Pablo Poveda's Blog, page 32
April 21, 2019
Todo irá bien
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Llevo un par de días ocioso, desairado, sin ganas de enfrentarme al teclado. El cuerpo suele hablar sin palabras. Escribir no es una ciencia exacta. Ni siquiera se podría decir que es una ciencia. Más bien, un ejercicio. Desconozco cómo funciona el cuerpo humano, la famosa creatividad, el flujo que nos conecta con el maravilloso mundo de las ideas, de la creatividad. En fin, bobadas a parte, es cierto que uno termina exhausto después de veinte folios diarios. A veces puedo escuchar el gorgoteo en mi cabeza, como cuando freímos un huevo. Pero insisto en mantenerme firme, sea mejor o peor lo que salga. De eso trata, ¿no? De ser constante.
Encima del sofá hay un cuadro que veo a diario.
Hay un Cadillac rojo en la playa, con una tabla de surf en el interior y matrícula de California. Pienso en Venice Beach, en San Juan de Alicante, en el paseo de Santa Pola y en que hace menos de un año estaba allí, y se siente como una eternidad. Abro una cerveza y pienso en la bonita historia que podría haber detrás de ese cuadro. La lámina es de IKEA, así que imagino que no estará solo en mi casa, sino que en otros hogares. Quizá por eso cueste tanto tener una obra única en la pared de tu casa. Si algún día salgo con una pintora, lo sabré.
Me gusta escribir en mi blog porque me libra de cualquier responsabilidad. Me gusta ir por libre precisamente por lo mismo, porque toco a la puerta de quien está interesado en lo que escribo, mis lectores, quienes merecen la pena.
Creo firmemente en que un una persona jamás debería mendigar para que le escuchen. Si tiene el talento para crear algo de cero, también lo debe tener para generar esa necesidad que, a simple vista, no existe.
El teléfono no suena estos días como debería, pero no importa. No le presto mucha atención. Es maravilloso seguir así. Vivir la vida es un asunto personal y el mío es bastante serio -o eso quiero creer-. Me gusta tomármelo así, como si cada día estuviera escribiendo un episodio más de mi propio espectáculo. Si no somos los protagonistas de nuestra existencia, entonces… ¿Qué nos queda?
Años después he terminado en la ciudad con la que siempre soñé. No estaba planeado, o tal vez sí, pero no me arrepiento de nada. Tengo la sensación de que los portales me hablan y que las aceras guardaban bajo las baldosas cientos de historias por contarme.
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Foto de 2015 escribiendo La Isla del Silencio
Ya no pienso en Venice Beach sino en Gabriel Caballero. Último los detalles de su (octava) entrega. Han pasado tantas horas desde que me puse a escribir ese verano de 2015 frente al mar de la Costa Blanca. Ahora tengo más aguante para todo, he cambiado la brisa húmeda por el aire seco y ya no hay Estrella Levante sino Mahou en los bares.
Reconozco que hay días en los que la cabeza te traiciona, que miras atrás, no para comprobar si has cerrado la puerta, sino para volver a entrar. Días en los que te cuestionas todo menos lo que realmente importa de verdad. Días en los que valoras todo menos lo que realmente vale la pena. Pero esos días son necesarios para darte cuenta que tu peor enemigo eres tú y no has de creerte todo lo que piensas. De hecho, debemos tomarnos menos en serio de como lo hacemos.
Dar gracias por lo que nos hemos encontrado al llegar. Nadie nos esperaba.
Y recuerda: hasta Rocky Balboa se vino abajo una vez.
Por unas horas, tienes de oferta las tres primeras de Caballero.
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– Caballero
– La Isla del Silencio
– La Maldición del Cangrejo
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April 19, 2019
Haz el favor de guardar tu historia

El bar de la esquina está abierto, a pesar de ser festivo, a pesar de que no haya nadie en su interior.
La Taberna del Príncipe, que así se llama, tiene los escalones vacíos, los taxistas han desaparecido y los chavales de la escuela de cine se han largado a sus pueblos. Entro, me pido una caña y miro a la televisión. Pienso en la tortilla de patatas que hay en la vitrina y en su muerte anunciada.
— Hoy me da que no voy a hablar con nadie — dice la camarera. Y qué, pienso yo. Uno se puede pasar días sin hablar con otras personas.
La mayoría de veces, no tenemos nada que decir y hablamos por llenar el vacío incómodo que queda entre las miradas.
Regreso a casa, saco al perro de paseo, llueve, pero no me importa demasiado. La calle está mojada, suena Neil Young por los auriculares y me transporta a un lugar remoto.
Nos hemos acostumbrado a compartirlo todo, hasta lo más banal, como este párrafo.
Nos hemos vuelto más solidarios que nunca por el mero hecho de sentirnos especiales y, sin embargo, estamos pagando el alto precio de desnudar nuestra intimidad ante cualquiera. Nos hemos vuelto más frágiles, creyéndonos más suficientes.
En cualquiera de mis textos es fácil ubicarme, aunque siempre voy armado con un perro que está dispuesto a defenderme.
Quizá es por eso que me siento tan ajeno a lo que sucede a mi alrededor, que mi empatía es nula en ocasiones con lo contemporáneo. No sé en qué momento mi camino y el de mi generación se desvió y los valores cambiaron para siempre, a pesar de haber crecido en el mismo momento. Y la conversación se transforma, me hace reír, pero es aburrida.
Por suerte, siempre queda suelta gente similar, con sus cosas, pero aparentemente similar.
Conoces a alguien, haces espacio en tu estantería y dejas que ponga su montón de argumentos sin haberlos juzgado antes. Eso sí, con una condición. A llorar a otra parte. Porque estás por encima de eso y has venido a divertirte. Nada más.
Vuelvo a salir para comprar vino. El de los ultramarinos está a punto de echar la persiana.
— Será un minuto — digo y agarro el cuello de la botella.
Pago, me largo y vuelvo a mirar el bar. Sigue abierto, vacío. A veces tengo la sensación de que antes de internet éramos más fuertes y teníamos más aguante. El misterio de lo oculto llevaba a la idealización de lo que no se veía y, por ende, acabábamos reflejándolo en nuestro carácter.
Ojalá las personas no lo compartiéramos todo.
Abro la puerta, empujo la estructura de hierro y me aseguro de que no entre nadie más.
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April 17, 2019
¿Y tú qué eres?

Le dije que comerte un Big Mac no te hacía más americano, ni saber hacer Spaghetti aglio e olio más italiano.
Lo mismo pasaba con escribir. Nada, ni nadie te hacía más escritor. Para algunas personas lo eres, como los Spaghetti, y para otras no.
Me preguntó entonces qué era yo y le dije que sólo un tipo que se gana la vida poniendo letras en el orden correcto para que formen una historia.
Eso era indiscutible.
Y lo sigue siendo.
Siempre y cuando te importe poco lo que piense el resto.
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April 16, 2019
El mundo a nuestros pies

Madrid vacío a las siete de la mañana. El bar de la esquina está abierto y un hombre sostiene una copa de brandy mientras le pega los últimos tiros al tercer cigarrillo de la mañana. Dicen que hará calor, aunque ahora rasca con gusto.
Los de la obra no descansan y ponen las máquinas en marcha. Están construyendo un complejo de lujo que sólo verán terminado y disfrutarán otros. Casi todo vendido, indica un cartel en lo más alto.
Preparo café y pienso en algunas notas que tomé el domingo. De vez en cuando, el documental de Bukowski me salta en Youtube. Y de vez en cuando, le doy a reproducir y me tumbo en el sofá con una cerveza sobre la mesa. Por las mañanas me peino como John Fante, haciendo estragos con las ondas de mi cabello, y me siento a escribir tras la primera cafetera. Sigo usando el mismo modelo desde hace años. Me resisto a pasarme al café de cápsulas, a pesar de que me haga parecer un poco más a George Clooney. Así que le regalé una máquina de esas a mi padre, y él me compró una cafetera italiana fabricada en Albacete. Todos los días se enciende el fuego en mi cocina y escucho el gorgoteo del café al salir.
En la puerta tengo una barra de hierro para colgarme y arrastrarme con los brazos y así creerme que estoy en forma, por si tengo que salir a pelear. Me siento bien al saber que mis manos sirven para algo más que escribir.
Madrid se vacía en estampida. La chica que me saluda en La Central se marcha a su pueblo aunque ella no crea en la Semana Santa y la que vende en la Casa del Libro aún espera a que le devuelva el mensaje. Le dije que volvería.
La estación de Príncipe Pío es un hervidero de personas ansiosas por llegar a casa. Mi coche sigue en el mismo lugar donde lo aparqué, sumando polvo, indicándome dónde me quedo yo.
Reconozco que me importa un carajo casi todo, pero está mal decirlo en sociedad. Tengo la suerte de salvarme cada vez que quiera con sólo pulsar un botón. Tengo jazz, tengo libros y tengo un montón de historias que contar, propias o inventadas. Tengo a mis pies una ciudad que respira sola; bares y cafeterías, algunos mejores, otros peores y pocos en los que me puedo sentar. Tengo cerca una estación de ferrocarril por si necesito pensar.
Tengo un libro en blanco bajo el brazo y una pistola con forma de teclado. Pero, lo mejor de todo, cada día, por muy mal que amanezca, tengo mi mundo a los pies.
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April 15, 2019
Tu mente, tu casa

Sin darme cuenta han pasado siete meses desde que llegué a Madrid, aunque realmente han sido menos. Idas y venidas, viajes, semanas de paso. No importa cuánto pases en un lugar si tu cabeza no termina de ajustarse. Aún no siento que me haya habituado, a pesar de que ya me conozcan en el bar de la esquina, de que los vecinos saluden al encontrarse conmigo y el barrio me haya acogido sin prejuicios.
Sin embargo, el reloj de mi teléfono corre a una velocidad distinta al biológico que llevo dentro.
Hace unos días terminé lo que será -crucemos dedos- la gran novela. Casi 600 páginas de trabajo intenso, escritas entre Madrid y Elche, a la par que impartía un curso de escritura en la universidad.
Kilómetros en las ruedas, estaciones de servicio, emisoras de radio que se pierden en la niebla y una carrera en la que voy perdiendo posiciones.
Hace unos días pasé por la glorieta de Bilbao, me tomé un café en el Café Central y me quedé viendo a la gente pasar por delante de mí. Después se puso a llover y hacía frío.
Temía llegar a casa con un resfriado encima, pero me libré.
Estos días me siento algo cansado de estar siempre conectado, de algún modo, como si se hubiera convertido en una necesidad básica para seguir adelante.
Me gusta responder correos, conversar en redes con los lectores, pero me satura la información irrelevante y siento que estoy malgastando mis horas.
Entiendo que son épocas en las que todo suma.
Echo la vista atrás y me doy cuenta con orgullo que, en cada época, lo único que me ha salvado ha sido leer y escribir. La capacidad de desahogo, de hacer que las horas pasen a un ritmo frenético, de estar en otro lugar sin moverte del sitio.
La mente puede ser un horrible o paradisíaco según la acomodemos. La mía no es el lugar más cálido, ni está preparada para cualquiera, pero he encontrado un modo sencillo de acomodarme entre las brasas.
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April 10, 2019
Vivir siendo un extraño

En ocasiones me siento como un extraño a mi alrededor.
El otro día subía la calle San Bernardo en dirección a la glorieta de Bilbao, a contracorriente de los paseantes, y me fijaba en los rostros de la gente, tan dispares y concentrados en lo que fuera que tuvieran en la cabeza, que eran incapaces de presenciar que estaba ahí, a un lado, como el ángel de El Cielo sobre Berlín. Entendí a quienes sufren la ciudad en silencio, a quienes me dijeron, en alguna ocasión, que el anonimato pervierte, pero también te condena.
Me detuve ante una pastelería argentina y pensé en comprar un dulce de leche, pero llegaba tarde a mi cita, como todos los que bajaban por la calzada. Me hubiese gustado mandar al cuerno a la cita y quedarme allí, tras el cristal, disfrutando del dulce, pero eso me habría amargado el día.
Más tarde presencié varios eventos, formé parte del decorado y caí en la cuenta de que los años te ponen en un bando que no eliges. Se tarda en llegar, como cuando ya no te diviertes en un club nocturno.
Por alguna extraña razón, la calle me sigue dando eso que el cuerpo pide para sentirme lleno, enérgico como la cola de un lagarto y vivo, sobre todo, vivo. La calle son las historias que hacen otras personas, los relatos que escribo desde mi habitación. Y las palabras el carrete de película que revelo en un cuarto con luz roja.
En ocasiones me siento como un extraño a mi alrededor, hasta que empiezo a extrañar lo que tengo a mi lado.
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April 9, 2019
La vida del navegante

Llevo unas ocho semanas en las que no logro detener las agujas del reloj.
Todo va bien, aunque podría ir mejor. Siempre puede hacerlo. El tiempo no es del todo agradable, las tareas se amontonan, los correos se acumulan en la bandeja de entrada y vivo inmerso en esa sensación de que nada nunca acaba.
Sin embargo, no siento frustración ni desasosiego. Esta es la parte que no se ve, de la que se habla en los créditos, pero a la que nadie le interesa escuchar.
Todo saldrá a flote, ya lo creo. Soy un corsario especialista en sobrevivir a los naufragios.
Durante cualquier proceso en el que se persigue un objetivo, existe una ligera brecha en el horizonte que nos tambalea, un tercer acto que nos exprime las pocas energías que nos quedan para seguir adelante. Hace tanto tiempo que vivo en ese hiato y me he dado cuenta de que es cuestión de seguir remando, de armarse de paciencia y no desistir.
Por eso, hagamos lo que hagamos, es necesario llenar los pulmones, dar un paso al frente y apreciar el momento. Estar aquí, pero sin perder nuestro norte, el que nos dirige, ni la esperanza que nos mueve.
No sé si todo llega, pero me temo la vida no trata de llegar, sino de marcar el camino.
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April 5, 2019
La ciudad es un cosmos de satélites

Esta mañana se me han pegado las sábanas más de lo normal.
No me he sentido mal por ello.
Estoy en ese barbecho literario que uno se impone para que fertilicen las ideas. Hay quien aprovecha el fin de semana o las vacaciones laborales. Mi caso es un algo diferente, mi calendario funciona de otra manera y, por ende, eso también me convierte en un extraño si me comparo con el resto.
Las comparaciones siempre son odiosas, incluso si las hacemos con quien está en la misma batalla. Por eso, hace tiempo que sólo le discuto a quien me enfrento cada mañana en el espejo. Y, así y todo, intento no tomarle con demasiada seriedad.
Ayer por la tarde, tras una entrevista para una radio de Buenos Aires, salí a dar un paseo por el centro de la ciudad. Fue agradable, de nuevo, ser un alfiler entre la muchedumbre que cruzaba la calle Mayor.
El cielo estaba encapotado, gris, aunque los rayos de sol se colaban entre las nubes como esos carteristas que miran de reojo en Sol mientras un chico inglés toca la guitarra para un público escueto.
Temporada de turistas, de idiomas varios en el aire y cámaras de fotos. Me pregunto si, alguna vez en la vida, dejamos de ser turistas; si lo exótico somos nosotros o ellos.
Hice una parada en Casa Ciriaco por el hecho de oler el siglo que almacena en sus paredes, probar las croquetas y recrear en mi mente, desde la ventana, la bomba que le pusieron a Alfonso XIII. Ahora el turista era yo.
El bar estaba vacío, había recortes de prensa colgados en las paredes y un grupo de alemanes perdidos se echaba atrás al mirar por el cristal. Se me erizó el vello, como cada vez que cruzo Atocha.

Finalmente regresé a casa, el ocaso era hermoso aunque fresco y todavía había quien buscaba hacerse una foto en los Jardines de Sabatini.
Un hombre cantaba frente al palacio apoyándose en la música de su altavoz y leyendo la letra. Lo hacía francamente mal, la gorra estaba vacía, pero creía en ello.
La ciudad es una Vía Láctea de satélites, planetas y estrellas, en su mayoría, sin rumbo, como yo.
Un cosmos que se duerme en algún momento de la noche o que brilla hasta apagarse para siempre.
Vi mi coche aparcado en la calle como el resto de vecinos. Saludé al portero del bloque contiguo, que no me conoce de nada, y me lo devolvió a desgana. No sabe quién soy, ni cómo me llamo, al igual que el mecánico, la farmacéutica o el dueño del bar.
Pero no importa.
Hay miradas de complicidad, un código y un desaire que reinicia cada mañana la película de nuestras vidas.
Esta mañana, estaban ahí de nuevo, bajo el cielo gris, en el mismo sitio.
Ninguno de nosotros brillaba.
Pero tampoco importa.
Somos imperfectos.
No me he sentido mal por ello.
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April 4, 2019
Dime dónde escribes y te diré qué haces

En ocasiones, la gente me pregunta por qué uso una tableta digital para escribir y no un ordenador. Cuesta creerlo, pero escribo mucho mejor, más concentrado y las letras fluyen solas.
Tal vez sea por su ligereza, la simpleza de centrarme en la página (como sucedía con las máquinas de escribir) y evitar así la distracción del navegador, de las veinte pestañas abiertas y de la posibilidad de perderme en el océano de la Red.
Mi perro, una taza de café, un disco de jazz, la tableta y el teclado inalámbrico que uso. No es que sea meticuloso, pero me siento incómodo cuando falta alguno de estos elementos.
Estos días busco el modo de regresar a la actividad diaria, de readaptarme a Madrid (tengo la sensación que, después de seis meses, nunca he llegado a sentirme del todo habituado, tal vez por el exceso de viajes que han interrumpido mi estancia). Un manuscrito por corregir, otro por seguir escribiendo y un dolor de cabeza fruto de este tiempo de nubes y locura atmosférica.
El teléfono no cesa de sonar, me gustaría lanzarlo por la ventana, pero hay ciertas cosas que no sirven para nada, entre ellas ésta o lamentarse de más.
Despierto con sueños extraños que recuerdo vagamente y decido no escribirlos en el cuaderno. Regreso a las páginas del viejo bloc para no perder los objetivos de principios de año.
Estamos en abril y a veces olvido lo que me he propuesto. Por eso es importante documentar, centrarse en lo que escribimos, no perder el norte antes de que nos perdamos a nosotros mismos.
Escribir en una tableta es una metáfora de mi vida.
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Dime dónde escribes y te qué haces

En ocasiones, la gente me pregunta por qué uso una tableta digital para escribir y no un ordenador. Cuesta creerlo, pero escribo mucho mejor, más concentrado y las letras fluyen solas.
Tal vez sea por su ligereza, la simpleza de centrarme en la página (como sucedía con las máquinas de escribir) y evitar así la distracción del navegador, de las veinte pestañas abiertas y de la posibilidad de perderme en el océano de la Red.
Mi perro, una taza de café, un disco de jazz, la tableta y el teclado inalámbrico que uso. No es que sea meticuloso, pero me siento incómodo cuando falta alguno de estos elementos.
Estos días busco el modo de regresar a la actividad diaria, de readaptarme a Madrid (tengo la sensación que, después de seis meses, nunca he llegado a sentirme del todo habituado, tal vez por el exceso de viajes que han interrumpido mi estancia). Un manuscrito por corregir, otro por seguir escribiendo y un dolor de cabeza fruto de este tiempo de nubes y locura atmosférica.
El teléfono no cesa de sonar, me gustaría lanzarlo por la ventana, pero hay ciertas cosas que no sirven para nada, entre ellas ésta o lamentarse de más.
Despierto con sueños extraños que recuerdo vagamente y decido no escribirlos en el cuaderno. Regreso a las páginas del viejo bloc para no perder los objetivos de principios de año.
Estamos en abril y a veces olvido lo que me he propuesto. Por eso es importante documentar, centrarse en lo que escribimos, no perder el norte antes de que nos perdamos a nosotros mismos.
Escribir en una tableta es una metáfora de mi vida.
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