Sergio Mars's Blog, page 6
July 4, 2024
La edad del vuelo
En 2013 Alberto Moreno Pérez debutó en la ciencia ficción con su primera novela, «La edad del vuelo», publicada en el volumen 53 de la colección Espiral Ciencia Ficción junto a la también breve «Zaibatsu», de Diana P. Morales.
El protagonista, que además es el narrador y bajo cuyo punto de vista se describe casi toda la acción, es Roberto Van-Meer, un veterano hombre-ala, consagrado por completo a la práctica de una disciplina deportiva que va cayendo poco a poco en el olvido, la del Vuelo Lento. El Vuelo explota un fenómeno físico, el efecto Durdeen-Conflicto, que permite interaccionar con el campo magnético terrestre. En su nivel más básico, esta interacción proporciona sustentación, aunque a través de determinados implantes, el Ala puede modificar dinámicamente la geometría de su burbuja y obtener así control y propulsión.
Roberto fue uno de los pioneros y ha logrado mantenerse durante treinta años en una disciplina que ha ido profesionalizándose y volviéndose cada vez más cara. No solo eso, sino que aún es, pese a haber cumplido ya los sesenta y dos, el líder de su modalidad, centrada en los largos recorridos y la planificación estratégica, antes que en las acrobacias de las formas más populares. En otras palabras, Roberto es un fósil viviente, cuyo único deseo es seguir volando cueste lo que cueste. La competición es un medio, no un fin. El problema es que si los índices de audiencia siguen bajando, ningún patrocinador va a querer seguir invirtiendo en él, ¿y qué hará entonces?
La solución a su dilema parece presentársele durante una carrera mal diseñada. La pérdida de control sufrida por una de sus competidoras más neófitas en medio de unas condiciones climatológicas extremas da lugar a un espectacular rescate, en el que Roberto ha de entregarse a fondo para lograr salvar ya no la vida de la accidenta, sino incluso la suya propia. Las emocionantes imágenes de la maniobra reavivan el interés del mundo en el Vuelo Lento, aunque las derivaciones de todo ello podrían conducir paradójicamente a la pérdida del nicho que Roberto ha ocupado durante tantos años.
Es entonces cuando su hijo, un ingeniero con el que mantiene una curiosa relación, positiva aunque carente casi por completo de cualquier tipo de afecto, parece acudir al rescate, con una propuesta tan ambiciosa como aparentemente desquiciada.
«La edad del vuelo» es una novela de ciencia ficción de corte clásico. Por enfoque, no hubiera desentonado en absoluto en la Edad de Oro, aunque su calidad literaria cumple los más exigentes estándares modernos y añade, como expondré más adelante, reflexiones que conectan con desarrollos actuales. La naturaleza exacta del efecto Durdeen-Conflicto nunca termina de explicitarse, aunque no por ello carecemos de descripciones detalladas del mecanismo del Vuelo en sí, que se antojan extremadamente coherentes. Esto, sobre todo en ciencia ficción, es fundamental para introducirnos en la historia, y sin duda el elemento central de la novela funciona como argumento de venta.
En torno a él se construye el segundo gran núcleo estructural de la historia, que es la peculiar personalidad de su protagonista. Van-Meer, que presenta rasgos de sociopatía. Esto se manifiesta tanto en su interés obsesivo por el Vuelo como por la ausencia de empatía, incluso para con su hijo, en quien no ve sino a un adulto lo bastante interesante como para hablar una vez al año, pero sin la conexión emocional necesaria para sentir la menor responsabilidad. Curiosamente, la curiosidad es mutua y la relación está exenta de recriminaciones, lo cual le confiere cierta frialdad al texto, pero al mismo tiempo lo despeja, para que podamos centrarnos en lo importante.
Hay autores que sienten la necesidad de proporcionar a sus personajes dilemas morales o conflictos emocionales exacerbados para dotarlos de profundidad. La más de las veces, estas estrategias resultan contraproducentes y dan lugar a caricaturas más que a personajes complejos. Por el contrario, la monomanía de Roberto nos ayuda a sumergirnos en el mundo del Vuelo, y el autor tiene suficiente confianza en su escenario y su historia para no interferir, para dejarnos adoptar su punto de vista (que no es sino otra forma de referirnos a su mapa cognitivo), y permitirnos sacar nuestras propia conclusiones.
En torno a estos pilares, Alberto Moreno Pérez construye una especulación que vera sobre cuestiones transhumanistas (con el contraste ofrecido por la escasa humanidad que ya para empezar manifiesta Roberto) y que si bien no resulta especialmente innovadora (hay referentes que acuden de inmediato a la mente al respecto), si que se caracteriza por una gran meticulosidad (incluso en los detalles secundarios, que están todos muy bien pensados para crear un entorno especulativo coherente sin necesidad de detenerse en cada mínimo aspecto). Esto, por cierto, presenta un colofón en el epílogo (en el que, al igual que en el prólogo, se cambia de voz narrativa), donde perdemos un poco ese enfoque ultraconcentrado para examinar someramente el panorama global (lo que da lugar a una resignificación de parte de lo que hemos conocido, que nos permite vislumbrar lo que hay más allá de la historia que acabamos de leer).
En definitiva, «La edad del vuelo» fue un debut literario que no aparenta tal, porque la técnica narrativa ya muestra una enorme madurez. Es posible que no cuente nada extradordinariamente sorprendente, pero en la más pura tradición del hard, no importa tanto la sorpresa como la verosimilitud, y sin duda en ese aspecto raya a gran altura, porque la combinación de introspección psicológica y coherencia especulativa mantiene en todo momento la historia dentro de los cauces previstos, ofreciendo igualmente al lector la posibilidad de imaginar lo que queda más allá del limitado enfoque narrativo, un mundo que se percibe tan real como complejo.
Agradezco a Alberto Moreno Pérez el envío de un ejemplar de «La edad del vuelo» para su reseña (que, me temo, se ha demorado unos años; lo siento) en Rescepto.
Otras opiniones:
De Pepe Fotón en su blogDe Javier Arnau en Planetas ProhibidosDe Francisco José Súñer Iglesias en El Sitio de Ciencia FicciónJune 27, 2024
Jhereg: Intriga en el Castillo Negro
En 1983 se presentó en sociedad un nuevo autor de fantasía, Steven Brust, con su primera novela, «Jhereg» (subtitulada para su edición en español como «Intriga en el Castillo Negro»), que presentó igualmente a uno de los grandes personajes del género: Vlad (Vladimir) Taltos.
Su originalidad estribaba en que en una época donde predominaban los calcos de Tolkien, Brust bebía más de otras tradiciones paralelas, enraizadas en la espada y brujería, pero con una fuerte tendencia hacia la hibridación de géneros (es decir, añadiéndole elementos de ciencia ficción y novela negra), a la estela de su modelo y mentor Roger Zelazny. La acción nos traslada al corazón del Imperio Dragaerano, donde Vlad, pese a ser meramente humano (oriental), es miembro de una de las diecisiete grandes casas, la de Jhereg (la única que acepta a casi cualquiera que pueda pagarlo), entregado al no tan noble oficio del asesinato por encargo.
Gracias a su dominio tanto de la magia dragaerana como de la brujería oriental, Taltos se ha convertido en uno de los más reputados especialistas en su oficio, e incluso ha ascendido hasta el rango de la nobleza menor de su casa y desempeña otras labores, como servicios de seguridad para uno de los grandes señores Dragón. En esas, recibe el encargo más importante de su vida: 65.000 imperiales por acabar de forma definitiva con un ladrón que se ha llevado nueve millones de las arcas de la casa. El problema añadido es que el contrato ha de cumplirse en un tiempo limitado, antes de que se corra la voz de que es posible robar impunemente a los Jheregs.
Así pues, Taltos tiene que emplear todos sus recursos (que incluyen a su jhereg familiar, Loiosh, así como un ayudante dragaerano, Kragar, un antiguo Dragón expulsado de su casa que posee entre otras la habilidad de pasar siempre desapercibido por completo) para resolver el encargo, en el más puro estilo de la novela detectivesca. Encargo que se complica cuando descubre que Mellar, el ladrón, ha logrado asilo en el Castillo Negro de su amigo (y patrón) Morrolan (un señor Dragón), con un estricto código de honor que prohíbe el asesinato de ningún huésped. Violentar esta norma no solo tendría consecuencias funestas para Vlad, sino que podría desencadenar un nueva y devastadora guerra Dragón-Jhereng. El problema es que si él no lleva a cabo el trabajo, hay otros muchos que no tendrían tantos escrúpulos, así que la novela se convierte en una cuenta atrás para conseguir lo imposible.
«Jhereg» no es la primera novela de fantasía en seguir las convenciones de la ficción detectivesca o criminal. En 1964, por ejemplo, Randall Garret ya había creado a Lord Darcy, protagonista de la finalista del Hugo «Too many magicians» (1966) y el modelo del antihéroe ya estaba bien asentado en la espada y brujería a través de la obra de Howard o, sobre todo, Fritz Leiber y su saga de Fafhrd y el Ratonero Gris. En 1983, sin embargo, el centrarse de tal modo en una personalidad criminal estaba lejos de constituir el auténtico subgénero en el que ha devenido durante las últimas décadas (desde al menos la trilogía del Vatídico, en la segunda mitad de los años noventa).
Incluso sin contar con esa cualidad pionera, el escenario que plantea Brust es sugerente, con un empleo de la magia (y la brujería) que rara vez constituye un elemento tan ubicuo y cotidiano en otras sagas de fantasía y una historia previa que se remonta a cientos de miles de años en el pasado (teniendo en cuenta además que los dragaeranos, prescindiendo de accidentes, naturales o premeditados, podrían llegar a vivir todo ese lapso). Incluso la muerte puede llegar a ser reversible bajo ciertas condiciones, lo que implica toda una serie de reglas estrictas que tienen que establecerse, no ya para fundamentar la coherencia interna imprescindible en cualquier obra de ficción, sino por satisfacer los requisitos aún más elevados del género criminal (porque nada rompe con más seguridad el pacto de la ficción que un giro argumental sacado de la manga).
Recapitulando, «Jhereg» tenía que presentar a varios personajes; todo un escenario nuevo con su historia, política, fauna, economía y metafísica; las reglas no ya de un sistema mágico, sino dos, coincidentes pero no entremezclados; y, por supuesto las dificultades específicas del asesinato a realizar (que entroncan con todo lo demás). Todo ello, por cierto, en poco más de doscientas páginas. En otras palabras, para su novela debut Steven Brust no solo debía tener muy claros los conceptos que pensaba manejar, sino que además tenía que controlar el flujo de información para que todos los giros estuvieran bien sustentados, sin llegar en ningún momento a saturar con descargas de información. Y lo consigue, vaya que sí. Con nota.
De modo que la serie de Vlad Taltos (y la carrera de Steven Brust) arrancó con fuerza… y sigue adelante cuarenta y un años después, con diecisiete novelas publicadas de un total previsto de diecinueve (una por cada una de las grandes casas, además de una dedicada a «Taltos» y un epílogo que llevará por título «El último contrato»). Para nada casualmente, «Jhereg» está compuesta por diecisiete capítulos (titulados con aforismos), más un prólogo y un epílogo. En español solo se han publicado los tres primeros, todos ellos en la colección Fantasy de Martínez Roca (los otros dos son: «Yendi: Duelo de rufianes» y «Teckla: Revuelta en Adrilankha»).
Steven Brust ha publicado otras siete novelas ambientada en el Imperio Dragaerano. Por un lado está la independiente «Brokendown Palace» (1986), y por otro los Romances de Khraaven, ambientados unos mil años antes que la novelas de Vlad Taltos e inspirados en la obra de Alexandre Dumas (la trilogía de D’Artagnan y en «El Conde de Montecristo»), de los que se ha traducido el primero, «La guardia Fénix», de 1991 (con un estilo más recargado y, en mi opinión, una excesiva similitud con su modelo, «Los tres mosqueteros», que la hacen muy decepcionante).
Otras opiniones:
De Albos en Palacio OníricoDe Cronista en Mundos InconclusosJune 20, 2024
Nettle and bone (Ortiga y hueso)
En 2023, durante la pasada (y polémica) Worldcon de Chengdu, T. Kingfisher se alzó con el premio Hugo a mejor novela por «Ortiga y hueso» («Nettle and bone», 2022), una fantasía oscura que bebe profusamente de los cuentos de hadas, sobre todo de «La bella durmiente», aunque no se trata exactamente de un retelling (aunque quizás se concibió en parte como tal), sino que constituye una suerte de revisión a algunos de los conceptos habituales en estos cuentos, tales como los príncipes, las princesas y las hadas madrinas.
T. Kingfisher es el seudónimo que desde 2013 utiliza la autora Ursula Vernon para publicar fantasía adulta. Con anterioridad, trabajó como ilustradora, alcanzando cierto reconocimiento crítico con la publicación de su webcomic «Digger» sobre un wómbat antropomorfo (2003-2011, premio Hugo de ). Desde 2008, desarrolla una carrera como escritora e ilustradora de libros infantiles (destacando las series Dragonbreath y Hamster Princess), aunque desde el 2018 parece haberse centrado en su producción como T. Kingfisher, que ya le había valido un Hugo en 2021 al relato «Metal like blood in the dark». «Ortiga y hueso» se inspira en un relato ultrabreve, «Godmother», que la autora publicó en 2014, aunque de él solo toma algunos de sus elementos constituyentes.
La protagonista de la historia es Marra, la tercera hija de los reyes de la Bahía, una pequeña nación comercial ubicada entre dos poderosos vecinos, el Reino del Norte y el Reino del Sur. En pos de una alianza dinástica que asegure su supervivencia, casan a la hija mayor, Damia, con Vorling, el príncipe del Norte. No mucho después de los esponsales, sin embargo, llega la devastadora noticia de la muerte de Damia, lo que obliga a Kania, la mediana, a ocupar su lugar, mientras Marra es «guardada en reserva» en el monasterio de Nuestra Señora de los Estorninos (bajo la excusa de no engendrar competencia para el trono de la Bahía).
Bueno, en realidad la novela arranca con Marra construyéndose un perro de huesos en una tierra maldita, como la segunda de tres pruebas imposibles (tras tejer una capa con ortigas). Lo antedicho se nos cuenta en capítulos alternos a modo de flashbacks. En ellos, mientras avanza la historia de las pruebas, descubrimos que el príncipe es en realidad un maltratador, que además solo quiere a Kania como productora de bebés (varones) para perpetuar su linaje. Razonar todo ello y decidirse a hacer algo al respecto, sin embargo, le lleva un tiempo (mientras se van sucediendo los abortos). Unos quince años.
Es entonces cuando parte en busca de ayuda para matar al príncipe (que mientras tanto se ha convertido ya en rey), y la encuentra en una especie de bruja, que en inglés define como dust-wife (una suerte de nigromante, en oposición seguramente a midwife/comadrona). Una vez ganada su cooperación, se ponen en camino hacia el Reino del Norte, recogiendo por el camino a un par de colaboradores, entre los que se incluye la madrina de Marra (hada madrina), pues parece evidente que no podrán lograr nada si no tratan primero con la magia depositada sobre Vorling por su propia y temible madrina.
Como se puede ver, los mimbres están ahí. Kingfisher hubiera podido pergeñar un cuento oscuro adulto y fascinante. Por desgracia, la ejecución resulta tremendamente decepcionante.
Para empezar, lo de fantasía adulta sería debatible. Sí, hay alguna que otra descripción oscura y salen numerosos cadáveres reanimados, pero todo queda en un nivel muy, muy juvenil. De hecho, la protagonista, aunque supuestamente tiene treinta años, se comporta como una niña de trece y tiene un desarrollo emocional adolescente. Es, además, rematadamente tonta (y lo que temo es que eso representa la idea que tenía la autora sobre su audiencia, porque a menudo sugiere algo, para después explicarlo con pelos y señales… y terminar un poco más adelante remachándolo a lo burro para asegurarse de que no se le escapa ni al lector más obtuso).
Un pequeño inciso para hablar de Marra. Porque entra directamente en un arquetipo cada vez más prevalente en la literatura fantástica, el de una chica con graves carencias en lo que respecta a la interacción social, que pese a ello logra salir al exterior de su burbuja (el convento en este caso) y lograr grandes cosas (sin tener que cambiar mucho). Es un tipo de fantasía de realización que, al contrario de lo que ocurría con las fantasías heroicas de la ciencia ficción campbelliana (dirigidas a chicos jóvenes), busca sobre todo ofrecer consuelo emocional. Es lo que se ha dado en llamar el supragénero «cozy» o «cosy» (acogedor), y puede encontrarse cozy fantasy, cozy sf, cozy mystery… Se trata de una tendencia cada vez más dominante, y de hecho cuatro de los seis nominados en 2023 a mejor novela en los Hugo pueden calificarse como cozy. Esto no es en principio ni bueno ni malo. Una tendencia, sin más. Todo depende de su implementación. Volvamos a la trama.
Lo que le puedo reprochar a «Ortiga y hueso» es su absoluta falta de coherencia argumental. Existe en narrativa un principio que se conoce como el arma (o la pistola) de Chéjov. Básicamente, viene a indicar que todos los elementos que presentes han de acabar utilizándose, porque si no, son superfluos. Esto, desde luego, no se cumple en la novela, donde mucho de lo que nos cuenta parece ser mero adorno (el gallo con un demonio dentro, por ejemplo). La vulneración más grave de este principio, sin embargo, lo encontramos en el propio título, porque ni la capa de ortigas ni el perro de huesos tienen la más mínima relevancia en el desarrollo o resolución del conflicto principal.
Su faceta más decepcionante, sin embargo, cabe encontrarla en el sustrato filosófico. He leído que la novela supone una subversión de muchos de los tópicos de los cuentos de hadas, como la pasividad con la que las princesas sobrellevan indignidades. Supuestamente, «Ortiga y hueso» concede agencia a una princesa (Marra, supongo, porque Kania cumple a la perfección su papel de doliente resignada). La realidad, sin embargo, es que Marra toma exactamente una decisión en toda la novela (y tarda años en ello). El resto del tiempo se limita a seguir las órdenes de su madre, de la bruja, de su madrina… Extraña forma de reclamar agencia propia.
De igual modo, difícilmente puedo aceptar el argumento de la celebración de la hermandad entre Kania y Marra (sisterhood en inglés, que ahí sí que marca el género), porque apenas hablan tres veces en toda la novela (a lo largo de treinta años), e incluso la decisión de salvarla de su suerte parece curiosamente entrelazada y espoleada por la convicción de Marra de que ella es la siguiente. Respecto a los malos tratos y la cosificación de la mujer como mera paridora, constituye un tema que se trata con tanto miedo de herir sensibilidades que queda absolutamente desdibujado y sin fuerza.
A ver, la novela no es un completo desastre. Hay pasajes muy sugerentes, sobre todo cuando la autora se permite adoptar un tono más oscuro o dejar algo más suelta la imaginación (como en el mercado goblin, las catacumbas reales o en lo referente al joven ahogado), pero el entramado queda demasiado suelto para resultar poco más que un entretenimiento ligero… y creo que a un premio Hugo debe exigírsele algo más.
Toca por último hablar de la polémica, porque a los meses de celebrarse la Worldcon saltó la liebre y se hizo público que el comité gestor del premio había censurado unilateralmente y por motivos al parecer políticos a una serie de candidatos, incluyendo «Babel», de R. F. Kuang, la novela ganadora de los premios Nebula y Locus de fantasía. Lo que es más, a medida que se profundizó en los datos, fue cada vez más evidente que el grado de manipulación había sido tan alto que cualquier finalista o ganador había que tomarlo con muchas prevenciones.
No quiero decir con ello que «Ortiga y hueso» no hubiera estado entre los finalistas, o que no hubiera podido incluso ganar limpiamente. Después de todo, quedó segunda en los Locus y fue también finalista del Nebula. Por desgracia, eso es algo que nunca sabremos. El resto de nominados al Hugo, por lo que pueda valer, fueron «La Sociedad por la Preservación de los Kaiju» de John Scalzi, «Legends & lattes» de Travis Baldree, «Nona la Novena» de Tamsyn Muir, «La hija del doctor Moreau» de Silvia Moreno-Garcia y «The spare man» de Mary Robinette Kowal. A Kuang, Baldree, Muir y Kingfisher, se les unieron en la papeleta final de los Nebula Nicola Griffith con «Spear» y Ray Nayler con «La montaña y el mar».
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De Mariki García en Marta Entre LibrosDe Marian en Modus LeyendiJune 13, 2024
El arte más íntimo
A finales de los años ochenta irrumpió en el campo del terror una jovencísima Melissa Ann Brite, bajo el seudónimo artístico de Poppy Z. Brite. Su estilo, crudo y a menudo brutal, la asoció desde el principio con la corriente splatterpunk y, de igual modo, por la ambientación y los tópicos que exploraba (vampiros, fantasmas…) se inscribió en la corriente gótica, más específicamente el southern gothic, que trasladaba todos esos elementos a los estados sureños de los EE.UU. (específicamente en su caso, su nativa Nueva Orleans).
El detalle que la individualizaba entre otros muchos cultivadores de esta tendencia, sin embargo, fue el empleo mayoritario de personajes gays en su ficción. Tras esta elección se encontraba la circunstancia de que, pese a haber nacido biológicamente mujer, pronto se identificó como un hombre gay, aunque no fue hasta 2010 que optó por transicionar, adoptando desde entonces el nombre legal de Billy (William Joseph) Martin. Por esto mismo, a partir de este momento, me referiré a él con pronombres masculinos.
Tras sus primeros cuentos, firmó en 1991, con tan solo veinticuatro años, un contrato con Delacorte Press por tres novelas. La primera de ellas, «El alma del vampiro«, llegó en 1992 y no hizo sino consolidar su fama. Tras ella, se publicó «Trazos de sangre» (1993), una historia de fantasmas, que ya fue finalista de varios premios importantes como el World Fantasy y el Bram Stoker. Cuando presentó el manuscrito de la tercera, sin embargo, la editorial se echó atrás, al considerar excesiva su violencia, y lo mismo ocurrió con su sello británico habitual, así que Poppy Z. Brite se vio obligado a buscar nuevos editores que se atrevieran a publicarla. La novela vio finalmente la luz en 1996, bajo el título de «Exquisite corpse», aunque en su traducción al español siempre se ha optado por el mucho menos explícito «El arte más íntimo».
Al contrario que con sus dos títulos precedentes, no hay ningún elemento fantástico (o tal vez debería decir en propiedad sobrenatural) en «El arte más íntimo». En vez de ello, la fuente patente del horror proviene del subgénero de los asesinos en serie, puesta de moda (e incluso glorificada) con obras como «El silencio de los corderos» (Thomas Harris, 1988; película de 1991) o «American Psycho» (Bret Easton Ellis, 1991), por no hablar de la fascinación morbosa ejercida a través de decenas y decenas de libros de ensayo (como los que colecciona precisamente una de las primeras víctimas de la novela).
A efectos narrativos, la novela se nos presenta desde cuatro puntos de vista. El primero de ellos corresponde a Andrew Compton, un asesino en serie (responsable de veintitrés muertes) que está cumpliendo condena en una prisión de máxima seguridad británica. A continuación tenemos a Jay Byrne, un treintañero acomodado que vive en el barrio francés de Nueva Orleans y parece obsesionado con los jovencitos, en especial con Tran, un joven de origen vietnamita que apenas ha abandonado la adolescencia y todavía está intentando ajustarse a su identidad gay, atrapado entre la visión tradicional de su familia y el ambiente relativamente permisivo de su ciudad. Por último tenemos a Luke Ransom, un escritor de cierta fama (dentro de la primera cohorte de la Generación X, a la que también pertenecen tanto Poppy Z. Brite como Bret Easton Ellis), el antiguo novio de Tran, de quien se separó en no muy buenos términos tras dar positivo al VIH y que ahora libera su resentimiento contra el mundo en una emisora ilegal bajo el seudónimo de Lush Rimbaud.
Tras fingir su propia muerte, Compton (inspirado en el asesino en serie escocés Dennis Nilsen, al igual que otro de los personajes se inspira en Jeffrey Dahmer) consigue fugarse y acaba llegando por azar a Nueva Orleans, donde los otros tres se encuentran sin saberlo atrapados en una dinámica inestable que su irrupción precipita, conduciéndolos a un clímax sangriento, que constituye la consumación de una sucesión de atrocidades que incluyen asesinatos, necrofilia, violaciones, suicidios y canibalismo.
Ese es el nivel superficial, y entiendo que muchos lectores se queden en él, porque Poppy Z. Brite no escatima oportunidad de describir todo ello en los términos más explícitos posibles, combinados eso sí con una sensibilidad casi poética, que no hace sino magnificar el sentimiento de horror (y repulsión) que suscitan. Bajo toda esa crudeza, sin embargo, subyace otro horror más insidioso, que permea toda la novela, le confiere sentido y la aparta del terreno de la mera explotación gratuita en la que caían a menudo otros cultivadores del splatterpunk (como Richard Laymon): el devastador efecto que tuvo la epidemia de sida en la comunidad gay.
1995, cuando se terminó la novela, fue el año en que esta alcanzó su pico de mortalidad en los EE.UU. (más de 41.000 fallecidos; en 1996 se introdujo el cóctel de retrovirales que logró por fin controlar una terrible dinámica que parecía que nunca iba a tocar techo). «El arte más íntimo» aborda distintas experiencias, desde la de quien ha desarrollado la enfermedad y sabe que le quedan pocos meses de vida, hasta la del gay joven para el que la epidemia ha estado siempre ahí y está obsesionado con los sistemas profilácticos, pasando por portadores asintomáticos y quienes se entregan a actividades de riesgo (un tanto atípicas) sin preocuparse en tomar las debidas precauciones. Adicionalmente, está muy presente el estigma social (adicional) que durante esa etapa de la pandemia recayó sobre la comunidad gay (hasta el punto de llegar a considerarse un castigo divino contra la homosexualidad).
Todo ello me lleva a una posible interpretación de «El arte más íntimo» como una tragedia, que explora el drama de navegar las ya de por sí aturdidoras complejidades de descubrir el amor y definir una identidad sexual por entonces (y todavía ahora en determinados círculos o bajo determinadas condiciones, como podría ser la transexualidad, no explícita pero a buen seguro fundamental en la concepción de la novela) incomprendida y despreciada, en un entorno tan hostil y bajo la amenaza de una muerte tan injusta como insidiosa. Todo lo cual no niega la lectura superficial. Ya sabéis, la del sadismo necrófilo-antropófago, que hace que definitivamente este no sea un plato apto para todos lo paladares (aunque la maestría literaria de Poppy Z. Brite lo hace digerible).
«El arte más íntimo» fue finalista del premio Bram Stoker de 1997, que ganó Stephen King con «La milla verde».
Tras la publicación de esta novela, la carrera del autor dio un giro. En 1998 aún apareció una última obra cercana al horror gótico, aunque perteneciente al mundo de la ficción franquiciada («The Crow: The lazarus heart»), pero a partir de entonces comenzó a publicar títulos más cercanos a la comedia oscura o el suspense (todavía con personajes gays) como la serie Liquor (ambientada en el mundillo gastronómico de Nueva Orleans). Desde el 2009 (poco antes de su transición) ha abandonado casi por completo la escritura.
Otras opiniones:
De Nieves Guijarro en Las Casas AhorcadasEn OcioZeroOtras obras del mismo autor reseñadas en Rescepto:
El alma del vampiro (1992)June 6, 2024
Naturaleza muerta
Tras su inmersión en la ciencia ficción con la trilogía de los Ojos Bizcos del Sol, Emilio Bueso regresa al terror con su novena novela, «Naturaleza muerta», que constituye además una suerte de amalgama de muchos de los temas y motivos que ya había tocado en títulos anteriores, desde la comunidad aislada que evoca a «Cenital«, al sustrato lovecraftiano que constituía la esencia de «Extraños eones«. Sin embargo, la conexión más directa, hasta el punto de existir un cameo sustancial de su protagonista, quizás sea con su primer (y seguro que más desconocido) libro, «Noche cerrada«.
Y es que tras ubicar sus cinco últimas novelas en países lejanos e incluso planetas extrasolares, regresa a ambientaciones cercanas a casa; en particular, a cierta marisma castellonense (que no identifica explícitamente, pero que yo conozco de toda la vida porque veraneo a pocos kilómetros de ella), haciéndola el escenario de una historia de horrores cósmicos y sectas apocalípticas, o quizás de locura y síndrome de abstinencia; en cualquier caso, de aislamiento y renuncia, de retorno a unas raíces no tan idílicas, de personas masticadas y escupidas por una sociedad que se ha vuelto hostil para con sus propios integrantes. Son temas y motivos (el del pantano), muy propios del southern gothic (por ejemplo, «Un coro de niños enfermos«, de Tom Piccirilli), pero no estamos hablando de Alabama o Luisiana, sino de la costa valenciana, así que me voy a permitir etiquetarla como gótico levantino.
Claudia, una ingeniera agrónoma urbanita de unos cuarenta años, ha tocado fondo. Tras un divorcio traumático, cada vez son menos las cosas que la atan a su antigua vida. Embutida de psicofármacos contra la depresión, aislada de sus antiguos círculos sociales y con una carrera profesional que va a la deriva, ha decidido reinventarse… radicalmente. Con sus últimos ahorros ha adquirido una alquería perdida en medio de una marisma castellonense que escapó de la locura urbanística de los setenta gracias a su declaración como parque natural, donde permanecen desperdigadas un puñado de construcciones antiguas, legalizadas a regañadientes en virtud de su preexistencia y que albergan a un conjunto dispar de ermitaños, cada uno con sus propios motivos para exiliarse del mundo.
Así, tenemos a Mara, una traductora de lenguas eslavas, aficionada a los licores caseros, que vive junto con un padre en avanzado estado de demencia senil y varios gansos de vigilancia; a Fermín, el típico vecino cotilla; al viejo veterinario conspiranoico; o al apicultor macizorro, que vende su miel orgánica a través de Instagram. El más pintoresco de sus vecinos, sin embargo, es Serguéi, el mafioso ruso de tres al cuarto, que ha llenado el pantano de esculturas grotescas y parece liderar su propia secta de pirados bajo el apelativo de Brujo de Larvas. A todos ellos se une Alicia, la segurata contratada para pasarse de tanto en tanto por allí y echar un ojo a los chaletitos de los domingueros, que es lo más parecido a la autoridad que se deja caer por la zona.
A Claudia no le cuesta mucho encajar. Ha ido buscando aislamiento y eso es lo que encuentra. Tras tomar la cuestionable decisión de cortar por lo sano con la medicación, se lanza a la tarea de comprobar cuánto de su conocimiento teórico es aplicable al trabajo real de agricultora de subsistencia, teniendo por toda compañía al gaterío asilvestrado que venía con la finca (de entre los que adopta, o es adoptada, por Mao) y con la ocasional visita estupefaciente de Mara. Por las noches, cuando se hace demasiado oscuro para trabajar, se distrae tocando y trata de no prestar mucha atención a las chifladuras que se intercambian en la red radiofónica local o pensar demasiado en el suicidio del antiguo inquilino.
Todo empieza a ponerse… raro, después de la gran tormenta. No tanto por las frecuentes conversaciones bidireccionales que entabla con Mao, o por su repentina obsesión morbosa con las anguilas (el bodegón colgado en su sala de estar podría tener algo que ver con ello, aunque los sueños que le suscita son quizás más húmedos de lo que le hubiera gustado). Lo peor es el acoso de Serguéi y su banda de pirados, obsesionados con no se qué mierda apocalíptica, que enlaza con la explosión de Tunguska y con una cosmogonía delirante que extraen de un tomaco titulado Los Misterios del Gusano que casualmente se había quedado en la casa de Claudia después de que su predecesor decidiera volarse la tapa de los sesos.
«Naturaleza muerta» se nos muestra a través de fogonazos narrativos, como relámpagos que iluminan brevemente una noche de tormenta. Son cincuenta y cinco (en realidad cincuenta y seis) días con sus noches, en los que asistimos al progresivo descenso de Claudia hacia… ¿dónde? En realidad existirían dos posibles explicaciones a todo lo que se nos describe. Por un lado, podemos asumir que las extravagancias que se nos describen obedecen a algo tan prosaico como que a todos se les está yendo la cabeza. A Claudia por el síndrome de abstinencia (ayudado por la maría que no deja de consumir) y quién sabe si por algún desajuste más y a todos los demás por la exposición prolongada a los gases del pantano (tampoco es que ninguno fuera muy normal para empezar). También podemos entregarnos a la narración y aceptar que todo es verdad. Que en ese humedal perdido de la mano de Dios se ha librado una batalla entre el orden y el caos. Que se ha abierto un grieta hacia otras realidades y se ha establecido contacto con fuerzas para las que no somos sino larvas que roen el corazón de una manzana podrida.
Tampoco importa qué escojamos (personalmente, yo siempre opto por una opción muy orwelliana, que consiste en sostener ambas creencias simultáneamente, porque no quiero perderme nada). Porque tras toda esa parafernalia, sea cual sea la explicación que prefiramos (si es que preferimos alguna), «Naturaleza muerta» sigue hablándonos de alienación. La alienación de unos personajes para con la sociedad que los ha engendrado y de la que han renegado (un fenómeno cada vez más frecuente, espoleado por la reciente pandemia). Ese retorno a una falsa naturaleza ancestral no hace sino sublimar el sentimiento de obsolescencia que se agazapa también detrás de los delirios escatológicos del Brujo de Larvas y su panda de marginados.
De nuevo, como ya hizo en «Extraños eones», Emilio coopta elementos del maestro oscuro de Providence (aunque De Vermis Mysteriis lo imaginó Robert Bloch) para apuntar hacia el fin. El fin del universo, de nuestras esperanzas o de nuestra sociedad, no importa. El fin de algo que murió, aunque no nos hayamos dado cuenta, y que aguarda putrefacto a un nuevo inicio. El ciclo eterno de muerte y resurrección. Al mismo tiempo, «Naturaleza muerta» es un título algo más accesible que sus novelas precedentes (salvo quizás «Esta noche arderá el cielo«, que sigue una estrategia narrativa similar), porque nos va introduciendo poco a poco en la insania, cual un enorme cuerpo escamoso arrastrándose con suavidad por una acequia prosaica hasta que de repente, sin saber cómo, nos encontramos en medio de una laguna de aguas oscuras y misteriosas.
Que Mao nos pille confesados.
Otras opiniones:
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The Blazing World (El Mundo Resplandeciente)
Durante los últimos años he tenido un poco abandonada la ciencia ficción temprana. En parte fue porque murió mi lector electrónico y tardé un par de años en reemplazarlo, luego me puse con mi repaso a los finalistas del Hugo, más tarde con antologías y finalmente le quise dar un empujón a la Pila física. El caso es que tenía una deuda pendiente que no podría dejar pasar por más tiempo, una de las primeras novelas de ciencia ficción de la historia, «El Mundo Resplandeciente», de Margaret Cavendish (1666).
En algunos sitios la he visto definida como protociencia ficción (aunque aún no he encontrado una definición que no sea arbitraria para distinguir entre ciencia ficción y protociencia ficción). Mi criterio para incluir o no un libro en el género es que someta su imaginación al método científico, y reconozco que esto es difícil de aplicar en períodos en los que la ciencia era tan nueva que todavía tenía otros nombres.
Durante el siglo XVII (y parte del XVIII), la ciencia ficción temprana solía tratar sobre cuestiones epistemológicas. Es decir, especulaba sobre las posibilidades que abría y los límites del pensamiento científico (o, más en propiedad, de la nueva corriente de filosofía natural que se apoyaba en el método hipotético-deductivo-experimental). En esa línea (inaugurada por Sir Francis Bacon en 1626 con «Nueva Atlántida«) cabe situar «The discovery of a new world, called the Blazing World», de Margaret Cavendish.
Cavendish, duquesa de Newcastle, fue una rara avis en su tiempo. De forma mayoritariamente autodidacta (porque por entonces en Inglaterra ni siquiera las mujeres nobles recibían educación formal más allá de las normas sociales apropiadas para su sexo), se había convertido en filósofa natural y escritora. Produjo varios libros de divulgación, se involucró en los debates científicos de su época e incluso llegó a ser la primera mujer recibida (a regañadientes) en la Royal Society (que uno de sus hermanos fuera uno de los socios fundadores posiblemente ayudó). Todos sus libros, además, iban firmados con su propio nombre, y para despejar cualquier duda sobre su sexo, los hacía acompañar a menudo por grabados que la representaban.
Por añadidura, entre sus catorce títulos produjo un libro de poesía (que no fue muy bien recibido), una biografía de su marido (que con el tiempo llegó a ser considerada modélica en el género), varias obras de teatro (que no solían representarse porque no se atenían a las normas clásicas) y la novela que nos ocupa, como apéndice para uno de sus compendios de filosofía natural (en las ediciones de 1666 y 1668 de sus «Philosophical letters»), con el propósito confeso de acercar los debates científicos contemporáneos, un tanto abstractos, a otras mujeres, a través de la ficción (comenzando como una aventura romántica, siguiendo con una exposición filosófica y concluyendo con metáforas fantásticas).
La primera parte servía para enganchar a las presuntas lectoras, la segunda constituía el núcleo epistemológico de la obra y en la última se permitió embarcarse en lo que hoy llamaríamos proyección o especulación.
El libro describe el secuestro de una noble doncella por un pretendiente, cuyo barco se ve sometido a fuertes vientos que lo empujan hacia el norte, donde a través de una serie de intrincados pasajes entre los hielos perpetuos acaba llegando a otro mundo, que se encuentra en contacto con el nuestro por los respectivos polos. El intenso frío acaba matando a todos salvo a la joven, por la pureza de su corazón, y es por ello que es la única en establecer contacto con los habitantes de ese mundo, diversas especies de animales humaniformes.
Conducida ante el rey absoluto del mundo, en una ciudad maravillosa en su ecuador, este queda prendado de su belleza y la nombra emperatriz (después de que esta rechace el tratamiento de diosa). A continuación, la dama se dedica a establecer una serie de normas, encargando a cada especie el estudio de una disciplina específica (política, astronomía, geología, teología, filosofía experimental…), convocándolos al cabo de un tiempo para discutir sus reflexiones o descubrimiento (circunstancia que la autora aprovecha para introducir sus propias reflexiones y criticar posturas que considera erróneas).
Por último, tras evangelizar ese mundo que considera perfecto en virtud de poseer un único gobierno, absolutista por supuesto, una única religión y un único pensamiento, eliminando por tanto toda fuente de competencia o disensión (todo ello siguiendo la filosofía política más avanzada de la época, tal y como quedaba reflejada en «Leviatán», de Thomas Hobbes), aspira a que alguien le ayude a crear una cábala (que interpreto como una forma de teoría del todo) y, tras serle presentados varios candidatos, acaba decantándose por… Margaret Cavendish, duquesa de Newcastle y escritora desprejuiciada que habita en un tercer mundo (distinto del
Resplandenciente y de aquel de origen de la emperatriz). A través de algo similar a un viaje astral, ambas dialogan y se convierten en almas gemelas, amantes platónicas, y cuando le llega a la emperatriz noticia de que su antiguo reino natal está sufriendo el ataque del resto de naciones de su mundo, el espíritu de Margaret Cavendish la acompaña y la aconseja en la expedición de ayuda que organiza gracias al ingenio de sus filósofos experimentales.
«El mundo resplandeciente» no es una obra fácil y no la recomendaría a cualquiera (el estilo resulta bastante ramplón, aunque leyéndola en inglés tiene el encanto añadido de descubrir algún que otro arcaísmo pintoresco que le da cierto color especial). A mí me ha resultado muy interesante porque permite asomarse a una época, la de la ciencia del barroco, que suele abordarse como un proceso mucho más… limpio de lo que fue.
Leyéndolo, se percibe mejor cómo fue en realidad la transición del pensamiento precientífico al científico, un avanzar a tientas por un territorio nuevo y desconocido, sin saber exactamente hacia dónde iban o siquiera cuál era exactamente la mejor forma de obtener sus objetivos. Es cierto que la sección se hace un poco larga y sin conocer a fondo a los protagonistas (caricaturizados como hombres-animales) y sus argumentos ampliados, queda como una relación un tanto árida de disciplinas, a medio camino entre el pensamiento mágico y el científico (la autora, además, se posiciona casi invariablemente del lado incorrecto en todas las polémicas que describe). Personalmente me ha resultado intrigante, pero entiendo que de literario tiene poco.
No así la última parte, la metafórica, porque ahí sí que se aprecia uno de los primeros intentos (si no el primero) de aunar especulación científica (llega a anticipar la creación de submarinos metálicos con sistemas de generación de oxígeno) con un subtexto filosófico (sobre cuestiones metaliterarias y como proyección de sus propios anhelos y ambiciones). En otras palabras, la esencia misma del género de la ciencia ficción.
En su época, Margaret Cavendish fue tan admirada como ridiculizada, permaneciendo de un modo un otro en boca de todos. Poco a poco, sin embargo, fue cayendo en el olvido, hasta su redescubrimiento en los años 80 del siglo pasado (sobre todo como pionera del movimiento feminista). Hoy por hoy, también empieza a reconocerse su cualidad de precursora en el campo de la ciencia ficción. Estoy seguro de que saberlo la hubiera llenado de satisfacción, pues esa era su máxima ambición: superar todos los obstáculos que la tradición le imponía con motivo de su sexo y obtener renombre imperecedero por sus propios méritos.
Otras opiniones:
De Víctor Muñoz Ramírez en FabulantesDe Logan R. Kyle en La Nave InvisibleDe Alexánder Páez en Donde Acaba el InfinitoDe Jimena de la Almena en su blogDe Rafael Lara en Mujer, Feminismo, Ciencia FicciónMay 22, 2024
El dios asesinado en el servicio de caballeros
Tras más de una década dedicado al mundo del cómic (destacando sus trabajos en los webcomics «¡Eh, tío!» y «El vosque»), Sergio S. Morán publicó en 2016 su primera novela, «El dios asesinado en el servicio de caballeros», que constituyó también la presentación de la detective paranormal Parabellum, que cuenta hasta la fecha con otras tres novelas, un librojuego y un puñado de relatos.
El libro arranca por todo lo alto, con una Parabellum amnésica, en la cafetería de un área de servicio de una autopista, a cientos de kilómetros de su casa. Lo más desconcertante, sin embargo, es el aviso que tiene escrito en el brazo con su propia letra: «Tienes el cadáver de un dios en el maletero». Al parecer, ha conseguido en encargo de los gordos, eso o se ha metido en un lío mayor que de costumbre. Si tan solo pudiera acordarse de cuál es la opción correcta…
El verdadero nombre de Parabellum es Verónica Guerra. Lo del seudónimo es porque en su línea de trabajo a veces es necesario mostrar cierta actitud y nunca está de más recordar a todos esos dioses, monstruos y demás portentos que viven ocultos entre nosotros que no eres una simple humana indefensa, sino que cuando menos cargas con munición suficiente para tumbar a un trol. Aunque claro, siempre es preferible encontrar caminos menos violentos, así que no está de más tener un conocimiento lo más extenso posible sobre espectros, no muertos, mitologías, hechizos y sobre cuál es el tugurio mágico donde se sirve la mejor cerveza de Barcelona.
A Verónica/Parabellum generalmente le cuesta llegar a fin de mes, no digamos ya durante la temporada baja (para su negocio) veraniega, así que nunca hay que menospreciar ningún trabajillo que pueda surgir, aunque ello suponga tratar con tipos tan poco de fiar como Antón, el vampiro prófugo que trabaja en una morgue, o… en fin, inmiscuirse en lo que podría acabar desembocando en todo un conflicto abierto entre panteones. Todo ello, además, intentando esconderle a su novio Roberto la verdadera naturaleza de su trabajo, porque hay verdades demasiado extrañas (y peligrosas) para ir divulgándolas por ahí.
«El dios asesinado en el servido de caballeros» es una fantasía urbana (subtipo mundo mágico oculto) de manual, solo que en vez de ambientarse en Nueva Orleans, Chicago o Londres, lo hace en la Ciudad Condal, y lo cierto es que a Verónica le revientan un poco todos esos clichés de los detectives privados cinematográficos. Nada le haría más feliz que poder resolver sus casos desde la comodidad de su despacho. Por desgracia, siempre llega un punto en que hay que implicarse de forma más personal, y Parabellum siempre está dispuesta a hacer lo que haga falta para llegar hasta el fondo de la cuestión, aunque ello implique liarse a tiros con una semidiosa rubia alada de metro noventa armada con un espadón del mismo tamaño.
Muy a menudo este tipo de historias recurren al humor para aderezar la acción (narrada en primera persona, por supuesto), y quien conozca algo de la obra de Sergio S. Morán sabrá que eso es precisamente una de sus señas de identidad, así que diría que las historias de Parabellum son un poco más cómicas que la media, aunque eso no implica que cojeen el resto de facetas de la historia. Es cierto que, al menos en esta primera aventura, el trasfondo queda quizás poco definido (básicamente, en el Parabellumverso parece tener cabida cualquier criatura imaginaria que jamás haya alumbrado, literalmente, la imaginación humana), pero el autor se molesta en ir mostrándolo en dosis manejables y, sobre todo, en no dar puntada sin hilo. Todo acabará entrelazándose, quizás abusando un poco de la casualidad, pero logrando un conjunto cohesionado y coherente.
También es modélico el uso de los recursos de un buen guion. Cada giro bien precedido de su presentación, seguido de los sutiles recordatorios que sean precisos para que no se nos despiste algún elemento importante, llegando finalmente a una recompensa que se siente merecida. La trama detectivesca podría ser un poco más elaborada, eso sí, pero también es verdad que Parabellum es una chica de acción, y para sobrevivir en un mundo donde casi cualquiera puede espanzurrarte sin esfuerzo, a veces hace falta asumir algún que otro riesgo más o menos calculado.
Hasta aquí los ingredientes (podría añadir una muy buena caracterización de personajes) que hacen de «El dios asesinado en el servicio de caballeros» una aventura dinámica y satisfactoria. Lo que terminar de elevar el libro por encima de muchos de sus compañeros en el campo de la investigación paranormal es la dualidad Verónica/Parabellum, porque ambas personalidades no solo representan dos mundos en conflicto, sino incluso dos conjuntos contradictorios de aspiraciones, fortalezas y debilidades que están continuamente tirando de la protagonista en direcciones aparentemente irreconciliables.
No es nada fácil hacer malabares con tantas bolas argumentales, pero Sergio logra llegar a buen puerto y ofrecer conclusiones satisfactorias (alguna que otra un poco previsible, pero es que no se puede tener todo) para todos los hilos que abre, dejando sin embargo suficientes hebras para apuntar hacia una continuación, con la promesa de que hay evolución. La Verónica del principio de la novela ya es un personaje maduro, pero eso no impide que alcance el final transformada. Hay consecuencias para lo que ocurre. Algunas positivas, otras no tanto. Lo importante es la evolución, que lleva implícita la promesa que que las ulteriores aventuras del personaje no serán más de lo mismo.
Otra opiniones:
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El lingotazo (2019)May 16, 2024
Qué difícil es ser dios
Los hermanos Arkadi y Borís Strugatski fueron los más importantes autores de ciencia ficción rusos de la etapa soviética. Arkadi fue el que trabajó toda su vida en cuestiones literarias, inicialmente como intérprete de inglés y japonés para el ejército y más tarde como editor, traductor y escritor a tiempo completo desde 1955. A partir de 1958, inició una intensa colaboración son su hermano menor, recientemente graduado como astrónomo, profesión que abandonó en 1966 para dedicarse también a la literatura. La asociación se mantuvo hasta la muerte de Arkadi (que publicó tres novelas de forma individual, pero bajo seudónimo) en 1991, con apenas un par de novelas posteriores de Borís en solitario (publicadas bajo seudónimo).
En 1964 publicaron su octava novela (incluyendo novelas cortas), «Qué difícil es ser dios» («Трудно быть богом»), que no solo supuso un éxito en la U.R.S.S., sino que les abrió definitivamente el mercado internacional, gracias a su traducción al inglés en 1973 (aunque no fue su primera publicación en los EE.UU., sí que fue la que impulsó la publicación ulterior de casi toda su obra conjunta).
La novela sigue las andanzas de Don Rumata, un aristócrata en el reino medieval de Arkanar. Aunque superficialmente su comportamiento no difiere mucho del exhibido por el resto de los nobles (que dedican sus vidas al alcohol, las mujeres y las pendencias), secretamente se siente asqueado ante la brutalidad de su entorno. Deplora, en especial, los manejos de Don Reba, el consejero del rey y auténtico poder no tan en la sombra, que ha iniciado una campaña de persecución contra artistas e intelectuales y comanda su propia fuerza de represión, los grises.
Dentro de la medida de sus posibilidades, Don Rumata trata de corregir las peores injusticias de su mundo, pero la suya es una fuerza minúscula en comparación con la avasalladora inercia de la historia, así que va acumulando impotencia a medida que todo se degrada a su alrededor, convirtiéndolo en un testigo impotente. La situación, sin embargo, está a punto de empeorar, porque poco a poco los planes secretos de Reba van acercándose a su culminación, y la hecatombe resultante pondrá a prueba los principios más fundamentales de Rumata.
Para proseguir con el análisis, me temo que debo adelantar revelaciones que en el libro se dosifican con mucho cuidado. Dudo a que estas alturas haya muchos en la ignorancia (sobre todo porque durante años se levantaba la liebre en las propias sinopsis), pero por si acaso, avisados estáis.
La cuestión es que el auténtico nombre de Don Rumata es Antón y no es de Estor, como hace creer a sus convecinos, sino de mucho más lejos, de la Tierra, una Tierra ultraavanzada (perteneciente el Universo del Mediodía en el que se inscriben muchas de las novelas de los hermanos Strugatski) que ha enviado a ese remoto mundo medieval a varios agentes del Instituto para Investigaciones Históricas, cuya misión es observar, registrar e impulsar el cambio social de los nativos, aunque con rigurosas limitaciones que les impiden desvelar su auténtica naturaleza (y con los lógicos escrúpulos de una educación más ilustrada).
La tragedia de Don Rumata/Antón consiste en constatar que, en contra de sus modelos teóricos, la situación de Arkanar parece ir a peor, sin importar cuánto se esfuerce por enderezarla o los recursos que dedique a salvar a los perseguidos. Aun peor, sus propias convicciones morales se ven desafiadas por el papel que se ve obligado a interpretar y poco a poco va notando cómo la personalidad de Don Rumata aflora con naturalidad, en respuesta al envilecimiento que percibe a su alrededor.
Esa es solo la primera capa interpretativa de la novela (en la que se queda la adaptación cinematográfica de 1989, «El poder de un dios»). Por debajo, corre una feroz crítica social en contra del totalitarismo (de cualquier signo), hábilmente disfrazada como antifascista para esquivar la censura soviética. Porque sí, mucha de la imaginería evoca el nazismo; desde los grises (que se equiparan a las SS) hasta la noche de las espadas largas (por la noche de los cuchillos largos); mientras que el ideal que aspiran a instaurar los terrestres, y que triunfó en la Tierra, es el socialista revolucionario. Tras esa pantalla, sin embargo, lo que están describiendo es un sistema represivo como el impuesto durante el stalinismo por la NKVD (el nombre original de Don Reba era Rebia, acróstico de Beria, aunque Yefrémov los convenció de cambiarlo para hacerlo menos evidente), como reacción al final del deshielo de Jrushchov y el recrudecimiento de la censura y la persecución política en la U.R.S.S. (por entonces centrada en una persecución contra… en fin, artistas e intelectuales).
En el prólogo de la novela, Antón y unos amigos están jugando en un bosque cuando se encuentran con una carretera abandonada con una señal de prohibido el paso. La describen como anisótropa, porque solo permite avanzar en una dirección, como supuestamente hace la historia (según la doctrina marxista). Antón, sin embargo, siente curiosidad y avanza por esa carretera en la dirección prohibida y encuentra, según confiesa a sus amigos, el esqueleto de una fascista empuñando una ametralladora.
A partir de ahí, una posible interpretación de «Qué difícil es ser dios» sería que el fascismo es una etapa en el devenir histórico, hacia la que se dirige Arkanar como paso previo e ineludible antes de poder abrazar el comunismo. Teniendo en cuenta el contexto histórico, sin embargo, también puede interpretarse como una advertencia de que la historia no es un camino anisótropo y de que cualquier sociedad, dirigida por los gobernantes inadecuados (contra los que se despachan a gusto los Strugatski), puede caer en la involución… como sugieren que estaba sucediendo en su patria.
Se trata de una involución que acaba atrapando en sus oscuras corrientes hasta a Don Rumata, aunque los Strugatski, como buenos humanistas, no pueden evitar concluir, en el epílogo, con una leve nota de esperanza hacia la redención.
Al parecer, la confianza de los autores en la falta de imaginación de los censores estaba justificada, porque no sufrieron represalia alguna por ese mensaje escondido (aunque sí hubo acusaciones de abstraccionismo, surrealismo y pornografía… justo las tendencias que había denunciado dos años antes Jrushchov en su visita a una exposición de arte, lo que marcó el cambio de sus políticas culturales e inspiró a su vez la transformación de la novela en desarrollo, desde una aventura medieval a la obra de ciencia ficción que acabo de analizar… y que, por otra parte, me ha resultado bastante decepcionante desde una perspectiva estilística).
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Pícnic junto al camino (1972)May 9, 2024
La sombra errante
El pasado día 24 de febrero falleció, a los 75 años, el autor británico Brian Stableford. En activo desde finales de los años sesenta, había publicado a lo largo de su vida alrededor de setenta novelas y veintidós antologías de ciencia ficción y terror, aunque tal vez llegó a ser más conocido en su faceta de divulgador, con más de una treintena de libros de ensayo publicados (como el volumen «La ciencia en la ciencia ficción», aunque analizaba sobre todo la ciencia ficción premoderna) y como traductor, principalmente del francés y con una especial inclinación hacia la literatura fantástica decimonónica o incluso anterior. Entre los autores que dio a conocer en inglés se cuentan Paul Féval, Camille Flammarion, August Villiers de l’Isle Adam, Pierre Alexis Ponson du Terrail, Albert Robida, J. H. Rosny Aîné, Luis Boussenard… y decenas y decenas más, hasta totalizar más de doscientos libros.
Precisamente, su obra más reconocida en los grandes premios, la novela corta «Les fleurs du mal» (1995), finalista del Hugo y del BSFA, trasladaba elementos y tópicos de la literatura decimonónica (no solo francesa, sino también inglesa) a un entorno biopunk.
En español ha sido poco traducido. Un par de libros de ensayo y las novelas «El vino de los sueños» (perteneciente a la franquicia Warhammer), «El imperio del miedo» (una curiosa ucronía con vampiros ambientada en la tercera cruzada que ganó el premio Lord Ruthven) y «La sombra errante», incluida por Pringle en su lista de las 100 mejores novelas de ciencia ficción.
«La sombra errante» («The walking shadow», 1979) arranca en 1992, durante un mitin multitudinario de Paul Heisenberg, una especie de predicador estrella que difunde a las masas ansiosas de respuestas una nueva metafísica (que él prefiere llamar metaciencia), no tanto basada en dogmas cerrados como en la necesidad de buscar y explorar una creencia personal más allá (y al margen por completo) de los fenómenos empíricamente verificables. De repente, ante 80.000 espectadores, Paul se transforma en una estatua, o mejor dicho, en su lugar aparece una envoltura reflectante absolutamente invulnerable con su misma forma. Un milagro.
La novela da entonces un salto de ciento veintisiete años. Nos enteramos de que en el intervalo miles de personas han seguido el ejemplo de Paul, dejando tras de sí estatuas brillantes en medio de terribles vicisitudes (como una guerra nuclear que ha arrasado más de medio planeta y numerosas plagas subsiguientes). Resulta, además, que lo que logran así es una suerte de viaje en el tiempo, porque al cabo de cierto lapso reaparecen en su sitio, un tanto desorientados pero en general en las mismas condiciones físicas y psicológicas de cuando se petrificaron.
A ese mundo al borde del colapso se reintegra Paul, convirtiéndose al instante en el objetivo de diversas facciones. Por un lado está el no muy democrático gobierno de lo que queda de los Estados Unidos, centrado en tratar de sobrevivir a toda costa, aunque a esas alturas la civilización consiste sobre todo en una sociedad carroñera que subsiste a base de explotar los recursos del pasado. Por otro, están los diversos cultos que han surgido en torno a la figura de Paul, que propugnan una huida del presente, proyectándose por medio de saltos concatenados hacia un futuro misterioso. Por si fuera poco, un tercer agente misterioso, que parece contar con información privilegiada, interfiere en la llegada del pretendido mesías, con su propia agenda misteriosa (y avisos sobre una inconcebible amenaza exterior).
No voy a avanzar más sobre la trama, porque hacerlo sería absolutamente contraproducente. Me limitaré a comentar que «La sombra errante» podría considerarse una novela de viajes en el tiempo (aunque sea en una sola dirección), que podría entroncar con las historias sobre una Tierra moribunda. De igual modo, se inspira en una larga tradición de proyecciones hacia el futuro (generalmente para mostrar sociedades utópicas o distópicas), con títulos como «El año 2000» (Edward Bellamy, 1888) o «Cuando el dormido despierte» (H. G. Wells, 1899). El interés de Stableford, sin embargo, no se encuentra en los avances (o retrocesos) sociales, sino que su enfoque, como ya apunta la ideología de Paul (de la que se nos ofrecen breves atisbos), es metafísico. La gran pregunta que impulsa a los saltadores (y a quienes buscan otras alternativas) es determinar cuál es el sentido de la vida.
Por supuesto, no hay respuesta, porque ese tampoco es el objetivo del libro. Lo que examina «La sombra errante» es la propia necesidad filosófica (aunque, aparte de eso, la novela también explora la necesidad humana de creer en algo y la aplicación práctica del libre albedrío), y es curioso que utilice la ciencia ficción, porque reconoce desde el primer momento que es una cuestión a la que la ciencia es ajena. Se inscribe por completo en el campo de la metafísica (o metaciencia) y, lo que es más, podría ser a la postre una cuestión personal, una búsqueda que cada inteligencia debe abordar en solitario, quizás en el fin de los tiempos (aunque no llega al punto de convertirse en una historia escatológica, porque no importa el destino del universo, sino que se define a sí misma como prometeica).
De nuevo sin entrar en detalles reveladores, podría mencionar también la brillante especulación biológica en la que se embarca Stableford (licenciado en biología, antes de doctorarse en sociología). A ojos de un especialista (me temo que yo lo soy), es verdad que se nota la fecha de redacción (cuarenta y cinco años no pasan en balde), pero eso no quita que la suya sea de las pocas proyecciones biológicas a gran escala rigurosas que he leído (con un concepto, el de «vida de tercera fase», con el que nunca me había tropezado y que no por improbable resulta menos sugerente).
El final, como no podía ser de otra forma, es abierto, y eso puede resultar desconcertante para algunos, pero es totalmente congruente con la filosofía metacientífica de Paul. La esencia de la novela no es el destino, sino el camino. Otra posible fuente de rechazo sería el estilo, que resulta bastante plano, sobre todo en comparación con las exploraciones filosóficas que abordó la New Wave solo unos años antes, pero yo lo encuentro muy apropiado, porque Stableford intenta en todo momento sostener con un mismo nivel de rigor la ciencia y la metaciencia, o lo que es lo mismo, la especulación y la filosofía, y eso requería evitar en lo posible «distracciones» literarias.
En resumidas cuentas, pese a la ausencia de otros avales, por una vez estoy plenamente de acuerdo con Pringle y «La sombra errante», pese a no ser probablemente un plato para todos los gustos, se me antoja una novela a reivindicar. Cuando menos, después de tantos y tantos años leyendo y analizando ciencia ficción, puedo afirmar que es un título que me ha sorprendido.
Brian Stableford (25 de julio de 1948 – 24 de febrero de 2024)
IN MEMORIAM
May 2, 2024
La espada de Rhiannon
La carrera literaria de Leigh Brackett puede subdividirse en tres grandes períodos, separados por etapas en las que trabajó como guionista de cine y televisión. Tras sus prolíficos años iniciales (1940-1944), su producción declinó mientras coescribía el guion de «El sueño eterno» para Howard Hawks (1946). Al retornar al mundo del pulp, ya completamente volcada en el romance planetario (género del que fue la reina), empezó a publicar historias más largas, que iban apartándose poco a poco del modelo establecido por Burroughs a partir de «Una princesa de Marte» y de la simple traslación de historias de la frontera al espacio, para adquirir un tono más poético y decadente.
En ese período, justo antes de alumbrar a su gran antihéroe (Eric John Stark), publicó en una de sus cabeceras favoritas (Thrilling Wonder Stories) su segunda novela de ciencia ficción (tras «La sombra sobre Marte«, 1944), «Sea-kings of Mars» (1949), que unos años después, en 1953, sería editada en un volumen de ACE Double, junto con «Conan el conquistador» de Robert E. Howard, bajo el título definitivo de «La espada de Rhiannon» («The sword of Rhiannon»).
El protagonista de la historia es Matthew Carse, un aventurero (oficialmente arqueólogo, aunque al estilo Indiana Jones) de la ciudad marciana de Jekkara. Es el Marte típico de la space opera de la época, un mundo viejo y reseco, habitado por antiguas razas humanoides en decadencia que sobreviven entre los restos de una esplendorosa civilización antigua, mientras de la Tierra llegan aventureros de todo tipo, dispuestos a explorar y explotar esa nueva frontera.
Esa reminiscencia del western se mantiene en los compases iniciales, cuando un nativo se aproxima a Carse con la intención de que le ayude a vender una antigua reliquia que ha encontrado, ni más ni menos que la espada de Rhiannon el Maldito, una figura prometeica, condenado en la más remota antigüedad por sus iguales los quiru por revelar al resto de razas del planeta los secretos de su avanzada ciencia. Carse se aprovecha de su confidente para que le revele la localización de la tumba del dios, pero este aprovecha un descuido del terrestre para lanzarlo hacia una singularidad oscura que lo transporta un millón de años hacia el pasado, a un tiempo en el que Marte conservaba sus océanos y diversos reinos luchaban por la supremacía.
Carse se ve involucrado en un conflicto que agrupa por un lado a Khondor, una confederación de razas diversas gobernada por los almirantes del mar, y por el otro al tiránico imperio de Sark, que apoyado en la ciencia de los hombres serpiente (dhuvianos), la misma de la que supuestamente les hizo entrega Rhiannon, pretende sojuzgar todo el planeta. Así, en ese mundo exótico que combina galeras y armamento de una tecnología inimaginable, humanos e híbridos como los hombres-pájaro, los nadadores o los propios hombres-serpiente, Carse deberá encontrar la forma de conservar la vida, empresa lo suficientemente difícil sin albergar en su interior la consciencia oscura del propio Rhiannon, dispuesto después de milenios de castigo a corregir sus errores del pasado a cualquier precio.
Superficialmente, como se puede apreciar, «La espada de Rhiannon» es un producto de lo más tópico, que continúa una tradición que bebe no solo de Burroughs, sino de otros pioneros de la fantasía moderna como Abraham Merritt («La nave de Ishtar«, 1921). De igual modo, es apreciable la influencia de la espada y brujería howardiana, entremezclada con el exotismo de Flash Gordon (que en la época de Alex Raymond era más fantástico que científico). Carse es en muchos sentidos un héroe de su tiempo, hipermasculinizado y con cierto tufillo a superioridad racial. Poco a poco, sin embargo, se puede apreciar cómo el género irá evolucionando hacia otro tipo de planteamientos, siendo esta novela una obra de transición.
«La espada de Rhiannon» sigue siendo escapismo juvenil, con aventura, héroes de una pieza, bellas féminas que por mucho que se hacen las duras acaban rendidas a la fortaleza del protagonista y claras divisiones entre los buenos y los malos (que solo merecen la extinción), pero al mismo tiempo empiezan a detectarse sensibilidades surgidas tras la Segunda Guerra Mundial, como los movimientos descolonizadores, el cuestionamiento del concepto del salvador blanco (el auténtico protagonista oculto de la historia es el propio Rhiannon) e incluso, muy tímidamente, la liberación femenina (desde una perspectiva moderna podría no parecerlo, pero contextualizada en su tiempo se aprecia el intento por dotar a las mujeres de mayor agencia, algo heredado quizás de su trabajo en «El sueño eterno»). De igual modo, se empieza a insinuar el horror por las armas atómicas, que pronto dominaría la ciencia ficción (y es central en la posterior «El largo mañana«, 1955).
El fuerte de Brackett, sin embargo, reside en su capacidad evocativa, en el romanticismo con que describe primero el Marte contemporáneo, antiguo, reseco, pero con un pasado glorioso del que apenas quedan cenizas, para después transportarnos a ese otro mundo del pasado vivo y pujante, aunque ya en la senda de la decadencia, con sus mares fosforescentes surcados por navíos de guerra, mientras por los cielos todavía azules maniobran en libertad los hombres-pájaro. Esos pasajes descriptivos son donde más brilla una narración que se aparta lo suficiente del tópico para seguir resultando atrayente tres cuartos de siglo después.
Poco a poco, a medida que fueron pasando los años, la ficción de Brackett fue decantándose cada vez más por esa visión apreciativa del pasado nativo y crítica con los arquetipos del planet opera, llegando incluso al extremo de la autoparodia en algunos de sus últimos trabajos, antes de abandonar de nuevo la ciencia ficción en 1955. Para cuando regresó al género en los años sesenta y setenta, las sondas de la NASA ya habían pisoteado con la cruda realidad aquel Sistema Solar romántico, por lo que se vio obligada a buscar escenarios más lejanos donde mantener vivo el espíritu de aquellas exóticas aventuras protoespaciales.
«La espada de Rhianon» fue seleccionada en 1988 por James Cawthorn y Michael Moorcock como uno de sus 100 mejores libros de la fantasía.
Otras opiniones:
De Jorge Vilches en Imperio FuturaOtras obras de la misma autora reseñadas en Rescepto:
La sombra sobre Marte (1944)El largo mañana (1955)