Nieves Hidalgo's Blog: Reseña. Rivales de día, amantes de noche, page 24
April 4, 2019
Un capítulo de La página rasgada
Si aún no has leído esta novela, te dejo aquí un trocito para ver si te animo a hacerlo:
LA PÁGINA RASGADA
Fue una de esas tardes, entre viaje y viaje al centro del patio, cuando Emilia resbaló y se torció un tobillo. El intenso dolor arrancó lágrimas a la muchacha, que fue incapaz de incorporarse. A su alrededor se congregaron varias vecinas que acabaron avisando a su madre. Fue Ginés quien, solícito, la tomó en brazos para llevarla dentro y dejarla sobre la cama. Al accidente no se le dio mayor importancia y las vecinas recomendaron a Isabel mil y un remedios para bajarle la inflamación y el dolor. —Compresas de agua fría —decía doña Evarista, que vivía al final de la escalera, una zaragozana gruesa como un tonel, de rostro surcado por venillas rojizas que delataban su pasión por la bebida. —¡No diga tonterías, por Dios! —protestaba doña Angustias, a quien se consideraba una autoridad en remedios caseros, vaya usted a saber por qué si apenas daba para leer un prospecto a trompicones—. Lo que hay que poner es un emplasto de vinagre. —En todo caso, vinagre frío, ¿no? Y si no hay vinagre, pues vino.
—Usted sería capaz de recetar vino incluso para resucitar a Nuestro Señor Jesucristo, doña Evarista.
—Pues mire usted: a lo mejor así lo hubiera hecho antes del tercer día.
—¡Qué barbaridad! —exclamaba la otra, persignándose.
Era el clásico choque de dos mujeres que servían de comodilla a la vecindad. Una, atea declarada; la otra, santurrona de misa diaria. Aunque en el fondo, dos seres próximos, bien dispuestos al auxilio comunal que no dudaban en prestarse patatas o cebollas.
Entonces, los vecindarios no eran colmenas donde la gente vive sin conocer siquiera al de la puerta de al lado y a lo más que se llega es a dar los buenos días por la escalera o en el ascensor, por eso de la buena educación. En ese tiempo los vecinos hablaban, se prestaban utensilios, se contaban sus cosas, se ofrecían para reparar los desperfectos en casa ajena, según su profesión. Se ayudaban. Las mujeres solían sentarse a coser en los patios o en la puerta de las casas donde vigilaban a los chiquillos y, de tanto en cuanto, veían pasar algún automóvil. Los hombres se encontraban en la taberna de la esquina para discutir de fútbol, de la Casa Real, de la República, que tenía que llegar porque España estaba de vergüenza; de la última faena de toros, o de la actriz de moda, un auténtico jamón, con permiso de la prójima.
—¿Y qué me decís de la leche? —metía baza entre asta y asta don Benito, que era cerrajero y según decían había conseguido abrir la caja de un banco cuando era joven, por lo que le cayeron seis años de penal—. El artículo del ABC lo deja muy clarito: nos quieren envenenar.
—¿Te refieres al artículo de Sánchez Pastor? —preguntaba el padre de Ginés, el enamorado de la abuela—. Me lo han leído en Casa Valiña, ya sabéis, la botillería de la calle Mayor. Yo creo que es una exageración.
—De exageración nada.
—Si tú lo dices...
—Ese tío no tiene pelos en la lengua, dice lo que piensa y lleva más razón que un santo. Lecheros, carniceros y tenderos de comestibles se están poniendo las botas vendiendo género averiado, como dice él, y aquí no se mueve ni la puta de bastos.
—¡Alto ahí! —clamaba entonces don Cosme—. Benito, por mí puedes poner en el ojo del huracán a los lecheros y a los carniceros, pero, ¡ojo!, que yo tengo una tienda. ¡Y no consiento que nadie dude de mí!
—No me refería a ti, Cosme.
—Por si acaso.
—Mi mujer compra en tu tienda desde siempre y sabemos que eres honrado. Tanto, que sé de buena tinta que ni siquiera mezclas las judías de un año con otro.
—¡Ni a las judías ni a la madre que me parió!
Entonces se hacía notar don Pedro, que estuvo en la guerra de Cuba, para apaciguar los ánimos cambiando de tercio.
—¿Os habéis enterado de que el fiscal que lleva el crimen de Gilbuena pide la pena de muerte?
—A ése le colgaba yo de los huevos —no dudaba Cosme, cargado de razón.
—¿Al fiscal?
—No, hombre, no. Al asesino.
Sigue leyendo rxe.me/83JC1NY

LA PÁGINA RASGADA
Fue una de esas tardes, entre viaje y viaje al centro del patio, cuando Emilia resbaló y se torció un tobillo. El intenso dolor arrancó lágrimas a la muchacha, que fue incapaz de incorporarse. A su alrededor se congregaron varias vecinas que acabaron avisando a su madre. Fue Ginés quien, solícito, la tomó en brazos para llevarla dentro y dejarla sobre la cama. Al accidente no se le dio mayor importancia y las vecinas recomendaron a Isabel mil y un remedios para bajarle la inflamación y el dolor. —Compresas de agua fría —decía doña Evarista, que vivía al final de la escalera, una zaragozana gruesa como un tonel, de rostro surcado por venillas rojizas que delataban su pasión por la bebida. —¡No diga tonterías, por Dios! —protestaba doña Angustias, a quien se consideraba una autoridad en remedios caseros, vaya usted a saber por qué si apenas daba para leer un prospecto a trompicones—. Lo que hay que poner es un emplasto de vinagre. —En todo caso, vinagre frío, ¿no? Y si no hay vinagre, pues vino.
—Usted sería capaz de recetar vino incluso para resucitar a Nuestro Señor Jesucristo, doña Evarista.
—Pues mire usted: a lo mejor así lo hubiera hecho antes del tercer día.
—¡Qué barbaridad! —exclamaba la otra, persignándose.
Era el clásico choque de dos mujeres que servían de comodilla a la vecindad. Una, atea declarada; la otra, santurrona de misa diaria. Aunque en el fondo, dos seres próximos, bien dispuestos al auxilio comunal que no dudaban en prestarse patatas o cebollas.
Entonces, los vecindarios no eran colmenas donde la gente vive sin conocer siquiera al de la puerta de al lado y a lo más que se llega es a dar los buenos días por la escalera o en el ascensor, por eso de la buena educación. En ese tiempo los vecinos hablaban, se prestaban utensilios, se contaban sus cosas, se ofrecían para reparar los desperfectos en casa ajena, según su profesión. Se ayudaban. Las mujeres solían sentarse a coser en los patios o en la puerta de las casas donde vigilaban a los chiquillos y, de tanto en cuanto, veían pasar algún automóvil. Los hombres se encontraban en la taberna de la esquina para discutir de fútbol, de la Casa Real, de la República, que tenía que llegar porque España estaba de vergüenza; de la última faena de toros, o de la actriz de moda, un auténtico jamón, con permiso de la prójima.
—¿Y qué me decís de la leche? —metía baza entre asta y asta don Benito, que era cerrajero y según decían había conseguido abrir la caja de un banco cuando era joven, por lo que le cayeron seis años de penal—. El artículo del ABC lo deja muy clarito: nos quieren envenenar.
—¿Te refieres al artículo de Sánchez Pastor? —preguntaba el padre de Ginés, el enamorado de la abuela—. Me lo han leído en Casa Valiña, ya sabéis, la botillería de la calle Mayor. Yo creo que es una exageración.
—De exageración nada.
—Si tú lo dices...
—Ese tío no tiene pelos en la lengua, dice lo que piensa y lleva más razón que un santo. Lecheros, carniceros y tenderos de comestibles se están poniendo las botas vendiendo género averiado, como dice él, y aquí no se mueve ni la puta de bastos.
—¡Alto ahí! —clamaba entonces don Cosme—. Benito, por mí puedes poner en el ojo del huracán a los lecheros y a los carniceros, pero, ¡ojo!, que yo tengo una tienda. ¡Y no consiento que nadie dude de mí!
—No me refería a ti, Cosme.
—Por si acaso.

—¡Ni a las judías ni a la madre que me parió!
Entonces se hacía notar don Pedro, que estuvo en la guerra de Cuba, para apaciguar los ánimos cambiando de tercio.
—¿Os habéis enterado de que el fiscal que lleva el crimen de Gilbuena pide la pena de muerte?
—A ése le colgaba yo de los huevos —no dudaba Cosme, cargado de razón.
—¿Al fiscal?
—No, hombre, no. Al asesino.
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Published on April 04, 2019 00:29
April 1, 2019
Ódiame de día, ámame de noche, en Romántica al horizonte

Un suspiro ha sido lo que me ha durado esta novela, las hojas volaban una tras otra. Si la primera parte de la serie me gustó, prácticamente he devorado «Ódiame de día, ámame de noche». Esta pareja me ha cautivado tanto que si el libro hubiera tenido más páginas, con gusto habría seguido leyendo. El relato fluye por sí solo, la autora ha sabido hilvanar adecuadamente la historia para que el deseo de saber más perdure a través de los capítulos. Con una narrativa bien elaborada te hace participe de las emociones de los protagonistas logrando que te mimetices con ellos y quieras seguir descubriendo el destino que les aguarda a estos dolientes amantes cuando el secreto se desvele. Realmente ha sido un placer vivir el amor entre esta terca dama escocesa y su arrogante caballero inglés.
Published on April 01, 2019 08:40
March 29, 2019
Artículo: El reloj

EL RELOJ
Nuestros caballeros solían llevar, en ocasiones, un reloj de bolsillo. El mismo que los rateros se empeñaban en afanar cuando la ocasión les era propicia. Pero ¿qué sabemos del reloj?
Parece ser que ─nos vamos de nuevo a la época de los egipcios, como casi siempre─, el primer instrumento para medir el tiempo fue el reloj de agua, llamado Clepsidra; un recipiente que se vaciaba regularmente, sacando el agua a través de un agujero en la parte inferior del mismo. 1500 años a.d.C, en tiempos de Tutmosis III, diseñaron un pequeño reloj solar que, según se sabe, fue bastante bien acogido por los sacerdotes porque, dado su tamaño, podían llevarlo consigo. Este tipo de reloj era, por tanto, bastante más cómodo que el nacido en Asia, de gran tamaño. Su funcionamiento: la sombra que arroja un gnomon o estilo sobre la superficie donde se encuentra la escala, indica la posición del sol.
Más tarde, se utilizó una vela en la que se marcaba el paso del tiempo, calculando el transcurrido dependiendo del consumo de la cera. Era comunes en los conventos, para poder medir el tiempo de los rezos.
Después, se inventó el reloj de arena: dos receptáculos que se estrechan en el medio y que permiten pasar la arena, poco a poco, de la parte superior a la inferior. Cuando el de arriba se vacía, se le da la vuelta. Se cree que su uso se introdujo en Europa alrededor del siglo VIII, aunque no fue hasta el XIV cuando solía verse en los buques. El invento del reloj mecánico, alrededor de 1500, lo dejó en desuso, aunque no desapareció por completo. Y según he sabido, en el viaje de Magallanes alrededor del mundo, cada nave llevaba dieciocho relojes de arena, ya que era el mejor método que tenían para medir el tiempo en altamar. Cito textualmente algo que encontré: Algunos de los relojes de arena más famosos son el reloj de arena de doce horas de Carlomagno de Francia y los relojes de arena de Enrique VIII de Inglaterra, realizados por el artista Holbein en el siglo XVI.
María Carolina de Austria pidió que le montaran un reloj mecánico en un brazalete de oro y piedras preciosas. ¿Podemos considerarlo como el nacimiento del reloj de pulsera? Podemos, claro, pero en realidad el primero se fabricó en 1901 por Dumont y Cartier.
En cuanto al reloj de bolsillo de faltriquera, ese que va sujeto por una leontina, se inventó en Francia en el siglo XV, y a mediados del XVI se hacían en preciosas cajas talladas y hasta pintadas con esmaltes. Eran muy costosos, por lo que solo la clase alta podía permitírselos.
Espero que con este artículo no os haya hecho perder el tiempo :D.
Published on March 29, 2019 02:18
March 27, 2019
Un trocito de Amaneceres cautivos
Comparto con vosotros un trocito de AMANECERES CAUTIVOS
Cuando aspiró el olor acre de la calle trasera y la lluvia le salpicó con fuerza, el recuerdo de Marina y Elena en aquella casa volvió a su cabeza y su humor se agrió. Habría sido capaz de matar a alguien en ese momento. Se encasquetó el sombrero, se cubrió con la capa cuanto pudo y echó a andar. Las voces de los borrachos que habían decidido aquella noche llevar a cabo una caza de brujas se escucharon próximas; en cualquier momento podían aparecer doblando una de las dos esquinas.
Aquellas batidas se venían repitiendo desde hacía meses. Por supuesto, no eran ordenadas por los alguaciles, pero los grupos de borrachos le habían tomado gusto a entrar en las casas aduciendo la búsqueda de quienes apoyaban a los realistas. Su único fin era divertirse, robar algún objeto y crear el pánico. Las autoridades no daban mayor importancia a aquellas escaramuzas y los comuneros pensaban que si pescaban a algún seguidor del cardenal tanto mejor, de modo que no habían sido perseguidas. Les venía bien hacer la vista gorda. Por otro lado, las batidas se hacían siempre en las casas de los cristianos nuevos quienes, por miedo a mayores represalias, guardaban silencio y no denunciaban los abusos. Más de un hombre había sido tajado por enfrentarse a ellos o ser encontrado donde ─según los asaltantes─ no debería estar.
Ni pensar en lo que podía pasar a dos mujeres vestidas de hombre.
Caminó hacia la izquierda y cruzó bajo una antorcha protegida bajo los soportales. Una figura embozada en una capa oscura y cubierta con sombrero de ala ancha se le interpuso, saliendo de detrás de una columna. Carlos frenó en seco, echó su capa hacia atrás y el acero hizo un ruido sordo al salir de la funda.
─¿Estáis bien?
El aire se le atascó en los pulmones al escuchar aquella voz. Regresó el arma a su funda, dio dos zancadas y agarró a Marina por los hombros arrastrándola hacia el soportal del que había salido y donde, sin lugar a dudas, había estado oculta durante todo aquel tiempo. Sus dedos se convirtieron en garfios y la zarandeó de tal modo que el sombrero se le cayó descubriendo los ojos más gloriosos que él hubiese visto jamás.
─¡Juro por Dios que os voy a poner sobre mis rodillas y propinaros tantos azotes que no seréis capaz de sentaros en un mes!
Marina le dio un par de cachetes en los brazos para soltarse y se inclinó a recoger el sombrero, con lo que la capa se ladeó. La vista de su trasero enfundado en los calzones hizo gemir al conde. Mientras volvía a colocarse el sombrero, ocultando su cabello, le miró irritada.
─¿Qué demonios os pasa?
─¿Que qué me pasa? –graznó el conde─ Tengo empapados hasta los calzoncillos, señora mía –Marina dio gracias a que la penumbra no dejase ver su sonrojo─, estoy cansado, acabo de jugarme el bigote y, por si fuera poco, os encuentro en plena noche, sola, sin protección y vestida de hombre. ¿Qué sois, Marina?¿Una temeraria o una idiota?
Ella le miró a los ojos. Brillaban como los de un gato bajo la mortecina luz de la antorcha, verdes y seductores. No dio importancia al enfado del conde ni a la clara advertencia de aquellas pupilas que parecían prometer, de veras, una tunda. Era una mujer libre y podía ir donde le viniera en gana.
─Olvidaré vuestro insulto, señor.
─Yo os juro que no olvidaré la azotaina –gruñó él─. Ni la que le voy a dar a Bernardo por dejaros aquí sola.
─¡Sois insufrible! No he corrido ningún riesgo, estaba bien oculta y la patrulla no ha pasado por esta calle. En cuanto a Bernardo, no ha tenido otra opción.
─No –gimió él─. Supongo que no.
─Desconocéis la casa donde estamos, imagino que necesitaréis un sitio donde secaros y dormir, las puertas de la ciudad ya han sido cerradas y, además, hay que recuperar vuestro caballo y el de vuestro criado. Francamente, vos me importáis un comino, pero una buena montura no se debe dejar abandonada ¿Os parecen suficientes razones para haberos esperado?
Carlos hubiese querido rodear el cuello de ella y apretar. ¿Razones? Jamás había escuchado argumentos tan absurdos para explicar su permanencia en aquel lugar. Sin embargo, al mirar los ojos de ella, su indumentaria –tan empapada como la de él mismo─, las gotitas de lluvia que se alojaban sobre sus largas pestañas, sobre su respingona nariz, sobre su labio inferior, le provocaron un nuevo tirón en los riñones.
Dulzura y resolución, inocencia y temperamento, candor y fogosidad. Marina era una mezcla explosiva de todo eso.
─Imaginar que estabais preocupada por mi seguridad, resultará sin duda una necedad, ¿verdad? Realmente, señora, que vuestra inquietud recaiga sobre un jamelgo no es para levantar mi autoestima.
─Creo que ya tenéis demasiada –gruño ella, provocando la sonrisa del conde.
Sigue leyendo rxe.me/E1DWYLU

Cuando aspiró el olor acre de la calle trasera y la lluvia le salpicó con fuerza, el recuerdo de Marina y Elena en aquella casa volvió a su cabeza y su humor se agrió. Habría sido capaz de matar a alguien en ese momento. Se encasquetó el sombrero, se cubrió con la capa cuanto pudo y echó a andar. Las voces de los borrachos que habían decidido aquella noche llevar a cabo una caza de brujas se escucharon próximas; en cualquier momento podían aparecer doblando una de las dos esquinas.
Aquellas batidas se venían repitiendo desde hacía meses. Por supuesto, no eran ordenadas por los alguaciles, pero los grupos de borrachos le habían tomado gusto a entrar en las casas aduciendo la búsqueda de quienes apoyaban a los realistas. Su único fin era divertirse, robar algún objeto y crear el pánico. Las autoridades no daban mayor importancia a aquellas escaramuzas y los comuneros pensaban que si pescaban a algún seguidor del cardenal tanto mejor, de modo que no habían sido perseguidas. Les venía bien hacer la vista gorda. Por otro lado, las batidas se hacían siempre en las casas de los cristianos nuevos quienes, por miedo a mayores represalias, guardaban silencio y no denunciaban los abusos. Más de un hombre había sido tajado por enfrentarse a ellos o ser encontrado donde ─según los asaltantes─ no debería estar.
Ni pensar en lo que podía pasar a dos mujeres vestidas de hombre.
Caminó hacia la izquierda y cruzó bajo una antorcha protegida bajo los soportales. Una figura embozada en una capa oscura y cubierta con sombrero de ala ancha se le interpuso, saliendo de detrás de una columna. Carlos frenó en seco, echó su capa hacia atrás y el acero hizo un ruido sordo al salir de la funda.
─¿Estáis bien?
El aire se le atascó en los pulmones al escuchar aquella voz. Regresó el arma a su funda, dio dos zancadas y agarró a Marina por los hombros arrastrándola hacia el soportal del que había salido y donde, sin lugar a dudas, había estado oculta durante todo aquel tiempo. Sus dedos se convirtieron en garfios y la zarandeó de tal modo que el sombrero se le cayó descubriendo los ojos más gloriosos que él hubiese visto jamás.
─¡Juro por Dios que os voy a poner sobre mis rodillas y propinaros tantos azotes que no seréis capaz de sentaros en un mes!
Marina le dio un par de cachetes en los brazos para soltarse y se inclinó a recoger el sombrero, con lo que la capa se ladeó. La vista de su trasero enfundado en los calzones hizo gemir al conde. Mientras volvía a colocarse el sombrero, ocultando su cabello, le miró irritada.
─¿Qué demonios os pasa?
─¿Que qué me pasa? –graznó el conde─ Tengo empapados hasta los calzoncillos, señora mía –Marina dio gracias a que la penumbra no dejase ver su sonrojo─, estoy cansado, acabo de jugarme el bigote y, por si fuera poco, os encuentro en plena noche, sola, sin protección y vestida de hombre. ¿Qué sois, Marina?¿Una temeraria o una idiota?
Ella le miró a los ojos. Brillaban como los de un gato bajo la mortecina luz de la antorcha, verdes y seductores. No dio importancia al enfado del conde ni a la clara advertencia de aquellas pupilas que parecían prometer, de veras, una tunda. Era una mujer libre y podía ir donde le viniera en gana.
─Olvidaré vuestro insulto, señor.
─Yo os juro que no olvidaré la azotaina –gruñó él─. Ni la que le voy a dar a Bernardo por dejaros aquí sola.
─¡Sois insufrible! No he corrido ningún riesgo, estaba bien oculta y la patrulla no ha pasado por esta calle. En cuanto a Bernardo, no ha tenido otra opción.
─No –gimió él─. Supongo que no.

Carlos hubiese querido rodear el cuello de ella y apretar. ¿Razones? Jamás había escuchado argumentos tan absurdos para explicar su permanencia en aquel lugar. Sin embargo, al mirar los ojos de ella, su indumentaria –tan empapada como la de él mismo─, las gotitas de lluvia que se alojaban sobre sus largas pestañas, sobre su respingona nariz, sobre su labio inferior, le provocaron un nuevo tirón en los riñones.
Dulzura y resolución, inocencia y temperamento, candor y fogosidad. Marina era una mezcla explosiva de todo eso.
─Imaginar que estabais preocupada por mi seguridad, resultará sin duda una necedad, ¿verdad? Realmente, señora, que vuestra inquietud recaiga sobre un jamelgo no es para levantar mi autoestima.
─Creo que ya tenéis demasiada –gruño ella, provocando la sonrisa del conde.
Sigue leyendo rxe.me/E1DWYLU
Published on March 27, 2019 02:23
March 25, 2019
Rivales de día, amantes de noche en Románticas al horizonte

Aquí tenéis un trozo de la reseña, pero si os animáis a leerla entera, podéis pinchar aquí.
En un final de infarto, los malhechores dejarán caer sus máscaras para dejar al descubierto la ingratitud de la alta sociedad hacia quienes han caído en desgracia y el destino criminal al que se ven avocados. Como veis, son varios los puntos a favor para pasar una tarde entretenida con esta novela, que como conclusión nos regala una hermosa boda llena de emoción.
Published on March 25, 2019 09:34
March 22, 2019
Artículo: El láudano y el opio

El láudano y el opio
¿Quién no se ha encontrado en una novela de Regencia con el laúdano? ¿Sabemos exactamente qué es, de dónde sale y quién lo inventó?
Pues al parecer lo hizo un alquimista, médico y astrólogo suizo nacido en 1493. Un hombre que creó algunos medicamentos para luchar contra las enfermedades y del que se decía que había conseguido convertir el plomo en oro.
El láudano era una preparación compuesta por clavo, canela, vino blanco, azafrán... y opio. No es por tanto extraño que las personas a las que se les administraba cayeran en un estado que rayaba la inconsciencia. Tampoco lo es que, casualmente por ello, nuestros aguerridos protagonistas se nieguen casi siempre a utilizarlo cuando intentan administrárselo (qué valientes muchachos).
El láudano no sólo se usaba para paliar las molestias de cabeza de muchas damiselas o el dolor de las heridas, sino para la ansiedad, la tos y hasta se les daba a los niños cuando les salían los dientes. Según he leído, el láudano y el opio tienen propiedades que no han podido ser superadas por las medicinas modernas, y en las boticas españolas se vendía aún en 1925.
Sepamos ahora algo más sobre el opio, ya que es el componente principal del láudano:
Se obtiene del jugo que sale al cortar la adormidera, una planta de flores violetas o blancas que florece entre abril y junio, y se le da distintos nombres, desde o-fu-jung o veneno negro (en chino) hasta God's Own Medicine o la propia medicina de Dios (en inglés).
Referencias a esta droga podemos encontrarlas desde la época de los sumerios, en los bajorrelieves del palacio de Ashurnasirpal II, que tuve la suerte de poder ver en el Museo Metropolitano de Nueva York, e incluso en las estelas egipcias.
Los griegos atribuían a la adormidera propiedades de fecundidad.
En los templos de Esculapio -dios de la Medicina para los romanos-, los hospitales de entonces lo primero que hacían cuando ingresaba un paciente era suministrarle opio, sumiéndole así en un sueño sanador. Muchos emperadores romanos, como Marco Aurelio, hacían uso de la droga y los médicos la utilizaban para que los enfermos terminales pudieran morir sin dolor. Tan extendido estaba el aprecio por la adormidera, que hasta se acuñaron monedas.
Un dato curioso que cito casi textualmente: En el 301 se fijó el precio de una vasija de unos 17 litros en 150 denarios y representó un beneficio de un 15% de la recaudación fiscal. Ya en ese tiempo Hacienda eran todos.
No quiero extenderme mucho para no aburriros, pero es interesante saber que según escribió Hans Sachs en el XVI, los cadáveres de los sarracenos seguían teniendo el falo duro y erecto, nada extraño puesto que los turcos consumían opio y esta droga producía excitación sexual incluso estando muerto. ¡¡¡Toma ya!!!
También debemos saber que el envío de esta droga desde Francia, Inglaterra y EEUU a China, llevó a lo que se llamó Las Guerras del opio. Aunque el Emperador Daoguang prohibió su consumo debido a la increíble cantidad de adictos –en 1839 ya estaba al alcance de cualquier labriego-, para los británicos era un modo inmejorable de conseguir ganancias. Así que, para acabar con el conflicto, al emperador chino no le quedó otro remedio que firmar acuerdos y abrir sus puertos al comercio con Occidente, cerrados hasta entonces.
Y como no podía ser de otro modo, el consumo del opio se extendió también por EEUU, Inglaterra, Canadá y Francia, tomándose primero en pequeños círculos y surgiendo después establecimientos dirigidos por chinos donde la sustancia se mezclaba con el tabaco. Occidente se vio forzado entonces a llevar a cabo campañas contra la droga para concienciar a la población. Pero, clandestino o no, el opio se continuó consumiendo y la clase pudiente pasó a hacerlo en sus propios hogares.
El último fumadero de opio en Nueva York fue cerrado en 1957.
Published on March 22, 2019 12:00
March 20, 2019
Un trocito de Noches de Karnak
Os comparto un trocito de NOCHES DE KARNAK
Y ahora se encontraba allí. En el Valle. Sola. Obsesionada con la tumba, entre sus claros y sombras, iluminada por el único halógeno que había encendido. Esperando. ¿Esperando qué? Echó un vistazo a su reloj de pulsera. Y volvió a preguntarse qué demonios estaba haciendo. El siseo, como el bufido de un felino, la puso en guardia en el acto. Ya alerta, advirtió la neblina que escapaba del muro del fondo, donde aparecían las inscripciones del Libro de los Muertos. Se acercó. Se frotó los ojos con fuerza, pensando que estaba soñando de nuevo, pero la neblina era cada vez más densa y comenzaba a inundar la sala. Con el corazón bombeándole como un tambor, acercó la mano al muro, detectando al tacto unas fisuras en la pared que antes les habían pasado inadvertidas. Las siguió con las yemas de los dedos, mientras se cubría la nariz, hasta darse cuenta de que aquello semejaba una puerta. Retrocedió. Sólo dos pasos. Ni uno más. La embargó una pérdida de control que la impulsaba a acercarse más a la pared. Una fuerza que provenía del Ojo Azul. La cadena de la que pendía se elevó por sí sola, tirando de ella hacia el muro. Esther dejó escapar el aire de los pulmones. Un hilillo de humo azul empezó a salir del anillo para mezclarse con la neblina del ambiente y sus piernas flaquearon. A punto de perder el conocimiento, con la absoluta seguridad de que su mente disparataba, cayó de rodillas y retrocedió cuanto pudo, arrastrándose sobre el polvoriento suelo, víctima de una angustia irrefrenable y una opresión agobiante que le impedía respirar.
«¡Es gas!», pensó en buena lógica. «Gas letal que me está asfixiando y me hace ver espejismos. Vas a morir dentro de una tumba egipcia», clamaba su propio terror.
De un tirón, se arrancó el Ojo Azul, lanzándolo lejos. Pero la terrorífica ilusión de encontrarse otra vez miles de años atrás empezaba a cobrar forma. Aquel anillo tenía el poder de hacerle ver el pasado. La joya rodó y fue a chocar contra el muro donde la neblina, cada vez más espesa, le impedía ver que se estaba desplazando. Esther rezó para que la pavorosa ilusión desapareciera, como pasó la vez anterior al soltar la joya. Pero ahora no funcionaba. Reptó hasta la entrada de la cámara, a cuatro patas, sus ojos irritados por el humo y el pecho a punto de estallar. Tosió, presintiendo que vomitaría los pulmones en trocitos minúsculos. ¡Tenía que salir de allí! Unos metros más y estaría fuera. Sólo unos metros más...
Necesitaba aire puro. Al alcanzar el hueco de la salida, la horrible sensación de ahogo fue desapareciendo. Con medio cuerpo fuera de la sala mortuoria, comenzó a aspirar grandes bocanadas del aire viciado de la galería exterior, hasta que su mente volvió a pensar con claridad y se encontró con fuerzas para recostarse. Afortunadamente así se encontraba, sentada en el suelo, a escasos metros de la escalera metálica que descendía de la montaña, cuando se volvió para mirar al interior. De haber estado de pie, hubiera caído como un fardo y se habría roto la crisma.
El hombre estaba parado junto al sarcófago de Seneptha. Inmóvil. Y era alto. Un collar y una gruesa cadena colgaban de su cuello. Tenía el cabello negro, brillante, largo hasta los hombros. Unos hombros anchísimos. Los brazos, en uno de los cuales relucía un brazalete, descansaban cruzados sobre su amplio y poderoso pecho, como tentáculos vigorosos. Vientre plano, caderas estrechas, piernas largas. Era el cuerpo de un atleta, de alguien que había hecho de la lucha o el ejercicio una constante en su vida.
Magnífico.
Increíble y principesco.
Todo en él parecía haber sido esculpido en bronce, oscuro y pulido.
Sigue leyendo rxe.me/6GRAVFA

Y ahora se encontraba allí. En el Valle. Sola. Obsesionada con la tumba, entre sus claros y sombras, iluminada por el único halógeno que había encendido. Esperando. ¿Esperando qué? Echó un vistazo a su reloj de pulsera. Y volvió a preguntarse qué demonios estaba haciendo. El siseo, como el bufido de un felino, la puso en guardia en el acto. Ya alerta, advirtió la neblina que escapaba del muro del fondo, donde aparecían las inscripciones del Libro de los Muertos. Se acercó. Se frotó los ojos con fuerza, pensando que estaba soñando de nuevo, pero la neblina era cada vez más densa y comenzaba a inundar la sala. Con el corazón bombeándole como un tambor, acercó la mano al muro, detectando al tacto unas fisuras en la pared que antes les habían pasado inadvertidas. Las siguió con las yemas de los dedos, mientras se cubría la nariz, hasta darse cuenta de que aquello semejaba una puerta. Retrocedió. Sólo dos pasos. Ni uno más. La embargó una pérdida de control que la impulsaba a acercarse más a la pared. Una fuerza que provenía del Ojo Azul. La cadena de la que pendía se elevó por sí sola, tirando de ella hacia el muro. Esther dejó escapar el aire de los pulmones. Un hilillo de humo azul empezó a salir del anillo para mezclarse con la neblina del ambiente y sus piernas flaquearon. A punto de perder el conocimiento, con la absoluta seguridad de que su mente disparataba, cayó de rodillas y retrocedió cuanto pudo, arrastrándose sobre el polvoriento suelo, víctima de una angustia irrefrenable y una opresión agobiante que le impedía respirar.
«¡Es gas!», pensó en buena lógica. «Gas letal que me está asfixiando y me hace ver espejismos. Vas a morir dentro de una tumba egipcia», clamaba su propio terror.
De un tirón, se arrancó el Ojo Azul, lanzándolo lejos. Pero la terrorífica ilusión de encontrarse otra vez miles de años atrás empezaba a cobrar forma. Aquel anillo tenía el poder de hacerle ver el pasado. La joya rodó y fue a chocar contra el muro donde la neblina, cada vez más espesa, le impedía ver que se estaba desplazando. Esther rezó para que la pavorosa ilusión desapareciera, como pasó la vez anterior al soltar la joya. Pero ahora no funcionaba. Reptó hasta la entrada de la cámara, a cuatro patas, sus ojos irritados por el humo y el pecho a punto de estallar. Tosió, presintiendo que vomitaría los pulmones en trocitos minúsculos. ¡Tenía que salir de allí! Unos metros más y estaría fuera. Sólo unos metros más...

El hombre estaba parado junto al sarcófago de Seneptha. Inmóvil. Y era alto. Un collar y una gruesa cadena colgaban de su cuello. Tenía el cabello negro, brillante, largo hasta los hombros. Unos hombros anchísimos. Los brazos, en uno de los cuales relucía un brazalete, descansaban cruzados sobre su amplio y poderoso pecho, como tentáculos vigorosos. Vientre plano, caderas estrechas, piernas largas. Era el cuerpo de un atleta, de alguien que había hecho de la lucha o el ejercicio una constante en su vida.
Magnífico.
Increíble y principesco.
Todo en él parecía haber sido esculpido en bronce, oscuro y pulido.
Sigue leyendo rxe.me/6GRAVFA
Published on March 20, 2019 02:08
March 18, 2019
Ódiame de día, ámame de noche, en Goodreads

Te pongo un trocito de la reseña, pero si quieres leerla completa, pincha aquí:
Las novelas de Nieves Hidalgo son siempre una apuesta segura. Sabes que vas a agarrar el libro, que te vas a adentrar en una historia que va a atraparte y que no vas a querer soltarlo hasta terminarla. Así ha sido con "Ódiame de día, ámame de noche", segunda entrega de la trilogía "Un romance en Londres".
Published on March 18, 2019 02:47
March 14, 2019
Artículo: Los bailes

Estos eventos podían ser de máscaras o de sociedad. Los bailes de máscaras eran la excusa perfecta para que los participantes diera rienda suelta a su imaginación y vistiesen, en esas ocasiones, trajes de otras épocas, divertidos complementos y máscaras, acompañados de compases musicales alegres.
Durante las veladas también era corriente que se cantara o se tocara algún instrumento musical como muestra de las dotes del "músico" y para deleite del auditorio.
Los bailes de palacio eran los encargados de abrir la temporada de bailes.
Este tipo de veladas brindaban una gran oportunidad para que las mujeres jóvenes encontraran marido y los hombres esposas adecuadas.
Preparar un baile en una casa aristocrática era todo un acontecimiento y tal era su importancia, que podía influir en la posición social y política de la familia que lo organizaba. En función de quienes fueran los anfitriones del baile, se prestaba mayor o menor interés. Por descontado, si algo salía mal en el trascurso de la velada, cualquier pequeño incidente o escándalo de mayor o menor relevancia, podía convertir el evento en un desastre social.
Había que enviar las invitaciones con antelación y estas, si querían incluir a toda una familia, tenían que enviarse en tarjetas individuales: Una para los señores de la casa (los padres), otra para los hijos, otra para las hijas, y en el supuesto de que esa familia tuviera algún invitado, otra para él. En la invitación se hacía constar el lugar y la hora del baile y una nota rogando la confirmación de asistencia. Podían enviarse todas las invitaciones en el mismo sobre. La aceptación o la excusa para no asistir debía ser respondida con un máximo de tres días y enviada por mensajero, de manera que la anfitriona tuviera tiempo de organizarlo todo.
La habitación donde se fuera a organizar el baile debía contar con unos imprescindibles requisitos: suelo liso, buena ventilación, una decoración adecuada y abundancia de adornos florales. Poner arbustos y árboles de hoja perenne ocultando el lugar donde estarían los músicos, crearía un efecto encantador.
Debería contar además con una zona de vestuario donde los invitados pudieran dejar sus prendas de abrigo y disponer de tarjetas identificativas para que a cada entrega se le pusiera su nombre.
En uno de los salones colaterales solía colocarse un buffet con comida y refrescos que se abría a mitad del baile y se reponía durante el resto de la velada.
En otro de los salones contiguos podían habilitarse mesas para juegos.
El tocador de señoras debía estar provisto de jabón, agua, toallas, cepillos, peines, agujas, alfileres e hilo, colonia, polvo facial... En el aseo de los caballeros no debía faltar agua, peines, jabón, toallas, betún y cepillo, sacabotas...
Si se trataba de un baile sin cena no era imprescindible que todo el mundo llegara a la misma hora y se permitía llegar un poco más tarde. Estos, solían comenzar alrededor de las nueve de la noche y se prolongaban hasta la madrugada.
Los anfitriones recibían a los invitados en la entrada y entre ellos y otros miembros de la familia se ocupaban de presentar a los invitados para que nadie se encontrara solo y desplazado. Se esperaba que todos aquellos que aceptasen la invitación al baile tuvieran disposición a bailar, de lo contrario, mejor que declinaran asistir, puesto que deambular por la sala sin hacerlo sería una forma de avergonzar a la anfitriona.
Un caballero que aceptara acompañar a una dama a un baile, podía enviarle un ramo de flores esa tarde y habría de tener su coche dispuesto para recogerla a la hora señalada. El protocolo requería que el primer baile lo hiciera con ella, después ella ya podría bailar con quien le apeteciera. Si hubiera cena, este caballero debería ser quien la acompañase a la mesa y estaría disponible para llevarla a su casa cuando ella se quisiera retirar.
Para invitar a una dama a bailar podían utilizarse diversas formas para evitar ser repetitivo: "Me concede su mano en la cuadrilla", "Me honraría si bailara esta pieza conmigo", "Me daría el placer de bailar...".
Un caballero que asistía solo a un baile debería solicitar la primera pieza a la anfitriona, aunque ella, seguramente ocupada o ya comprometida, le presentaría a otra mujer a quien éste debería aceptar. Además debería bailar con frecuencia, si no, es muy probable que no recibiera muchas invitaciones más: se le invitaba para bailar, no para esperar la cena.
Si algunas damas iban sin acompañante al baile, sería función de la anfitriona proporcionarles una pareja al inicio. Cada bailarín debería estar provisto de un carné de baile con el programa impreso y espacio para anotar con quien se iba a bailar cada pieza. Suponía un gran fallo en la etiqueta quedar con alguien para bailar y luego no recordar la promesa. Las parejas que llegaran juntas al baile podrían bailar hasta dos piezas, pero no más si no querían despertar la excitación del público: bailar juntos continuamente levantaría muchas críticas y sería, además, de mala educación.
El baile comenzaba con una marcha (polonesa), a continuación una cuadrilla, un vals, una polca, un galope, etc., e iban alternando piezas hasta terminar con una marcha antes de la cena. El caballero que estaba bailando en ese momento con la dama, a menos que esta hubiera venido con otro señor, la acompañaba a la mesa.
En el baile, la dama y el caballero debían evitar largas conversaciones pues muy probablemente esto interferiría en la buena marcha de la danza. Un mínimo de palabras amables o una ligera conversación sería aceptable en el caso de que se conocieran, si no, habrían de hacerlo en silencio.
Después de bailar, el caballero llevaba a la dama a su asiento y debería darle las gracias por el placer que había tenido al bailar con ella. No debía entretenerse demasiado tiempo en una conversación íntima con ella. Jamás debía llevar a la dama de la mano, tenía que ofrecerle el brazo.
Unas normas básicas:
- Ni las damas casadas ni las solteras deben abandonar el salón de baile sin vigilancia.
- Un caballero jamás insistirá en bailar con una dama si ella ha expresado su deseo de no hacerlo.
- Exceptuando el primer baile, la etiqueta indica que los casados no deben bailar juntos.
- Un caballero no se sentará al lado de una dama, la conozca o no, cuando haya un asiento vacío sin pedir permiso primero.
- Una dama jamás bailará con un caballero inmediatamente después de haberle negado un baile a otro.
- Ningún caballero cuando baile el vals debe tocar la cintura de una mujer con la mano descubierta. De no llevar guantes, usará un pañuelo. Además, jamás rodeará la cintura de la mujer hasta que comience la música e inmediatamente debe retirarla cuando termine.
- Una dama jamás puede negarse a conocer a un caballero en un baile privado. En uno público será libre para rechazar cualquier presentación.
- Ninguna dama debe pasar la noche sin el privilegio de bailar. Los caballeros deben estar lo suficientemente atentos para que todas bailen al menos una vez.
- Un caballero no debería invitar a bailar a ninguna mujer una pieza de baile con la que no esté familiarizado, porque es molesto y vergonzoso para la dama tener una pareja torpe.
- Finalizado el baile, la dama no está obligada a invitar a su acompañante a su casa una vez que la devuelve a su domicilio, y si lo hace, él debe rechazar la invitación. Sí puede, sin embargo, tener la cortesía de pedir su permiso para quedar con ella al día siguiente.
- Del baile se debe ir uno sin decir adiós a los anfitriones, pues puede provocar que otros invitados decidan marcharse también y originar que la velada acabe antes de lo que tenía previsto la anfitriona.
- Los miembros de la familia que es la anfitriona del baile, no deben bailar con frecuencia, pues deben entretener a sus invitados y dejar su sitio a otras personas para la danza.
- En los salones de baile no se pueden tener charlas privadas y confidenciales, así como tampoco se debe ser bullicioso.
El carnet de baile:
Un carnet de baile era un folleto con una cubierta decorada en el que se enumeraban los diferentes bailes que fuera a haber durante la velada, además de los títulos y los compositores, y donde se apuntaba el nombre del caballero con quien la dama los bailaría. Solía tener una presentación en la que indicaba la organización patrocinadora del evento. Generalmente constaba de un lapicero y una cuerda decorativa por medio de la cual se podría unir a la muñeca de la dama o al vestido de fiesta.
Los bailes:
Durante la época de la Regencia, la mayoría de los bailes tenían pasos muy complicados y difíciles de aprender. La mayoría de ellos eran danzas del país. Los bailarines se enfrentaban entre sí en una larga fila y los movimientos que realizaban seguían unos patrones muy elaborados.
Se bailaban dos bailes con una misma pareja así que esto se prolongaba bastante, con lo cual, bailar con alguien que no te gustara no resultaba nada agradable.
Estas danzas inglesas data de alrededor del siglo XVI y eran populares entonces entre las clases medias. En la corte se bailaban para completar la noche.
Polonesa: es una forma musical consistente en un movimiento de marcha moderada. En su origen era una marcha solemne que daba principio y fin a una fiesta realizada en casa de una familia de la nobleza. Las parejas, tomadas de las manos y guiadas por el dueño de la casa, atravesaban las salas, las galerías y los jardines, haciendo los más extravagantes movimientos. En ocasiones el dueño guiaba la marcha y esta recorría desde los jardines hasta los baños.
Baile campestre: Se hacía entre varias parejas. Empezaban unas primeras parejas y después se iban uniendo las parejas restantes.
Reel: Se trata de un baile para tres o cuatro personas que se iban alternando y mostraban un elaborado baile con los pies.
El cotillón y la cuadrilla, ambos de origen francés, son dos bailes de conjunto muy populares y elegantes en su escenificación.
Cotillón: Originalmente era una danza popular francesa que se introdujo en Inglaterra aproximadamente en 1770.
Cuadrilla: Las damas de Almacks fueron las que introdujeron este baile en la sociedad inglesa en 1816.
Esta danza consta de cinco partes distintas y es muy animada y graciosa. Su música, generalmente, fue adaptada de canciones populares y obras teatrales. Una versión popular que aún se baila a día de hoy es The Lancers, aunque los bailarines actuales tienden a caminar en lugar de moverse con los pasos complicados de la década de 1820 cuando se encontraba en su apogeo.
La contradanza y el vals fueron sustituyendo gradualmente a las danzas del país.
Contradanza: Aunque muchos piensan que la contradanza es de origen francés, este baile fue exportado desde Gran Bretaña a Francia. Es un ritmo rápido de danza compuesto por varias secciones de ocho compases que se repiten. Tiene su origen en las danzas tradicionales de Gran Bretaña y se extendió por Europa.
Vals: El vals se puso de moda en Viena en torno a la década de 1780 y posteriormente se extendió a muchos otros países. Guillermo II lo prohibió en los bailes de la corte en Alemania.
La introducción del vals en la sociedad inglesa a principios del siglo XIX supuso un gran escándalo, se consideraba "desenfrenado e indecente". Nunca antes un hombre y una mujer habían bailado en público con tanta proximidad física, es decir, casi dándose un abrazo. Se consideró inmoral. Sin embargo, fue precisamente su posición cerrada lo que se convirtió en el ejemplo para la creación de muchos otros bailes de salón contemporáneo.
El vals se introdujo en Inglaterra por medio de Baron Neuman en 1812 y poco a poco llegó a ser aceptado por las damas de Almacks. A partir de 1816, el vals comenzó a verse con otros ojos.
*Parte de la información de este artículo se ha obtenido de http://www.angelpig.net y http://www.britainexpress.com/
Published on March 14, 2019 07:55
March 11, 2019
Artículo: Amelia Bloomer y los pantalones

Amelia Bloomer y los pantalones
Ya sea porque la protagonistas femenina se disfraza de hombre o porque dependiendo de la época en la que está ambientada la historia ya las más atrevidas eran capaces de ponerse un pantalón, lo cierto es que esta prenda de vestir asoma tímidamente en más de una novela romántica. Así que me ha parecido interesante ahondar un poco más en este tema y para ello creo que debemos saber algo sobre Amelia Jenks Bloomer.
Su imagen no es como para pensar que esta mujer fuera la causante de que ahora la mayoría de las mujeres llevemos pantalones. Pero lo fue. Y yo debo decir que estuvo acertada (al menos para mí), porque los pantalones evitan el uso de medias (que odio) y algunos otros refajos incómodos.
Amelia nació en Homer, Nueva Cork, allá por el año 1818. Aunque no era una jovencita cuando contrajo matrimonio con Dexter Bloomer, haciéndolo con 22 años cuando en ese tiempo se casaban antes, tuvo la suerte de desposarse con un hombre de miras abiertas, de los que pensaban que una mujer no tenía porqué ser inferior al varón y debía gozar de todos los derechos. Fue este abogado, llegado al mundo en una familia de cuáqueros, quien la animó a defender sus ideales dándole pie a que publicara lo que pensaba en el diario de su propiedad The Seneca Falls Courier. Sí, la apoyó para que escribiera, para que formara parte de organizaciones feministas, para que participara en la Seneca Falls Convention de 1848, una asamblea donde se defendieron los derechos de la mujer y que dio como fruto un escrito conocido como Declaration of Sentiments.De Drexter podrían aprender mucho unos cuantos ceporros, no me cabe duda.
Alentada por su esposo y ayudada por sus amigas Elizabeth Cady Stanton (activista y abolicionista), y Susan Brownell Anthony (feminista que viajó por Estados Unidos y Europa dando casi 100 discursos por año), sacó su propio periódico: The Lily. Únicamente dedicado a las mujeres donde se hablaba desde moda hasta política.
Y fue en este periódico donde, en 1850, presentó una nueva moda para las mujeres que iba a dar mucho que hablar, que cabreó y en gordo a los más estrechos de mente, hizo sufrir algún que otro desmayo a algunas matronas y correr ríos de tinta.
Sí, señoras mías: acababa de nacer el pantalón bombacho. Una prenda cómoda que se adecuaba más a las nuevas actividades de las mujeres, que se parecían a los utilizados por los turcos y que se ponían debajo de una falda corta que permitía verlos. Todo un escándalo, ya imaginaréis.
De ahí a que usáramos vaqueros, quedaba un paso. Largo, pero un paso.
¿Cuántas damas se atrevieron a ponerse esa prenda? Pues muchísimas, sin importarles que intentaran dejarlas en ridículo o les regalaran adjetivos nada caballerosos. Era un modo de plantarle cara a una sociedad arcaica donde las mujeres debían ir encorsetadas, tapadas hasta los pies y dedicarse exclusivamente a labores femeninas mientras los varones campaban a sus anchas. Un modo, en resumen, de decir: aquí estamos nosotras y cuidado que vamos a por todas.
Sin embargo, qué curioso, fueron las propias feministas las que dejaron de lado el pantalón bombacho creyendo que los hombres no tomarían en serio sus reivindicaciones.
¿Qué pasó entonces?
Que llegaron las bicicletas y con ellas resucitó esta prenda en 1890. Porque a ver quién era la guapa que se montaba sobre dos ruedas con aquellos vestidos. Y de paso, se fue al garete la falda que se superponía a los bombachos. ¡A pelo, qué narices! Pantalón y chaqueta, como estaba mandado. Y si a algunos varones les daba un soponcio, peor para ellos, que sacaran las sales. Ya estaban bien de tanta chorrada.
Amelia, por tanto pudo ver el triunfo de su inestimable innovación a la moda antes de fallecer a finales de 1894, no está muy claro si fue el 30 o 31 de diciembre.
Posteriormente, su marido publicó "La vida y los escritos de Amelia Bloomer".
No puedo por menos que agradecer a Dexter su manera de pensar, avivando la llama de la igualdad entre hombres y mujeres. Espejo en el que deberían mirarse unos cuantos tipejos que se creen modernos.
Un brindis por esta pareja que dejó huella en la Historia.
Published on March 11, 2019 12:50
Reseña. Rivales de día, amantes de noche
Preciosa la que ha hecho Lady Isabella de Promesas de amor.
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