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November 26, 2018
Paulina: la Heidi de Ana María Matute
Portada “Paulina” ed. DESTINO
¿Cómo no habré conocido antes a Paulina? ¿En qué estaría yo pensando?
Paulina es la nieve que ves caer tras el cristal junto al brasero, las historias con sabor a pan y avellanas de tu abuela, la ilusión infantil al montar el belén; pero también es el descubrimiento de un mundo injusto, cruel, donde el frío mata y el tiempo pasa tan rápido que, de pronto, los niños desaparecen y con ellos las risas, los juegos, el alboroto de otro tiempo.
Paulina es alegría toda ella, pero también es tristeza, una tristeza honda que encuentra, de repente, en lo que no acaba de entender pero intuye que no es bueno. Y eso es lo que la convierte en un personaje que remueve las tripas.
Paulina, una niña que cuando escribe tiene apenas doce años, me ha hecho llorar como hacía mucho que no lo conseguía ningún libro.
Ella no es solo protagonista, también es la voz narrativa y en el primer capítulo nos cuenta que escribe porque sabe que:
“Dentro de muy poco tiempo, o quizá ya, en este momento, no seré nunca más una niña”.
Dejar la infancia significa cambiar, algo que le preocupa porque todos los niños que hubo antes en la casa de sus abuelos crecieron, cambiaron, se marcharon y nunca volvieron, ni siquiera de visita.
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La historia está ambientada en un pueblo de montaña del norte de España en invierno, donde todos esperan con ansia la llegada de la primavera.
Paulina llega a las montañas con diez años y un recuerdo vago de la casa de sus abuelos, que abandonó con cuatro. Es huérfana y cuando tuvo edad de estudiar la mandaron a la ciudad con Susana, una prima de su padre que será su particular “Señorita Rottenmeier”.
Debido a una enfermedad, le han cortado el pelo al rape y le han recomendado el aire de las montañas, por lo que emprende el viaje acompañada por Susana, con la maleta llena de ilusiones que su cuidadora ensombrece a cada instante; pero sabe que esa sombra desaparecerá, que Susana volverá a la ciudad, y eso hace la aventura todavía más apetecible.
“Susana era para mí como una pared. No entendía nada de lo que yo le decía, no comprendía nada de lo que a mí me gustaba, ni se hacía cargo de cuando yo no podía hacer lo que ella quería. Susana no tenía ni oídos ni ojos, nada más que para oír y ver lo malo”.
En las montañas Paulina no irá al colegio pero aprenderá cuatro lecciones importantes que no habría encontrado de otro modo.
Comprenderá que poco importa su aspecto físico, que tanto le preocupa al principio, cuando hay niños que no pueden ver, ni estudiar, ni tienen juguetes, ni libros.
“Bien cierto es que yo le había enseñado a leer. Pero bien poca cosa era, comparándolo con lo que Nin me había enseñado a mí: que ser fea y desmedradilla no era una gran desgracia, que había niños y niñas muy desgraciados en el mundo, y otros que, sin serlo, vivían desde muy temprano como hombres y mujeres, llenos de trabajo y responsabilidades”.
Tomará conciencia de su situación privilegiada gracias a la relación que teje con los criados y aparceros de sus abuelos.
“Yo no quiero que pasen estas cosas. Yo no quiero que haya pobres y ricos”.
Sentirá por primera vez la satisfacción de ser útil y capaz de hacer algo con sentido y valor.
“Sentí una cosa que no había sentido hasta entonces: que yo era útil, que yo podía ayudar a alguien y servir para algo. Todo lo contrario de lo que siempre me estaba diciendo Susana, de que yo era un estorbo y un dolor de cabeza para todo el mundo, cosa que me ponía triste”.
Aprenderá que la tierra todo se lo lleva y todo lo da, y debe ser para el que la trabaja.
“Es triste eso: la tierra que todo se lo lleva. Ellos quieren a la tierra, pero, por lo visto, la tierra les hace mucho daño. Siempre están de cara a ella y se hacen viejos luchando con ella”.
A Paulina la envían a las montañas para que se recupere y crezca. Allí, no solo ganará altura:
“De mí, la niñez estaba ya lejos. O, por lo menos, alejándose. Sí, en las montañas también se crece más pronto. Bien lo entendí yo en aquel tiempo.
Y, quizá, el descubrimiento más importante sea su amor por la tierra, de la que nunca se alejará como hicieron sus padres, sus tíos y tantos otros que buscaron la felicidad lejos de aquellas montañas que no amaban y a las que nunca regresaron.
“Yo amo la tierra, y sé muy bien, muy bien, que no cambiaré nunca, aunque pase el tiempo. Porque yo soy de las montañas”.
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Ana María Matute. Foto: José Aymá.
Ana María Matute sabía mejor que nadie crear personajes infantiles, la disfruto, una vez más, en esta historia cargada de momentos realistas narrados con pura magia.
¿Conoces a Paulina? Cuéntame qué te pareció.
¿Te apetece conocer más historias de Ana María Matute? Visita el blog Cuaderno de retales para leer sobre Paraíso inhabitado , otra historia que me enamoró.
Si te apetece leer un relato corto de Ana María Matute, con música e ilustraciones visita Música en el blog de luzsobretodo.
Si lo que quieres es saber sobre la autora visita El aura de la Matute en el Blog y taller literario del grupo de escritores: Primaduroverales.
November 19, 2018
No nos neguéis
Esta historia nació en un taller de narrativa. La premisa era escribir sobre una experiencia que te hubiera transformado de alguna manera. Encontraréis una recopilación de momentos de mi trabajo como cooperante.
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Dibujo en el muro de Belén
Me cubrí la boca con la kefiyeh y contuve una náusea; olía a basura y plástico quemado. El sudor caía por mi espalda mientras paseaba por los callejones angostos, entre edificios improvisados, a medio hacer. Dibujos descoloridos llenaban las paredes de cemento, casi borrados por el tiempo y las balas.
Levanté el cuello como si lo sacara de un caparazón y me aflojé el pañuelo. El cielo, de un azul impoluto, contrastaba con las calles lóbregas, inmundas, del campo de refugiados.
Me topé con la mirada de una mujer y dos niños que me observaban desde su terraza de bloques de hormigón. Agitaron las manos entre risas; parecían contentos de verme deambulando por allí o quizá les hacía gracia mi cara afligida. Hicieron señas para que esperara y bajaron a toda prisa para invitarme a entrar en su casa.
Aquello era lo que más me gustaba del trabajo. Las largas esperas y los problemas burocráticos quedaban en segundo plano cuando una familia compartía conmigo su comida y su delicioso té con salvia. Los primeros días, miraba con suspicacia a cualquiera que se empeñara en sentarme en su salón. «¿Qué querrán conseguir? —pensaba—. No es normal que metan en su casa a una desconocida, a una extranjera». Por suerte, pronto entendí que la desconfianza era fruto de mis prejuicios.
Los niños me guiaron a través de la oscuridad de la casa (parecida a las que había visitado en otras zonas del país). Eran gemelos. Llevaban el pelo muy corto que dejaba al descubierto sus orejas de soplillo. Bajo los ojos tenían unos surcos amoratados impropios de su edad. Uno de ellos cojeaba; luego me enteraría de que le habían disparado en el pie, una noche, en una incursión militar.
Comimos pollo con almendras y una ensalada refrescante en una estancia sombría y sin ventilación. El té, como siempre, humeaba al compás de una historia donde los protagonistas eran refugiados, proscritos, prisioneros, muertos. La madre también tenía ojeras, pero su sonrisa iluminaba el salón. Mi cara se estiraba y arrugaba al mismo tiempo, presa de sensaciones ambiguas.
—Algún día volveremos a nuestra casa —se despidieron en inglés.
—InSha` Allah —contesté con mi patético árabe.
Me marché con el estómago lleno y la impresión de haber envejecido ante la mirada optimista de aquella familia. El padre había muerto, tiroteado, en una manifestación.
Por la tarde, de vuelta en el centro de Belén, entré en la basílica de la Natividad. No soy religiosa, pero no podía irme de allí sin verla; habría sido un pecado. Atravesé la puerta del templo y tomé una respiración profunda; me sentí como una marea de lava sumergiéndose en el océano.
A ambos lados, enormes columnas de mármol formaban sendos pasillos, en el de la izquierda, una manada de turistas se agolpaba en una fila eterna para bajar a la gruta: al famoso portal de Belén.
«Malditos guiris —pensé negando con la cabeza—. Se vuelven locos por ver algo que pasó hace más de dos mil años y ni se inmutan con lo que está ocurriendo ahora».
Me alejé hacia el pasillo contrario y saqué la cámara de fotos. Disparé a una especie de cálices gigantes que colgaban del techo. Eran plateados y terminaban en bolas de colores similares a las de un árbol de Navidad.
—¿Por qué llevas esa kefiyeh? —dijo una voz tras de mí en inglés con un marcado acento árabe.
Me giré con brusquedad. Lo miré de arriba abajo: tendría unos cuarenta o cuarenta y cinco años, vestía vaqueros, camisa azul cobalto y jersey celeste. Fumaba tabaco negro y llevaba zapatos del mismo color. Deduje que trabajaba allí porque del cuello le colgaba una tarjeta. Me aguanté las ganas de darle una mala contestación y dije:
—En señal de apoyo.
Me traspasó con unos ojos profundos que me encendieron la cara. ¿Por qué siempre tenía que tocarme a mí el personaje del lugar?
—Espero que cuando cojas el avión a tu país también lo lleves puesto —dijo, soltando el apestoso humo con violencia.
—¿Qué insinúas? —contesté. Puse los brazos en jarras y entorné los ojos.
—Que todos hacéis lo mismo. Apoyáis cuando estáis aquí, pero a la hora de la verdad, nos negáis. Para no tener problemas en el aeropuerto preferís esconder la kefiyah.
—¡No se me ocurrirá! —le dije mientras echaba a andar hacia la puerta con paso firme.
¿Con qué derecho se creía ese maleducado para increparme así? No tenía ni idea de cuál era mi labor en su país. ¡Idiota desagradecido! Resulta que disponía de un buen rebaño de peregrinos a los que ir a despertar y me abordaba a mí, ¡a mí! No me hacían falta las lecciones de un tarado. No sé por qué lo hice pero, antes de salir, me agazapé tras una columna y le saqué una foto.
Tres semanas más tarde hice las maletas; guardé todo lo que pudiera parecer sospechoso dentro del saco de dormir y lo enrollé a presión en la funda. Le pedí al taxista que me dejara lejos de la puerta. Anduve con rapidez bajo la madrugada helada y entré en el aeropuerto de Tel Aviv dispuesta a interpretar el mejor papel de mi vida.
En el primer control, casi sin mediar palabra, me pusieron las pegatinas amarillas con el código de barras que empezaba por cinco: una en la maleta, otra en la mochila, otra en el pasaporte y otra en el billete. Mierda. Sabía que el seis era el número máximo. ¿Por qué me consideraban peligrosa? ¿Me habrían visto llegar en el taxi palestino? Miré en todas direcciones, en busca de algún guardia de incógnito. Quizá mis pintas me delataban; seguro que era por la mochila de montaña. ¿Por qué no compraría una maleta de cabina?
En el segundo control me tocó un chico con cara de ángel; ¿acaso me querían desarmar? Con una sonrisa perfecta me pidió que abriera el equipaje. Sacó un algodón y empezó a frotarlo por todas partes.
—¿Por qué haces eso? —pregunté con carita de damisela.
—Compruebo que tu ropa no haya estado en contacto con explosivos. ¿Por qué has venido a Israel?
—Ajá. He venido a Tierra Santa —mentí.
—Cristiana, ¿no? Y ¿has conocido a alguien aquí? Algún palestino cristiano, por ejemplo —dijo con tono despreocupado.
—No —volví a mentir.
—¡Qué raro!, has estado casi tres meses —Escarbó en el fondo de la maleta.
No contesté. Aguanté la respiración mientras el guaperas cogía el saco y lo giraba entre sus manos.
—Me han encantado las playas, seguro que volveré —solté para captar su atención.
Dejó el saco y me miró a los ojos.
—¿No has tenido miedo por la guerra?
—¿Guerra? ¿Qué guerra? —dije. Me examiné las uñas con ademán frívolo.
—Los bombardeos en Gaza, ¿no te has enterado?
—Ah, eso. No, ni me he enterado —mentí por tercera vez.
Interpreté tan bien que pasé sin problemas, con la cabeza alta. Me sentía como una heroína que acababa de derrotar a un villano.
Una vez en el avión me puse a revisar fotografías. Dejaba escapar suspiros largos cuando aparecían las familias alrededor de sus maravillosas comidas y teteras de latón relucientes. Se me humedecieron los ojos. No era amiga de sentimentalismos, pero allí algo me había revuelto: un maremoto de días dilatados, ocupación, cánticos de resistencia, gas lacrimógeno y hummus.
Entonces apareció él, el hombre de Belén, paseando con su cigarro entre los dedos y esa expresión de entereza. Había olvidado por completo esa foto. Me sequé los ojos con el dorso de la mano, al tiempo que las palmas me empezaron a sudar; noté un calor ardiente en las mejillas, el corazón se me desbocó y el estómago se enroscó adoptando forma de ocho cuando, desde algún recodo de mi mente, le oí preguntar:
—¿Dónde está tu kefiyeh?
—Dentro del saco —contesté con un hilo de voz.
Intenté tragar saliva, pero me resultó desgarrador. Había sido una más. No solo había escondido todo lo que pudiera relacionarme con ellos, sino que los había negado tres veces.
Laura Urcelay.
November 12, 2018
Entrevista a Jane Austen
Hace unos meses participé en el concurso Nuestra propia habitación en el que había que escribir un texto que mencionara de alguna manera la vida y obra de Jane Austen. Me pregunté qué pasaría si pudiera entrevistarla y aquí está el resultado. No gané, pero me lo pasé genial imaginando.
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Entrevista a Jane Austen
“Observa, lee y escribe”
Jane Austen, novelista clásica de la literatura inglesa, describe con maestría la vida de las mujeres de la burguesía rural de su tiempo. Hoy nos desvela el porqué de esta constante en sus obras.
—¿Por qué comenzó a escribir novelas?
—Toda mi familia las leía y no nos avergonzábamos por ello. Ahora la novela goza de un prestigio que no tenía entonces. Se cuestionaba si era un género de calidad. Crecí rodeada de ellas y pronto sentí la necesidad de crear, al principio para divertir a mi familia, después, me lo tomé en serio y parece que dio resultado y la posibilidad de cierta independencia.
―Sus obras reflejan la vida de la burguesía agraria de la época Georgiana y giran en torno al matrimonio de la protagonista, ¿por qué ese interés?
—Quería mostrar mi realidad y la de otras mujeres como mi hermana.
—Usted tenía una relación especial con su hermana Cassandra, háblenos de ella.
—Éramos las únicas mujeres entre ocho hermanos, nos convertimos en confidentes casi por obligación. En aquella época el papel de los hombres y las mujeres estaba muy delimitado. Ellos recibían una educación liberal y buscaban la manera de hacer dinero, o ingresaban en el ejército, como hicieron tres de mis hermanos, mientras que de nosotras se esperaba que desarrolláramos los malditos «talentos». Nuestro cometido era esperar en casa a que apareciera un buen marido que nos mantuviera cuando nuestro padre ya no pudiera hacerlo. Cassandra y yo nunca nos casamos. Ella inspiró varios de mis personajes.
—A propósito de los talentos, ninguna de sus protagonistas está muy interesada en ellos.
—Porque yo no lo estaba. Quería reflejar a través de mis protagonistas la inutilidad de estas enseñanzas y la necesidad de que las mujeres recibiéramos una educación a la altura de la de los hombres. ¿De qué nos servía tocar el piano? El objetivo era entretener, desterrar la sensatez, el razonamiento, el cuestionamiento. Eso no iba conmigo y creía que debía cambiar.
—¿Cree que ha cambiado?
—Han pasado dos siglos, las cosas son claramente distintas, pero aún queda mucho camino. En algunos aspectos seguimos igual de sometidas. Imagino cómo serían mis personajes si escribiera una novela en este tiempo; en lugar de corsés llevarían tacones. Cambia la forma, pero el fin es el mismo. Lo peor de todo es que pensamos que es algo que elegimos.
—¿Algún consejo para una escritora a la que le interese reflejar la vida actual de las mujeres?
—Consigue una habitación donde no te molesten. Observa, lee y escribe.
Laura Urcelay.
November 4, 2018
Los besos en el pan: un libro que me salvó cuando casi me volví zombi
Quiero dedicar la primera entrada sobre lecturas realistas a Los besos en el pan, de Almudena Grandes, el libro que en octubre me salvó de cuatro horas de rumia obsesiva y destructiva.
El mes pasado, tras dos años de investigación, por fin presenté mi Trabajo de Fin de Máster (mira que sois perversos, os informo de que la mayoría de los mortales defendemos los TFM delante de tribunales). El caso es que llegué a Madrid satisfecha, segura, encantada con el resultado. Así que podéis imaginar el mal cuerpo que se me quedó cuando uno de los evaluadores (un catedrático prestigioso y con fama de estricto) me destripó el trabajo y con él a mí misma, que salí de allí arrastrándome cual zombi lastimero.
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Yo por las calles de Madrid después de presentar el TFM
Había planeado visitar algunos rincones de la capital antes de coger el tren de vuelta a casa, pero no me quedaban fuerzas y fui directa a la estación de Chamartín. Necesitaba algo que me reconfortara, entré en la librería y busqué en la sección de bolsillo. Allí lo vi, con esa portada que me llamaba, esa niña tras un cristal mojado que parecía decirme: “Cógeme, Laura, llévame contigo”. No lo postergué más, había llegado el momento de saber qué se escondía allí.
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LO QUE SE ESCONDÍA EN EL LIBRO
Al abrirlo me encontré con la siguiente poesía:
Pobre fue mi padre,
muy pobre,
y el padre de mi padre
y pobre soy yo.
No tener nada mata la sangre aquí,
en España, y no te quitas el olor a pobre nunca,
y acaban convirtiendo tu pobreza
en culpabilidad, todo un arte moral.
Pobres y culpables,
el padre de mi padre,
mi padre
y yo.
Manuel Vilas, “Historia de España”, Poesía completa (1980-2015)
¿Qué nos quiere decir Almudena con esta cita?
A mí me transmite dos ideas: la dificultad de escapar de la pobreza, que se hereda una generación tras otra, y la tendencia del ser humano de culpabilizar a la persona de lo que le ocurre sin tener en cuenta el contexto (lo que en psicología se llama error fundamental de atribución) y es que, siento deciros que no siempre que se quiere, se puede.
I Antes
Lo que sí parece ser compatible es ser pobre y tener dignidad, algo que Almudena deja claro en la primera parte del libro, donde, en apenas cuatro páginas, nos cuenta que en España a mediados del siglo XX la herencia que la mayoría de las familias dejaban a sus hijos era la pobreza junto a la capacidad de no sentirse humillados por ello.
Al leer esto, inmediatamente se me vino a la cabeza mi relato La chica de los nueves que cuenta exactamente lo contrario, cómo en pleno siglo XXI después de haber nacido con todo hecho, tener estudios superiores y habernos creído que, esforzándonos, conseguiríamos el trabajo de nuestros sueños, de pronto ese mundo se derrumba y nos vemos abocados a la precariedad, pero esta vez sin encontrar esa dignidad que tenían nuestros abuelos. Podéis leer este relato y mucho otros inéditos en mi libro Mujeres de retales Vaaale, ya dejo la publicidad y sigo con Los besos en el pan.
Almudena describe dos imágenes que reflejan a la perfección la España de aquella época:
“Ellos recuerdan que, no hace tanto, en las mañanas heladas de invierno las muchachas de servicio no andaban por las calles de Madrid. Las recuerdan siempre corriendo, los brazos cruzados sobre el pecho para intentar retener el calor de una chaqueta de lana”.
En esta primera imagen nos muestra cómo las chicas de servicio no tenían dinero ni para comprarse un abrigo.
“Cuando se caía un trozo de pan al suelo, los adultos obligaban a los niños a recogerlo y a darle un beso antes de devolverlo a la panera, tanta hambre habían pasado sus familias en aquellos años”.
Esta segunda imagen es la que da título a la novela y no hace falta que diga más, lo dice todo por sí misma.
II Ahora
El cuerpo de la novela se encuentra en el ahora. A través de capítulos cortos, Almudena nos va presentando distintos personajes, cada uno con sus dramas personales, pero todos englobados en el mismo contexto: un barrio de Madrid en plena crisis. Con esta premisa aparecen situaciones que todos hemos vivido, visto, escuchado, pura actualidad contada desde personajes muy humanos.
Os vais a encontrar con recién divorciados intentando adaptarse a su nuevo estado civil, abuelas que animan a la familia con algunas extravagancias, comerciantes preocupados por el devenir de sus negocios, mujeres que se han quedado sin trabajo y tienen que reinventarse, transexualidad, lucha, inmigración, solidaridad, corrupción, desahucios, ocupación, hambre, enfermedad, alcoholismo, suicidio…un cóctel molotov narrado con fluidez y sutileza.
La historia que a mí más me ha llegado ha sido la de María Gracia y Antonio. Ella es una empleada del hogar solitaria, a la que nadie mira, que se siente fea, desgraciada; él también es solitario, lleva demasiado tiempo en el paro, se le ha agotado la prestación por desempleo, es alcohólico y no tiene más familia que una hermana que le permite vivir en un chiscón. Durante un año, ambos desayunan todos los días en el mismo bar; desayunan y se miran, pero no se atreven a decirse nada, hasta que un día él desaparece y ella recibe una nota que la destrozará.
III Después
La novela cierra con algunos apuntes sobre cómo se encuentran los personajes tras ese año convulso y deja entrever cómo irán enfrentándose a otras historias porque, como no puede ser de otra manera, la vida sigue a pesar de todo.
LO MEJOR Y LO PEOR
Lo mejor: la humanidad de los personajes y la escritura sin artificios que dota a la novela de la naturalidad que necesita.
Lo peor: en ocasiones se hace difícil seguir las relaciones entre los personajes, ya que son tantos y tan variopintos. Confieso que en algún momento tuve que volver hacia atrás para situarme.
¿POR QUÉ ME SALVÓ?
Me metí tanto en la historia desde la primera página que pasé las cuatro horas de tren en un mundo paralelo en el que no existía ni mi TFM ni la imagen del catedrático destripador. Cuando llegué a casa ya había devorado media novela y al día siguiente la terminé nada más levantarme. Me atrapó y me devolvió la dignidad que había creído perder en aquel aula.
Por cierto, ¿adivináis qué nota saqué en el TFM? ¿No? ¡Pues leed La chica de los nueves!
October 31, 2018
Hasta luego, futuro
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19 de octubre del 2017
Hoy he decidido que voy a ser escritora, así que después del funeral de mi mejor amiga Nadya he ido a la tienda de Samir, he comprado este cuaderno de tapas grisáceas como mis ojos y me he sentado en la cama a emborronar la primera página que luego tendré que pasar a limpio.
Lo he decidido porque mientras miraba la tumba de mármol donde han metido a mi amiga y pensaba en el frío que debía de hacer dentro, la madre de Nadya me ha abrazado muy fuerte y me ha dicho que el asesinato de su hija quedará impune y olvidado. Me apretujaba tanto que me costaba respirar, pero no me he quejado ya que cuando lloro y hablo a la vez me sale una voz ridícula, de pollito hambriento. Yo luego le he preguntado a mi padre qué significaba impune y, ahora que lo entiendo, sé que tiene razón; aquí, en Palestina, todo queda impune y olvidado.
Hace dos días, Nadya y yo estábamos en mi casa pensando cómo hacer un trabajo para el cole: teníamos que construir un modelo del sistema solar. Como no se nos ocurría nada, le pedimos a mi hermano mayor el móvil y nos sentamos en las escaleras que hay detrás de la cafetería para robar wifi. Alucinamos con el primer tutorial de una maqueta giratoria y no vimos más; queríamos irnos de allí cuanto antes por el olor a podrido de los contenedores. Apuntamos lo que necesitábamos y fuimos a la tienda de Samir. Es un local con dos pasillos estrechísimos repletos de bártulos, lo tiene tan desordenado que cuesta horrores encontrar lo que buscas y terminamos por preguntarle. No había ni la mitad de los materiales; para excusarse dijo que usáramos la imaginación, que es muy importante; apuntó en la cuenta de mi padre el dinero, nos regaló una golosina y nos despidió con su sonrisa bromista y la famosa frase que le dice a todos los niños: «Hasta luego, futuro».
De camino a mi casa nos encontramos con el papá de Nadya, que compartía un narguile con sus amigos en la terraza del café y nos invitó a un batido de fresa. Mientras yo lo devoraba y les contaba el proyecto con detalle,
Nadya se alejó a acariciar un gato atigrado que dormitaba sobre la acera con esa cara de gusto que ponen los gatos cuando les da el sol. A partir de entonces sucedió todo muy deprisa.
Recuerdo que escuché los sonidos por este orden: acelerón, grito de mujer, chirrido de neumáticos, grito de hombre, golpe seco y acelerón. El padre de Nadya y sus amigos salieron corriendo detrás del coche, la gente se apelotonó alrededor del cuerpo y yo me quedé paralizada sin saber qué hacer. Luego recuerdo luces: las de la ambulancia, las de la policía israelí y las de una linternita que me enfocaba en los ojos un médico.
Lo siguiente que recuerdo es que estaba en mi habitación y todo me daba vueltas, parecía que me habían dado un mazazo en la cabeza. Me dolía la lengua y la boca me sabía a sangre, debía de haberme mordido. Oí a mi familia susurrar, salí dando un portazo y grité: «¿Creéis que no me entero? ¡Dejad de hablar como si fuera un bebé, tengo doce años!». Estaban sentados a la mesa del comedor: mi madre, mi padre, mi hermano y mi abuelito; me miraban atónitos porque yo nunca había tenido un arrebato así. El olor a café recién hecho me reconfortó, me senté en la silla que quedaba libre y rompí a llorar. Con la voz de pollito hambriento les dije que no entendía por qué nos odiaban tanto y mi hermano respondió lo de siempre: «Quieren que nos vayamos para quedarse con nuestras tierras», a lo que contesté: «¿Y ese es motivo para matar niñas?». Todos se echaron a llorar, incluido mi abuelito, al que yo nunca había visto soltar ni una lágrima y oírle gimotear de aquella manera tan gutural me provocó un agujero infinito en el pecho.
Al colono asesino se lo llevó su policía; dicen que lo van a juzgar, pero todos sabemos que es mentira.
Mi madre no quiere que salga a la calle de momento. A mí no me da ningún miedo, así que después del funeral he ido a la tienda de Samir a por este cuaderno, le he contado mi intención de que las injusticias no caigan en el olvido y le he preguntado por qué no había venido a despedir a Nadya. Me ha mirado con los ojos húmedos y me ha dicho muy bajito: «Hasta luego, futuro».
October 28, 2018
Bienvenidos a mi blog
Bienvenidos a mi blog. Por fin me decido a empezarlo. Después de darle muchas vueltas, he decidido que sí, que me apetece dedicarle tiempo y energía a esto de hablar de la literatura realista y de protagonistas femeninas, dos aspectos que definen tanto lo que leo como lo que escribo.
¿De dónde vienen estas raras obsesiones? Te preguntarás…o no. De todos modos te lo voy a contar.
Ya desde pequeña me encantaban las lecturas sobre dramas cotidianos. Recuerdo que una Navidad los Reyes Magos (seguro que fue Baltasar porque era mi favorito y sabía lo que me gustaba) me dejaron en la zapatilla “Cuento de Navidad” de Charles Dickens, claro que era una adaptación donde los protagonistas eran Mickey Mouse en el papel de Bob Cratchit y el Pato Donald como el ávaro y desconsiderado Scrooge, pero la esencia era la misma: un reflejo de la sociedad londinense en la época victoriana. El caso es que aquella historia me fascinó, y me sigue fascinando. Creo que marcó el inicio de mi gusto por los dramas realistas.
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Este fue el libro que me convirtió en una realista dramática. Si no quieres que pase esto con tus hijos no se lo regales.
“¿Pero, Laura, por qué drama?” Me preguntan con frecuencia con un nudo en la garganta, a lo que respondo con una sonrisa: “Porque la vida es un drama”. Ahí es cuando me empiezan a llamar pesimista y otras muchas cosas que no puedo escribir aquí. En parte, respondo esto por provocar y, en parte, porque lo creo. Últimamente nos han vendido todo ese rollo de la felicidad y la psicología positiva, basura comercial que está haciendo mucho daño. Y es que, la vida tiene muchas cosas buenas, de acuerdo, pero también muchísimas muy malas (que conste que no intento deprimir a nadie para conseguir clientes), y esas cosas malas son las que a mí me interesa contar, son las que me llaman la atención, las que me remueven las tripas. Analizar la conducta de las personas frente a esas situaciones es lo que me emociona, y aquí, sí, lo reconozco, hay mucha deformación profesional, ¿o será al contrario y por este interés me hice psicóloga?…nunca lo sabremos.
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El drama de la vida. Una imagen vale más que mil palabras (no os quejéis que he escogido la de la rosa para darle color).
La última incógnita es por qué todas mis protagonistas son mujeres, algo que también me suelen preguntar con mirada de suspicacia. Cuando empecé a tomarme en serio esto de la escritura leí un artículo sobre el porcentaje de protagonistas hombres y mujeres en la literatura en general. ¿A que no adivináis quien ganaba por goleada? Muy bien, os veo avispados. Los protagonistas masculinos eran una inmensa mayoría, así que pensé, “Si te sientes mejor creando mujeres y además hay muchas menos, a partir de ahora te vas a dedicar a ello”, y fue una especie de maldición que me eché a mí misma porque ya nunca más he podido escribir nada donde el protagonista sea un hombre.
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Estado ideal del número de protagonistas femeninos y masculinos en literatura.
En fin, que a eso es a lo que he venido aquí, a hablar de literatura realista y de protagonistas femeninas, por si aún no te habías enterado.
Hasta luego, futuro
Hoy he decidido que voy a ser escritora, así que después del funeral de mi mejor amiga Nadya he ido a la tienda de Samir, he comprado este cuaderno de tapas grisáceas como mis ojos y me he sentado en la cama a emborronar la primera página que luego tendré que pasar a limpio.
Lo he decidido porque mientras miraba la tumba de mármol donde han metido a mi amiga y pensaba en el frío que debía de hacer dentro, la madre de Nadya me ha abrazado muy fuerte y me ha dicho que el asesinato de su hija quedará impune y olvidado. Me apretujaba tanto que me costaba respirar, pero no me he quejado ya que cuando lloro y hablo a la vez me sale una voz ridícula, de pollito hambriento. Yo luego le he preguntado a mi padre qué significaba impune y, ahora que lo entiendo, sé que tiene razón; aquí, en Palestina, todo queda impune y olvidado.
Hace dos días, Nadya y yo estábamos en mi casa pensando cómo hacer un trabajo para el cole: teníamos que construir un modelo del sistema solar. Como no se nos ocurría nada, le pedimos a mi hermano mayor el móvil y nos sentamos en las escaleras que hay detrás de la cafetería para robar wifi. Alucinamos con el primer tutorial de una maqueta giratoria y no vimos más; queríamos irnos de allí cuanto antes por el olor a podrido de los contenedores. Apuntamos lo que necesitábamos y fuimos a la tienda de Samir. Es un local con dos pasillos estrechísimos repletos de bártulos, lo tiene tan desordenado que cuesta horrores encontrar lo que buscas y terminamos por preguntarle. No había ni la mitad de los materiales; para excusarse dijo que usáramos la imaginación, que es muy importante; apuntó en la cuenta de mi padre el dinero, nos regaló una golosina y nos despidió con su sonrisa bromista y la famosa frase que le dice a todos los niños: «Hasta luego, futuro».
De camino a mi casa nos encontramos con el papá de Nadya, que compartía un narguile con sus amigos en la terraza del café y nos invitó a un batido de fresa. Mientras yo lo devoraba y les contaba el proyecto con detalle, Nadya se alejó a acariciar un gato atigrado que dormitaba sobre la acera con esa cara de gusto que ponen los gatos cuando les da el sol. A partir de entonces sucedió todo muy deprisa.
Recuerdo que escuché los sonidos por este orden: acelerón, grito de mujer, chirrido de neumáticos, grito de hombre, golpe seco y acelerón. El padre de Nadya y sus amigos salieron corriendo detrás del coche, la gente se apelotonó alrededor del cuerpo y yo me quedé paralizada sin saber qué hacer. Luego recuerdo luces: las de la ambulancia, las de la policía israelí y las de una linternita que me enfocaba en los ojos un médico.
Lo siguiente que recuerdo es que estaba en mi habitación y todo me daba vueltas, parecía que me habían dado un mazazo en la cabeza. Me dolía la lengua y la boca me sabía a sangre, debía de haberme mordido. Oí a mi familia susurrar, salí dando un portazo y grité: «¿Creéis que no me entero? ¡Dejad de hablar como si fuera un bebé, tengo doce años!». Estaban sentados a la mesa del comedor: mi madre, mi padre, mi hermano y mi abuelito; me miraban atónitos porque yo nunca había tenido un arrebato así. El olor a café recién hecho me reconfortó, me senté en la silla que quedaba libre y rompí a llorar. Con la voz de pollito hambriento les dije que no entendía por qué nos odiaban tanto y mi hermano respondió lo de siempre: «Quieren que nos vayamos para quedarse con nuestras tierras», a lo que contesté: «¿Y ese es motivo para matar niñas?». Todos se echaron a llorar, incluido mi abuelito, al que yo nunca había visto soltar ni una lágrima y oírle gimotear de aquella manera tan gutural me provocó un agujero infinito en el pecho.
Al colono asesino se lo llevó su policía; dicen que lo van a juzgar, pero todos sabemos que es mentira.
Mi madre no quiere que salga a la calle de momento. A mí no me da ningún miedo, así que después del funeral he ido a la tienda de Samir a por este cuaderno, le he contado mi intención de que las injusticias no caigan en el olvido y le he preguntado por qué no había venido a despedir a Nadya. Me ha mirado con los ojos húmedos y me ha dicho muy bajito: «Hasta luego, futuro».
Laura Urcelay.
Relato ganador del "Premio Internacional de Narrativa Joven Abogados de Atocha 2018".
Laura Urcelay
Como lectora puedo leer casi de todo mientras no esté escrito de forma petulante, rimbombante, fatua. Disfruto de la narrativa sencilla, li Este blog es un espacio para compartir lecturas y escritura.
Como lectora puedo leer casi de todo mientras no esté escrito de forma petulante, rimbombante, fatua. Disfruto de la narrativa sencilla, limpia y clara, la más difícil de escribir. Me apasionan las historias realistas con personajes creíbles y tengo preferencia por el drama.
Como escritora me interesa contar la vida y sus inconvenientes, las situaciones complicadas, poner a mis personajes en circunstancias adversas y hacer que reaccionen cada una a su manera. Me considero una narradora realista, fascinada por los personajes femeninos que protagonizan todas mis historias.
Si tienes los mismos intereses que yo y te apetece compartir opiniones, no dudes en hacerlo.
Hablamos. ...more
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