Eusebio Ruvalcaba's Blog, page 9

May 25, 2015

Presentación de libro
Temporada de otoño

Presentación de libro
Temporada de otoño

temporada de otoño final


 •  0 comments  •  flag
Share on Twitter
Published on May 25, 2015 16:43

May 17, 2015

.
Antología de la tristeza
¿Por qué una antología de la t...

.
Antología de la tristeza

¿Por qué una antología de la tristeza?


Fue el nombre que se me ocurrió para el curso que estoy impartiendo de apreciación musical (y literaria) en la Fonoteca Nacional. Recién arrancamos, el pasado jueves 14 de mayo. Pero regreso al punto de partida. Leo entonces lo que escribí para los participantes.


Para mí, la tristeza tiene que ver con muchas cosas. Cuando menos tres:


1) Soy el individuo más apático en lo que a la conciencia ecológica se refiere. Por ejemplo, nunca me ha importado el desperdicio del agua, la tala de bosques, la abundancia de especies en peligro de extinción. Pero algo sí me provoca escozor: el cambio climático, porque eso no lo puede uno cambiar. Una amiga —muy clavada en estos temas—, me dijo: nosotros los humanos estamos provocando estos cambios. Antes los hombres sabían leer las nubes. El advenimiento de las lluvias era claro para ellos. Ahora todo eso es historia muerta. A nadie le importa. Te despiertas con sol, al medio día está lloviendo y en la noche hace un frío del carajo —por supuesto me invadió una sensación de tristeza.


2) El índice de la violencia en nuestro país. En todos lados. De punta a punta. Baste con un ejemplo: Jalisco ha dejado de ser aquel terruño donde los hombres se mataban entre sí por una situación de honor (mi tío Heriberto Ruvalcaba se llevó una docena a la tumba). Ahora las parcelas jaliscienses pertenecen al crimen organizado. Los miembros de la corporación portan armas de alto poder —con las cuales derriban helicópteros federales— de fabricación rusa. Una pregunta me atormenta: ¿Hacia dónde va México? Lo ignoro. Pero en mí genera una tristeza que crece como un salpullido.


3) Mi tristeza personal. Todos los hombres somos tristes. Lo sé. Pero —en mi caso— la tristeza permanece soterrada, hasta que —en mi caso, insisto— me acomete un estímulo que doblega mis ojos. Por regla general, este estímulo viene apuntalado por la música, o la literatura. O la nostalgia de haber vivido. La música me lleva hasta los recovecos más profundos de mi ser. Donde no hay más allá. Por ejemplo. Escucho los fragmentos chopinianos —acaso los preludios, los estudios, los nocturnos conformen una esfericidad inequívoca—, y ni siquiera puedo tragar saliva. O los quintetos con dos violas de Mozart. O los cuartetos centrales de Beethoven. O sus sonatas para piano. O las sinfonías de Brahms. O el segundo y el tercer concierto para piano de Rachmaninov. O los lieder de Schubert. Escucho esa música, y un estremecimiento me sacude el alma —y yo que quise impregnar el espíritu de una mujer de esa maravilla. Pero no lo logré. Sólo obtuve desprecio empapado en veneno de alacrán. Para mí, la literatura viene en el mismo vagón que la música; sólo que en la parte de atrás. No puedo releer “Patriotismo” de Yukio Mishima; “Una tragedia estival” de Arna Beautemps; el soneto 30 de Shakespeare; las coplas de Jorge Manrique a la memoria de su padre; el poema “Los conjurados” de Borges; o los cuentos “El hijo tonto”, “Lo que sólo uno escucha” o “Dormir en tierra” de José Revueltas. O la novela El guardián entre el centeno de Salinger. No puedo leer nada de esto, sin que me quiebre. Se me han caído los libros de las manos. Por el llanto. Porque esos textos son tsunamis que se impactan en mi corazón y lo dejan irreconocible.


4) Y en cuanto a la nostalgia de haber vivido. Me basta con escuchar la voz de mi madre llamándome para que dejara a mi perro y fuera a comer. Me basta con ver la mano de mi padre encender el switch de su automóvil aquellas veces del paseo a Chapultepec. En fin. Me basta con evocar esos momentos para que mi corazón se detenga.


 •  0 comments  •  flag
Share on Twitter
Published on May 17, 2015 16:19

May 15, 2015

Cuento
El sexagenario
Era claro que nadie podía competir ...

Cuento
El sexagenario

Era claro que nadie podía competir con él, cuando se trataba de atraer la atención de una mujer. Y no es que fuera particularmente guapo, o seductor. Nunca lo había sido. Más bien era que tenía algo de hostil, de podredumbre, de don nadie. Y eso para no hablar de sus canas. De sus 63 años.


Pero a él le gustaba esa —¿cómo llamarla?— inconformidad. Porque le gustaban las mujeres. Y mucho. Alguna vez se había propuesto escribir un libro de sus amores. Para el caso, había comprado un cuaderno pautado. Simplemente había escrito la llave de sol. Y había pergeñado la palabra Osbelia. Su idea era escribir todo lo que aquel amor de su niñez/ juventud le evocaba. Entusiasmado por el proyecto, enriqueció la lista: Dulce María, Pita, Margarita, Eduviges, Esther, Carmen, Florina, Karen, Ivonne, Luz María, Nancy… Pero se cansó. No se separaba del cuaderno. Pero tampoco avanzaba. Lo ponía a un lado de su copa de whisky —porque era lo que tomaba, religiosamente: una cerveza y dos whiskys— y pasaba las hojas a modo de abanico. Como para refrescarse la cara, y que sobreviniera la energía. Inútilmente. El proyecto se había pulverizado en su cabeza.


Todos los días iba al tugurio. Y todos los días las chicas acudían hasta su mesa presurosas. Algunas querían tocarlo. Darle la mano. Otras se conformaban con mirarlo. Sexagenario, maestro de música —impartía sus clases de piano en su departamento de las calles de Presidentes, a un par de cuadras de la calzada de Tlalpan—, pianista frustrado —su debut y despedida fue en la Sala Ponce, de donde salió derrotado por haber olvidado la partitura; noche que marcó su entrada triunfal al alcoholismo—, compositor en ciernes que nunca supo solfear, cada vez le resultaba más cansado caminar. Subir los dos piaos qu lo conducían hasta su departamento. Llegaba pues arrastrando los pies hasta la mesa que ocupaba habitualmente en aquel tugurio. Fiel a su costumbre, revisaba la cartera antes de cruzar el umbral. No podía darse el lujo de no llevar suficiente dinero y correr el riesgo de que lo corrieran. Sería una vergüenza. Mejor llevarse la fiesta en paz. Pidiendo y pagando, como decía en las paredes del tugurio. Que por cierto, ni nombre tenía.


Aquella vez, llevaba el ánimo entre el cielo y el infierno. Una alumna le había dicho —sin decírselo— que lo amaba. Lo había mirado con una insistencia que a él le había parecido obscena. O espiritual. Ya no distinguía una cosa de la otra. ¿Pero acaso el arte no era obsceno? Franz Liszt, su ídolo, ¿no era feliz poniendo su piano, o, mejor aún, su arte pianístico, al servicio de la condición femenina? Si él lo había hecho, el mayor pianista de todos tiempos, pues entonces significaba que no había nada de malo en ello. Que tan normal era que una alumna se enamorara del maestro, como que el maestro se enamorara de una alumna. Era justo lo que había acontecido. Ése era el cielo. El infierno vendría enseguida.


Porque odiaba la idea de iniciar otra relación. Hasta la palabra le molestaba. Relación, bah. Cada una de las mujeres de la lista significaba una relación. Lo cual equivalía a llevar en las espaldas un rémora maldita. Estaba curado de espantos. A cual más era más insoportable. Más imprevisible. Más destructiva. O bien más insólita. Más inaudita. Concluyó que a eso se debía su soltería. A que nunca se había topado con una mujer verdadera. Alguien que hubiera dado la vida por él. ¿Existía esa mujer?


Abrió su cuaderno pautado. Y decidió escribir a partir de esta joven. Su nombre era Scarlett. Todo podría quedar en un par de párrafos. No tendría más que describirla. ¿Un simple maestro de piano? Estaba por verse. Se puso la armadura en contra de la relación. Y escribió:


 •  0 comments  •  flag
Share on Twitter
Published on May 15, 2015 08:59

May 10, 2015

Cuento
Bajo el cielo gris
Me paladeo la comida en la fond...

Cuento
Bajo el cielo gris

Me paladeo la comida en la fonda de doña Lidia. Trabajo en la Secretaría de Hacienda. Mi jornada es de nueve de la mañana a seis de la tarde, con una hora para comer. Cosa que hago a las dos. Mi centro de trabajo está rodeado de fondas. Las he probado todas. Sin duda, la mejor es la de doña Lidia. El único problema es el cupo. Siempre está lleno. Híper lleno. Así que es de lo más común que un desconocido ocupe un lugar en tu mesa. Luego de musitar un vulgar compermiso, ¿puedo?


Digo que es de lo más común, pero yo aborrezco que eso me pase a mí. Como ayer. Empezaba a comer, cuando escuché la voz de alguien: disculpe, ¿el señor se puede sentar aquí? Preguntó como cualquier cosa. Y como cualquier cosa yo dije sí. ¿Me ayuda, por favor?, pidió el hombre que estaba a punto de sentarse. El otro ya se había ido. Ayudarlo a qué, maldije para mis adentros. Interrumpí mi crema de calabaza y me volví a mirarlo. Diablos. Se trataba de un ciego. No podía creerlo. Pero en efecto iba a sentarse. Nunca lo había visto en los alrededores. Caminando por ahí. Entrando a la Secretaría. O a una fonda. Qué sé yo.


Extendió la mano en un evidente gesto de buscar mi apoyo. De mala gana me puse de pie, lo conduje hasta la silla, y me volví a sentar.


—¿Puede llamar a la mesera?, ¿es mesera verdad, o mesero?


No contesté nada. Pero sí le hice la seña a la mesera de que se aproximara.


Se aproximó. Y le tomó la orden al ciego.


—¿Hay pan? —preguntó. Pero cometió la imprudencia de buscarlo él mismo. Su mano tropezó con la salsera. La viscosa masa roja se regó estrepitosamente embarrando todo alrededor. ¡Carajo!, exclamé yo.


Él se disculpó cien veces. Perdón, perdón, tiré la salsa, ¿verdad? Sí, repliqué. Con un tono de voz muy lejano de la amabilidad. Ya, ya, alcancé a decir.


—Aquí está su sopa de verduras—le dijo la mesera. Indicándole exactamente dónde la había dejado. Apenas se asombró cuando vio la salsa derramada. La limpió enseguida. De muy buen modo.


Él tomó la cuchara y la hundió en la sopa. Dio un gran sorbo. Está rica, sentenció. Mientras un hilillo de caldo resbalaba por sus comisuras.


—Mejor directamente del plato —se dijo a sí mismo.


Entonces, y con sumo cuidado, sacó la cuchara, tomó el plato como si fuera una jícara, y se lo llevó a la boca. Esta vez el sorbo fue estridente. Si con la cuchara se escurrió un hilillo de caldo, ahora su boca semejó un torrente. Me sorprendió su tolerancia a la sopa, que según yo estaba hirviendo.


Los presentes en torno se volteaban a vernos. Algunos se apiadaban. Otros no podían evitar la risa. De pronto, una señora —tan obesa que apenas cabía en su silla— se puso de pie en una mesa vecina. Traía una servilleta en la mano. Se fue acercando como si fuera la estrella de un desfile. Llegó hasta nosotros y le limpió la boca. Me miró con odio.


—Ya, mi niño, ya —le dijo. Quien le agradeció el gesto con palabras empalagosas.


—¿A poco cuesta mucho trabajo hacer esto?, ¿no se da cuenta que este hombre es discapacitado? Pero hay un dios —dijo con un tono de reclamación tan ensordecedor que todo mundo se volvió a mirarme. No podían evitar la ira. Si hubiéramos estado en una plaza de la Nueva España, me habrían quemado vivo.


La señora, moviendo cadenciosamente su gordura, regresó a su mesa. Me dio asco el pollo en chile morita que habitualmente era mi platillo favorito. Parecía que estaba comiendo un estropajo.


—Quiero pollo en chile morita —ordenó el ciego en cuanto la mesera le dio a escoger lo que seguía. Se relamió los labios. Y sonrió.


 •  0 comments  •  flag
Share on Twitter
Published on May 10, 2015 21:26

May 4, 2015

Música
Así hablaba Strauss
Apenas concluyó la música de A...

Música
Así hablaba Strauss

Apenas concluyó la música de Así hablaba Zaratustra, Richard Strauss sumergió el punto de su pluma de ganso en el tintero. La mano le temblaba. Pero ahora lo que tenía delante de sí no era papel pautado sino en blanco, con su nombre a modo de membrete.


La mano —y todo su ser— parecían sufrir un espasmo. Las palabras comenzaron a escurrir. Como gusanos negros.


“Madre amantísima: Me agradaría comprobar que mis esfuerzos por lograr un entendimiento entre mi mujer y mi familia fuesen exitosos. Te aseguro que mi esposa trata sinceramente de corregir sus defectos, defectos que son menores e inofensivos y de los cuales ella tiene plena conciencia. Compruebo con pena que mi padre y tú no procuran comprender las características de su personalidad, ni tratan de perdonarlas. Cuando compruebo que habladurías despreciables bastan para que ustedes hagan atroces acusaciones contra Pauline, tal como lo hicieron esta mañana, anulando así todos mis esfuerzos y los de Pauline para llegar a un entendimiento, entonces me pregunto si no será mejor interrumpir las relaciones entre Pauline y ustedes. Sé que Pauline es grosera, brusca y violenta. Pero en el fondo tiene una personalidad generosa, infantil e ingenua. Aun con la mejor de las voluntades, no podría cambiar rápida y drásticamente su comportamiento. Ese comportamiento no es del agrado de ustedes, pues bien, de ahora en adelante, ella desea evitarles disgustos; aunque en el fondo de su corazón siente afecto y admiración por ustedes. No tengo la menor intención de seguir explicando, sin éxito, cómo es el carácter de mi mujer, si ustedes no se toman el menor trabajo para tratar de conocerla…Tanto Pauline como yo deseamos verlos, queridos padres, felices y tranquilos. Me es muy penoso comprobar que esto no es posible en tanto que la mujer que, luego de meditarlo mucho, he convertido en mi esposa y a la que, a pesar de sus defectos, amo y admiro, les cause irritación y amarguras…”


Cuando escribió la palabra amarguras, un movimiento en falso provocó que el tintero se derramara sobre la carta. A unos milímetros de la partitura de Así hablaba Zaratustra. Trató de salvar el documento, pero fue inútil. No había nada que hacer. Lo embargó un sentimiento desesperado. A todas luces creyó que era un aviso de Jesucristo. “¡Pauline, Pauline!”, gritó. La tinta ya había estropeado por completo la carta. Aunque en su memoria se encontraba incólume. No la había concluido. Pero ahora ignoraba si tendría fuerzas para emprenderla una vez más. En ese momento, Pauline entró visiblemente alarmada. Richard Strauss no era proclive a perder la ecuanimidad. Ni siquiera cuando dirigía las obras de Beethoven o de Wagner, sus favoritos.


—¡Mi amor! ¡Ayúdame a limpiar esto! ¡Mira nada más mis torpezas! Eché a perder la carta que le estaba escribiendo a mi madre.


—¿A tu madre? ¿Para qué le estabas escribiendo a esa mujer?


—Pues para que te acepte. La carta iba dirigida a mi madre, pero igualmente le insistía en que tanto ella como mi padre estaban equivocados en sus juicios respecto de ti.


—¿Estás loco? Me odian. Como todos tus amigos. Como la esposa de Stefan Zweig, como Alma Mahler. La gente no me tolera. La única que me considera es Cósima Wagner. Quizás porque es la esposa de un gigante. ¿Y tú andas mendigando cariño para mí? Por amor de Dios. Qué bueno que echaste a perder esa carta. Ya me imagino todas las sandeces que les habrías dicho. Y para nada. Tus padres son gente que no comprende. Son necios y cerrados a las nuevas ideas. No me comprenden a mí ni comprenden tu música. No los mando al infierno nada más porque soy piadosa.


—Pauline, Pauline, reflexiona en lo que dices. Que si Dios me da licencia, reescribiré esta carta.


—Por encima de mi cadáver —dijo, y salió dando un portazo.



 •  0 comments  •  flag
Share on Twitter
Published on May 04, 2015 07:51

May 2, 2015

Poesía
Hielos
Hago sonar los hielos.
Aproximo el vaso a m...

Poesía
Hielos

Hago sonar los hielos.

Aproximo el vaso a mi boca.

Doy el trago, y dejo que el whisky

resbale por mi garganta.

Salvo esta ceremonia,

no pido nada al mundo.


Odio viajar.

Prefiero trasladarme de mi recámara al baño

que ir a París y empaparme de su cultura.

Amo el viaje cuando es hacia dentro.

Porque no necesito moverme de mi sitio.

El alcohol es el transporte

en el cual emprendo ese viaje.

A mis 63 años

tengo dos necesidades:

beber —cuyo costo lo pago con plácemes.

Y escuchar música —que es gratis.

La música cae del cielo

en forma de oleadas crepusculares.

Extiendo la mano y toco jirones de Brahms.


Cada semana me preparo para beber.

Me abstengo de otros gastos

con tal de sentir cómo el whisky

irriga mi sistema nervioso.

Me percato del efecto

cuando a mi memoria vienen los ojos

de un alma en pena,

a mi conciencia las carcajadas de mis amigos,

a mi corazón las melodías de Schubert.


 •  0 comments  •  flag
Share on Twitter
Published on May 02, 2015 08:07

April 23, 2015

Poesía
Sirviendo y pagando
Todo transcurre en la convocad...

Poesía
Sirviendo y pagando

Todo transcurre en la convocada quietud.

Bebo y miro pasar los cientos

de automóviles sobre la Calzada de Tlalpan.

Del centro al sur.

Estoy entre San Antonio Abad

y Chabacano.

En un sótano.

Un tugurio desde el que apenas

se alcanza a ver la banqueta.

La mesera me trata con un respeto

providencial.

Que ya lo quisiera la mesera

de un Sanborns.

Pido otro whisky.

Mi mesa da a la calle.

Trabajosamente alcanzo a ver

a los transeúntes.

De cada cinco mujeres que pasan

tres son putas.

Algunas se vuelven a mirarme.

Memorizo su rostro.

Por si regresan.

José José suena a mis espaldas.

60 pesos el whisky.

No está mal.


 •  0 comments  •  flag
Share on Twitter
Published on April 23, 2015 15:10

April 20, 2015

Texto de los lunes
Dos poemas
Las cosas son así
Hay quien...

Texto de los lunes
Dos poemas
Las cosas son así

Hay quien todavía cree

en los retratos

que se parecen

a la gente, y en los poemas

sobre la naturaleza.

Generalmente son puntuales

y discretos

no asisten a manifestaciones

de ninguna especie

ni firman desplegado alguno.

Si observas

con cuidado

localizarás

cuando menos uno

por familia.


Entre enemigos

Soy el peor enemigo de mí mismo.

Vivo en el corazón mismo de la decadencia.

Apenas abro los ojos sé que habré de vencerme

para sobrevivir una jornada más.

Acudo al baño y no me atrevo a mirarme a los ojos.

Carezco del valor.

¿Qué he hecho para desayunar una cucharada

de ignominia?

Me orino en los pantalones.

Una camisa me dura hasta una semana.

Mis padres están muertos.

Nadie más que ellos habrían dado la vida por mí.


 •  0 comments  •  flag
Share on Twitter
Published on April 20, 2015 06:43

April 13, 2015

Texto de los lunes
Cuarta de forros para el libro LOS 43
...

Texto de los lunes
Cuarta de forros para el libro LOS 43

de próxima aparición en la editorial Los bastardos de la uva


Bajo la dictadura del tequila blanco El Tesoro de San Felipe, se me ocurrió emprender una antología que llevara por nombre Los 43. Se trataría de convocar a 43 escritores —entre narradores y poetas— que pergeñaran un texto alusivo al trágico acontecimiento de Ayotzinapan.

Como parece quedar claro, el cometido del libro no fue otro que mostrar la ira, el coraje. Por supuesto, al margen del panfleto y del lucro. Sin duda, la desaparición de los 43 normalistas generó un clima de indignación como hacía mucho no se había incubado. Yo en lo personal no voy a marchas ni a mítines, no cargo pancartas ni reparto volantes. Soy enemigo acérrimo de las multitudes. Pero tampoco podía quedarme con los brazos cruzados. Y como lo único que sé hacer es escribir y lavar los trastes, me decidí por tomar la pluma y redactar. No sin llevarme a varios escritores entre las patas. El primero, el maestro Jorge Borja, que fue el primero en enterarse de este proyecto —pues estaba junto a mí cuando se me ocurrió—, y el primero en entusiasmarse y poner manos a la obra. Sin él, este libro jamás habría visto la luz.

Salvo contadas y honorables excepciones, todo mundo dijo yo le entro. Por lo que desde estas líneas les doy las gracias —en particular al maestro Francisco Toledo, que no dudó en facilitarnos la imagen para la portada. Y he aquí que se reunieron los 43 textos. Hay tantas formas de decir lo mismo —me dije yo. Lo único que se exigió fue la huidiza calidad literaria. Ojalá no nos hayamos equivocado.


EUSEBIO RUVALCABA


 •  0 comments  •  flag
Share on Twitter
Published on April 13, 2015 20:48

April 10, 2015

Texto de los jueves
Una temporada en el alcohol
1) Cuando...

Texto de los jueves
Una temporada en el alcohol

1) Cuando por vez primera cruzo el umbral del Zirahuén, una punzada se agandalla en mi columna vertebral. Nunca me pasa. Para mí un antro es un antro y tan tan. Quizás sea porque está en el subsuelo. Quizás porque despide el vaho típico del alcohol y el cigarro entreverados.


2) Fui con cantidad de amigos y amigas. Por ejemplo con Víctor Roura. Por ejemplo con Bertha. O con Esther. Cosa de verse. Víctor y yo nos instalábamos en la parte de atrás. Con Bertha. O con Esther. Entonces invitábamos a Bertha a que bailara en la mesa. Tenía las piernas más ricas del mundo. Se trepaba a la mesa. Se subía la falda. Nos enseñaba las medias. Se subía la falda otro poco. Abajito del calzón. Nos sacábamos la verga. Mientras ella bailaba a un ritmo trepidante, él y yo nos masturbábamos. Cada uno con su ñonga en la mano. Sin dejar de beber vodka. Víctor con jugo de naranja, yo con agua mineral.


3) La mesera del Zirahuén, que en paz descanse, se llamaba Rosita. Doña Rosita. La mujer más dulce sobre la tierra. En una ocasión, apenas entré al antrillo, la miré llorando, oculta en una mesa. ¿Qué le pasa, doña Rosita?, le pregunté. Su respuesta fue rotunda: Mañana sábado mi hijo se gradúa y no tuve para comprarle una camisa. ¿No le quedará ésta?, le pregunto. Y le muestro una camisa azul cielo que yo acababa de adquirir. Me dice que sí con los ojos anegados de lágrimas. Tómela, es suya, o, mejor dicho, de su hijo.


4) El baño era cosa aparte. El baño de hombres. El más diminuto que se recuerde en la historia de las cantinas mexicanas. Si te sacabas la verga para miar, no cabías. Tenías que acomodar nalgas, piernas, panza. Así que tú veías a los que estaban bebiendo contigo, y te cagabas de la risa. Todo mundo quería pararse a miar, pero nadie se atrevía.


5) Don Abel era el guitarrista. Se murió en el cumplimiento de su deber. Alguna vez se lo llevaron a dar serenata unos clientes. Agarraron carretera y se mataron en el camino. Tan briagos iban. Pero yo lo recuerdo con deferencia y respeto. Estaba yo bebiendo en un gabinete y se me acercó. ¿Sabe quién se sentaba exactamente aquí?, preguntó. Cuando vio mi cara demudada, simplemente dijo: “José Revueltas”.


6) Llego al Zirahuén y no me quieren servir. Pregunto la razón. Nadie sabe por qué. Me levanto encabronado, doy media vuelta y me dirijo hacia mi auto. ¡Felices tiempos en que no había alcoholímetros! Me alcanza un mesero. “Don Eusebio, perdón, pero don Aníbal dio orden de que no se le sirviera”. “¿Por qué?”, pregunto entre encabronado y herido. “Pues porque usted escribió una novela donde sale don Aníbal, doña Rosita, don Abel y toda la banda del Zirahuén.” “Se equivoca usted. Yo no escribí esa novela. La escribió Víctor Roura”, respondo. Naturalmente, la novela viene a mi cabeza. El brindis, era su título. Y por supuesto que yo la había escrito. Me regreso al Zirahuén abrazado del mesero.


7) Invito a una mujer al Zirahuén. Lleva un vestido amarillo que trasluce sus adorables piernas. Le pido su trago. Pido el mío. Nos atiende José Luis, el hijo de don Aníbal, ya fallecido en ese momento. José Luis no resiste las ganas de sentarse la mesa con nosotros. Nos cuenta tantas anécdotas como su imaginación lo permite. Le levanto un poquito el vestido a la mujer. Me llega el tufo de su sexo. Es cachonda.


8) Paso enfrente del Zirahuén. Ya no existe.


 •  0 comments  •  flag
Share on Twitter
Published on April 10, 2015 16:31

Eusebio Ruvalcaba's Blog

Eusebio Ruvalcaba
Eusebio Ruvalcaba isn't a Goodreads Author (yet), but they do have a blog, so here are some recent posts imported from their feed.
Follow Eusebio Ruvalcaba's blog with rss.