Pedro Cayuqueo's Blog, page 18
December 16, 2017
El día después
Chile es el país del “eso no pasa aquí”. En los años 60 y con una jactanciosa y desdeñosa mirada hacia los vecinos, en especial a Bolivia, se decía de los cuartelazos y golpes militares que “eso no pasa aquí”. A principios de los 90, ya con fuertes señales de narcotráfico localizadas en el norte, se dijo “eso no pasará de allá”. De la corrupción en el Estado que en ar-tículos de prensa aparecía como afectando a otros países del continente el comentario era “eso no puede pasar en el nuestro”; luego era de rigor la consabida y reconfortante historia del turista que había tratado de sobornar a un carabinero y terminó preso. Y a la vista de autoridades de alto vuelo de Argentina o Brasil envueltos en escándalos financieros se afirmaba, ya lo adivinan, “eso no pasa aquí”. Al parecer nunca nada “pasa aquí”.
Hay varios mecanismos productores de la ceguera selectiva que fundamenta tan descomunal necedad. Primero y principal es el sentimiento chovinista -como consuelo recordemos que no es pecado exclusivo de los chilenos- inclinando a poner la tribu a la que se pertenece en una posición superior a las demás en la jerarquía de los valores y las virtudes. El segundo, también global, es el deseo de no querer ver y ni siquiera especular sobre posibles eventos desagradables que pudieran ocurrir de modo que no sólo NO se les presta atención, sino, más aún, se eliminan de la conciencia los signos, síntomas y pródromos de esa eventual desgracia o tropiezo. El tercero es lisa y llanamente falta de inteligencia para ver más allá de la punta de la nariz y de esa carencia estamos sobradamente provistos. El cuarto es la mala memoria.
De estos polvos…
Habituados a concebir la vida como un reality show más que como realidad, a creer que las cosas no existen si no están frente a sus ojos en el episodio de la noche, son demasiados los chilenos que hoy desestiman y les quitan peso a los numerosos y crecientes signos de conflicto social que se han incentivado -no hay explosiones, sino incendiarios- e ido acumulando en los últimos años. En su afán por borrarlos, negarlos, los adjudican sólo a lo que se ventila en las redes sociales y aun dentro de estas a lo que hace media docena de tuiteros patológicamente aficionados a la agresión y el insulto. Fuera de eso dicen no ver ni sentir ninguna crispación, ningún desbalance. Se pregunta uno qué originó esa miopía. Lo cierto es que ya no hacemos uso en el análisis de la simple noción de que los procesos sociales se desarrollan en pequeños pasos sucesivos, no a saltos; tampoco recordamos que al comienzo sus manifestaciones son casi imperceptibles y se desenvuelven en cámara lenta; tal vez también hemos perdido de vista el algo más complejo fenómeno de los cambios del cambio, la manera como los mecanismos de causalidad se modifican en intensidad, cualidad y aceleración según las etapas de la trayectoria histórica. Quizás, además, somos víctimas de demasiadas raciones de cine y televisión que nos han llevado a confundir la historia, que es proceso lento pero inexorable, con un libreto, los cuales desarrollan el melodrama con inusitada rapidez y rasgos en exceso marcados, ritmo frenético al cual se agrega la exageración o, para usar una palabra que alguien puso de moda, la “hipérbole”. Por eso, si no hay un redoble de tambores anunciando que llega el momento culminante, a menudo nos sorprende cómo lo aparentemente inocuo, rutinario y hasta casi invisible de súbito da lugar a una coyuntura decisiva. Para decirlo coloquialmente, ya no recordamos la verdad de ese viejo refrán que dice “de esos polvos estos lodos”. Y así es como somos incapaces de aceptar el hecho de que lo comenzado de manera casi insignificante bien puede convertirse, luego de varias iteraciones, en fenómeno masivo y disruptivo.
Nuestra historia está llena de ejemplos de esa desmemoria, de esa inconsciencia histórica y estrechez de mirada. Desdeñando las potencias de lo que en el presente aparece sólo como meramente anecdótico, puntual y transitorio, de modo natural e irreflexivo creemos que lo hoy día visible sólo como semilla jamás será visto mañana como fruto. No habiendo grandiosas señales bíblicas en el Cielo ni un Moisés separando las aguas, nos decimos “no pasa nada”. Y por esa razón cuando oímos proyectos extravagantes anunciados en tono hostil afirmamos que son cosa de “sólo unos pocos termocéfalos”.
Desarmar los ánimos
Y sin embargo basta revisar la historia nacional e internacional para verificar que las crisis importantes se preparan no a partir de meras intrigas políticas del momento, sino a base de temperamentos colectivos exaltados y belicosos o siquiera iracundos y suspicaces que se han desarrollado gradual y acumulativamente hasta formar masas críticas de ciudadanos sin ninguna intención de acordar y pactar nada. De cómo eso finalice, de cómo de esas nubes salte el rayo, si será en la forma de simple parálisis política, disturbios, asonadas, huelgas surtidas, más elevadas tasas de crimen, estancamiento económico o cualquier otro resultado negativo depende de las circunstancias, de las temperaturas de la mutua hostilidad y de lo irreconciliable de las tesis en juego, PERO en todos los casos el resultado es malo y el combustible es siempre la ausencia de concordia y el exceso de resentimiento.
Chile no está libre de esa peligrosa crispación ni se deshará de ella mañana, terminado ya el proceso electoral. No debiéramos enterrar la cabeza en la arena y recitar el mantra “no habrá apocalipsis y no pasará nada”. Los ataques feroces contra candidatos y personas corrientes, la facilidad con que hemos visto estallar grescas por el menor motivo, los caudales de hostilidad y violencia acumulados en La Araucanía, la notoria irritabilidad del ciudadano común, las brutales descalificaciones por posturas políticas y valóricas, todo eso no ha sido simple efecto de la campaña presidencial ni es monopolio sólo de las redes sociales ni tampoco es obra de “unos pocos” como tantos desean creer en sintonía con la canción “aquí no pasa nada”; al contrario, expresan furores y rencores profundos, intensos y transversales. NO TODOS los ciudadanos están en esa actitud ni lo estarán, pero se olvida que para gatillar un conflicto no hace falta la participación masiva y total de la población, sino basta la existencia de minorías sustantivas que estén en pie de guerra, de militantes y activistas atrapados dentro de lógicas suma-cero, de “esos pocos” que copan el espacio público y encienden todas las mechas. Es, por ejemplo, para mencionarlo una vez más, el caso de La Araucanía.
ECualquiera sea la mitad de chilenos que esta noche se hunda en el despecho y la depresión y la mitad que se ufane y exalte en el triunfo, mañana lunes ambas mitades seguirán a bordo y se hundirán o navegarán juntas. Tal vez la era de los grandes acuerdos no sea ya posible, pero siempre es posible siquiera un mínimo común denominador. Y ese denominador común es no sólo la civilidad y el respeto a las normas, sino sobre todo no olvidar que ninguno de los bandos tendrá una mayoría suficientemente abrumadora ni en la urna ni en el Congreso ni en la calle como para armar o desarmar el país a su antojo. No se debiera ver nunca la política como un juego agónico de supremacía, aplastamiento y victoria, sino como lo que es, como negociación, transacción y acuerdo civilizado. La democracia no ha de ser alguna variante pura o diet de la demencial consigna “Voto+Fusil” que voceaban ciertos tontones del año 70. La mitad más uno o más dos no da derecho a pisotear a la mitad menos uno o menos dos
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¿Reeligiendo políticos corruptos?
“¿Por qué los votantes reeligen políticos corruptos?” se preguntan los autores de un excelente libro reciente sobre corrupción. En Japón, un país con niveles de corrupción relativamente bajos, el 62% de los legisladores condenados por casos de corrupción entre 1947 y 1993 fueron reelectos. El caso de Kakuei Tanaka es un ejemplo paradigmático de este fenómeno. Cuando joven estuvo preso por aceptar sobornos, no obstante lo cual hizo carrera en el Partido Liberal Demócrata, ocupando varias carteras ministeriales, para luego asumir el cargo de primer ministro en 1972. Dos años después se vio obligado a renunciar por unos negocios cuestionables y en 1976, ya como parlamentario, fue acusado de haber recibido una coima de 1,8 millones de dólares mientras era primer ministro. Luego de apelar a su condena fue reelecto al Congreso en 1983 por un margen sin precedentes, pasando a integrar la Comisión de Ética de la Dieta del Japón.
La situación de los Estados Unidos es similar. Un 67% de los miembros de la Cámara Baja involucrados en algún escándalo son reelegidos, comparado con un 95% en general (este alto porcentaje se explica porque en los Estados Unidos los distritos electorales se redefinen regularmente para dar ventajas a los incumbentes). Por ejemplo, el congresista William Jefferson, de Louisiana, fue reelecto el 2006, un año después de que el FBI lo procesara por corrupción luego de encontrar ladrillos de billetes (90 mil dólares en cada ladrillo) en el freezer de su casa.
No es que a los votantes no les importe la corrupción; una y otra vez las encuestas señalan que es un tema prioritario. Por ejemplo, una encuesta reciente de Ipsos en 25 países concluye que “corrupción y escándalos de financiamiento de la política” ocupa el segundo lugar entre los temas que más preocupan a la gente .
La explicación más popular de por qué los votantes reeligen autoridades corruptas es el eslogan del “roba pero hace” que usó en sus campañas un alcalde y gobernador de Sao Paulo, Brasil, a mediados del siglo pasado. Según esta tesis, los votantes valoran tener autoridades honestas, pero también quieren que sean efectivas proveyendo servicios públicos. Idealmente, quisieran las dos cualidades, pero forzados a elegir a veces optan por la eficiencia.
Otra explicación de por qué los votantes reeligen políticos corruptos es que no saben o no creen que estuvieron involucrados en escándalos de corrupción. Un experimento realizado recientemente en Brasil ilustra la relevancia de esta tesis. Partiendo en 2003, se incorporó a los programas regulares de televisión que sortean los números ganadores de la lotería nacional una tómbola adicional, que seleccionaba municipios para ser auditados por la Contraloría brasileña (la CGU), buscando evidencia de corrupción. Por ejemplo, en un municipio la CGU detectó la construcción de una carretera de nueve kilómetros por parte de una empresa sin experiencia y a cinco veces el costo estimado. Además, la empresa en cuestión se limitó a subcontratar a otra empresa para que hiciera la obra, embolsándose un tercio de la oferta ganadora en el proceso.
Los hallazgos de la CGU en los municipios investigados tuvieron cobertura mediática privilegiada, los municipios indagados donde no hubo hallazgos también tuvieron cobertura, positiva en estos casos. Los votantes de los municipios auditados tuvieron buena información sobre la probidad de sus alcaldes, información que provenía de una institución en que los brasileños confían. El impacto de esta información se pudo medir en la elección siguiente. En efecto, los incumbentes de municipios auditados sin hallazgos de corrupción fueron reelectos en un 54%, comparado con un 42% de los alcaldes de municipios que no fueron auditados. Haber pasado la “prueba de la blancura” aumentó las chances de ser reelecto en 12 puntos porcentuales. Por contraste, solo el 31% de los alcaldes de municipios con dos instancias de corrupción fueron reelectos; en el caso de alcaldes con tres instancias la fracción reelecta fue de solo 20%.
El experimento anterior es alentador: mientras más saben los electores sobre prácticas corruptas de los incumbentes, menos probable es que los reelijan. No obstante lo anterior, hay una fracción no despreciable de incumbentes que mantienen el cargo a pesar de evidencia clara de corrupción, de modo que el “roba pero hace” también parece estar presente. Además, en un experimento posterior al de Brasil, donde se informó a los electores de incumbentes corruptos en Jalisco, México, en lugar de bajar las chances de su reelección el impacto fue una caída notable de la participación electoral. Esta vez los votantes manifestaron su malestar con la corrupción, absteniéndose de votar y los incumbentes se reeligieron igual.
¿Y cómo andamos por casa? ¿Qué sabemos sobre incumbentes, corrupción y reelecciones en Chile?
La participación electoral en la elección municipal de octubre de 2016 fue, por lejos, la más baja desde el retorno de la democracia: votaron solo 4,9 millones de electores, comparado con 5,8 millones en la municipal anterior. Una encuesta de Espacio Público e Ipsos realizada poco después de la elección muestra que, por lejos, el principal motivo que dan los encuestados para esta debacle de participación fueron los escándalos de corrupción y financiamiento irregular conocidos en los últimos años. En la elección municipal del año pasado fuimos Jalisco.
Vamos ahora a las elecciones parlamentarias de hace casi un mes.
Entre los incumbentes había 14 involucrados en escándalos de corrupción (condenados por fraude al Fisco) o financiamiento irregular de la política (casos Corpesca, SQM y Penta). De estos, solo tres fueron reelectos, es decir, un 21%, porcentaje bastante menor que el porcentaje de reelectos en general, que fue del 50%. Es decir, cuando fuimos a las urnas hace casi un mes nos comportamos como los electores del experimento brasileño.
La encuesta de Espacio Público e Ipsos de octubre de este año entrega elementos adicionales para entender cómo casos de corrupción afectan la conducta de los votantes chilenos. Una de las preguntas es la siguiente: “Suponga que poco antes de las elecciones se descubre que su candidato/a presidencial recibió una suma importante de dinero de una empresa a cambio de un favor político. ¿Qué tan probable es que usted decida NO votar por el candidato/a?”. Un 63% de los encuestados respondió que era probable o muy probable que no votara por quien hasta antes de la revelación de cohecho era su candidato, porcentaje que varía con la posición política de los encuestados. En efecto, un 73% de quienes se consideran de izquierda y un casi idéntico 72% de quienes se consideran de centro dejan de votar por un candidato presidencial al conocer evidencia de corrupción; entre electores de derecha, en cambio, este porcentaje cae a un 46%. A los votantes de derecha, según estas cifras, les importa más la eficiencia que la ética.
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¿Qué le dice Chile a su vecindario?
Las elecciones de hoy en Chile suscitan en la región latinoamericana un interés distinto del que solían despertar los comicios chilenos. Hace unos años, cuando se veía a Chile “descolgado” del resto de los países latinoamericanos por su éxito comparativo y porque su problemática parecía la de un país mentalmente situado en el primer mundo aun si su grado de desarrollo no lo estaba todavía, las elecciones de este país se veían de dos formas.
Una podríamos calificarla de curiosidad antropológica: nos parecía a los demás que, como los chilenos eran distintos, debíamos mirarlos tratando de comprender qué los hacía diferenciarse y tratar de identificar en sus campañas y en su comportamiento ante las urnas las claves de su progreso.
La otra forma de ver las elecciones chilenas podría ser descrita como curiosidad anticipatoria. Algún día tendremos el grado de progreso que tienen los chilenos, pensábamos, y nos conduciremos, en política y economía, como ellos, de manera que observar unos comicios del país austral era en cierta forma observar los nuestros con 10, tal vez 15, años de anticipación.
Eso ha ido cambiando a medida que Chile se ha ido -como está de moda decirlo- “latinoamericanizando”. Por lo menos desde 2011, y con renovado énfasis desde 2014, cuando entró a gobernar la Presidenta Bachelet con una coalición y un programa distintos de los que habían predominado durante los 20 años de gobiernos de la Concertación, la sociedad chilena y sus dirigentes políticos enviaron señales al mundo de que no son una especie muy diferente. Eso dividió a los observadores latinoamericanos en tres corrientes de “chilenólogos”.
Una, la que predominaba entre los populistas de la región, veía en lo antes descrito el descrédito -por fin- del modelo chileno y el desmentido a la idea de que Chile estaba significativamente por delante del resto. La segunda, la de los catastrofistas, constataba con mucha alarma que los chilenos, a pesar de que su progreso era real, habían decidido tirar su éxito por la borda; esa corriente se preguntaba, ahora que sus países estaban avanzando en la dirección que Chile había tomado tiempo atrás, si ellos también acabarían haciéndose algún día el harakiri. Y la tercera corriente, equidistante de las otras, tratando de comprender lo que realmente sucedía en Chile, identificaba un problema generacional importante pero no fatal: las nuevas generaciones de chilenos, para las cuales el progreso era ya parte del paisaje natural de las cosas, se dividían entre quienes exigían al modelo, con impaciencia, un salto cualitativo de los servicios públicos y quienes, complacientes y un poco frívolos, desconociendo lo que es ser subdesarrollado o pobre, habían sucumbido a la utopía de una sociedad incontaminada por el materialismo.
Independientemente de si hablamos de los populistas, los catastrofistas o los equidistantes, muchos latinoamericanos empezaron a mirar las elecciones chilenas con cercanía, ansiedad, expectativa. Y así es como verán la segunda vuelta chilena que se juega hoy.
¿A quiénes dará el resultado de hoy más razones para reafirmarse en sus convicciones? Para responder con certeza habría que tener una bola de cristal y anticiparse no sólo al resultado, sino, sobre todo, a la evolución del próximo gobierno, lo que incluye el comportamiento de la oposición y la calle. Pero podemos extraer de la primera vuelta algunas conclusiones que quizá la segunda confirme y que dan la razón más a unos latinoamericanos que a otros.
Para los populistas de la región, el buen resultado del Frente Amplio pareció una reivindicación de sus tesis sobre (contra) el modelo chileno. Pero para que su interpretación de Chile fuera cierta, tendrían que haber ocurrido varias cosas en la campaña de la segunda vuelta. La más importante: una radicalización de Alejandro Guillier o, para decirlo de otra forma, el secuestro, por parte del Frente Amplio, de la candidatura, el discurso y la campaña del candidato de la Nueva Mayoría. Eso no ha ocurrido. Aunque Guillier ha hecho concesiones -como las viene haciendo la Nueva Mayoría- a ciertos aspectos del populismo chileno, si algo puede decirse es que ha creído conveniente, para no alejarse de la posibilidad del triunfo, enviar al electorado de clase media señales de relativa moderación.
Lo que eso nos dice acerca de la centroizquierda chilena es que, en el fondo, su lectura de la calle es bastante distinta de la lectura que hace el Frente Amplio e incluso de la lectura que ha hecho el gobierno de la Presidenta Bachelet en los momentos de mayor hostilidad contra el modelo vigente. En otras palabras, sigue habiendo una centroizquierda en Chile, algo que desde el exterior se creía que había desaparecido o estaba en vías de extinción. Desde luego, siempre cabe la posibilidad de que la Nueva Mayoría gane la segunda vuelta hoy y trate de hacer un gobierno más de izquierda de lo que su campaña ha ofrecido. Pero nadie que crea que la sociedad chilena está seriamente enemistada con su modelo de desarrollo hace una campaña como la que ha hecho Guillier. Una campaña que ha sintonizado con un número grande de chilenos, a juzgar por las encuestas que durante semanas han apuntado a un margen no muy grande de ventaja para Sebastián Piñera. Por tanto, los populistas latinoamericanos que veían en el Frente Amplio el destino de Chile y el fin del modelo no saldrán hoy victoriosos del “balotaje”.
¿Quedarán mejor parados los catastrofistas? En cierta forma, aunque por razones opuestas, ellos tienen una visión parecida a la de los populistas acerca del Chile de los últimos años. Para ellos el resultado de la primera vuelta implica que al interior de la izquierda los populistas se están haciendo cada vez más fuertes y que un eventual gobierno de Guillier hará inevitable una radicalización oficialista por la dependencia respecto de la bancada parlamentaria del Frente Amplio y la presión de la calle. Pero, como hemos visto antes, la propia Nueva Mayoría, que ha pagado un alto precio por su radicalización de los últimos años, tiene una interpretación muy distinta, a juzgar por el tipo de campaña y de propuestas económicas de Guillier durante la segunda vuelta. Parecería que la exigua Democracia Cristiana hubiera tenido, acaso sin proponérselo, más influencia que la poderosa izquierda populista en la campaña de Nueva Mayoría. Si Piñera representa el modelo con matices de centroderecha y Guillier representa el modelo con matices de centroizquierda, quiere decir que todavía las elecciones chilenas se juegan en una masa crítica de ciudadanos de clase media que no quieren tirar por la borda el éxito alcanzado. Quieren cambios, mejoras, velocidad, pero no la tabla rasa.
Que la Nueva Mayoría haya pedido al ex Presidente de Uruguay, José Mujica, que sea el padrino del cierre de la campaña de Guillier en cierta forma simboliza todo lo anterior. Recordemos que Mujica, independientemente de los errores que se le pueden achacar y una cierta caducidad ideológica que envejece su discurso, es un crítico del chavismo. Es más: hace poco Daniel Ortega, que ha convertido a Nicaragua en un régimen autoritario populista, le negó la entrada por temor de que, aprovechando un acto académico al que lo habían invitado, lanzara críticas al gobierno nicaragüense.
Lo cual nos lleva al tercer grupo latinoamericano, el de los equidistantes. En principio, ellos saldrán, por descarte, reforzados en esta segunda vuelta, gane quien gane (aunque más si gana Piñera que si gana Guillier). Pero recodemos que estos equidistantes no sólo interpretan que hay chilenos que han sucumbido a la revolución de las expectativas y quieren, comprensiblemente, vivir mejor sin renunciar al modelo, sino también que un grupo significativo aunque minoritario desprecia el materialismo porque no sabe lo que es la privación y quiere jugar con fuego. No son suficientes como para forzar el cambio de modelo hacia el populismo pero sí, como lo ha demostrado la experiencia de los últimos años, para poner palos en la rueda del país. Que la quinta parte del electorado haya votado por el Frente Amplio y que una parte bastante numerosa de ellos vaya a votar hoy implica que seguirá gravitando sobre el modelo cierta incertidumbre.
Esto significa que los equidistantes mirarán con alivio el resultado de hoy pero seguirán pendientes de cómo se conducen los radicales chilenos que quieren cambiar el modelo en los próximos años. Es uno de los factores de la latinoamericanización de Chile que ha dado a muchos vecinos razones para observar con intensidad lo que sucede allí, en el sur del sur.
Los equidistantes tienen, como es lógico, razones internas para desear que su interpretación del Chile de hoy sea la correcta. Los equidistantes de países donde el populismo ha sido derrotado o expulsado del poder (constitucionalmente) necesitan evitar que las corrientes populistas locales se amparen en la “izquierdización” de Chile para buscar nueva legitimidad; los equidistantes de países donde gobierna todavía el populismo catastróficamente necesitan no sólo evitar que sus autoridades se refuercen apuntando a Chile, sino impedir que el discurso populista pueda utilizar la situación chilena para decir que el modelo libre y abierto conduce a la infelicidad de la que hoy millones de chilenos se quejan; por último, los equidistantes de países donde hay una amenaza populista, como México, necesitan que Chile siga ayudándolos, con su ejemplo, a afirmar que hay un camino mucho mejor, lo que se vería seriamente comprometido si los chilenos decidieran que ellos tampoco creen en las bondades de su modelo.
No conviene exagerar la influencia que tienen los sucesos políticos de un país latinoamericano en otro, ni los vasos comunicantes que hay entre procesos electorales de distintos lugares de América Latina. La dinámica interna es y seguirá siendo la determinante. Pero en las élites políticas, económicas e intelectuales el peso del ejemplo del vecino es cada más mayor. Es allí donde Chile ha vuelto a recuperar mucho protagonismo en años recientes, despertando un interés regional desproporcionado, en comparación con el pasado, en el rumbo que tomen los acontecimientos chilenos.
La frase que más se escuchaba antes, cuando salía a relucir Chile en la discusión interna de otro país latinoamericano, era: “Chile es un caso distinto”. Con eso se terminaba el debate y se pasaba a otro tema.
Quizá la gran novedad es que esa frase se escucha cada vez menos y por tanto, cuando alguien trae Chile a colación en un debate interno, lo que predomina es la toma de partido. Es decir: el debate entre observadores populistas, catastrofistas y equidistantes, cuyas interpretaciones de la situación chilena tienen, en todos los casos, una dimensión doméstica.
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Política racionalista o política integradora
Hay una forma de ver la política que le otorga un papel preponderante a la razón. Es la de quienes confían a tal punto en los poderes de la facultad racional, que piensan que es posible concebir, o para siempre o para un tiempo prolongado, las condiciones de un modelo político correcto.
Hay racionalistas de derecha, que confían en la racionalidad económica, y racionalistas de izquierda, que confían en las fuerzas de la razón cuando delibera públicamente. Ambos tienen en común el énfasis que ponen en esa facultad mental al momento de operar en política.
Una consecuencia más o menos directa del racionalismo es un rigorismo mental que tiende a ir acompañado de un acentuado desagrado frente a quien se aparta de las construcciones y modelos a los que se adhiere. Esas construcciones y modelos quedan tan prístinamente explicados, tan depuradamente expuestos en su coherencia, que ceder en alguna parte, negociar algún aspecto de ellos, la transacción con perspectivas opuestas, son vistas como una molesta renuncia, una perturbadora abdicación, cuando no una condenable traición.
Así, por ejemplo, desde “think tanks” de la derecha se denunció la presunta deslealtad o traición de Piñera en su anterior gobierno, cuando impulsaba medidas sociales y políticas que contrariaban la ortodoxia económica. Pero también podemos observar la actitud rigorista en miembros del Frente Amplio, que, negándose a abandonar la pureza de su izquierdismo racional, se resisten a votar por el candidato de la Nueva Mayoría o lo hacen con indisimulada mueca de disgusto. Esa actitud se evidencia también, con elocuencia, en la obra del ideólogo Atria, cuando condena que se abandone la deliberación (que ha de conducir al convencimiento de todos), y se persista en el escepticismo que se abre a la negociación, como si algo se prostituyera cuando irrumpe el buen ánimo de llegar a acuerdos.
Pero la política, como enseñaba Aristóteles, no tiene la exactitud de las matemáticas y los modelos políticos racionales son meras aproximaciones, toscas y esquemáticas, a un fondo popular y concreto que es siempre mucho más complejo que los intentos de nuestra finita razón por llevarlos a un orden mental.
Esta admisión de una existencia infinitamente compleja y de una razón de capacidades finitas, ha de conducir a valorar la disposición a escuchar, a abrirse al otro y la realidad, antes que a imponer; a celebrar acuerdos, antes que a someter al otro a las propias construcciones mentales.
Recién esta disposición permite auténticamente reconocer a ese otro como alguien en quien percibo un par, aunque eventualmente sea menos útil económicamente (un poeta o filósofo) o un irredimible por medio de la impecable lógica de mi sistema de pensamiento. Recién esa disposición permite verdaderamente abrirse a él como alguien, en definitiva, igualmente dotado de una interioridad, tan honda e insondable como la mía.
Una tarea irrenunciable de la política chilena contemporánea, tan asidua a irse por las ramas de las construcciones racionales, debiese ser, entonces, la de, más allá de las diferencias, tender puentes. No se trata, todavía, de acuerdos. Puentes. Este es un paso previo, que consiste en dejar despejados canales de comunicación capaces de resistir incluso en los momentos de alta tensión, como el que está experimentando nuestra convivencia.
Los puentes abiertos permiten las conversaciones, el intercambio de argumentos y la negociación. Ellos son la condición del paso desde políticas donde preponderan las construcciones racionales bajo las cuales se termina, en último término, sometiendo al otro y su insondable interioridad, hacia políticas que reconocen auténticamente la alteridad y están, por lo mismo, dispuestas a aceptar que los razonamientos pueden alcanzar un límite, que el otro ha de ser aceptado, aunque se resista a ellos. Que la política, habida cuenta de la complejidad de lo real y la finitud de la razón, consiste en eso: en tender puentes para que todos quepan en una unidad apta para integrarlos.
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December 15, 2017
Lo que se nos viene
Cuando en 2013 se eligió a Bachelet, puede que se haya estado pensado en su primer gobierno, pero ¿se habrá tenido alguna idea de lo que vendría después? Al punto hasta donde se han extremado las posiciones es bien dudoso. Hubo miembros de su coalición que ni leyeron el “Programa” (recordemos al senador que acaba de no ser reelecto, de ese partido que estaría por desaparecer). Lagos tampoco se imaginó qué iba a ocurrirle -cuál sería su propio destino- cuando le dio el pase a su ministra en 2005-6. Menos probable es que el empresariado pragmático anticipara su descrédito actual, aquellos financistas de elecciones que pensaban que apoyando a diestras y siniestras (incluida a la dos veces candidata presidenta) podían contar con un comportamiento predecible, bastantes las platas invertidas. ¿Por qué, entonces, podría saberse, ahora, hacia dónde irán las cosas?
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A nadie, además, le importa la historia, es tan enredada. Sabemos que el reformismo progresista, una vez desatado, se radicaliza (pasó con aquel partido hoy agonizante con ínfulas hegemónicas tras la elección de 1964). Sabemos, a su vez, que a procesos reformistas se les consolida autoritariamente. Ocurrió en los años 30, Alessandri liderando el giro, apoyado en un Estado crecientemente poderoso, y una presidencia dictatorial para afianzar las reformas que él mismo iniciara en los años 20.
En fin, Bachelet ya ha señalado el camino duro: aun con un mínimo de apoyo se puede hacer lo que se quiera. Nada impide que la izquierda, de continuar manejando la agenda y el gobierno, intente consolidar y profundizar el “Legado” más imperiosamente en los próximos años. Si, por el contrario, “gana” Piñera, ¿por qué no habrían de venirle con todo, peor que en 2011? Si, incluso, hasta con un gobierno de Guillier escindido en su interior (pasó con la UP), ¿qué frenaría la posibilidad de que un autoritarismo con signo de izquierda se impusiera para parar a los cada vez más ultras, solo izquierdistas teniendo legitimidad para chantar a izquierdistas?
Varias razones hacen pensar que, lo que se nos viene, viene duro.
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Solo yo existo
Mucho se ha dicho del intervencionismo de la Presidenta y su gobierno en la campaña electoral. Y es verdad. No hay día en que Bachelet o alguno de sus ministros se abstuvieron de criticar cualquier frase que deslizó Piñera o gente de su comando. Toda la agenda gubernamental estuvo copada y capturada por la elección, convirtiéndose así en actores principales de un evento al que ni siquiera están invitados.
Es cierto, todos los gobiernos tienen derecho a defender su obra; pero, de ahí a pretender transformar la elección en una suerte de plebiscito sobre Bachelet, hay un paso gigante. Solo el ego y la arrogancia pueden llevar a pensar aquello. Ellos son los que se van, y como tales, solo tienen un lugar en los libros de historia. Pretender ser parte del futuro, no es algo que esté en los planes de nadie.
La derecha plantea que todo este frenesí por intervenir busca favorecer a Guillier. Se equivocan, porque la maquinaria del gobierno lo único que busca es posicionar a Bachelet y su legado. Tanto así, que es probable que le hayan hecho daño al candidato de la izquierda, porque le han quitado espacio, impidiéndole posicionarse, obligándolo a que su mejor opción sea, simplemente, ser el heredero de Bachelet. O sea, una suerte de títere de la actual administración.
La seguridad de la Presidenta, es parte de su lectura personal de los resultados de la primera vuelta. Pese a que la coalición de gobierno, representada por Guillier, apenas sacó un 22% de los votos, Bachelet no dudó en sumar toda la votación de la izquierda y decir que ella ganó. O sea, Guillier perdió, pero ella no, lo que habla nuevamente de que la mandataria corre por su propio carril.
Esa es, sin duda, una lectura antojadiza, porque lo que muestra la votación en cuestión es que la mayoría no está con su gobierno. Hay una parte significativa que prefiere a la derecha. Hay otra, más pequeña, representada por el Frente Amplio, que quiere una administración más de izquierda. Pero, lo propiamente de ella, es muy menor.
La segunda fuente de esperanza es que Bachelet está subiendo en las encuestas, pero aquello sucede siempre en las últimas etapas de los gobiernos, porque ya nadie está preocupado de ellos, porque se van; no es porque los quieran más.
Nada de esto parece inquietar a Bachelet. A estas alturas, independiente de quien gane, ya tiene escrito el discurso de mañana. Si resulta elegido Guillier, dirá que ganó ella. Si, por el contrario, resulta victorioso Piñera, dirá que igual ganaron sus ideas. O sea, nunca pierde.
Los filósofos tienen una palabra para definir este comportamiento: solipsismo, cuya traducción más simple es “solamente yo existo”. Los psicólogos, por su parte, suelen equiparar el solipsismo con el narcisismo primitivo, el de los recién nacidos, para quienes el mundo exterior solo sirve para satisfacer sus deseos. Vaya forma de despedirse de la Presidenta.
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De lo que se viene
A pocas horas de una decisión trascendente para la nación, donde se juega la forma y modo en que se enfrentará el próximo cuadrienio, es sin duda importante, pero no dramática, como los más intensos -de uno u otro lado- la describen. Ni Venezuela, ni el regreso de la noche obscura del autoritarismo. Hemos construido una institucionalidad sólida, que ahuyenta fantasmas de pasados irrepetibles, y pesadillas de populismos ramplones. Es cierto que quien conduzca, esperamos que con inteligencia y eficiencia, será determinante a la hora de recorrer el mejor derrotero para volver a crecer a un buen ritmo, para continuar con una creciente incorporación de garantías al patrimonio de los ciudadanos.
Si desde esta tribuna pudiera insinuar una receta, elegiría la de la moderación, no como una prescripción de inacción, sino como un camino de cambios prudentes, de grandes acuerdos. Sé que no está de moda esta manera de ver las cosas, pero ojo con las modas, que suelen ser muy pasajeras y sus efectos negativos muy permanentes. Es altamente probable que uno de los temas más complejos que le corresponda asumir a quien nos gobierne, sea el constitucional. Sabemos que las constituciones se ubican lejos del colorido y la alegría de las campañas políticas y las promesas electorales para situarse en una zona en que acertadamente el profesor Jorge Correa califica como gris.
La Constitución no es un bello resumidero de valores, principios y derechos; una Constitución es ante todo un modo de organizar, dividir y muy principalmente limitar y controlar el poder. Esa discusión será ineludible; es más, sería desastroso eludirla. Pero también sería un pésimo camino extremarla como la panacea de los pendientes, no pocos, que nos aquejan. Moderación y la búsqueda incansable de acuerdos deben ser la orden del día en este importante tema. Arranquemos del dilema que tan claramente singulariza el catedrático Daniel Innerarity: “Los conservadores y la izquierda populista adoran el antagonismo. La obsesión por la estabilidad de los primeros resulta hiriente para quienes están en desventaja; los segundos consideran la democracia como una cadena de big bangs constituyentes”. A veces pareciera, de lo escuchado en esta campaña, que ciertos sectores de la nueva y vieja izquierda tienen una muy baja valoración de las instituciones y una profunda confianza que de los momentos constituyentes no puede resultar nada malo.
Por otra parte, la derecha suele visualizar en todo cambio un riesgo inaceptable. Es cierto que la institucionalidad es un valor privilegiado, pero cuidado con negar todo método de reforma, bajo el amparo de altos quórum que operan como antídoto al cambio.
Esperamos que esta importante discusión, ya sea que la encabece Piñera o Guillier, sea grande, sin complejos, sin pretender que todo comienza con una hoja en blanco.
Solo de esa forma demostraremos , en este y otros debates, cuán errados están quienes creen que el país va camino al precipicio dependiendo quién lidere.
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Del fortalecimiento a la indefensión
Privar al Sernac de un mecanismo efectivo para la aplicación de sanciones, sería una muy mala noticia para los consumidores en su rol económico y en su rol como ciudadanos. En lo primero, porque se aumenta el riesgo de conductas que violan sus derechos, tal como demuestran las recientes denuncias contra farmacias y las demandas colectivas en contra de Hites y La Polar. Y, en lo segundo, como ciudadanos, porque reflejaría que su voz no habría sido escuchada, al desconocer el trámite democrático que se dio por más de tres años en el Congreso.
El Parlamento aprobó de manera unánime, en las seis comisiones en las que fueron revisadas, y en ambas salas, las facultades sancionadoras para el Sernac. Luego de aprobadas por el Congreso, no fueron objeto de requerimiento de constitucionalidad por parte de los legitimados para hacerlo, lo que da cuenta del consenso político y técnico de todas las fuerzas políticas en cuanto a que dichas facultades son necesarias para el buen funcionamiento del mercado. Estas facultades son similares a las que ya poseen las Superintendencias, la Dirección del Trabajo y el Servicio de Impuestos Internos.
Contar con estas facultades resulta muy relevante para responder a la necesidad de protección frente al abuso. De acuerdo a la última Radiografía del Consumidor, los ciudadanos en un 60% afirman que los abusos de las empresas están relacionados con la falta de fiscalización y sanciones por parte de la autoridad.
Por todo lo anterior, el control obligatorio del Tribunal Constitucional (TC), se anunciaba desde esta perspectiva, como un procedimiento que resultaría sin sobresaltos, pues estas facultades no son objeto de Ley Orgánica Constitucional, y porque en reiteradas ocasiones la jurisprudencia del Tribunal las había declarado ajustadas a la carta fundamental.
El escenario comenzó a cambiar cuando, utilizando un mecanismo no previsto en la Constitución, un grupo de interés, la Cámara Nacional de Comercio, impugnó el proyecto, presentando argumentos que fueron desvirtuados y rechazados en el Congreso, en múltiples oportunidades. No es de extrañar su oposición, pues justamente el comercio es un sector económico que no tiene un regulador específico que fiscalice, sancione y dicte normas para asegurar el cumplimiento de la ley.
La situación empeoró, cuando, debido a trascendidos de prensa, publicados en este mismo diario, la opinión pública se informó que el TC, habría extendido el ámbito de control a materias no sometidas por el Congreso, y habría decidido declarar inconstitucionales las facultades sancionatoria y normativa.
La gravedad de estos hechos ha sido relevada durante la semana pasada por constitucionalistas, parlamentarios y asociaciones de consumidores, quienes coinciden en que, de ser efectivo, en forma y fondo el TC, recogiendo la opinión unilateral de un grupo de interés, habría decidido eliminar facultades fundamentales para el buen funcionamiento de nuestros mercados.
La vigilancia del mercado, los reclamos y denuncias permanentes de malas prácticas es la evidencia que demuestra el fracaso de la autorregulación y de muchos consejos y códigos de ética gremiales.
El efecto, lamentablemente de este fallo puede ser aún más lesivo si al cuestionar las nuevas facultades, se pasan a llevar facultades actuales como la mediación o se pone en duda el diseño de otras, como la facultad para realizar conciliaciones. Y se puede proyectar más allá del derecho del consumidor como un instrumento a utilizar por quienes quieren escapar de control o sanción por entes reguladores. Así no se construye una economía de mercado moderna, ni se respetan las normas mínimas del juego democrático.
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Sernac: sancionar no es indispensable
La nueva ley de Sernac está centrada en intimidar a las empresas, pero deja de lado un trabajo preventivo entre los sectores público y privado. Ante el eventual fallo del Tribunal Constitucional y la posibilidad de que Sernac no pueda contar con facultades sancionatorias, de forma precipitada una serie de parlamentarios, asociaciones de consumidores -e incluso algunos medios de comunicación- han afirmado que se le estaría desgarrando el corazón al Proyecto de Fortalecimiento de Derechos del Consumidor.
Sin embargo, con las demás atribuciones que le otorga esta normativa, Sernac podrá quedar con un brazo menos, pero con el otro brazo y las dos piernas restantes, continuará dando una dura y eficaz pelea a quienes infrinjan la ley. Distinto sería el caso si también es eliminada la facultad de realizar mediaciones individuales y recibir reclamos de consumidores, lo que afectaría significativamente un buen estándar de la protección al consumidor en Chile.
Con sus competencias actuales este servicio ha demostrado que, ante infracciones que perjudican a los consumidores, logra intervenir con gran efectividad en el mercado, porque – en muchos casos- corrige conductas de los proveedores. Fui durante años testigo de aquello cuando trabajé en el Sernac como abogado y jefe de gabinete.
Así, el año 2000, solucionamos los cobros abusivos por gestiones de cobranza extrajudicial, logrando la adecuación de las empresas a la regulación vigente, tras interponer cientos de denuncias en los juzgados competentes.
Hoy puedo afirmar desde la otra vereda que mejorando la confianza entre los actores del sistema de protección al consumidor pueden desarrollarse buenas relaciones a largo plazo, y no resulta indispensable la discusión de si se requieren más o menos facultades para Sernac, evitando así el actual escenario donde aún no sabemos si podría diluirse una parte relevante de este proyecto de ley.
En una investigación que realicé para Espacio Público el 2013 advertí claramente que la facultad sancionatoria en el Sernac no garantiza necesariamente una protección efectiva a los consumidores.
Así, es muy delicada cualquier regulación que le dé a un mismo organismo un abanico muy amplio de facultades, tales como dictar normas generales, interpretar la ley, mediar colectivamente, presentar demandas colectivas, fiscalizar y sancionar en el mercado. La electricidad en sí es buena y el agua también, pero si las juntamos generan efectos indeseados. Del mismo modo pudiere estar ocurriendo que ciertas facultades otorgadas a Sernac estén resultando incompatibles entre sí.
Independiente del fallo del Tribunal Constitucional, la implementación de las otras facultades que tendrá el Sernac hace indispensable que todas las empresas se preocupen de adecuar sus prácticas y conductas a esta ley.
Es ahora el momento de pensar distinto. No solo el garrote consigue los objetivos: lo que se buscará siempre no es la sanción por el gusto de multar a las empresas, sino que también dejar disponibles otros mecanismos para lograr que éstas cumplan mejor la ley. Optimizando la confianza entre los actores del sistema de protección al consumidor pueden desarrollarse buenas relaciones a largo plazo, y no resulta indispensable la discusión de si se requieren más o menos facultades para Sernac. Eso, además del trabajo conjunto público-privado para generar estándares de un adecuado y sostenido cumplimiento de la normativa, hasta grados por sobre lo exigido en ciertos ámbitos.
Por tanto, la actual es una inmejorable oportunidad para desarrollar programas de compliance en las empresas que procuren altos estándares en el cumplimiento de esta ley.
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Londres-Unión Europea: ¿Todo cambia para seguir igual?
LLa negociación del Brexit ha producido un principio de acuerdo entre Londres y Reino Unido que interesa al mundo entero porque allí se juegan, en parte, los límites del populismo, el proteccionismo y el nacionalismo de los países desarrollados.
Han acordado que, para salirse, Londres pagará a la Unión Europea entre 35 y 39 mil millones de libras, que la transición durará dos años, que los europeos que viven en territorio británico podrán permanecer (y viceversa), y que la frontera entre Irlanda del Norte, que pertenece a Reino Unido, e Irlanda, que pertenece a la UE, será bastante flexible. Falta definir qué significa flexible (“frontera suave”, le llaman) y qué acuerdo comercial regirá los intercambios económicos entre ambas partes.
No es raro que los europeístas británicos estén eufóricos… sin que los euroescépticos estén excesivamente contrariados. Porque hay suficiente ambigüedad en todo esto como para que sea posible, todavía, que uno de los sectores ideológicos salga triunfador. Pero ya podemos concluir que ni Europa va a tratar de castigar a Londres tan brutalmente como parecía después del referéndum del Brexit (algo que perjudicaría a los europeos tanto como a los británicos), ni el divorcio va a ser tan inamistoso -y la ruptura tan definitiva- como se temía.
Es evidente que habrá, al final, un acuerdo de libre comercio con limitaciones y un sistema en el que los británicos, sin tener que aceptar las reglas europeas, harán que sus propias normas no diverjan demasiado de las de Bruselas (única forma en que se puede tener una frontera flexible o “suave” entre Reino Unido e Irlanda, es decir Europa). Y seguirá habiendo, porque a todos les interesa, fuerte cooperación en temas como la seguridad y la defensa, que por lo demás pasa en parte por la OTAN.
¿Qué significa esto? Sencillamente, que la realidad ha hecho añicos el sueño aislacionista de los “leavers” (los partidarios de salirse de Europa). En el mundo de hoy, no es materializable la aspiración nacionalista para un país desarrollado (tampoco para los emergentes, pero esa es otra historia). Haber tenido que pasar por el traumático Brexit -con sus consecuencias económicas, políticas y psicológicas- para acabar, un año después, teniendo que negociar un acuerdo para que las cosas no cambien demasiado es un caso de “gatopardismo” que debería abrir los ojos del populismo contemporáneo.
Cambiarlo todo en la relación entre británicos y europeos, que era lo que querían los del Brexit, ha resultado ser una forma alambicada, costosa, irónica, de que (casi) nada cambie. A menos que haya sorpresas, en contra del espíritu del principio de acuerdo al que se ha llegado, en la siguiente fase de las negociaciones, que involucran el crucial asunto de los intercambios comerciales.
Esto último es altamente improbable. Habrá momentos de duda, de pleito y de titulares escandalosos. Pero lo que no habrá es una ruptura ni una verdadera salida de Reino Unido de la Unión Europea. Más bien, veremos a Londres sacar un coqueto pie de Europa afirmando el otro, que seguirá adentro, e incluso aquél estará lo suficientemente cerca de éste como para que, en los hechos, el Brexit sea una puerta giratoria antes que un muro.
Los liberales han lamentado, en los últimos tiempos, su desventaja retórica y emotiva frente a los populistas, que despiertan tan fácilmente simpatías populares con su discurso demagógico. Pero el tiempo va demostrando que, si bien es cierta esta desventaja en determinados momentos, la visión liberal de las relaciones entre países y personas sigue contando con el aliado más poderoso de todos: la pedestre realidad.
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