Leonardo Padrón's Blog, page 11
February 15, 2018
Estremecimiento
En estos días se me atascaron de nuevo las palabras. Se quedaron inmovilizadas en el teclado. Se hicieron nudo. Me quedé en silencio. Arrinconado donde no había alfabeto posible. Y no pude entregar mi artículo semanal. Ni siquiera logré excusarme. Seguí durante días enteros con los ojos pegados a la viscosa realidad de mi país. Permanecí, encandilado de horror, viendo los testimonios de hambre y padecimiento que se amplifican en cada rincón de mi pobre país petrolero. Es demasiado. Sobrepasa. Es algo que ofusca la capacidad de análisis. Uno ve a hombres hechos y derechos, remangados de tanto vivir, con los ojos en súplica, con la voz hecha puro sollozo, porque tienen tanta hambre que están aterrados, porque les da vergüenza no poder alimentar con un mínimo de pan y decencia a sus hijos. Eso aniquila. Estremece.
Las historias son excesivas. Como sacadas de un país en guerra. Parecemos un territorio bombardeado, con la comida convertida en humo y sin la más simple medicina. ¿Cuántas veces hay que decirlo?
Asombra la historia de María del Carmen, una niña de 6 años que reside en Maracaibo y su cota de desnutrición es tal que a la familia le asusta cargarla porque sienten que se les va a quebrar en los brazos. Aturde la cantidad de niños que siguen muriendo por comer yuca amarga, porque no hay más nada, solo ese borde que es la desesperación de sus padres. Conmueve la historia de José, el humilde autobusero que se desvaneció llevando a su pequeño hijo al colegio, porque tenía ya dos días masticando solo aire. Y a mi se me quedó la mirada en su hijo, que le abrazaba una rodilla como consuelo, que no sabe de ideologías, que tiene tan poco tiempo en el mundo y quizás ya supone que así es la vida: un padre sollozando a ras del suelo. Estremece la historia del hombre que va a pie a Colombia para comprarle una urna a su sobrina, porque la inflación decreta que no hay dinero que pague el entierro de los pobres en nuestro pobre país petrolero. Son demasiadas historias. Demasiadas.
Ahora quienes protestan no son las organizaciones políticas, ni los estudiantes, ni la clase media, ni los sindicatos, choferes, profesores o la abrumadora sociedad civil. Ahora protesta la capa más frágil de la sociedad: los enfermos. Los que padecen cáncer, los trasplantados de órganos, los que tienen VIH, paludismo, difteria, tuberculosis, lupus, los enfermos renales y los miles y miles que dependen de una minúscula pastilla para tener a raya la peligrosa hipertensión. Son más de 300 mil personas con el susto de la muerte en la esquina más cercana. Se les ve clamando por sus remedios, braceando por ayuda en una cuenta regresiva letal, exasperados, colapsando frente a las cámaras. La escandalosa cifra dice que la desnutrición afecta ya a 1.3 millones de personas. El país se está volviendo un costillar. Y nada, nada de ese hilo agónico de tantos seres humanos conmueve a los líderes de la revolución. Muchos de esos enfermos votaron por Chávez, creyeron en su promesa de redención social y su estribillo de salvador de los desposeídos. Pero la dictadura solo les ha devuelto su indiferencia. Lo que está pasando es moralmente inhumano. Inaceptable. Es una suerte de homicidio culposo masivo.
Y a eso se suman las historias, ya multitudinarias, inacabables, de venezolanos diseminados en las calles de los países vecinos, convertidos en vendedores ambulantes de cualquier cosa, agredidos y humillados por el dardo de la xenofobia. ¡Son tantos los testimonios! Están en todas partes. Es imposible no verlos. Confieso que nunca había visto a tanta gente triste. A desconocidos, amigos, vecinos, gente de cualquier edad. A mi propio rostro. Se nos ha vuelto una epidemia la tristeza. Hoy somos un rudo coctel de crisis, abatimiento, desesperanza, bochorno, duelo, hambre, exilio y pena. No ha quedado piedra sana. A todo el mundo se le desbarató la vida.
Y yo no entiendo. No entiendo una ideología que contenga tanta indolencia en su premisa. No entiendo, incluso si convenimos en que a Venezuela la gobierna una mafia criminal. Hasta el mayor de los delincuentes se conmueve ante un niño agonizando. ¿No hay en esos “camaradas” del poder ni un síntoma de humanidad? ¿No observa -por ejemplo- la llamada primera combatiente, lo que está pasando en el país que gobierna su marido? ¿No le muestra, luego de refocilarse con la televisión española que tanto disfrutan, alguno de los cientos de videos que pueblan las redes? ¿No ha visto el terror de los enfermos renales rogando por la urgencia de una diálisis que les salve la vida? ¿No han advertido a la gente escapando en estampida por las fronteras?¿No hay un mínimo estremecimiento en su alma femenina? ¿Tampoco lo han notado las esposas, madres o hijas de los otros paladines de la dictadura? ¿No lo conversan en sus habitaciones? ¿No se les ocurre pensar que quizás no lo están haciendo bien? ¿No vale la pena claudicar en algo para salvar tantas vidas? ¿Dirán que a fin de cuentas cada persona que muere o huye es otro escuálido menos? ¿De qué tamaño es la venda que los ciega? ¿Así de sórdido es su linaje? ¿Es tan cruel la fascinación por el poder?
Muchos dirán que ninguno de los seres humanos que hoy conforman el círculo de poder en Venezuela posee sensibilidad alguna. Que esta hambruna y esta mortandad es por diseño. Que la estrategia es justamente la sumisión colectiva. A veces quisiera pensar que en algún recóndito lugar de sus emociones debe sacudirse algo. Pero el curso de los hechos nos hace desalojar cualquier esperanza en ese sentido. Estamos ante un régimen desalmado. Es decir, sin alma. Su victoria es la tristeza de millones de almas. Se han convertido en los dueños de una tierra arrasada. No importa la sangre vertida. Ni cuántas cruces hay ya en los cementerios. No importa tanta oscuridad. Ni esa larga pena que somos.
Patria o muerte, dijeron. Y perdió la patria.
Leonardo Padrón
POR: CARAOTADIGITAL – FEBRERO 15, 2018
January 25, 2018
Calle ciega
Henos aquí: en la última calle de nuestra actual coyuntura histórica. Y resulta escalofriante descubrir que es una calle ciega. Pareciéramos atrapados en una emboscada perfecta. Si aceptamos ir a las elecciones presidenciales en estas absurdas condiciones, la victoria de Maduro está garantizada. Obviamente, no por su popularidad, que es bastante precaria, sino por las muchas tretas ya aceitadas y al acecho, y por el sistemático desmantelamiento de la creencia del venezolano en la institución del voto. Y si decidimos ignorar la convocatoria, salirnos de esa calle, no asistir a la refriega electoral, el régimen replicará el diseño del 30 de julio del 2017, donde fue a votar en solitario para instaurar el monumental fraude de la ANC. E incluso así, jugando solo en el tablero, se vio obligado a mentir descaradamente, pues el número de votantes en los centros electorales era tan escaso que a ellos mismos les daba vergüenza.
El hecho es que durante los últimos años, dado su estruendoso fracaso como gobierno, la dictadura se preparó para el decisivo evento electoral en forma casi milimétrica. Primero se dedicó a minar la credibilidad de los ciudadanos en el sistema electoral “más confiable del mundo”. Tibisay Lucena, entonces, se convirtió en el preclaro símbolo de la estafa a un país entero. Verla caminado -al ras de la oscura medianoche- por la baranda más televisada de la historia solo nos trae nefastos recuerdos. Por eso el régimen hace punto de honor la presencia de Lucena en el CNE, así sea extremando la resistencia de su mermada salud. Su sola imagen es un arma de desestabilización del ánimo de la población electoral. Mientras más Tibisay, menos votos. Así de simple. Como esa otra ecuación que parece decir: mientras más diálogo, menos confianza. Mientras más redes sociales, más confusión. Mientras más cerca estamos del final, más lejos nos ponemos. Habitamos el reino de la paradoja. Es una serpiente girando sobre su propio eje. Y en la piel de esa serpiente está nuestro destino.
Pues bien, una vez que el régimen logró que la abstención se convirtiera en la respuesta masiva del ciudadano; atomizada en veinte fragmentos la oposición; inhabilitados, presos o en el exilio sus líderes tradicionales; asesinados literal y públicamente los focos de resistencia armada; construida una estructura de alimentación que sojuzga la voluntad del pueblo, entonces el régimen más repudiado en nuestra historia republicana convoca a elecciones presidenciales. Ellos conocen el rechazo que generan. Lo sienten en los juegos de pelota, en las iglesias y procesiones religiosas, en los aviones y restaurantes, en los sindicatos y fábricas, en urbanizaciones y barriadas, en poblados remotos y hasta en las entrañas de PDVSA, de las Fuerzas Armadas y de su propio partido político. Pero he aquí el chiste cruel: el régimen que tanta muerte, hambre y ruina le ha traído a los venezolanos tiene todas las condiciones para “revalidarse” electoralmente. Claro, son las condiciones que ellos mismos han ido tejiendo siniestra y aviesamente, centímetro a centímetro, durante largos años.
El gran dilema es qué hacer. Todas las opciones parecen dar error. Ir a elecciones con el mismo CNE -a estas alturas del agravio- es suicida. Sin duda, en otras ocasiones parecía haber condiciones ligeramente menos grotescas y abusivas, pero igual fueron escamoteadas el mismo día de las elecciones. Es un modus operandi probado y eficiente. Ya la mesa del diálogo estalló en añicos, sobre todo al levantarse el canciller de México quien era la voz con más ascendencia en el grupo de intermediarios. A su vez, la escalofriante Masacre de El Junquito está demasiado fresca, sigue goteando sangre en nuestra memoria colectiva, generalmente tan proclive al olvido o a las sustituciones.
Así estamos. Si votamos, perdemos por trampa. Si no votamos, perdemos por ausencia. ¿Cómo romper el cerco de esta calle ciega? El reloj está corriendo. La cuenta regresiva suena su tic tac sobre nuestro futuro. ¿Es la aparición de un outsider que nunca ha estado en la arena política la solución? Sorprende que ya algunos miembros de ciertos partidos políticos de oposición asomen esa carta. Quizás tienen muy claro que es imposible -en tan corto tiempo- revertir la matriz de rechazo que hoy tiene el liderazgo opositor. Estamos sumergidos en un dilema shakesperiano. ¿Votar o no votar? ¿Votar en qué condiciones y por quién? Y si no votamos, ¿qué se hace? La comunidad internacional está escandalizada ante esta propuesta del régimen que parece agarrar -¡una vez más!- fuera de base a la oposición. Es, quizás, el momento más crucial de nuestro penosa crisis como país. Se necesita coherencia, extrema reflexión y carácter. La decisión que tome la oposición debe ser estrictamente consensuada y profundamente firme. Por favor, lancen a la basura sus aspiraciones personales. No es posible que ya un partido como AD se desboque en anunciar su disposición a revalidar su tarjeta electoral, actuando en solitario. Ya algunos políticos han levantado su mano autoproclamándose como candidatos a la contienda, como si eso bastara para revertir el campo minado que tenemos por delante. No lo olviden, señores de la política: el país es el país y sus 30 millones de almas en estado de desesperación. No hay ego que supere ese diagnóstico. Es nuestra hora más menguada. No podemos entregarle seis años más a la dictadura. Sería la lápida definitiva de la esperanza.
El reloj avanza. Abril se acerca a toda velocidad.
Leonardo Padrón
POR: CARAOTADIGITAL – ENERO 25, 2018
January 18, 2018
Sangre
Ni siquiera con el rostro salpicado de sangre por las esquirlas de una granada la gente le creía. Ni siquiera a minutos de ser asesinado grabando un mensaje de despedida para sus hijos. Se hacían chistes sobre su pelo decolorado. Se ironizaba sobre la satisfactoria señal de internet que tenía para colgar sus mensajes en las redes. Se hablaba de show, de circo, de trapo rojo y pote de humo. Ni siquiera muerto se le creía muerto. Se necesitaba ver el cadáver. Incluso ya con la siniestra estampa de su cuerpo derrumbado sobre su propia muerte y la de sus compañeros de faena, también se especulaba, se tejían hipótesis rocambolescas. Porque todo parecía rocambolesco. Pero ya, con su cadáver en la morgue, finalmente todos le creen a Oscar Pérez.
No se puede juzgar al que no sintió verosimilitud en sus acciones ni aplaudir al que siempre tuvo la certeza de su autenticidad. La dictadura de Nicolás Maduro nos ha educado para no creer en nosotros mismos. Los prejuicios, dudas y recelos están a la orden del día. Por supuesto, nadie cree en la revolución ni en el paraíso terrenal del que alardea en sus cadenas. Pero ya tampoco se cree en los líderes de la oposición y menos en sus partidos políticos. No se cree en la institución del voto. No se cree ni siquiera en la esperanza. Hay motivos de sobra para tanta incredulidad, sin duda. Y ese es un triunfo de la revolución que debemos comenzar a desmantelar.
Algún aprendizaje debe haber con lo ocurrido. Debemos apelar a una profunda reflexión colectiva. El chavismo ha logrado despertar el lado oscuro de la sociedad venezolana. El odio está de fiesta en el país. Neutralizados los medios de comunicación, las redes sociales se han convertido en la única ventana de información. A su vez, las redes han permitido que todo el mundo se convierta en reportero de la realidad y han democratizado la opinión a dimensiones planetarias. Eso tiene sus ventajas y, obviamente, sus bemoles. Lamentablemente, muchas veces se opina como quien dispara un arma desde la cintura. Sin la más mínima pausa reflexiva. Sin aquilatar las ideas. Sin esperar que los hechos destilen su propia sintaxis. Hay un ansia enfermiza por ser el primero en opinar. Por pegarla del techo con una frase que pulverice las redes y gane muchos “likes” y “Rts”. A eso se le debe agregar –una vez más- el eficaz trabajo comunicacional del régimen, experto en sembrar matrices de opinión confusas, que enrarecen donde les conviene, que enturbian el ánimo y dislocan nuestra lectura de los hechos. Ya ningún evento es visto desde un nicho de mínima objetividad. En la multitud de tuits que cada noticia genera, los juicios más radicales, los más escandalosos o hirientes, ganan el rating de la comarca 2.0. Y si alguna figura pública escribe un desatino, inmediatamente se activa el paredón de fusilamiento. No importa que haya expresado un pensamiento que habitaba la mente de no pocos venezolanos. No importa que haya sido una figura amada por la sociedad. En un chasquido pasará a ser vapuleado sin misericordia. Es parte de la fiesta del odio. En las redes también sangra el país.
El lunes 15 de enero ocurrió algo en nuestro país que quedará inscrito en la memoria de todos. Una masacre pública con un desmesurado uso de armas letales. La brutal exterminación de un grupo de venezolanos que optaron por una vía de rebelión, discutible, sin duda, pero dictada por una genuina preocupación ante la bota horrida de la dictadura.
Los que nunca creyeron en Oscar Pérez lo hicieron porque ciertos hechos les parecían inverosímiles. Pero ahí está la nuez del problema. Va siendo hora de asumir que desde hace 19 años -en Venezuela- la realidad se volvió extraña, anormal, delirante, sobreactuada. Desde entonces, nada nos debe extrañar. Pero son muchas las cosas que nos deben preocupar como sociedad. Para salir del lodazal donde estamos, debemos exigirnos a nosotros mismos una revisión profunda, debemos domesticar el odio que nos han inoculado luego de tanta humillación y agravio. Canalizarlo, procesarlo, convertirlo en una forma de redención.
El país hoy es sangre. Sangre derramada. Y esa larga mancha de odio que se ha expandido en el mapa nos ha atrapado. Ya basta. No podemos más. Es suficiente. No nos cabe más dolor.
Leonardo Padrón
POR: CARAOTADIGITAL – ENERO 18, 2018
January 11, 2018
Los románticos del caos
Lo que circula en la mente de cada venezolano es aún más tenebroso que lo que pasa a su alrededor. La incertidumbre es básicamente neblina. Cubre el horizonte por completo. No hay nada más allá. Es la duda vestida de luto. Cuando al futuro se lo traga la incertidumbre, no hay país posible. Las palabras que se asoman en cada esquina del mapa arrastran solo pesadumbre. El aire nacional se ha vuelto irrespirable. La vida en Venezuela se conjuga con aspereza. Y eso también rima con tristeza. No hay nación que se merezca tanto agravio.
Amigos cercanos que han tenido que sentarse en la misma mesa con los líderes de la pesadilla me comentan que algunos de ellos se creen su propio cuento de la guerra económica. Se creen que la invasión de los marines vendrá en los contenedores de medicinas y alimentos que exige la emergencia humanitaria. Se creen los doscientos atentados a Chávez y Maduro. Se creen los cheques de la CIA pagados a humoristas, caricaturistas, escritores y analistas. Se creen capaces de crear al hombre nuevo, a pesar del escandaloso historial de corrupción, saqueo y violencia que han ido atesorando en estos 19 años. Se justifican. Dicen que el capitalismo todo lo envenena. Que la cultura rentista vulneró nuestro tejido moral. Que tantos años de consumir productos culturales emanados de Hollywood y Disney World nos han llenado la sangre de toxinas imperialistas. Que resetear el cerebro del venezolano vivaracho, sinvergüenza y oportunista llevará varias décadas pero, qué duda cabe, para el año 2100 se habrá logrado la revolución ética que aspiran.
A estas alturas del párrafo se me dirá que peco de ingenuo, que no hay un solo camarada a la redonda que no piense más que en robar y saquear. Pero, ciertamente, hay algunos –quedan pocos, fundamentalistas de profesión- que se tragaron sin masticar toda la retórica revolucionaria que escupieron durante décadas Lenin, Stalin y Trotsky (asesinado por sus propios camaradas) hasta llegar a los barbudos del habano y el trópico, Fidel, el Che, Camilo Cienfuegos, Haydée Santamaría y otras leyendas desvencijadas por el tiempo. Son los mismos que cambiaron el “Padre Nuestro” por el “Patria o Muerte”. Y aferrados a esa frase, llena de polilla y fracaso, han traído la muerte de la República y la agonía del país. Son los ideológicos. Los “románticos” de la revolución. Los mismos que se creyeron que la era estaba pariendo un corazón y entonaron la canción del elegido. Los fanáticos de esa nueva trova que desembocó en hambre vieja y ese hombre nuevo que devino en pranato y malandraje. Son los mismos que cantan que la guerra es la paz del futuro y que por eso hay que ir matando canallas con el cañón de ese mismo futuro ya lleno de sangre.
El problema son los millones de personas que han metido dentro de la palabra canalla. El problema es cuando tanta estrofa se les convierte en odio al distinto, al que disiente, al contrario, al que invoca otro rezo, al que alguna vez prosperó por méritos propios, al que apuesta por la alternancia y la voz de las mayorías, al que cree en las libertades económicas, políticas e ideológicas. Porque la historia bastante lo ha repetido: libertad y revolución no son sinónimos, ni siquiera riman. Libertad sirve para decidir tu propio destino. Revolución, esta “revolución” que desafina Nicolás Maduro, sirve para convertirte en escasez y miseria. Las neveras no funcionan cuando solo están llenas de consignas. Los estómagos necesitan proteínas y carbohidratos, no estribillos y canciones de igualdad en re mayor. La pobreza ya no soporta más poemas a Fidel.
Los “románticos” de la revolución deberían tener la dignidad de asumir su fracaso. No hay epopeya alguna en este desastre que unta las calles del país de saqueos y turbulencias. No vale decirle camarada a nadie cuando crujen tantos niños desnutridos. Pablo Milanés llegó a escribir un verso que decía “renacerá mi pueblo de su ruina/ y pagarán su culpa los traidores”. ¿Será que los estribillos revolucionarios están siempre condenados a estrellarse en la cara de sus más fieles creyentes?
En realidad, no queda hueso sano en el mito de la revolución chavista. Porque esto no es revolución. Es estafa. Desfalco. Pillaje. Y de la más baja estofa moral. Porque en nombre de los desposeídos unos cuantos “camaradas” se han convertido en millonarios. En nombre de los pobres, hoy son los dueños del país. Y no hay canción ni consigna que soporte el fraude más grande de nuestra historia.
Leonardo Padrón
POR: CARAOTADIGITAL – ENERO 11, 2018
January 4, 2018
Como si fuéramos otros
Uno quisiera amanecer el 2018 escribiendo sobre temas distintos. Quizás un poco más serenos y luminosos. No sobre nuestras ya largas espinas en la cotidianidad de ser venezolano. Uno quisiera quizás escribir sobre libros, música y otros fulgores. Comentar –por ejemplo- “Pureza”, el más reciente libro de Jonathan Franzen, ese gran novelista norteamericano, y dejar caer en esta ventana, por puro placer estético, líneas como “La belleza de Annagret era tan asombrosa, tan ajena a la norma, que parecía una ofensa directa a la República del Mal Gusto”. Uno quisiera leer eso y no hacer asociaciones inmediatas. ¿Acaso no nos hemos convertido en la República del Mal Gusto? ¿No es de mal gusto tanta ineficiencia y corrupción? ¿Tanta hambre y miseria? ¿Tanta cursilería patriotera? ¿Tanto rojo en la ropa? ¿Tanta pomposidad en los nombres de los ministerios? Por ejemplo, ¿cómo procesar que hay un organismo que se llama “Ministerio del Poder Popular del Despacho de la Presidencia y Seguimiento de la Gestión de Gobierno”? Si ese funcionario realmente le hace seguimiento a la gestión de este gobierno, ¿no está horrorizado? ¿Qué escribe en su informe diario? ¿Cómo duerme en paz con tanto título y tanto desastre?
Lo volví a hacer. La prosa se me descarrila y vuelvo a hablar del país y su enfermedad. Porque esto es una enfermedad. Quién lo duda. Pero lo intentaré de nuevo. A ver. ¿Qué tal escribir sobre el libro que acaba de publicar la gente de Guataca, esa estupenda plataforma creada en el país para dar a conocer el talento musical emergente, inspirado en la raíz tradicional venezolana? El libro se llama “10 años de pura Guataca” y hace un inventario minucioso de todos los conciertos que han realizado en el país y mucho más allá, gracias al entusiasmo activo de Ernesto Rangel y Aquiles Báez, fundadores de Guataca. Y uno entonces hojea el libro y empieza a darse cuenta que ya muchos de esos músicos han emigrado, que las dificultades del país han sido tantas que, por instinto de supervivencia y necesidad de seguir desarrollando su carrera, se han visto obligados a cambiar su código postal y reinventarse la vida. Hace poco, en vísperas de navidad, Guataca realizó un concierto en el Colony Theater de Miami que reunió en una misma noche a C4 Trío, Mariaca Semprún y Horacio Blanco, vocalista de Desorden Público. El teatro se atiborró de venezolanos cantando aguinaldos, parrandas y gaitas con la garganta aturdida de lágrimas. Los ojos acuosos del exilio y la nostalgia. Pero fue tal la atmósfera y calidez del concierto que, al final, una misma frase emergía de los labios de artistas y público: “!Parecía que hubiéramos estado en el Teatro Chacao!”. Parecía que estaban en casa. Y no. Ya no.
Lo he vuelto a hacer. ¿No se suponía que iba a hablar solo de libros? ¿O de música? ¿Por qué todo desemboca en nuestra tragedia? Quizás porque es demasiado vasta. Porque nos ha estremecido y sigue, persiste, ataca sin pausa, como una bestia salvaje sobre nuestros huesos. Porque es inédita. Sobrecogedora.
A ver. ¿Qué tal hablar sobre “Limónov”, la portentosa novela de Emmanuel Carrére donde retrata la Rusia de los últimos cincuenta años? Uno decide leerla –es el mismo argumento- por puro placer estético, porque el libro ha ganado el Prix de Prix a la mejor novela francesa en el 2011, el premio Renaudot y el Premio de la Lengua Francesa, y porque ya sabes como escribe Carrére. Pero entonces a cada salto de página te encuentras con frases como: “Que la policía o el ejército estén corrompidos entra dentro de lo habitual. Que la vida humana tenga poco valor entra dentro de la tradición rusa”. Y piensas en el acto en tu país. Y te rechinan los dientes. Y sigues adelante y luego, en una evocación de la primavera de 1942, escribe de Veniamín Samienko, personaje que está lejos de su casa y “es la norma más que la excepción en la Rusia soviética: deportaciones, exilios, traslados masivos de poblaciones, no paran de desplazar a la gente, casi son inexistentes las posibilidades de vivir y morir donde uno ha nacido”. ¿Cómo no detenerse en esa última frase? La transcribo de nuevo: “Casi son inexistentes las posibilidades de vivir y morir donde uno ha nacido”. Este retrato de la Rusia soviética de 1942 es dolorosamente idéntico al de la Venezuela del 2017.
Me doy por vencido. No puedo, por ahora, escribir hacia los lados. Intentarlo como si fuéramos otros es imposible. Como si fuéramos normales. No funciona. Somos venezolanos y estamos viviendo la tragedia más grande de nuestra historia. La frase que inaugura el reciente artículo de Ricardo Haussman (“El día D de Venezuela”) es demoledora: “La crisis de Venezuela está pasando, inexorablemente, de ser catastrófica a ser inimaginable”. Y tiene razón.
La imaginación en Venezuela parece estar proscrita mientras la realidad sea tan estruendosa. Quizás solo sea necesaria –la imaginación- para tejer entre todos, con toda la audacia y urgencia posible, el fin de la catástrofe. ¿Podremos? Es el mayor reto de los venezolanos en este decisivo año 2018. Para comenzar a ser otros. Menos tristes y más humanos.
Leonardo Padrón
POR: CARAOTADIGITAL – ENERO 04, 2018
December 28, 2017
Fin de año
Todo fin de año amerita un inventario de lo vivido. Un balance de lo hecho y lo no logrado. Una cuenta de lo ganado y lo perdido. Cuando cada venezolano haga ese inventario a propósito de lo que ha significado para su vida el año 2017 quedará devastado. Es, sin duda, un año de pérdidas. No hay venezolano de bien que no haya sido despojado de algo. De su propia vida. De la vida de un familiar o amigo. De su hogar o su libertad. De su salud. De la prosperidad de su empresa o negocio. De su capacidad adquisitiva. De su fe en la política. De su autoestima. Y hasta de su dignidad. Todos hemos perdido algo o muchas cosas a la vez. Por eso ha sido un año luctuoso. 2017 ha significado para nosotros el menoscabo de la vida. La merma absoluta de nuestra vocación para la sonrisa. Un año donde el país ha sufrido todo tipo de heridas: el hambre, la enfermedad, la violencia, la cárcel, el exilio o la muerte. Estamos abrumados por un presente vuelto estropajo. Aterrados por lo que el horizonte asoma. Porque esa ventana de tiempo por donde se vislumbra el porvenir parece haber sido clausurada. Los economistas más objetivos auguran tiempos negros, aún más negros. Como si ya no fuera suficiente.
¿Qué nos toca hacer a los venezolanos en el año 2018? Sin duda, una labor proteica: neutralizar nuestra propia desesperanza. Apostar a las fuerzas que nos quedan para la resurrección del país. Pero encauzarlas en la dirección adecuada. Nos toca exigir y exigirnos a fondo. Para salvarnos de nuestro propio holocausto, que ya está en proceso. Es, vaya detalle, un año de elecciones presidenciales. La fecha que tantas veces pedimos anticipar. “!Elecciones ya!”, dijimos miles de veces. Lo gritamos en todas las marchas y esquinas. Y resulta que hoy, con tanto daño hecho a la confianza, es mucho el venezolano que ni siquiera acepta esa opción. Pero podría ser la más inmediata, la más tangible. El resto es neblina. Incertidumbre. El resto es dejarlo todo a un golpe del azar, a un implosión espontánea del régimen, al caos y muerte que puede producir una masiva revuelta social. Si las elecciones presidenciales están allí, en el menú del 2018, no debemos desestimarlo. Todo lo contrario. Debemos asumir la magnitud de su significado. Entonces, a los políticos opositores que se sentarán el 15 de enero a dialogar con el régimen hay que exigirles un despliegue de firmeza sin concesiones. Para voltearle la cara a tanto repudio general deben ajustarse los pantalones, embragüetarse con honestidad y coraje ante la última oportunidad que poseen. Recuerden, nada puede tomarse como triunfo si no se cambian las autoridades del CNE. Si no recuperamos la posibilidad de votar en todos los centros electorales. Si no reconquistamos el derecho al voto que tienen tres millones de venezolanos en el extranjero. Si el régimen no clausura su chantaje o amenaza al empleado público para obligar su voto. Si no permiten la ayuda humanitaria que tanto urge (se trata de salvar vidas cuanto antes, se trata de detener la agonía de todo un país). Y que suelten a todos los jóvenes que expusieron su vida en el asfalto. Que liberen a todos los políticos aún presos. Pero, ojo, liberar a un preso político no es darle casa por cárcel, ni sustituir las rejas por un grillete en el tobillo, ni endosarle medidas restrictivas que le prohíban expresarse como merece cualquier ser humano. Liberación debe parecerse exactamente a libertad. Triunfo habrá en el diálogo si se cancelan todas las inhabilitaciones políticas, si se revalidan los principales partidos opositores, si se le devuelve su fuero constitucional a la Asamblea Nacional elegida por el país. Si dejan de cerrar medios de comunicación y estrangular a otros. Triunfo en el diálogo habrá si una semana después se desmantela la Constituyente, entre otras urgencias. Triunfo en el diálogo será que el odio sea dado de baja.
La oposición tiene que volver a ganarse la confianza del país. Tiene que hacer un mea culpa radical. Asumir tanto dislate. Purgar su nómina. Aprender a ser coherente. Comunicar sus intenciones con eficiencia. Dejar de sabotearse unos a otros. La oposición tiene que ponerse a la altura de la tragedia que estamos viviendo. Tiene que hacer lo indecible para recuperar tanta fe perdida. Tiene que buscar a sus mejores fichas y aliarse con la sociedad civil para intentar, sí, una vez más, la unidad perdida. Somos millones y millones sumergidos en el mismo sótano opresivo del chavismo. Ellos apenas son cientos. ¿De verdad vamos a seguir dejando que tan pocos nos roben la vida, el país y el futuro a tantos?
Que este fin de año sirva para inventariar nuestros errores y aprender de las vilezas de la dictadura. Que sirva para urdir la estrategia definitiva que nos devuelva nuestro derecho a la vida y nuestro gusto de ser venezolanos. Que el año 2018 sea el capítulo final de la pesadilla. Es nuestro deseo y nuestra exigencia. Es nuestra última oportunidad, en el horizonte cercano, de volver a ser libres.
Leonardo Padrón
POR: CARAOTADIGITAL – DICIEMBRE 28, 2017
December 20, 2017
La difícil esperanza
Quizás de todas las navidades que hemos vivido bajo régimen chavista -la cuenta va por 18 – esta sea la más dura de todas. La más desnuda de esperanzas. La que nos consigue más invadidos por el desánimo. Más desarmados para apostar por el futuro. La gran paradoja es que a la vuelta de la esquina asoman su rostro las elecciones presidenciales. Unas elecciones que pedíamos a gritos pero sentíamos demasiado remotas. Mucho se hizo –aunque mal, muy mal, y a veces con espantosa ingenuidad- para intentar una solución más inmediata. Unas elecciones que serían –en condiciones normales- la más simple y serena de las soluciones a esta larga congoja existencial. Pero justamente se acercan en el peor momento de la oposición. La oposición que somos todos, no solo los partidos políticos Esas próximas elecciones se acercan y nos encuentran heridos, desmembrados, arrasados por el desencanto. Y sabemos que habrá elecciones porque ya pocos creen en elecciones. Es como quien atraviesa un severo y crudo desierto para llegar, desmayado de sed, a casa de su enemigo mortal. Sabrás que el vaso de agua, de aceptarlo, tendrá la suficiente dosis de veneno como para matarte.
El caso es que el país no puede más. Anda dándose tumbos contra la hiperinflación y la miseria con un telón de violencia realmente tenebroso. La cantidad de gente yéndose del país es algo mucho más que una estampida. Las historias mínimas, adentro y fuera del mapa, son conmovedoras. Ya mucha gente ha lanzado la toalla blanca de la rendición. Y asumen la actitud del condenado que entiende que su horizonte es la pura y ruda supervivencia. En el extranjero no son pocos los que dejaron de asomarse a la ventana del país, porque no pueden con tanta aflicción y distancia, con tanto intento frustrado, con tanto líder opositor dándose cabezazos contra su propia torpeza.
Para qué seguir relatando lo ya sabido. La gran interrogante es cómo encarar los días por venir. El país necesita una urgente dosis de cordura y responsabilidad. Ya no se puede tolerar más mortandad ni hambre. Las arcas están vacías. Se agota el oxígeno. Hay que ponerse de acuerdo entre todos para evitar el hundimiento total. Hay que prender la luz en alguna parte. Hay que volver a creer en nosotros mismos. Hay que exigirle a los políticos el asesinato colectivo de su ego. Es el momento del despojo total. Sin ambiciones propias. Sin dobles discursos. Sin esperanzas fatuas. Debemos resetearnos por completo. Erigir, palmo a palmo, el puente que nos lleve a otra ruta. Bastante se ha dicho que es el momento de la sociedad civil, pero tampoco debemos desechar a los políticos, porque –bien lo dijo Aristóteles- el hombre es un animal político por naturaleza. Lo que amerita la magnitud de la tragedia es un inmenso acto de contrición de nuestra clase política. Hablo de ambas orillas. Porque alguno debe haber en el pantano rojo que se sienta secretamente avergonzado. La persona que hoy conduce el país está ensoberbecida en la telaraña de sus dogmas y en la infatuación de su cinismo. Y le está haciendo daño a demasiada gente.
Hay que detener esta caída libre. Hay que rearmar la palabra esperanza, tan hecha añicos. Hay que plantearse el año 2018 como la última franja de terreno disponible para salvarnos. Es ahora. Es ya. Comencemos. En la necesidad de elegir por consenso un futuro candidato presidencial, armemos el cómo, porque el cuándo es ya. En la angustia de interrumpir la pulverización total de nuestras condiciones de vida, presionemos por una inmediata solución de una forma más efectiva, con un tajante ejercicio de coherencia y continuidad. En la necesidad de negociar condiciones electorales y otras urgencias, debemos ser implacables, estrictos, intraficables.
Hay tanto por hacer. Nos toca levantarnos, emerger de los escombros y urdir, inventar, elaborar una propuesta que tenga algo de futuro. Como si nos tocara volver a nacer. Como si el mañana dependiera exclusivamente de nosotros. A eso también se le llama anhelo. ¿Quién dijo que tenía que ser fácil la esperanza? En las situaciones límites, en la mueca más penetrante de la oscuridad, la esperanza es terriblemente difícil. Pero esa es su razón de ser. La esperanza siempre es el último peldaño. Nos toca ubicarnos allí. En su incertidumbre, su latido y su tal vez. En su impulso de día que comienza. Y con él, comenzar todos otra vez.
Y digamos feliz navidad, por pura porfía y empeño. Por pura voluntad de insistir en la vida.
Leonardo Padrón
POR: CARAOTADIGITAL – DICIEMBRE 21, 2017
December 14, 2017
La vida breve
La vida es más corta en Venezuela. Es más corta que en cualquier otro lugar del mundo. Es más corta que hace treinta años en el mismo sitio. Y estamos en un planeta donde el ser humano ha logrado extender prodigiosamente su longevidad. Según las revistas de ciencia, la esperanza de vida en el mundo ha aumentado más de seis años desde 1990. Ahora la gente vive más tiempo. Menos en Venezuela. Aquí la vida es precaria, violenta y breve. Ese es quizás el logro más trágico de la revolución de Chávez y Maduro. Los venezolanos somos ahora más fugaces en nuestro paso por la tierra. Parecemos un país en estado de guerra permanente. Puertas adentro, todo atenta contra el simple ejercicio de vivir. Las amenazas surgen desde las primeras horas de nuestra existencia. La cifra de neonatos que mueren en nuestros hospitales deben ser de las más altas del continente. Solo en el 2016 llegamos a la alarmante cifra de 4.000 neonatos muertos por distintas formas de precariedad. Son muertes silenciosas. Casi nunca son noticia. Se convierten en titulares solo cuando las estadísticas se vuelven impúdicas.
Luego, si alguien logra sobrevivir a los pabellones y quirófanos infectados que abundan en nuestro territorio, viene la ardua faena de crecer en un hábitat donde la leche escasea o posee un precio malsano y donde los alimentos vienen en cajas que contienen más política que proteínas. Cajas que obligan a tus padres a humillarse ante un miembro de un consejo comunal o un alcalde de camisa roja, a bajar la cabeza y aupar a un líder en el que no crees o posiblemente detestes, a lanzar a la basura tus convicciones y sacarte un carnet que solo busca controlarte. La humillación va aún más allá, porque no puedes elegir lo que comes ni cuándo lo comes. Ni siquiera la dignidad queda a salvo. Es un nuevo mercado negro, otra forma de especulación, una variante del sórdido bachaqueo que rodea nuestras existencias. Todo eso se traduce en más hambre. Todo eso es un atentado a la existencia.
Si vives en un hogar numeroso, tus posibilidades de sobrevivir se reducen exponencialmente. La desnutrición será el primer invitado a la mesa. Más allá, en las otras zonas de tu infancia, acecharán enfermedades del pasado que han llegado por un túnel del tiempo llamado chavismo a convertirse en epidemias de estreno en pleno siglo XXI. Después de décadas de haber sido erradicadas, la malaria, la difteria, el paludismo, el sarampión y la tuberculosis son de nuevo noticia. Si vives en una zona popular, tu jardín de juegos será un mapa de balas perdidas y tus oídos se llenarán con las “hazañas” de las bandas delictivas de la zona. Si logras llegar a la adolescencia, aumentará tu riesgo de ser efímero, pues serás un potencial cliente para el crimen organizado, bien sea para ingresar en sus filas como discípulo –lo que garantiza una muerte joven- o como víctima.
Si llegas a la universidad, tu cerebro -en alianza con tu conciencia- puede movilizarte hacia la calle a protestar por tantas penurias. Y ahí también entenderás que la vida es breve en Venezuela. Porque en sus calles hay cruces de gente asesinada por gritarle basta a la dictadura. Y ya quizás manejes un carro y entres en el radar de aquellos que secuestran gente en las salidas de las autopistas y no conforme con maltratarte, saquear tu casa, y amarrarte junto con tu familia a ocho horas de terror, puedes terminar convertido en cadáver en el costado de cualquier carretera nacional. Si ya eres mayor de edad, profesional y de este domicilio, sin duda te asaltará la idea de escapar al asedio del hambre y la calamidad. Y descubrirás que irte es una pequeña muerte también.
Si eres un hombre o mujer de ciertos años, entonces las enfermedades serán las encargadas de agregar zancadillas y acelerar tu encuentro con la eternidad o lo inmaterial. Si eres hipertenso, diabético o portador de VIH, si sufres de alguna cardiopatía, si necesitas ser nebulizado, operado o trasplantado, si requieres del antibiótico más simple del mundo para detener una infección, es muy posible que no lo logres. Te mata la infección. Te mata el hambre. Te mata el secuestrador. Te mata el guardia nacional. Te mata el incordio y la tristeza. Te mata la nostalgia del exilio. Te mata dejar de ser quien eras. Esa es la verdad. No hay otra.
En Venezuela hoy la vida es breve. Más breve que todas las veces.
Leonardo Padrón
POR: CARAOTADIGITAL – DICIEMBRE 14, 2017
December 7, 2017
La ingenuidad revolucionaria
Ponen cara de marido cornudo. Ojos de búho a medianoche. Se agitan de pesar frente a las cámaras. “¡Traición!”, gritan en cadena nacional. “¡Decepción!”, rugen hacia la galería. Intentan simular sorpresa. Hacen planas de indignación frente a los micrófonos. Pero no hay caso. El país no les cree. Ya no existe candor posible en esta antigua tierra de gracia. Ya es demasiado el tamaño de la devastación. Hoy el país huele a podrido en todos los rincones donde hay una estampita de la revolución.
En estos días salen a flote, a través de altos voceros del gobierno, escándalos que han sido denunciados durante más de una década por notables periodistas de investigación y no pocos diputados de la oposición. Denuncias que caían en un sordo hueco negro. Denuncias que eran arrojadas en el sótano más profundo de los olvidos. Se ha hablado de guisos gigantescos, de corruptelas descomunales, de lavado de dinero y testaferros absurdos, de personeros oficiales con cuentas hinchadas de dólares y euros en remotos paraísos fiscales. Se ha hablado de Andorra, de Odebrecht y los Panamá Papers. Se ha hablado del olor a podrido en todas las áreas donde reina el todopoderoso régimen chavista: en la otorgación de divisas, en la licitación de grandes proyectos, en la venta de gasolina, en las aduanas, en las fronteras, en el arco minero, en la bolsa de valores, en la compra y venta de comida. Y, por supuesto, en PDVSA, la descomunal piscina de petróleo de Rico McPato que la revolución ha convertido en su chequera privada para costear sus campañas electorales y centenas de acciones de dudosa legalidad.
Se denunciaba siempre y el régimen volteaba hacia los lados, apuraba el paso, cambiaba de tema. El ministro de turno, el heredero o el propio galáctico, satanizaban a los medios, los acusaban de golpistas, de desestabilizadores. El régimen entonces era monolítico en su accionar. Un bloque uniforme y disciplinado en las acrobacias del saqueo. Actuaba en equipo. Todos para uno y uno para todos. Todos los elegidos, se entiende. Pero los vientos han cambiado. Las riñas internas dentro del gobierno son inocultables. Así como las ambiciones de cada grupo. El poder es una toxina demasiado poderosa. Hoy crujen las columnas del régimen gracias a las sanciones internacionales. Ya cada cual quiere salvar su propio pellejo. Ya cada quien tiene su trozo de legado en su chequera y saben que hasta eso está en peligro. Las esposas de la nomenklatura deben reclamarles a sus maridos en el tenso clima de las alcobas el no poder viajar más – hijos, abuelas, mascotas – a las montañas rusas de Universal Studios, ni tomarse más fotos con los muñecos gigantes de Disney ni jugar a las Kardashian en las tiendas de Rodeo Drive y la Quinta Avenida. ¿De qué sirve el dinero si no puedes hacer aspavientos del mismo? Huele a podrido también en los bolsillos de algunos opositores que son más hábiles haciendo dinero que conquistando votos. Huele a podrido en las arcas de muchos empresarios que supieron birlar a tirios y troyanos. Huele a estafa en todas partes. Hoy los venezolanos contemplamos con estupor una patética orgía de dinero mal habido.
Pero eso ya lo sabíamos. Siempre lo hemos sabido. Lo que asombra, por exceso de descaro, son los golpes de pecho de los líderes de la revolución que, en mitad del ventilador prendido, dicen sentirse engañados por gente que se ponía una camisa roja para robar en nombre del comandante supremo. Asombra que fueron tan pródigos en adjetivos de amistad y elogios pomposos a esos que se sentaban a su lado en cadena nacional y hoy los señalan como ladrones y corruptos. Como si no hubieran bloqueado decenas de veces cualquier investigación a sus camaradas de turno. Como si no fueran corresponsables de tanto dólar hurtado al erario nacional. Como si la complicidad y la omisión no fueran delito. Asombra que pretendan escurrir el bulto tan limpiamente y vocear a los cuatro vientos que ellos sí son revolucionarios químicamente puros, y digan, a estas alturas de la hecatombe, que el único interés en su vida es procurar el bien de los desterrados de la sociedad, conseguir alimento para el hambriento y vivienda a los que nunca han tenido techo.
Tanta cancioncita de trovador de izquierda, tanta consigna trillada, tanto Alí Primera en el metro, tanto Simón Bolívar en el verbo y en las paredes de los ministerios, para terminar siendo mucho más corruptos que los políticos de la Cuarta República, cuya mayor deshonra es habernos traído a estos lodos.
Cuesta creer en una cruzada anti corrupción que tarda diecinueve años en despertar. Cuesta creer que el mismísimo presidente Maduro no sabía nada de lo que ocurría ante sus narices, si –como bien lo ha recordado el diputado Julio Montoya- en el año 2005 Maduro, en ese entonces presidente de la Asamblea Nacional, “prohibió la comparecencia de Rafael Ramírez cuando era ministro de Petróleo; en el 2011 fue directivo de Pdvsa, y en el 2017, el Tribunal Supremo de Justicia prohibió investigar a Rafael Ramírez”. Maduro dice que ha sido traicionado . Cuesta creer tanta ingenuidad revolucionaria. Ellos, que han sido tan hábiles, tan zorros, tan impúdicos para burlar las reglas de la democracia tantas veces.
Todos sabemos que un terremoto, ya no tan subterráneo, estremece al régimen. Se cumplen diecinueve años de lo que llaman “la victoria perfecta”, pero básicamente ha sido la burla perfecta a todo un país. Hoy, en vez de la multiplicación de los panes, han multiplicado el hambre, la violencia, las mafias, el guiso y la rebatiña de un dinero que le pertenece a todos los venezolanos. El saqueo tiene tantos ceros a la derecha que no caben en la imaginación. No hay aritmética que soporte tamaño desfalco. Y caerá este régimen, y algunos de sus prohombres aterrizarán en la cárcel y tal vez otros logren un exilio VIP, pero pasarán los años y no alcanzarán para desmadejar todo el gigantesco ovillo de corrupción que, en nombre de los pobres de solemnidad, se armó en las sórdidas filas del chavismo.
Venezuela no se merecía tanta inmoralidad.
Leonardo Padrón
POR: CARAOTADIGITAL – DICIEMBRE 07, 2017
November 30, 2017
La seriedad que somos
En días pasados, Nicolás Maduro se quejó de lo seria que se había vuelto la televisión venezolana. La aseveración no puede ser más cierta, pero viniendo del propio presidente de la republica entraña un cinismo insuperable. En rigor, todo el país se volvió más serio. Se volvió una tragedia. Y el sustantivo resulta tibio, la verdad. Un país sin alimentos ni medicinas, sin libertades ni derechos humanos, con sus cárceles atestadas de presos políticos, sus calles vacías y oscuras, su gente mezclando la basura con sus jugos gástricos, con las familias rotas y diciéndose adiós día a día, es muy difícil que no sea un país serio. A pesar de que, como lo dijo Isabel Allende en una entrevista que circula a cada tanto por las redes, el venezolano tiene una asombrosa capacidad para la alegría. Pero ya son demasiados años y demasiadas malas noticias. Ya la alegría es un artículo vintage. Se lo tragó la hiperinflación de la tristeza nacional.
Nuestra televisión es seria porque la revolución no tolera el humor, cuyo reflejo natural es contraponerse al poder. Mofarse de él. Desinflar su arrogancia. Radio Rochela, la roca madre desde donde surgieron nuestros grandes humoristas, que ostenta un récord Guinness por ser el programa humorístico más longevo de la historia, basaba su atractivo mayor en la reinterpretación paródica de la realidad nacional. Sus guionistas abrevaban continuamente en los disparates, abusos y exabruptos de los políticos de turno. ¿Y por qué no está Radio Rochela al aire? Busquen en las cenizas de lo que fue RCTV. ¿Y quién acabó con ese canal? La misma gente que hoy reclama más humor en nuestras pantallas. El padre tutelar de todos ellos. Quien, por cierto, hoy también es ceniza.
Pero no solo no hay humor en nuestra televisión, tampoco hay noticieros reales, ni programas de variedades, ni telenovelas, ni series infantiles, ni unitarios o ciclos de cuentos basados en nuestros narradores clásicos, como los que alguna vez se hicieron. Hoy todo es un eco nebuloso y patético de lo que fuimos.
En estos días, el actor Edgar Ramírez publicó una foto con Marisa Román con una breve etiqueta (#CositaRicaforever), un guiño a la muy celebrada pareja (o trío, sería más preciso) que ambos encarnaron en Cosita Rica, la novela que escribí para VV durante los años 2003-2004. La publicación tuvo más de doscientos mil “likes” y superó los tres mil comentarios. Una enormidad. El reencuentro de la pareja trece años después generó un vehemente desfile de comentarios teñidos de nostalgia por la televisión que antes se hacía en el país. Hoy se comenta en los pasillos de la industria que “Para Verte Mejor”, la historia de Mónica Montañés que actualmente está al aire, tendrá el raro privilegio de ser la última telenovela de nuestra televisión. Ya no hay dinero para hacerlas. A fin de cuentas, si no hay dinero para enfrentar la realidad, menos aún para la ficción.
Todos hemos entendido que a Maduro no le gusta que nuestra televisión sea tan seria. Se ha notado claramente. RCTV era un canal muy serio cuando sus noticieros registraban la realidad del país. Sus programas de opinión ejercían seriamente la libertad de expresión. Y lo pagó caro. CNN en español fue muy serio reseñando la espantosa y masiva violación de los derechos humanos por parte de los uniformados del régimen. Mostró los videos de la represión, los asesinatos, robos y golpes a manifestantes, el país entero cubierto bajo una nube de bombas lacrimógenas. Entrevistó a los líderes opositores denunciando la sucesión de fraudes electorales, la emergencia humanitaria, la crisis tocando fondo. Y lo pagó caro. Lo mismo pasó con las televisoras NTN24, RCN y Caracol, todas de Colombia, expulsadas de la televisión por Cable en Venezuela. O el canal argentino “Todo Noticias”. Tan serio se ha puesto todo que solo este año -ojo, ¡este año!- Nicolás Maduro ha cerrado mas de 50 medios de comunicación en Venezuela. Y los que no cierra, los acorrala y los asfixia, hasta volverlos genuflexos, ciegos e, incluso, invisibles. Porque a muy pocos ciudadanos les gusta ver una televisión que les mienta, oír una radio que omita sus problemas o leer un periódico que falsee sus penurias.
Toda censura es mutilación, invalidez, disminución. Y eso somos. Un país disminuido, mutilado. Cuando la censura hinca sus dientes es imposible no tornarse serios. Johann Nestroy, un dramaturgo y actor noruego lo dijo de manera contundente: “La censura es la menor de dos hermanas despreciables: la otra se llama Inquisición”. Mario Vargas Llosa asomó la lápida: “Se puede medir la salud democrática de un país evaluando la diversidad de opiniones, la libertad de expresión y el espíritu crítico de sus diversos medios de comunicación”. Tomando esa reflexión como lógica, no podemos menos que decir lo obvio: en Venezuela la democracia es también una nostalgia. Hay que hablar de ella como pasado imperfecto y como futuro obligante.
Sí, nos hemos tornado un país serio. Un país cabizbajo. Taciturno. La muerte de la democracia es un acontecimiento luctuoso. No admite chistes, ni bailes en cadena nacional. Hoy somos tan serios como la tragedia que nos arropa.
Mejor apague la televisión, presidente.
Leonardo Padrón
POR: CARAOTADIGITAL – NOVIEMBRE 30, 2017
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