Álvaro Bisama's Blog, page 177
May 14, 2017
Primaria aséptica
HAY QUIENES piensan en Chile Vamos (CHV) que no debiera haber debates en la primaria, o al menos, que es necesario limitar su número o formato, pues no habría garantía de “altura de miras”, ya que Manuel José Ossandón vive “atacando” a Piñera.
Es que dada la situación -se dice-, no corresponde que se lo ataque o que haya “fuego amigo”, e incluso más, que es peligroso exponerlo, pues al que está mejor posicionado hay que cuidarlo; y los demás candidatos ¡mucho cuidado! Este diario publicó hace unas semanas una noticia sorprendente, que nadie desmintió: en una reunión de CHV -cuando aún no se inscribía la primaria-, en la que Piñera estaba representado por la UDI, RN y el PRI, el secretario general de este último le dijo a los delegados de Felipe Kast y Ossandón que “si se portan bien, vamos a ver si hacemos otro debate, pero si no es así, hasta acá llega el juego”. Vale decir, pueden participar del juego si no molestan mucho a Piñera. Lo que sorprende no es que se dijo eso, que no es más que sincerar la verdad, sino que los delegados de Kast y Ossandón no se pusieron de pie y se retiraron (la noticia no consigna que lo hayan hecho), y que sus candidatos no se fueran derechamente a primera vuelta.
Esta semana, personeros de los mismos partidos más Evópoli, se reunieron con los canales de televisión para discutir sobre la transmisión de los debates. Es decir, que dejaron fuera a Ossandón. El secretario general de Evópoli nos ilustra: “no era necesario que en esta ‘primera vuelta’ estuvieran representados todos los candidatos”. Bastaba nada más que lo estuvieran dos de tres. Sin comentario.
La pregunta de fondo aquí es ¿quién dijo que Piñera tiene derecho a que no lo ataquen, a que le den garantías o a que la primaria sea aséptica? Desde luego, el concepto “atacar” es mañoso, porque tiene un alcance negativo. Se trata en realidad de cuestionar, emplazar y desafiar, que es lo propio de la contienda electoral. En las primarias norteamericanas se descueran y así lo exigen los votantes para tomar su decisión; cualquier otra cosa sería un escándalo. Si Ossandón se pasa de la raya en la crítica, lo evaluarán los votantes, no sus contendores -que podrán quejarse- ni las dirigencias partidarias, que son las que debieran dar garantías de igualdad en la organización de la contienda.
Pero además, hay que considerar un aspecto táctico: ¿No es mejor que Piñera llegue a primera vuelta habiendo derrotado los cuestionamientos de sus rivales en la primaria, que arribar a ella protegido y a enfrentar las mismas críticas de parte de sus más enconados contradictores, sin haberlas contestado antes y debidamente? Como dicen los expertos en finanzas, someterlo a un stress test para validarlo. Y por favor, no más el manido argumento que solo Piñera nos puede salvar.
Personalmente he decidido no concurrir a votar en la primaria de CHV, porque no hay garantía de real competencia. Votaré por José Antonio Kast, cuyos planteamientos me representan y porque no se deja amilanar. Y, como simple espectador, espero que Ossandón tampoco, porque “atacar”, o sea, que las cosas se digan, es lo que exige una contienda verdaderamente democrática y lo que Chile necesita.
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¡Venderemos!
IMPACTO CAUSÓ el reportaje donde se transparenta el manejo financiero de los recursos por parte del Partido Socialista. En principio, alguien podría argüir que se trata de transacciones cuyo propósito es rentabilizar de la mejor forma el patrimonio de dicha tienda política, poniéndose en manos de calificados intermediarios de inversiones, en el marco de las normas y leyes que regulan este tipo de operaciones. Incluso más, y especialmente después de conocer el elenco de las empresas donde estos dineros están invertidos, todavía sería posible esgrimir que la gran mayoría de los dirigentes no tenían acceso a dicha específica información. Los más audaces, incluso, querrán insinuar que en momentos donde se cuestiona a la clase política por el mal manejo de los recursos, lo sabido esta semana es un ejemplo de buena administración.
Pero, ¿por qué todas esas explicaciones resultan insuficientes, cuando no ridículas?
Primero, y parece ser en lo que todos coinciden, porque estamos en presencia de un evidente conflicto de intereses, cuando muchos destacados militantes del Partido Socialista, sea como funcionarios de gobierno, del Estado o en su calidad de legisladores, deben tomar decisiones que impactan de manera directa en el devenir de dichas empresas donde confiaron los recursos de la organización a la cual pertenecen.
Segundo, porque después de tres años donde nos hemos pasado discutiendo sobre la opacidad y poca transparencia, los conflictos de intereses y la cooptación de la política por los intereses del mercado, no basta con decir que dicha información y decisiones eran tomadas por una reducida comisión, la que no informaba al resto de los órganos del partido sobre dónde y cómo se hacían estas operaciones. ¿Con qué autoridad, entonces, podemos reprocharle a otros su grosera manera de confundir el interés público con su provecho personal?
De hecho, he aquí el punto más significativo y que no se ha enunciado con la fuerza suficiente: estamos frente a un problema profundamente ético. Nadie debería poder aprovecharse de una determinada situación que, al mismo tiempo, le merece un severo reproche moral y político. Las cuestión no estriba en la legalidad de las operaciones o si éstas fueron conocidas por más o menos personas. El punto es que resulta inaceptable que el Partido Socialista -como cualquier otra tienda política de una coalición de centroizquierda- invierta en empresas que le han causado un severo daño a nuestra democracia y respecto de las cuales tenemos la convicción de que han promovido sistemáticas prácticas para corromper a funcionarios públicos, mediante cohecho o el tráfico de influencias.
Lo que corresponde ahora es pedir disculpas de manera oficial y pública. A continuación, y porque las fórmulas de fideicomiso ciego no resuelven el dilema ético principal, es que deben transparentarse cada una de estas inversiones, generando un sistema que permita a los militantes y ciudadanos conocer dónde se invertirán dichos dineros.
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Las crisis del siglo 21
LA HISTORIA enseña de diversas crisis. Las crisis actuales cuentan con un sistema de medios de comunicación simplemente asombroso a la luz de la historia. Eso es bueno y malo. Malo porque las expectativas juegan un rol crítico en nuestras acciones, y bueno porque se puede corregir todo más rápido.
Las crisis siempre resultan en transformaciones, que pueden ser para mejor o peor. Este siglo enfrenta muchas crisis que se interconectan por la globalización, lo que abre complejos escenarios, unos buenos otros malos, y la posibilidad de una enorme crisis global. La transformación que se nos viene es simplemente fenomenal.
El punto de partida son los 10.000 millones de personas que habrá el 2050 en la Tierra, muy interactivos, totalmente globalizados, transculturizados, y con una nueva forma de marginalidad. En la sociedad digital es el gap digital lo que genera la desigualdad y la segregación. Esto es parte del desafío de la educación, que en nuestro país está largamente ignorado. Las grandes redes son ya más poderosas que la mayor parte de los países y eso cambia las estructuras de poder hasta hoy conocidas.
Por otra parte, la edad del conocimiento genera enorme diversidad de ideas y también las facilidades de organización, de protestas y revueltas masivas, espontáneas, y hace muy difícil gobernar porque las minorías empiezan a imponer nuevas formas de vetos. En otro plano, somos cada vez más vulnerables a las pandemias globales, aunque ciertamente la humanidad también tiene más herramientas.
La literatura más avanzada ya está dando cuenta de un salto evolutivo, fusión de la biología y tecnología, lo que nos debe hacer cambiar la idea misma del “ser” humanos. Por otro lado, la inteligencia artificial en la forma de computación cognitiva en un mundo que se datifica, hace innegable repensar el rol de la tecnología, y la posibilidad de que ésta deje de ser amistosa, como lo plantea Hawking. La datificación de la realidad, acompañada de lo que hoy se denomina el cuarto paradigma de la ciencia, nos lleva a nuevos paradigmas de realidad que es necesario asumir, y por cierto llevar a la educación. Aparece un nuevo lenguaje (que no es lo mismo que idioma) o mapa de realidad de tipo post simbólico, marcando así el fenomenal cambio de realidad. Parte de esta tendencia es la actual polémica de la posverdad que finalmente se transforma en verdad.
El tema del medioambiente es de escala global, y requiere alguna forma de gobierno mundial. El calentamiento global, los crecientes desastres naturales, el peligro de las ciudades costeras. El desafío de la sustentabilidad, los problemas de distribución del agua. Sumemos la crisis y turbulencia persistente en el Medio Oriente y la amenaza de ISIS como terrorismo global. Por cierto, la amenaza nuclear sigue vigente, con países como Corea del Norte, Pakistán, Rusia, Irán, China, entre otros.
También se inicia un cambio radical de las fuentes energéticas y cambios también radicales de nuestras cosmogonías. Por ejemplo, la idea de universos paralelos que gana fuerza en la ciencia. Las iglesias tradicionales parecen estar en decadencia.
Por otro lado, hay “estados fallidos”, como Congo, Afganistán, Somalia, Haití, Sudán y Chad, que pueden ser la fuente de grandes tragedias.
Finalmente, tenemos la irreversible dependencia de la tecnología, autos autónomos, Bots (asistentes digitales), educación de calidad en línea, realidad aumentada y virtual, otra experiencia de la vida, inteligencia artificial cotidiana, drones de múltiples usos, computación de bolsillo universal y conectada, Blockchains, mejores alimentos moleculares, medicina computarizada, nueva era espacial, elevador espacial, nuevos materiales, Web 3.0, nano robots, ropa inteligente, impresoras 3D masivas, impresoras biológicas, TV holográfica, computación cuántica, interfases que no necesitan ser tocadas (movimiento, ojos, etc.), segregación digital no económica, Red 5G, todo sin cables, traducción universal, dinero electrónico, etc.
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Piñera y la adopción
SEBASTIÁN PIÑERA afirmó hace pocos días no tener nada en contra de la adopción por parte de parejas del mismo sexo: “No vamos a discriminar”, dijo. A renglón seguido, fue consultado por el matrimonio homosexual, y respondió: “Yo siento que la institución del matrimonio es entre un hombre y una mujer”, sin notar cuán problemática resulta la afirmación de ambas posiciones en forma simultánea. De hecho, la inconsistencia puede ser vista como un síntoma más de la confusión doctrinaria que padece parte de la derecha chilena: no sabe por qué defiende lo que dice defender.
En este caso particular, el problema guarda relación con lo siguiente. El expresidente defiende el matrimonio heterosexual porque así lo “siente”, pero no logra enunciar un argumento que se haga cargo de la premisa involucrada. Si el matrimonio es entre un hombre y una mujer, la única razón que justificaría esa posición es que dicha institución no responde solo a la dimensión afectiva, sino al propósito de estabilizar una unión que permite la transmisión de la vida. Dicho de otro modo, la legislación le presta especial atención al matrimonio no solo por su carácter afectivo (hay muchas relaciones afectivas que no están reguladas por ley), sino porque asume que el entorno familiar requiere una protección especial, y que la familia implica la unión de lo masculino y lo femenino. Por lo mismo, el hecho de que las parejas del mismo sexo no puedan adoptar niños está directamente vinculado a la concepción del matrimonio como unión entre hombre y mujer.
El día que las parejas del mismo sexo puedan, en cuanto tales, adoptar hijos, la verdad es que podrán acceder a algo idéntico al matrimonio. Algo análogo ocurre con el argumento de la discriminación: asumir acríticamente ese lenguaje es equívoco, porque en rigor no existe algo así como el derecho a tener hijos. Un hijo es un don que se recibe, no un derecho que se reclama. Por lo mismo, la perspectiva en la adopción no debe partir por preguntar qué derechos reivindica el adulto, sino qué tipo de entorno es preferible para el niño, y cómo recrear la filiación del mejor modo posible. Allí se abre una discusión difícil, pero el argumento ofrecido por Piñera (“no discriminaremos”) pone el acento en los supuestos derechos, olvidando que esa aproximación da por sentado precisamente el objeto de la disputa (¿qué criterios deben primar en la adopción?). La pregunta que uno podría formular, llegados a este punto, es qué argumentos están disponibles desde esta lógica para impedir, por ejemplo, la adopción por grupos de más de dos personas.
Mientras la derecha no se pregunte por los fundamentos de sus posturas, está condenada a conceder premisas indispensables para elaborar luego un discurso coherente. No puede explicarse de otra manera, por mencionar otro caso, que dos alcaldes de oposición hayan aceptado el reglamento sobre niños transexuales sin emitir el menor comentario crítico respecto de su contenido. Es como si estuvieran obligados (por comodidad, por pereza mental o por puro y simple conformismo intelectual) a adherir a una antropología parcial e incapaz de explicar nuestra corporalidad. Hay allí una extraña claudicación que, me temo, puede costarle muy caro al sector: las ideas nunca se abandonan impunemente.
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El boomerang
SE HA convertido en el deporte favorito de la Nueva Mayoría: lanzar acusaciones e imputar conductas en las que terminan estando también involucrados. Jugar con la ilusión de la superioridad moral, de fronteras éticas que lograrían administrar sin riesgo, como si tuvieran una garantía de que estarán siempre a resguardo, porque pueden confirmar que nunca las han traspasado. En rigor, una fantasía maniquea que ya no se sostiene por ningún lado, pero con la cual tropiezan una y otra vez.
Ahora le tocó al PS, justo en el momento de una ofensiva oficialista para ilustrar a la opinión pública sobre los conflictos de interés y la escasa transparencia con que Sebastián Piñera maneja su patrimonio. Precisamente, las mismas debilidades que un reportaje de televisión dejó en evidencia en la forma usada por los socialistas en la gestión de sus propios activos. En síntesis, inversiones en empresas reguladas y concesionadas por el Estado, cuyos esquemas de negocios y márgenes de utilidad están afectos a las decisiones que toman las autoridades de gobierno y los parlamentarios. Asimismo, en la cartera de inversión socialista se encontraban conglomerados que están siendo investigados por financiamiento ilegal de campañas políticas, situación que el PS optó por no transparentar en el marco de las tensiones vividas en el último tiempo. Entre dichas empresas está de nuevo SQM, que definitivamente parece tener una capacidad de ‘seducción’ muy misteriosa sobre los partidos de izquierda.
El golpe político y comunicacional sufrido por el PS está siendo enorme, no debido al quebrantamiento de la anterior ley de partidos políticos, sino por la transgresión de los mismos marcos éticos que se le han impuesto al principal candidato opositor. Y también, por la inconsistencia de los antecedentes revelados con la matriz ideológica impulsada desde la Nueva Mayoría, para la cual el lucro, la búsqueda de rentabilidad y la especulación financiera, son dimensiones que por principio siempre están bajo sospecha de debilidad ética.
Con todo, el contraste que hoy afecta al PS -la distancia entre lo que se predica y lo que se practica- no es nuevo para la coalición gobernante. Lo mismo ya le pasó cuando La Moneda decidió salir a fulminar a la UDI por el financiamiento ilegal de sus campañas, y terminó encontrándose a la vuelta de la esquina con que las mismas conductas se extendían a todo el espectro político, incluida la ‘precampaña’ de Michelle Bachelet. Así, el caldo en el que ahora se cocina el socialismo es de algún modo un plato repetido, expresión de la infantil ingenuidad de creer que se puede denunciar a los adversarios de las mismas prácticas en que se participa, y que la opinión pública nunca se va a enterar. Al final, es como soltar el boomerang con la ilusión de que, luego de golpear a la presa, no va a terminar de vuelta haciendo lo mismo a quien lo lanzó.
En definitiva, la ocasión de esta denuncia no podía ser más adecuada. Ello porque la misma transparencia y resguardo que se debe pedir a Sebastián Piñera en la administración de su patrimonio, cabe exigírsela también al PS y a las demás colectividades. De hecho, la nueva ley vigente desde el año pasado obliga a los partidos con un patrimonio superior a 25 mil UF a realizar un fideicomiso ciego. Y por alguna razón hasta ahora tampoco aclarada, el PS no la ha cumplido.
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Réquiem por Marco
LOS CONTRIBUYENTES de este país (a quienes, por cierto, no tengo el agrado ni la pretensión de representar) no queremos dejar pasar un hecho informativo que, aparte de ciertos troleos tuitísticos, transcurrió sin pena ni gloria. Se trata, pues, del cero por ciento alcanzado en una reciente encuesta por quien alguna vez osó simbolizar el cambio revolucionario, juvenil y renovado en la política chilena. Se hizo autodenominar como ME-O y dedicó sus últimos siete u ocho años de vida a la desafiante (y frustrante) tarea de convertirse en presidente de nuestro país.
Contó para ello con el gentil aporte de nuestros impuestos, que sirvieron para financiar campañas y un partido que no dudó en fusionar con otros partidos instrumentales creados por él mismo para sortear el mínimo de votos requeridos por la ley. Cierto es, en todo caso, que los fondos públicos no le fueron suficientes, por lo que sus cercanos terminaron envueltos en el truco de las boletas truchas y los aviones en préstamo.
Astuto, ágil ante las cámaras y poseedor de una dialéctica tan acelerada como imparable, este fundador del movimiento díscolo, no tuvo la misma sagacidad como para atisbar la aparición de nuevas figuras que terminarían por reemplazarlo en este mundo de la izquierda desencantada. Los Boric, los Giorgio y las Beas, que surgieron tan rápido como las canas que pueblan su cabellera.
¿Cómo no te diste cuenta, ME-O? ¿O es que al final siempre fuiste parte del establishment? ¿Viajas en Business como toda figura de izquierda que se hace respetar? Te apuesto que ni los vendedores de hot-dog te lanzan improperios en el avión. Porque, en el fondo, no caías mal. Te cuadrabas con el mando, como quedó demostrado ese día en que, medio taimado, anunciaste tu voto por Frei, el divertido. Y votaste por Frei a cambio de nada. Por cuidar tu domicilio político, como alguna vez confesaste. Fíjate la diferencia con el chico listo de Revolución Democrática, que consiguió un cupo asegurado a la Cámara, repletó el Ministerio de Educación con sus boys y, cuando las alarmas se encendieron, negó tres veces a doña Michelle y se declaró por siempre independiente y revolucionario.
¿Qué te queda ahora? Supongo que querrás seguir con tu candidatura. Quizás por tu cabeza ronda la idea de que podrías ser el nombre salvador para la debilitada candidatura de la Nueva Mayoría. Probabilidad baja, reconozcámoslo. En el horizonte asoma también la posibilidad de una senaduría o una diputación o un corecito o concejal por alguna parte o volver a las superproducciones televisivas. Después de todo, “La vida es una Lotería” merecía un Oscar o un Grammy. Ironías del destino… la vida es una lotería y a ti te tocó el cero.
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La mesa puesta
Enorme desconfianza en las instituciones. Ostensible desprestigio de los partidos políticos. Bajos niveles de participación ciudadana en las instituciones. Amplios sectores de la población que no se sienten interpretados por las instancias de decisión de la democracia representativa. Una clase política en caída libre en términos de convocatoria y credibilidad. Creciente brecha entre las elites, que amplios sectores consideran que están capturadas y corruptas, y el pueblo, que supuestamente es puro, inocente y explotado por aquellas. Todo esto configura un escenario delicado. En Chile, la mesa pareciera estar puesta para que el populismo se dé un banquete y, por lo visto, si el fenómeno todavía no se ha desplegado más de lo que ya lo ha hecho, es solo por efecto de dos circunstancias. La primera es porque la crisis económica ha sido esta vez menos violenta que otras veces: menos violenta que el 2008 y mucho menos de lo que fueron los años 82-84, bajo Pinochet, cuando la crisis de la deuda nos pilló con tipo de cambio fijo. La segunda es que hasta aquí, al menos, aún no aparece un líder populista con el carisma suficiente para instar a los ciudadanos a barrer con el sistema político y para erigirse -como lo hizo Chávez, como lo hicieron los K- en caudillo providencial y gran conductor.
Que el populismo no nos haya secuestrado más que por ráfagas y en episodios aislados no significa que los chilenos estemos completamente blindados. Ya fuimos testigos de muchos de sus cantos de sirena durante el actual gobierno, como cuando la Presidenta, sin ni siquiera haber hecho un simple ejercicio numérico en su calculadora de bolsillo, prometió al país un 21 de mayo educación universitaria gratuita para todos, o cuando la Nueva Mayoría, embriagada en su control de ambas cámaras del Parlamento, discurrió que lo mejor era pasar retroexcavadora sobre lo que había, porque todo estaba podrido y había llegado el bendito momento de volver a fojas cero.
Basta ver las encuestas para constatar que la ciudadanía no se compró ni esos ni otros delirios. Sin embargo, el impulso permanece. Si ya era raro que el gobierno persistiera durante estos años en la misma dirección, no obstante el temprano rechazo a su programa de reformas, más raro todavía es que la Nueva Mayoría, o lo que queda de ella, ahora tampoco quiera cambiar de rumbo. Todo lo contrario: la idea es persistir en el fracaso. Fue esta la razón por la cual el Partido Socialista prefirió matar a Lagos y embarcarse con Guillier, intuyendo, quizás con razón, que el punto de fuga de las reformas al constructivismo-político-del-nunca-jamás quedaba más despejado con el senador que con el ex presidente.
En Chile, el sistema político está herido, pero de ninguna manera en fase terminal. Si todo sigue como hasta aquí, la posibilidad de que Sebastián Piñera vuelva al gobierno es alta, y eso, al menos, volverá a poner la economía en movimiento, que es lo que el país viene exigiendo desde hace rato. Sus muchas distorsiones que la nueva administración habrá de corregir, y en ese empeño quizás pueda remover algunas. Pero que nadie ponga en duda que fracasará en otras. Si gobernar ya era difícil en esta época, hacerlo después de Bachelet es para valientes. Piñera va a enfrentar una oposición social tanto o más contundente que la del 2010-12 y, si su entorno cree que su proyecto no va derecho al desastre, es solo porque él está más sensible que en su mandato anterior a las variables políticas que implica un buen gobierno. Por otro lado, también la sociedad chilena está algo más moderada que hace un lustro y curada de espanto con el igualitarismo refundacional de Bachelet.
Estructuralmente, sin embargo, para Chile es cualquier cosa, menos una buena noticia, la ruptura de la alianza entre el centro con la izquierda que se está materializando por estos días. Ese acuerdo fue el que hizo posible no solo la transición, sino el que contuvo al PS en los márgenes del reformismo socialdemócrata. El riesgo en las actuales circunstancias de que los socialistas deserten de ese lugar para irse a competir con el Frente Amplio por el voto de izquierda más antisistémico, más confrontacional y más duro está ahora más cerca. Si esto se materializa, significa que la izquierda seguirá el errático camino abierto por distintos populismos latinoamericanos de izquierda que no terminaron bien ni en Venezuela ni en Brasil ni en Argentina. Dicho así, parece una locura apostar por ese camino: los saldos de esas experiencias son de terror. Sin embargo, no hay que rasgar vestiduras: de disparates así nunca está libre la política.
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Cuadrando el círculo
Hay no poco de común entre Macron y su triunfo, la derrota pero sobrevivencia de Marine Le Pen, Trump y su victoria y la candidatura de Guillier. Este último ofrece, es verdad, un rasgo único: ostenta el récord de ser el más independiente candidato de la ciudadanía y quizás la galaxia proclamado por cuatro partidos y apoyado en su quehacer por las máquinas de todos ellos. Aun así los cuatro personajes son criaturas nacidas del mismo cruce entre el descrédito de la política hoy vigente y la fantasía habitual de todos los tiempos, la de ser posible reemplazar las lógicas de la economía por las del amor o las de la patria, de la equidad o la justicia, las revolucionarias o las reformistas, la buena o mala onda o sus equivalentes en palabrería local. El fenómeno es planetario. En distintas naciones -Francia, Austria, Holanda, Estados Unidos, Venezuela, España y muchas más, incluyendo Chile- se observa un rechazo enfurecido, despectivo o indignado hacia las instituciones políticas y los incumbentes que las ocupan o más bien desocupan vaciándolas de sus bienes inmuebles, mientras al mismo tiempo, en paralelo, somos testigos de un descomunal y algo necio enamoramiento -¿no lo es todo enamoramiento?- con lo que la ficción mediática llama “caras nuevas”, movimientos sociales y la calle. Por doquier se está viviendo similar proceso masivo y estentóreo de revuelta contra el modus operandi de las elites. Nada de nuevo hay en señalarlo. Lo nota y comenta hasta doña Juanita. El proceso salta a la vista cuando toma una forma estridente y hasta violenta, pero también se sospecha su existencia a fuego lento allí donde aún impera el peso del tinglado institucional o el de la represión. En una u otra forma el fenómeno se manifiesta casi en todas partes y la causa que habitualmente se menciona es el “empoderamiento” de los ciudadanos y su consiguiente y creciente intolerancia ante el accionar de los privilegiados. Pero hay un problema con esta explicación; de ser cierta tendríamos que aceptar que sigilosamente ha acaecido la segunda venida del Mesías y el primer milagro que celebró fue abrirles los ojos a las masas del planeta para que al fin se percaten de las groseras dosis de codicia, corrupción, mediocridad e ignorancia que caracterizan a tantos políticos profesionales desde la era de la civilización sumeria hasta el presente.
Nada puede ser menos cierto. Ni por milagro hay en el presente un ciudadano más alerta que nunca despertando de un sueño de milenios. De hecho está menos alerta que quienes primero experimentaron con la democracia, los ciudadanos atenienses del siglo V a.C., quienes gestionaban directamente su franquicia mientras en cambio el ciudadano de hoy la abdica en representantes que a menudo, lejos de representarlo, lo usan para encaramarse al poder y una vez allí instalados dedicarse a hacer negocios, favorecer a sus familiares, amigos y correligionarios, usurpar todos los cargos posibles, alimentar la ignorancia de sus electores, satisfacer cualquier capricho que les sea favorable y repartirse circunscripciones y listas de candidatos con el mismo desparpajo con que los señores feudales se disputaban tierras y almas. El ciudadano moderno sólo supera al antiguo por la mayor cantidad de recursos y oportunidades a disposición de los políticos para engañarlo con especiosas mentiras y halagos. Invadido y supervisado con toda clase de medios de comunicación, una voz a veces susurrante, a veces sugerente y en ocasiones vociferante está todo el tiempo pegada a su oreja emponzoñándolo con el veneno de la falsedad y la manipulación.
Proxy
No es entonces en una súbita y flamante llamarada de perspicacia política donde debe buscarse la razón del rechazo universal a partidos, personajes y doctrinas; ese rechazo tiene una causa más de fondo y es la misma que está inyectando a la actual política, en Chile y en todas partes, con grados crecientes de ridículos vaivenes, confusión total, demagogia descarada, travestismos e incoherencias, todo lo cual se manifiesta en los llamados populismos de derecha o de izquierda, en las candidaturas “independientes”, en el surgimiento de súbitos líderes y salvadores providenciales provenientes hasta del entertainment y en la resucitación y reciclamiento siquiera parcial y relativo, a tumbos como los zombies, de doctrinas proto, pro o semisocialistas. La raíz está en otra parte.
Es una raíz para nada subterránea, a la vista desde el principio de los tiempos y que siempre ha generado los mismos frutos, aunque con los más variados sabores. Ha sido el motor de la historia política humana y de sus convulsiones, esencialmente similares tras el diverso y confuso ropaje que les confiere cada época. Dicha raíz no es la pobreza en sí ni las guerras de clase a la Marx, definidas -dichas clases- según sus posiciones en “las relaciones de producción”. Esa raíz es la desigualdad en estado puro cualquiera sea su origen, la subordinación o disminución de los muchos ante los pocos y el cierre absoluto o relativo de oportunidades para los más, lo cual deriva de la brutal lógica económica y social de todos los sistemas que jamás hayan existido, salvo quizás el de las hordas recolectoras. Esa base implacable produce y alienta los furores que tarde o temprano se descargan en un ataque, ya sea como simple tumulto, revuelta o revolución en gran escala contra las instituciones políticas, las cuales están al alcance de la mano para ser enjuiciadas y culpadas, lo que no sucede con la lógica subyacente ya señalada, insidiosa e invencible como la fuerza de gravedad. El fenómeno de rechazo a eso y el inevitable y taciturno retorno a lo mismo ocurre en todas las épocas, pero ahora lo hace en escala cien veces mayor y mil veces más rápido. Toma hoy la forma de la globalización de la economía en su versión capitalista y su inevitable complemento, la marginalización, ahora en escala planetaria; es lo que subyace al rechazo a los tribunos, la exasperación con los incumbentes, a la vacía rabieta del “Podemos”, al uso de la retroexcavadora y los exorcismos para darles vida a cadáveres como el socialismo bolivariano. Es lo que agita a las masas, NO la existencia de ladrones medrando en el Estado o la torpeza de sus gestiones legislativas y administrativas.
Fracaso
Ninguno de esos arrebatos de exasperación ha dado el resultado esperado; ninguno ha siquiera puesto la primera piedra para la construcción de una sociedad donde los patos asados vuelen al alcance de la mano y reine una solidaridad universal y sobre todo igualitaria. Cada experimento antiguo o moderno, cada asalto al cielo para encontrar un reemplazo espiritualmente más ecológico que la sed de lucro y ambición para hacer de combustible del funcionamiento de la sociedad, cada esfuerzo por asfixiar las inevitables distinciones que supone y produce la inteligencia, la fuerza y la audacia con la consecuente aparición de los postergados y a veces hasta aplastados, todo eso ha fracasado como fracasaría el intento de superar la ley de gravedad agitando los brazos.
Como esto es ya sabido, como luego de tantas intentonas parece claro que no es cosa de hacer funcionar una sociedad a base de decretos-ley, ukases, prédicas e himnos revolucionarios, los políticos que llegan al poder a lomos del descontento se ven, como se observa hoy con cruel claridad, sometidos a la necesidad de hacer lo contrario de lo que dijeron, prometer y no cumplir, anunciar una cosa y promover otra, moverse en círculos estériles y suscitar una nueva oleada de rechazo que terminará, en su debido momento, exactamente del mismo modo. Y esa es la base de las volteretas programáticas de Guillier y de la Goic, la base del cantinfleo hoy imperante, de las divisiones y reagrupaciones de partidos y coaliciones que no van a ninguna parte, el trasfondo de los puños en alto golpeando la nada, del fracaso del “Podemos” en España, de Maduro en Venezuela, de las señoras de Francia, Brasil y Argentina. Nadie ha logrado jamás, ni siguiera Arquímedes, cuadrar el círculo.
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Una lengua muerta
En 2009, el intelectual francés Didier Eribon publicó un libro que se alejaba de todo lo que había escrito hasta ese momento. No se parecía a sus ensayos sobre sexualidad y minorías, ni a su celebrada biografía de Foucault ni a sus conversaciones sobre el arte y la ciencia. Era una autobiografía, un regreso a su propio origen: el de un hijo de padres obreros, nieto de campesinos y trabajadores. Parte de un linaje acechado desde siempre por la pobreza y el desamparo. Regreso a Reims, se llamó ese libro, aludiendo a la ciudad en la que Eribon creció, una urbe partida en dos: de un lado la burguesía, del otro los trabajadores, el sitio que ocupaba su familia. El intelectual reconstruyó a través de sus parientes la relación que existía entre ese mundo y la política durante las décadas del 50, el 60 y el 70. Las formas de vida de los obreros de un país que prosperaba durante la posguerra y el modo en que la izquierda francesa se relacionaba con ese universo. No hay una gota de romanticismo en esos recuerdos. No son las calles de París alborotado por las revueltas del 68 las que describe, tampoco las aulas de Nanterre; Eribon revela miseria y brutalidad de las barriadas sin encanto de la provincia. Evoca la ignorancia y la violencia como rasgos cotidianos, pero también la forma en que la política representaba una esperanza; en la vieja izquierda francesa ese pueblo contemplaba un reflejo de sí mismo. Cuando Eribon regresó a Reims notó que aquel antiguo lazo ya no existía. Era un pueblo a la deriva, acompañado sólo de su resentimiento. Un día su madre, que durante décadas había apoyado a la izquierda en las elecciones, le confesó haber votado por el Frente Nacional. La mujer que de sirvienta adolescente había pasado a operaria de una industria, estaba dándole su beneplácito al fascismo.
Luego del triunfo de Emmanuel Macron en las elecciones francesas del domingo, aquella sin socialistas en la papeleta, comenzaron a difundirse los detalles del electorado: la mayoría de los obreros del país había votado por Marine Le Pen, la candidata ultraderechista. Cuando leí eso, recordé el libro de Didier Eribon, lo busqué y encontré la siguiente frase subrayada: “Los partidos de izquierda y sus intelectuales, tanto los que estaban en el Estado como los de partido, empezaron a pensar y hablar en la lengua de los gobernantes y no en la lengua de los gobernados, comenzaron a expresarse en nombre de los gobernantes y ya no en nombre de los gobernados y, por ende, adoptaron la mirada que los gobernantes tienen sobre el mundo, rechazando desdeñosamente la mirada de los gobernados”.
Si es que puede hacerse una analogía entre lo que ha sucedido en la política francesa y lo que está sucediendo en Chile, esa comparación podría concentrarse en aquella frase de Didier Eribon que subrayé.
No es de extrañar que Sebastián Piñera, un candidato de la derecha más conservadora, desde su sitial de magnate, nos indique al resto que es de mal gusto hablar de plata como una manera de acallar las preguntas sobre el manejo de su fortuna. Esa expresión, más que una sugerencia inocua, es una señal de pertenencia de clase que pasa por encima de lo que la realidad que nos sugiere desde hace años: que si hubiéramos empezado a hablar de dinero antes, nos habríamos ahorrado muchos escándalos, montos considerables de descrédito político y millones en corrupción. El problema es justamente ocultar y silenciar los asuntos de interés público. Sin embargo, es un gesto propio del privilegiado determinar qué es lo que se puede decir y qué no. Los chilenos tenemos mucha experiencia en ese ejercicio y hay muchísima gente que votaría gustosa por quien les hable golpeado y que en lugar de ofrecer explicaciones se dedique a contarnos sus recuerdos de familia, como si su rol consistiera en brindarnos clases de buenos modales.
Lo realmente extraño aparece cuando un partido que se arroga la representación de los trabajadores, del pueblo, se haya sumado a una cultura de la que se suponía debía guardar distancia.
En las cuentas del Partido Socialista que dio a conocer esta semana un reportaje de Mega, puede que no haya nada ilegal en absoluto -un argumento que suele esgrimir su principal adversario para explicar el alcance de sus negocios-, pero de un partido con su historia se espera mucho más. La manera que ha usado el Partido Socialista de incrementar su patrimonio -recuperado en democracia luego de ser incautado en dictadura- es una señal de que la renovación de la izquierda chilena alcanzó umbrales que acabaron desdibujando su identidad. Lo que el Partido Socialista muestra es un discurso sin vida, una escenografía de frases hechas que prometen por una parte separar la política de los negocios, pero que en su trastienda invierte en la Bolsa y busca ganancias en empresas que suelen entrar en conflicto con las comunidades despojadas de poder. Los dirigentes socialistas parecen haber abandonado hace mucho el idioma de las barriadas y haber tomado muy en serio aprender el coa del mundo financiero.
Parafraseando a Eribon, la lengua de los gobernantes se ha impuesto y no hay ánimo alguno de siquiera hacer un esfuerzo por hablar otra.
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La política exterior: ¿Intereses o valores?
El secretario de Estado norteamericano, Rex Tillerson, ha sacudido el avispero, durante un discurso en Foggy Bottom, como se conoce a la sede de la diplomacia que él encabeza, al afirmar que promover los valores de los Estados Unidos es a menudo “un obstáculo” para hacer avanzar los intereses económicos o los intereses relacionados con la seguridad nacional. Dejó en claro, durante su alocución, que ellos prevalecerán, en todos los casos, sobre la defensa de los valores de la democracia y los derechos humanos, y que serán promovidos sólo en la medida en que no perjudiquen los otros intereses.
Como es natural, esta declaración ha provocado una fuerte polémica.
Creo que el secretario de Estado comete un error que su país, el más poderoso e influyente del mundo, no puede ni debe cometer, pero por razones distintas a las que invocan sus críticos. Mis argumentos son dos.
El primero: aunque en la práctica lo que dice Tillerson es, a grandes rasgos, cierto, Estados Unidos no debe nunca admitirlo oficialmente en público y debe siempre buscar la manera, aunque sea muy limitada, de proyectar al resto del mundo la imagen de un país que no pierde de vista, en sus tratos con otros, los valores que informan su democracia.
Si un país da derecho de ciudad a la idea de que los intereses son siempre más importante que los valores en política exterior, tarde o temprano ese marco de referencia puede volverse una justificación para interpretar equivocadamente cuáles son los intereses económicos o de seguridad nacional y acabar lesionando los valores. Porque, en última instancia, ambas cosas, intereses y valores, no se alejan nunca demasiado mientras la interpretación de los intereses sea razonable.
Mi segundo argumento: como ha quedado demostrado en la historia estadounidense, la preservación, por encima de la contingencia, de ciertos valores ha logrado con el tiempo que aquellos “obstáculos” dejaran de serlo.
Fue el caso, por ejemplo, de la Constitución que redactaron los fundadores de Estados Unidos, en la que se dio cobertura legal a la esclavitud, la más repugnante de todas las instituciones. Muchos fundadores estaban en contra de la esclavitud, pero por temor a que no se pudiera sellar la unidad del país, a que los delegados de estados favorables a ella se retiraran y a que el país quedase partido en unidades vagamente confederadas, transaron en no abolirla. Sin embargo, aunque cometieron el crimen moral de preservarla, crearon una Constitución tan cargada de valores liberales que dieron armas a las futuras generaciones para acabar con esa institución. Es lo que dijeron gentes tan insospechadas de debilidad frente a la esclavitud como Abraham Lincoln, el hombre que declaró una guerra civil para acabar con ella.
El debate que ha abierto Tillerson -probablemente sin proponérselo- es una buena ocasión para comprobar lo difícil que ha sido siempre, en la práctica, poner los valores por encima de lo que los actores del momento creían que eran los intereses nacionales.
Un puñado de idealistas trataron de hacer de la política exterior un impulso a los derechos humanos. Eleanor Roosevelt, ex primera dama a la que Truman nombró delegada estadounidense ante la ONU, fue clave para la Declaración Universal de los Derechos Humanos en 1948. Jimmy Carter anunció, en los 70, que Washington dejaría de apoyar dictaduras de derecha en nombre del anticomunismo y, por ejemplo, prohibió la venta de piezas de repuesto militares a la Sudáfrica del “apartheid” (además de abrir una oficina dedicada a los derechos humanos en el Departamento de Estado).
Pero si uno rasca un poquito, encuentra, bajo el idealismo de los valores, la cruda realidad de los intereses. Woodrow Wilson, que dio al mundo los “14 puntos” angelicales para negociar la paz al final de la Primera Guerra Mundial y fue el campeón de la “autodeterminación”, intervino militarmente en México, Nicaragua, Haití, República Dominicana, Cuba y Panamá por razones de poder o economía. Bush padre, a pesar de su anticomunismo, no cortó relaciones ni aplicó sanciones a China tras la masacre de los demócratas de Tiananmen. Clinton intervino en Bosnia en 1995 tras la invasión de los serbobosnios a ciertos santuarios internacionales en esa república de la ex Yugoslavia, pero no lo hizo en Ruanda, donde en esos mismos años se cometió el genocidio de los hutus contra los tutsis (casi un millón de muertos en total). Los intereses occidentales eran más poderosos en Europa que en Africa.
A veces, las políticas idealistas acaban teniendo consecuencias negativas imprevistas. El apoyo de Carter, en menor medida, y Reagan a Irak contra Irán en el largo conflicto entre ambos países fortaleció nada menos que a Saddam Hussein. El apoyo de ambos a los “muyahidines” anticomunistas en Afganistán ayudó a armar a grupos que más tarde se abocarían al terrorismo contra Occidente. Para no hablar del hecho de que Manuel Antonio Noriega fue un agente de la CIA dedicado a ayudar a los Estados Unidos a combatir al comunismo y luego se convirtió en un enemigo de Washington al que Bush padre tuvo que ir a capturar a Panamá. O del hecho de que Carter retiró la ayuda a la dictadura de Somoza en Nicaragua en los 70, pero, creyendo ingenuamente que los sandinistas representaban la democracia, facilitó la llegada al poder de Daniel Ortega, el dictador de los 80 que tras un hiato de varios años regresaría al poder en el siglo XXI (al parecer para siempre).
Es difícil trazar con precisión el origen de la “moralidad” en la política exterior norteamericana. Hay quienes, por ejemplo, se van hasta la primera parte del siglo XIX y la sitúan en la Doctrina Monroe, cuando Estados Unidos le dijo a Europa que a partir de ese momento no aceptaría que ella interviniese en este hemisferio (a cambio, no lo haría Estados Unidos en el otro). La idea, aquí, es que Monroe buscaba proteger a las nacientes repúblicas independientes latinoamericanas, que entonces se creía que seguirían un camino liberal parecido al de los propios Estados Unidos. Pero un mayor rigor obliga a avanzar muchos años y establecer el comienzo de la moralidad en la política exterior más bien a finales del siglo XIX y comienzos del XX.
Por ejemplo, hay algo de esto en William McKinley, que justifica en parte la guerra de 1898 (que arrebataría a los españoles Cuba, Puerto Rico y Filipinas) con el argumento de que España mantenía campos de concentración y presos políticos. Luego Teddy Roosevelt practicó un imperialismo “moral”, argumentando con cada intervención que impulsaba la difusión de los valores y la civilización estadounidenses.
Lo que hoy se conoce como el “imperio” estadounidemse en cierta forma nació en esa guerra, pues dio a Estados Unidos una presencia poderosa en el Pacífico y en América Latina que con el tiempo crecería hasta convertirse en una gravitación planetaria. Nacían, pues, juntas, dos cosas aparentemente incompatibles, el imperialismo y los valores, como fuerzas motrices de la política exterior. Esa contradictoria dualidad marcará todo el siglo XX y lo que va del siglo XXI en Foggy Bottom.
Ambas cosas evolucionaron con el tiempo, por supuesto. El imperialismo estadounidense dejó de ser el que comúnmente se conoce y la defensa de valores mudó también de forma: al inicio se trataba de valores más bien relacionados con el cristianismo y luego, quizá a partir de Wilson, más específicamente con la democracia y los derechos de los países pequeños (hasta convertirse, tras la Segunda Guerra Mundial, en la defensa de los derechos humanos como se los conoce hoy). Pero la combinación, en la política exterior estadounidense, de la defensa internacional de los intereses (imperialismo) y la defensa internacional de los valores ha continuado hasta hoy.
Este es el primer gran dilema no explícito, más bien inconfeso, de la política exterior. El segundo es este: si uno defiende valores, no puede aplicarlos todo el tiempo y en todas las circunstancias, y por tanto ¿dónde, cuándo y hasta qué precio debe aplicarlos?
Clinton intervino militarmente en muchos lados: Somalia (1993), Haití (1994), Bosnia (1995), Irak (1998), Afganistán y Sudán (1998) y Serbia (1999), pero evidentemente no lo suficiente como para librar al mundo de los terroristas islámicos que amenazarían los valores liberales pocos años después (y contra los cuales se dieron varias de esas intervenciones). ¿Hubiera podido Clinton convertir esas intervenciones en guerras de gran alcance sin saber todo lo que al Qaeda y sus aliados serían capaces de hacer años después?
Otro caso es el de la intervención de Bush padre en Kuwait, en 1991, tras la invasión de ese país por parte de Saddam Hussein unos meses antes. Muchos halcones le pedían a Bush avanzar hasta Bagdad y por tanto convertir la liberación de Kuwait en una ocupación de Irak para librar a ese país del tirano Hussein. Pero Bush quería evitar una guerra que no tenía justificación. Liberar a Kuwait era defender a un país invadido -por tanto el valor de la autodeterminación- pero invadir Irak era comprarse un pleito costoso, de incierta duración, para el que no creía tener un mandato. En este caso, pues, el valor “democracia” o, para decirlo en términos negativos, “liberación de las víctimas de una tiranía” no tenía, en la visión de Bush padre, suficiente fuerza justificatoria.
Obama era, en sus discursos, un idealista. Pero en él el idealismo de los valores estaba constantemente en tensión con los intereses de Estados Unidos. Se planteaba a menudo hasta dónde era preciso llegar en la defensa de los valores sin comprometer los intereses. El uso de “drones”, por ejemplo, así lo demuestra. En teoría, los “drones” son muy precisos y por tanto combatir al terrorismo con ello es una forma de evitar bombardeos más amplios e indiscriminados. En la práctica, se ha visto que los “drones” atacan con precisión… objetivos que pueden estar equivocados. De allí las muchas muertes civiles e inocentes a manos de estos instrumentos tecnológicamente sofisticados.
Alguien que, en nombre de los valores, quería evitar que Estados Unidos fuese percibido como un país con pretensiones de imponerse al mundo, sacrificó valores en nombre de la lucha contra el terror. Una lucha que, aun si representa también determinados valores, tiene que ver con los intereses de seguridad nacional de los Estados Unidos. Las vidas inocentes son un costo que, en la visión de Obama, era inevitable pagar para defender a su país.
Tillerson, pues, no ha dicho nada nuevo. La novedad está en que ha dicho oficialmente algo que Estados Unidos, mientras sea el país líder del mundo libre, no debe nunca jamás convertir en política oficial. Es preferible que Estados Unidos pueda ser acusado, de tanto en tanto, de no practicar sus valores a que sea acusado de haberlos abandonado definitivamente. Lo primero deja abierta una esperanza y nos da una poderosa vara para medir.
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