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July 8, 2022

Rueda de Molino

Había luna nueva la noche que me secuestraron. Usaron unas luces cegadoras los tres o cuatro kilómetros que anduvimos por un camino de tierra. Se oía mi respiración, entrecortada por la soga que me habían tensado alrededor del cuello. Me empujaron al interior de una cuadra. Uno de mis captores desató la cuerda y me dio una patada. Corrí a una esquina del pesebre. Temblaba, pensaba que harían conmigo atrocidades como había escuchado que hacían con otras. Un estallido me dejó sin aliento. Hablaron por fin y reconocí la voz de Bernabé, vecino de toda la vida, que insultaba a su hijo por romper el foco. Se alejaron. Me quedé con la compañía de cinco vacas que rumiaban de culo a mí. Me tumbé sobre un lecho de paja y pensé en el disgusto que se llevaría Josefa cuando, al amanecer, me buscara para vender el pan y no me encontrara. Por primera vez desde que asaltaran mi establo, lancé un rebuzno que provocó miradas punzantes de mis nuevas compañeras.

Las primeras semanas fueron un calvario. Pasaba el día dando vueltas a un molino de piedra, cegada por las orejeras, con las rodillas entumecidas por la humedad que salía de las paredes. Agachaba la cabeza y, mientras giraba, recordaba los paseos con Josefa valle arriba, valle abajo; a los viejos que gritaban: «Qué burra más buena, Josefa, qué harías sin ella»; a mi dueña que asentía y miraba los montes por los que había huido su marido poco después de comprarme. Soñaba con darle una coz a Bernabé y salir al galope, que el viento peinara mi crin y la hierba barriera la tierra de mis pezuñas; con aparecer por sorpresa en mi establo. Estaba segura de recordar el camino, pero no encontraba la ocasión; mi vida se había reducido a días de molino y noches de cuadra. No disfrutaba de pastos, como hiciera en mi casa, donde era libre desde que terminaba la ronda de pan hasta que la oscuridad caía sobre el verde.

Una mañana, sin explicación, Bernabé me dejó suelta en el prado. Mi primer impulso fue revolcarme en la hierba. Luego, bajé a los matorrales y me di un festín hasta que escuché el chirrido de la portilla. Volví la cabeza y encontré al jumento con el pelo del rabo más largo y brillante que hubiera visto jamás. Se llamaba Guzmán. Me contó que araba la tierra para un hombre que le trataba a puntapiés; se preguntaba si era mejor esa vida o aquella muerte que había sufrido el cerdo de su granja. Me hubiera gustado que se quedara más tiempo, pero solo nos dejaron disfrutar ese día. Volví a quedarme aislada hasta que, doce meses después, nació mi pollino.

Aunque volví a la rueda al día siguiente del parto, ya solo trabajaba por las mañanas, por las tardes disfrutaba del forraje con mi pequeño. Una tarde nos visitó el dueño de Guzmán. Mi pollino le pareció igual de hermoso que su padre y le auguró una fuerza y obediencia similar. Por algo en su forma de hablar, supe que se llevaría a mi hijo. Ahora sí, debíamos escapar.

El día que Bernabé fue a la feria de ganado y dejó a su hijo a cargo de la granja, el chico tenía que recordar algunas cosas y se olvidó de la más importante: cerrar la portilla. No dudé, en cuanto marchó, emprendí rumbo a mi hogar con mi pollino pegado al lomo. Mientras recorríamos el sendero, mi hijo aseguró no haberme visto así de contenta jamás, por eso bautizamos la ruta como «El camino de la alegría». Una hora después, allí estaba mi cuadra, con el pozo a un lado y el gallinero al otro, bañados por los últimos rayos del sol que se escondía tras la montaña. Había pasado mucho tiempo, era probable que mi lugar estuviera ocupado por otra burra, pero ni siquiera ese hallazgo empañaría mi felicidad, Josefa encontraría la forma de querernos a todos. Abrí la puerta de un cabezazo. Mi pesebre estaba vacío, lleno de telas de araña. Nos arrellanamos. El calor de mi burrito y su respiración tranquila me hicieron soñar con un futuro repleto de caricias y manzanas.

A la mañana siguiente, Josefa entró con la cesta de los huevos vacía y cara de susto. Dijo: «¿Eres tú, Mariquilla?» Me levanté. Concluyó que no podía ser otra, mi defecto de nacimiento, unas manchas bajo las rodillas, me delataba. Salimos a la finca. Bajo la higuera, Josefa me rodeó el cuello y hundió su cara en mi pelaje, que absorbió unas lágrimas dulces; quizá pensaba que, si yo había vuelto después de tanto tiempo y con un hijo, su marido también volviera y podría tener la familia que tanto deseaba.

La noticia no tardó en correr por el pueblo. Esa misma tarde, apareció en nuestra casa Bernabé con su hijo y una pareja de la Guardia Civil. Josefa contó cómo, la noche del secuestro, había visto una luz deslumbrante desde su habitación, pero no se habían atrevido a bajar. Insistió en que mi defecto confirmaba que yo era yo. Bernabé lanzó blasfemias contra Josefa, a quien yo arrimaba el hocico para que los guardias vieran que ella era mi ama. Llegó nuestra vecina Encarnación, quien juró con la mano en el pecho que yo era la burra que ella había criado con sopas y luego le había vendido a Josefa. Bernabé gritó que aquellas dos rojas estaban compinchadas. Estoy segura de que el sobre que el hijo de Bernabé entregó a los guardias fue el detonante de mi condena: yo no era yo y debía volver a la rueda del molino.

Desanduvimos el sendero de la alegría, ahora del pesar, tales fueron los rebuznos que lanzamos. No nos importaron los correazos, no eran más que el preludio de la vida que nos esperaba: yo tirando de la rueda de Bernabé; mi hijo, de la del dueño de Guzmán; y Josefa, de una casa vacía.

Participo con este relato en el Concurso de relatos Historias de Animales de Zenda.

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Published on July 08, 2022 00:05

May 24, 2022

Hoja de ruta | Historias del Camino

Me incorporé en el último momento. Mi prima me dijo que al día siguiente cogía un bus a Galicia para hacer el Camino. Yo necesitaba diversión y me apunté. Se ilusionó, me aconsejó qué meter en la mochila. Cogí cinco bragas, cinco pares de calcetines, un pantalón, tres camisetas, un neceser con lo básico, una toalla y mi navaja multiusos. Me puse la gorra, até el saco y los bastones por fuera y coloqué la cantimplora en el bolsillo externo. En menos de dos horas ya estaba en su casa. La encontré nerviosa. Cuando el novio se fue a la ducha, salimos al jardín y compartimos un cigarro. Me contó que a su novio no le había gustado que me apuntara. Yo no le caía bien, me creía peligrosa porque me la llevaba a bailar de vez en cuando. No le hagas caso, dijo, es el primero que se ha apuntado sin preguntar. Me explicó que aquella era su excursión de fin de curso, la había planeado con tres compañeras; él, que no la dejaba sola ni en los descansos del instituto, se había incluido casi de forma natural. Me confesó que tenía una pizca de miedo: por sus pies, por lo desconocido, pero, sobre todo, por lo conocido. Supuse que se refería a él. Espero que el Camino me ayude, dijo, a hacerme consciente de mis limitaciones, que me guíe. Quise preguntarle si pensaba dejar a su novio, pero apareció él y cortamos la conversación.

En la estación, me presentó a sus compañeras. Una llevaba el pelo amarillo, quemado por el tinte. Otra transmitía buen rollo, aunque chillaba demasiado. La última que besé tenía aires de reina. Pensé que sería un incordio, pero aún no podía imaginar cuánto. Viajamos durante once horas. Ya en Sarria, conseguimos habitación y fuimos a dormir pronto. Nos levantamos a las seis. Aquella primera etapa la hicimos a buen ritmo. Caminábamos y cantábamos. Saludábamos a otros peregrinos y competíamos por encontrar las flechas amarillas en los cruces. A medio camino paramos en un bar. Pedí una jarra de cerveza, para refrescar. Mi prima pidió un plátano, por eso del potasio, dijo. Nos hicimos una foto que luego enmarqué. Salimos sonrientes, cada una sujetando su vitamina amarilla.

Me di cuenta de que la reinona ejercía poder sobre el grupo. Le pasaban cualquier ofensa. Estuve a punto de saltar más de una vez, suerte que, cuando iba a encararme, cruzamos un puente y llegamos a Portomarín. En la cola del albergue conocimos a una sevillana, enfermera, que venía con su novio, y a tres estudiantes de derecho: una ceutí, un granadino y una cordobesa. Mientras comíamos en la terraza, el sevillano nos pidió que le guardáramos un pastel para sorprender a su novia esa noche y nos invitó a unirnos al cumpleaños. Me ofrecí a comprar cervezas. Cuando volví, mi prima me esperaba fuera, sola. Me pidió un cigarro y me contó que le faltaba un euro para la secadora, había subido a la habitación y se había encontrado a la reinona sin sujetador y a su novio encima de ella, dándole un masaje. No sé por qué me ha sentado mal, dijo, no soy celosa. Le dije que no me gustaba esa chica, y su novio menos. Me miró cansada y me pidió que no dijera nada. Tras el cumpleaños, los andaluces y yo salimos a tomar unas copas. Insistí a mi prima para que viniera, pero dijo que la etapa del día siguiente era dura y necesitaba descansar.

Me levanté con resaca y vi a mi prima enredándose en los pies. Se ponía parches para las ampollas que le había dado la reinona. Salimos. Mi prima apenas apoyaba las plantas; iba tan lenta que la fui dejando atrás. La conversación con la cordobesa me llevaba flotando. Llegó un momento en que volví la cabeza y ya no la vi. Nos reuniríamos en el siguiente albergue, pensé; pero no, cuando llegaron a Palas de Rey, los andaluces y yo estábamos borrachos y las habitaciones completas. Los instalaron en un pabellón. Fui a verlos: la reinona lloraba; la chillona estaba muda; la del pelo amarillo con un ataque de ansiedad porque alguien la había timado; a mi prima se le habían reventado las ampollas dentro de los parches; su novio me miraba con asco. No te preocupes, dijo mi prima, eso es el Camino, buenos y malos momentos. Me fui, aliviada de no dormir esa noche con ellos. Tras unas cuantas birras, la cordobesa y yo nos metimos en la misma litera. No volví a caminar con mi prima.

Nos reunimos en Melide. Mi prima seguía amargada con sus pies. La sevillana se los curó. Eso le mejoró el ánimo y fuimos a una pulpería. Brindamos con albariño, hasta que los andaluces propusieron saltarnos una etapa en autobús. Queríamos llegar a Santiago el veinticinco, ver el botafumeiro. Si continuábamos la hoja de ruta, no lo lograríamos. El novio de mi prima dijo que él había venido a caminar, no a ir de fiesta ni a ver fuegos artificiales. La reinona lo secundó. Yo dije que me iba con los andaluces. Te has encaprichado con la cordobesa, me soltó mi prima después. Le contesté que yo había venido a divertirme. Encontraré el modo de llegar sin trampas, dijo. Nos separamos.

Nos volvimos a ver tres días después, en Santiago. Le pregunté cómo habían conseguido llegar a tiempo. Me contó que apenas habían dormido en el albergue de O Pino. Se habían levantado a las dos de la mañana y habían hecho la última etapa de noche, por el bosque. Me preguntó si lo había pasado bien con la cordobesa. Le conté el baño en el río, los bailes y los fuegos artificiales. Le pregunté si estaba contenta de cómo habían ido las cosas. He tenido tiempo de poner orden, contestó, y tomar decisiones que te explicaré a la vuelta. Me abrazó y dijo: cada una ha elegido su Camino, como debe ser.

Participo con esta historia en el concurso de relatos Historias del Camino

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Published on May 24, 2022 01:03

May 4, 2022

Escucha su voz

Sé que alguna vez piensas en mí. Como esta tarde de enero, en un piso alquilado, en el pueblo donde has ido a parar por trabajo, lejos de ella. Miras el cubo en mitad del salón, casi lleno por la gotera, y piensas en qué te diría yo. Lo sabes, pero te dejas arrastrar por tareas sin importancia. Te preocupan ahora, lo recuerdo. Créeme, en treinta años no te van a importar las facturas. ¿Quieres un consejo? Contrata un gestor. Déjale a él los números, tú solo necesitas uno: el suyo. Llámala, aunque no te reconozca. Da igual, lo importante es su voz. Hazlo por nosotras. Ya no estoy segura de su timbre. Ni siquiera en sueños, cuando la veo con su melena caramelo, la falda naranja y la toquilla morada enganchada con un imperdible. Me habla, pero no consigo oír su voz. Hazlo, tú que aún puedes. Escucha su voz. Quizá así, en treinta años, cuando llegues donde estoy yo ahora, la recuerdes.

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Published on May 04, 2022 08:13

January 30, 2022

Papel de charol. Maestros inolvidables

Charo nunca me dio clase. Era la maestra del otro grupo de párvulos. Con solo escucharla, mis compañeros y yo nos dábamos cuenta de la mala suerte que habíamos tenido. Cada mañana, con una vocecita parecida a la nuestra, Charo pedía a sus alumnos que hicieran la fila; ellos se acercaban sonrientes, sin parar de hablar. Al lado estábamos nosotros, tiesos como soldaditos, en un silencio agotador, después de que Eugenia, nuestra maestra, hubiera alzado su vozarrón.

Charo entraba al edificio como una mamá cariñosa y los niños la seguían encantados, se les veía la diversión en la cara. Después íbamos nosotros, tras el cuerpo duro de Eugenia, que desfilaba con las manos detrás de la espalda. En el pasillo teníamos una percha asignada con nuestro nombre. Allí cambiábamos los abrigos por el babi. Eugenia esperaba dentro de la clase, junto a la puerta, para revisar que cada botón estuviera en el ojal correspondiente. Si no era así, te dejaba fuera hasta que te apañaras. Yo era diestra con los botones porque había entrenado con mi madre. Me abrochaba rápido y ayudaba a mis compañeros para que nadie sufriera el castigo. A veces, notaba la mirada de Charo desde el otro lado del pasillo. Me giraba y la veía en cuclillas, ayudando a sus alumnos a abotonarse.

No sabía lo que hacían en su aula, pero imaginaba cuentos, juegos, manualidades y fichas agradables, porque nunca oí un grito. Ellos, sin embargo, debían de escuchar los enfados de Eugenia; no había día en que no se irritara porque alguno trazara mal una letra o se pinchara con el punzón. Solía tomarla con dos niños a los que llegó a frotarles la cara con un estropajo porque se habían pintado de tigres con rotulador; del daño que les hizo, volvieron a casa con arañazos que parecían bigotes tatuados en rojo. Al resto, solo nos castigaba cuando no sabíamos hacer algo. Y el castigo siempre era el mismo: sin recreo hasta que te salga. Yo no entraba en ese grupo porque casi todo se me daba bien. Hasta que llegó la primavera y, con ella, el papel de charol.

Las maestras se habían puesto de acuerdo para que, entre todos, hiciéramos un mural de flores brillantes. Cada alumno tenía que aportar al menos una flor. Yo no era hábil con las tijeras, no me había dado tiempo a practicar con mi madre. Por más que intentaba recortarla por la línea de puntos, se me rompían los pétalos como si fueran los de una amapola. Se acercaba la hora del patio y llevaba cuatro papeles malgastados.

—El que no haya entregado su flor cuando suene el timbre, seguirá trabajando en el recreo. —amenazó el vozarrón.

Los que habían terminado jugaban en la moqueta verde. En las mesas quedábamos los niños tigre, que siempre estaban castigados, un par de niñas que lo estaban de vez en cuando, y yo, que nunca lo había estado. Cada vez más nerviosa, las tijeras me temblaban en las manos. Cómo le iba a explicar a mi madre que me habían castigado, ella que presumía a todas horas de lo bien que me iba en el cole. El timbre sonó al tiempo que yo destrozaba el quinto papel. Eugenia se acercó a la puerta y los alumnos formaron fila tras ella. Mis amigas me preguntaron con los ojos qué hacía yo ahí, pero no me hablaron por miedo a un coscorrón y marcharon al patio. La cara se me llenó de lágrimas. Fue la primera vez que sentí angustia, una angustia que me salía en forma de gemidos y mocos que me ahogaban. Los demás castigados, con su gesto de normalidad, parecían presidiarios que llevaran años de condena y observaran a alguien que hubiera entrado en la cárcel por error.

Poco después, noté una mano cálida que me acariciaba el pelo y una voz parecida a la mía que me preguntaba por qué lloraba: la voz de Charo; la voz que había escuchado tantas mañanas y había deseado que fuera la de mi maestra. Me secó las lágrimas y los mocos con la manga de su bata, una bata que olía a pinturas de colores. Le expliqué lo que me pasaba. Ella meneó la cabeza un par de veces, como molesta. Cogió las tijeras, un papel de charol amarillo y recortó una flor. En la parte trasera escribí mi nombre.

—No le cuentes a Eugenia que te he ayudado —me dijo—. Ya puedes salir al patio.

Se acercó a mis compañeros y continuó con la liberación.

Mi flor amarilla iluminó el centro del mural. De ella brotaban todas las demás: flores azules, rosas, verdes… flores brillantes como los ojos de Charo cuando nos miraba. Brillantes como su nombre, que resplandece en mi memoria cada vez que uso con mis alumnos el papel de charol.      

Participo con este relato en el concurso Maestros inolvidables de Zenda

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Published on January 30, 2022 01:37

December 21, 2021

Una nueva ilusión

Ana tenía siete años y una ilusión nueva. Su hermano le había estropeado la inocencia cuando le dijo que el Ratoncito Pérez no existía. Todo por no escucharla llorar. Porque el Ratoncito le había traído cien pesetas a cambio de su colmillo y ella las había perdido jugando en el salón. Removió la alfombra, el sofá y el mueble del televisor, pero no las encontró. Así que empezó a llorar. Su padre quiso darle otra moneda, pero ella dijo que no; no quería cien pesetas, quería la moneda dorada del Ratoncito. Su hermano, harto del berrinche, le contó que el Ratoncito eran los padres. Y ya que estaba, le explicó que tampoco existía Papá Noel ni, por supuesto, los Reyes Magos. Ana, con siete años, perdió la ilusión y comenzó a buscar una nueva. 

La nueva ilusión fue acudir esa Navidad al centro comercial con sus padres. Ahora que sabía la verdad, podía decidir el regalo que le entregaría el chico que se pintaba de Baltasar en la cabalgata del pueblo. Ya no habría dudas de que se lo trajeran o no según el comportamiento, ahora elegía como los mayores. Y aquel año lo tenía claro. Había visto en el cine La bella y la bestia, y Bella se había convertido en su princesa favorita. Por eso, cuando vio los anuncios de Barbie y Ken transformados en Bella y Bestia no dudó. En el centro comercial, señaló, con el dedito firme, aquellas cajas que contenían las réplicas de su heroína. Notó un silencio raro, parecido a los que había en casa cuando algo no iba bien. Entonces su padre le dijo que eran muy caros, que no les alcanzaba para un regalo así. Ana sintió algo parecido a la tristeza, pero lo comprendió, ahora que no existía la magia había que pensar en el dinero. Se encogió de hombros y dijo que entonces podían elegir lo que quisieran, mejor que fuera sorpresa. 

Su nueva ilusión fue un regalo sorpresa. Como aquellos sobres de los puestos de hippies que compraba sin saber lo que traían y le encantaban aunque fuesen tonterías, porque lo hermoso era el misterio. Se convenció durante las tres semanas que faltaban para la cabalgata. Cada vez que veía el anuncio de los muñecos, les sacaba una falta: la careta de Bestia parecía más la de un perro sarnoso; los muñecos no servían para nada; ya estaba grande para andar imaginando historias con trozos de plástico. Y así se lo contó a su vecina Amanda, que solo tenía cinco años y aún creía en los Reyes. Le contó que había visto los muñecos en una tienda y eran una birria, que no se parecían en nada a los de la peli y que prefería lo que los Reyes quisieran traerle, cualquier cosa menos esos muñecos horribles.

Por fin llegó la noche de la ilusión, la noche de la cabalgata. Había pasado todo el día preguntando qué le traerían. Hasta su madre la había reñido para que se tranquilizara. Pero cómo pretendía que se calmara ese día tan especial. Los niños del pueblo se reunieron en la iglesia. Se sentaron en las alfombras a esperar que los Reyes llegaran de su recorrido a caballo. Ana y Amanda se colocaron juntas. Amanda esperaba un Nenuco; estaba tranquila, segura de que se lo traerían porque sus padres le habían dicho que se había portado muy bien. Ana aguardaba su sorpresa inquieta y al mismo tiempo orgullosa de saber algo tan importante que los demás niños de la alfombra desconocían. Las vocecitas se callaron cuando el paje anunció la llegada de sus majestades. Entraron por orden, como siempre: Melchor, Gaspar y Baltasar. Hablaron de su largo viaje, de lo contentos que estaban de haber llegado a ese pueblo lleno de niños buenos y de lo cargados que venían de regalos que iban a repartir ya. Y entonces empezó la retahíla de nombres: Manuel, Sonia, Ángela, David… y los niños se levantaban, se acercaban a su rey, le daban un beso y volvían a la alfombra con su paquete. Gaspar llamó a Amanda. La niña se acercó despacio, posó para una foto que le hacía su padre y volvió con cuidado a su sitio. Ana la ayudó a abrir su Nenuco, tal y como esperaba. Cuando Baltasar dijo el nombre de Ana, se levantó de un brinco y llegó hasta su rey con el cuerpo agitado. Le dio un beso y regresó a su sitio con la mejilla negra y un paquete rojo que parecía una caja de zapatos. Ya junto a Amanda rasgaron el papel y vieron a una Bella sonriente con su vestido celeste y su delantal blanco. Debajo había otra caja desde donde Bestia las miraba con unos ojos azulísimos. Amanda le dijo que eran muy bonitos, que sí se parecían a los de la peli. Ana no contestó. Colocó el papel de regalo sobre las cajas y no dijo más hasta que terminó la cabalgata.

Una vez fuera, entre la multitud que se apiñaba para coger el chocolate y los bizcochos gratis, se encontró con sus padres. Venían sonrientes, con ganas de vivir la ilusión de su sorpresa, a cambio, encontraron decepción. Cuando le preguntaron qué ocurría, Ana dijo que no quería esos muñecos, que habían quedado en que no los comprarían y ya no le gustaban. Entonces fueron sus padres los que se quedaron serios, sin entender. Ella tampoco entendía lo que le pasaba, sus padres se habían gastado un dinero que no tenían y eso le hacía sentir mal. ¿Cómo explicaba algo que no comprendía? Esa noche, todos pensaron que estaba enfadada y comentaron que se estaba volviendo una niña caprichosa que no valoraba nada.   

Participo con este cuento en el Sexto concurso de cuentos de Navidad de Zenda.

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Published on December 21, 2021 01:26

September 5, 2021

Carmen Laforet en Barcelona

Hoy celebramos el centenario del nacimiento de Carmen Laforet. Seguro que más de una vez os he comentado que Nada es mi novela favorita. Hace tiempo que quería recorrer los lugares de Barcelona más representativos en la historia de Andrea. Por eso, he cogido el libro (una primera edición que encontré en un mercadillo de segunda mano) y he pasado el día en la ciudad.

Carmen Laforet en Barcelona

Parada 1: La Estación de Francia

Llegamos a la Estación de Francia caminando. Al contrario que Andrea, protagonista de Nada, la vemos a pleno sol y en sentido inverso. Primero la fachada, con sus grandes letras doradas. Luego, nos adentramos en el frescor del mármol y el hierro forjado. Está prácticamente vacía. Hacemos un esfuerzo para transportarnos a esa noche en que Andrea llega a Barcelona. Tratamos de imaginar “el olor especial, el gran rumor de la gente, las luces siempre tristes“, y entre todo eso, una chica de dieciocho años con un maletón lleno de libros, un viejo abrigo, risueña, expectante ante la monumentalidad de la estación modernista que le da la bienvenida a “una ciudad grande, adorada en sus sueños por desconocida“.

Carmen Laforet en BarcelonaEstació de França. Foto: Rubén Villalba.

Por dificultades en el último momento para adquirir billetes, llegué a Barcelona a medianoche, en un tren distinto del que había anunciado y no me esperaba nadie… con una sonrisa de asombro miraba la gran Estación de Francia...

Nada. Cap I

Volvemos a la calle. Ya no hay coches de caballos como aquellos que resurgieron tras la guerra. Pero imaginamos a Andrea cogiéndolo y traqueteando por las calles vacías hasta Aribau. Nosotros cambiamos el rumbo por motivos de distancia y nos dirigimos al Mercado del Borne, muy cerca de la estación.

Parada 2: El mercado del Borne

No huele a frutas maduras, ni a paja. El Borne ya no es un mercado. Ahora es un centro cultural y muestra restos arqueológicos. Coincidimos con la visita de la 13:00 y nos invitan a pasar. Estudiantes de arqueología nos explican qué están investigando. El yacimiento nos aproxima a la vida cotidiana de Barcelona a finales del XVII y principios del XVIII, cuando la vida en esta parte de la ciudad quedó interrumpida por el desenlace de la Guerra de Sucesión. Impresiona ver las calles, las casas y los restos de cerámicas, hierros, bombas de piedra, huesos de animales… Podéis aprender más sobre este yacimiento aquí. No dejéis de visitarlo.

Carmen Laforet en BarcelonaMercat del Born. Foto: Rubén Villalba.

Barcelona se había quedado infinitamente vacía. El calor de julio era espantoso. Atravesé los alrededores del cerrado y solitario mercado del Borne. Las calles estaban manchadas de frutas maduras y de paja. Algunos caballos, sujetos a sus carros, coceaban.

Nada. Cap XXII

Parada 3: La calle Montcada

Cerca de El Born está la calle Moncada. Es aquí donde Guíxols tiene un estudio en el que se reúnen un grupo de jóvenes bohemios: artistas, escritores, pintores… con los que Andrea se relaciona durante un tiempo en la segunda parte del libro. Como consecuencia del misterioso distanciamiento de su gran amiga Ena, Andrea anda solitaria y nostálgica hasta que Pons, compañero de la Universidad enamorado de ella, la invita a conocer a sus amigos.


Hasta ahora no ha ido ninguna muchacha allí. Tienen miedo de que se asusten del polvo y que digan tonterías de esas que suelen decir todas. Pero les llamó la atención lo que yo les dije de que tú no te pintabas en absoluto y que tienes la tez muy oscura y los ojos claros. Y, en fin, me han dicho que te lleve esta tarde. El estudio está en el barrio antiguo…

Nada, Cap XIII
Carmen Laforet en BarcelonaCarrer Montcada. Foto: Rubén Villalba

Me acordé repentinamente del estudio de Guíxols y entré en la calle Moncada. El majestuoso patio con su escalera ruinosa de piedra labrada estaba igual que siempre. Un carro volcado conservaba restos de su carga de alfalfa.

Nada. Cap XXII

Parada 4: Iglesia de Santa María del Mar

Se ha hecho famosa por otra novela: La catedral del Mar de Idelfonso Falcones, que narra su construcción y la vida en Barcelona en el S. XIV. Pero ya aparece como escenario de novelas anteriores, como La sombra del viento y, por supuesto, Nada. No podemos visitar el interior porque coincidimos con una boda, pero nos contagiamos de la alegría de los recién casados y nos imaginamos a las vendedoras de claveles y retama.

Andrea visita la iglesia junto a Pons cuando van de camino a conocer el estudio de Guíxols. Pons le compra a Andrea “pequeños manojos de claveles bien olientes, rojos y blancos“. Y luego la guía a la calle Moncada, a pocos metros de la basílica. Nos la describe así:

Carmen Laforet en BarcelonaSanta María del Mar. Foto: Rubén Villalba

Santa María del Mar apareció a mis ojos adornada de un singular encanto, con sus peculiares torres y su pequeña plaza, amazacotada de casas viejas, enfrente.

Nada. Cap. XIII

Amazacotada. ¡Qué adjetivo!

Os dejo este artículo por si queréis saber algunas curiosidades de la basílica.

Parada 5: Vía Laietana

Vía amplia que atraviesa la Ciudad Vieja y comunica el ensanche con el puerto. Andrea pasa veladas estupendas en el piso que los padres de Ena tienen en esta calle. Veladas que ayudan a sobrellevar su vida miserable en Aribau. Quizá Laforet no imaginara los edificios que retratamos como el piso de Ena, pero nada más ver la fachada roja, tengo la sensación de que debía de ser aquí.

Carmen Laforet en BarcelonaVia Laietana. Foto: Rubén Villalba.

Me detuve en medio de la Vía Layetana y miré hacia el alto edificio en cuyo último piso vivía mi amiga… La Vía Layetana, tan ancha, grande y nueva, cruzaba el corazón del barrio viejo. Entonces supe lo que deseaba: quería ver la Catedral envuelta en el encanto y el misterio de la noche.

Nada. Cap. X

Parada 6: Catedral

Igual que Andrea al salir del piso de Ena, nos vamos para la Catedral. La rodeamos por completo y al caminar por las callejuelas que la rodean, no nos cuesta sentir el miedo y la excitación de Andrea al oír ese carraspeo siniestro en la noche y al darse cuenta de que una silueta diabólica se mueve hacia ella. Esa silueta es Gerardo, un cretino con el que Andrea, sin desearlo, se besa por primera vez.

Carmen Laforet en BarcelonaCatedral de Barcelona. Foto: Rubén Villalba.

La Catedral se levantaba en una armonía severa, estilizada en formas casi vegetales, hasta la altura del limpio cielo mediterráneo. Una paz, una imponente claridad, se derramaba en la arquitectura maravillosa.

Nada. Cap. X

Parada 7: Calle Aribau

Llegamos a la famosa calle Aribau y buscamos el número 36. Aquí nació Carmen Laforet hace cien años y en este piso se inspiró para escribir su novela. Tomamos distintas perspectivas. Este es el escenario más emblemático de la novela y merece un tratamiento especial. Es a este edificio a donde Andrea llega con la ilusión de comenzar una nueva vida de libertad. En cambio, rápidamente se da cuenta de que tendrá que vivir en un ambiente opresor, con la miseria de su familia gravemente deteriorada por la guerra.

Calle Aribau nº36. Fotos: Rubén Villalba

Enfilamos la calle de Aribau, donde vivían mis parientes, con sus plátanos llenos aquel octubre de espeso verdor y su silencio vívido de la respiración de mil almas detrás de los balcones apagados… Levanté la cabeza hacia la casa frente a la cual estábamos. Filas de balcones se sucedían iguales con su hierro oscuro, guardando el secreto de las viviendas. Los miré y no pude adivinar cuáles serían aquellos a los que en adelante yo me asomaría… Todo empezaba a ser extraño para mi imaginación; los estrechos y desgastados escalones de mosaico…

Nada. Cap. I

Parada 8: Universidad de Barcelona

Muy cerca de la casa de Carmen Laforet está la Universidad de Barcelona. Aquí la autora estudió Filosofía, carrera que nunca terminó. Andrea, protagonista de Nada, también estudia en este edificio, donde conoce a la que será su gran amiga Ena. Paseamos por los claustros de piedra, como ellas, disfrutando del frescor de sombras y árboles alrededor de los patios.

Universitat de Barcelona. Foto: Rubén Villalba

Me gustaba pasear con ella por los claustros de piedra de la Universidad y escuchar su charla pensando en que algún día yo habría de contarle aquella vida oscura de mi casa, que en el momento en que pasaba a ser tema de discusión, empezaba a aparecer ante mis ojos cargada de romanticismo.

Nada. Cap. V
Universitat de Barcelona. Foto: Rubén Villalba

Parada 9: Plaza de la Universidad

Justo enfrente está la Plaza de la Universidad. Hoy encontramos coches, taxis y patinetes. Cuando Andrea llega a Barcelona, el coche de caballos en el que viaja desde la Estación de Francia da la vuelta en esta plaza para dirigirse hacia la calle Aribau. Por primera vez, Andrea ve el edificio en el que estudiará y lo mira con los ojos ilusionados con los que llega a la ciudad.


El coche dio la vuelta a la plaza de la Universidad y recuerdo que el bello edificio me conmovió como un grave saludo de bienvenida.

Nada. Cap. I

Parada 10: Plaza Cataluña

Llegamos a la Plaça de Catalunya. Lugar que une la ciudad vieja con el ensanche. Hay palomas y niños. Nos sentamos a observar. El sol calienta demasiado en esta época del año. Pensamos que quizá Andrea tuviera razón y el mejor momento para sentarse al sol en esta plaza sea un mediodía de invierno.

Plaça de Catalunya. Foto: Rubén Villalba.

La hora del mediodía es la más hermosa en invierno. Una hora buena para pasarla al sol en un parque o en la Plaza de Cataluña.

Nada. Cap. XI

Parada 11: Ramblas y Calle Tallers (Barrio Chino)

Bajamos por las Ramblas y entramos en la Calle Tallers que se encuentra en el distrito del Raval. Esta zona de la ciudad, se conoció durante muchos años con el nombre de Barrio Chino. Así es como se menciona en la novela. Y aparece retratado como un lugar peligroso al que la tía Angustias le tiene prohibido acercarse a Andrea. Ella, sin embargo, atraída por el ambiente, se adentrará en más de una ocasión por sus calles.

Si quieres saber por qué El Raval fue conocido como El barrio Chino durante setenta años, puedes leer este artículo.

Calle Tallers. Foto: Rubén Villalba.

Espero que no habrás bajado hacia el puerto por las Ramblas… Hija mía, hay unas calles, en las que si una señorita se metiera alguna vez, perdería para siempre su reputación. Me refiero al barrio Chino… Perdidas, ladrones y el brillo del demonio, eso hay”.


Y yo, en aquel momento, me imaginé el barrio Chino iluminado por una chispa de belleza.

Nada. Cap. V

Descubrí en la calle de Tallers un restaurante barato y cometí la locura de comer allí dos o tres veces. Me pareció aquella comida más buena que ninguna de las que había probado en mi vida, infinitamente mejor que la que preparaba Antonia en la calle de Aribau.

Nada. Cap. XI

Hasta aquí nuestro recorrido. Por supuesto, nos han quedado lugares sin visitar que también aparecen en la novela como Montjuic o Tibidabo, una excusa perfecta para regresar.

Yo en las callejuelas tras la Catedral ubicando la siguiente parada. Foto: Rubén Villalba.

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Cuando Nada es todo: microrrelato en homenaje a Andrea, protagonista de la novela Nada. Porque el mejor regalo del mundo es un libro y si, además, es lo único que posees y eres capaz de regalárselo a otro, entonces su valor es incalculable.

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Published on September 05, 2021 23:00

July 27, 2021

Finalista «El verano de mi vida»

Celebrando el día de Cantabria con una gran noticia. Mi relato «La caja en el salón», que transcurre en un pueblo ficticio de la tierruca, finalista del concurso «El verano de mi vida» de Zenda.

Podéis leerlo aquí junto al resto de finalistas. Estoy en el número 8, sí, soy yo, aunque me han cambiado el nombre por el de «Lara Urcelay» que tampoco me importa porque aún es más cántabro. El viernes sabremos los 3 ganadores.

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Published on July 27, 2021 21:52

Finalista “El verano de mi vida”

Celebrando el día de Cantabria con una gran noticia. Mi relato “La caja en el salón”, que transcurre en un pueblo ficticio de la tierruca, finalista del concurso “El verano de mi vida” de Zenda.

Podéis leerlo aquí junto al resto de finalistas. Estoy en el número 8, sí, soy yo, aunque me han cambiado el nombre por el de “Lara Urcelay” que tampoco me importa porque aún es más cántabro. El viernes sabremos los 3 ganadores.

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Published on July 27, 2021 21:52

July 24, 2021

La caja en el salón

Zasaya es una aldea hundida entre montañas en el centro de Cantabria. El verdor de sus montes está salpicado de vacas, ovejas y viñedos. El paisaje, inmutable por siglos, se transformó con la llegada de la autovía de la meseta y el puente de los suicidas. El puente de los suicidas no es más que un tramo de autovía que corta dos montañas y queda sobre el río, a una altura suficiente para matarte sin remedio. Desde que está ahí, lo menos cinco personas lo han probado. Uno de ellos mi padre. Encuentran los cuerpos partidos muy cerca del asilo.

Viví en Zasaya hasta que marché a Barcelona. Primero porque fui a estudiar periodismo. Después, cuando terminé la carrera con matrícula, regresé. Fui un tiempo la profe particular, hasta que volví a las prisas de la gran ciudad porque quería trabajar de lo mío y en mi tierra no encontré oportunidades.

Cada verano regresaba y todo seguía en su lugar: mi abuela entre el bullir de las ollas; mi amiga Beatriz cuidando su ganado; mi hermano feliz con su mujer y su hija; mis tíos y primos dispuestos a preparar comilonas que se alargaban hasta las ocho de la tarde; Natalia y Clara con una bolsita de marihuana que acompañaban con gin-tonics los viernes. Quizá por eso pensé que el tiempo allí se habría detenido en mis dos años de ausencia. Aunque sabía todo lo que había ocurrido mientras yo en Barcelona sacaba adelante la cooperativa.

En Zasaya ya nada era igual. Lo admití en el momento en que tomé la última curva y no encontré a nadie junto a la fuente que da la bienvenida. Paré a refrescarme. Durante las diez horas de carretera me había atormentado cómo me saludaría mi madre: «estás muy delgada; por qué no te tiñes; sigues sin novio; me quedo sin nietos; hueles a ciudad». Me eché agua en la cara, el cuello y los sobacos. Estaba fría. Sabía a vacaciones.

A mi madre la encontré en el gallinero. Me sorprendió la cantidad de arrugas que tenía, pero no dije nada. Ella tampoco hizo ningún comentario sobre mi aspecto, como si no me viera. Al abrazarla, sus clavículas me presionaron los pechos.  

 —Te he preparado un cuarto en casa de güelita. Ya sabes que en el tuyo está la cría.

 —Me da cosa entrar sin que esté ella. Es como si violara su intimidad.

 —No digas tonterías, la pobre ya no se entera de nada.

Mi abuela llevaba tiempo en el asilo del río. La demencia había invadido su mente de un día para otro, como el pulgón había ennegrecido las hojas del limonero el último verano que la vi. Sentí las manos húmedas al pensar en su casa vacía. Hubiera preferido mi pequeña habitación de siempre. Pero mi sobrina la había ocupado y no tenía intención de volver con sus padres, demasiado nublados de alcohol y peleas. Hallé a la cría alta, con las tetas más abultadas que las mías y el móvil pegado a los ojos. Lo dejó un momento para darme un beso y volvió a alguna conversación.

—Estamos pensando en llevarla al psicólogo —dijo mi madre más tarde—. Nos trata mal. Sobre todo, a mí.

—Tendrían que ir los padres antes —contesté—. No tienes por qué aguantar esto, mamá, no es tu responsabilidad.

—Es mi única nieta, Carmen. Claro que es mi responsabilidad.

No quería discutir nada más llegar. Por eso me tragué la rabia que me daba verla consumida. Ya había sufrido bastante; con su padre, con el mío y, ahora, con su hijo.

Llevaba en Zasaya un par de horas y ya me estaba arrepintiendo de no haberme ido a Menorca con mi compañera de piso. Me esperaba un mes amargo. No podría bañarme en el río con Beatriz como habíamos hecho desde niñas. Porque Beatriz ya no estaba. Ella, que siempre dijo que no dejaría Zasaya, que viviría con sus padres y heredaría la casa y moriría en ella, había conocido a un asturiano que amaba las vacas con la misma intensidad y se había marchado con él. Tampoco tomaría gin-tonics ni fumaría hierba los viernes por la noche, las chicas me habían traicionado, una detrás de otra: Natalia tenía un bebé y Clara estaba embarazada. Ni tan siquiera habría comilonas familiares, con mi tía enferma, los primos cuidándola, mi abuela en el asilo del río y mi hermano borracho.

Entré en la casa de mi abuela como quien entra en una iglesia vacía, llena de rumores. Entonces encontré la caja en el salón. Abrirla fue como volver a estar con ella aquellas tardes en que habíamos repasado sus recuerdos. Entre las fotos antiguas estaba el cuadernito en el que escribimos parte de su historia para mi trabajo de fin de grado. Releí el inicio: «Aquí me conocen como Encarnación la Extremeña porque vine con mi hija desde Badajoz. Huíamos de la miseria y de mi marido. Encontramos este pueblo, esta casa prácticamente regalada. Tiempo después, me enteré de por qué estaba tan barata…».

Supe que había llegado el momento de cumplir un sueño: escribir una novela con su historia. Despejé la mesa, llena de figuritas de cerámica, y coloqué mi ordenador. Establecí un hábito que cumplí con disciplina. Me levantaba a las seis, preparaba una cafetera y escribía hasta la hora de comer con mi madre y mi sobrina. Luego, visitaba a mi abuela, por acompañarla en sus paseos y por ver si recordaba algo más que me ayudara. Pero en aquel entonces ya solo hablaba de un monje muerto con el que decían las cuidadoras que soñaba. Por eso recurrí a los vecinos, que llenaron con sus testimonios los huecos que me faltaban. 

Volví a Barcelona con el primer borrador del manuscrito que leeréis a continuación. Volví convencida de que, aquel verano que había imaginado melancólico, había sido el verano de mi vida. Porque recuperar la memoria de mi abuela significaba recuperar la mía.

Participo con este relato en el concurso de relatos de Zenda: El verano de mi vida

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Published on July 24, 2021 08:31

March 12, 2021

Torneo de bolos. Historias de pioneras.

Juana era una moza robusta, con un moño flojo, castaño y deslucido, sobre la nuca blanca. Juana arreaba el ganado con una vara de avellano que ella misma se había tallado. Era famosa por sus silbidos y los gritos que propinaba con su voz chillona. Todos en el valle conocían su carácter recio, más de uno había terminado sangrando por burlarse de ella.

En verano se la veía cargando carros de hierba que otros llenaban entre varios, atropando la siega con un pañuelo a la cabeza y la cara rustida por el sol. Bajaba al abrevadero a zancadas, con sus pantorrillas gordas y lucientes, y metía la cabeza en el agua de las bestias.

—Con esos modales tú no te echas novio en la vida —le decía su madre a menudo—. Buena me ha caído a mí.

—Y a mí qué me importa —contestaba Juana. Y seguía recogiendo la boñiga de la cuadra a palazos.

Era verdad que no le importaba, mientras otras mozas andaban embobadas de amoríos, ella solo pensaba en los bolos. Desde cría le había apasionado aquel juego al que su padre y su hermano se entregaban. Era su única debilidad. Como era una niña, solo le permitían notar el peso de la bola cuando las recogía. Al principio protestó, pero las normas en el pueblo estaban claras: aquel era un juego de hombres, sin excepción. Les había hecho creer a todos que la pasión que mostró de cría se había apagado. Durante años, se conformó con sentarse en el muro junto al resto de mujeres, mientras estudiaba las posiciones y aprendía los tiros en su mente. Hasta aquel día en que, de madrugada, despertó con el sonido de los bolos y se presentó en la bolera.

Aún era noche cerrada. La bolera estaba iluminada por la claridad del cielo despejado y una lucecita amarillenta que colgaba de la pared de la iglesia. Juana notó un escalofrío. Corría un aire fresco de verano. Lo único que se oían eran grillos y algún ladrido distante. La bolera estaba vacía. Miró en el hueco del muro donde guardaban los bolos. Estaban en su sitio. Pensó que habría sido un sueño, un sueño muy real. Tenía que volver a casa, pronto amanecería y debía preparar los desayunos. Pero el olor a madera sobada que desprendían los bolos la mantenía allí agachada, deseando sacarlos.  Miró a su alrededor. La vivienda más próxima era la suya y allí todos dormían. En la iglesia no había nadie a esas horas. Además, ¿qué pasaría si alguien la descubría? ¿Habladurías? ¿Burlas? Estaba acostumbrada a eso. Sabía defenderse. Sacó los bolos, colocó cada uno en su sitio y comenzó a practicar. Aquella fue la primera de muchas noches en que Juana escenificó con su cuerpo las posturas y tiros que tantas veces había representado en su imaginación.

 —A ti te pasa algo —le dijo una mañana su madre mientras ordeñaban—. Llevas unos días con una sonrisilla boba. ¿No habrá un mozo?

—Uno no, ¡nueve! Y huelen a avellano que da gusto.

La madre calló y se quedó pensativa.

Dos días después, Juana comenzó su entrenamiento nocturno. Lanzó la bola y logró una de las mejores jugadas que había conseguido hasta entonces. Iba a gritar de emoción cuando unos aplausos tras ella la sobresaltaron.

—Como cuentes algo, te rompo un brazo —le dijo a su hermano Braulio que la miraba desde la pared de la iglesia con unos ojos que parecían verla por primera vez.

—Cómo no vamos a decir nada, Juana, si tiras mejor que ninguno.

Al día siguiente era sábado. Por la tarde tocaba entrenamiento. La bolera estaba llena de murmullos; pronto empezaría el torneo de verano entre los pueblos del valle. Juana, como siempre, se sentó en el muro con las mujeres. Notó la piedra caliente bajo el vestido. Aceptó una rosquilla de anís que le supo a todas las tardes que había pasado como observadora durante tantos años. Comenzaron los tiros. Todo transcurría con la normalidad habitual: los hombres jugaban, los niños cazaban lagartijas, las mujeres y las niñas contemplaban y aplaudían. Hasta que llegó el turno de Braulio. Este miró a su hermana y lanzó un silbido. Juana se levantó y llegó hasta él con sus pantorrillas lucientes y su moño, firme por primera vez. Los hombres protestaron.

—Es mi turno y se lo cedo a mi hermana —dijo Braulio mientras le ofrecía la bola a Juana.

—No puedes hacer eso. Las mujeres a fregar los cacharros y los hombres a la bolera —gritó uno de los jugadores más veteranos.

Juana no hizo caso. Concentró su rabia en conseguir la jugada que acallaría las necedades. Acarició la bola de encina. Notó su peso. Escuchó los comentarios y abucheos que intentaban desestabilizarla y lanzó la mejor bola del entrenamiento. Las mujeres saltaron y gritaron. Los hombres se quedaron mudos. Juana le clavó una mirada al veterano que le supo mejor que cualquiera de los puñetazos con los que se había defendido desde chica.

No fue sencillo convencerlos para que participara en el torneo, ni siquiera a su padre, pero Juana continuó demostrando su fuerza y habilidad pese a las críticas e insultos. Al final, no les quedó más remedio que admitirla. Y así, Juana se convirtió en la primera mujer del valle que participó en un torneo de bolos.

Con este relato participo en en el concurso de historias de pioneras organizado por Zenda.

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Published on March 12, 2021 01:14

Laura Urcelay

Laura Urcelay
Este blog es un espacio para compartir lecturas y escritura.

Como lectora puedo leer casi de todo mientras no esté escrito de forma petulante, rimbombante, fatua. Disfruto de la narrativa sencilla, li
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