Álvaro Bisama's Blog, page 64
October 14, 2017
El legado
Una de las nuevas manifestaciones de la posverdad, es el intento actual de fabricar un legado personal que no es tal, al menos como lo plantean. Nada de la dura realidad es blanco y negro, sino lleno de grises. Probablemente las tres causales del aborto pueden ser un legado, la Ley Ricarte Soto, o el manejo del tema energético, pero hasta ese ministro exitoso abandonó el gobierno.
Hay quienes señalan que el cambio del binominal es un logro, pero está por verse en la práctica. El aumento de parlamentarios era a todas luces innecesario, y la atomización política que hoy alcanza más de 30 partidos amenaza con serios problemas de gobernabilidad al próximo gobierno, sea éste cual sea. En mi opinión, el balance general de su gobierno simplemente no es bueno. El país retrocedió.
Para su sector, logró destruir la cohesión de la centroizquierda que ella misma articuló. La crisis DC-PC fue terminal. No lograron ni siquiera tener primarias, de las que tanto hablaron, y se les abrió un Frente Amplio por el flanco izquierdo, que nunca pensaron y que genera una polarización que habíamos olvidado.
En educación, jamás se entró al tema propiamente tal. Su posición fue esencialmente ideologizada, basada en la propiedad, la contabilidad y el poder, pero jamás dijo una sola palabra de qué es la calidad de la educación en el siglo 21. Hizo un ataque destemplado y sistemático a la educación privada, simbolizada en la poco feliz frase de los patines. Obligó a muchos colegios subvencionados a entrar a la gratuidad, hizo promesas de financiamiento y al segundo año simplemente no cumplió. Fue todo un engaño del que tendrán que hacerse cargo los gobiernos que vienen, pero después de una farra pública que nos dejó sin recursos.
Para la gratuidad en educación superior, fue incapaz de hacer una ley y usó los resquicios legales de la Ley de Presupuestos. Esto abre muchas incertidumbres. Lo concreto es que el déficit que genera en las entidades educacionales irá deteriorando sistemáticamente la calidad de la educación.
En la economía fue lamentable. Tras su periodo hay una fuerte caída del ahorro y la inversión nacional, bajando el crecimiento de tendencia, lo que es muy delicado. La grosera deuda pública se usó para pagar gastos corrientes y se elevó a cifras históricas. Nos hipotecó, pero sin la casa.
También cayó la productividad. El déficit fiscal que se hereda podría tomar varios años en recuperarse con fuerte reducción del gasto. Su gobierno contrató a más de 100.000 funcionarios. Por cierto, no hubo inversión relevante en infraestructura. La prueba de ir sin destino claro fue el inédito récord desde 1990 de tener tres ministros de Hacienda.
La salud tuvo el mayor gasto histórico que se conoce y sin embargo empeoró. No hizo los hospitales y camas que prometió, aumentaron las colas de atención de la salud pública, faltan especialidades, en fin. Murieron 20.000 personas esperando atención.
Tres ministros del Interior dicen mucho del manejo del gobierno. El creciente clima de polarización, el escándalo Caval, las reformas con retroexcavadora ampliamente repudiadas por la población. Un récord histórico de rechazo al gobierno, leyes mal hechas, aumento de la delincuencia, crisis del Sename, de La Araucanía, un Censo que resultó peor al que criticó, y el escandaloso uso del aparato estatal para perseguir adversarios, como fue el tema del SII, incluso reconocido por el director jurídico de la institución, obviamente removido de inmediato.
El legado de Bachelet queda sintetizado en su desafortunada frase: “Cada día puede ser peor”.
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Tentación plebiscitaria
En las últimas semanas, Michelle Bachelet ha remarcado la intención de presentar el escenario electoral como un “plebiscito” respecto al legado de su gobierno. En efecto, sus recientes entrevistas y declaraciones públicas han terminado por ubicarla a ella y a sus emblemáticas reformas como los verdaderos contrincantes de Sebastián Piñera. Un diseño sin duda riesgoso, que supone dejar a Alejandro Guillier en una posición subalterna, es decir, como un mero apéndice de continuidad respecto a la actual administración.
La lógica plebiscitaria puede resultar tentadora para una coalición debilitada y sin nada positivo que mostrar, salvo una presidenta que en la actualidad ostenta márgenes de aprobación cercanos al 30%. Con todo, esta cifra encubre el enorme proceso de deterioro vivido por la centroizquierda en todos estos años, un cuadro de precariedad marcado por una administración que, casi desde el inicio, ha debido convivir con niveles de rechazo cercanos al 70%.
Es cierto: hoy Michelle Bachelet exhibe una leve mejora en su evaluación personal, algo relativamente frecuente en mandatarios que se acercan al término de su mandato, esa etapa donde el eje del proceso político se deplaza naturalmente hacia la contienda por la sucesión. Pero los guarismos de las encuestas siguen siendo elucuentes: la mayor benevolencia de la opinión pública se concentra sólo en la presidenta; su gobierno, y sobre todo las principales reformas, continúan mostrando niveles de respaldo muy menguados.
En paralelo, el fantasma del legado tiende a imponer el absurdo de discutir sobre el pasado y no sobre el futuro, un criterio que por definición debilita la exigencia de plantear propuestas propias y originales, que no sean la simple prolongación de un proyecto severamente castigado por la ciudadanía en todas las encuestas. En rigor, el plebiscito sobre el legado de Bachelet ha venido realizándose semana a semana y mes a mes desde hace mucho tiempo, y la bancarrota de la Nueva Mayoría es uno de sus principales veredictos. El otro es sin duda el que se consumará con el resultado electoral.
En definitiva, cuando insiste en poner la lógica del legado y su continuidad en el centro del escenario electoral, Michelle Bachelet le hace un flaco favor a la posibilidad de que Guillier y su coalición puedan competir con algún grado de viabilidad frente a la centroderecha. Es una apuesta que en algún sentido no pasa de testimonial, que no agrega ninguna oferta novedosa ni original y que, por sobre todas las cosas, se basa en no querer reconocer ni aceptar que el legado de este gobierno ya ha sido meridianamente sancionado.
La Nueva Mayoría nunca fue más que la popularidad de Michelle Bachelet. Hoy, ella no tiene por tanto nada que ofrecer salvo la esperanza de ser reconocida por sus intenciones al cabo de los años. O de los siglos. Una esperanza tenue, que se parece demasiado a la resignación y la nostalgia. También: un sueño del cual la Mandataria podría salir efectivamente redimida, pero en el que todos los demás estarán obligados a pagar el precio de la historia.
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El último refugio
Como ocurre cada cierto tiempo, esta semana volvimos a enfrentarnos al tema del narcotráfico y sus redes. Para decirlo en corto, dichas redes –que controlan zonas importantes del gran Santiago– han ido reemplazando las funciones más básicas del Estado, desde brindar protección hasta la organización de la vida social. La segmentación urbana nos permite vivir a pocos kilómetros de esta realidad sin percibirla directamente, y conservar la ilusión de que vivimos en un Estado de derecho relativamente normal.
Al final, nuestro (precario) equilibrio consiste en que los más vulnerables están expuestos, desde la más tierna infancia, a una vida que los más privilegiados prefieren ignorar, y que las clases medias quieren evitar a toda costa. Es posible que hayamos superado la miseria, pero ésta ha sido reemplazada por una nueva marginalidad, cuyos efectos pueden ser letales.
Aunque el problema tiene causas múltiples, me parece que hay al menos dos dimensiones que deberíamos considerar con mayor atención. Por un lado, tenemos serias dificultades en la fijación de prioridades políticas. En un contexto de voto voluntario, hay amplias porciones de la población que no tienen la menor intención de participar en el sistema. No votan y, por tanto, no son prioridad para aquellos que necesitan votos. Se produce entonces una distorsión, pues las políticas públicas no están orientadas a quienes más lo necesitan, sino a aquellos que consiguen mayor impacto en los medios. Al mirar el sacrificio que está haciendo el país en gratuidad universitaria, uno tiene el legítimo derecho de preguntarse si no hay allí un grave problema moral.
La cuestión más urgente en Chile no pasa por el acceso a la educación superior, sino por quienes ni siquiera vislumbran su existencia. Intervenir esa marginalidad es sumamente costoso, porque el problema no es sectorial ni se reduce a medidas puntuales. Mientras no lo tomemos en serio, seguiremos repitiendo un guion conocido: escándalos episódicos que olvidamos apenas podemos.
Por otro lado, será imposible superar estas dificultades si no somos capaces de pensar a la familia como categoría política. No faltarán los que verán aquí un discurso moralizante (o cavernario…), pero se trata de una realidad palmaria: allí donde el entorno familiar es relativamente sólido, resulta posible crear condiciones para rehabilitar el tejido social. En un mundo dominado por estructuras anónimas, la familia sigue siendo un espacio tan privilegiado como indispensable para transmitir el don y la gratuidad, que hacen posible la vida colectiva. Para utilizar la expresión de Cristopher Lasch, la familia es el último refugio en un mundo despiadado, por más que el individualismo dominante nos haga creer que no hay comunidades, sino sólo átomos aislados.
La política pública, en consecuencia, no debe estar orientada tanto al individuo como a ese entorno decisivo donde se juega el futuro de cada cual. Si acaso es cierto que nadie se salva solo, la rehabilitación del cuadro familiar es quizás el desafío más urgente que enfrenta nuestro país.
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La política de los balazos
Necesitamos creer que las soluciones a los problemas que nos acechan son simples. Que la fórmula que nos ayudará a escapar del peligro depende de una voluntad de hierro que será capaz de dar la orden que nadie más ha dado -porque no se atreven, porque son pusilánimes- y ponernos a salvo de los riesgos. Necesitamos creer que hay una frontera nítida que nos separa del pozo en donde hierven todos los males -el hábitat de los delincuentes, el planeta de los criminales- y que para mantener la distancia sólo hace falta un contingente de hombres armados dispuestos a disparar. Hay gente que vota por escuchar esas soluciones. Por oír hablar de muros que los protegerán de las vidas abyectas o de guerras oficiales en contra de los maleantes. El Presidente Rodrigo Duterte ganó por una apabullante mayoría las elecciones en Filipinas, prometiendo una fórmula sencilla para terminar con el narcotráfico. Cumplió su palabra y hoy el país es un archipiélago salpicado de cadáveres, el resultado de una guerra contra las drogas que no acabó con la pobreza, pero reemplazó la justicia por los balazos a granel.
Queremos creer que el narco es sólo eso que ocurre en los márgenes, una manada de hombres armados con cadenas de oro al cuello y pulseras brillantes que un día cualquiera sacan revólveres y fusiles y deciden disparar para demostrar que son los dueños de la calle, como sucedió hace una semana en La Legua. Pensamos que todo se resolvería si un gobierno decidiera un día responderle con un fuego mayor y sacarlos de escena o encerrarlos en alguna de las cárceles atestadas ya de presos que malviven hacinados en un caldero de brutalidad. Que se pudran ahí junto a sus iguales. Como si entonces, ya libre de ellos, el mundo que dejan atrás continuará su trayectoria ajeno a toda contaminación. Todo consiste en disparar y encerrar gente. Una fórmula simple, sencilla y atractiva, como una promesa electoral que se dice con el énfasis de las emociones desatadas, de esas que le fascinan a un público ansioso de escuchar algo que le confirme su necesidad de soluciones automáticas. Pero no. El narco persiste en parte porque pensamos que para acabar con él o al menos mantenerlo bajo control basta con responderle con pelotones uniformados y ráfagas de contraataque.
Pero el narco sobrevive porque se alimenta de pobres. Se nutre de poblaciones rodeadas de eriazos, de familias amontonadas en casas minúsculas, de niños que aprenden que la prosperidad se logra vendiendo papelillos o empleándose como “soldado” del vecino con auto colorinche que le da trabajo a la mitad del barrio. ¿Qué sería de ellos sin esa salida de emergencia? ¿Dónde irían a parar? ¿Al Sename? ¿Cuál es la alternativa?
El narco se alimenta de las abuelas de los niños cuyos padres fueron a dar a la cárcel y se quedaron al cuidado de una anciana que no encuentra otra manera de sobrevivir que ponerse a las órdenes del proveedor más cercano; el narco crece en el desamparo de las escuelas abandonadas a su suerte; se fortalece en zonas donde el Estado sólo aparece en la forma de un uniformado que maltrata y humilla a los vecinos. El narco come del hambre y de la rabia ajena.
Más que un trato comercial clandestino, lo que el narco instala es una relación, una especie de vasallaje que se extiende, bifurca y tuerce, atando las voluntades a una moral alternativa que da de comer y señala un futuro sembrado de zapatillas caras nuevas que llevan a una cima coronada por autos de lujo y el respeto -el temor- del barrio. Eso no desaparece con allanamientos periódicos ni operaciones rastrillo. Porque si las condiciones ambientales no cambian, el narco se regenera a la velocidad con la que se consume una raya de coca en una fiesta de barrio elegante.
El narco tiene la virtud de la mercancía que ofrece: la satisfacción instantánea de una necesidad inagotable. Sobre esa ansia levanta una cultura propia. Puede, incluso, parecer amable y colarse en los pasillos del poder a cambio de cuotas pequeñas de impunidad. Entrar en municipios y retenes, trepar y servir de combustible a causas diversas, extendiendo su señorío fantasma hasta tumbar países gobernados por políticos que prometieron soluciones rápidas en forma de armas y balazos.
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Chile y el “liberalismo paternalista” del premio Nobel Richard Thaler
Otro “Chicago boy” ganó el Premio Nobel de Economía. Ya no sé cuántos son, pero los ganadores asociados a la Universidad de Chicago constituyen, por lejos, la mayoría de los galardonados. Algunos -incluyendo la revista New Yorker- han dicho que Richard Thaler no es un verdadero miembro de la escuela de Chicago, que más bien es un representante de los escépticos, de los antimercado. Nada puede estar más lejos de la realidad. Thaler resume lo mejor que siempre ha ofrecido esa casa de estudios: una enorme curiosidad intelectual, un respeto ilimitado por la evidencia histórica y empírica, y un análisis exhaustivo del comportamiento humano. Un aspecto central de su trabajo es la combinación de dos disciplinas: economía y psicología.
Los economistas de Chicago siempre se han interesado por la conducta humana. Ted Schultz, quien ganara el Premio Nobel en 1979, fue un pionero en este campo. Sus investigaciones se centraron en la toma de decisiones de campesinos pobres.
Los análisis del nuevo laureado también pueden ser interpretados como una extensión de las investigaciones de otros tres premios Nobel de Chicago: George Stigler (1982), Gary Becker (1992) y Ronald Coase (1991). Stigler fue un precursor de la llamada “economía de la información” y analizó la toma de decisiones ante conocimientos imperfectos. Becker revolucionó el campo de la microeconomía cuando en los años 1960 argumentó que el enfoque económico podía ser usado en forma fructífera para analizar todo tipo de fenómenos sociológicos, incluyendo cuestiones relacionadas con crimen y castigo, matrimonios y divorcios, preferencias sexuales, suicidio y otros. Coase, de otro lado, fue el padre de la escuela de pensamiento jurídico “law and economics”. Además, desarrolló el concepto de “costos de transacción”, o costos involucrados en firmar un contrato óptimo.
Racionalidad acotada
Thaler ha argumentado que no todas las decisiones son tomadas en forma completamente “racional”, como proponen los libros de textos primerizos. Muchos individuos enfrentan información incompleta -un punto enfatizado por Stigler-, otros no conocen todas las opciones disponibles, y para muchos, los costos de transacción son elevados (el punto de Coase).
Ante esta realidad, los consumidores desarrollan reglas de comportamiento en las que siguen a otros individuos que consideran más hábiles o mejor informados. Esto explica los “comportamientos de manada”, las reglas heurísticas, las decisiones basadas en la intuición, las modas y los “copia monos”. Según Thaler, estos consumidores actúan bajo una racionalidad acotada (“bounded rationality” en inglés).
Un aspecto importante de las teorías de Thaler es que predicen que una vez tomada una decisión, los individuos alteran su comportamiento con mucho menos frecuencia que lo sugerido por los economistas más clásicos. En el mundo real, nos dice el nuevo premio Nobel, hay mucha inercia. La gente sigue rutinas antiguas y se “queda pegada”, aun cuando lo “racional” sea alterar el comportamiento. Este aspecto de su análisis ha sido utilizado en muchos países para reformular los sistemas de pensiones. Por ejemplo, muchas empresas en Islandia y EE.UU. han usado el enfoque de Thaler para enrolar en forma automática a todos sus empleados en planes de ahorro voluntario. Quienes no quieran participar en estos programas tienen que informarle a la compañía. Y, como hay una enorme inercia, muy pocos lo hacen. Como resultado, el ahorro voluntario ha aumentado en forma importante. Los principios detrás de estas políticas fueron desarrollados por Thaler en conjunto con mi colega de Ucla Shlomo Benartzi. En estos momentos, una serie de países, incluyendo Suecia, están considerando reformas de pensiones basados en estas ideas.
Un empujoncito
Uno de los libros más influyentes de Thaler es Nudge, escrito con el profesor de la Escuela de Derecho de Harvard Cass Sunstein, quien fuera el encargado de desregulación en el gobierno de Obama. En esta obra, Thaler y Sunstein argumentan que, como es difícil tomar decisiones con información incompleta, al decidir dónde invertir, o qué comprar, o qué alimentos comer, o dónde ir de vacaciones, o en qué establecimiento estudiar, las personas siguen reglas ad hoc que no son siempre las más convenientes. En estas circunstancias, nos dicen, los gobiernos deben jugar un rol importante. Pero no se trata de prohibir ciertas acciones, sino que de guiar a las personas, de proponerles soluciones, de hacer uso de la psicología para alterar su comportamiento en la dirección adecuada.
De lo que se trata, afirman, es darles un pequeño “empujoncito -“nudge” en inglés- en la orientación correcta. Pero, claro, un empujoncito no es lo mismo que forzar, prohibir, imponer u obligar. El “empujoncito”, dicen, debiera ser el principio rector de la mayoría de las políticas públicas.
Thaler y Susstein llaman a este enfoque “liberalismo paternalista”. A las personas se les respeta su libertad de decisión, su irrevocable derecho de decidir qué hacer con sus vidas. Este es el “liberalismo”. Pero se les guía, se les da un suave empujón en la dirección que les conviene. Este es el componente “paternalista”.
Una aplicación interesante y simple de este enfoque es cómo organizar el buffet de comidas en las cafeterías escolares. La tradición era que las primeras opciones sobre los mesones correspondían a las hamburguesas, papas fritas, pizzas y otros alimentos poco saludables. Los estudiantes llenaban sus bandejas con esta comida chatarra. Al final del buffet estaban las ensaladas, las frutas y las legumbres. Pero las bandejas ya estaban repletas y casi nadie optaba por estas opciones. El invertir este orden, y poner las comidas sanas al principio, fue dar un empujoncito en la dirección correcta. No hubo coerción ni obligación de comer sano. Sin embargo, la dieta de los estudiantes en los colegios que realizaron esta alteración cambió radicalmente, siendo mucho más saludable.
Chile y el liberalismo paternalista
A mucho político chileno -tanto de izquierda como de derecha- le gusta la coerción: obligar, prohibir, eliminar opciones, definir carriles estrechos de comportamiento. Lo vemos a cada rato. Dos ejemplos: la prohibición del copago en la educación por parte de la izquierda, y la oposición a la ley de aborto por tres causales por parte de la derecha. En Chile vivimos en un mundo alejado de la propuesta del nuevo Nobel. Esta ausencia de liberalismo es preocupante. Sin libertad no hay creatividad, y sin creatividad no hay progreso, ni armonía, ni felicidad.
Los políticos chilenos debieran leer algunas de las obras de Thaler -sus memorias, Misbehaving o Portándose mal– son particularmente interesantes. Pero además de leer, debieran considerar seriamente el “liberalismo paternalista” como principio. Este es un enfoque moderno y pragmático, respetuoso y solidario, alejado de los dogmas y de las posiciones extremas. Combina el principio de la libertad -principio que la campaña de Piñera ha enfatizado en forma repetida- y la idea de que los mercados no siempre funcionan como los libros primerizos señalan hace mucho sentido. Basar las políticas públicas en este principio nos permitiría movernos con vigor hacia adelante, aceptar con tolerancias las diferencias entre los individuos y ser más inclusivos.
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Disfrute su síntoma
El último debate en la centroizquierda es la búsqueda de un compromiso de apoyo mutuo para la segunda vuelta presidencial, en diciembre próximo. La expresión “último” está usada aquí como equivalente a “más reciente” y no a “final”, porque aún es posible que en las cinco semanas restantes algún agónico jirón de energía consiga inventarse una nueva encrucijada, como las personas que inventan enfermedades sólo para tener la satisfacción de curarse.
Por el comienzo: ningún candidato seguro de ganar les ofrece nada a sus competidores. A lo más, procura impedir que crezcan a su costa, como hace Sebastián Piñera con el derechismo trumpista de José Antonio Kast. La discusión sobre el compromiso de apoyo mutuo parte de dos premisas: a) habrá segunda vuelta, y b) ninguna de las candidaturas de centroizquierda ganará la primera. En efecto, parece poco probable que Piñera consiga una mayoría absoluta de inmediato, pero tampoco es imposible: todo depende de la magnitud y el sesgo de la abstención, esto es, si vota menos gente de centroizquierda y más de Chile Vamos. La segunda premisa depende, por lo tanto, de esta primera. El orden lógico indica que la prioridad para la centroizquierda sería reducir la abstención, antes siquiera de preocuparse de lo siguiente. De acuerdo, en las campañas no hay ideas tan secuenciales, sino más bien simultáneas. Pero en la que está en curso, ¿hay alguien preocupado de la abstención?
Y entonces viene este debate sobre el apoyo recíproco. ¿Entre quiénes? Se entiende: entre los candidatos que pertenecen a lo que todavía en el gobierno se denomina Nueva Mayoría, Alejandro Guillier y Carolina Goic. Pero algunos entienden otra cosa: por ejemplo, que el compromiso debería extenderse hasta el Frente Amplio, aunque es chillonamente evidente que a gran parte de esa coalición nada le interesa menos que esta clase de compromisos y menos con esta clase de sujetos, que para eso Chantal Mouffe ha dicho que hay que polarizar, polarizar. Y está también quien entiende que la idea debe ir más allá y abarcar a todos los que estén por parar a Piñera. En realidad, esta posición sólo representa a Marco Enríquez-Ominami, que la encarna con frágil tejado histórico, porque no fue la que tuvo en el 2009 con Eduardo Frei, a quien había llegado a detestar, vaya a saber si por la edad o por la tripa.
La cuestión del pacto anticipado sólo es relevante en la DC. Los demás partidos están interesados únicamente en la medida en que complican o dividen a ese partido. ¿Qué otro móvil podrían tener, si en verdad no creen que será Carolina Goic quien pase a segunda vuelta? Y si así fuese, si ocurriese esta improbabilidad teórica, ¿por quién más podrían votar?
No hay que ser un zorro para entender que lo que busca el pacto es impedir, no tanto que alguna votación de la DC se pueda desviar hacia Piñera en diciembre -porque es muy obvio que nadie es dueño de los votos después de una derrota-, sino que la DC derive, por inercia o por defecto, hacia una alianza más larga con la derecha. ¿Lo evitaría un acuerdo de apoyo recíproco en unas elecciones cuya configuración debe más al desempeño del gobierno que al aleteo ineficaz de los partidos?
El grupo de la DC que promueve el acuerdo es más o menos el mismo que no pudo evitar la candidatura presidencial propia, que no pudo forzar una competencia de primarias y que, en fin, perdió el control del partido, pero que retiene una importante cuota de poder en el Parlamento. De modo que no es pura ansiedad doctrinaria ni encumbrado idealismo. Es inevitable que se atraviese el aire viciado de una discusión de conveniencia, un gesto que acomoda bien a candidatos a senadores, diputados y cores, sin prestar demasiada atención a la dignidad de su candidata presidencial. Objetivamente, la promoción del acuerdo perjudica a Carolina Goic, porque pone en duda su capacidad de triunfar. Se dirá que esta duda es un dato de la causa, porque las encuestas no la favorecen, y que, en consecuencia, el acuerdo es un acto de realismo. Pero el realismo justificado de esa manera bien puede ser percibido como una traición. Todo depende del punto de vista.
Ya, pasemos por encima de estas ruindades y veamos el trasfondo fulgurante del acuerdo de apoyo recíproco. Imaginemos que cualquiera de los dos candidatos, Guillier o Goic, no sólo pasa a la segunda vuelta, sino que gana la elección presidencial. ¿Qué hace entonces? ¿Forma gobierno con los firmantes del acuerdo, esto es, reconstituye la Nueva Mayoría desde La Moneda? Esto ya no es realismo, sino otra cosa, quizás el síntoma de una ansiedad más profunda.
Para pensar de esta manera hay que creer que la Nueva Mayoría se quebró por la ambición de Carolina Goic o, lo que es lo mismo, por la maquinación de un grupo que le comió el seso. Y hay que creer, sobre todo, que la Nueva Mayoría era una gran idea, que deja un gran legado. Para evaluar lo segundo hay que esperar el juicio histórico; para lo primero no se necesita otra evidencia que su propia ruptura.
En realidad, este es el viejo debate que acompaña a la DC desde su nacimiento, el mismo que le ha sacado jirones por la izquierda (el Mapu, la IC) y por la derecha (el MSC, el PRI), y parece casi milagroso que no la haya desgarrado hasta la disolución. Lo único nuevo es que en la DC, el partido más improbable, ha germinado un bacheletismo que no existe en ningún otro, ni siquiera en el de la Presidenta, y que le agradece no la creación de una doctrina, sino la tenencia del gobierno. Aunque, para ser exactos, hay que decir que no es sólo ese bacheletismo el que promueve el acuerdo de apoyo recíproco, porque hay algunas figuras que rechazarían tal filiación y que en verdad defienden una posición histórica. Pero son los menos, lo que es otro síntoma.
Cualquiera sea el resultado de las elecciones, a la DC la esperan lo que una antiquísima maldición china llamó tiempos interesantes.
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¿Legado o mochila?
Los aleteos desesperados de la Nueva Mayoría, o lo que queda de ella, para salvar la candidatura del exrostro (o, al menos, para perder con cierta decencia), no tienen límites.
Mire este caso: “el gobierno debe endosar el legado de Bachelet a los que van a venir”, dijo esta semana el presidente de los siempre bien apitutados radicales.
¿Cuál legado, míster? ¿Será acaso el que ostenta un 56% de desaprobación popular?
Capaz que usted esté contento porque la presidenta está consiguiendo terminar su administración en torno al 30% de evaluación positiva, pero le recuerdo que eso es poquito y que ni se le compara al 80% con que culminó la vez anterior.
El legado, me temo, está salpicado de reformas a medio camino o, definitivamente, mal planteadas y peor ejecutadas. Si no me cree, hable con cualquier rector de universidad (estatal, tradicional, pública, privada o la definición que más le acomode): el diseño de la gratuidad no calza ni con los costos de las matrículas ni con la extensión promedio de las carreras.
Como resultado, o las instituciones se comen la diferencia o terminarán graduando a diestra y siniestra al sexto año, independiente de los conocimientos del estudiante.
Al revés de lo que usted señala, mi estimado dirigente político, ese legado que reclama se parece más a una mochila y la va a tener que cargar y resolver el siguiente gobierno, independiente de su color político, aunque todo indica que esa pega le tocará a Piñera. Y presumo que tendrá al frente a los liceanos y otros varios que, azuzados por los chicos de Giorgio, volverán a las calles para reclamar por vaya a saber uno qué cosa.
Porque, además, vendrán envalentonados por los votitos que consiga la Bea y convencidos de que ha llegado su oportunidad para alcanzar lo que todo político sueña: el poder. Después veremos qué hacer con ese poder, por ahora basta con tenerlo.
Mire el caso de este señor Puigdemont, un tipo gracioso que convocó a un plebiscito para declarar su independencia y congelarla a los cinco segundos.
A quien sí le atormenta esto del legado es a la Presidenta, que aspira a un par de puntos más en las encuestas antes de retornar a la ONU. Si incluso agarró avión (con fondos nuestros, por supuesto) para sacarse selfies con los futbolistas.
El problema es que Chile perdió. ¿Será el legado de Jadue?
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Cuestión de densidad
Faltan poco más de 30 días para la elección presidencial y la campaña sigue siendo como ese polvo que los vientos de la primavera levantan a poca altura en las canchas de tierra. Nada tan terrible que impida jugar en ellas y nada tan maravilloso como para lamentar perdernos el espectáculo. Es cierto que la nueva normativa electoral impide el desborde que tenían las elecciones antaño. Ahora las campañas tienen que ser más austeras, pero la verdad es que las imágenes de multitudes a las que antes se asociaban estos ejercicios electorales venían en caída libre desde hace rato. Hoy día, un político debe darse con una piedra en el pecho si encuentra un auditorio donde haya 20 o 30 entusiastas o asomados dispuestos a escucharlo.
Pero en esta atomización o privatización de la política no todo es culpa de las nuevas restricciones al gasto electoral o de la ruptura de los vasos comunicantes entre el dinero con la política. También hay algo que es más profundo. De una manera u otra la sociedad chilena se ha vuelto algo más densa que en el pasado y a estas alturas resulta muy difícil movilizarla en torno a un solo eje de campaña. Quizás la última campaña que pudo articularse en torno a un solo eje fue la del actual gobierno el años 2013, cuando quedó clara la promesa de desmontar el orden neoliberal. Ahí, y no en otra parte, desde la actual Constitución para abajo, estaba la raíz de todos los males. Y sobre esa base la segunda administración comenzó a operar, con los resultados de todos conocidos.
Ya no hay entre las candidaturas presidenciales una promesa tan potente como esa. Ni el país de los ricos ni el de los pobres explican o movilizan por sí solo el Chile de hoy. Tampoco el de los abusadores y el de los abusados. Menos aún el de las elites dominantes y de las masas sometidas. La sociedad de hoy es bastante más compleja que esas caricaturas o radicalizaciones y, unas más, otras menos, las candidaturas así lo entienden. Por lo mismo, les cuesta más perfilarse y desplegarse. Incluso la promesa de Sebastián Piñera, el principal candidato de la oposición, está lejos de poder ser definida a partir del puro rechazo a la obra del gobierno actual. Su comando asume que hay cambios, iniciativas, conquistas, que de todos modos van a quedar. Lo que Piñera promete fundamentalmente es volver a poner a las personas, a la sociedad civil y a la economía en movimiento y es quitarle, por decirlo así, un poco de presión al Estado, atendido que el sector público ya está muy estresado y no tiene cómo dar respuesta a todas y cada una de las demandas del cuerpo social. Asume que el Estado podrá prepararse mejor en áreas determinadas -vía focalización, vía incentivos, vía remoción de cuellos de botella de orden burocrático- para cubrir algunas necesidades, pero evita hacerse ilusiones con la posibilidad de responder a todas.
Puesto que la candidatura ciudadana del senador Guillier finalmente optó por abrazar a fardo cerrado el continuismo del actual gobierno -sea lo que sea que eso signifique-, en principio los actores más afectados a la hora de desplegar una idea de país y un imaginario político claro son la DC y el Frente Amplio. La DC, porque su opción presidencial, Carolina Goic, así como hasta ahora no ha conseguido instalar la imagen del país que quiere, tampoco ha logrado definir su relación con la obra del actual gobierno. La verdad es que ni siquiera está logrando mantener las cuentas en paz con sus propios candidatos a parlamentarios. Este factor volvió a salírsele de control a la mesa directiva de la colectividad en los últimos días, a raíz de la carta suscrita por dirigentes del partido y de la Nueva Mayoría donde se insta a cerrar desde ya un compromiso de apoyo recíproco para la segunda vuelta con la candidatura de Guillier. Bien podría ser este el canto del cisne de la Nueva Mayoría. A lo mejor como proyecto político el esfuerzo es pobre y tiene poca épica, pero la maniobra es coincidente con el desencanto de muchos electores de la centroizquierda que se sienten obligados a votar por Guillier o Goic no porque estén especialmente entusiasmados con los liderazgos suyos, sino apenas porque no quieren que Piñera vuelva a gobernar. La pregunta es qué tan representativo es este grupo. Y qué tanta capacidad de movilización puede generar un sentimiento así. La gran motivación de la acción política, huelga decirlo, suele estar más conectada a la voluntad de meter goles que de atajarlos.
En el caso del Frente Amplio, tampoco hay mucho proyecto de país. Lo que sí hay es un discurso persistente a favor de los derechos sociales y una candidata que intenta explicárselos al país desde el asistencialismo, prometiendo que el sector público proveerá todo. Menos exposición y consenso tienen las ideas de ir erradicando al mercado de distintas áreas, como la educación, la salud, las aguas, el litio o las pensiones. Con todo, lo más potente de esta coalición sigue siendo la emoción colectivista de un gran momento fundacional, la emoción de la asamblea constituyente. En ella convergerá todo, se discutirá todo y de ahí saldría el Chile que tenga que venir. Pero, desencantada la política como lo está, pareciera que no está fácil la ruta para epifanías de este calibre. La gente podría estar prefiriendo cuestiones más concretas: empleos, justicia, seguridad pública, equidad, crecimiento… Se trata de un mix de equilibrios difíciles, donde se cruzan muchas variables. Y de un mix que, por lo mismo, está dejando cada vez menos espacio a la imaginación política mesiánica, de una sola tecla y de corte utópico.
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October 13, 2017
El Che y su sombra
Las conmemoraciones por los 50 años de la muerte de Guevara no han estado a la altura de anteriores aniversarios. Que Evo Morales haya acampado en una carpa previo a los homenajes en Vallegrande ha sido anecdótico. Sus palabras al día siguiente -“El Che luchó y murió por la liberación de Bolivia pensando en la Patria Grande; con su vida y, con su muerte… nos ha dejado una enseñanza de que todavía nos queda mucho por hacer”-, fuera que son nulo elocuentes, se han escuchado infinitas veces. Ni siquiera la otra novedad en esta ocasión, los recuerdos de Juan Martín Guevara (Mi hermano, el Che) recién aparecidos, prometen mucho. ¿Es que la fascinación que produce el personaje ya pasó?
Estábamos acostumbrados a bastante más. En 1971, John Womack Jr,. de Harvard, reseñó 26 publicaciones de y sobre Guevara en The New York Review of Books: traducciones de obras del guerrillero al inglés, francés, italiano y alemán, biografías y recuerdos, además de ensayos históricos. En 1997, para los 30 años, aparecieron dos muy competentes biografías (de Jorge Castañeda y Jon Lee Anderson). Tiempo después se estrenaron varias películas -Diarios de Motocicleta (2004) y dos cintas de Soderbergh (2008)-, además de los muchos documentales, monumentos, museos, canciones, poemas, historietas, e incluso videojuegos con que se nos ha alimentado. Lo de estos días, en comparación, ha estado pobre y desganado.
Si incluso la columna de Álvaro Vargas Llosa en este diario el otro día fue una breve síntesis de un artículo suyo ferozmente crítico en la revista The New Republic del 2005 (“The Killing Machine”, hay trad.), que extendiera a un libro al año siguiente. La nota en el diario El País (“La transformación del Che en San Ernesto”, 10 octubre) tampoco decía nada en lo esencial, distinto a lo detectado y registrado por Hugo Gambini en su biografía del Che de 1968. Y hemos debido volver a escuchar una serie de ya lugares comunes: que el Che se ha convertido en mito e ícono, no solo revolucionario, también pop e incluso publicitario (hasta de Mercedes Benz); que jóvenes que llevan poleras impresas con su imagen (la famosa foto de Korda) no tienen idea quién es; que El Che era quijotesco, idealista, “forever young” y rebelde…
Lo mismo quizá que ha ocurrido con Cuba, congelada también en el tiempo. Con la salvedad que, como me ha hecho ver un amigo, se trata de “la campaña de marketing que más ha durado en la historia”, si bien su origen no es capitalista y, a diferencia de lo que se espera de toda publicidad, no se la ha refrescado, incapaz -hemos de suponer- de aportar nada nuevo. Me recuerda a lo dicho por Roland Barthes sobre Greta Garbo: que después de años de gloria se escondió tras gafas de sol, pañuelos y sombreros para que su cara emblemática (o máscara) se mantuviese inmaculada para siempre.
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Contradicciones que anulan
No en todo, pero en lo medular, la gestión de la Nueva Mayoría ha contradicho su razón de ser, la lucha contra la desigualdad. A la vez, ha desacreditado su principal política: colocar al Estado como principal propulsor del desarrollo. Por eso la desilusión, la crítica y el rechazo campean, hasta en sus propios líderes. La acción del Estado ha quedado mal parada luego de la gestión de esta coalición, por la mala implementación y peor diseño de las reformas y por continuos errores de gestión, ¿qué justifica que un subsecretario se taime frente a una mala decisión presidencial y ¡se va de vacaciones!?
La credibilidad del Estado también ha quedado en entredicho. La gratuidad fue una falsa promesa que se chingó por la incapacidad del gobierno para evitar el empantanamiento económico.
Ahora, el gobierno no quiere aumentar la subvención a los colegios que adhirieron a la gratuidad. Increíblemente el mismo Nicolás Eyzaguirre que fue ministro de Educación, como ministro de Hacienda incumplió el compromiso que está contenido en una ley.
Cualquiera sea el futuro presidente, deberá recuperar la capacidad de gestión y credibilidad del Estado, también dañada por amiguismos, abusos y corrupciones. Sabemos que la estabilidad y seriedad de las instituciones, así como un buen Estado, pavimentan el camino al desarrollo.
¿Y la desigualdad? La falta de crecimiento y los errores de diseño en las reformas, definitivamente no ayuda en la lucha contra la desigualdad.
El estancamiento es una falta de oxígeno en el ambiente económico que entorpece la vida de los chilenos y deja, al propio gobierno, sin recursos para cumplir las promesas básicas de su programa. Los emprendedores, las pymes, los jóvenes que quieren trabajo, quienes buscan surgir, enfrentan una cancha más dispareja cuando la economía sufre anemia. Los ya ricos, tienen cómo protegerse.
No es necesario ser un opositor ideológico al gobierno para concordar con el diagnóstico de Ricardo Lagos: “La tarea número uno de Chile es crecer, lo demás es música”. No teníamos ese problema, hasta que la Nueva Mayoría, con sus reformas técnicamente mal hechas y su gestión desprolija, nos empujó a una zanja y ahí quedamos. Tuvimos vientos internacionales en contra, pero la Concertación también los tuvo y supo crecer sostenidamente.
Además, políticas específicas de la Nueva Mayoría entorpecen el ascenso de sectores emergentes. Un botón de muestra es el proyecto de reforma de pensiones que propone no subir, ni un peso, las pensiones al 80% de los jubilados actuales, incluyendo los más pobres. En cambio, mejora significativamente pensiones de los más favorecidos. O sea, la reforma sube jubilaciones que no debe. ¿Quién nos sacará del pantano? El senador Guillier ha preferido un continuismo nebuloso y la senadora Goic, una crítica superficial, en vez de seguir la experiencia exitosa de la Concertación. Mientras, los hombres de trabajo siguen empujando a Chile, a la espera de tiempos mejores.
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