Leonardo Padrón's Blog, page 27
October 6, 2015
Gira de presentaciones “Se Busca un País”
La gira de presentaciones de “Se Busca un País” comenzó el pasado mes de septiembre, y promete extenderse durante los próximos del año.
“Se Busca un País” es una presentación que tiene como epicentro el más reciente libro de crónicas de Leonardo Padrón. Es una reflexión sobre las tribulaciones del presente y las posibilidades del futuro, paseándonos por las crónicas más resonantes y celebradas del libro . El país como gran protagonista en un encuentro interactivo con la audiencia.
Muestra un enfoque muy positivo, de gran receptividad en el público. Es emotiva, concientiza y posee un aderezo especial de humor. Es sin duda una excelente puesta en escena que sugiere cómo encontrar un país que absolutamente todo queremos y merecemos.
September 27, 2015
#CuentaRegresiva Faltan 69 días – Video
¿Qué quiere Venezuela? #VenezuelaQuiere ¡cambio! Hoy, el escritor, poeta e intelectual venezolano Leonardo Padrón nos dice por qué, a 69 días del 6 de diciembre, es necesario votar para cambiar.
Publicado por el canal de Unidad Venezuela en YouTube
September 26, 2015
Relaciones peligrosas
El país hoy son tantos temas que uno puede quedarse horas en blanco frente a la computadora. Es una matemática rara para un escritor: la suma de peripecias desemboca en un largo silencio. El país es una noticia llena de piedras. Y está eso que ahora es tan difícil: la cotidianidad.
Ya cualquier martes de nuestra vida tiene rizos épicos. La mantequilla es un tema de conversación. La desaparición del atún. El aumento en 900% del impuesto de salida del país. La frontera como un triste video juego de guerra. Vaya intoxicación.
Entonces uno decide hojear periódicos extranjeros.
***
En el periódico La Vanguardia de Cataluña me topo con una entrevista a Hyeonseo Lee, una corajuda mujer que logró escapar de uno de los distintos nombres que tiene el infierno en la tierra: Corea del Norte. Hyeonseo Lee acaba de publicar un libro titulado “La chica de los siete nombres”. Es un libro de memorias. ¿A los 34 años? Pues sí, estamos hablando de una mujer que a sus 17 años decidió escapar del oprobio vivido bajo una de las dictaduras más sórdidas de la historia contemporánea. Su libro, publicado en más de 20 países, es también una cruzada hacia la redención personal. Hyeonseo tardó 15 años en sacar a su familia del país. Su testimonio en TED ha sido visto por cuatro millones y medio de personas. Son doce minutos frente al micrófono donde a cada segundo la voz se le rompe más. Termina siendo un hilo de dolor que narra, que lucha contra el olvido.
En la entrevista de prensa, realizada por Lluís Amiguet, la actual activista deja caer frases que me generaron una resonancia perturbadora. El periodista le pregunta qué fue lo peor de vivir bajo el régimen de los Kim. Dice Hyeonseo: “Lo más humillante para mí es que, para sobrevivir, tienes que hacerte el idiota”. No voy a establecer analogías “perversas”. Pero veo a mi alrededor el silencio de tantos venezolanos ante la sucesiva violación de derechos humanos, el abismo económico, la atroz corruptela de funcionarios públicos y entiendo que en revolución el silencio tiene sus adjetivos: conveniente, cómplice, idiota.
Perdonen la digresión. Sigamos.
Nos ilustra Hyeonseo: “La dictadura comunista no acabó con las clases sociales, sólo las sustituyó por las suyas. Instauró el songbun, que clasifica a las familias según su lealtad original al sistema. Si el abuelo fue un revolucionario que luchó junto al Gran Líder, todos sus descendientes serán ya de la casta privilegiada”.
La que llaman la única dinastía comunista de la historia va por su tercera generación. Primero fue el Gran Líder y Presidente Eterno Kim II Sung, luego el Querido Líder Kim Jong II y en estos años el país está en manos del Brillante Camarada, Gran Sucesor y Líder Supremo Kim Jong Un.
Perdonen el derroche de epítetos. No soy yo. Es la costumbre comunista. Y el asunto familiar, el nepotismo, la sucesión de los hijos (legítimos o artificiales). En Venezuela, por ejemplo, gobiernan “los hijos de Chávez” que, por lo visto, son muchos y se siguen multiplicando póstumamente. También gobiernan las esposas, los hermanos, los compinches. Como en esos restaurantes que lo anuncian con un pequeño cartel en la entrada, en Venezuela se respira un ambiente familiar en los pasillos del poder.
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Otra de las costumbres de los gobiernos autoritarios es la obsesión por los tambores de guerra, la construcción de enemigos (imperiales, vecinales o internos). El puño de hierro necesita ser justificado. Ese puño que Chávez chocaba sin cesar contra su palma derecha. Ese tono que tanto les gusta de malandro con el hierro en el koala. Ese patético video de Maduro “entrenándose” en un gimnasio y azuzando a Uribe para una confrontación.
Un pequeño detalle con respecto a Corea del Norte: desde el año 2006 posee membrecía en el exclusivo club de las potencias nucleares. Un dato que le da licencia al joven y venático Líder Supremo para desencadenar una tercera guerra mundial cuando le de un ataque de mal humor.
Alivio. Aquí no hay músculo para tener misiles nucleares. Apenas podemos comprar doce sukhois cuando se cae uno. Se alardea de que somos un País Potencia, pero todavía chapotea en el recuerdo la penosa imagen de los tanques accidentados en camino a la frontera con Colombia en uno de los escarceos bélicos que ha tenido la revolución con el hermano país. Pero igual no se descuide Mr. Danger, bájeme el tono Sr. Guyana y cuidadito con insolencias, compañero Santos.
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Volvamos a la hermosa Hyeonseo Lee. Cuenta ella que logró convencer a su madre y hermano para huir de Corea del Norte y luego de muchas penurias lo lograron. Su hermano casi se regresó. No se adaptaba a la nueva vida: “Para él era más fácil seguir siendo un privilegiado contrabandista en la dictadura que estudiar en la exigente universidad surcoreana”. Siempre es más fácil delinquir que competir, corromperse que esmerarse, bachaquear que estudiar. Hay países latinoamericanos que saben de eso.
Dice Hyeonseo Lee que durante su infancia pensó que estaba en el mejor país del planeta y le quedó claro que América, Corea del Sur y Japón eran los enemigos. A los 7 años de edad vio la primera ejecución pública y pensó que era normal. (Aquí nuestros hijos ven en los noticieros el relato de las numerosas ejecuciones que realizan los delincuentes cada día y sienten que es normal).
Cuando Hyeonseo Lee habla sobre el hambre y el miedo en su país deja caer una reflexión inquietante: “Como todos los sufren, duelen menos. Tu sentimiento de felicidad depende de cuán desgraciados veas a los demás. En Corea del Norte el único feliz es el Amado Líder”. Pues aquí no. Faltara más. Aquí también es muy feliz el entorno del Comandante Eterno, la casta de militares, los enchufados y los boliburgueses. En rigor, aquí es feliz el que viva con dólares a 6,30. El resto es una quejumbre.
Pero tranquilos, hemos pensado en todo, para algo tenemos el Viceministerio para la Suprema Felicidad del Pueblo.
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Por esas aviesas casualidades que te presenta la vida, mientras pienso si vale la pena escribir sobre el turbulento testimonio de una norcoreana que hoy se estrena como escritora, recibo un mensaje por chat de Carlos Flores, Director de Newsweek En Español Venezuela: “¿Sabías que en Baruta funciona la embajada de Corea del Norte?”. Veo con recelo a mi alrededor. De pronto me sentí espiado, como si en mi cerebro hubiera una copiosa fuga de información. Algunos le dicen sincronía. Al instante, me envía la foto de la portada: un sonriente Kim Jong Un que alza su mano derecha con benevolencia mientras la banda presidencial venezolana cruza su hombro izquierdo y un titular que reza “Una arepa para el camarada Kim”.
Y sí, rastreando el dato veo que en el diario Últimas Noticias del 22 de junio de este 2015 se anuncia la apertura en el país de la embajada de uno de los regímenes más tenebrosos que se conozcan. Hay relaciones que pueden ser peligrosas.
Ingreso al portal de Newsweek (Nwnoticias.com/Venezuela) y leo el reportaje de Odell López Escote. Resulta revelador el intento de acercamiento que tuvo el periodista con la embajada. En la misma nota, nos recuerda lo que le ocurrió a Alí Lameda, un poeta venezolano, comunista inveterado, que fue condenado a veinte años de cárcel por un régimen al que le dedicó – ¡oh ironía!- un largo poema de alabanza.
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Alí Lameda es quizás uno de los poetas más comunistas de la literatura venezolana. De la sentencia de veinte años lo salvaron dos presidentes democráticos, Caldera y Carlos Andrés Pérez, quienes mediaron arduamente para reducir su presidio a 7 años. Lameda fue con entusiasmo a trabajar en el país asiático, pero ponerse sincero con su familia -a través de cartas donde cuestionaba ese comunismo que no se parecía al que tenía en su imaginario- le valió 22 kilos menos en el primer año de prisión, un cuerpo lleno de llagas y una risible acusación como agente de la CIA (¿les suena?). Sus amigos cubanos allá presentes refrendaron en juicio público que efectivamente la CIA le depositaba hasta aguinaldo y cesta ticket. La traición es también una ideología.
Milagros Socorro, en un reportaje del año 2006 en El Nacional, recordó el caso: “Sentenciado a 20 años de trabajos forzados, Alí Lameda fue conducido a una cárcel que quedaba a 3 horas de Pyongyang; y lo arrojaron a una celda de castigo en un campo de prisioneros donde estuvo esposado por 3 semanas y durmió en el piso sin cobija ni ningún tipo de lecho, en temperaturas heladas. Transferido a las edificaciones del campo de prisioneros, fue encerrado en celdas sin calefacción, sufrió congelación de los pies y se le cayeron las uñas (…) Nunca se le permitió ningún tipo de comunicación, ni llegó a recibir una sola carta de sus familiares o amigos. Jamás le permitieron tener un libro ni papel y lápiz para escribir. Y la comida consistía en un tazón de sopa y un poco de arroz al día”.
Esa cárcel se la regaló al poeta Lameda el abuelo del actual Kim, el primer Kim, tan Amado Líder como el actual. Hoy el socialismo venezolano le permite abrir en Baruta una espaciosa embajada a La República Popular Democrática de Corea, uno de los países más condenados en el mundo por su masiva violación de derechos humanos, mientras les buscamos camorra a nuestros vecinos.
Hoy un líder político de la oposición está condenado a casi 14 años de presidio en un minúsculo calabozo, sin luz artificial, sin contacto con el exterior y con las visitas seriamente restringidas. Leopoldo López no escribió una carta a su esposa hablando mal de la revolución. Simplemente dijo que este país tenía que cambiar. En voz alta. Su condena es una mancha enorme, indeleble, en el turbio manuscrito de la revolución bolivariana.
No se trata de relacionar una cosa con la otra. Sería tan peligroso.
Leonardo Padrón
El Caracas Press Club rechaza agresiones contra César Miguel Rondón
El Caracas Press Club condena rotundamente el comunicado emitido por el Directorio de Responsabilidad Social de Conatel donde, bajo la figura de la presunción de un funcionario, se busca culpabilizar a César Miguel Rondón de un delito hasta ahora nuevo para las leyes venezolanas: guardar silencio.
Igualmente lamentamos que el responsable del Directorio, William Castillo, utilice la xenofobia y la discriminación en contra de César Miguel Rondón, llamándolo “ciudadano mexicano-venezolano” con el único objetivo de someterlo al escarnio público y desacreditarlo frente a su audiencia, irrespetando no solo a Rondón sino a un país y a sus habitantes, con los cuales se supone que Venezuela mantiene excelentes relaciones. ¿O es que al presidente de Conatel le parece vergonzoso haber nacido en México?
De acuerdo con el numeral 9 de la Declaración de Principios sobre Libertad de Expresión de la Organización de Estados Americanos (OEA), los mensajes con fines intimidatorios, así como las presiones directas o indirectas, que pretenden silenciar la labor de los comunicadores sociales, violan los derechos fundamentales de las personas y coartan severamente la libertad de expresión. Y esto es exactamente lo que ha hecho el Directorio de Responsabilidad Social y el director de Conatel, al utilizar como argumento contra César Miguel Rondón que ” guardó un vergonzoso silencio, que hace presumir su completa adhesión a las infamias proferidas por el Alcalde de Cúcuta contra Venezuela”. Lo que equivale a entender que Rondón no solo ha sido difamado por supuestamente guardar silencio sino por las presunciones que un funcionario del gobierno haya tenido en relación a los silencios del entrevistador, irrespetando la libertad del comunicador de intervenir o no en la entrevista y manipulando la realidad de lo ocurrido con el objetivo de acusar a Rondón y a la emisora por, según su entender, no defender los intereses nacionales.
En el Caracas Press Club rechazamos categóricamente las amenazas proferidas y respaldamos la conducta de César Miguel Rondón, un profesional con 41 años de impecable trayectoria y probidad intelectual, durante los cuales no ha hecho otra cosa que realizar su trabajo apegado a la ética, la responsabilidad, el equilibrio y honrando la verdad, algo sumamente difícil de realizar en los años que hemos vivido los profesionales de la comunicación, viendo cómo día tras días se conculcan los derechos fundamentales de los periodistas, se cierran fuentes de trabajo, se violan las mas elementales normas de las libertades ciudadanas, y los funcionarios del gobierno se niegan a dar información, objetiva y veraz, a los medios independientes que todavía sobreviven. Sin contar con que el gobierno y sus aliados se han apoderado masivamente de los medios masivos de comunicación, imponiendo su proyecto de hegemonía comunicacional, en circunstancias que aún permanecen oscuras para la mayoría de los venezolanos.
A todo eso se ha enfrentado con dignidad César Miguel Rondon y la mayoría de los profesionales respetables que aun siguen dando su propia batalla en la defensa de las libertades.
Finalmente, desde el Caracas Press Club sugerimos al ciudadano William Castillo que solicite ser invitado al espacio diario de César Miguel Rondón y pueda ofrecer desde allí su versión de los hechos en relación a lo sucedido en la frontera. O al Ministro de la Defensa o al Ministro del Interior. En fin, que cualquiera de ellos den la cara y defiendan sus posturas.
Estamos seguros que, como al alcalde de Cúcuta, César Miguel Rondón les permitirá hablar sin ninguna restricción a su libre derecho de expresar sus opiniones.
September 5, 2015
Diálogos en revolución
– Apúrate. Averigüé y sí hay dólares.
– ¿Hay mucha gente?
– Van por el 335 y yo soy el 428. Casi cien personas por delante.
– ¡¿Cien personas?! ¿Y para qué quieres que me apure?
Igual me apuré. Nunca sabes cómo puede estar el tráfico hacia el centro de Caracas. Impresiona atravesar la Avenida Bolívar y verla embutida de edificios de la Misión Vivienda. Su belleza original ha sido violentada. Uno se pregunta cuántos días faltarán para que la célebre y turbia Operación Liberación del Pueblo (OLP) allane esos edificios y, luego del remolino habitual, anuncie en rueda de prensa el hallazgo de armas largas, granadas, droga y toneladas de dinero mal habido. Darán cuenta de la recuperación de apartamentos invadidos por bandas criminales. Hablarán de dos o tres criminales fallecidos y decenas de personas detenidas. Hasta la próxima incursión en otro dulce paraje de la Misión Vivienda.
Llegué a la Avenida Universidad y apenas entré a la sede central del Banco de Venezuela un vaho hirviente me arropó. No había aire acondicionado. El lugar estaba atestado de gente, ahogo y malestar. Mi rostro debió ser elocuente porque una señora me comentó con sorna:
-Esto está repleto de “patria”.
Alfonso, mi amigo, alzó la mano al fondo para hacerse notar.
-¡Ya vamos por el 350!
Su sonrisita de burla desafinaba con el hartazgo colectivo.
-¿No es igualito a un mercado municipal?- hincó la frase cuando me acerqué a él.
Las sillas se habían agotado temprano. La mayor parte de la gente estaba de pie. Arremolinada. Sacudiéndose el calor como si fuera una mosca excesiva y terca. Dos muchachas me juraron que estaban allí desde las 6 de la mañana. Venían de Mérida. Allá no hay divisas en ningún banco. Ni en Barquisimeto, ni en Maracaibo, ni en San Fernando de Apure. Así fue ilustrándome cada persona a mi alrededor. De todas las agencias del Banco de Venezuela diseminadas por el país, la sede central en Caracas resultó ser la única con divisas en efectivo. Si usted tiene un viaje planeado con sus hijos, le toca visitar este gigantesco peaje.
Es el centralismo en su versión más desatinada. Primero, concentran todas las operaciones de divisas del país en un solo banco. Luego, el banco las entuba en una sola agencia. Y, ya en el paroxismo, esa agencia dispone para tal fin apenas tres de las cincuenta taquillas que posee. A las 12 en punto una de las tres cajeras salió a almorzar. Las opciones quedaron reducidas a dos ventanillas. Una asfixiante estrategia urdida solo para la entrega de los modestos 500 dólares que el gobierno permite canjear para sufragar los gastos de tus hijos. La espera se expandió como una mancha de grasa.
En algún punto, paseé morosamente la mirada para ver si algún ministro, diputado o artista de la revolución estaba en el mismo penar que el resto de los venezolanos allí presentes, pero no, ningún rostro mediático del socialismo del siglo XXI tenía un numerito de espera en su mano.
Era lunes. En los países normales, los lunes son días de mucho trabajo. En Venezuela no, aquí la gente hace cola, hojea el periódico, contempla sus zapatos, hurga sus uñas, cabecea, chatea por el celular.
-Señor, no puede usar el celular dentro de las instalaciones.
El vigilante me increpó con hostilidad. Repitió el mal tono tres puestos más allá. Y más allá.
-¡Ni Candy Crush puede jugar uno!- resopló una joven morena que ya no sabía cómo terciar con su cansancio.
No puedes hacer llamadas, contestar correos, leer noticias en las redes sociales, ni juguetear con tu aparato. Abúrrete. Obstínate. Conviértete en ocio. O trae un libro. Los libros siempre salvan.
Un día de trabajo perdido. Hastío. Caras largas. Niños en brazos, empozados en su sudor. Todo eso gotea en la larga espera.
Un país en cámara lenta.
-Señor, ¡ya le dije que no usara el celular! ¡Si las comunicaciones se caen y no se pueden entregar más divisas, será por su culpa!
-¿No será más bien por culpa de Maduro?- alcancé a decir en vez de asumir mi delito. Alfonso reestrenaba la risita.
-Ser opresor es un vicio- sentenció un hombre a mi lado condenando el ladrido del vigilante y poniendo en contexto toda la situación.
-Como decía Mafalda: “tenemos complejo de timbre, nos gusta estar oprimidos”- anexó la fanática de Candy Crush.
-¿No fue Libertad la que dijo eso?
Cinco horas después, finalizado el engorro, un vecino de la gran sala de espera me dijo:
-Póngase mosca, afuera hay mucho malandro que sabe que esta es la cuadra del país donde hay mas peatones con dólares en el bolsillo.
Esa palmadita de miedo y rutina que es la vida en Venezuela.
***
En el aeropuerto de Maiquetía, en la cola de inmigración, una pasajera me relata la anécdota de su compañero en el viaje anterior.
Lo interpeló un efectivo militar.
-¿Adónde viaja usted?
(-Héctor anda de mal humor desde hace más de quince años- me aclara ella).
-Adonde me de la gana.
El efectivo lo vio fijamente.
-¿Y qué va a hacer allí?
-¡Lo que me de la gana!- replicó, invariable, el pasajero.
-Ahh, tú te las das de alzao, ¿no? Te me sales de la cola y me acompañas.
La amiga pensó lo peor. Pasó tiempo. Mucho. Ya el avión estaba a punto de despegar y Héctor no aparecía. El piloto pidió disculpas por el retraso. Están esperando a un pasajero, explicó. Finalmente llegó, desencajado, la camisa por fuera, pintado de sudor.
-¿Qué pasó?- le preguntó ella, urgida de curiosidad.
-Me revisó hasta el alma. Me exigió los dos mil dólares que tenía en efectivo para dejarme viajar. Le rogué que me dejara al menos cien, doscientos dólares. Me dijo que no.
-¿Por qué?
-¡Porque le daba la gana!
***
Vuelta a la patria días después. El equipaje pasa por la máquina de rayos X. Un hombre de chaleco rojo me ordena llevarlo a la mesa contigua. Una empleada, más fastidiada que dispuesta, me pide que abra la maleta para su revisión. Está envuelta en plástico. Muchas vueltas de plástico. No es fácil. Le pido la tijera. Está amellada. No sirve. Finalmente abro la maleta con paciencia y dentelladas. Por curiosidad, le pregunto por qué me mandan a abrir el equipaje. Me responde con una pregunta:
– ¿Por qué lleva tantos libros?
– Soy escritor. Por lo general, a los escritores nos gusta leer.
Me dedica una mirada insidiosa. Me deja ir, sin muchas ganas de dejarme ir. Pero más era el fastidio.
La vida como fastidio.
***
Le pregunto al taxista que me sube hacia Caracas la tarifa por su servicio.
– Son 3.200 bolívares.
-¿Tanto?
– Antes eso era mucho dinero, ahora sólo son muchos billetes.
Y comienza a quejarse de los 75 mil bolívares que cuesta cada caucho de su camioneta. Me dice que si cae en un hueco, de los miles que hay en el asfalto, tendrá que dejar de trabajar.
Se pone nostálgico.
-Yo trabajo en el aeropuerto desde la época de Luis Herrera. Antes del viernes negro. El Concord venia dos veces a la semana. Martes y viernes. Por lo menos 400 unidades subían llenos de pasajeros. Si la carrera era corta – por ejemplo, hasta Chacaíto- podías regresar y agarrar otro pasajero del mismo vuelo.
La mesa está servida para hablar de política. Elige los adjetivos con cautela. En breve lo advierto: es chavista. Discutimos cordialmente. Sus parlamentos parecen una réplica del noticiero de VTV, el canal del gobierno.
-¿Se acuerda cuando María Corina sacó aquel comunicado donde decía que no era posible que los pata en el suelo, los invertebrados, pudieran entrar a sus restaurantes, a su entorno, a su club?
– Amigo, ningún político de la oposición, en su sano juicio, va a dar una declaración de ese tipo. ¿En qué periódico leyó eso? ¿En VEA, en el Correo del Orinoco, en Últimas Noticias?
Acelera. Gira el volante. Contraataca.
-El bipartidismo tuvo todo en sus manos, pero si no hubiera sido tan malo no aparecía alguien como Chávez.
– Ya. Ahora, según el inventario que me hizo hace poco, usted reconoce que antes estábamos mejor. Aunque no se trata del pasado, ¿cierto?
Largo silencio.
-Este proyecto se jodió- dejó caer la frase como un escupitajo.
Y otra vez el silencio. Ominoso y largo, como el asfalto que recorremos. Lleno de huecos.
***
Chateo con una amiga. En el dialogo descubro que ya no vive en el país.
-¡¿Cuándo te fuiste?!- pregunto con sorpresa.
– La semana pasada. Mi esposo y yo tenemos un niño especial, y no sabes lo que he tenido que llorar en Locatel por un paquete de pañales. Desde hace tiempo no se consiguen los reactivos para su tratamiento. Fue muy doloroso escuchar a la doctora que lo chequeó aquí decir que era una pena que hubiese empeorado tanto, por estar mal medicado.
– Claro, entiendo. Imagínate- dibujo una pausa. -¿Por qué no se despidieron?
– Me fue imposible. No lo quería hacer realidad. Me tocó contar en descenso las rayitas cinéticas de Maiquetía y grabarme con desesperación ese cielo.
Cierro el chat, conmovido. Otra vez el silencio como una nube de monóxido.
Hojeo la prensa, al desgaire. Me topo con una página con una foto enorme de Nicolás Maduro y un eslogan incomprensible: “Seguimos venciendo”.
Hay diálogos en este país que antes no habían ocurrido. Son exclusivos de los tiempos de revolución.
Leonardo Padrón
August 22, 2015
Panamá, ida y vuelta
Lo más difícil hoy en día en Panamá es conseguirse con un panameño. Es una frase excesiva, pero si eres venezolano y vas de visita por tres días puedes vivir esa sensación. En cualquier centro comercial, restaurant o supermercado te vas a topar con un nutrido collage de caraqueños, maracuchos y orientales. Se habla de 150 mil venezolanos residiendo en un país de apenas 4 millones de habitantes. La cifra del éxodo sigue aumentando.
Desde hace años una alta dosis de venezolanos hace cabriolas para huir del país, de la ruina o de la muerte (marque con una equis donde su depresión elija). En ese hito crucial que es el exilio muchos procuran la opción menos traumática. La distancia y el idioma son elementos decisivos. Lejos, pero no tanto. Afuera, pero con el mismo diccionario. Panamá, para los venezolanos, más que un país, es una redención.
El destino es un quién sabe en el pasaporte.
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Hace dos fines de semanas me tocó viajar a la ciudad de los rascacielos caribeños por motivos de trabajo. Allí se encontraban ya Tania Sarabia y Claudio Nazoa para presentar en el Teatro de la Huaca de Atlapa Ese Humor que es el Amor, donde funjo de anfitrión en un divertimento que ambos tejen con maestría a propósito de los ancestrales vínculos entre la sonrisa y la piel, la carcajada y el orgasmo, la seducción y el humor.
En Venezuela todo viaje en avión se ha convertido en una epopeya. Por razones que no logro descifrar, la línea aérea que me transporta desde Maiquetía hace escala en esa penitencia que es el aeropuerto de Barcelona. Aunque se esmeran en disimularlo, es un aeropuerto internacional. Allí esperó 4 horas para abordar otro avión que me llevará al destino final. En tanto tiempo es inevitable recibir una gran dosis de ese coctel nacional que hoy nos designa: penuria, negligencia, abandono. Para decirlo rápido: el estado Anzoátegui posee un aeropuerto francamente vergonzoso.
Primera noticia: el aire acondicionado no sirve desde hace meses. Afuera, el sol oriental derrama su temperatura de horno. Sientes opresión en los pulmones. Caminas de un lado a otro buscando oxígeno. Juras que luego de pasar inmigración todo será distinto. La cola es lenta, lentísima. Un policía me exige botar una botella de agua para entrar a una segunda cola donde el proceso de deshidratación se acelera. Realmente la medida de seguridad debería ser evitar que la gente se desmaye por el sofoco. Los empleados del aeropuerto se abanican con papelitos y quieren arrancarse las camisas de mangas largas que les obligan a usar. Pasas inmigración y te encuentras con la segunda noticia: el calor es muchísimo peor.
La gigantesca lona que cubre el área de salida de los vuelos internacionales triplica la sensación de fiebre interna. Las gotas de sudor ruedan por tu espalda, por tu pecho, por tus pliegues. Ya a estas alturas el viaje se ha convertido en una experiencia bochornosa.
En la sala de espera cientos de personas, exánimes por el calor, se abanican con sus pasaportes, con el periódico, con lo que puedan. En los escasos negocios no hay agua para la venta. Los enchufes no poseen energía eléctrica, apenas dos, asediados por una multitud que necesita cargar sus teléfonos. Los efectivos militares revisan el equipaje de mano en una mesa chueca, coja, destartalada. Todo es tan precario, tan revolucionario.
Y entonces le preguntas a un empleado del aeropuerto por la gestión de Aristóbulo Istúriz, el gobernador de la región. Se escuchan risas, maldiciones, altisonancias. Aristóbulo no sufre ese sofoco. Él no sabe. No ve. No hace.
Cuando ya el mal humor ha desbordado su punto de quiebre, tu vuelo a Panamá finalmente sale. Todavía no entiendes qué hacías en Barcelona.
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Los panameños tienen un talante parecido al nuestro, un acento cercano, la misma sonrisa en la orilla de los labios. Ese fue un buen argumento para muchos venezolanos a la hora de apostar por un nuevo código postal. La migración ha tenido varias oleadas donde hay desde estudiantes, empresarios, recién casados, raspacupos y familias enteras. Alguien me comentó de la mudanza de 25 miembros de una misma familia, tres generaciones, trasladándose de un solo envión a Panamá City.
Pero las cosas han cambiando. El tema recurrente entre los venezolanos que allí viven es el cambio de actitud de los locales. La hospitalidad inicial ha dado paso al recelo de quien siente los síntomas de una invasión. El asunto se discute en las redes sociales con virulencia. Asomarse a esos debates resulta tan iluminador como inquietante. El propio Rubén Blades, en una desmedida polémica con Ibsen Martínez sobre otro caldo, deslizó su opinión sobre el tema: “En Panamá hacemos un esfuerzo por lograr que nuestro pueblo no generalice un sentimiento anti-inmigrante que se empieza a sentir por el éxodo que va en aumento a consecuencia de la situación política. Algunos venezolanos, especialmente los de alto poder adquisitivo, llegan con una actitud de superioridad y de soberbia (…) Compran dos casas en un barrio de lujo y de pronto se creen dueños del país, y con una condescendencia que ofende, tratan a sus anfitriones como si fuesen siervos. Pero esos son algunos, no todos. Por eso, no debemos generalizar. Hay muchos venezolanos que han venido a nuestro país con respeto, agradecen nuestra acogida y se integran a nuestra sociedad y costumbres”.
El hecho es que ya no es tan fácil tramitar los papeles, ni abrir una cuenta bancaria, ni conseguir manos extendidas.
Este cuento ha perdido su gracia inicial.
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Oído en la barra de un bar: “¿Recuerdas cómo jodimos en su momento a los portugueses, gallegos, italianos y argentinos? ¿Por qué eso no fue xenofobia y lo que los panameños hacen con nosotros sí?”
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Comento el fenómeno con el sociólogo Tulio Hernández. Me dice: “los panameños tienen una memoria amarga de la presencia de extranjeros en su territorio asociada al desprecio, la discriminación y la exclusión. El antecedente decisivo es la Zona del Canal de Panamá que era una colonia de los Estados Unidos que partía el país en dos y que practicaba una especie de apartheid contra los trabajadores panameños. El método conocido como Gold Roll y Silver Roll, es decir, los cargos de mando y los mejores salarios para los norteamericanos y los trabajos menores y peores salarios para los locales. Era como tener otro país, con su propio gobierno, y donde eras excluido, dentro de tu propio país. Por eso hay una predisposición negativa a toda intromisión externa. Hace años hubo una muy fuerte migración colombiana que terminó generando rechazo. Y hoy se siente como amenaza la presencia de numerosos trabajadores españoles que laboran en la ampliación del Canal y, por supuesto, la de los venezolanos que alteran con sus prácticas –dar propinas exageradas, pagar los taxis a mayor precio para viajar solos, mas la arrogancia impertinente de algunos– la vida cotidiana de la ciudad”.
Quizás los panameños necesitan estar consigo mismos un rato. Justo en el momento en que muchos venezolanos andan buscando asidero en sus costas.
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En un estupendo restaurant llamado “Alma Llanera”, el dueño –un traumatólogo caraqueño- nos habla de venezolanos que han llegado al local buscando trabajo como mesoneros o parqueros. “¿Y cuál es tu profesión?, “Odontólogo”. Gente, sin duda, sobrecalificada, pero en estado de supervivencia.
Una amiga arquitecta que abrió un café en la zona comercial me relata su experiencia: “Estoy feliz. Sentirme segura ha sido lo más importante. Me siento como si viviera en la Venezuela en la que crecí entre los 70 y 80. La gente es como los venezolanos de entonces. Alegres, bonachones, inocentes”.
Otra venezolana lo resume brutalmente: “en Panamá te sientes no que estás en otro país, sino que cambiaste de gobierno”.
Panamá ha vivido sus laberintos, sus etapas oscuras, y ha sabido lidiar con ellas. Hoy su horizonte de rascacielos parece garantizar mejores tiempos. Se ha convertido en anfitriona y futuro de muchos nativos de un Arauca ya no tan vibrador. Se le debe agradecer.
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Vuelta a la patria. La cola para chequearse en el front desk de la línea aérea tiene sabor a tertulia en La Casa del Llano. Nos anuncian que habrá un retraso porque el avión chocó con un pájaro, un vidrio estalló y deben cambiarlo. Tania Sarabia hace una consideración importante: “Mejor, así no tenemos que esperar las cuatro horas de la conexión a Caracas en esa desgracia que es el aeropuerto de Barcelona”. La mala noticia se convirtió en buena.
Cuando estamos a punto de aterrizar en Maiquetía, de vuelta a nuestra ruda cotidianidad, Claudio Nazoa, voz en cuello, nos despierta: “¡A sufrirrrrrr!”. Los pasajeros sueltan una carcajada que se apaga pronto por la excesiva dosis de realidad que contiene. Luego de la tensa y larga y fatigante espera del equipaje, al borde de la madrugada, cuando aparecen las maletas (algunas abiertas, otras sin el plástico que las protege) la irritación de los viajeros es ya ensordecedora. Un letrero del Ministerio del Poder Popular para la Energía Eléctrica (¡uff!) dice: “Apaga antes de salir”. En ese nivel de agotamiento y humillación el letrero parece una variante de la célebre frase: “El último que apague la luz”.
Un viajero recoge su maleta y me dice: “Terminó el vía crucis”. Tuve que llevarle la contraria: “Ahora viene la parte en que arriesgamos la vida”: Tocaba, a cada quien, cruzar la solitaria autopista hasta Caracas. Eran casi las 2 am.
Apagar la luz. Irse y volver. Aventurarse. Procurar un sitio en el mundo. O permanecer.
Marque usted con una equis.
Leonardo Padrón
August 8, 2015
Postales del desencanto
Maritza lleva ya siete horas en la cola del Bicentenario. En ese lapso ha tomado café cuatro veces, ha escupido dos chicles, ha tomado malta y agua, charlado con sus vecinas de cola (muy poco simpáticas, la verdad) y chateado hasta el hartazgo con casi todos sus contactos telefónicos. Está preocupada porque la batería del celular agoniza y aún está a más de cien metros de la entrada al supermercado. Se va a quedar sin opciones para neutralizar el aburrimiento. Le duelen los pies, pero no se ha querido sentar en el suelo porque sus leggings azules son una reciente adquisición y no quiere iniciar su deterioro. Interiormente, riñe con su vanidad: querer lucir bien en una cola del Bicentenario es una coquetería estéril. Un militar que custodia la cola parece más bien querer vigilar sus piernas. Eso la pone de peor humor. Sólo desea que esta vez no haya desorden, empujones y gritos como la semana anterior. El fantasma del saqueo ronda. Lo sabe. Y también sabe que el militar que la bucea no merece ni una sonrisa suya.
Sí, se siente humillada. Pero tiene tres hijos, un marido y una suegra que alimentar. Mejor cállate, Maritza. La cola avanza diez pasos.
Al salir del local está satisfecha. Lleva dos paquetes de arroz, aceite, algo de harina, pasta y mantequilla. Y lo mejor: pollo y dos kilos de carne. Una carne espantosa, pero ni modo. Va cargada de bolsas. Siente que tiene un pequeño tesoro. Sus hijos van a cenar mejor hoy. Su marido se sentirá orgulloso. Son alegrías extrañas, que antes ni existían. Se pregunta si así será en los países cuando están en guerra. Apura el paso. De pronto, siente un tirón que hala sus leggings hacia abajo dejándola imprevistamente en pantaletas. Siente la ráfaga de aire en las piernas. Suelta las bolsas para subirse el pantalón. En el acto, dos muchachos toman del suelo las bolsas de comida y huyen. Maritza grita, corre tras ellos cinco, diez, treinta metros. Busca al militar que la buceaba sin pudor y ahora no aparece. Se detiene. Ha perdido la comida, el dinero, el esfuerzo, el día de trabajo. Y el control.
Maritza se sienta a llorar en el suelo. No puede parar. Sus leggings se manchan de revolución. Y de desencanto.
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El periodista Jean Palou Egoaguirre escribe en El Mercurio de Chile: “El sitio web The Huffington Post se aburrió. Hastiado de la megalomanía y de las declaraciones indefendibles de Donald Trump, decidió desterrar las noticias sobre el precandidato presidencial republicano de la sección de “Política” para incluirlas en “Entretenimiento”, junto con los últimos rumores de las Kardashian y los escándalos de Miley Cirus”. Una decisión lúcida del Huffington Post. “La campaña de Trump es un espectáculo y no vamos a morder el anzuelo”, aclaran. Quizás valdría la pena que los medios de comunicación nacionales revisaran el lugar que le dan a las declaraciones de ciertos personeros del gobierno, incluyendo al presidente de la República.
Días atrás Maduro gritó en cadena nacional: “El gobernador del estado Miranda- ¡tengo las pruebas! – es el articulador de las bandas criminales para atacar al pueblo y crear un caos”. Una acusación gravísima. Minutos más tarde, por si los televidentes estaban por apagar la TV, inflamó el discurso: “Aquí en Miranda conseguimos esclavismo sexual y cuando hemos investigado todos los caminos nos conducen hacia alguien que no inaugura una obra para este estado”. Nueva alusión a Capriles. Tremendista. Estridente. De indudable tono amarillista. Obviamente, se trata de darle espectáculo a la galería, de atrapar la atención difamando y escurriendo el bulto.
Diosdado Cabello, en su programa de TV, presenta videítos dignos de La Bomba o Portada´s. Recuerdo uno donde se ve a la periodista Nitu Perez Osuna comprando zapatos en Panamá. Al final, un plano cerrado muestra el monto de la compra. No queda claro cuál es el crimen en que una mujer compre los pares de zapatos que le vengan en gana. Eso es chismorreo. Farándula pura. En otro video muestra al gobernador de Miranda en un acto público pidiéndole a alguien que lo grabe con su celular. Cabello se solaza en una larga burla llamándolo narcisista. El animador de marras obvia convenientemente la intención real de Capriles que era transmitir el acto por Periscope, una nueva aplicación tecnológica que permite burlar el cerco de la hegemonía comunicacional.
En meses recientes, se expuso a través del hackeo de la cuenta de Twitter de Lilian Tintori un audio donde presuntamente un importante preso político y su esposa dirimían un muy íntimo conflicto conyugal. ¿Era ese audio importante para el devenir político del país? ¿Nos ayudaba a salir de la crisis económica? No. Una vez más nos topamos con un chisme barato. Un show de baja calaña. Más circo para las gradas, mientras el país se cae a pedazos.
¿Merece todo esto ser reseñado en los espacios dedicados a los avatares políticos del país?
Donald Trump está entre nosotros.
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Cada vez más se habla del jet set rojo. De la casta de socialistas privilegiados. La ira ante el derroche y la ostentación de los nuevos poderosos se derrama puertas adentro, en las trincheras mismas del chavismo. Vale la pena pasearse un rato por Aporrea, el principal portal web del oficialismo. Allí, militantes de la ortodoxia revolucionaria – sin editores que filtren sus criterios- exponen su cólera ante la monumental ineficacia de Maduro y las contradicciones del régimen.
La postulación de Ricardo Sánchez (ejemplar de la misma catadura moral de William Ojeda, reyes en el deporte de saltar talanqueras) para la diputación del estado Miranda ha enfurecido a no pocos chavistas de la vieja guardia. De igual forma no entienden cómo ciertos personajes que nunca se atrevieron a comerse las verdes ahora se engullen las maduras, hacen mercado en islas del Caribe, le muestran a los más cercanos sus juguetes de dos alas y manejan notorias dosis de poder.
Decía Trotski: “el revolucionario verdadero empieza a serlo cuando subordina su ambición personal a una idea”. Un revolucionario con camioneta del año, escoltas, ropa de marca, enfermera particular para los hijos, paseos al imperio y etcéteras carísimos es un traidor de alto octanaje, por más consignas febriles que escriba en su cuenta de Twitter.
En un artículo publicado en Aporrea, Florencia Herrera, indiscutible chavista, le hace una ristra de preguntas al inefable Mario Silva, preguntas que –sospechamos- nunca responderá. Pero me cala en el ánimo replicar algunas: 1) “¿Es revolucionario seguir con el silencio cómplice avalando la impunidad de funcionarios que se han vuelto milmillonarios a costa del sufrimiento del pueblo?”; 2) “¿No son cientos de militares los que están en las empresas básicas, nacionalizadas y recuperadas que hoy las tienen al borde de la quiebra?”; 3) “¿Es revolucionario nombrar a dedo gerentes de empresas de alimentos recuperadas por el estado como una forma de repartir privilegios?”; 4) “¿La Derecha tiene el Poder de sabotear la producción, importación, distribución y comercialización de los productos y sabotear desde adentro lo que tiene que ver con las necesidades básicas de los venezolanos, además de “sembrar descontento en la población?”; 5) “¿Si tienen tanto Poder entonces quiere decir que quien manda en Venezuela y en los destinos de los venezolanos es la Derecha?”
Más allá de la maniquea reducción de nuestro mundo político a “la izquierda” y “la derecha”, son preguntas de inequívoca pertinencia. ¿Alguien del gobierno sería capaz de respondérselas a su propia gente?
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El país está intoxicado de militares. Habitan casi todos los rostros del poder. Son los regentes de la vida nacional. Por un callejón absurdo hemos vuelto a la enfermiza devoción que tienen los venezolanos por los hombres de gorra y charretera.
Como lo ha dicho Ana Teresa Torres en ese importante libro llamado “La Herencia de la Tribu”, en Venezuela “violencia y militarismo, en vez de política, han sido una constante”. Consalvi alguna vez apuntó que “los antecedentes del militarismo en Venezuela no requieren de autopsia porque son demasiado conocidos. Los generales gobernaron de 1830 hasta 1945, con los interludios civiles del siglo XIX que representaron siempre y de modo fatal, al hombre fuerte que los postuló”. Ese hombre fuerte que después encarnaron Pérez Jiménez y Chávez con las ya consabidas lesiones a nuestra evolución como país.
Y ahora henos aquí, en esta morisqueta de vida, emboscados por la miseria, gobernados por un accidental heredero y por una camarilla de militares que han hecho de su ambición personal un palacio de lujos internos y escombros sociales. La gran épica nacional ha vuelto a fracasar.
La institución militar está hoy seriamente fracturada en su tejido moral gracias a delicadísimas acusaciones por narcotráfico y pruebas de colosales comisiones, guisos y contrabando sobre muchos de sus efectivos. Bien lo saben, dolorosamente, los hombres de recta vocación.
Una inaplazable dosis de democracia, eso necesitamos. Es momento de clausurar nuestro atávico embrujo por la gorra y el sable. El país sólo puede salvarse apelando a los recursos de la civilidad. No se trata de seguir descubriendo cuán violentos podemos llegar a ser. Suficiente. Es la hora de la redención colectiva.
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Pienso en “Civiles”, un reciente libro de Rafael Arráiz Lucca donde hace una semblanza de 19 venezolanos ejemplares (Roscio, Bello, Vargas, Gallegos, Reverón, Uslar Pietri, Betancourt, entre otros). Todos civiles. Todos adversando el mito del “hombre fuerte”. Vale destacar que, como apunta Arráiz, “ninguno de ellos empuñó las armas para incidir sobre la realidad”. Texto necesario para unos cuantos que suponen que la única solución para refundar un país es derramar sangre en el asfalto.
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¿Estamos asistiendo al derrumbe definitivo del mito del militarismo en Venezuela o este es sólo un nuevo capítulo de un histórico y cíclico desengaño?
Ni Maritza ni ninguna otra ama de casa venezolana merece un minuto más de humillación. No podemos seguir coleccionando más postales del desencanto.
Leonardo Padrón
July 26, 2015
El Des-Concierto se presentará en el Restaurante Alto Bar
En el marco del Festival Caracas en Contratiempo, este martes 28 de julio Lenoardo Padrón, Mariaca Semprún y Aquiles Báez presentarán El Des-Concierto en el Restaurante Alto Bar a las 7:00 p.m; con preparaciones culinarias del chef Carlos García.
Entradas a la venta en el restaurante.
July 25, 2015
La casa grande
Tiempo de tormenta. Turno de decisiones. Clima de borrasca y viento. Luz difícil.
Desde hace meses no dejo de recibir invitaciones a charlas, conversatorios y tertulias que gravitan alrededor del mismo tema: las razones para seguir apostando por el país, para quedarse y lidiar, para no irnos en desbandada. No es un tema fácil. Es complejo por inédito, por extraño a nuestro hábito, por subjetivo y personal. Es un tema espinoso por el espinoso país que hoy vivimos. Por el caos que nos rodea. Por la violencia de la marea que golpea nuestras certidumbres y ataduras.
Ahora bien, ocurre que habitualmente uno no anda explicando las razones que tiene para no irse de su casa. Uno, simplemente, está, permanece, hace hogar en ella. Construye familia. Teje su día a día. Come allí, duerme en ella, la pasea descalzo, se demora en sus ventanas, erige su biblioteca, pone su música, doméstica su almohada, conoce sus ruidos y caprichos. Es el lugar donde pugnas con tus gripes, tus despechos o tus resacas. El espacio donde ocurren tus epifanías y descalabros. Donde más has celebrado la navidad, los pequeños triunfos y cada nuevo centímetro de altura de tus hijos.
Mi casa, si me pongo específico, limita al norte con la fiesta que es el Caribe, al sur con la selva fantástica de Brasil, al oeste con kilómetros de vallenato, cumbia y hermandad y al este con la vastedad del Atlántico y ese litigio histórico, otra vez de moda, que es Guyana. Mi casa tiene el techo azul casi todo el año. Mi casa es un clima de mangas cortas y risa fácil. Mi casa tiene un catálogo de playas irrepetibles. Y si la camino a fondo me topo con la belleza de sus abismos de agua, con la neblina a caballo de sus páramos, con sus árboles redondos, con su sol de tamarindo y papelón. Mi casa tiene 30 millones de habitantes. Tiene un océano de mujeres hermosas, nocturnas y sensuales. Mi casa es una geografía vehemente y delirante. La han llamado Tierra de Gracia, Pequeña Venecia, Norte del Sur, El Dorado, Crisol de Razas, Paraíso Perdido. En mi casa se baila en todas las esquinas, se toma cerveza sin piedad, se coleccionan abrazos, se hace el amor en cada vestíbulo, y se hace el humor hasta el amanecer.
En mi casa está mi infancia, mi ventana y mi lámpara, mi postre favorito, mi carro, mi lista de amigos, mi cine recurrente, mi ruta de librerías, mi estadio de beisbol, mi zona de costumbre y apegos. El sol nace y se pone en mi casa.
Resulta que mi razón de ser, lo que me explica y define, limita por todas partes con mi casa. Este es el domicilio de mis entusiasmos y obsesiones.
Tengo una vida entera en ella. Y una vida entera es mucho tiempo. Es todo el tiempo. Una vida amueblada por mis años, mis logros y mis mejores fracasos.
Y sucede que a pesar de todo eso, tengo que explicar por qué no me quiero ir de mi casa.
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Generalmente, cuando no llega el agua a mi casa averiguo, pregunto, resuelvo, compro, instalo un tanque. Cuando aparecen filtraciones busco, llamo, persigo al plomero. Cuando la basura se acumula en el depósito reclamo, toco la puerta, hablo con la junta de condominio. Cuando se agrietan sus paredes, cuando se colma de insectos, cuando la cubre el polvo, cuando se trastornan sus aparatos, cuando la polilla ataca, en todos esos casos, no suelo irme, no desisto, no salto por la ventana. Sencillamente, me ocupo. La lleno de atenciones. Busco prodigios que la sanen.
Sí, en estos tiempos las goteras se han vuelto absurdas, el techo se ha corrompido, el agua sale negra, la luz es escasa, el tronar de las armas eclipsa el bullicio de las guacamayas, la nevera se ha llenado de vacío y nostalgia, a los insectos se le han sumado alimañas impensables. Mi casa es hoy un tesoro arruinado, malbaratado, saqueado. Pero es mi casa. Me cuesta no atenderla. No procurar remedios. No aportar la cal de mis opiniones, la despensa de mis esmeros, el martillo de mi insistencia y su tanto de ética, perspectiva y confianza.
Mi casa está rota. Y yo me sumo a la reparación. No al adiós. Irme es un verbo posible. Tengo derecho a hacerlo. A veces me intoxico de ganas. Pero entiendo que en cualquier otro confín seré un extranjero. Un emigrante. Un nómada accidental.
Es una opción válida, legítima. En ciertos casos, emocionante, y en otros, atemorizante. Es irresponsable juzgar a quien se va. Irse posee el calibre de las desgarraduras. El exilio es una palabra llena de piedras. Quien parte intenta llevarse el peso existencial de la casa. Busca sostenerla desde la distancia. Toda mudanza es incertidumbre y desvelo. Es una acrobacia espiritual.
Hay vecinos que se han ido, otros que están haciendo maletas, ensayando un nuevo idioma, aprendiendo a usar un GPS. Mis hijos se despiden de sus mejores amigos. Mi pareja se despide de sus mejores amigos. Mis mejores amigos se despiden de sus enemigos.
Le pregunto a mi hija de 13 años por qué no se iría del país. Me suelta una ráfaga de sustantivos: la gente, el clima, el idioma, la comida, el paisaje, los amigos. Y agrega algo inesperado: “me gustaría estar cuando se arreglen las cosas y ver el cambio”.
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Hace poco leí en el blog de alguien un concepto interesante. Decía Daniel Pratt: “migrar es aceptar que tu lugar y tú no pueden continuar juntos, rendirse, asumir que no hay manera de arreglarlo. Tienes que divorciarte, perder, naufragar (…) Desde el momento que partes eres extranjero siempre, hasta en tu propio país”.
Y, vamos a estar claros, hay mil razones para irse, y quizás solo diez para quedarse. Pero esas diez razones pueden justificar tu vida.
En estos tiempos los venezolanos estamos viviendo una experiencia inédita. En esta época de ideologías y militancias extremas, el desencanto ha hecho que el país esté advirtiendo el mayor de los éxodos de su historia. Me he topado con la conmovedora circunstancia de ver a una madre hacer todo lo posible por separar a su hijo de ella. Apurándolo para que se vaya a estudiar a Calgary. Lejísimo. Para salvarlo. Para saberlo seguro.
Y, ciertamente, las migraciones son tan antiguas como la especie humana. No debería alarmarnos tanto. Cada ser humano está obligado a vivir sus propios renacimientos.
Pero la casa no puede quedarse sola. Necesita la atención de sus propietarios. Este extrañamiento, este estupor colectivo, nos hace comprometernos aún más con el momento histórico que estamos viviendo.
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¿Es este el fin del país? No. Los países no concluyen. Es este un episodio severo. Amargo. Ruinoso. Se habla de la inflación más alta del mundo. De la escasez más pavorosa que hemos vivido. Del corrimiento del sistema de valores. De una violencia sórdida y copiosa que ha convertido al mapa entero en sangre y luto. Así de grave está la casa, así de extrema la inundación. Sí, hacemos agua por todas partes. Los pronósticos del tiempo anuncian sólo noticias oscuras. Entonces, ¿desertamos?, ¿desmantelamos lo que queda? Es una opción, pero ¿realmente queremos renunciar a nuestra casa?
Si esta es la piedra fundacional de nuestros días, ¿qué estamos haciendo para detener su ruina? ¿Basta con el largo quejido que hoy somos? Si no nos involucramos, toca renunciar, incluso estando adentro. Dejar que otros impongan la ruta de nuestros afanes.
Es fácil ser ciudadano de un país cuando el viento es benigno, cuando el subsuelo es oro, cuando el peatón ejerce la alegría como contraseña, cuando la comida abunda, cuando el mar es amable y no hay marea alta en el horizonte.
Pero también hay que ser ciudadano cuando el país está enfermo, acosado por la indolencia, atascado en un pantano de errores, cuando es víctima de sus propias contradicciones. El país, nuestra casa mayor, nos necesita en su adversidad, en sus fiebres, en la penuria y la borrasca. Querer a alguien es también lidiar con su infortunio. Si tu pareja se enferma de cáncer, ¿la abandonas?, si tu mejor amigo cae preso, ¿renuncias a visitarlo?; si tu hijo sucumbe a las drogas, ¿le das la espalda?, si tu madre comienza a sufrir de Alzheimer, ¿le sueltas la mano y dejas que camine sola hacia la locura? Supongo que no. Pasa igual con el país. Si los que aquí insistimos no nos comprometemos en buscarle cura a sus desvaríos, en otorgarle coherencia y sensatez, entonces no vale la pena quedarnos.
Los optimistas (dicen que es una raza en extinción en el territorio nacional) saben que toda crisis genera una mina de posibilidades. Repito a Francois Guizot en su afirmación de que los optimistas son quienes transforman al mundo. La lección ante nuestros errores acumulados ha sido amarga. Pero es hora de responder. De apostar duro. De vivir cada día como construcción. De devolverle a esta tierra de gracia todo lo que nos ha dado, empezando por el derecho a existir y crecer en su aire, en su luz, en su maravilla, maravilla que vamos a devolverle con nuestras ganas de seguir perteneciendo a un gentilicio, de seguir viviendo en la casa grande de nuestra existencia.
Leonardo Padrón
July 24, 2015
Se busca un país
Es difícil nombrar al país sin recibir una punzada. Insistir en decir su nombre es incluso riesgoso, heroico. Pero Leonardo Padrón no claudica. Lo piensa, lo siente, lo dice. Es un ejercicio diario que lo toma por sorpresa en la actividad más común u ordinaria. De allí nace este libro, una partitura con la música de nuestros últimos tiempos: 44 postales, 44 miradas al país de los convulsos años que van del 2013 al 2015. Un mapa de calles y túneles que atraviesan espacios sentimentales, un recorrido de vértigo por un país de lugares que se nos han hecho comunes: la inseguridad, el desaliento, el enfrentamiento, el cansancio, la escasez, pero también – lo dice el autor – la esperanza, los jóvenes, la posibilidad, la sensatez.
En este libro no hay colas, es un tránsito a alta velocidad. La lucidez del cronista nos lleva a deslizarnos al ras de la zozobra, con una determinación: buscar, sin fatiga, un país. Un país necesario.
“Aquí están estas inteligentes y desgarradoras páginas, luminosas y necesarias, que hablan de la incansable procura que nos une. […]
Un país que no cesa, pues, es el que el autor nos ha dibujado en estas crónicas impecables.”
César Miguel Rondón
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