Eusebio Ruvalcaba's Blog, page 12

January 9, 2015

Texto de los jueves
Un poema y una carta para Eusebio Ruv...

Texto de los jueves
Un poema y una carta para Eusebio Ruvalcaba
 Por César Rito Salinas, poeta de Oaxaca


Poema


¿Qué busca Eusebio Ruvalcaba al escribir sobre la muerte

de sus amigos?

Burlarse de la muerte.

La amistad es un asunto que trasciende la vida.

Una tarde me dijo

en su casa en Tlalpan,

“Cuando muera quiero que me entierren en Oaxaca”.

Eusebio es cordial con sus amigos,

se mantiene distante.

Un día celebré una de sus novelas,

“eso pasa cuando la escritura se publica”, dijo.

“La gente la celebra”.

Eusebio se burla en vida de sus amigos.

Se dice embajador del mezcal,

cuando bien sabe que cada hombre es una sombra de mosca

bajo la luz del mezcal.

Eusebio Ruvalcaba se ríe de sí mismo

al momento de empuñar la pluma,

“un músico aplica más tiempo en ensayos

que el hombre que escribe la gran obra”.

A Eusebio Ruvalcaba le apura el tiempo

y la intensidad de la vida,

escribe sonetos.

Un día dijo en público,

“con César tengo una competencia por saber quién bebe más,

quién muere primero”


Carta a Eusebio Ruvalcaba


Madrugada


El fuego que viene de muy lejos.

Que inició cuando naciste.

Beber es una necesidad que acompaña al hombre en esta vida.

Es el impulso que hace que te entregues a una mujer

que será la madre de tus hijos

o la que te recibe desnuda en la cama.

Todos los hombres que pasan por la tierra tienen sed.

Padecieron hambre, sueño y sed.

Enfrentaron la existencia con una copa en la mano.

¿Tú por qué habrías de ser la excepción?

Aquí no hay excepciones.

Sólo la sed y la soga, la medialuna o el revólver.


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Published on January 09, 2015 16:55

January 5, 2015

Nuevos textos de los lunes
Amigos muertos / VI
1) Gonzalo...

Nuevos textos de los lunes
Amigos muertos / VI

1) Gonzalo Trinidad Valtierra. Enemigo de la fama, su pasión se decantaba por el lado de la literatura. Y de la vida propiamente dicha. No sabía decir no. Iba donde se le invitara. Fuera la presentación de un libro. Una vuelta al cine. Un concierto. Lector feraz, tenía un sexto sentido para identificar un buen texto aunque nunca hubiera escuchado hablar del autor o de la obra de marras. Sus cuentos solían llamar la atención, lo mismo por el tratamiento que por la estructura o el estilo. Eran cuentos desbordados de hondura. Se engolosinaba escribiéndolos. Hasta de pronto sumar 25 o 30 cuartillas. Por cuento. Por ser tan largos, se los corregía yo línea por línea. Lo interrumpía y le hacía mis observaciones. El trago lo seducía. Mezcal o ron, cerveza o tequila, bebía con donaire y desparpajo. Rara mezcla. También escribía poemas. Aunque lo suyo era la narrativa. Alto y fuerte, se metió con la mujer equivocada. Era su novia y la novia de Samuel Segura. De los dos al mismo tiempo. En un principio todo era armonía y júbilo. Sin embargo, una situación de esta naturaleza no se puede prolongar ad infinitum. Ambos —Samuel y Gonzalo— la presionaban para que hiciera de su amor un pozo sin fondo. Al punto de que los tres tomaron la decisión de vivir juntos. Por el rumbo de Pantitlán. Ella se empezó a hartar. Se despidió. Pero no la dejaron ir. En todos los tonos les suplicó. Inútilmente. Estaban aferrados. Se turnaban para vigilarla. Hasta que los envenenó. Les preparó la gran cena. La devoraron. Se fueron a la cama. Primero uno y luego el otro, cayeron en un letargo tan pesado como una losa panteonera. Pero no se morían. Aun con vida, los apuñaló. Guardó sus cosas —vestidos y lencería— en una pequeña maleta metálica y se marchó para siempre.


2) Samuel Segura. Siempre tenía una sonrisa a flor de piel. Narrador puntual, escritor enemigo de la superficialidad, acostumbraba crear situaciones conflictivas que obligaban a crear tramas —y traumas— alejados del facilismo. Llegaba con su cuento, y todos lo escuchábamos con atención. Sabíamos que atrás de sus palabras sobrevendría un buen texto. “Donde hay conflicto hay vida —decía—, y donde hay vida hay literatura.” Pero no sólo le atraía la palabra escrita. En idéntica medida la música y el cine. O el videoarte. Como se quiera. Da igual. De pronto se empecinaba en un documental. Acosaba a su personaje, y lo grababa. Se empapaba de la vida y la obra del susodicho, y de algún modo lo mostraba en una desnudez fatídica. Que provocaba risa o lástima. La música le causaba menos desaguisados —o malentendidos. Baterista, iba con su grupo lo mismo a antrillos de poca monta que a residencias de colonias lujosas, donde tocaba para jóvenes que en ocasiones ni siquiera pagaban. Aunque se hubieran comprometido a hacerlo. Amante de los perros, no podía vivir separado de un can. Nada importaba cómo había llegado a su regazo. Lo que él quería era acariciar a un ser amado. Cuando escribía, aquel perro se echaba a sus pies. O cuando se dormía, abrazaba su almohada hasta que el perro se metía debajo de las cobijas. Pero una de esas tocadas significó su ruina. Conoció a la mujer que compartiría con Gonzalo Trinidad Valtierra, y que terminaría envenenándolo. “Estoy viviendo una experiencia que enriquecerá mi vida”, me comentó cierta vez. Una tarde cuando el sol se había tornado umbrío. Le dije que estaba de acuerdo, pero que no llevara las cosas hasta las últimas consecuencias. Me dijo que todo estaba bajo control. No le creí.


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Published on January 05, 2015 08:15

January 1, 2015

Texto de los jueves
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¿En dónde estás, maldita sea?

1) E...

Texto de los jueves
.
¿En dónde estás, maldita sea?


1) Escribo y escribo fatídicamente en vano. Porque pienso en las palabras y no en su profundidad. Vanidad de vanidades.


2) Estoy trepado en la vaguedad de la escritura. Me importa más la estructura y el estilo que desollarme el alma —exactamente como te fijas en una mujer por sus tetas y no por su dolor. Por lo que puedes inferir de sus palabras. O de sus ojos.


3) Ya nadie da una limosna. Los mendigos se retiraron a sus madrigueras cuando vieron venir el tsunami del neofascismo.


4) El alcohol es una droga. Cada vez más te aleja de tu problemática, y cada vez más te aproxima a tu fosa. Que ni siquiera es individual, sino común. Donde están todos los que carecen de nombre o recursos. O los que quieren morir en el anonimato. Porque no hicieron nada que valiera la pena. Como lo es mi caso.


5) Los que viven aplastados por sentimientos de culpa habrán de soportar su condena en el purgatorio —aunque el purgatorio esté pasado de moda; como las mujeres que se enchinan las pestañas.


6) Quisiera que en el purgatorio me acompañaran todos los amigos que me lastimaron; que son todos, salvo uno: el maestro Jorge Borja, que en paz descanse.


7) La muerte está ahí, cerca. En los tugurios donde te gusta quedarte dormido; entre los conocidos con los que te topas y a los cuales invitas copa tras copa; en los medicamentos que engulles —que no habría médico que aprobase—; en la fatiga que le procuras a tu cuerpo; en tu corazón exhausto por el desasosiego.


8) Quien me ha visto alegre sólo ve la superficialidad. Quien me ha visto triste no sabe lo que es el desconsuelo.


9) El único hombre que merece celebrarse es el que se ha enamorado de una puta. Como yo. En alguna época de mi vida. Y ni así. La celebración es para los toreros.


10) Un automóvil —bueno o malo, no importa— sustituye a una mujer. Vende a tu mujer —buena o mala, no importa— y compra un auto.


11) Pocas cosas tan escalofriantes como manejar un camión de pasajeros de noche con las luces apagadas. Yo lo hice. Se tradujo en una erección inusitada. El culpable fue mi compadre El Indio, chofer de Estrella de Occidente. Pasaste la prueba de fuego, me dijo. Al día siguiente compartimos a la puta Ximena en un hotel de la avenida Independencia, en Guadalajara.


12) Las mujeres sin calzones me hacen lo que el viento a Juárez —excepto si tienen los pelitos güeros.


13) Lo bueno de este blog es que nadie lo lee.


14) Soy el último de los hombres confiables. El último de los hombres en cuya mirada una mujer pondría la suya. Tan así que pedí mis deseos para 2015, que se redujeron a uno: que las crudas no me hagan daño.


15) ¿Dónde estás?, maldita sea.


16) Todo me harta. Porque avisto la muerte. Los jóvenes escritores que en el café sacan su laptop. Las mujeres que ríen a carcajadas y muestran sus caries.


17) Recuerdo cuando andar en bici era una aventura. No un deporte ni un pretexto para lucir la ropa de marca.


18) Hubo una época en que las putas no les cobraban a los muy guapos ni a los muy feos. Menos a los de graciosas palabras. Te abrían la cabeza del pene y le echaban unas gotas de limón para eliminar cualquier microbio. Tenían razón. Las siete enfermedades venéreas que he padecido las adquirí con hijas de familias conservadoras.


19) Lamer el sexo de una mujer, equivale a meter la cabeza en la oscuridad de una caverna poblada de fieras. Pasas la lengua por aquella rispidez, y besas el hocico de un oso, la nariz de un mapache, los colmillos de un topo.


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Published on January 01, 2015 15:05

December 29, 2014

Nuevos textos de los lunes
Amigos muertos / V
1) Víctor P...

Nuevos textos de los lunes
Amigos muertos / V

1) Víctor Pavón. Trailero. Con aplomo y experiencia en las palmas de las manos, en sus reflejos, en el arte de conducir, recorría las carreteras de este país. El tráiler era de él, lo que le facilitaba imponer sus condiciones a las empresas que solicitaban sus servicios. Aunque resultaran de alto riesgo —sobre todo por la inseguridad que priva en este país. Por ejemplo, elegía el camino más corto para llegar de un lugar a otro, así fueran carreteras federales. Por ejemplo, era enemigo de viajar con copiloto. Así se llevaba la vida. Hasta que en un restaurante en el que acostumbraba parar, descubrió un libro de Jim Thompson. Hablaba sobre un asesino. Lo leyó no menos de una docena de veces. Se compró un cuaderno de raya, y emprendió la confección de un cuento. Luego de otro. Y de otro más. De ahí brincó a una novela. Y a otra. Pero esto tuvo consecuencias. Se descuidó. Por la diosa literatura, abandonó la disciplina de la chamba. Aquella disciplina que fortalece el espíritu cuando se está en el camino correcto. Abandonó sus hábitos. Cuando volvía los ojos, ya había anochecido. Aun así. Con sueño y su cabeza puesta en la historia que estaba armando, remontaba el vuelo hasta la sierra. Para alcanzar su destino. No se supo más de él cuando se dirigía a La Piedad, Michoacán.


2) Jorge Castillo. Mecánico automotriz. Vivía siempre en el ojo del huracán. Algo veía en los barrios peligrosos. Le gustaba salir temprano a correr. Le tocó ver que un par de vándalos intentaba abrir su auto. Cometió el error de intentar detenerlos. Le sorrajaron un balazo con una .22, que le entró por el vientre y le salió por la cabeza. Murió camino al hospital. Pese a su juventud literaria, tramaba sus historias con donaire y precisión. Quería darles el punto exacto. Como si estuvieran trazadas con un compás profesional. Era adicto al arte de la hondura. Enemigo de la futilidad, hablaba —escribía— de temas inquietantes. Una cicatriz, una quemadura en la cara, le daba filón para armar lo que habría de ser una novela. Leía con voz trémula. Sabía lo que estaba en juego. Un viaje hacia la esencia. Corregía sus textos al momento de leer en voz alta. Descubría algo que pasaba inadvertido para el resto del grupo. “Corrige después”, le sugirió alguien. “Se me olvida”, respondió. Con un tono de voz que no admitía discusión.


3) Francisco Valencia. Siempre salía de la cantina con un vaso desechable. Solía tener pleitos en tugurios. Por lo que fuera. Cualquier minucia. Bueno para el tiro, sabía meter las manos. Lo aprendió en su barrio de Iztapalapa: Santa María Aztahuacán. Cuando bebía su vodka, se le quedaba mirando al trago como si buscara una respuesta a la injusticia. Alguna vez intercambiamos camisas. En una cantina. Nuestra conversación giraba sobre mujeres y libros. Y en ciertas ocasiones, de rozón, sobre política. Se cooperaba con sus gentiles pesos al momento de pedir la cuenta. Tenía debilidad por los buenos carros, aunque fueran de bajo perfil. Lector de Voltaire y de Vargas Llosa, solía llevar libros a sus visitas cantineras. Que emprendía lo mismo solo que acompañado. Desde la tersa noche, de autor desconocido, era una novela que defendía a diestra y siniestra. Gallardo, cordial, charlar con él generaba expectativas. Complacía el espíritu. Aportaba puntos de vista sobre los temas que afectaban la pasta de la humanidad. Por más lejanos que parecieran. No era dado a satisfacer las diatribas. Creía que la ira se sobreponía a la polémica, por lo que eludía a los necios. Proclive al ensayo, no dejó ningún libro. Hasta donde se sabe. Un infarto le provocó la muerte. Fue llorado. Y enaltecido.


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Published on December 29, 2014 11:45

December 22, 2014

Nuevos textos de los lunes
Ensayo
Las caras del deseo
Nad...

Nuevos textos de los lunes
Ensayo

Las caras del deseo

Nadie se priva del deseo. Nadie se priva de desear ni de ser deseado. Y quien lo dude habría de buscar en los recovecos más profundos de su libido.


Sentir el deseo no siempre ha sido bien visto. En el medioevo los hombres se flagelaban para acallar la voz de su naturaleza. El deseo venía imbuido de pecado. Envuelto en un paquete que muy pocos se atrevían a abrir. Aunque todo mundo tuviera ganas de hacerlo.


Pero la censura no debe ser juzgada tan a la ligera. Tiene su lado bueno. La censura promueve el deseo. Incrementa las ganas de ver, de tocar, de oler. De saciar los sentidos. Por ahí la censura es bienvenida. Cuando se impide que una mujer muestre sus piernas o cualquier parte de su cuerpo porque así lo impone la censura, provoca el vuelo de la imaginación masculina. Lo que ciertamente causará el beneficio de la exacerbación. Aunque las cosas no son equitativas para los hombres y las mujeres. Se aplica la censura a las mujeres. Son ellas las que ejercen el control de su cuerpo. ¿Pero y el hombre? ¿En qué se contiene? La norma está ahí. Y con eso basta. Para él.


Cuando el niño desea, cuando descubre en alguna de las mujeres que lo rodean el objeto del deseo, se integra a una caballería de sementales. A partir de ahí, ese niño verá en cada mujer que lo toque, que lo acaricie, o cuando menos que se aproxime, una fisura al paraíso. Tal como el poeta siente, por más viejo que esté. Ésa es la capacidad de los poetas, que vuelven a sentir en carne propia la animalidad infantil. Así que ese niño sentirá que la piel se le eriza, que tartamudea, que algo le está creciendo por dentro. Y el deseo lo guiará como el perro al ciego. Irá por donde el deseo lo conduzca. Mirará lo que tiene que ver. Descubrirá mañas, trucos, artificios para asomarse, para espiar. Pero a la vez, y esto es lo verdaderamente prodigioso, sin que nadie se lo haya dicho, advertirá que está caminando en el borde de lo prohibido. Que cada una de aquellas acciones fascinantes estará rubricada por la prohibición. Entonces, si su espíritu es grande, actuará con inteligencia y determinación; porque sobre su persona el deseo ha depositado la mano.


Para bien o para mal, el individuo aprende a convivir con el deseo. A sortearlo. Sabe que no hay modo de manifestarlo sin causar revuelo. Le quita y le pone el bozal. Le quita y le pone el collar. La cadena. En la medida que un hombre controla su deseo, estará controlando su pasión. Domeñándola. Tal como quería Marco Aurelio. U otro ejemplo: Johannes Brahms. Pero he aquí la otra cara de la moneda: cuando ese deseo sobrevive al paso del tiempo, aquel hombre seguirá sometido a la pasión con el mismo gusto que un toro a la muerte.


Un hombre esclavo del deseo es de los pocos, contadísimos, que ven la vida desde la parte más alta de la torre, tal como el vigía desde la atalaya. Porque el deseo le abre horizontes. Le permite ver las cosas desde arriba, por encima de la mediocridad que distingue a los enanos de espíritu. No hay nada más impactante que ver a un hombre poseído del deseo. Por el solo deseo, un hombre es capaz de acometer la factura de una novela, de levantar una barda perfectamente recta, poner un despacho de abogados o ganar un maratón. Porque el deseo es acicate, yunta, llama que mantiene encendida la mecha de la pasión.


Nadie sabe a ciencia cierta cómo perpetuar el deseo. Aunque hay quien apuesta que el secreto radica en la alimentación, hay también quien insiste en que todo está en el arte de meditar. O de plano en la facultad emanada del ejercicio de la imaginación. El sentido común aconsejaría que en el coctel de estos tres ingredientes. La costumbre, la docilidad, lo previsible, lo aniquilan. De algún modo, el deseo es un gran señor al que le gusta jugarse la vida. Que es decir improvisar, asomarse a los abismos, urdir situaciones límite. Siempre será preferible que un hombre y una mujer que se desean jamás se toquen, si el precio es, finalmente y al paso del tiempo, el aburrimiento. Porque una vez cumplido, lo siguiente es perpetuarlo. Cada pareja sabe cómo. Entonces surgen los códigos, las señas, el lenguaje preverbal —o perfectamente, obscenamente explícito. No saben exactamente cómo, pero un hombre y una mujer se las ingenian para pulsar el deseo. O para matarlo. O, simplemente, para ejercer el dominio de uno sobre el otro. Lo cual conduce directamente a la vejez. Aunque hay otro tipo de ancianos. Que hasta a simple vista se distinguen.


Un anciano acometido por el deseo es insustituible. Aquel hombre de edad cuya mirada se extravía tras las piernas de las mujeres, o de plano tras su voluptuoso trasero, aquel anciano que les toca las caderas, que les roza los senos como en un aparente descuido, es ejemplo de grandeza humana. Es un hombre sabio, del cual hay que aprender. Porque no se ha dado por vencido. Porque se ha sobrepuesto a la ignominia que significa estar vivo. A la montaña que significa vivir. Es la mejor prueba de que la vida está ahí, enhiesta, inquebrantable, de que la sangre sigue corriendo por sus venas. Con el mismo brío. Qué poca importancia tiene que ese hombre pueda o no consumar el deseo.


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Published on December 22, 2014 10:20

December 18, 2014

Texto de los jueves
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Amigos muertos / IV

1) Gerardo Cas...

Texto de los jueves
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Amigos muertos / IV


1) Gerardo Castillo. Poeta. Hombre tan creativo como humilde y próvido. Cuidadoso de las palabras, no mostraba sus textos hasta no estar plenamente convencido de su eficacia. Lector acucioso, distinguía la belleza donde para otros permanecía oculta. Bueno para el trago, también lo era para las mujeres. Corto de vista, sus apreciaciones sobre la literatura eran vastos y acuciantes. Al momento en que murió en un asalto, estaba preparando su libro de poesía. Incansable, amante de la perfección, diario lo corregía. Lo llevaba a todos lados. Al morir, su libro quedó abierto en el poema que se encontraba revisando. Sobre su corazón. Como en una suerte de mensaje.


2) Víctor Roura. Periodista controversial, por más de 25 años fue editor de la mejor sección de cultura de los últimos años, la de El Financiero. Su trabajo consistía en comentar la vida cultural de México. Para lo cual estaba rodeado de plumas de altos vuelos. Muy superior a las secciones de otros medios. Desmenuzaba los acontecimientos culturales hasta descubrir los entresijos, la mierda política que había por debajo. O de intriga. De envidia. De sentimientos bajos y abyectos. Excepto entre unas cuantas personas, no fue un periodista querido. A su alrededor creó admiración, no afecto. Estaba impuesto a cerrarse las puertas. Tuvo el infortunio de ir en una micro que se fue al abismo en la carretera de San Cristóbal las Casas a San Juan Chamula.


3) Gabriel Rodríguez. Lo quise mucho. Cuando empezó a escribir era humilde, sencillo. Pero las redes sociales lo hicieron insoportable. Sin embargo, esta actitud le generaba lectores. Morbosos. Como si apostaran para ver hasta dónde llegaría. Siempre se mantuvo por encima de las aguas. Las turbulencias agitadas de las profundidades no eran lo suyo. Huía del conflicto como el venado de las garras del tigre. Publicó varios libros. Cuentos y novelas de su producción pasaron por mis manos. En talleres que yo coordinaba. Y coordino. La publicidad lo atraía como fragmentos a su imán. Lo que lo hacía memorable era su amor por la lectura. Encontraba en la lectura una fuente de entretenimiento. Murió en una riña callejera. Sólo por detenerse y mirar.


4) Enrique Iglesias. Narrador sólido. Tenaz. Sus cuentos causaban expectativa en el taller. Se adentraba en el alma humana como a la búsqueda del tiempo perdido. Leerlo era meter las manos en el agua de la vida y sacarlas empapadas. Poseía un grado de ternura que lo hacía gentil a los ojos de las mujeres. Bebedor a ultranza, tomaba mezcal y cerveza a la par. Por alguna extraña maldición el alcohol parecía no trepársele. Era el primero en llegar y el último en irse. Miraba en silencio a los demás. Las palabras emergían de sus cuentos, no de las conversaciones. Solía hablar en tono confesional del arte de la novela. Nunca se decidió a escribir ni el boceto de una. Hasta donde sabíamos quienes lo rodeábamos. Cayó fulminado por un infarto en el momento en el que iba a emprender la lectura de un cuento.


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Published on December 18, 2014 12:05

December 15, 2014

Nuevos textos de los lunes
Cuento
Domingo de Ramos
Los do...

Nuevos textos de los lunes
Cuento

Domingo de Ramos

Los domingos me paraba antes que todos. Brincaba de la cama y brincaba el Blaqui. Mi perro. Hacía todo lo que yo hacía. Como que me arremedaba. Se dormía conmigo. Debajo de las cobijas. Se enredaba entre mis piernas. Ese domingo íbamos ir al cine. Mi papá lo había prometido. Iríamos a la matiné del cine Jalisco. Era lo que más me gustaba de mi colonia. Sus cines. Estaba el Jalisco, el Ermita, el Hipódromo, el Cartagena. A mi mamá no le gustaba ir a esos cines porque decía que eran horribles. Todos apestosos. Pero no era cierto. Exageraba. Como en todo. Por la misma razón me regañaba. Porque me acostaba con la misma ropa que había traído puesta todo el día. Una semana completita. Pero yo decía que eso era normal.


Ése era un domingo especial. Era domingo de ramos. Y seguro pasarían una película de romanos. Había varias. Que las veíamos siempre. Las mismas las volvían a pasar cada semana santa: El manto sagrado, Demetrio el gladiador, Rey de reyes, Quo vadis, Ben Hur


Pues ese domingo daban El manto sagrado y Demetrio el gladiador. Nomás. Con Víctor Mature. No había más que entrar al cine para sentir la grieta. Para enfurecerse con todos los romanos que se burlaban de Jesucristo. Verlo cargar su cruz les sacaba los peores instintos.


Lo primero que me sorprendió esa mañana fue ver a mi mamá en la cocina. No porque no fuera su lugar favorito de la casa, sino porque era muy temprano. ¿Qué haces aquí?, le pregunté. Pues ya sabes, hijo, preparando el desayuno. Tu papá quiere que vayamos al cine y ya se nos fue el santo al cielo. Ya no va a haber tiempo para un desayuno formal. Así que estoy preparando unas tortas. ¿Y de qué van a ser? Ya sabes, de jamón, de huevo, de salchicha, de queso de puerco… De pollo para tu hermana. Y hasta una de bistec. Ésa la quiero para mí. No, va a ser para tu papá. No, yo la quiero para mí y me la quedo. ¿Ya viste que lindo pajarito está en el árbol? ¿Cuál…?, preguntó mi mamá. Yo le señalé la rama del árbol, y se asomó a la ventana. Ése de ahí. Velo. Se lo señalé una vez más. Y en lo que se asomó se la apliqué. Tomé la torta de bistec y me eché a correr. Cuando menos el desayuno ya lo había solucionado. Escuché sus gritos. Demasiado tarde.


Digo que fuimos al cine Jalisco. Todavía no empezaba la función. Estaba a punto. Creí que iban a ser tres películas pero nada más fueron dos. Las mejores. Yo me senté entre mi mamá y mi hermana. Mi papá llegaría unos minutos tarde mientras buscaba dónde estacionar el coche. De repente la cortina se hizo a un lado, apagaron las luces y apareció el león del anuncio. Oí el chiflido de mi papá. Ya andaba por ahí. Con el chiflido no había pierde. Se lo respondí. Se aproximó y se sentó. Ahora sí estábamos todos juntos. Por fin. Mi mamá nos preguntó si teníamos hambre y todos respondimos que sí. También mi hermana. Que tenía once años y se ponía de sangrona porque ya le empezaba a preocupar conservar su línea. Según ella, comía pura comida dietética. Nadie le hacía caso a sus jaladas. Ni mi mamá.


Me tocó la torta de huevo con chorizo. Le di la mordida y casi la escupo. Estaba picosísima. Me volteé a ver a mi mamá. ¿Qué chile le pusiste?, le pregunté furioso. El más bravo. A ver cuándo te vuelves a robar una torta. Ni que hubiera sido para tanto. Me dije. Pero ni modo. Le quité la otra raja y me la comí como si fuera el último platillo de mi vida. O ésa era mi intención, comérmela. Pero se me chispó de las manos cuando le quise dar una súper mordida del tamaño del cine Jalisco. Carajo. Todo estaba en mi contra. La quise agarrar en el aire pero fue por demás. Ese día santo, domingo de ramos, Jesús me la estaba haciendo de jamón. Como si fuera el prefecto de la escuela. Como pude, me agaché y la recogí. Por pedazos. Pero tampoco me podía agachar a gusto porque la película estaba en uno de sus momentos de máxima emoción. Me agachaba y veía. Veía y me agachaba. En fin. Quién sabe dónde cayó la torta porque estaba embarrada como de una rebaba. ¿Mocos? ¿Gargajos? Quién sabe. Pero la recogí y la limpié con la servilleta. Si era un mandato de Dios, me la comería. Yo era un fiel seguidor. Lo acepté y la devoré cual muerto de hambre. De todos modos, Jesucristo estaba rodeado de limosneros y menesterosos. Así se veía en las películas. Miserables que no servían para nada. Siquiera a mí me había regalado una torta. Pisoteada. Pero al fin de huevo con chorizo.


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Published on December 15, 2014 14:34

Eusebio Ruvalcaba's Blog

Eusebio Ruvalcaba
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