Leonardo Padrón's Blog, page 21
July 7, 2016
No nos acostumbremos
“Apureños endulzan el café con chupetas”. Ese es el titular de la noticia con la que me topé hace días. Una noticia extravagante. Un titular que refleja, en un soplo, el drama de la escasez alimentaria que sufre Venezuela. El video muestra a dos humildes mujeres en la cocina de su vivienda en el Sector Los Vencedores (sí, así de irónico es el nombre de la ruinosa localidad) del Barrio Santa Teresa, en San Fernando de Apure. Ante el escandaloso precio de un kilo de café (Bs. 5.000 o más) y del azúcar (de Bs. 3.500 a 4.000 el kilo) optan por comprar 30 gramos de café por Bs. 400 (“esta tetica”, dice una de ellas, mostrando el fondo apretado de una bolsa plástica). ¿Y para el azúcar?, pues ante la escasez de la misma y del papelón, deciden comprar dos chupetas, a Bs. 100 cada una. Las mismas chupetas que en otros tiempos desembocarían en las bocas de sus hijos. En una olla maltrecha ponen a hervir el café y le colocan las dos chupetas, que se van deshaciendo y traspasando su dulzor. “Claro, no endulza igual que el azúcar, pero…”. El bendito pero que implica su tanto de desaliento y su mucho de resignación. Esa fórmula, que tiene de ingenio lo que tiene de triste, les sirve para confeccionar el café de la tarde. Y ya. Vuelta a la escasez.
En un artículo de prensa, Álvaro G. Requena, un médico psiquiatra alerta a sus lectores de entrada: “tendrán que perdonar este desanimado artículo que hoy escribo”. Y pasa a relatar las dificultades para ejercer su oficio dada la escasez de medicinas. Cierto, nada que no sepamos. Pero el final del texto es francamente inquietante: “estoy viendo pacientes que se están cronificando, desgastando y hundiendo en su padecimiento (…) A este paso resurgirán los manicomios y se harán necesarias las largas hospitalizaciones psiquiátricas del pasado, pero, tal y como están la cosas, ¿con qué los vamos a alimentar?”. Vaya pregunta. Sus cuartillas trazan un panorama poco menos que escalofriante.
El mismo día y en el mismo diario, un reportaje revela otra situación inédita en el país. Dice el titular: “La gente vende su ropa usada para comprar comida”. El artículo da cuenta de una nueva modalidad de supervivencia. Los venezolanos están sacando la ropa que ya no usan de sus closets, no para donarlas a los simpáticos niños del páramo o regalarlas a algún familiar, sino para venderlas a los negocios del ramo. La ecuación, en tiempos de revolución, es así: la gente necesita mucho dinero para comprar muy poca comida. Y, a la vez, una gran mayoría ya no tiene poder adquisitivo para adquirir prendas de vestir nuevas. “En diciembre, muchos estrenos fueron con ropa de segunda mano”, concluye un vendedor.
Las imágenes de niños y adultos hurgando en los basurales de los supermercados, peleándose por un rastro de lechuga o una porción de yuca, se han hecho habituales. Queda claro que no son indigentes. Es gente que ha caído en la pobreza repentina. Gente con hambre. Ya sin pudor ni escrúpulos. Una postal ruinosa, digna de un país africano.
Este costal de penurias debe cesar. Decía Charles Dickens que el hombre es un animal de costumbres. Cuidado. No nos acostumbremos a esta forma de respirar que posee hoy el país. No nos acostumbremos al hambre, al bochorno, a las salidas ingeniosas para paliar la adversidad, a la hiperinflación, al imperio del hampa (ese, el verdadero imperio), a la existencia de presos políticos, a la vejación pública de ciudadanos, a las cortinas de la censura, al abuso y la corrupción militar, al despotismo que nos gobierna y, sobre todo, a este nefasto anacronismo que hacen llamar revolución. No nos resignemos. Sería imperdonable. Por nosotros mismos. Por los hijos de todos. Por nuestra cédula de identidad. Porque la vida hay que honrarla. Porque somos seres nacidos para la decencia y el bienestar, y no un mapa de borregos dispuestos a la humillación. No nos acostumbremos. Sería el fin. Sería la calcinación de la materia humana que nos origina.
Leonardo Padrón
CaraotaDigital – julio 07, 2016
July 2, 2016
Preguntas al borde
¿Encuentra su amor respuesta en un veinte o veintidós
por ciento de los casos, o como aquí/ son mudos los
teléfonos, corazones desiertos noche tras noche/
corazones desiertos en la última habitación del laberinto?”
Bernardo Axtaga
Se pregunta uno cómo es la gente allá donde no hay paredes que te vigilan con ojos de comandante. Allá donde la vida es un sustantivo rutinario y hasta divertido.
¿Cuántos meses entraña el tiempo en esos lugares? Aquí somos un solo día. Un día que dura 17 años, de tan patriótico que es. ¿Han hecho ustedes del prójimo un argumento cursi?
¿Se ríe la gente en las esquinas? ¿Aún se acarician? ¿Caminan a la intemperie? ¿Se puede perder el rumbo, vagar por las vocales, toparse con ardillas?
Aquí ya no conversamos en las calles. No es bueno gastar esdrújulas en el camino de las balas.
¿Llegan con vida al aniversario de algo?
¿Cuántas neveras vacías por familia hay en ese otro lado del mundo? Vivir da hambre. Estar en lo oscuro da más hambre.
¿Hay arroz en las tiendas de alimentos? Cuéntenme del atún. ¿Es cierto que pueden comprar pan todos los días? ¿Existe mantequilla en las mesas de los restaurantes? ¿Son las lentejas un asunto de pudientes?
Los niños ¿aún le ponen salsa de tomate a sus risas?
***
Aquí todos los días salta gente hacia el otro lado de la frontera. Muchos caen en Miami. Clavan su bandera en las calles de Doral, en los semáforos de Weston. Algunos te escriben desde Tampa o Colorado. Recitan el Ávila desde Ontario. Hacen hallacas en Sidney. Derraman lágrimas en el calor de Panamá. Se hacen chilenos mientras tanto. Aprenden a comprar tomates en catalán.
Un amigo llegó hasta el corredor del sol: Tucson, Arizona. Aún no me habla de apaches ni de Wyatt Earp.
Allá, del otro lado de la frontera, ¿hay tantas despedidas como en mi cuadra? ¿Gente que remata su pasado, que pone en saldo sus muebles y amuletos de la buena suerte?
¿Hay cortes eléctricos en los quirófanos? ¿Salen a marchar por la revolución de lunes a lunes?
¿Tienen tantos asesinos como aquí?
***
Si quiere saber de Venezuela, busque en la zona de sucesos. No confundir con “success”.
***
La muerte, de este lado de la frontera, es más famosa de lo normal. Digamos, tiene una fama sumamente accesible. Te la puedes tropezar en cualquier esquina. Rifa sus besos cada media hora.
¿De aquel lado hay gente debajo de la cama? ¿Gente escondida en los sótanos? ¿Gente detrás de las nubes?
¿Al fondo de los gritos?
***
Era un tiempo en que los amantes se hicieron expertos en no desearse más de lo debido. No fuera a ser. Si no hay píldoras anticonceptivas ni preservativos, tampoco debe haber mujeres rompiendo fuentes, porque no hay pañales, ni fórmula láctea, ni senos pródigos.
***
Hoy se ha planeado una fuga masiva de hipertensos. Vida o muerte el dilema. ¿No has percibido a veces tu cerebro raro, caliente, débil? Más de 35 tipos de antihipertensivos han desaparecido de las farmacias. Necesitan cruzar la frontera.
Nadie se quiere morir de exceso de patria querida.
***
Dicen que ya no existe la felicidad en primera persona.
Que habría que madrugar, anotarse en una lista, marcarse el brazo.
Entonces, esperar, acechar.
Porque quién ha dicho que la felicidad se regala al primero que pasa.
Es el arrecife de estos tiempos.
Incluso si nadie lo contara, la tristeza ocurre como epidemia.
Incluso en los meses impares o en la luz de los bares.
¿Cómo es la gente allá?
¿Nacen peces en la noche?
¿Hay manzanas y ansiolíticos? ¿Hay presentimientos?
No sabemos dónde colocar la congoja que ahora viene
en sacos de 20 kilogramos.
La calzada está rota, la gente se tropieza:
y cae de bruces dentro de la revolución.
***
Incluso si nos creyeran, si pudieran contar los huesos.
Hay un olor insoportable que sale de los libros de derecho, de los anaqueles de los magistrados, de las sentencias a la medida.
Somos un país de víctimas. Una zona en reclamación.
Un mapa de impunidad y descalabro.
Así pasa hoy en esta avenida de ceibas y jabillos, pasa en las arenas del Supi, pasa en los escondrijos del páramo.
Ha llegado la hora de preferir un futuro.
Se buscan patrocinantes y entusiastas.
***
A una madre le han matado tres hijos y le robaron la bolsa de mercado.
¿Cabe tanta muerte dentro de una sola persona?
Dos vecinas taimadas le saquean la despensa a mi madre –cada semana- durante la manzanilla de la tarde.
¿Cabe la gente allá dentro de la comida?
A pocos les importa alguien en la bengala de la vida.
Ya todos somos forasteros.
***
Aquí el poder quiere construir un gran silencio.
Descargan paladas de cemento sobre la prensa, acumulan frisos contra las redes sociales, ladrillos para ocultar las noticias.
Asegúrese que su boca diga, que su ojo vea, que su mano señale.
***
¿No les da curiosidad? Manden exploradores.
Esta es una tripulación enloquecida.
Hay perros que le ladran al sol como si lo odiaran.
Hay arena en los dientes.
Hay vidrio en el agua.
Gente que muere a deshora, gente que no supo que nació.
De este lado de la frontera hay listas de presos políticos, listas de gente secuestrada, listas de gente que salta y se va, que se rompe y se va.
¿Se ha visto lo larga que es la noche en este lado de la frontera?
Solo quedan ventanas para el amanecer.
***
Mientras tanto, hay gente haciendo fila en la rabia.
Millones acodados de forma insoportable.
Alzando su huella digital contra la piedra de los días.
Ya nadie sabe qué es la patria.
La frontera, ese lugar donde uno comienza a ser extranjero,
¿dónde realmente queda?
Leonardo Padrón
Leonardo Padrón sube al escenario buscando un país
Basado en las crónicas de su libro Se Busca un País, el escritor abordará la realidad y futuro de Venezuela acompañado por Mariaca Semprún y Claudio Nazoa. Entradas a la venta en www.ticketmundo.com
Reconocida figura de los medios de comunicación y la cultura, Leonardo Padrón puede presumir de ser un exitoso poeta, guionista de cine y televisión, ensayista, cronista, articulista, locutor pero, por sobre todas las cosas, es un venezolanocomprometido con su país. Es así, como decide subir a un escenario y presentar sus reflexiones sobre la sociedad en la que vivimos y especialmente la que queremos.
En esta ocasión, el viernes 22 de julio a las 8:00 PM, en el Teatro Santa Rosa de Lima, será el encuentro directo de Padrón con el público en una presentación que tiene como epicentro su segundo libro de crónicas titulado Se Busca un País, una compilación de sus columnas publicadas en el diario El Nacional desde 2013 a 2015.
Sobre el escenario, Padrón ofrecerá una reflexión sobre las tribulaciones del presente y las posibilidades del futuro, recorriendo sus crónicas más resonantes y celebradas. El país como gran protagonista en un encuentro interactivo con la audiencia.
En esta oportunidad, Padrón se hace acompañar por dos invitados muy especiales: Mariaca Semprún brindará la nota musical interpretando canciones que definen el gentilicio nacional, y Claudio Nazoa aportará la risa reflexiva con su humor agudo e inteligente.
Se Busca un País muestra un enfoque muy positivo. Es emotiva, concientiza y posee un aderezo especial de humor con una puesta en escena que sugiere cómo encontrar un país que absolutamente todos queremos y merecemos.
Actualmente Leonardo Padrón es Presidente del Caracas PressClub, organización que reúne a más de 150 profesionales de la comunicación y desde donde promueve una agenda paradefender la libertad de expresión, abrir espacios para la discusión y el debate con las personalidades más representativas del país.
Recientemente Editorial Planeta publicó el libro “Los Imposibles 7” que cuenta con entrevistas a 14 personalidades que han marcado historia en Venezuela y el mundo.
Las entradas para Leonardo Padrón en Se Busca un País están ya a la venta en Ticketmundo.com
June 30, 2016
Un ejercicio de patria
Haga el ejercicio. Suponga que usted es presidente de su país. Y hoy tiene trabajo, no un mitin en el patio de su oficina, no un acto protocolar, no una tarde de arengas y consignas. Trabajo. El trabajo para el que fue elegido. Conducir la vida de un país. Hacer que todo marche más o menos bien. Demostrar que es el líder de una nación que quiere avanzar. Suponga que antes de salir al trabajo se toma un café, desayuna y lee la prensa. Y entonces se topa con el titular principal de El Nacional: “Hospital de Los Magallanes afronta situación de colapso”. Usted va a seguir leyendo porque, como reza el sumario, ese es el centro de salud más importante del oeste de Caracas. Y ese oeste es una zona habitada por una amplia población de escasos recursos. Usted no va a dejar de leer porque considere que ese periódico lo dirige un adversario de su gobierno. Es un reportaje serio, con fotos y testimonios de sus médicos y enfermeras residentes. Usted es presidente, se supone que le importan la vida y salud de sus electores, usted entonces sigue leyendo. Y se entera de que en ese importante hospital no hay agua, los baños están clausurados, no hay alimentos para los pacientes, no hay reactivos para realizar los exámenes, el ala de Obstetricia y Ginecología tiene diez años sin funcionar (¡¡diez años!!), la Unidad de Terapia Intensiva para neonatos tiene ocho años clausurada (¡¡ocho años!!), los servicios de Radiología, Gastroenterología y Neurología están cerrados por falta de personal. Asombroso. Usted lee la declaración de una enfermera que, con nombre y apellido, expresa: “No hay Berodual para inhalaciones, no hay yelcos para tomar las vías, no hay nada. Aquí se han muertos pacientes por falta de medicamentos e insumos”. Caramba. Y ve las fotos: las paredes comidas por los hongos, la basura regada, el deterioro masivo. ¿Qué hace después de leer eso? ¿Lo ignora? ¿Asume que es una patraña de la derecha burguesa para enlodar el legado de su comandante? ¿Supone que la periodista, una tal Johanna Valero, seguro sigue directrices aviesas de Miguel Henrique Otero? ¿Piensa que detrás de ese reportaje esta la mano siniestra y adeca de Ramos Allup? ¿Que es una escalada más del imperio en su afán de buscar pretextos para invadirnos por la Península de Paria? ¿Olvida la noticia y decide mejor ensayar su discurso para la cadena de la tarde donde tocará los temas eternos (la verdad, no es necesario ensayar): la patria soberana e independiente que somos, la guerra económica que padecemos, los insultos y amenazas a la oposición, la necesidad de reforzar la unión cívico-militar para salvar la revolución, bla, bla, bla?
Si usted fuera presidente, si tuviera un mínimo de sensibilidad social, o decencia, o humanidad, con todo su poder, ¿no interrumpiría su desayuno, no levantaría su teléfono, no llamaría a la ministra de Salud, no haría lo indecible por -no digamos salvar la revolución- sino al menos salvar al Hospital de Los Magallanes de Catia? Que vuelva a tener agua, baños operativos, salas limpias, insumos, reactivos, lotes y lotes de medicinas, personal médico suficiente, aparatos y ascensores que funcionen. Se trata de la gente. Gente que se enferma y no tiene dinero. Gente pobre. Eso que llaman pueblo. Ese pueblo que tanto manipula, que tanto invoca, que tanto ensalza con su discurso el actual presidente.
Dígame, estimado lector, si usted fuera presidente, al menos por un día, ¿no haría ese pequeño ejercicio de patria?
¿No es lo que haría cualquier gobernante que se tome en serio su trabajo?
Leonardo Padrón
CaraotaDigital – junio 30, 2016
June 23, 2016
La calle habla
Nada como el idioma de la calle. Todos los días habla, comenta la penuria o los pequeños triunfos, derrama anécdotas, elabora su propia gramática sobre el país. Para comprobar la escasez, escribe la prosa larga y humillante de las colas. Para ratificar la inseguridad, exhibe en la noche sus páginas vacías de gente. Para decir tengo hambre, garrapatea saqueos de camiones y negocios, pancartas de protesta, gritos de hartazgo. Hoy la calle parece pronunciar, a una sola voz, su urgencia más trascendente: cambiar. Esta sintaxis del caos y la violencia, esta ortografía corrupta, esta narrativa oscura debe concluir. Debemos cambiar el orden de las cosas. De la vida, en general. Y entonces hoy la calle, desde el lunes 20 de junio, está hablando de una forma extraordinariamente nítida. La calle está llena de ciudadanos validando su firma para revocar al presidente más mediocre de la historia contemporánea de Venezuela.
Siendo sinceros, ni siquiera habría que asomarse a los resultados que terminen arrojando las máquinas del CNE. Todos sabemos que los ríos de gente que colapsan los difíciles y remotos puntos de validación superan ampliamente el 1% requerido. Es obvio. Contundente. Maduro, Jorge Rodríguez y Tibisay Lucena lo saben. Están viendo lo mismo que todo el país. Colas extraordinarias, inmensas, enfáticas, de gente resuelta a hacer valer sus derechos a pesar de lo que sea. Están viendo los autobuses llenos de ciudadanos desandando los kilómetros de cinismo y obstáculos que ellos mismos diseñaron. Por supuesto que vieron la imagen de las curiaras surcando los caños de Delta Amacuro con gente dirigiéndose a validar sus firmas. Y los firmantes bajo la lluvia de Mérida y de Barquisimeto, bajo el sol de Plaza Venezuela y Apure. Y los mirandinos yendo hasta Higuerote y Caucagua. Y, en general, todo el país hablando en voz alta, pronunciando una misma palabra: revocatorio.
Nicolás Maduro, Jorge Rodríguez y Tibisay Lucena entonces ordenan la consabida operación morrocoy, el cierre prematuro de las mesas, las máquinas que se dañan oportunamente, y también inventan alcabalas, detienen autobuses enteros de gente, cierran vías. Es decir, le ponen piedras a la expresión ciudadana. Piedras de todo calibre. Están en pánico, aterrados, porque la calle está hablando realmente duro. Y no es precisamente el idioma de la violencia, sino el del civismo, el que ordena la constitución, el que merece un país civilizado.
Esto ya no tiene regreso. La revolución agoniza en los charcos del propio caos que generó. La calle siempre ha hablado. Y su mensaje hoy es muy nítido: es hora de que culmine un oscuro episodio de nuestra historia y comience otro. Es hora de construir la ruta definitiva para estrenar otro país.
Leonardo Padrón
CaraotaDigital – junio 23, 2016
June 18, 2016
Contra la desesperanza
A nadie le gusta lo que ocurre hoy en Venezuela. Ni siquiera a los líderes de la revolución, por más que lo disimulen. Ni a sus afiliados a sueldo. La vida no es así. No como se conjuga hoy. Esta desazón cotidiana. Este asunto exasperante que es alimentarse. Este bingo extremo que es salir a la calle y rogar que la muerte no cante tu nombre en la próxima esquina. Este tajo de enfermarse y entrar en el galpón de los desdeñados. Esa turbulencia que es la falta de luz. Este disturbio de malas noticias que hoy definen al país.
Hemos sido invadidos por los bárbaros y ahora sufrimos una nueva invasión, la de la desesperanza. Hay que decirlo: los venezolanos estamos heridos. Tenemos sangre en el ánimo. Hemos recibido una ráfaga de disparos en el optimismo. La fragua ha sido muy extensa. Nos hemos caído y levantado muchas veces en estos 17 años del fallido y trágico experimento político de Hugo Chávez. La democracia ha ensayado múltiples cartas para recuperar su espacio. Marchas, protestas, huelgas, elecciones, paros, firmas, revocatorios, resistencia civil y más elecciones. Casi todo se ha hecho. Incluso, lo indebido y lo torpe. Pero los bárbaros han resistido con las armas del fraude y la coacción. Y mientras tanto, los desatinos de su incompetencia y dogmatismo han aproximado al país a la hora de los desahuciados.
Hoy, la población ha entendido el tamaño de la estafa. La redención de los excluidos nunca ocurrió. Por eso el revocatorio es tan importante. Por eso los bárbaros -en riesgo de perder el poder- ejercen su furia. El autoritarismo grita su sinrazón. Lo que debe llamarse dictadura comienza a serlo sin rodeos.
El régimen ejecuta acrobacias de ilegalidad para impedir el revocatorio. Ha sido tal el descaro que ha logrado que muchos pierdan la convicción ante la clara herramienta constitucional que poseemos. Nos quieren deprimidos, exánimes, listos para la rendición. Cada vez que declaran que no habrá referéndum este año solo buscan el desánimo general. Para eso invocan a sus oradores más hábiles, expertos en el arte de la confusión. El poder, arrinconado en su fracaso, muestra sus colmillos, ladra, bota espuma. Y también muerde: encarcela, reprime, dispara.
La misión de los comisarios del régimen es destruir cualquier entusiasmo democrático. Hacerlo burbuja de jabón.
Y hoy las lesiones en el optimismo son graves. Hay gente que ya no puede más. El país se conversa desde la tristeza y el miedo. Las calles se han llenado con la ira de los hambrientos. La respuesta del gobierno es el escupitajo de las bombas lacrimógenas, el silbido de las balas y una breve bolsa de comida que arrojan y suena clap. El TSJ declara inconstitucional el pedido de ayuda humanitaria a los miles de enfermos en ascuas. El lenguaje del absolutismo ha cancelado sus máscaras. La oscuridad nos envuelve de norte a sur, a lo ancho y largo.
***
Hay dos opciones ante el incendio que nos consume. Correr o apagarlo. El fuego parece incontrolable. Por eso la alarma. Ya hay un nuevo tsunami de venezolanos braceando hacia el exilio.
Ese otro éxodo, el que es puertas adentro, también ocurre. Hannah Arendt nos recuerda lo que ocurrió en la Alemania Nazi: “Había personas que se comportaban como si no pertenecieran al país, que se sentían como emigrantes, se habían retirado a un mundo interior, a la invisibilidad del pensar y sentir (…) En esos tiempos de la mayor oscuridad, tanto dentro como fuera de Alemania, ante una realidad que parecía insoportable, era especialmente fuerte la tentación de desplazarse del mundo y su espacio público a una vida interior, o de desentenderse simplemente de aquel mundo a favor de un mundo imaginario ‘tal como debería ser’ o tal como era una vez que había sido”.
Achicar la vida, allí la estrategia. Resignarte a ser menos. Arrinconarte en lo más recóndito de ti. Donde igual llegará el hambre, la sed, el humo de los escombros. Donde igual la furia del incendio te alcanzará.
Cierra los ojos. Húndete en la nada. ¿Esa es la solución?
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La otra opción: apagar el fuego. Combatir a los bárbaros. Sabemos que el inescrupuloso gobierno de Nicolás Maduro no obedece las reglas de juego. Hoy la única norma es la trampa. Pero sería ingenuo esperar algo distinto. La paciencia quizás ya no sirva de mucho. Un estomago vacío es un organismo vivo al borde de la desesperación. Por eso hay que convertir el aliento civil en muchedumbre y estrategia. Por eso se impone una ardua calistenia de resistencia. Antes que el país quede en cenizas. Ellos son el incendio. Nosotros debemos ser el agua.
¿La imaginación podrá servir para burlar los cercos previsibles? ¿El optimismo para derrotar la inercia de la pesadumbre? ¿Y dónde se consigue el optimismo, que está tan escaso como los ansiolíticos?
¿Dónde?
Solo se escuchan las trompetas de la desesperanza.
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“El pesimismo es una cuestión de humor; el optimismo, de voluntad”, dice el filósofo francés Alain. Y agrega: “La condición humana es tal, que si no nos imponemos un optimismo invencible como regla principal, de inmediato se impone el más negro pesimismo”. Es decir, el optimismo exige un compromiso, una acción del espíritu. Si no lo asumimos, estamos perdidos. Como el náufrago que cancela toda expectativa. Allí habrá iniciado su muerte. Habrá comenzado a ahogarse.
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Debemos tener claro el tamaño de la enfermedad que estamos padeciendo. No nos hace ningún bien insistir en que “somos el mejor país del mundo”. Es una arenga falsa, una infatuación nacionalista, una desmesura. El mejor país del mundo no apostaría todas las fichas de su destino a la antipolítica y a los designios de un aventurero con boina militar y carisma televisivo. El mejor país del mundo no convierte la penuria alimenticia de los pobres en negocio redondo para otros pobres, ahora llamados bachaqueros. Hemos hecho de la viveza una forma de ser. La riqueza fácil nos volvió irresponsables, derrochadores y arrogantes. Hemos sido frívolos a la hora de establecer nuestras prioridades. No hemos sabido reclamarle a nuestros gobernantes el ejercicio de la excelencia. Somos clasistas, racistas y tan jodedores que nos volvemos epidérmicos. En fin, como lo resumió nítidamente Gisela Kozak en su libro homónimo: No somos ni tan chéveres ni tan iguales.
Por eso se impone madurar de una bendita vez. Solo así recuperar la democracia valdrá la pena. La verdadera revolución que necesitamos es educativa. Luego podrán venir las demás, inscritas en el marco de la coherencia y no en el de las fantasías populistas y rocambolescas que tanto mal le han hecho a la historia de Latinoamérica.
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Hoy me reconozco arrasado por la tristeza de ver a muchos venezolanos envilecidos, enajenados por la violencia. Hoy veo el saqueo crecer, la rapiña extenderse, al mediocre reinando. Hoy advierto que entre armas y falsos predicamentos triunfa el desvarío. Yo, tan peatón de la esperanza, reconozco que la vida en Venezuela se ha vuelto un bochorno, un asunto inhumano. Hoy cuesta ver el futuro.
Pero me niego a aceptar la desesperanza como actitud. Sé que es el arsénico de nuestros días. La piedra negra en el corazón. Y alcanzar la paz social no será suficiente. Apenas un clima necesario. Necesitamos una certeza. Sentir que vale la pena. Que esta terquedad encarnizada vale la pena. Que tiene una desembocadura. Un final luminoso.
No tenemos más remedio que caminar hacia el futuro. Y el desánimo es un equipaje muy pesado para la ruta. Hay que recorrer el tramo final. Hay que lidiar hasta el último aliento por la validación de las firmas de cada venezolano. El revocatorio seguirá teniendo obstáculos, horas muertas, zancadillas legales, rectoras aviesas, y quizás hasta colectivos rondando las colas, intimidándonos, durante los tres días de validación. Son más de 1.300.000 personas contra los tarifados del miedo. Otra prueba. Otra montaña de estiércol. ¿Vamos a claudicar, justo ahora, cuando falta tan poco? No parece que eso sea lo que va a ocurrir.
Algunos analistas aseguran que ya la transición política comenzó, que estamos en los estertores del chavismo como gobierno. Ellos mismos lo saben: una vez más, el “hombre nuevo” se convirtió en decepción.
Necesitamos, por eso, no solo de la coherencia de nuestros políticos. No solo la renuncia a los intereses personales (ya habrá tiempo para ellos). No sólo el resuello de los activistas del entusiasmo. Necesitamos comenzar a ser mejores. Necesitamos el impulso de los pequeños héroes cotidianos. Necesitamos ser ciudadanos en el sentido unitario de la palabra. Necesitamos del orfebre en su arte. Del escriba en su labor. Del que cocina y emula a los dioses. Del que hace música y entonces el silencio baila. Del profesor y su salón de clases hechizado. Del atleta que romperá el récord. Del obrero calzando el último ladrillo de la obra. Del ama de casa que vence sobre los elementos. Necesitamos el resurgimiento de nuestra base moral. El trampolín de la ética ciudadana.
El optimismo siempre es un territorio desconocido. La desesperanza posee una gran madre, que es la muerte, fin de todas las narrativas humanas. Pero la historia solo la cuentan quienes han insistido. El país debe ser salvado. Por eso necesita concebir el mayor plan de convivencia nacional que se haya planteado alguna vez. Repetir el gesto de nacer como sociedad. Intentarlo todo de nuevo. Necesitamos a los tercos, tarareando su obstinada música dentro de nuestros pechos. A los dolientes de este mapa extraordinario. A los venezolanos de bien. En un gesto multitudinario de redención final.
Leonardo Padrón
June 15, 2016
El caos y sus versiones
Cumaná es hoy una palabra saqueada. Una ciudad desvalijada. El martes 14 de junio sufrió, quizás, el mayor movimiento sísmico de la crisis nacional. Los titulares hablan de varios heridos y más de 400 detenidos. Los testimonios están salpicados de asombro y pánico. El salvaje oeste de Hollywood llegó al oriente de Venezuela. En tropel. El hambre y la delincuencia se dieron la mano y todo se salió de control. En la tarde el caos crecía, se hablaba de la inminencia de un toque de queda, de tanquetas y guardias apurando su llegada a la zona, mientras Nicolás Maduro, en su show vespertino, se encadenaba y repetía su cansón estribillo contra Ramos Allup (una fijación) y la derecha neocolonialista (bostezo). A su vez, luego de meses desgranando insultos y estridencias contra Obama, ayer dijo que el presidente norteamericano le caía muy bien. Un giro oportuno en su proverbial furia antiimperialista, pues Estados Unidos, a través de John Kerry, aceptó hablar con nuestra virulenta ministra de Relaciones Exteriores. Pero ya todos sabemos de lo efímero y cambiante del discurso presidencial y, sobre todo, sabemos que eso no era lo importante. Lo terrible, lo pavoroso, es lo que sucedía en Cumaná, con réplicas nerviosas en las calles de Catia y Guarenas.
Como siempre, el resto del país se enteró de la revuelta en curso por las redes sociales. Las televisoras, luego de la cadena presidencial, fueron sumamente pudorosas. La espada de Damocles sobre las concesiones radioeléctricas ejercía su función: castrar la información.
En la noche del martes, a mi chat telefónico llegó un audio. Era la voz de una mujer, con el susto atascado en la garganta: “Amigos, la situación en Cumaná no es nada fácil. Saquearon panaderías, supermercados, ópticas, farmacias. ¡Saquearon todo! Mañana Cumaná no tendrá un solo establecimiento donde comprar el más mínimo enlatado. Este estallido nos agarró con lo que teníamos en la nevera. Aquí todo se acabó. El centro está destruido. Mañana amanece y si no tienes comida en la nevera, no tienes nada que comer. Por favor, yo les pido que este audio lo reproduzcan y que recorra toda Venezuela porque de verdad que el país… yo no entiendo…¿por qué razón tienen que mezclar el hambre con el vandalismo?… Aquí, aparte de los saqueos, los motorizados salieron a la calle y cualquier persona que se encontraban le arrebataban la cartera, gente que atracaban en los carros… un vandalismo total. Esto está horrible. ¡Yo no sé en qué va a parar!”
La primera reacción es de estupor. De susto y honda preocupación. Las redes parecían confirmar lo que narraba la mujer anónima. Pero ya uno ha aprendido a ser receloso con todo lo que venga en formato de cadena. En más de una ocasión han echado a rodar audios tremebundos que solo buscan azuzar a la gente, encender la chispa final, estimular la revuelta social. Yo mismo he sido víctima de esas adulteraciones. Desde hace meses circula por las redes un texto cuya autoría me atribuyen, de carácter incendiario, salpicado de procacidades y arengas un tanto altisonantes. Me he desgastado ante innumerables amigos y desconocidos explicándoles que ese texto no es mío, apenas me pertenece un mínimo fragmento extraído de una crónica del 2014, fragmento que luego fue rudamente aliñado por un inescrupuloso usurpador de identidades.
Pero el audio que reflejaba la terrible situación de Cumaná resultó ser cierto. Yo tengo familia y gente amiga en esa ciudad. No me fue difícil constatar la veracidad de todo lo que narraba con voz de urgencia esa mujer.
En el portal web de Runrunes un trabajo de investigación reseña que, según el Observatorio Venezolano de Conflictividad Social (OVCS), entre enero y abril de 2016 se documentaron 2.138 protestas en el país. Otros datos afirman que, de esas protestas, 264 se han convertido en saqueos o intentos de saqueos. Solo en cinco meses de este exasperado 2016.
A nadie sorprende el nivel de encrespamiento de la calle. Todo lo contrario. El estribillo recurrente es el misterio de por qué aún el país no ha reventado por sus cuatro costados. ¿Qué ha frenado el estallido social? Unos afirman que ya está ocurriendo, solo que es en cámara lenta, progresiva e irreversible. Pero hay un extraño comportamiento en muchos de los saqueos. Eventualmente terminan siendo enriquecidos con la presencia de verdaderos ejércitos de motorizados (colectivos) o respondiendo a una sincronía de tiempo francamente sospechosa. ¿Está el propio gobierno estimulando la violencia en las calles para tener la excusa perfecta de cancelar el referéndum revocatorio? ¿Buscan decretar un estado de conmoción nacional y echar a la basura los intentos de los factores democráticos por cambiar el rumbo de las cosas? ¿Son capaces de jugar con tanta gasolina a la vez? Ellos, por su parte, hacen lo habitual: endosarle el patrimonio de la violencia a la oposición. Es su acto reflejo, su lección aprendida. Un día culpan a Alvaro Uribe, otro a María Corina Machado, a Gaby Arellano o al propio Capriles. Son predecibles. Demasiado.
La candelita de la irresponsabilidad del gobierno brota por todas partes. Si detrás del descontento popular hay un plan de azuzar las llamas, por su necesidad de huir del revocatorio, entonces hemos llegado al último sótano de la perversión.
El caos, por donde se mire, tiene nombre y apellido: Nicolás Maduro y compañía. Bien sea por su incompetencia o por su alevosía. El gobierno está jugando con las vidas y los ya escasos bienes de los venezolanos. Si el río se sale de cauce, nos inundará a todos. Incluyéndolos. Y, para parafrasear a su padre tutelar, no el cada vez menos eterno, sino el del habano en La Habana: ténganlo claro, la historia no los absolverá.
Leonardo Padrón
CaraotaDigital – junio 16, 2016
Fotografía: runrun.es
June 9, 2016
¿Dónde está el límite?
Todo parece haberse salido de control. Las historias de la vida ordinaria de los venezolanos son cada vez peores. Son extraordinarias, desoladoramente extraordinarias. Historias de hambre. Hambre en mayúsculas. Hambre en los ancianatos, en los hospitales, en los colegios. Pero sobre todo, hambre en los hogares. El reportaje del pasado domingo en El Nacional titulado “Hacer mercado en la basura” refleja un nuevo punto de inflexión en la miseria que invade al país. Ahora, para muchos, la única forma de comer es escarbando en los basurales de los mercados. No estamos hablando de indigentes. Ni de yonquis de la droga. Estamos hablando de un diseñador gráfico, de un vendedor de jugos naturales o de un ama de casa. Es gente normal. Gente a la que antes su sueldo, por más exiguo que fuese, le servía para vivir, para comer tres veces al día, para tener otras urgencias. Ahora les toca elegir, entre la basura, las hojas de lechuga sobrantes, las cebollas no tan podridas, alguna mandarina marchita y vieja. Un día después leo el reportaje que advierte sobre el posible cierre de algunas casas de hogar para ancianos porque, sencillamente, no tienen para darles de comer. Y luego me topo con la noticia que cuenta cómo el Hospital Vargas tuvo que dar de alta a varios pacientes (aún enfermos, aún esperando para ser operados) porque sus familiares no tienen para llevarle suficientes alimentos. O el detalle cruel, inhumano, que informa una cocinera del Hospital Universitario: “Nosotros debemos rendir la comida sirviendo solo 10 gramos de proteínas, es decir, lo que cabe en una cucharilla de sopa”. Uno lee esta declaración recogida por la periodista Isayen Herrera en ese otro reportaje de El Nacional y se queda sumergido en un doloroso silencio.
El mismo día, la prensa reseña otra noticia pavorosa. A Jenny Ortiz, de 42 años de edad, le vaciaron una lluvia de perdigones en la cara en mitad de una protesta por comida. Le desfiguraron el rostro. Le destrozaron el tabique, un globo ocular, el lóbulo parietal derecho. Una salvajada a la que no sobrevivió. Jenny murió al poco rato. La asesinaron. El hecho tiene un culpable explícito: un funcionario de la policía del Táchira. Ella ni siquiera protestaba. Solo iba a buscar a su hijo, que tenía demasiado rato en la calle. El gesto lógico de una madre preocupada en un país convulso.
Esta muerte no convocará actos de desagravio por parte del régimen. No pasará lo que ocurrió con la mujer policía injustamente golpeada en una protesta de la oposición. No la convertirán en heroína y mártir de la revolución. A Jenny Ortiz no la llenará de elogios Nicolás Maduro. No la honrarán en cadena nacional. No la invitará Diosdado Cabello a su programa de televisión. Entre otras razones, porque a los muertos solo se les invita al cementerio.
Esto se fue de madre, se salió de tiesto. Cuando en un país la gente hace saqueos diarios de gandolas, camiones y depósitos de comida es porque el hambre tomó la palabra. Cuando las protestas por los estómagos vacíos son reprimidas de forma feroz por el gobierno es que la democracia fue dada de baja.
No es momento de estribillos revolucionarios, de consignas trasnochadas y de cantarle loas al comandante eterno, señor presidente. No sigan patinando en el lodo de los pretextos. No es el imperio, ni la derecha apátrida, ni una confabulación mundial lo que ocurre. Lo que realmente importa y acontece es que no están capacitados para resolver la crisis que ustedes mismos crearon. Es hora de reconocerlo. Es el momento de un histórico acto de contrición nacional. Asuman que han sido desbordados por la crisis. Que lo que ocurre es una vaguada monumental llamada caos. Abandonen la arrogancia. Hay hambre en el país, hambre dura y sostenida. ¿Son capaces de seguir escamoteando su responsabilidad? ¿Dónde está el límite entre su soberbia y la humillación y el hambre de un país entero?
Se nos acabó el tiempo a todos. O se impone la sensatez o triunfará la furia que sigue a la desesperación.
Leonardo Padrón
CaraotaDigital – junio 9, 2016
June 4, 2016
La India, el país de la desmesura
Invoco un fragmento del diálogo que trazó el italiano Alberto Moravia al comienzo de su libro “Una idea de la India: la crónica de una fascinación”:
“De modo que has estado en la India. ¿Te has divertido?
– No.
– ¿Te has aburrido?
– Tampoco.
– Pues, ¿qué es lo que te ha pasado en la India?
– He hecho una experiencia.
– ¿Qué experiencia?
– La experiencia de la India”.
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4 am. Aterrizaje en Nueva Delhi. La primera estrategia del hotel anfitrión es que te sientas como un Maharajá. “Namaste”, pronuncian con una reverencia y las manos en forma de plegaria. El gesto que tantas veces recibiremos mi mujer y yo. Nos colocan una guirnalda de flores y nos dan un toallín impoluto y húmedo para las manos. La madrugada descorre sus cortinas. En la ruta, una estatua monumental te sorprende: es el dios Shiva, traspasando la noche como una lanza. La India, pronto lo confirmaría, es una intoxicación de dioses y seres humanos. En la sociedad más religiosa del planeta caben 33 millones de dioses. Hay un templo cada 100 metros, aseguran. La realidad no tiene interés en desdecir tales cifras.
Bienvenidos a la desmesura.
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En la calle discurre el vaho de 1.300 millones de personas. Una sexta parte de la población mundial. Estamos hablando de un subcontinente donde conviven 30 idiomas y 2 mil dialectos. En esa torre de Babel triunfan el hindi y el inglés. Allí, el tráfico es un disparate salvaje. Es frecuente ver a 4 o 5 personas sobre una moto. Los indios usan la moto como un carro, el carro como un autobús y el autobús como un tren. Una tarde vi bajarse a diez personas de un carro minúsculo. Son demasiados y se amañan para caber donde sea. Los volantes de los vehículos se quedaron del lado inglés de la historia. Los tuk-tuk (motos de tres ruedas con techo y asiento para dos pasajeros) son el paisaje principal. En cada cuadra hay cientos, parecen miles, seguro son millones. En la India la corneta es tan indispensable como la religión. La tocan frenéticamente, sin motivo, con la misma frecuencia con la que respiran. El lema es unánime: “en este país se puede conducir sin frenos, pero no sin corneta”. La convocatoria al delirio está escrita en las espaldas de los camiones: “Horn please”.
Toca corneta, estás en la India.
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Domingo. Primera salida: Askhardham, el más joven de los templos de la India. Cien acres de asombro y opulencia. Un parque temático de la fe donde una muchedumbre pugnaba por entrar. Fue nuestro primer contacto con los crudos olores de la India. Los templos son el gran espectáculo del país. Todas las religiones coexisten: hinduistas, budistas, jaimistas, sikhistas, musulmanes y un incalculable etcétera. La India son todos los dioses.
Los controles de seguridad en los templos son habituales desde que la sombra del terrorismo cubre al mundo. Imposible olvidar al vecino más cercano: Pakistán.
Cada templo es un alarde visual, un entramado de leyendas ofuscadas en su propia imaginación. Cada arabesco, cada celosía, cada minarete, tiene una contraparte en la pasmosa miseria de sus calles. Ese otro templo, el más grande y oscuro del país.
Es el momento de incursionar en el corazón de la capital.
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En la Vieja Delhi hay una experiencia que puede ser más vertiginosa que cualquier montaña rusa del mundo: atravesar sus callejuelas en un rickshaw. El chofer pedalea mientras una ráfaga de imágenes te bombardea. Las fritangas, charcos y olores se confunden con tiendas de joyas, especias, telas, frutas y perfumes fulminantes. A cada metro ves saris fastuosos, collares, libros, comida, cables de electricidad en remolino, vendedores de plumas de pavo real, mendigos, jugo de caña, un salón de clases dentro de una bicicleta. El bazar del mundo ante tus ojos.
La India es un país de monumentos descomunales y carros enanos, pistas de Fórmula 1 y estadios de cricket. El país de los zafiros, del mármol esplendente y alfombras de embeleso, pero también el de los lagos verdes, las calles sin aceras y vacas abúlicas. El mismo de las dos mil películas al año y las veinte centrales nucleares activas.
El aire es sagrado y putrefacto. De las veinte ciudades más contaminadas del mundo, diez son de la India. A su vez, es el segundo país del mundo con más monumentos declarados patrimonios culturales de la humanidad, según la Unesco. Veintiocho maravillas dentro de miles de reliquias arquitectónicas. Y la reina mayor: el Taj Mahal.
La desmesura te asalta los cinco sentidos. Sin pausa.
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En mayo aún no han llegado los monzones y el color de la sequía lo cubre todo. Tienta decir que la India es marrón, pero nunca había visto tantos colores juntos. La razón está en las mujeres. Ellas son los colores de la India. Las responsables de llevar el turquesa, el ámbar, el azafrán, el azul profundo o el rojo a todos los rincones. Cada traje es una fiesta cromática. La profusión de saris es inenarrable. Las mujeres se convierten en un paisaje ambulante. Incluso las más humildes, las intocables, cargan ese alborozo de colores sobre sus cuerpos. En la carretera más agreste o en el callejón más derruido, siempre hay un punto de color.
Es la mujer de la India. Recóndita y hermosa, como la magia.
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La India es el reino de los contrastes. El que la ha conocido lo sabe. Es un país que oscila entre la maravilla y lo terrible. En una de las civilizaciones más antiguas de la historia, la pobreza cruje como una avalancha. Nunca logré descubrir si el alto nivel de espiritualidad compensa las enormes carencias materiales. Un sistema atávico de castas domina el orden social, sobre todo en el hombre menesteroso de la India. Hay toneladas de basura en las calles. Como si nadie asumiera que la basura es basura. Conviven a su lado, como lo hacen con la fauna más libre del mundo. A cada tanto verás vacas marchitas, camellos en los semáforos, monos en las aceras, elefantes en su parsimonia, búfalos de agua, chivos realengos, cerdos saqueando la inmundicia. Todo viajero lo pregunta: ¿por qué en un país con más de 200 millones de hambrientos asume como sagrado a un animal francamente comestible? Y te dicen: una vaca en su vida puede llegar a nutrir a 40 mil personas. Si la matas, su carne solo podrá alimentar a 40. Así te dicen.
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Asombra que Agra, la ciudad que acuna al Taj Mahal, parezca un escombro de tres millones de personas. Pero ese es el preámbulo a la tumba más famosa del planeta.
El Taj Mahal hay que visitarlo dos veces. En el nacimiento y muerte del día. Pero la experiencia ocurre a las 6 de la mañana. No está la marea de turistas habituales. Solo el gran monumento y el amanecer. El sol dibuja, a pulso, el Taj Mahal. La majestad del momento es acompañada por la mirada umbría de un mono. Alcanzas, entonces, la noción sobrecogedora de la belleza.
A todo aquel que vaya al Taj Majhal, no hable mucho. Entre en el silencio. Contemple. Allí sentirá, rotundo, el oxígeno místico de la India.
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Viaje en tren desde Agra a Rathambore, uno de los domicilios del Tigre de Bengala.
El tren ostenta el nombre de Golden Temple Express y te prometen un vagón de primera clase, pero la realidad es otra. Es como si una calle derruida se hubiera montado en el tren. Nos sentamos en nuestras camas, delgadas como un papel. Al lado un hombre tose como si le quedaran horas de vida. Rato después, arriba de la cama de Mariaca se mueve un bulto. Descubrimos que en el compartimiento hay otros pasajeros. Callados. Como si estuvieran allí desde toda la vida. Me sumerjo en un libro de Cees Nooteboom. Mariaca revisa su tableta, yo dormito. Me despierta el brinco del guía que saca nuestro equipaje, nos apura, corre hacia una puerta del tren. Habíamos llegado, pero el guía se quedó dormido. El hombre, azorado, parece a punto de saltar con nuestras valijas, le pido respuestas, no habla, no coordina, no sabe qué hacer. Nuestro destino se aleja por las ventanas del tren. La próxima estación queda a una hora de camino.
El desliz se convirtió en una hora más de rieles y tres de regreso por las carreteras de la India profunda, con un conductor que parecía haberse sacado la licencia de conducir diez minutos atrás.
Todo cambió al llegar a las villas de Vanya, en Rathambore, donde nos esperaba una alucinante habitación con forma de carpa en plena selva. Esa noche sentimos literalmente sobre nosotros los sonidos de la jungla. Una experiencia memorable.
Al día siguiente, en jeep abierto, se inició la búsqueda del tigre de bengala. El conductor fingía no entender mi pregunta sobre cómo defendernos en caso de un ataque. Fue una mañana afortunada. Después de media hora, avistamos el primer tigre, lejano, furtivo. Fue un inusual momento de emoción. Pero luego vendría el regalo: la aparición, a veinte metros de nosotros, de un imponente y sinuoso gato naranja y negro, un tigre absoluto y displicente. Llegamos a ver cinco tigres esa mañana. Un record del que se enteró hasta el más remoto empleado del hotel.
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Jaipur, la ciudad rosada. El triunfo suntuoso del estuco. La imagen espectral de un palacio en mitad de un lago. Un monumental observatorio astronómico llamado Janta Mantar, donde el sol muestra varias maneras de pronunciar el tiempo. Es imposible contabilizar el despliegue de estilos arquitectónicos en la India, donde te paseas sin cesar por pagodas, templos medievales, mezquitas, fuertes mogoles y palacios prodigiosos. Son lugares espléndidos, abrumadores, con aires de fábula, arropados por el laberinto de los mitos y los siglos.
Sientes que ya no te caben más imágenes en las pupilas.
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Udaipur, la Venecia del Oriente, una ciudad fantástica que vive alrededor de sus cuatro lagos. Una ciudad milagrosamente limpia que también posee la serenidad del agua, el entusiasmo de los turistas hippies y el secreto de haber sido donde realmente se filmaron las dos películas del exótico Hotel Marigold.
Una ventaja de viajar en temporada baja es escapar a la infección de turistas. El turismo es interno. Gente de aldeas remotas recorre los iconos de la India. Las mujeres, tan de postal, nos pedían tomarse una foto con nosotros. Éramos los exóticos, los distintos. Mariaca terminó siendo más requerida por las cámaras en Delhi y Udaipur que en Caracas y Margarita.
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No cabe la India en la página de un periódico. No cabe el encantador de serpientes que abre su cesta frente a tus ojos y toca la flauta para que asome una cobra aletargada. No caben los vendedores a ras de suelo, los mercados tumultuosos y fantásticos, el azafrán reinante, las miradas acuciantes, los santuarios imprevistos, la multitud bruñida, los camiones ventrosos de adobe, el olor a curry gastado, los gurúes, los peregrinos, los infinitos hombres de turbante, la sobredosis de colores, la sensualidad de sus estatuas, los 47 grados que parecen derretir tus zapatos. La realidad no es tu realidad.
La India es una concepción de la vida. Una cosmogonía delirante. Es la democracia más grande del mundo. El país cuyo padre de la patria es Mahatma Gandhi, el apóstol de la no violencia. El país de Buda, Krishna, el yoga, el incienso y el Ganges. Un país abrumador, complejo, inabarcable.
Viajar a la India es una experiencia intransferible, Por más que lo intentes con el alfabeto, no lo lograrás. La India se queda en tus sentidos. Y sospechas que quizás alguno de sus 33 millones de dioses se vino contigo en el avión. Para siempre.
Leonardo Padrón
June 2, 2016
El país malandro
Ocurrió en el Farmatodo de Colinas de Bello Monte. Era aún de noche, madrugada profunda, cuando una señora, cercana a los 50 años, llegó a hacer la cola que todos los días se forma en dicha farmacia, como en tantos otros lugares del país donde se venden –exigua y penosamente- alimentos y medicinas. Delante de ella ya había cinco mujeres colocadas, en orden, frente a la santamaría cerrada del local. Estar en la calle, a las 4 am, en la ciudad más peligrosa del mundo, es poco menos que suicida. Pero toca hacerlo. No hay otra opción en este absurdo y penoso país que hoy tenemos.
Cuando ya tenía más de dos horas en la tensa vigilia, se le acercó un hombre para advertirle que delante de ella iban 50 personas. Las cinco mujeres que le precedían, precisó, les estaban guardando el puesto a las otras 45 personas restantes. Bachaqueros, de eso hablamos. Obviamente, la señora protestó airadamente. No iba a permitir que nadie se le coleara. Y menos tamaña multitud. Para algo se había parado bien temprano, arriesgando su vida y pasando frío. El hombre fue tajante. Ella también. El individuo se alejó y volvió a la media hora: “Ya la gente viene en camino”.
Se lo notificaba para que no hubiera problemas. La cólera de la dama creció. Y su determinación. No estaba dispuesta a moverse de su sitio en la cola. Era SU sitio. Y punto. La discusión alzó vuelo. Gritos, amenazas, insultos. Hasta que el sujeto terminó de ejercer el malandro que lo habita. La agarró, la sacó de la cola a la fuerza, cruzó la calle con ella casi a rastras y la lanzó hacia el río Guaire. Esto, frente a la perplejidad y el silencio, la indolencia y el miedo, de las otras personas que ya estaban en la larga fila frente a la farmacia.
La mujer rodó por un costado del cauce. Providencialmente, los matorrales frenaron su caída al agua. El corazón le bombeaba sangre como un caballo exasperado. A duras penas logró incorporarse y subir la ladera, aferrándose a ramas y piedras. Estaba golpeada, con el cuerpo lleno de raspaduras y tierra. Vio del otro lado de la calle la llegada de los 45 bachaqueros (¿o camaradas?) que llegaban a plena luz del día a colocarse en su puesto. Así, impunemente, con el argumento de la fuerza bruta. No tuvo más remedio que luchar contra sus lágrimas y devolverse a su casa con las manos vacías y la dignidad hecha pedazos.
Una vez más el país malandro había triunfado.
Leonardo Padrón
CaraotaDigital – junio 2, 2016
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