Pablo Poveda's Blog, page 20
March 4, 2020
Odia la partida, no al oponente
Durante años me he preguntado muchas cosas sin encontrar una respuesta. Hace tiempo que dejé de hacerlo, tan pronto como entendí que lo que nos pasa en la vida es un cúmulo de acciones y azar. Las cosas que nos suceden, en su mayoría, son una pura coincidencia. En ocasiones se pueden prever, pero no existe un resultado seguro. Cuando era unos años más joven y comenzaba a escribir con frecuencia, me preguntaba cuándo llegaría mi momento. Todos soñamos con uno, con ese instante en el que nuestra vida gira para siempre y pasamos a otro estadio. Nos pasamos la vida hablando de trenes que pasan por última vez, sin cuestionarnos si nos lleva a donde deseamos. Pues bien, aunque en casa me enseñaron a ser puntual con los demás, soy de los que siempre he llegado tarde a según qué momentos de la vida. He dejado pasar trenes, tranvías y vuelos que he tomado con retraso.
A veces, me he subido en los que no debía y he tenido que regresar al inicio, volviendo a empezar de nuevo.
Hubo una época, cada vez que llegaba a una nueva ciudad, en la que me perdía constantemente en el transporte público, subía en la línea que no era o viajaba en dirección contraria. Lo pasé realmente mal al principio, sobre todo cuando viajaba con alguna chica con la que salía, que se ponía de los nervios al ver que pasaba de nuevo. Pero terminé acostumbrándome a que ocurriera, poniendo más atención en cada trayecto, apurando los viajes para pulir mis errores. Al fin y al cabo era mi experiencia, mi ritmo, mi proceso para asimilar ciertas cosas. De aquello aprendí a no tener miedo, a dejarme llevar, a no molestarme por lo absurdo y, por supuesto, a viajar sin compañía.
Llegar tarde nunca ha sido un problema para no llegar porque, en realidad, he tenido la tranquilidad de hacer lo correcto en cada momento.
Y no me arrepiento nada.
De eso se trata este juego.
Después de darle tantas vueltas, me di cuenta de que mi momento era este, el de ahora, el de cada día, cada paso, cada respiración, cada palabra que dejo por escrito. Y el mío es como el de todos. No hay más que leer las noticias para darnos cuenta de que este momento es un regalo, y no porque lo diga un Hare Krishna tocando la pandereta, sino porque te estás marchitando tan rápido como una flor, si es que nadie te pisa con su zapato. Aquí se viene a jugar hasta que nos den el mate final. Puedes odiar la partida, pero nunca a tu oponente.
Por eso, he dejado de hacerme preguntas innecesarias.
El momento este.
Juega duro, disfruta la partida y alarga el mate todo lo que puedas.
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March 2, 2020
Fantasmas y demonios
Todos tenemos fantasmas. Y también demonios. Los míos salen de vez en cuando, sin avisar. A veces, juntos. Otras, separados.
En ocasiones levanto el pie del acelerador cuando voy cuesta abajo, creyendo que está todo bajo control, pero no siempre es así y descarrilo. Sucede a menudo y, pese a los golpes, suelo recuperarme con decencia. Me nutro de lo que recuerdo, pero también de lo que no. Para bien o para mal, alguien me dijo una vez que somos el total de las caretas que usamos a diario, incluso cuando no sentimos que las llevamos puestas.
El domingo, en ocasiones, es aterrador, sobre todo cuando el cielo está gris, el viento azota y el aire es gélido como en aquellos días en el centro de Europa. Me transporto, sin quererlo, en nebulosas de recuerdos, en pasajes que preferiría no experimentar de nuevo. Luego llego a casa, preparo café y me doy cuenta de que la vida no es más que perspectiva. En internet la gente airea lo bien que está y lo mal que se siente. Yo escribo, para mí y para todos. Como terapia, como pasatiempo y como forma de contar por escrito lo que no puedo decir en voz alta. Después leo hasta quedarme dormido. Sé que al día siguiente, todo se verá con otra luz. Al menos, así lo espero.
Cuando pasan los días y me he olvidado de la pesadumbre del domingo, me observo en la distancia y analizo esos sentimientos, con cierto romanticismo, con cierta nostalgia. Ni siquiera sirven para hacer un drama, pero había que pasar por ellos una vez más. Me resulta curioso que sólo proyectemos sentimientos magnificados, como si los tonos grises no formaran parte de nuestra existencia. Soy de los que piensa que es mejor así. Lo mundano nunca ha tenido lugar en la ficción.
Por suerte, los demonios y los fantasmas se fueron, hasta más ver. El despertador suena antes de lo que me hubiese gustado, vuelvo a preparar café y a ponerme frente al teclado. Pero ya no importa. Vuelvo a ser yo, el viento se ha ido y el sol ha vuelto a salir. Después de todo, ya no es domingo. Era una cuestión de tiempo.
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February 27, 2020
Vivir a medio gas
Me dijo que se convertiría en una gran actriz y le respondí que ya tenía media batalla ganada.
La chica de Buenos Aires nunca tiró la toalla, al menos, mientras soñó despierta. Nos conocimos por accidente en la tienda del barrio. Me pidió que le bajara una caja de huevos del estante y yo me ofrecí sin problemas. No tardé en darme cuenta de la profundidad de su mirada. Si no hubiese sido por el acento, habría pensado que era una de esas estudiantes del sur de Italia. Aquella fue nuestra carta de presentación. Los días pasaron, volvimos a vernos en la calle, en el parque, en la puerta del bar de la esquina. Yo entraba y salía, ella iba y volvía. Un día el perro me hizo de Celestina. Hablamos un rato, entramos en el bar y yo me pedí una cerveza. Ella un café con leche. Me dijo que estudiaba arte dramático y pronto noté su halo de profundidad, por encima del resto. Llevaba poco en el barrio, estaba ilusionada porque vivía en la misma calle que otra actriz española y aún no se había dado de bruces con la realidad que le esperaba. Escuché su historia, resumí la mía y me guardé el escaso interés que tenía por el arte dramático. Sinceramente, me resbalaba un buen rato aquel tema, pero su compañía era agradable y la chica de Buenos Aires tenía una bella sonrisa. El tiempo nos junto y nos separó a partes iguales, dejando bonitos recuerdos junto al Manzanares y alguna que otra puesta de sol. El frío del invierno lo congeló todo, con naturalidad y sin rozaduras. Un día, su sonrisa se había borrado y su mirada ya no era tan profunda. La última vez que la vi, fue en la estación de trenes, tomando un metro hacia quién sabía dónde. Sólo ella y sus sueños. Pensé que había tirado la toalla, dejándose vencer, renunciando a sus sueños, renunciando al dolor del triunfo. Porque para llegar a puerto, antes hay que sufrir la marea.
En ocasiones pienso que la gente no desea de verdad lo que dice querer. No, al menos, con tanta intensidad.
A veces me pregunto si vivir a medio gas merece la pena, si es mejor dejar que te mate eso que amas, o morir dejándolo todo a medias.
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Ficciones de colores
No conviene tomarse la vida muy en serio. Tarde o temprano, todos acabamos en el mismo lugar, por mucho que corramos. Era comienzo de la semana, estábamos chocando vasos de whisky en la barra de un bar austero y sentía que podía parar las agujas del reloj, aunque fuese por unas horas, olvidándome de todo lo que pasaba a mi alrededor. Estaba contento, había terminado el borrador de mi siguiente novela esa misma mañana. Día de ritual, pensé, y me di el placer de no apagar el ordenador cuando puse punto y final al bruto de la historia. Los rituales son importantes. Desde fuera parecen una estupidez pero, con el tiempo, nos damos cuenta de que son más que necesarios. Esas pequeñas victorias, las celebraciones personales, los triunfos de una de las muchas batallas que vamos a tener que enfrentar, si queremos vencer algún día.
Mi amigo estaba de paso unos días por Madrid, así que decidí llevarlo por el casco antiguo de la ciudad, a algunos de mis bares favoritos, para que se sintiera un poco más Hemingway y algo menos turista. Comimos en un gallego, vaciamos dos botellas de Ribeiro y terminamos por los callejones de Antón Martín, combinando los cafés con el destilado que crearon sus ancestros. Me dijo que a veces era necesario dar un paseo por el lado salvaje de la vida, parafraseando a Lou Reed, porque de ahí se recogía el néctar de las buenas historias; que no importaba el género en el que escribiera pues, al final, lo que prima es la cuestión humana que hay en la historia. Para él, la ficción no era más que otra paleta de colores para esconder la realidad. Una paleta que cambia de muchos o pocos colores, en función de las experiencias de quien la usa. Me dijo que en cada persona hay una historia, pero no un libro. Callejeamos por los rincones de la capital hasta llegar a la plaza Mayor.
Los aficionados ingleses del Manchester City, ya borrachos, armaban jaleo en uno de los bares de los soportales. El Madrid vacío casi a la medianoche, en un día entre semana, poco tenía que ver con el de un fin de semana. Nos despedimos. Él regresaría a su ciudad, al nido de amor que ahora compartía con su nueva compañera, diez años más joven que él, y yo terminaría la ruta que llevaba hasta mi casa. En su recuerdo, yo seguiría siendo el personaje de ficción de una de mis novelas, reencarnado por unas horas. Pensé en una aspirina, en un largo trago de agua, en los estragos del día siguiente. De vuelta a casa, me puse los auriculares, The Doors saltó con The End y el hotel Riu de la plaza de España me miró con melancolía. Antes de que me diera cuenta, aquella conversación, las imágenes que se cruzaban por delante de mí cuando pasábamos Tirso de Molina, los ojos de la chica del autobús… Cada tono, cada sonido, formarían parte de una futura historia que estaba por escribir.
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February 23, 2020
Entre guitarras y prosa
Una semana diferente. Avanzo a trompicones con el último trayecto, paso más horas de las habituales recorriendo los bares de la ciudad, hablando con gente que no conozco y haciendo kilómetros al pasear. Me duelen las piernas, pero estoy bien, preparado, listo para seguir rodando. Releo a Hammett en mis ratos libres. Hace unos días me colgué una guitarra sobre un escenario. La Riviera es una de las salas más grandes de Madrid. Era la prueba de sonido para Radio 3 y yo le estaba echando un cable a mis amigos. De pronto, sentí un gusanillo en mi estómago mientras aporreaba las cuerdas. Trece años atrás, más joven y más díscolo. Fueron buenos tiempos que recuerdo con dulce agrado. Poco queda del que fui y mucho de lo que sigo siendo. Horas más tarde me encontraba en un camerino, charlando con la cantante de una de las bandas femeninas más famosas del país. Por un rato, los dos fuimos normales. Todos buscamos un poco de cariño en el ojo ajeno. Cuando eres indiferente a la popularidad o al estatus que pueda tener tu interlocutor, cuando te importa un carajo todo lo relacionado con el brillo de sus movimientos, entonces te vuelves real y auténtico. La autenticidad tiene un precio y no está relacionada con el orgullo. Conozco a demasiadas personas que no harían algo por lo que pensaran de ellos, jugando sus cartas como si fueran a ganar la partida.
La autenticidad no va de lamerle el culo a unas personas sí y a otras no. Pero nadie te obliga a ser auténtico.
Por desgracia, alguien estropeó la conversación, pero no es algo que me entristezca. La vida es cruel, en ocasiones, y yo era un actor secundario en esa farándula musical que poco tiene ya que ver conmigo.
Febrero aún no ha terminado y hace más calor del habitual. Los Rolling Stone suenan a todo trapo en un domingo vacío, tranquilo, de turistas cruzando la Gran Vía como hormigas, de chinas atractivas en Leganitos, vendiéndome masajes que pongan un final feliz a la semana. La puesta de sol es maravillosa, una vez más, y reflexiono sobre el puñado de canas que me han salido en la cabeza. Hay quien dice que me hacen más interesante, y también quien dice que mejor eso que nada. A mí sólo me hacen ver el paso del tiempo, pero quizá It was just my imagination, once again, como cantaban los Stones.
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February 18, 2020
Seguir en la brecha
Seguimos en la brecha, me dijo el dueño del antro de la plaza de Puerta Cerrada, mientras Paco de Lucía tocaba la guitarra en una televisión de tubo. En la brecha, me dije, por la que él cayó hacía más de veinte años y yo, esa noche, iba de camino a ello.
Algunas veladas, sin esperar demasiado de ellas, pueden convertirse en carne de novela.
Hablando de novelas, acaba de salir el segundo pack de Caballero (libros 4, 5 y 6) para Kindle y también en papel, por si alguien se los está leyendo del tirón o tiene intenciones de hacerlo. Por supuesto, cabe recordar que la serie está al completo en audiolibro (con un doblaje de diez).
Estos días sigo trabajando en la nueva entrega de Rojo, que saldrá en marzo. El primero sigue gratuito en Amazon Prime, recibiendo muy buenas críticas. No pasa un día sin sorprenderme en este cambio de reglas de juego que nos permite, a un buen puñado de juntaletras, vivir de las historias que escribimos, dejándonos un montón de libros interesantes y entretenidos que, de otro modo, se habrían quedado en un cajón lleno de frustración. Un rocanrol literario, una nueva era que, tarde o temprano, terminará… arrastrado por la marea.
Hay que seguir en la brecha, cueste lo que cueste, para evitar caerse en ella y convertirse en un ladrillo en la pared.
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February 15, 2020
Yo quería ser Bandini
Ha pasado una semana desde que decidí cerrar (temporalmente) los perfiles sociales. La razón: ver si este cambio afectaba a mis ventas. Una semana puede ser poco tiempo o demasiado, según se mire… En mi caso, no ha afectado en absoluto, sino al contrario. Sin embargo, me he encontrado más despejado que otras veces, sin la necesidad de consumir trocitos de información, opiniones y retales insulsos a primera hora de la mañana. No leer las redes también me ha llevado a no enterarme de las noticias, no visitar los diarios y no pensar en problemas que no están en mi mano. Eso no ha evitado que me enterara de la gran pérdida de Gistau, a quien me gustaba leer. El buen tiempo aflora en Madrid por las tardes, regalándonos días primaverales a mitad de febrero. El calor incita a buscar terrazas, a disfrutar de los rayos de sol bajo las gafas tintadas. El parque del Oeste tiene otro color, aunque la explosión de colores aún está por llegar. Noto unas ganas tremendas en la gente por poner fin al invierno, una estación que no ha sido muy severa con nosotros, al menos, este año, con sus días fríos y grises, pero nada que no se pueda superar. No quiero ni recordar los metros de nieve a mis pies, años atrás. Memorias del pasado.
Los días entre semana son mejores que los festivos para pasear y hacer visitas. La gente tiene otro humor, mejor o peor, según toque. La ciudad se mueve a otro ritmo, más frenético, pero también más decidido, dejando vía libre a quienes salimos a observar el mundo. Es uno de mis pequeños placeres. Me temo que, a causa del reloj laboral y los deseos de prosperidad de cada persona, mi generación ha olvidado que la calle también es vida, y sólo la pisa para ir de un lugar a otro, como medio de transición, de casa al trabajo y viceversa, en lugar de formar parte de ella, de sus cafeterías, de sus parques, de los momentos anónimos que nos brinda el día a día. La libertad está lejos del fin de semana.
Tras un vermú de mediodía y una conversación rica en reflexiones, entro en una de esas cadenas de librerías para echar un vistazo de las novedades y fijarme en las portadas. Hace tiempo que veo esta clase de lugares como el código verde de Matrix. En lugar de novedades, calculo el precio que habrán pagado las editoriales de turno para que el libro esté ahí, o ahí, o allí detrás, o bocabajo. Cuento hasta tres y busco la bolsa de Lays que vemos al entrar en un supermercado. Ahí está, el libro de la temporada. Recorro un pasillo y veo un libro en el suelo que se ha caído. Anagrama hizo muy bien aquellas colecciones coloridas de mis autores favoritos de juventud. Por el amarillo, podría ser Bukowski, Kerouac o Highsmith, pero era un ejemplar de Pregúntale al polvo de John Fante. Me acordé de cuando yo quería ser Bandini, en mis años de universidad. Todavía lo sigo queriendo, o quizá ya lo haya sido. Nunca lo sabré, pero hay trenes que sólo pasan una vez. Y hoy Fante es un objeto del pasado, como los candelabros que venden en el rastro o las viejas máquinas de escribir. Al menos, sus libros perduran durante décadas. El resto del pasillo terminará en un almacén con plástico alrededor. Se ha desvirtualizado tanto el carácter único de la persona que escribe, que nos importan más los focos y las pantallas.
La senda del perdedor, que decía Chinaski.
Patricia Highsmith nunca lloró en público, ni pidió que escucharan lo que tenía que decir. Ella escribió, vivió y nos dejó un bonito de lugares que hoy son otra cosa. En su última etapa, se encerró en Suiza, reunida de botellas y sin dejar que nadie la molestara. Y no me extraña. Hoy pocos se meten en el fango, ni se abrazan al caos de la incertidumbre. Hoy nadie quiere ser Bandini.
Dejo el libro en la sección efe, salgo de la librería sin que nadie note mi presencia y callejeo por Conde Duque hasta Princesa. Me gusta esta zona, tal vez por la cantidad de recuerdos que habitan en ella, de citas que no pasaron de un calentón, de una noche de sábanas sucias; de borracheras entre amigos a deshoras, celebrando triunfos o apagando derrotas. Muchos de esos amigos desaparecieron. La vida se los llevó a otro lugar más cómodo, a un cubículo de oficina y a una relación en pareja con un piso de dos dormitorios. Algunos son felices, otros… no. Llego a Argüelles, veo las cristaleras de los bares y hubo una época en la que ese que tengo delante, fue mi favorito, hasta que lo quemé para siempre.
Cuando llego al barrio, la porteña que trabaja en el bar me dice que cuándo les hago una visita, que ya no me dejo ver. Le digo que pronto, fijándome en esos ojos caramelo y en esa sonrisa que nunca decae. Ella sabe más de la vida que yo y no necesita contarlo en doscientas páginas. Prefiero que lo haga desde la barra.
Me siento afortunado por lo logrado, pero más por lo vivido, por las texturas acariciadas y por los amaneceres que guardo entre mis recuerdos. No viajo para contar, sino que cuento lo que ya he viajado. Por eso, mis mundos son lo que son, y están y estarán, por mucho maquillaje que lleven para engañar a las mentes más planas, aferrados a la realidad del ser humano. Para escribir, hay que vivir cada latido, pero para vivir, no es necesario escribir, tan sólo sonreír y dejarse llevar. Cuando viajamos en coche, sólo pensamos en llegar al destino. Aquí, el destino supone el fin de todo. Comenzamos sin que nos avisen y nos marchamos del mismo modo: solos. Trayecto sólo hay uno y más vale aprovechar las opciones que nos dan.
Yo opté por vivir, pero la escritura fue quien me eligió a mí.
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February 12, 2020
Historia
Una vez leí en internet que el mundo te olvida si no das señales de vida durante dos o tres meses. Después de estos eres historia. Por supuesto, esa persona se refería a las redes sociales y a la memoria residual de los usuarios.
Esto lo leí hace años. Hoy, tal vez sean menos de dos meses. Quizá dos semanas. Fallece una persona famosa y se le recuerda durante unas horas. La vida sigue, siempre lo ha hecho, y no es que el mundo nos olvide, porque para eso tendría que recordarnos como algo especial, sino que no tenemos por qué significa algo para un desconocido.
Estos días me alejo de las redes un poco más de lo habitual. Echo de menos lo único que recuerdo, que no es otra cosa que la era preinternet, en la que sentía el placer de aburrirme, de manera presente, sin que mis pensamientos se fueran a otro lugar virtual, en lugar de preguntarme qué hacer en ese momento. Momentos de lectura, de conversaciones cómplices y de arreglar el mundo. Horas en las que el tiempo pasaba a otra velocidad, porque no existía un Pepito Grillo que nos advirtiera que nos podíamos estar perdiendo algo valioso. Entonces nada era tan importante como ese café a media tarde, recordando los destellos del sábado.
Lo último que pretendo transmitir es nostalgia.
Me alejo para leer en calma, para escribir en silencio y para imaginar que lo único que veo es lo que tengo delante. Dejo atrás las sonrisas desperdiciadas y las conversaciones abandonadas por culpa de una notificación.
¿Cuándo fue la última vez que viste una película sin comprobar algo en el móvil?, le pregunté a una amiga y no supo contestar.
Pero eso no es lo más importante de la cuestión. No tengo interés en demonizar la tecnología que uso, que me conecta y que me llena el estómago. Me alejo para aislarme del ruido y de la soberbia impuesta, en muchas ocasiones fingida; de la falsa creencia y de la imagen proyectada en la que otra persona está mejor que yo, que nosotros, que el resto. La felicidad a golpe de clic. Si antes me importaba poco, ahora mucho menos. Cruzo el centro viendo a jóvenes posar en el mismo sitio, haciendo que las calles anónimas tengan el mismo encanto que la Torre de Pisa, para después actualizar la página, una y otra vez, mientras cuentan los corazones que aparecen en la pantalla. Dejo de seguir a otra gente y me sigue apareciendo porque la red social piensa que podría ser relevante para mí. Pues no lo es, pero me fuerza a comprobar, una y otra vez, cómo el ego de algunas personas las lleva a rozar el ridículo a diario, soltando opiniones al aire, buscando unas migajas de atención para terminar borrando lo que han escrito. Yo lo vi, yo estaba ahí cuando ocurrió y no dije nada.
Los asuntos importantes de la vida requieren atención, reflexión y trabajo. También requieren pausas y silencio. Digamos que ciertas cosas han dejado de tener su gracia.
Puede que pasen dos semanas, quizá dos meses, pero eso no significa que desaparezca. Existen muchas maneras de hacer historia y hacer ruido nunca ha sido una de ellas.
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February 10, 2020
Hora de tirar del cable

Me dije a mí mismo que en 2020 no valdrían las excusas, así que he suspendido las cuentas de Twitter y de Instagram hasta nuevo aviso, si es que lo hay. Y no, no me he sentido ofendido por nada, ni por nadie. De hecho, me he sorprendido encontrándome a mí mismo, en varias ocasiones, buceando en entretenimiento y discusiones sin trascendencia. Ruido, al fin y al cabo. Durante muchos años, he estado convencido de que la presencia en las redes era obligatoria para poder vivir de la escritura, al menos, en el modo en el que lo hacía. Hoy reconozco que estaba equivocado. Quien escribe, necesita lectores, no seguidores, y un medio para ser accesible a la persona que tiene cuestiones, pero eso es todo.
Hace unos días, un artículo sobre la relación entre seguidores y editoriales incendiaba la red. Todos tenemos derecho a equivocarnos, sobre todo, cuando existe una falta de formación y un exceso de ignorancia. Yo he errado muchas veces. Cada cual intenta hacerlo lo mejor posible para su beneficio, pero cuanto antes comencemos a llamar las cosas por su nombre y a contemplar ciertos ítems de manera objetiva, todo irá mejor.
Me adentro en una fase experimental, de horas productivas y un montón de proyectos que necesitan la atención que no les estaba dando. Ah, y también a la vida, que es corta y hay que exprimirla.
Para lo demás, ya sabéis dónde encontrarme.
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February 3, 2020
Jugando a ser lo que no somos
Alguien dijo que no existía nada más triste que acabar la noche comiendo una hamburguesa en el McDonald’s de Gran Vía con Montera, entre gente ebria, clientes de paso y habituales sin techo, en los bajos de un local del siglo XX, con sus columnas y sus grandes ventanales. Lo que antes había sido una joyería, pasó a convertirse en un restaurante de comida rápida.
En mi opinión, no fue para tanto. Me divertía aquel ambiente cabaretesco y decadente a la vez. Había estado allí ya antes, a esa misma hora y también después. Recuerdos como el de un amanecer abriéndose paseo entre los enormes edificios. Atestado de clientela hambrienta por culpa del alcohol y el trasnocho, nos fuimos a una de las mesas que había en la primera planta, abriéndonos paso entre las meretrices que asaltaban a los turistas extranjeros. Una de las chicas se fue al baño y ellos eligieron la mesa. Fue entonces cuando ella me miró a los ojos, y los otros dos no se dieron cuenta. Nos habíamos conocido unas horas antes, en un bar de Malasaña, de rebote y sin interés el uno en el otro. Había pasado de mi cara como yo de la suya. A veces, un saludo es suficiente para mandar educadamente al carajo a la otra persona, sin profundizar en la conversación. Esa noche estaba más centrado en su amiga, pero la vida es como el ajedrez y a mí nunca me se me ha dado muy bien seguir el juego, aunque soy un experto en dejarme ganar. Tenía unos ojos claros y brillantes bajo la luz del local. Salían chispas de ellos, como si fueran dos bengalas clavadas en una tarta de cumpleaños.
—¿Y dices que eres escritor? —preguntó, poniéndome a prueba. Yo no lo había dicho, sino mi amigo. Yo nunca lo mencionaba. De hecho, detestaba hacerlo. Asentí con la cabeza y puse atención al papel que rodeaba la hamburguesa—. ¿Has publicado algo?
Otro examen, pero yo ya había toreado en otras plazas.
—Soy ese a quien tus padres leen cuando sales por la noche a divertirte y a emborracharte —respondí. Fue lo primero que se me ocurrió, y era cierto. No importaba lo que dijera, pues habría mordido el anzuelo. Dar explicaciones denota inseguridad, excepto cuando el interlocutor es la policía.
Ella se quedó pensativa y dio un sorbo a la pajita.
—Pues qué aburrido —dijo en voz alta. El bullicio de nuestro alrededor se quedó a un lado, como si una burbuja nos protegiera.
Olvidaba que mientras ella crecía, sus padres también lo hacían.
—Algún día tú también lo serás… Quizá antes que ellos.
Arqueó una ceja y apretó los labios. No esperaba un revés como ese, aunque no creí que fuese para tanto. Cuando la amiga regresó, ya me había olvidado de ella, y la chica que tenía en frente, también. La noche siguió por el casco antiguo, quemando la suela de los zapatos sobre las baldosas empinadas, dejándonos caer por las fronteras que limitaban con Lavapiés. Sin darme cuenta, entre copas y risas ruidosas, el grupo se deshojó como los pétalos de una margarita, quedándonos solos en la terraza de lo que había sido un viejo cine porno, ahora convertido en sala de cócteles. En la pantalla proyectaban Taxi Driver y el resplandor alumbró nuestros rostros. Jaque mate, pensé, recortando distancias, sujetando su vaso de vodka con limón y aproximándome a sus labios como la última pieza de un puzle de mil.
A la mañana siguiente, desperté por el resplandor de la claridad de la ventana. Un bonito estudio rehabilitado en Embajadores, aunque en ese momento no supiera ubicarme. La resaca no ayudaba demasiado. Comprobé la hora en el teléfono y me levanté con cuidado. Ella dormía en la cama, silenciosa e inmóvil.
Vestido y dispuesto a dejarle una nota para no cortarle el sueño, se desperezó estirando los brazos y yo dejé el bolígrafo sobre la mesa.
—¿Te vas?
—Sí.
—¿Nos volveremos a ver?
—Claro —dije, fui a la cocina y me llené un vaso de agua. Le pegué un trago y lo dejé en el pequeño fregadero.
—He pensado en lo que dijiste.
—¿En lo de que serás aburrida antes que tus padres?
—No… —respondió y sonrió—. En lo otro. Les preguntaré sobre ti.
Agarré el abrigo y me acerqué a la puerta del dormitorio.
—Te dirán que no te juntes con escritores.
—¿Porque son aburridos?
—Sí, la mayoría.
—¿Y tú eres parte de la excepción?
—No.
—¿Entonces? —insistió.
—Hasta donde recuerdo, en ningún momento te dije lo que soy o hago —contesté tirando de la manivela de la puerta principal—, pero, para que tú sientas otras vidas desde el sofá, algunos tienen que saborearlas en todas sus formas. Y no siempre es agradable.
—Eso es lo que hacen los escritores, ¿no?
—Y los vividores o los mentirosos.
—Qué profundo —dijo con sorna—. Entonces, ¿me vas a decir lo que eres o no?
—Claro. Un tipo con suerte.
Me despedí con un último sello de labios, embriagándome por última vez de los restos de perfume que habitaban en su piel, y bajé las escaleras de la corrala hasta que llegué a la plaza. El teléfono vibró. Me había buscado y agregado como amigo en Instagram. Eché un vistazo al perfil: viajes por las capitales más bellas de Europa, noches de ensueño con amigas, momentos cargados de obscenidades económicas y placeres prohibidos. Era igual de bonita que en las fotos, aunque en persona parecía más natural. Apagué el terminal, lo eché al bolsillo y me fui caminando hacia casa.
De nuevo, la vida, la resaca, el frío matutino, el Rastro y las ganas de pedir comida china a domicilio y morir entre almohadones. Y como yo, el otro tercio de la ciudad que despertaba a deshoras.
No volveríamos a vernos. Ni por ella, ni por mí. Lo que no cuaja a la primera, difícilmente lo hace después. Y lo nuestro fue un error de muestreo.
En ocasiones, la vida te da regalos y, cuando esto sucede, es mejor sentirse agradecido y dejarlos sin abrir.
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