Nieves Hidalgo's Blog: Reseña. Rivales de día, amantes de noche, page 23
May 4, 2019
Crazy Readers opina sobre Ódiame de día, ámame de noche

Los secundarios, como Alex y Daniel arropando a Jason y en especial a Cassie/Nicole, porque son los que desde un principio tras el accidente le dan una oportunidad, tanto para recuperarse como enfrentarse a su nueva vida, o nueva personalidad.
Nieves con esta historia llena de pasión, con intriga, seducción te atrapa desde el primer momento, te mantendrá en vilo hasta que se revelen todos sus misterios.
Published on May 04, 2019 07:28
May 2, 2019
Te invito a leer un trocito de Lady Ariana

LADY ARIANA
Abrió los ojos. Hubo de parpadear varias veces para aclarar la visión y se encontró fijando su atención en un techo alto adornado en las esquinas por cenefas doradas. El agudo dolor en el hombro le dijo que, al menos, estaba aún en el mundo de los vivos.
─ ¿Cómo te encuentras?
La voz de Henry Seton le hizo volver la cabeza y maldecir en voz alta cuando la herida le lanzó un pinchazo.
─ No te muevas. No es grave, pero has perdido mucha sangre.
─ ¡Dios!
Cuando se mitigó la molestia volvió a abrir los ojos buscando a su amigo. Pero no fue a él al que vio. A los pies de la cama en la que se encontraba, afianzando los dedos en el armazón, estaba ni más ni menos que aquella arpía de ojos violeta. Ella rodeó la cama, se puso a su lado y le enjuagó la frente con un paño húmedo.
─ Procure descansar –le dijo.
Se cruzaron sus miradas y él intuyó que la joven le estaba suplicando silencio. Le concedió la merced, más por encontrarse sin fuerzas que por hacerle el maldito favor a la muy pécora. Ya habría tiempo de ajustarle las cuentas cuando se encontrase mejor. Se dejó atender por la joven permitiendo que le sujetara la cabeza para darle de beber, acomodándole luego sobre los almohadones, que mulló solícita.
De modo que primero le metía una bala en el cuerpo y ahora ejercía de buena samaritana. De haber estado en mejores condiciones la habría estrangulado, pero se sentía como un niño de pecho.
Mientras ella trajinaba con los utensilios de la cura que había sobre la mesilla de noche, la observó a placer. Ahora que la luz del día se lo permitía, se daba cuenta de los cambios experimentados en ella. Había dejado de ser aquella chiquilla que él conoció; los tirabuzones infantiles habían dado paso a una melena cuidada y hermosa recogida sobre la coronilla, el rostro redondo y con espinillas de otro tiempo se veía ahora terso y suave; sus antiguas formas de muchachito revoltoso se habían trocado en un cuerpo delgado pero exquisito de estrecha cintura y pechos altivos. El vestido de tonos violeta que llevaba puesto le sentaba divinamente bien.
─ ¿Te encuentras con fuerzas para explicarme qué ha pasado, Rafael? –quiso saber Henry.
─ Me atacaron.
─ ¿Quién era? ¿Pudiste verlo?
El conde de Trevijo dirigió una mirada irónica a Ariana que, con gesto contrito, permanecía muy erguida junto a su abuelo. Hasta parecía azorada, la muy tunanta.
─ No –respondió Rafael tras un suspiro─. Estaba oscuro.
─ ¿Es posible que fueran furtivos? –aventuró Seton.
─ Sí. Cazadores de conejos. Debieron de confundirme con uno.

─ Peter y ella te encontraron por casualidad.
─ ¿Quién es Peter?
─ Mi hombre de confianza. Trabaja desde hace cuatro años para mí y es al único hombre al que puedo confiarle mi vida y la de Ariana.
Así que el gigante barbudo se llamaba Peter. Tomó buena nota de ello. Otro con el que debería ajustar cuentas en cuanto pudiese salir de aquella maldita cama. Porque iba a pedirle compensación, vaya si iba a hacerlo. Más por tener que permanecer encamado que por el asalto en sí. No le gustaba estar enfermo, se le agriaba el humor cuando no podía valerse por sí mismo.
─ Sé que no es el mejor momento, pero quiero presentarte formalmente a mi nieta ─dijo Henry advirtiendo la incomodidad de su invitado que no quitaba ojo a la muchacha.
─ Ya nos conocíamos.
─ Claro, pero entonces era solo una niña. Ha cambiado bastante, ¿no te parece?
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Published on May 02, 2019 00:52
April 29, 2019
Artículo: Vauxhall Gardens

Su nombre original fue New Spring Gardens, pero era conocido popularmente como Vauxhall Gardens, y con este nombre es con el que se le nombró oficialmente en 1785. Eran varias hectáreas con paseos, parterres y glorietas donde a menudo se organizaban comidas campestres que en un principio tenían como protagonistas de estas a artistas independientes y que, a la larga, se hizo extensivo al resto de visitantes. Se trataba de un lugar en el que cualquier ciudadano podía disfrutar de una salida nocturna con su familia al completo para ver los espectáculos que allí se ofrecían, y donde poder disfrutar de un refresco. Sin embargo, su principal atractivo era que, en ese lugar, ambos sexos podía reunirse libremente sin sufrir muchas de las limitaciones que las normas de la sociedad educada imponían a hombres y mujeres.
Vauxhall estuvo en funcionamiento durante dos siglos hasta que finalmente desapareció en 1859. Durante ese tiempo tuvo una serie de propietarios y gerentes, pero fue bajo la dirección del empresario Jonathan Tyers cuando tuvo su mayor éxito y esplendor. Era un hombre de negocios muy astuto, con un gran conocimiento de las técnicas publicitarias, gran ingenio, anfitrión cortés y un generoso mecenas de las artes. Convirtió los jardines en un negocio extraordinario, cuna de la pintura y la arquitectura, y una sala de conciertos vital para las carreras de Arne Friedrich y George Handel. El ensayo precedente al estreno de La Música para los Reales Fuegos Artificiales (Handel) se hizo en los jardines de Vauxhall frente a más de 12.000 personas que pagaron por asistir al concierto y que produjeron un atasco de tres horas en el Puente de Londres provocando casi un tumulto.
Pionero en el entretenimiento de masas, Tyers tenía que convertirse también en pionero de la restauración colectiva, de alumbrado del terreno, de la publicidad, y de toda la logística que interviene en el funcionamiento de uno de los proyectos empresariales más complejos y rentables del siglo XVIII en Gran Bretaña. Hasta su muerte en 1767, año tras año, década tras década, los jardines se iban cambiando en busca de una mezcla de continuidad y novedad que fue el secreto del éxito Tyers en los años de gloria de Vauxhall. Durante ese tiempo, disfrutaron de los jardines todos aquellos que pertenecían a la élite de moda, se escuchó la música de mayor calidad y pudieron verse grandes obras de arte. Entre la clientela que acudía a los jardines se contaba habitualmente con el Príncipe de Gales (el propietario del suelo), duques reales, aristócratas, ricos terratenientes y comerciantes. Pero uno de los grandes atractivos de Vauxhall era que cualquiera que pudiera permitirse pagar un chelín podía mezclarse con estas personas en igualdad de condiciones.
Tyers ofrecía también la posibilidad, para todos aquellos que desearan visitar los jardines con más regularidad, de comprar un billete para la temporada (todas las noches a lo largo de la primavera y el verano). A día de hoy se conservan una veintena de estos vales que datan de entre 1737 hasta finales de la década de 1750. En ellos puede verse, por un lado, escenas y figuras de la mitología clásica, y en el reverso el nombre del suscriptor grabado. En la parte superior está del precio del billete. Los visitantes tenían que efectuar el pago de los refrescos y comidas, pero todos los espectáculos, escuchar la música y el canto y ver las obras de arte, eran gratis.
Probablemente, la más grande de las obras de arte que se hicieron para decorar los jardines fue la estatua de mármol de Handel (hoy en día en el Museo Victoria & Albert) hecha en 1738 por el gran escultor francés Louis-François Roubiliac cuando estaba iniciando su carrera en Inglaterra. La estatua está tallada en un solo bloque de mármol blanco de Carrara. Esta extraordinaria obra de arte encargada por Jonathan Tyers, confirmó a este como mecenas de las artes y amante de la música.
En la década de 1740, las visitas a los jardines comenzaban a las 7 de la tarde. Generalmente se llegaba por el río hasta las escaleras de Vauxhall, en la orilla de Surrey, al sur de Palacio de Lambeth. Llegar de ese modo era ya una forma de iniciar la diversión de la noche pues proporcionaba un excitante sabor de peligro y una aventura añadida a la emoción que ya de por sí tenía Vauxhall. Una vez llegados a las escaleras había que recorrer los últimos metros hasta la entrada y allí se pagaba o se enseñaba el billete adquirido para la temporada. Los visitantes entraban en el Grove, la zona central de los jardines, rodeado de lugares para cenar o tomar un refresco, y con la orquesta situada en el centro. Lo primero que se veía era la estatua de mármol del gran compositor Handel. Sin embargo, la admiración por dicha estatua pronto fue superada por el edificio de la Orquesta que daba cabida a 50 músicos y donde los artistas no sólo tocaban canciones populares y de la época, sino que también ofrecían nuevas piezas de los compositores más importantes del momento.
Del buen funcionamiento de los jardines se ocupaban más de un centenar de personas que en ellos estaban empleadas: obreros, pintores, carpinteros, cocineros, limpiadores, porteros, lavanderas, jardineros, empleados de bares, camareros y faroleros.
En función de las posibilidades o de las necesidades de cada cliente, cada cual ocupaba su lugar, bien en las mesas bajo los árboles, o bien en los recintos más privados donde se disponía de camarero propio y donde nadie podía entrar sin ser invitado. Eran habitaciones de tres lados lo suficientemente grandes como para dar cabida a un grupo de diez o doce personas, abiertas en la parte delantera, donde los que podían permitírselo económicamente, charlaban, cenaban, cantaban y disfrutaban del singular espacio. Cada una de estas habitaciones, unas cincuenta más o menos, fue decorada con una pintura de gran tamaño. Fueron cuadros diseñados por Francis Hayman y sus amigos de la Academia de San Martín, y pintados por el personal y los estudiantes. Representan un verdadero punto de inflexión en el arte Inglés, y van desde el barroco hasta la ligereza y la informalidad del rococó. Dieciocho de las pinturas fueron publicadas como grabados y se hicieron enormemente populares. Estos grabados muestran los tres temas generales de las pinturas: juegos infantiles, pasatiempos de adultos y teatro contemporáneo. Los jardines se convirtieron en lo que fue, posiblemente, la primera galería pública de arte en Inglaterra, al menos, sin duda, la primera de gran tamaño, y aquí fue donde comenzó la pintura de la vida cotidiana en Inglaterra. En vista de su vulnerabilidad a los daños, tanto por el comportamiento de los visitantes, el mal almacenamiento y el tiempo durante los cien años que la mayoría de ellas adornaron los jardines, es casi milagroso que catorce de las pinturas originales hayan sobrevivido.
La cena de Vauxhall comenzaba alrededor de las 9, cuando el crepúsculo caía. Se servían en un instante cerca de quinientas cenas: vino francés, pollo frío, sidra, cerveza, pan, queso, carnes frías, ensaladas, natillas, pasteles de queso, tartas... Y el famoso y legendario jamón Vauxhall, cortado tan fino que se podía leer un periódico a través de él.
Durante la cena, sucedía uno de los grandes efectos especiales de Vauxhall. Al caer la noche, un silbato era la señal acordada para que un número de trabajadores ubicados en puntos estratégicos del jardín accionaran unos fusibles preinstalados y, casi instantáneamente, más de un millar de lámparas de aceite se iluminaban bañando los jardines bajo una luz cálida que era visible desde varios kilómetros alrededor. El efecto era sensacional y era una atracción constante en los jardines.
En Vauxhall se podía disfrutar, además, de acróbatas, equilibristas, ascensos en globo, fuegos artificiales, largos paseos entre las arboladas... incluso del famoso "Paseo oscuro" que, ubicado al final del jardín, se utilizaba para protagonizar pequeñas y clandestinas escapadas románticas También allí, quien lo deseara, podía ser atendido por los profesionales del sexo (hombres y mujeres) que abundaban en los jardines. A pesar del enorme gasto que Tyers hizo en lámparas, nunca iluminó este paseo, y no es porque no lo intentara o dijera que lo intentaba en varias ocasiones, pero lo cierto era que no podía hacerlo puesto que muchos de los visitantes que acudían a los jardines iban allí precisamente para eso. Así que de la misma forma que le interesaban las familias y la gente de bien por el dinero que le reportaba, no podía ignorar los pingües beneficios que con la prostitución conseguía.
Tras la muerte de Jonathan Tyers en 1767, Vauxhall fue dirigido por sus hijos, nietos y bisnietos hasta 1822. Durante ese tiempo sufrió pocos cambios significativos.
Los jardines de Vauxhall se cerraron definitivamente el 25 de julio de 1859. Son muchas las razones que se dan para su cierre. Los propietarios culparon a los magistrados porque decían que prohibían sus atracciones más populares, ya fuera por peligrosas o porque perjudicaban al cercano y respetable barrio de Kennington. Pero hubo más factores que jugaron un papel importante: los jardines de Vauxhall se habían vuelto descuidados, de mal gusto y estaban considerados pasados de moda. Tampoco les favorecía la presencia del tren que pasaba junto a la entrada principal y había hecho que viajar más lejos fuera mucho más fácil y barato; se puso de moda viajar a ciudades costeras que, como Vauxhall, también tenían sus embarcaderos y, por último, el espacio donde los jardines estaban situados era demasiado valioso para construir en él, y aquellos que tenían interés en el sitio convencieron a los propietarios para que les vendieran el contrato de arrendamiento.
Se levantó la iglesia de San Pedro y el resto del terreno fue dividido en parcelas donde se construyeron edificios... y los jardines de Vauxhall desaparecieron para siempre.
Un bombardeo destruyó la zona y la mayoría del espacio que antes ocupaban los jardines es ahora un parque público, lo que permite saber la extensión que tenía en su día Vauxhall Gardens.
**Fuentes consultadas, entre otras: http://www.vauxhallgardens.com y http://www.the-tls.co.uk
Published on April 29, 2019 07:55
April 25, 2019
Un poquito de Hijos de otro barro
Si aún no has leído Hijos de otro barro, te dejo aquí un pequeño aperitivo para que te animes con ella:
HIJOS DE OTRO BARRO
Nos arrastramos por el puerto de Yorktown con los tobillos ceñidos por argollas y unidos a una corta cadena que apenas nos permitía caminar. Nuestro aspecto era el de auténticos asesinos: sucios, los rostros demacrados y sin afeitar, el cabello revuelto y un olor nauseabundo a bodega de barco. Miré de reojo al sujeto que, junto a mí, hacía esfuerzos para no caer de bruces y sentí una tristeza infinita. Por mí, por mis compañeros de presidio, por toda la sociedad, que nos había abocado hasta aquella agónica situación.
Mis lejanos estudios de filosofía me ayudaron a encontrar siempre el lado bueno del ser humano. Al principio. Después, mi condena dio al traste con esa visión y, sobre todo, con mi confianza en un mundo justo. Me sentía víctima de las circunstancias, pero, más aún, víctima de la estupidez de los hombres, esos seres que se auto proclamaban civilizados.
Solamente una persona entre aquel montón de podredumbre que formábamos quienes compartíamos cada soplo de aire, cada trozo de pan duro y cada sorbo de agua estancada, me insufló un poco de ánimo. Había estado conmigo desde que mis huesos dieran en la prisión de Rhode Island. Impidió que cometiera la locura de saltar por la borda en la única ocasión que tuvimos de respirar aire puro.
Chester parecía estar hecho de granito. Su mirada nunca dejaba adivinar sus flaquezas. Era de otra pasta.
Seguramente por eso se lanzó contra el carcelero que me agredió el día anterior. Seguramente por eso tomó como suya mi ofensa. El carcelero recibió una patada en la cara que a punto estuvo de fracturarle la mandíbula. Y tomaron venganza. Cruda y deshumanizada. Me preguntaba aún cómo era posible que aquella mañana, cuando fue descolgado del grillete que le sujetaba, se pudiera mantener en pie. La fe le mantenía consciente, negándose a regalar a sus torturadores el más leve gemido, aunque sus dientes apretados y su palidez delataban su dolor.
Una vez desembarcamos, nos montaron en un carromato que antes había transportado estiércol y nos trasladaron a las dependencias de la prisión de Richmond. El enjuto militar a cargo del penal se desfiguraba entre el sol y la sombra y su gesto de profundo desagrado fue perceptible cuando su pareja de guardia le susurró algo al oído. No era para menos. A nuestro horrendo aspecto sólo lo superaba nuestro olor, una mezcla de la pestilencia de las bodegas del Embrees y del tufo a excrementos de nuestro reciente medio de transporte.
Dos soldados ingleses, armados con bayonetas, nos obligaron a formar en medio del patio. Nos inspeccionaron del modo más humillante, como si fuéramos reses. Volvieron a hablar un poco apartados de nosotros y después nos arrastraron a los cuatro hasta una celda, separados del resto.
Nos miramos sin saber qué suerte nos depararía ahora el destino. Sólo Clayton se atrevió a violar el pegajoso silencio.
─Creo que no pasaremos la noche en prisión, muchachos.
─¿Qué quieres decir? –preguntó Willson.
Ray Willson era el mayor de todos nosotros. Alto, delgado y moreno. Sus ojos saltones conferían a su cara una expresión siempre asustada; y en esa ocasión lo estaba. Realmente no había dejado de estarlo desde que fue condenado a 18 años de prisión, acusado de traición a Inglaterra. Pero se sentía seguro junto a Chester y le admiraba, siempre atento a sus palabras. Le admiraba, como el resto de nosotros.
─¿Os habéis fijado en el que vestía de paisano? –nos preguntó Clayton─. Tiene aspecto de hacendado burgués. ¡Por Dios! –exclamó─ Hasta ahora no me había dado cuenta de que tiene el mismo aspecto que mi padre.
─No es momento para bromas –objeté, incómodo.
─Seguramente ese tipo –continuó─, busca mano de obra. Quizá para alguna plantación de tabaco o algodón. O mucho me equivoco o viene por nosotros.
─¡Mano de obra! –exclamó Donald Freeman, compañero mío de universidad, de asambleas revolucionarias y de carreras frente a los soldados ingleses. Un joven apocado y rubio con quien solamente me unía una ligera amistad─. ¡Quieres decir que nos traen en calidad de esclavos!
─¿Acaso no lo somos?
Me dejé caer en el suelo, desalentado, arrastrando a Freeman, encadenado a mí. Cuando le miré, mi cara era una máscara angustiada.
─En las haciendas hay negreros, señores –les dije─. Utilizan el látigo y el palo para mantener a los esclavos a raya.
Clayton se rascó el rostro, que cubría una crecida barba.
─Algún día no demasiado lejano –murmuró casi para sí mismo─ esos bastardos pagarán, una a una, tantas afrentas. Lo juro por lo más sagrado.
Sigue leyendo rxe.me/76ZF6MO

HIJOS DE OTRO BARRO
Nos arrastramos por el puerto de Yorktown con los tobillos ceñidos por argollas y unidos a una corta cadena que apenas nos permitía caminar. Nuestro aspecto era el de auténticos asesinos: sucios, los rostros demacrados y sin afeitar, el cabello revuelto y un olor nauseabundo a bodega de barco. Miré de reojo al sujeto que, junto a mí, hacía esfuerzos para no caer de bruces y sentí una tristeza infinita. Por mí, por mis compañeros de presidio, por toda la sociedad, que nos había abocado hasta aquella agónica situación.
Mis lejanos estudios de filosofía me ayudaron a encontrar siempre el lado bueno del ser humano. Al principio. Después, mi condena dio al traste con esa visión y, sobre todo, con mi confianza en un mundo justo. Me sentía víctima de las circunstancias, pero, más aún, víctima de la estupidez de los hombres, esos seres que se auto proclamaban civilizados.
Solamente una persona entre aquel montón de podredumbre que formábamos quienes compartíamos cada soplo de aire, cada trozo de pan duro y cada sorbo de agua estancada, me insufló un poco de ánimo. Había estado conmigo desde que mis huesos dieran en la prisión de Rhode Island. Impidió que cometiera la locura de saltar por la borda en la única ocasión que tuvimos de respirar aire puro.
Chester parecía estar hecho de granito. Su mirada nunca dejaba adivinar sus flaquezas. Era de otra pasta.
Seguramente por eso se lanzó contra el carcelero que me agredió el día anterior. Seguramente por eso tomó como suya mi ofensa. El carcelero recibió una patada en la cara que a punto estuvo de fracturarle la mandíbula. Y tomaron venganza. Cruda y deshumanizada. Me preguntaba aún cómo era posible que aquella mañana, cuando fue descolgado del grillete que le sujetaba, se pudiera mantener en pie. La fe le mantenía consciente, negándose a regalar a sus torturadores el más leve gemido, aunque sus dientes apretados y su palidez delataban su dolor.
Una vez desembarcamos, nos montaron en un carromato que antes había transportado estiércol y nos trasladaron a las dependencias de la prisión de Richmond. El enjuto militar a cargo del penal se desfiguraba entre el sol y la sombra y su gesto de profundo desagrado fue perceptible cuando su pareja de guardia le susurró algo al oído. No era para menos. A nuestro horrendo aspecto sólo lo superaba nuestro olor, una mezcla de la pestilencia de las bodegas del Embrees y del tufo a excrementos de nuestro reciente medio de transporte.
Dos soldados ingleses, armados con bayonetas, nos obligaron a formar en medio del patio. Nos inspeccionaron del modo más humillante, como si fuéramos reses. Volvieron a hablar un poco apartados de nosotros y después nos arrastraron a los cuatro hasta una celda, separados del resto.
Nos miramos sin saber qué suerte nos depararía ahora el destino. Sólo Clayton se atrevió a violar el pegajoso silencio.
─Creo que no pasaremos la noche en prisión, muchachos.
─¿Qué quieres decir? –preguntó Willson.
Ray Willson era el mayor de todos nosotros. Alto, delgado y moreno. Sus ojos saltones conferían a su cara una expresión siempre asustada; y en esa ocasión lo estaba. Realmente no había dejado de estarlo desde que fue condenado a 18 años de prisión, acusado de traición a Inglaterra. Pero se sentía seguro junto a Chester y le admiraba, siempre atento a sus palabras. Le admiraba, como el resto de nosotros.
─¿Os habéis fijado en el que vestía de paisano? –nos preguntó Clayton─. Tiene aspecto de hacendado burgués. ¡Por Dios! –exclamó─ Hasta ahora no me había dado cuenta de que tiene el mismo aspecto que mi padre.
─No es momento para bromas –objeté, incómodo.

─¡Mano de obra! –exclamó Donald Freeman, compañero mío de universidad, de asambleas revolucionarias y de carreras frente a los soldados ingleses. Un joven apocado y rubio con quien solamente me unía una ligera amistad─. ¡Quieres decir que nos traen en calidad de esclavos!
─¿Acaso no lo somos?
Me dejé caer en el suelo, desalentado, arrastrando a Freeman, encadenado a mí. Cuando le miré, mi cara era una máscara angustiada.
─En las haciendas hay negreros, señores –les dije─. Utilizan el látigo y el palo para mantener a los esclavos a raya.
Clayton se rascó el rostro, que cubría una crecida barba.
─Algún día no demasiado lejano –murmuró casi para sí mismo─ esos bastardos pagarán, una a una, tantas afrentas. Lo juro por lo más sagrado.
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Published on April 25, 2019 09:48
April 22, 2019
Artículo: White, el club londinense para caballeros

En Londres, allá por el 1800, había solo unos pocos clubes para caballeros (Almack, Boodle, Brook y White ya habían abierto sus puertas). Muchos de ellos operaban sin local y algunos fueron de carácter efímero. Habitualmente los socios se reunían, semanal o mensualmente, en cafés o tabernas. En el siglo XIX comenzaron a proliferar un gran número de estos clubes y tenían ya un carácter exclusivo y un local fijo de reunión. Se estima que en el periodo de la Regencia alrededor de 1200 caballeros eran miembros de alguno de estos clubes, incluso de más de uno.
Club de caballeros White comenzó siendo un local donde se degustaba el chocolate. Propiedad del inmigrante italiano Francesco Bianco, quien cambió su nombre a Francis White, fundó el establecimiento en 1693 en el nº 4 de Chesterfield Street y era conocido como La casa del chocolate de Mrs. White. Allí se vendía chocolate caliente y otras exquisiteces hechas con ese producto. Por aquella época, el chocolate era un lujo poco común que solo los ricos podían permitirse. Además de la venta de chocolate se vendían también entradas para las obras que se representaban en el Royal Drury Lane Theatre, entre otros. La venta de las entradas ayudaba a sufragar los elevados costos del chocolate y el mantenimiento del establecimiento. Durante el reinado de Carlos II, las casas de chocolate eran lugares de encuentro para la élite de Londres. White fue una más de la serie de casas de chocolate que con el tiempo se convirtió en un club de caballeros.
En 1773, después de un incendio, el local se trasladó al 37-38 de la calle St. James (donde aún permanece a día de hoy), a tiro de piedra del Palacio y no lejos de Westminster. Zona de moda por aquellos entonces, se consideró que era la mejor ubicación posible para el prestigioso club.
En el siglo XIX, White era el club de caballeros más exclusivo y contaba ya con 300 miembros. En 1814 el número de socios era de 500. Los hombres que lo integraban eran de clase social alta y la mayoría de sus miembros eran aristócratas. La etiqueta era muy importante. Todos los caballeros solicitaban su ingreso en el club. Era tal el clamor por ser miembro del club que en 1745 se decidió crear, bajo el mismo techo, un Club joven. El grupo original era el Club viejo. A medida que iban quedando plazas vacantes en el Club viejo, las iban ocupando miembros del Club joven. Alrededor de 1780, los dos clubes se fusionaron. Sin embargo, la membresía estaba reservada para los hombres más ricos e influyentes de la sociedad y alineados con el partido conservador. White ha sido considerado como el club de los Tory, de hecho, en 1783 el club fue la sede oficial del partido Tory. Brooks, por el contrario, acogía a miembros del partido liberal. El príncipe de Gales fue durante un tiempo socio de este club pero cambió su preferencia a White cuando a su íntimo amigo Jack Payne le fue vetado el derecho a formar parte del club.
El proceso de admisión de un nuevo socio era entonces tan riguroso como lo es hoy en día. Se necesita ser propuesto por algún miembro del club y avalado por otros dos miembros más. Conseguido esto, el comité estudiará rigurosamente la propuesta y votará si se es apto o no para ser miembro del club. Este sistema de votación consiste en introducir en secreto una bolita blanca o negra en una caja especial, y son estas bolas quienes le dan la respuesta al candidato. Una sola bola negra significa la no aceptación de la candidatura. Si se era admitido, el nuevo miembro, además de comprometerse a cumplir una serie de rígidas reglas, pagaba una cantidad en concepto de cuota de afiliación. En 1814 esa cantidad era de 11 guineas anuales. A día de hoy, el importe a pagar son 850 libras al año. En la actualidad, igual que entonces, el privilegio de pertenecer a este exclusivo club es un sueño reservado para unos pocos. Las inmensas fortunas no eran ni son garantía de contar con el estatus imprescindible para formar parte del club.
Desde que White se estableció como club de caballeros proporcionó a sus miembros un lugar exclusivo, tranquilo, anónimo y privado donde relajarse y socializar sentados en elegantes butacas de cuero, mientras charlaban, comían, tomaban una copa, leían el periódico, boicoteaban a solicitantes no deseados, llevaban acuerdos entre caballeros, o jugaban a las cartas y otros juegos de salón. Todos estos rituales apuntalaban la propia importancia del hombre, incluso la del miembro más patán del club. El club era sagrado, tan sagrado, que no sólo no se le permitía la entrada las mujeres sino que una mujer que a partir de determinada hora de la tarde apareciera por la calle St. James, a pie o en coche, podría esperar ser condenada socialmente. Sin embargo, si aparecía por esa calle por la mañana con su criada o criado, no corría ese riesgo, probablemente, porque la mayoría de las actividades masculinas se iniciaban en la tarde o la noche.
La conocida ventana de arco situada en la planta baja y construida en 1811, fue rápidamente coto y propiedad de Beau Brummell y sus amigos. La mesa situada junto a esa ventana estaba reservada a los miembros de honor y era símbolo de prestigio social. Otros miembros que frecuentaron también esa mesa fueron el duque de Argyll, Sir Worcester, Sir Alvanely, Sir Foley, Sir Sefton...
White se ha caracterizado también por sus altas apuestas en el juego. El Whist era la opción de juego hasta la Regencia, posteriormente, sus miembros, que lo consideraban aburrido, votaron reemplazarlo por otros juegos de cartas. El objetivo del club era la búsqueda del placer y el bienestar, y de la misma forma que podía ser un sitio donde charlar y discutir cualquier tema distendidamente, también se podía pasar la noche perdiendo una fortuna. O haber ganado y celebrarlo yendo después a gastarlo con las cortesanas de Londres.
El código de honor era primordial. Las deudas contraídas por el juego se esperaba que fueran pagadas dentro de los próximos tres días. Pagar la deuda era mucho más importante que pagar las deudas a los comerciantes, y no pagarla era más grave que seducir a la mujer del vecino. Daba igual despojar de su fortuna al caballero que se la había jugado y que se había quedado en la miseria, o que sus hijos y familia se vieran abocados a la pobreza. Pagar las deudas de juego era con lo que se medía el honor de un caballero.
Una de las cosas más curiosas de White es su famoso libro de apuestas. Cualquier miembro podía apostar cualquier cosa y en sus páginas se tomaba nota de todo. El perdedor debería pagar con prontitud o se arriesgaba a sufrir la ira de sus compañeros (incluso se jugaba la exclusión del club). Las apuestas iban desde quién se casaría con quién, cuándo y en qué fecha, pasando por apuestas sobre la derrota de Napoleón, los hijos ilegítimos que engendraría X en el periodo de dos años, predicciones políticas, de moda, etcétera. El libro recogía también apuestas excéntricas, como aquella en la que dos caballeros que se jugaron 3000 libras a ver cuál de dos gotas de agua resbalaba primero hacia el final de la ventana. Se cuenta también de un miembro que apostó 1.000 libras a que un hombre podía vivir bajo el agua durante 12 horas. Este contrató a un hombre para llevar a cabo el experimento. Obviamente perdió la apuesta porque el hombre murió.
El libro de apuestas siempre estaba abierto sobre la mesa para que sus miembros anotaran la apuesta de naturaleza más trivial que en cualquier momento pudieran establecerse.
Hoy en día White sigue siendo un club de élite donde muchos de sus miembros han tenido que aguardar hasta nueve años de lista de espera. En la actualidad uno de sus clientes es David Cameron, cuyo padre era el presidente del club.
Fue en White donde el príncipe Carlos celebró su despedida de soltero.
Los miembros pueden invitar a personas ajenas al club a comer allí.
El príncipe William va con frecuencia al White a jugar al billar.
Entre la larga lista de personajes que se cuentan como miembros de White se incluyen una gran cantidad de duques, barones, marqueses o vizcondes. Estos son algunos de esos reconocidos personajes: el duque de Devonshire, el conde de Rockingham, Doddington Bubb y Sir John Cope, el príncipe Arturo, Churchill, Randolph, Evelyn Waugh, David Niven, Oswald Mosley, Horatio Walpole, Eduardo VII y el príncipe Carlos.
Published on April 22, 2019 00:46
April 18, 2019
¿Conoces la historia de Dargo?
Si no conoces aún la historia de Dargo, el protagonista de mi novela Lo que dure la eternidad, te invito a que leas este trocito y, si te animas, a continuar con todo el libro.
LO QUE DURE LA ETERNIDAD
—No hace falta que alarméis a la buena de Miriam, mi señora. Me iré por donde he venido en cuanto dejéis de mirarme.
—¿Que yo le miro? —gritó Cristina—. Y deje de hablarme como si estuviésemos en el siglo XVIII.
—Lo siento si no me expreso bien. —Sus ojos destellaron con un amago de risa, y el corazón de Cristina dio un vuelco—. He intentado ponerme al día durante estos siglos, pero debo reconocer que esta forma de hablar, con tantas palabras malsonantes intercaladas en el vocabulario, me resulta difícil.
—¿Durante estos siglos? —preguntó ella, parpadeando con rapidez—. Ya sé. Usted se ha escapado de un manicomio cercano. O es un maldito y desgraciado estúpido, hijo de perra, que me ha tomado por idiota y...
—¿Veis a lo que me refiero, mi señora? De cada tres palabras, una subida de tono. —Hizo chascar la lengua varias veces.
—¡Sólo faltaba que, además, intente enseñarme modales!
—Sin lugar a dudas podría hacerlo. Por ejemplo, esos pantalones que lleváis son demasiado ceñidos. Os dejáis abierta la blusa de modo provocativo. Esas cosas apestosas que os ponéis en la boca y echan humo...
—¡Suficiente! —se enfureció Cristina, señalando la puerta con una mano temblorosa—. ¡Salga ahora mismo de aquí! Mañana aclararé este asunto con la señora Kells.
—Me encuentro muy cómodo en este cuarto —comentó Dargo, divertido por su enojo. Resultaba gratificante que, por fin, alguien le plantase cara sin miedo—. Antes era el mío.
—Antes de que le internaran, supongo. ¡Fuera!
Una sonrisa hermoseó el atractivo rostro del hombre, aunque ella no pudo apreciarlo. Él se le acercó lentamente y Cristina, a su pesar, se vio obligada a retroceder hacia el cuarto de baño. Aunque había salido de las sombras, Cris seguía sin ver su rostro con claridad, como si algo lo velase expresamente. Dargo se detuvo a tres metros, divertido, para evitar que ella se escabullera en el aseo, aterrada.
—¿Me echaríais vos?
La burla hizo erguirse a Cristina y, aunque su voz no sonó demasiado convencida, lo amenazó:
—¡Por supuesto! Y le aseguro que soy capaz de atacarle donde más le duela.
Dargo enarcó una ceja, sin entender. La miró intensamente por un instante.
Aquella mirada ardiente la hizo desear que él siguiera avanzando y la tomase en sus brazos para luego bes... ¡Por Dios! ¿Qué estaba pensando?
«Que te encantaría ser besada por este loco, mujer. Eso es lo que estás pensando», le pinchó su maldita conciencia de nuevo.
—Sea como queréis. —Su voz ronca le hizo sentir un cosquilleo en la columna vertebral—. Os recomiendo que no digáis nada de esto a la señora Kells, ni a los demás. No sería acertado, creedme. El conde de Killmar os da las buenas noches —dijo, haciendo una reverencia que parecía copiada de una película de Errol Flynn.
En ese mismo instante desapareció. Simplemente se evaporó. Se difuminó. ¡Puf!
Cristina sintió que se mareaba, que todo le daba vueltas, que las paredes se le venían encima y que su corazón se paraba de golpe. Se desmayó por segunda vez en su vida. En esta ocasión, por fortuna, cayó sobre la mullida alfombra.
Sigue leyendo: rxe.me/699M90K

LO QUE DURE LA ETERNIDAD
—No hace falta que alarméis a la buena de Miriam, mi señora. Me iré por donde he venido en cuanto dejéis de mirarme.
—¿Que yo le miro? —gritó Cristina—. Y deje de hablarme como si estuviésemos en el siglo XVIII.
—Lo siento si no me expreso bien. —Sus ojos destellaron con un amago de risa, y el corazón de Cristina dio un vuelco—. He intentado ponerme al día durante estos siglos, pero debo reconocer que esta forma de hablar, con tantas palabras malsonantes intercaladas en el vocabulario, me resulta difícil.
—¿Durante estos siglos? —preguntó ella, parpadeando con rapidez—. Ya sé. Usted se ha escapado de un manicomio cercano. O es un maldito y desgraciado estúpido, hijo de perra, que me ha tomado por idiota y...
—¿Veis a lo que me refiero, mi señora? De cada tres palabras, una subida de tono. —Hizo chascar la lengua varias veces.
—¡Sólo faltaba que, además, intente enseñarme modales!
—Sin lugar a dudas podría hacerlo. Por ejemplo, esos pantalones que lleváis son demasiado ceñidos. Os dejáis abierta la blusa de modo provocativo. Esas cosas apestosas que os ponéis en la boca y echan humo...
—¡Suficiente! —se enfureció Cristina, señalando la puerta con una mano temblorosa—. ¡Salga ahora mismo de aquí! Mañana aclararé este asunto con la señora Kells.
—Me encuentro muy cómodo en este cuarto —comentó Dargo, divertido por su enojo. Resultaba gratificante que, por fin, alguien le plantase cara sin miedo—. Antes era el mío.
—Antes de que le internaran, supongo. ¡Fuera!
Una sonrisa hermoseó el atractivo rostro del hombre, aunque ella no pudo apreciarlo. Él se le acercó lentamente y Cristina, a su pesar, se vio obligada a retroceder hacia el cuarto de baño. Aunque había salido de las sombras, Cris seguía sin ver su rostro con claridad, como si algo lo velase expresamente. Dargo se detuvo a tres metros, divertido, para evitar que ella se escabullera en el aseo, aterrada.
—¿Me echaríais vos?
La burla hizo erguirse a Cristina y, aunque su voz no sonó demasiado convencida, lo amenazó:
—¡Por supuesto! Y le aseguro que soy capaz de atacarle donde más le duela.

Aquella mirada ardiente la hizo desear que él siguiera avanzando y la tomase en sus brazos para luego bes... ¡Por Dios! ¿Qué estaba pensando?
«Que te encantaría ser besada por este loco, mujer. Eso es lo que estás pensando», le pinchó su maldita conciencia de nuevo.
—Sea como queréis. —Su voz ronca le hizo sentir un cosquilleo en la columna vertebral—. Os recomiendo que no digáis nada de esto a la señora Kells, ni a los demás. No sería acertado, creedme. El conde de Killmar os da las buenas noches —dijo, haciendo una reverencia que parecía copiada de una película de Errol Flynn.
En ese mismo instante desapareció. Simplemente se evaporó. Se difuminó. ¡Puf!
Cristina sintió que se mareaba, que todo le daba vueltas, que las paredes se le venían encima y que su corazón se paraba de golpe. Se desmayó por segunda vez en su vida. En esta ocasión, por fortuna, cayó sobre la mullida alfombra.
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Published on April 18, 2019 00:38
April 16, 2019
Estupenda reseña en el blog Promesas de amor

Agradezco profundamente a lady Isabella, del blog Promesas de amor, la preciosa reseña que ha hecho de mi última novela, Ódiame de día, ámame de noche.
Os dejo un trocito, pero si queréis leerla entera no dejéis de pasar por el blog, porque además de esta crítica encontraréis un montó de reseñas estupendamente redactadas y argumentadas.

Published on April 16, 2019 07:48
April 14, 2019
Artículo: El divorcio

Ahora bien, puede resultar interesante aclarar la aparición de un divorcio en una novela romántica y echar la vista atrás para conocer esta práctica en los antiguos pueblos.
El divorcio viene de lejos, casi desde que se instauró el matrimonio. Solo algunas culturas no lo admiten por causas religiosas.
La Historia nos demuestra que en tiempos pasados (retrocedamos hasta los babilonios), romper con una unión estaba admitido bajo ciertas normas. En Babilonia cualquiera de los cónyuges podía solicitarlo aunque, para volver a darnos de cabezazos contra la pared, si el divorcio se pedía debido a la infidelidad de la mujer, ésta era rea de muerte. Me suena esto a pesar de haber pasado siglos. Los tiempos cambian, pero la mente de los humanos no tanto.
Los aztecas no eran tan cerrados: entre ellos igual uno que otro podía demandarlo, siendo libres después para contraer nuevo matrimonio.
Los celtas podían tener más de una esposa, pero también se consentía la separación.
Los hebreos podían tener varias mujeres y repudiarlas sin más argumento que el de me he cansado de ellas.
Entre los griegos, si se divorciaban o el hombre repudiaba a la mujer, tenía que devolverse la dote. Este pueblo pensaba, por algo han tenido filósofos que, aún hoy, podrían dar clases a más de uno.
Pero qué duda cabe que los romanos se llevaban la palma. Allí te casabas si había algo que dejar a los herederos; en caso contrario (como pasaba con los esclavos), vivir juntos sin ceremonias de por medio era más que suficiente. ¿Para qué papeleo innecesario?
Como vemos, con sus más o sus menos, pudiendo pedir el divorcio el caballero o la dama, siempre se ha admitido romper ese vínculo.
Hasta que llegó el cristianismo.
Palabras mayores.
Porque al tomarse el matrimonio como un sacramento divino, no había marcha atrás. Ahora bien, siempre hubo quien se lo saltó a la torera o consiguió anular su unión argumentando no haber tenido relaciones sexuales, por mucho que fuera incierto. El poder y el dinero, ya se sabe, hacen milagros.
Dejando a un lado distintas costumbres, quiero hacer una pequeña referencia a los divorcios en la época en que están inmersas muchas de nuestras novelas románticas, para que esas lectoras que abren los ojos como platos, pensando en que hay un error, lo vean más claro.
De todas es sabido que muchos matrimonios se basaban en los intereses pero, así y todo, era la meta para cualquier joven. Permanecer soltero era un desastre, por mucho que la mayoría de nuestros protagonistas masculinos se defiendan (al principio) como gato panza arriba para no ir al altar, y las heroínas pasaran a ser unas pobres solteronas, mal vistas por la sociedad en cuanto se les empezaba a pasar el arroz. Para unos y otros permanecer soltero era un fracaso, se mirara por donde se mirase. Además, las mujeres eran educadas para convertirse en esposas y madres porque, sumado a todo ello, el sexo femenino carecía, la mayoría de las veces, de medios propios y económicos para ser independiente.
Tuvieran o no los medios, pesaba más quedarse soltera que perder las propiedades a favor del esposo, quien se hacía con el dominio de todo.
Afortunadamente, no todas pensaron así, comenzaron a movilizarse y ya en 1790, en Francia, donde el papel de la esposa era la sumisión, se auparon contra el abuso exigiendo que se impusiera el divorcio como medio para paliar la degradación de la mujer.
En la Inglaterra de 1857 se consiguió un cambio que facilitó la ruptura del vínculo matrimonial haciéndolo menos oneroso, llevándose a cabo unos 600 divorcios anuales al finalizar el siglo.
No por ello supuso la panacea de todos los males: la mujer seguía infravalorada y muchos consideraban el nuevo estado como un escándalo mayúsculo.
Pero fuera bueno, malo o peor, se divorciaban.
Published on April 14, 2019 01:17
April 11, 2019
Un pedacito de Destinos cautivos
¿Has leído Destinos cautivos? Aquí te dejo un trocito para que, si no lo has hecho, te animes a hacerlo.
DESTINOS CAUTIVOS
Ronroneó satisfecha al contacto de las manos masculinas sobre sus hombros, y la suave fragancia inundó sus fosas nasales. Le dejó hacer, aunque se mantuvo rígida.
—Relájate, cariño, relájate.
¡Sería necio! ¿Qué mujer podría hacerlo en sus circunstancias, con las manos deseadas sobre ella? Sin duda, se burlaba. Aun así, puso todo su empeño en aflojar sus tensos músculos, olvidándose de que era él quién la tocaba, desechando de su mente su propia imagen tumbada sobre la camilla y Diego a su lado, apenas cubierto, extendiendo el aceite balsámico sobre sus hombros, sobre su espalda, hasta casi el inicio de las nalgas. Bajando delicadamente la toalla para tener un mejor acceso a la zona lumbar... No, no era sencillo relajarse cuando lo que más deseaba era volverse, quitarle la maldita toalla y envolverlo en sus brazos.
Resistió la tentación con todas sus fuerzas con la creencia de que no conseguiría tranquilizarse. Sin embargo, a medida que avanzaba el masaje, Elena comenzó a ser víctima de una flacidez maravillosa desplegándose por todo su cuerpo.
De tanto en tanto, Diego se paraba para untarse las manos de aceite haciendo esfuerzos titánicos para que no le temblaran las manos. Ahora, desde los dedos de los pies, ascendiendo luego a lo largo de sus piernas, hasta las corvas, las friegas inducían a Elena a una placidez anestesiante, completamente entregada ya a la deliciosa sensación, y hasta comenzaba a amodorrarse. Se encontraba en el séptimo cielo cuando recibió una palmada en el trasero que la sorprendió y la devolvió a la realidad.
—Arriba, perezosa.
Ella se volvió para mirarlo, sujetando la tela contra su pecho, y se despejó en el acto. Diego le sonreía mientras se limpiaba las manos. ¡Dios, qué guapo era! Con el cabello húmedo y los ojos con una chispa brillante, retornaba a ella la imagen del pícaro muchacho de antaño, compañero suyo de travesuras. Y ella, altiva pero imbécil, se resistía a caer en sus brazos. ¿Qué tenía de malo si se le entregaba allí y ahora? Estaban casados y... Sí, estaban casados, ahí radicaba el problema. No porque ella hubiera accedido libremente, sino porque se lo habían impuesto. Se irritó con solo recordarlo. Se levantó, acercándose al baúl en el que él guardase sus ropas. Pero antes de abrirlo quiso poner la guinda al pastel que Diego había horneado y, con sorna, le preguntó:
—¿Se supone que ahora debería yo complacerte de igual modo?
La nuez masculina se convulsionó y los ojos de Diego se ensombrecieron. Imaginar por un segundo que ella pudiera agasajarle con un masaje lo dejó turbado. No apartó los ojos de los de Elena y su voz, al responder, sonó casi amenazante.
—No, si quieres salir del hammam tan virgen como entraste.
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DESTINOS CAUTIVOS
Ronroneó satisfecha al contacto de las manos masculinas sobre sus hombros, y la suave fragancia inundó sus fosas nasales. Le dejó hacer, aunque se mantuvo rígida.
—Relájate, cariño, relájate.
¡Sería necio! ¿Qué mujer podría hacerlo en sus circunstancias, con las manos deseadas sobre ella? Sin duda, se burlaba. Aun así, puso todo su empeño en aflojar sus tensos músculos, olvidándose de que era él quién la tocaba, desechando de su mente su propia imagen tumbada sobre la camilla y Diego a su lado, apenas cubierto, extendiendo el aceite balsámico sobre sus hombros, sobre su espalda, hasta casi el inicio de las nalgas. Bajando delicadamente la toalla para tener un mejor acceso a la zona lumbar... No, no era sencillo relajarse cuando lo que más deseaba era volverse, quitarle la maldita toalla y envolverlo en sus brazos.
Resistió la tentación con todas sus fuerzas con la creencia de que no conseguiría tranquilizarse. Sin embargo, a medida que avanzaba el masaje, Elena comenzó a ser víctima de una flacidez maravillosa desplegándose por todo su cuerpo.
De tanto en tanto, Diego se paraba para untarse las manos de aceite haciendo esfuerzos titánicos para que no le temblaran las manos. Ahora, desde los dedos de los pies, ascendiendo luego a lo largo de sus piernas, hasta las corvas, las friegas inducían a Elena a una placidez anestesiante, completamente entregada ya a la deliciosa sensación, y hasta comenzaba a amodorrarse. Se encontraba en el séptimo cielo cuando recibió una palmada en el trasero que la sorprendió y la devolvió a la realidad.
—Arriba, perezosa.

—¿Se supone que ahora debería yo complacerte de igual modo?
La nuez masculina se convulsionó y los ojos de Diego se ensombrecieron. Imaginar por un segundo que ella pudiera agasajarle con un masaje lo dejó turbado. No apartó los ojos de los de Elena y su voz, al responder, sonó casi amenazante.
—No, si quieres salir del hammam tan virgen como entraste.
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Published on April 11, 2019 00:33
April 7, 2019
Artículo: El bordado

Se utilizaban hilos de seda de variados colores, de oro y de plata; muchas veces, dependiendo de qué tipo de trabajo estuvieran haciendo, ensartaban lentejuelas (es muy posible que esta moda viniera de Arabia), piedras preciosas e incluso perlas.
En Egipto y en Asia se confeccionaron bordados bellísimos. Parece ser que el arte de bordar surgió en Babilonia y los egipcios consiguieron superar en elegancia y sutileza esos trabajos. Por desgracia, no han podido hallarse vestigios, sin embargo, historiadores y pinturas han dejado de manifiesto que existieron. Como existieron también en Grecia y Roma.
Es a partir de la Edad Media cuando los bordados comienzan a ser, ya no solo trabajos de adorno, sino auténticas piezas de lujo. Mucho tuvieron que ver las Cruzadas, que impulsaron a los artesanos a realizar magníficas obras en las que se podían ver los escudos heráldicos y otros motivos caballerescos. Por lo que he podido saber, hay varias clases de punto: pasado, cadeneta y cruzado. El de cadeneta, no sé si porque era el más complicado de hacer, fue desapareciendo, quedando el punto plano. Cada vez se utilizan más los hilos de oro y plata, todo noble que se preciara tenía operarios para confeccionarle costosos bordados y el precio de una de esas piezas podía llegar a ser desorbitante. Caras o no, España fue, desde el siglo XV, uno de los países donde más se encargaban ese tipo de trabajos. En el XVI aparece el bordado a canutillo, que ha prevalecido hasta nuestros días.
Todos hemos podido admirar en los museos de las catedrales, las casullas bordadas. Pues bien, algunas de estas eran incomodísimas de llevar por su peso, debido a la cantidad de metal y repujados. En la catedral de Colonia se puede ver una que data de 1740 y pesa nada menos que 13 kilos.
Pero adelantándonos en el tiempo, llegamos a lo que más nos interesa en nuestras novelas de época: el bordado en la vestimenta de los caballeros. Aquí ya podemos admirar multitud de casacas o chalecos confeccionados en seda. Se bordaban los cuellos, las bocamangas, las pecheras… Colores variados y vistosos, oro, plata e incluso seda negra. Los dibujos podían ser flores pequeñas, ramas o cualquier otro tipo de dibujo.
La llegada de la industria, en el XIX, hace que el trabajo a mano vaya siendo sustituido por las máquinas, pero los artesanos del bordado nunca desaparecerán mientras no desaparezca el gusto por una obra de arte. Las máquinas puede que hagan el mismo trabajo, pero los dedos de quienes bordan impregnan la pieza de amor. Yo me quedo con los segundos. Y, de vez en cuando, me doy una vuelta por el Madrid antiguo, por la calle dedicada a estos artesanos: Bordadores. Para los que no hayan pasado por allí, les diré que en esta céntrica calle tenían sus tiendas los que bordaban en seda y, debajo de una de las capillas de la iglesia de San Ginés, había un oratorio donde lunes, miércoles y viernes se practicaban ejercicios espirituales. Imagino que para dar las gracias por ser un artista.
Espero que os haya gustado este artículo.
Published on April 07, 2019 01:05
Reseña. Rivales de día, amantes de noche
Preciosa la que ha hecho Lady Isabella de Promesas de amor.
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Preciosa la que ha hecho Lady Isabella de Promesas de amor.
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Preciosa la que ha hecho Lady Isabella de Promesas de amor.
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