierno de Maduro vive sus días más convulsos. Se acumularon todas las razones para protestar y los estudiantes tomaron la bandera. En mitad de una grieta económica monumental se escucha el estruendo de un alud político. El país se nos viene encima y la persona encargada de atajar el desastre ha preferido sumarle fuego, mucha gasolina, hilos gruesos de kerosene. La paz se ha convertido en un cliché verbal. Todos la manosean, la estrujan, la malbaratan. La paz es un estribillo lleno de perdigones.


***


Escribo desde un periódico que se está quedando afónico. No hay suficiente papel para reseñar todos los sucesos ocurridos en tres semanas de alta conflictividad social. No caben con la debida honra las historias de todos los agravios de parte y parte. No calza en esta estrechez de tinta y papel la reseña pormenorizada del horror de algunas noches. Ese es el propósito del cerco a la prensa. Convertir la voz que denuncia en silencio. Quieren un país mudo. Pero ya es tarde. No hay margen para esa opción.


Los videos caseros inundan las redes con su testimonio: el asedio de los grupos parapoliciales, las armas en ristre, los aviones de guerra sobrevolando una ciudad. Y uno se queda con la pregunta columpiándose en la boca. Cuántas de esas armas formarán parte de los secuestros y muertes de nuestra cotidianidad? Por eso el pedido unánime sobre el desarme de los colectivos. El presidente proclama que no permitirá el uso de otras armas que las del gobierno. Pero sucede que los colectivos forman parte del gobierno. Sucede que se están burlando de nuestro reclamo.


***


Sus partidarios lo murmuran en voz baja: el país se le escurre de las manos al mandatario. En mitad de este caos, desconcierta que el poder se ocupe de lo que escribe en las redes sociales un escritor. Hay problemas mucho más graves. La gestión de Maduro sufre un severo punto de inflexión. El hombre a cargo parece dilapidar la herencia de su padre político de forma vertiginosa, aunque –ciertamente- ya la dote estaba minada de polilla y filtraciones. El poder dice que ayudo a promover el odio a través de 140 caracteres. Que soy virulento.  Que mis novelas (y las de mis colegas, presumo) han contribuido con la umbrosa cifra de 200 mil muertes violentas en 15 años de revolución. Me tilda de dirigente opositor. Vaya. Y pensar que uno de mis orgullos es no haber militado en partido político alguno. Sentencia que soy hombre de derecha. El poder lanza frases al aire sobre la vida de cualquiera con gran ligereza.


Podría consumir estas líneas contando mis veleidades con la revolución cubana, en mi temprana juventud. Mis viajes a La Habana. Mi infatuación romántica con la figura del Che.  Mi afiche de César Augusto Sandino colgado en mi habitación. Mi ejemplar -en gran formato- de “La historia me absolverá” de Fidel Castro. Pero tendría también que detallar mi posterior decepción al comprobar, in situ, las privaciones, la sequía de sus vidas, el acoso, la restricción a salir del país, a bañarse en sus propias aguas, a entrar en los hoteles de turistas. Ver a prostitutas en la Marina Hemingway ofreciendo sexo oral a cambio de una hamburguesa era comprobar que el antiguo burdel del Caribe, como tildaban a Cuba en época de Batista, había convertido al añoso oficio en algo mucho más humillante. Recuerdo un viaje donde conocí a dos ilustres poetas de la revolución, Cintio Vitier y Fina García Marruz. Mi misión era buscar un manuscrito original del poeta Vitier, fotocopiarlo y traerlo a Caracas donde los miembros de la ya extinguida Casa de la Poesía Pérez Bonalde nos encargaríamos de publicarlo. El asombro fue descubrir que no había papel en toda La Habana para sacarle copias al poemario. Cintio realizó un acto extremo: entregarme su manuscrito y confiar en que ningún incidente me hiciera extraviar sus poemas para siempre. Finalmente, logramos editar su libro. El suceso, nimio si se quiere, me  recuerda esta escasez en que ahora se ha convertido la vida de cualquier venezolano en pleno siglo XXI.


***


“!Estás en la mira, cabrón!”. Ese fue el mensaje que llegó a mi celular luego de la tercera cadena donde Maduro me nombrara con encono y obsesión. No es la primera vez que recibo amenazas por expresar mi parecer. Es una dinámica conocida: la intimidación. Maduro me condena por un tuit escrito, supuestamente, contra los trabajadores del Metro, burlándome de las agresiones infringidas por algunos radicales de la oposición. En rigor, apenas agregué dos palabras (“Sin Comentarios”) y retuiteé a alguien que expresaba que el agraviado tenía el collarín colocado al revés. Una verdadera lluvia de mensajes asomaban, desde hace rato, la misma opinión. Mi desliz, y así lo reconozco, fue no cotejar con algún médico dicha tesis. Esa mi vil acción. La que activó su ira y luego -no faltaba más- la de Haiman El Troudi, ministro de Transporte, quien me dirigió una seguidilla de tuits, culpándome de la violencia desatada contra las unidades de transporte. Toda una desmesura. Sin duda, es una soberana estupidez dañar un Metrobús o cualquier otro bien de uso público o privado. No he dejado de condenar la estridencia de las guarimbas, a pesar de recibir andanadas de insultos de no pocos ciudadanos. La verdad: no creo en la violencia. En ninguna de sus formas.


Ahora, si de balances hablamos, el presidente Maduro ha cometido una agotadora sucesión de deslices. Quizás, el mayor de todos, irrespetar a 7.270.403 personas que votaron por una opción distinta. Ese exiguo y dudoso 1.59 %  de ventaja, que no quiso llevar a un fidedigno reconteo, luego que la misma noche de las elecciones prometiera hacerlo, no lo autoriza a insultarnos cada vez que reclamamos por una gestión medianamente eficiente. Él habla de las “mentiras infamantes” de mi Twitter. Yo le comento las suyas, que son mucho más trascendentes. Sus deslices tienen a buena parte del país enervado. Se supone que es el presidente de todos los venezolanos, pero sólo parece serlo de los que aceptan vestirse de rojo por convicción, supervivencia o provecho personal. Maduro desestima la ingente cantidad de ciudadanos que llenan las calles reclamando seguridad, medicinas y abastecimiento. Con tildarnos de fascistas  parece salvar su responsabilidad. En cadena nacional ruge: “!Vete, si no te gusta!”. Pues no, no me gusta ver a mi país sumido en una escasez vergonzosa, azotado por una dantesca inflación, y a sus habitantes rezando por su vida en cada salida a la calle. Y no, no me pienso ir. Elijo colaborar con la reconstrucción de estas coordenadas del trópico que tanto venero.


Me pregunto,  ¿sería Maduro capaz de ofrecer disculpas por el desliz de haber prometido que el dólar seguiría inconmovible en Bs. 6,30 durante todo el año y hacer lo contrario a la semana siguiente? ¿Se disculpará ante los pacientes de cáncer que no consiguen medicamentos para tratar su penosa enfermedad? ¿Se disculpará ante las miles de amas de casa que desgastan sus vidas en colas eternas para adquirir los productos de su comida diaria?  ¿Se disculparán Giordani, Ramírez y Merentes por el agónico rumbo de nuestra economía? ¿Se disculpará el presidente por el “desliz” de haber reprimido a sangre y fuego a los estudiantes venezolanos? Sería todo un detalle.


***


“SOS Venezuela”, dos palabras que se replican con abrumadora solidaridad desde Amsterdam, Dubai, Madrid, México, Australia y hasta en la mismísima Ucrania. La reina del pop, rockeros, baladistas, Djs, raperos, jugadores de la NBA, estrellas de Hollywood, escritores, se suman a la denuncia. La lista se engrosa a cada instante. El estupor es planetario ante las cruentas imágenes de la represión. Maduro afirma que Rubén Blades, autor de dos brillantes y demoledoras cartas, debe estar manipulado por su amigo César Miguel Rondón (un notorio insulto a su autonomía de pensamiento). Jura que a los peloteros de Grandes Ligas les están pagando los dueños de los equipos. No se le ocurre que legítimamente se puede estar en desacuerdo con su gobierno sin necesidad de ser golpista, conspirador, fascista, apátrida o rancio burgués. Las estrellas nacionales cancelan sus múltiples conciertos de carnaval. Maduro saca de su gaveta días no laborables y los lanza como caramelos desde una carroza: A rumbear todos….! El decreto parece un irrespeto ante tanto luto y dolor nacional. Los guarimberos también insisten en sus disonancias. En una misma jornada, las mujeres de la oposición marchan por la paz, mientras el gobierno pasea misiles antiaéreos por la autopista regional del centro. En la noche se invoca de nuevo la palabra y se realiza una Conferencia de Paz en Miraflores. Suena plausible para algunos, engañoso para otros. Jorge Roig, el presidente de Fedecámaras expresa el sentir colectivo: “!El país no está bien, señor Presidente!”. Se habla en tono conciliatorio, mientras, en el Táchira cae herida de bala una estudiante. Todo muy delirante. Todo en el mes más largo de nuestra historia.


***


En el entierro de Simón Díaz, ícono absoluto de la venezolanidad, un escalofrío me recorrió el espinazo mientras bajaban su féretro a la tumba y la gente le cantaba “Caballo Viejo”. Con Mariaca Semprún y Laureano Márquez lo comentamos al unísono. La muerte de Simón Díaz coincidía con otra tristeza rotunda. Su adiós parecía simbolizar los funerales de la Venezuela unánime, el país noble y entrañable que tanto reinó en sus canciones. Lo dijimos y enmudecimos de espanto. No lo aceptamos. El desafío está ahí: exigir una Venezuela inclusiva, próspera, amable. Y, por favor, justa. Los estudiantes han iniciado la tonada. Al resto, al país todo, nos compete unirnos, no desafinar y culminar la canción de los finales felices. Nos toca espantar la muerte que alguna vez escribió César Vallejo. Esa que “camina exactamente como un hombre entre las fieras”.


Febrero suele ser el mes más corto. Esta vez, le sacó una cruel ventaja al resto del calendario.


 


Leonardo Padrón

 •  0 comments  •  flag
Share on Twitter
Published on March 02, 2014 04:30

February 16, 2014

La paz, esa indigente

El lugar común reza que nada posee más velocidad que una mala noticia. Pero cuando ya un país entero se ha acostumbrado a ese clima umbroso, la ecuación varía un tanto. Las buenas noticias ganan agilidad. Un ejemplo: Supermercado Unicasa, 10 am. Miércoles. Sureste de Caracas. El rumor se propagó en segundos: ¡Llegó la leche! La cola se hizo inmediata y extravagantemente larga. La gente llamaba a sus trabajos anunciando que llegarían tarde. Otros pedían refuerzos, más familiares, más brazos. Multiplicarse era imperativo. La mayoría asumía la resignación de comprar sólo lo permitido: dos potes de leche. Y racionar el consumo hasta que una nueva campanada trajera otra exigua buena noticia. Maldiciones en voz baja. Silencios turbios. “¡Esto es una humillación!”, dijo una señora que rondaba los 70 años. De pronto, llegó un motorizado con su compañero a cuestas. Parecían forasteros arribando a un pueblo ajeno sobre una bestia ruidosa. Entraron con desenfado y, sin más, tomaron una caja entera de leche. Un empleado del supermercado les recordó que eso era imposible. Uno de ellos le manoteó una frase en los tímpanos: “¡Cállate, pajúo! O te quiebro!!” Silencio mortal. Los malandros salieron con su botín a cuestas. Cuando la moto arrancó, quedó en el aire el corrosivo humo de la impunidad.


***


En un Central Madeirense cercano al Barrio 5 de Julio de Petare una señora hacía la cola con su estoicismo en punto de quiebre. La cajera le anunció que sólo podía llevar un kilo de leche en polvo. “¡Yo tengo 4 hijos!”, protestó la cliente. “Esa es la orden”, replicó la cajera mientras un hombre le daba un fajo de billetes y sacaba varias cajas de leche que atesoraba la empleada. Algunas mujeres en la cola lo reconocieron. Era un buhonero de la redoma de Petare. Un buhonero que, cuadras más allá, venderá a Bs. 150 el kilo de leche que vale realmente Bs 33. La señora reclamó. No pasó nada más. La impunidad otra vez ganando por goleada.


***


Se habla de supermercados donde los dueños prefieren que no llegue la harina precocida por la violencia que generan la rebatiña y la desesperación. Se ha visto a amas de casa insultándose, arañándose, halándose el cabello, convirtiéndose en adversarias instantáneas. Padres madrugando sobre su propia madrugada para apostarse en una cola de ignominia y escasez. Todo tan inédito.


El tsunami es económico. Lo que viene asusta a los especialistas más preclaros. Los ministros del área chapotean su ineficacia, asidos a una  ideología que es una balsa de anime al pie de la gigantesca ola que ya no deja ver el sol. Las transnacionales corren en pos de terrenos más altos. Decenas de empresas recogen hasta sus logos y portarretratos. Mientras, el “hombre nuevo” languidece en la estafa de su etiqueta, sin advertir el monumental tamaño de la marejada que se avecina.


***


Abunda la gente que dice que somos el mejor país del mundo. También la que dice que esto se jodió. La gente que sentencia que irse es rendirse. La que acusa de tontos románticos a los que se quedan. La que jura que falta poco para que todo reviente. La que concluye que Cuba llegó para quedarse. La que insiste en el tiempo de Dios. La que grita que hay que imitar a Ucrania. La que retuitea, desde su fama caída y la protección de dos escoltas, todo lo que escribe el presidente. La que dice que no habla de política, mientras hace negocios con el poder.


 La realidad es un dominó enloquecido.


***


Ciertos domingos del año el asfalto caraqueño se llena de corredores. Resulta admirable ver cómo se enfundan una franela alusiva a la carrera, unos zapatos deportivos con un chip que dará cuenta exacta de su esfuerzo, y una disciplina llena de puntualidad y entusiasmo. A las 7 am, mientras otros duermen la fiesta del sábado o el cansancio de la semana, esta colosal tribu de corredores se alista a su faena. El domingo pasado, el objetivo eran 10 kilómetros de sudor y ahínco. Lo viví desde sus entrañas. Con cadencia de peatón apurado. Sin intentar alardes inútiles. Otros andaban en lo mismo. La idea era ganarle una mañana a la pereza, regalarle a los pulmones algo de intemperie sin arriesgar la vida, mientras los corredores pasaban, como una emanación, a nuestro lado.


Nunca he visto una sola carrera de esas que no reciba una masiva asistencia. En la Caracas Rock participan 25 mil corredores. En el Maratón CAF se vuelcan sobre la calzada 10 mil personas. En la Gatorade son 6 mil franelas de un mismo color. Gente de todas las edades. Atletas eternos, mujeres dibujadas a mano, gorditos tambaleando su colesterol, discapacitados heroicos, amigos en grupo, padres empujando el coche de sus hijos. Dos chinos, con su jerga remota, se unen a la ruta. La faena es dura, corren, tropiezan, el corazón les brinca, el pulso se les encabrita. Poseen un líder que es cada uno de ellos mismos. El objetivo final es ser gente más sana. El deporte también es un país.


***


En mitad de la carrera: un hombre vestido de derrota. Mezclado entre los atletas, caminaba un indigente con su saco raído, el asfalto metido en la piel, su olor a Guaire. Iba en la misma dirección, pero le llevaba una distancia enorme a la masa: años de caminata. Sólo que su norte era el extravío. El veía la invasión de tendones y piernas con desconcierto. Se sintió extrañado de que tanta gente lo acompañara en su ruta diaria. Nadie le extendió un gesto. Era lógico. Era un detalle menor del paisaje.


***


Ya a un kilómetro de la meta se escuchaba la respiración exánime de los atletas, sus bufidos, como de caballos reventados. Ninguno perdía el fuelle, animados por la proximidad del fin. Todo el que cruzaba la línea final alzaba la mano, triunfal. Una muchacha, excediendo su resistencia, rebasó la meta y vomitó, pero no dejaba de sonreír. Había los que llegaban y se devolvían a buscar a su pareja, exhortándolas a no claudicar.


Yo iba allí, extranjero a esos afanes, preguntándome por qué no somos así de tenaces para recuperar la salud del país. Me preguntaba cuántos de los que allí dan largas zancadas para romper su propio record están luego acorralados en su casa por la inseguridad, hartos del agobio económico, crispados por una nación que se desmorona. No es ilusorio suponer que muchos sufren el país al unísono. Pero ¿por qué hay más gente en estos eventos que en las convocatorias que reclaman seguridad, comida, hospitales dignos y estudiantes libres?


 Tres días después, la calle me daría su respuesta.


***


La gente que dice que Maduro traicionó a Chávez. Que Capriles traicionó a sus seguidores. Que Leopoldo traicionó a Capriles. La que quiere protestar. La que desea paz. La que aspira guerra. La gente que se forró en billete al ritmo de “Patria querida”. La gente acomodaticia y pusilánime. La gente atormentada y corajuda. La gente despidiéndose. La gente que dice rabia, ansiedad, diáspora. Dice mordaza, sumisión, dictadura.


***


¿Qué hace que hoy nos arrope el desánimo? ¿Eso que llaman la  desesperanza aprendida? ¿El miedo? ¿Cómo nos volvemos a hacer adictos a la democracia? ¿De verdad necesitamos un líder? ¿Para qué? ¿Para descoserlo cada vez que no coincidamos con él? Por otro lado rueda una consigna: “La Salida”. Para muchos, una frase con olor a pólvora. Para otros, el antídoto. En la carrera del domingo no cabían más atletas bajo el letrero de “Salida”, básicamente porque todos tenían claro el destino de esa ruta. Mientras, las colas en busca de alimento se multiplican como epidemia. Parecernos a Cuba no es una proeza, es una derrota.


***


Miércoles, 12 de febrero, Día de la Juventud. He allí el asfalto lleno con el reclamo de los estudiantes y una gruesa presencia de la sociedad civil. Se habla de 50 mil personas sólo en las calles de Caracas y el mismo hartazgo replicándose en distintas ciudades del país. La jornada fue impecable. Las calles parecían hablar rotundamente. Pero justo al final, la violencia lanzó sus dados desde flancos inaceptables. Los colectivos armados surgieron a ejercer su rol más conocido: la agresión, el acoso. El caos hizo su entrada triunfal. La confusión se llenó de infiltrados y balas silbando la muerte. Lo sabemos, un solo borracho es capaz de arruinar la mejor fiesta. En la calzada, comenzaron los caídos. La alegría por una jornada redonda se convirtió en rictus de espanto.


En la noche, el saldo era demasiado sombrío. Tres muertos, decenas de heridos y una cifra que rondaba el centenar de detenidos. Los medios de comunicación en el triste ejercicio de enmudecer. El canal de TV colombiano NTN24 fue sacado de las cableras de un manotazo. Las redes sociales eran las únicas ventanas hacia la realidad. Mientras escribo esto, las noticias sobrepasan la velocidad de mis manos en el teclado. La represión es ahora quien marcha en las calles. Las cacerolas retumban. El presidente dice que “un chavista jamás agrede”. Y uno se siente agredido por tan descomunal invención. Grita paz con tanta violencia que la calma semántica de la palabra se hace añicos. Grita cárcel para un diplomático y un ex militar. Se habla de orden de captura para Leopoldo López. El gobierno lamenta sin cesar la muerte del líder de un colectivo. Apenas alguno nombra de soslayo a los estudiantes asesinados. Son muertes que no importan.


Fue una noche de larga crispación. El país marchó y se encontró con la boca negra del terror. Quizás la paz sea como ese indigente que caminaba extraviado entre la multitud de corredores del domingo pasado. Anda igual, con el traje raído y tambaleándose. Solo con el concierto de todo el país evitaremos que sea otro cuerpo caído en la calzada. La paz es la única consigna posible. Pero no basta con pronunciarla. Hay que construirla.


***


El país está enfermo. Toca recuperar su salud. No sé cuantos kilómetros exige este objetivo. Quizás estamos ante un maratón, plagado de obstáculos, emboscadas y vientos adversos. Pero el cronómetro está activado. Nos toca descubrir si tenemos temple y persistencia. Si nos merecemos la palabra libertad. Perder la cordura sería un error. Transformarnos en violencia, un desatino. Nos toca aprender el idioma de una nueva circunstancia. Nos toca –irremediablemente unidos- sudar el asfalto que nos saque de este accidente histórico y nos lleve de nuevo a ese paisaje llamado democracia.


Leonardo Padrón

 •  0 comments  •  flag
Share on Twitter
Published on February 16, 2014 04:30

February 1, 2014

Formas del adiós

La historia ocurrió en el Barrio Carpintero de Petare. Rayaba la medianoche y los dos hermanos volvían de una fiesta. Algún chiste cómplice los hizo quebrar el silencio del asfalto con una carcajada. Entonces apareció la muerte, acompañada de un malandro de la zona, y les vació una pistola encima. Al día siguiente, en el entierro, la madre -devastada por la furia- dejó caer una maldición: “¡Les juro que todos los muchachos de esta cuadra se van a morir!”. Nadie sabe quién hizo el rol de verdugo, pero han pasado seis años y hace apenas una semana exacta mataron al último joven que quedaba vivo en el perímetro. Así cuentan en las esquinas. Así me relata Elvira, luego de llorar a su primo asesinado. No le robaron nada. Ni el carro, ni el celular, ni el dinero. Sólo la vida. Su vecina más próxima obligó a su hijo a regresar a Colombia hace un par de años, para que no lo alcanzara la sentencia de muerte. Solo ella tuvo chance de decirle oficialmente adiós a su hijo. Más nadie.


 ***


En los semáforos hay suficiente tiempo para torcer el destino. Una mujer, en sus cuarenta, manejaba su camioneta con la desaprensión de quien siente que la vida le sonríe. Venía del autolavado y todo resplandecía a su alrededor. Ahora iba al gimnasio. Estaba dispuesta a tener un gran día. Frenó pausadamente en la luz roja de un semáforo.  Vio a su costado un hombre en silla de ruedas, con la mano extendida y una sonrisa que buscaba un poco de indulgencia y solidaridad. No era su costumbre, pero ese día se sintió dispuesta a hacerle un guiño al prójimo. Buscó en su cartera un billete de 10 Bs. y bajó el vidrio sólo lo suficiente para darle el dinero al simpático indigente. En un veloz movimiento de manos el hombre lanzó una rata viva y membruda por el espacio abierto de la ventana. La rata corrió sobresaltada de un lado a otro dentro de la camioneta. La mujer entró en absoluto pánico y se bajó de la camioneta. Corrió largos metros gritando, histérica, ofuscada por el asco y el susto. Cuando el espanto la dejó voltear, ya no había camioneta, ni indigente, ni silla de ruedas. Se quedó incluso sin cartera, papeles ni dinero en mitad de la calzada. Sólo los brincos de su corazón. El semáforo ostentaba su luz verde. La luz que parecía decirle adiós a su camioneta y a la solidaridad con el prójimo.


 ***


En una pizzería de Los Palos Grandes espero por un pedido para llevar. Observo un juego de futbol europeo, sin audio, sentado en una mesa. Desde la barra un hombre me saluda y me pregunta lo inevitable: “¿Cómo ve usted la vaina?”. Ambos coincidimos en el diagnóstico. Muy sombrío, si acaso hay que aclararlo. Y siempre la inseguridad como sofoco en las palabras. Me habla de una cadena que le llegó a su correo donde un organismo importante envió una clasificación de las áreas de riesgo en la capital. Me va leyendo y terminamos riéndonos con dolor. Caracas entera resultaba ser una emboscada sin salida. Me dice que ha pensado en irse del país, pero tiene cinco hijos. El mayor apenas bordea los 14 años. Un gentío, la verdad. ¿Cómo irse así? Me muestra la bolsita que carga. Venía de una popular tienda de ropa. Tenía que comprarle algunas prendas de colegio a su abultada prole. El local ofrecía un obligado 50% de descuento. Pero apenas le permitían comprar dos piezas por día. Debía volver al día siguiente por los pantalones para sus otros dos hijos. Y un tercer día para la camisa que necesitaba el último. Absurdo. No lo acepta. Así no era este país. Quiere irse de este paisaje ilógico que hoy somos. Pero no puede. No sabe cómo. No le alcanza el dinero para irse. Tiene prohibido el adiós.


***


En un reciente viaje a Miami trabé conversación con un venezolano de origen libanés en la cola de inmigración. Apenas pudo, desfogó conmigo su conflicto. Su esposa, testigo de un violento asalto en las puertas del colegio de su hijo, fue presa de un ataque de terror que la llevó hasta Los Ángeles con el closet entero, hijos y ultimátum. Urgía a su marido a irse con ella o hacerse de otra vida. El le pidió seis meses del año en curso para tomar la decisión. El comerciante no quiere mudarse de país. Son demasiados años, un apego grande, rutinas entrañables. Se le están acabando los ahorros pagando el sustento de su familia en California. Y de paso, aquí la economía sigue dándose tumbos contra las paredes. Su vida conyugal está en manos de las medidas que tome el presidente de la República. Pienso hoy en ese hombre y el adiós desesperado de su mujer. No es justo con él que la primera medida para acabar con la delincuencia sea regular las telenovelas. No es justo con su propia historia de amor.


***


“Me fui mucho antes de haberme ido”, escribe Israel Centeno en un texto que forma parte de “Pasaje de Ida”, un libro compilado por Silda Cordoliani que reúne 15 testimonios de escritores que forman parte de este “convulsionado país de emigrantes” que ahora es Venezuela, como bien lo señala Silda. “Muchos ya habíamos sido expulsados del país aun estando entre sus fronteras”, remarca Centeno. Es el primer latigazo que te escribe la guerrilla comunicacional en la red social Twitter: “Lárgate de aquí, maricón!”. Nos quieren replegados o lejos. En silencio o expulsados por nosotros mismos. Nos despiden de nuestra propia tierra. Nos lanzan las maletas en la cara con cada insulto, cada oprobio. Y, valga el cinismo, nos llaman virulentos si dejamos en claro nuestra opinión.


“Es estando en el país cuando se experimenta con la mayor y más desgarradora realidad el estar fuera, afuera”, concluye Blanca Strepponi.


***


En el estado de Florida conocí una estupenda iniciativa llamada Microteatro Miami. La idea nació en Madrid. Hoy se replica con éxito en  Biscayne Boulevard. En una suerte de garaje ambientado, en el Centro Cultural Español, hay seis contenedores donde en cada uno ocurre una obra de teatro distinta. Cada obra dura máximo 15 minutos. Puedes ver seis piezas en una sola noche. El ambiente recuerda los mejores momentos del underground que ocurría en el Festival Internacional de Teatro de Caracas. Tragos, mucha charla, cierta bohemia, experimentos interesantes. Y, de paso, una enorme presencia de artistas venezolanos. Es un hecho: la naciente movida teatral mayamera está sustentada en el talento y la experiencia venezolana. Actores, escritores y directores que tuvieron que emigrar del país ante la crisis. La mayoría terminó vencida por los colmillos de la inseguridad. Ganas de seguir vivos, puede decirse. En las pausas entre obra y obra se escuchan distintas versiones del adiós al país. Todos te alientan a decidirte, te sugieren el tipo de visa ideal, el abogado más efectivo, la forma de burlar la resistencia inicial. Te emborrachan de buenos consejos. Hay una piedra llamada nostalgia en cada una de sus palabras. Pero intentan disimularla ferozmente. Deben enamorarse de otra tierra. Y no quieren hacerlo en soledad.


“Solo en la ficción consigo hablar de Venezuela sin que me falte el aire”, escribe Juan Carlos Méndez Guédez, desde su otra orilla que ya es España.


***


En un café de Brickell, una legendaria protagonista de telenovelas venezolanas me cuenta crudamente su realidad: “Es muy fuerte, después de tantos años de trayectoria y reconocimientos, ir de casting en casting, con un letrerito pegado en el pecho con tu nombre y tus breves centímetros de altura”. A eso le agrega la desazón que produce renunciar a su acento, tan salpicado de arepa, queso guayanés y papelón con limón. Es como tener que aprender a hablar a los cincuenta años. “De paso, debo competir contra 30 mexicanas en cada casting y hablar como si fuera ellas, como si hubiera nacido en Tijuana”, me comenta con los ojos agrietados. ¿Cómo se le dice adiós a tus méritos, tu historia, tu propio pasado?


 ***


Dice Juan Gelman: “País que fue será”.


***


Vivimos la hora más menguada de nuestra historia reciente. La economía es una araña negra que camina sobre nuestros estómagos. La gente malbarata sus días en colas interminables para conseguir harina, leche y aceite. La prensa escrita está viviendo una exasperante agonía que puede desembocar en su desaparición absoluta. Algo inédito en el planeta. A las líneas aéreas no les está quedando más remedio que borrarnos de sus destinos. Comenzamos a sentir claustrofobia, encierro, ahogo. Hay un rictus general de desazón. Parece que nos hubieran mudado de sitio sin darnos cuenta. Somos pura noche en una geografía de luz caribeña. El país tiene forma de pistola. Hasta los llamados a la paz vienen con amenaza incluida. Se multiplican en muchos hogares las conversaciones nerviosas. Es el momento de las decisiones. ¿Irnos? ¿Resistir? ¿Luchar? ¿Decirle adiós al país o a la vida?


Te sirves un trago, te asomas al Ávila, piensas en tus hijos, en los riesgos que entraña cada decisión. Piensas con Méndez Guédez en esa definición de país que da Bolívar Coronado: “Lugar donde al menos cuentas con veinticinco abrazos; lugar donde llueve y te quedas dormido sintiendo que estás en casa”.


Es todo tan difícil. Tan inmerecido.


¿Cuál es la cola de inmigración hacia esa patria donde antes cabíamos todos los venezolanos?


Leonardo Padrón


 


 


 


 

 •  0 comments  •  flag
Share on Twitter
Published on February 01, 2014 20:56

Leonardo Padrón's Blog

Leonardo Padrón
Leonardo Padrón isn't a Goodreads Author (yet), but they do have a blog, so here are some recent posts imported from their feed.
Follow Leonardo Padrón's blog with rss.