Óscar Contardo's Blog, page 23
December 10, 2017
Tarde
En muchos sentidos, los resultados del domingo 19 de noviembre continúan siendo un enigma para nuestra clase dirigente. Abundan, desde luego, las teorías sociológicas más o menos sofisticadas sobre modernización, capitalismo, desarrollo y malestar, pero en rigor nadie posee el secreto de un país que se resiste a ser leído. Los políticos, presos en su perplejidad, se han dedicado a tirar barro y conceder cuestiones de fondo con la (vana) esperanza de ganar votos. Resulta difícil explicar de otro modo que Sebastián Piñera haya cedido tan fácilmente el principio de la gratuidad, sin siquiera percibir la dimensión de la derrota involucrada (y por eso es tan meritorio el gesto de los dos Kast, que han estado dispuestos a defender un concepto). Puede decirse lo mismo de Alejandro Guillier, y su ambigüedad respecto de la Constitución, los impuestos, el CAE y casi todo lo que sale de su boca.
El error común a todas estas actitudes -intelectuales y políticas- es que siguen leyendo al país en términos rígidos y heredados del plebiscito de 1988. Hay allí un grave error de diagnóstico, que pasa por alto un hecho fundamental: la principal lección del 19N no fue doctrinaria ni ideológica, sino que guarda relación con un vacío de legitimidad. Si se quiere, estamos frente al fenómeno Sharp ampliado a nivel nacional. El triunfo de Sharp en la municipal se explica por las decisiones de los dos bloques tradicionales que -confiados en la fuerza de la inercia- llevaron candidatos impresentables, que la ciudadanía rechazó con fuerza. Esa confianza de ciertas elites, que parecen pensar que el país les pertenece por derecho propio, es probablemente lo que tiene hastiada a la población. Y ese hastío es previo a cualquier discusión doctrinaria: antes que malestar con el modelo, hay malestar con la clase política tradicional: Valparaíso no es una fortaleza chavista. Después, vendrá la ineludible discusión ideológica, que está más abierta que nunca, pero solo tendrá lugar una vez ocurrido el recambio. Por lo mismo, es un error leer el voto de Beatriz Sánchez como si fuera integralmente ideológico: hay también una dimensión de protesta, de conexión generacional y de cansancio con lógicas gastadas.
¿Cómo superar esta brecha que por momentos amenaza con quebrar nuestra vida política? El desafío no es nada de fácil, y son escasos los políticos de primera línea que comprenden la naturaleza del problema, en parte por cuestiones biográficas, y en parte porque a nadie le gusta dejar el poder. La dificultad se agudiza porque los dos candidatos que se enfrentarán en segunda vuelta, por más que les pese, pertenecen más al pasado que al futuro: Piñera es un nostálgico de la transición, y Guillier encarna una clase media que dejó de existir. ¿Cómo se gobierna un país sin conocerlo ni comprenderlo? ¿Cómo se maneja una sociedad inquieta e irritada con categorías que han perdido su sentido y significado? ¿Estaremos condenados a esperar cuatro años más para que se produzca el indispensable ajuste? ¿Estaremos condenados a llegar siempre tarde?
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Por qué no se callan
Mientras uno acusa fraude electoral, el otro llama a meter la mano en los bolsillos del resto.
Prometen educación gratis, salud de primerísima calidad, seguridad a la puerta y poco falta para que nos garanticen vacaciones en el Caribe y entradas gratis a los conciertos.
Total, cuando se trata de regalar plata ajena, los candidatos son los primeros.
Qué tal si mejor apuramos esto de la segunda vuelta y así terminamos con el circo. Mire que el común de la gente no tiene la suerte de vivir de los votos (como don Marco Enríquez Ominami, que tan guillierista se le ve por estos días) y está más preocupada de juntar las lucas para no dejar en deuda al Viejito Pascuero.
A tal nivel han llegado los excesos, que el exrostro incluso comparó las credenciales democráticas del Chato con Pinochet. Y en la derecha, quién lo iba a imaginar, apareció hasta la Van Rysselberghe llamando a la moderación a su candidato.
La cosa está peleada, qué duda cabe (52% para Sebastián Piñera y 48% para Alejandro Guillier, de acuerdo a la prestigiosa encuesta del Chino Ríos en Twitter). Pero sospecho que a esta altura ya no importa mucho lo que anuncien o digan o hagan (salvo que se manden una embarrada de las grandes).
Cada elector votará por quien más le guste o menos le disguste y lo único que resta a los candidatos para mover la aguja es conseguir que acudan a las urnas los que prefieren pasar un domingo en pijamas.
Es el nivel de nuestra política, tristemente reflejado en el variopinto grupo de diputados y senadores que asumirá en el mes de marzo, y fiel expresión de lo que somos.
Por eso me quedo con esta brillante reflexión de un juez de la Federación Internacional de Ciclismo ante el retraso en los preparativos para la Copa Mundial (que se disputa en Santiago, por si no lo sabía): “Nuestros países no son el primer mundo. No somos ingleses ni somos alemanes, sepámoslo. Somos de una cultura donde las cosas las hacemos sin el orden preestablecido que deberíamos tener”.
Un filósofo.
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Chile en espera
Sabemos poco del curso que está teniendo esta segunda vuelta. Las cartas ya están jugadas, los candidatos son lo que son y, tras la crisis de las encuestas, estamos en una suerte de cámara oscura donde mandan la conjetura, la especulación y la tincada. Todo está en duda. Desde la cantidad de electores que acudirá a las urnas hasta la dirección en que los dos candidatos podrían ampliar su votación. Si el cuerpo electoral no varía, Piñera para quedarse con la victoria, además de capturar gran parte del electorado de José Antonio Kast, tendría que aumentar ese caudal conjunto de votos en alrededor de un 10%. Para el mismo efecto, Guillier tendría que aumentar los suyos en una proporción cercana al 120%.
Son solo las matemáticas brutas las que en este momento le dan viabilidad a la candidatura de Guillier. La suma de sus votos con las de los seis candidatos restantes da efectivamente más de 50%. ¿Dará para tanto ese “abuso de la estadística” de que hablaba Borges al definir la democracia? No lo sabemos. La pregunta es si en este nuevo Chile de gente muy autónoma y diversa -donde los individuos expresan sus preferencias por razones muy variadas- es posible, así como así, sumar lo insumable. Incluso en el caso de dos personas que votan por el mismo candidato pueden existir entre una y otra razones muy encontradas para hacerlo. No solo eso. Tal como hubo gente que votó en primera vuelta por lo que precisamente los candidatos representaban, también la hubo que los votó a pesar de lo que representaban, pero queriendo decir que, en algún punto, estaban con ellos o estaban por dar alguna señal de advertencia al sistema político. Y aun en el caso en que la cantidad de electores el domingo próximo se mantuviera o creciera un poco, eso no significará que la gente que vote sea la misma, porque es muy probable que una parte de los que votaron en primera se queden en la casa para el balotaje y también probable que entren a esta elección ciudadanos que antes no se sintieron emplazados. En la posibilidad de movilizar a los desmovilizados la política chilena tiene una caja negra gigantesca, del porte de la mitad del padrón, lo cual representa un horizonte de oportunidades que, en principio al menos, podría modificar el actual tablero radicalmente. Siempre se ha supuesto que en lo profundo la gente que no vota no es demasiado distinta a la que sí vota. Pero se trata de un suposición que podría despedazarse sola si los que hasta ahora no estuvieron ni ahí decidieran de la noche a la mañana refutarla. Lo pueden hacer y eso agrega a la ecuación otra incógnita.
Hasta ahora, en Chile no tenemos precedentes de elecciones de segunda vuelta que hayan entregado la mayoría absoluta a la segunda mayoría relativa. No somos Perú, que el 2010 prefirió a Fujimori, que había llegado segundo, ante el riesgo de que Vargas Llosa se convirtiera en presidente y que el año pasado bloqueó con el nombre de Pedro Pablo Kuczynski, que obtuvo el 22% de los votos en primera vuelta, las opciones triunfales de Keiko Fujimori, que había sacado más del 40. En Argentina también se produjo algo parecido el 2003, cuando Menem (24%) prefirió no competir con Néstor Kirchner (22%) en la ronda final, sabiendo que si lo hacía iba a perder, por el peso de las alianzas que su contendor ya había amarrado. En Chile esto no se ha dado. El que no haya ocurrido, sin embargo, no significa que no puede ocurrir y la pregunta en este caso es si Piñera es una figura lo suficientemente resistida en el espectro ciudadano para que todas las fuerzas políticas que no son de centroderecha vayan a votar, más que por su contendor, contra él.
Aunque con el paso de los días la segunda vuelta ha tendido naturalmente a radicalizar las posiciones, proceso con el cual las redes sociales se están dando un festín, lo cierto es que, más allá de la clase política, la base social sigue más bien moderada y serena. Subió un poco el medio en la derecha y creció otro poco la ansiedad en la izquierda. Nada, sin embargo, en proporciones para reventar los sismógrafos. No hay que tener una memoria muy larga para reconocer que en muchos momentos la sociedad chilena ha estado más radicalizada que ahora. A eso probablemente ha contribuido el perfil de ambos candidatos -los dos son genéticamente moderados- y la responsabilidad política con que, dentro de todo, han asumido sus respectivas candidaturas. Ha habido ofertones, es cierto. Pero en lo menos. El principio de la responsabilidad fiscal, mal que mal, está presente en la discusión política chilena y las dos candidaturas, en mayor o menor medida, están conscientes del escaso margen de maniobra que actualmente tiene la economía chilena para financiar relatos utópicos o refundacionales.
La otra variable que incide en la sensatez predominante es lo que vendrá después. Sea que gane Piñera o gane Guillier, el desafío inmediato será restablecer las condiciones para que el país pueda retomar su ritmo de crecimiento, puesto que ya se sabe que la dinámica que le impuso a la economía el actual gobierno no conduce a ninguna parte. A renglón seguido vendrá el desafío de alcanzar, por lo menos, algunos acuerdos en materia de gobernabilidad, dado que ninguna de las coaliciones tiene por sí misma la fuerza necesaria para garantizarla por separado.
Contrariamente a lo que el imaginario político más dramático quisiera, al parecer no tendremos mayores vuelcos en lo que resta de la campaña. Y aunque los candidatos quedaron en deuda en varios conceptos -diversidad, audacia, aplomo, autoironía-, no es por casualidad que hayan llegado donde están. Les fue bastante mejor, por de pronto, que a los otros seis. Es cierto que en ellos los caminos se bifurcan de manera resuelta. Pero cualquiera sea el resultado, el que pierda seguirá estando muy presente en el futuro del país. Para bien o para mal.
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December 9, 2017
La crisis de la derecha
¿Qué le ha pasado a la derecha chilena en las dos semanas que, debiendo ser triunfales, se han convertido en una pesadilla infestada por íncubos y espectros? Bueno, le ha pasado lo que pasa en todo el mundo -¡incluso en el Reino Unido!- cuando enfrenta un paisaje electoral complicado: se altera, se enerva y, acaso buscando lo contrario, polariza todo lo que debería moderar. En lo que antes se solía llamar Europa del Este, donde debía luchar contra el pasado soviético, la derecha moderada, “normal”, ha terminado cediendo el terreno a la ultraderecha a punta de puro pavor, y lo mismo ha estado cerca de ocurrir en Austria, Holanda y hasta Francia. En Italia y Estados Unidos se ha entregado a caudillos populistas y plutócratas, freaks de la política, el espectáculo y la entera existencia humana.
A diferencia de estos desgarrados casos, la derecha chilena atraviesa por uno de los mejores momentos de su historia reciente: tiene al frente a un adversario herido y fragmentado, obtuvo un gran resultado parlamentario, controla una mayoría de las alcaldías y ahora amplió su poder territorial con un sólido repertorio de cores. Mejor aún, los partidos de Chile Vamos no se han enfrentado entre sí -a pesar de que la UDI no abandona su manía identitaria, su adolescencia perpetua- y parecen haber logrado un modus vivendi estable justo cuando sus contrincantes lo han tirado por la ventana.
Es un sarcasmo estridente que para distinguir este panorama haya que quitar de en medio la contienda principal, la presidencial, y sobre todo sacar a su principal problema, que parece ser el propio candidato. Voilà.
Y entonces, ¿es realmente Sebastián Piñera un problema? Lo es, sin duda, en su persistente empeño por meter la pata y su todavía más tenaz deseo de ser perdonado una y otra vez. Lo es también con su historial de negocios, tan parecido al de otras fortunas locales que por eso mismo es polémico, discutible, controversial. Y lo es, si se quiere, en sus dimensiones ansiosas y compulsivas que tanta nerviosidad plantan en el espectador.
Pero Piñera no es un problema en absoluto en lo que significa como representación de la derecha: es moderado, centrista, conservador sólo en cuanto católico y controladamente liberal en su pensamiento económico. Dicho de otro modo, Piñera es la derecha que no hubiese querido Pinochet, o lo que la derecha necesitaba para olvidarse del general. Además, es un temperamento heroico, a la escala que corresponda: en el 2009 quebró el tabú de la derecha minoritaria. Y ahora va por una segunda hazaña: la derecha no sólo elegida, sino además reelegida, una idea que no se había planteado desde Arturo Alessandri, el primer y último caudillo populista de la historia de la derecha chilena.
La novedad es que este año enfrenta un tipo de resistencia que no tuvo el 2009. Hay un antipiñerismo que no se funda en su conducta política, sino en la empresarial, y quizás no sea tan notorio como, por ejemplo, el antifujimorismo en Perú, pero ha adquirido un volumen misterioso, cuya magnitud sólo se conocerá el domingo 17. Piñera ha podido ganar o perder desde el primero hasta el último día de la campaña presidencial, pero si se deja fuera la hojarasca de las encuestas y el decidido sabotaje de José Antonio Kast, su mayor adversidad ha sido ese rechazo oscuro y personalizado.
Debido a esta inesperada rugosidad, Piñera ha tenido que soportar la patronización de quienes fueron sus adversarios en las primarias, Felipe Kast y Manuel José Ossandón, que más que ayudar al candidato parecen interesados en adelantar posiciones para otra competencia presidencial, acaso la de 2022, donde es probable que también quiera llegar el otro Kast, José Antonio, que se apropió de casi un 8% en la primera vuelta. A diferencia del 2009, donde pudo someter a todos sus rivales dentro de la coalición, esta vez Piñera ha debido aguantar un rosario de condiciones, aunque sólo hayan sido propagandísticas.
Es una situación extraña. Desde luego, lo que ocurra con Piñera ese domingo determinará la percepción global de la derecha, pero la presencia que la derecha ha adquirido en las otras esferas de la política tendrá una expresión más prolongada. Será, por los años que vienen, un botín silencioso: quien lo capture tendrá una poderosa plataforma para cualquier proyecto. ¿Cualquiera? Aún no se sabe. Como espejo de la izquierda, también esta derecha tiene varias caras.
Las que hoy presenta en Chile son estas: una centroderecha moderada, cuyos partidos y prohombres apoyan a Sebastián Piñera, aunque carecen de alternativas; el embrión de una derecha liberal, un viejo proyecto incumplido al que siempre le ha faltado densidad intelectual, pensamiento, inteligencia, y que ahora aspira a conducir, con más olfato que marco reflexivo, Felipe Kast; una derecha conservadora y populista, callejera, que se vanagloria de su crudeza pendenciera tanto como lo hace Ossandón, y una ultraderecha regresiva, intolerante y oscurantista, a la que por ramalazos -sobre todo en sus momentos de provocación militarista- se parece mucho José Antonio Kast.
En el 2014, al terminar su primer gobierno, Piñera no había alentado (ni permitido) la emergencia de ningún liderazgo nuevo en Chile Vamos, acaso porque -igual que Bachelet en la centroizquierda- su verdadero proyecto no era alejarse, sino volver, como la mitad del planeta lo sabía. Las cosas son muy distintas esta vez: gane o pierda la contienda presidencial, la derecha tendrá que empezar a decidir quiénes la representarán en los torneos del futuro.
Esto se dice con facilidad, pero no se hace nunca con el tiempo necesario. La única experiencia de selección anticipada de sucesores en todo el siglo XX fue la que practicó el Frente Popular con los tres presidentes que eligió entre 1938 y 1952. Después, nadie. Y en el caso de la derecha, ahora todo dependerá, peligrosamente, de cómo quede en la noche del domingo.
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Los inocentes
La palabra “inocencia” tiene varias acepciones. Puede significar estarse libre de cierta culpa, pero yendo aun más allá entraña nada menos que la posesión de pureza en general. También se usa para referirse a la ingenuidad, el no darse cuenta de las cosas, el ser algo leso aunque “en “buena”. ¿Cuál de todas traduce mejor la postura prescindente a medias -y ya desvaneciéndose- del Frente Amplio, a la Cantinflas, llamando a votar por Guillier sin mencionar su nombre y no votar por nadie pero al mismo tiempo contra Piñera, todo al mismo tiempo? La pregunta es válida sólo si acaso ese enredo semántico, esta antinomia al cuadrado, puede calificar de postura y si hay detrás de esa actitud llamada postura un sujeto político capaz de adoptarla.
Posiblemente sirvan todas esas acepciones simultáneamente. Es un hecho que los seguidores del FA no tienen culpa en la perpetración del “gran legado” bacheletista, regalo a la nación consistente en llevar las arcas fiscales a cifras estratosféricas de endeudamiento e insondables de desfinanciamiento, copar el aparato del Estado con más de 100 mil -posiblemente alrededor de 150 mil- combatientes y comandantes cuyas acciones de lucha se reducen a Dios gracias a cobrar a fin de mes, reventar los pocos buenos colegios, hundir el sistema de salud más abajo del piso, paralizar la industria, ahuyentar la inversión y espolear un frente de conflicto tras otro con una agenda valórica que tal vez emocione hasta las lágrimas y los brindis a las versiones criollas de la activista decimonónica Flora Tristán, pero no ayuda en absoluto a mantener en buen pie la economía, no genera empleo, no estimula la inversión ni promueve el crecimiento.
En cuanto a la pureza entendida como virtud espiritual cercana a la santidad o la condición de beato, es difícil pronunciarse. Gente suspicaz tiende a sospechar de quienes hacen alardes acerca de sus gracias. Nuestra madre jamás contrataba una empleada doméstica si afirmaba que la honestidad era su principal rasgo de carácter y quizás no habría votado por quienes alegan “procesos de reflexión”. En cuanto a la pureza entendida como el NO haber hecho tal o cual estropicio, tal vez sólo significa que el candidato a la canonización aún no ha tenido oportunidad de probar su fortaleza moral encarando con serena firmeza y viril energía un suculento cheque, un cargo o cualquier clase de provecho a disposición de los incumbentes. La pureza basada en la falta de oportunidades para no ser puro difícilmente es monopolio del FA, al contrario, es bastante accesible y transversalmente democrática; tienen derecho a ella y la practican diariamente todos los ciudadanos ajenos a los pasillos del poder y el privilegio.
La gente del FA, casi toda de 30 años o menor, ciertamente y hasta ahora son bastante puros en ese vacío sentido. En sus infancias y adolescencias el rol de Calibán y/o el rol de Crispín lo representaron sus padres, las becas, el Estado, el crecimiento, la paz social y el relativo reposo imperante durante el camerino de la Concertación, todo lo cual sacó del primer plano de sus vidas las feas y materialistas cuestiones acerca de quién paga qué; despejada esa X tenían espacio libre para denostar, enjuiciar, desdeñar y fantasear. Bien se ha dicho que son hijos de la Concertación porque esa es exactamente su naturaleza y siempre la será. Nunca las vieron difíciles, sino a lo más vieron a sus padres verlas difíciles.
Como no son gobierno podemos entonces estar seguros de que aun no pecan, pero no podemos prometer que sus carreras vayan a seguir por el mismo estrecho sendero de la virtud si acaso un buen día llegan las vacas gordas, que en él no caben. Muchos de los idealistas profesionales del período de las marchas estudiantiles fueron cooptados tanto por y en la política de siempre como por y en el aparato público, donde principalmente invadieron el Ministerio de Educación. Si hicieron o no geniales aportes pedagógicos es difícil de juzgar y aun más arduo creer, pero es definitivo que ninguno de ellos dejó de cobrar sus generosos emolumentos, bonos y granjerías. Tampoco quienes llegaron al Templo de la Democracia han desdeñado sus apetitosas dietas parlamentarias. Ni siquiera desprecian los bonos extras del cargo, los pasajes gratis, los fondos para “asesorías”, etc. ¡Qué difícil ser puro cuando todo el mundo se empeña en tentarnos!
Candor
¿Y qué hay del candor, del no darse cuenta? En una quinceañera esa particularidad puede resultar hasta encantadora, en un aspirante a conducir o siquiera inspirar los asuntos de Estado se convierte en un peligro público. Por eso a los integrantes y seguidores de esa sensibilidad ya les han reprochado su falta de responsabilidad, su alienación de la realidad, su obstinación en mantenerse en un limbo inconducente y todo eso para sostener y preservar ideas que no resisten ni dos minutos de análisis. Y sin embargo y para ser justos tal vez sea una crítica anacrónica en el sentido de esperar lo que NO puede esperarse de gente tan joven e inexperta. Los culpables del pecado de la huevonería política, que es pandemia desatada a todo trapo, son más bien los mayores de 40 años desempolvando tesis que jamás resistieron el análisis y probadamente malas en el campo de la realidad; los dignos de reproche son también los sexagenarios que entraron a la segunda infancia y gustan refregar sus hombros con los Jackson, los Boric y los Mayol. En cuanto a los realmente jóvenes, a los estudiantes y escolares, sencillamente y por las mismas razones son tan inocentes en ser inocentes en el sentido de no darse cuenta de nada como también lo eran los miristas de los años 60, como lo fueron los pioneros de la era soviética, los nenes que blandían el Libro Rojo de Mao Tse Tung, los tontones de las juventudes hitlerianas más tarde convertidos en verdugos de la Shutzstaffel y los y las seguidoras de Charles Manson, a quienes tan bien pinta en su descomunal imbecilidad la teleserie yanqui Acuarius. La juventud tiene esa virtud maravillosa y envidiable, la capacidad para sustraerse en un periquete de la fea contingencia y creer en la olla con monedas de oro esperándolos al otro lado del arcoíris.
La intención es lo que vale…
¿Y qué hay del valor de las ideas del catecismo de ese y otros grupos de reciente factura? ¿Son pura locura, demagogia, refritos, pendejerías infantiles? Depende de cómo se evalúen. La parte relativa a la intención, como casi toda intención, es buena. Sirven, como suele decirse a guisa de consuelo, para “poner en la agenda” temas que habían pasado colados. No deja eso de ser un aporte porque el lado oscuro del frío pragmatismo -que es lo único que funciona- es cierta dureza de corazón e indiferencia hacia los sufrimientos de algunos habitantes de este terrible valle de lágrimas. Ese recordatorio es importante como pueda serlo el sermón de la montaña o, más modestamente, la prédica del párroco local.
Otra cosa es si las sentencias de dicho recordatorio pueden operar al mismo tiempo como receta de cocina. De seguro, no. Pongamos un ejemplo: una cosa es poner el acento en las malas pensiones que sufren muchos trabajadores chilenos porque, dicho sea de paso, siempre tuvieron malos sueldos, pero otra muy distinta es arreglar ese problema arrojando la guagua junto al agua sucia de la bañera obedeciendo el llamamiento “No+AFP”. Hasta Eyzaguirre, quien últimamente aparecía en sus intervenciones no tan listo como solía ser, ha reconocido eso. De seguro cayó ya en la lista negra. ¿Cómo se le ocurre usar cifras y matemáticas?
La historia humana está repleta de situaciones parecidas, nuevas generaciones que se asoman, critican, reprochan y ofrecen la salvación eterna. El resultado ha sido siempre el mismo en primera instancia: el fracaso. En una segunda derivada las demandas urticantes que se han puesto de manifiesto sin resultados, a veces, con suerte, encuentran una manera funcional de ponerse en acción. Misteriosos e inescrutables son los caminos del Señor.
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Casi como en 1988
No creo que la historia se repita, ni que una época rime con otra como si se tratara de los versos de una letanía que sólo tolera leves cambios, amarrando los acontecimientos a un aforismo ingenioso que nos pone a todos dentro de una rueda sin fin. Lo que creo, eso sí, es que ciertos rasgos permanecen, están ahí porque son parte de nuestra convivencia, por momentos en forma latente, sin lograr manifestarse, como los virus que duermen hasta que algo los despierta. Cuando eso sucede, los cuerpos reaccionan, las defensas se levantan y los sentidos se aguzan para captar el peligro. Repentinamente nos parece asistir al reflujo de un pasado, la irrupción de algo ya vivido antes, sólo que de otra forma, en otros términos, una versión adaptada a las condiciones del momento de un arma tan vieja como nuestra historia.
Esa arma se llama miedo.
Hace casi 30 años, durante la campaña del plebiscito de 1988, el miedo estaba representado por ciertos recuerdos compartidos por la generación que vivió la Unidad Popular. Era un conjunto de temores que podría incluso enumerar, como una lista de demonios que deben mantenerse a raya: el desabastecimiento, las colas, las expropiaciones, la visita de Fidel Castro y la Unión Soviética. Había barcos rusos cerca de las costas, guerrillas ocultas y muchos comunistas. Eso explicaban espontáneamente en conversaciones triviales quienes estaban a favor de que el régimen de Pinochet se extendiera.
Tres décadas después, durante una elección democrática, en una situación muy diferente, los mismos temores reaparecen en ciertos grupos, ajustados al escenario actual. Hace casi 30 años la participación electoral en el plebiscito fue masiva, actualmente no supera la mitad de los habilitados para votar; hace casi 30 años más del 40% de los chilenos vivía en la pobreza, hoy esa cifra no alcanza el 15%; hace casi 30 años vivíamos en el orden de la Guerra Fría, hoy Estados Unidos es gobernado por un presidente que nadie toma en serio y China comunista es el socio comercial que no querríamos hacer enojar.
Pocos elementos de aquel escenario en el que tuvo lugar el plebiscito se mantienen, sin embargo, para algunos el eco de la Unidad Popular -encarnada ahora por el Frente Amplio- persiste; la Unión Soviética es reemplazada por Venezuela y Corea del Norte; Nicolás Maduro toma el lugar de Fidel. Los rumores que antes se difundían boca a boca ahora circulan en las redes sociales repetidos por bots que crean y recrean versiones de anécdotas difíciles de corroborar. Todo parece estar en peligro de derrumbe: la economía, la política, la familia y los valores. La única aspiración que nos queda, según ese discurso, parece ser la inmovilidad y la resignación mientras esperamos que las cifras de crecimiento se incrementen. Nos proponen que la única fórmula para progresar es atender al temor, como si la vía para prosperar pasara por condenar la crítica y acatar órdenes divinas.
El plebiscito de octubre de 1988 marcó el final de la infancia de mi generación. Fue un acontecimiento político, pero para mis cercanos y coetáneos, también fue un hito emocional. Ese país que a mí me tocó vivir ya casi no existe, aunque en algunos ambientes parece haber sobrevivido intacto, conservado al vacío: usan los mismos referentes, acunan las mismas pesadillas.
Mientras escribo este párrafo veo una encuesta internacional que preguntaba a los ciudadanos de distintas naciones si pensaban actualmente que su país estaba mejor que hace 50 años. Los chilenos fueron los únicos latinoamericanos que respondieron afirmativamente. La mayoría piensa que estamos mejor, la mayoría es capaz de darse unos segundos y ver en su propia historia -la familiar, la de sus cercanos- un progreso. Para llegar a eso hubo cambios, transformaciones, el voto de gente que no creyó que los rusos venían por nosotros.
Sin embargo, frente a toda esa evidencia, hay quienes en lugar de proponer un horizonte, lo que proponen son objeciones, siembran la alarma sobre cualquier aspiración nueva, pronostican un caos inminente que sólo se puede atisbar desde el lugar que ellos habitan: un sitio apartado de la vida de los comunes y corrientes.
Con la mayoría sólo parecen saber relacionarse en el lenguaje del miedo; convidarlos a recordar las asperezas de la UP y escuchar con espanto los discursos de Maduro para así cultivar el terror, como si en eso consistiera su propuesta política, como si el futuro dependiera de ciertas dosis de susto que se inoculan cada tanto.
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December 8, 2017
Una gobernabilidad transformadora
Alejandro Guillier puede ser el próximo Presidente de Chile. El “no a Piñera” podría bastar para ganar la elección pero no para gobernar Chile. Tampoco es suficiente definirse como simples continuadores de la obra del actual gobierno. El impulso reformador que le imprimió Michelle Bachelet es innegable y será su legado para la historia. Pero, en lo inmediato no hay que olvidar que las reformas son imperfectas y que su respaldo popular ha decaído. Es cierto, la gratuidad en la educación superior se transformó en consenso nacional. Urgido por sus necesidades electorales y contra todo lo que había dicho, Piñera transformó en casi unánime algo que era objeto de ácidas disputas. ¡Bien por Chile y gracias a la democracia y a las elecciones! Aquí ya no hay vuelta atrás.
Pero, otras dimensiones de la reforma educacional son controversiales, la reforma tributaria deberá perfeccionarse y la legislación laboral adecuarse para extender la negociación colectiva y responder a las transformaciones que genera la introducción masiva de la robótica y la inteligencia artificial. Asimismo, en el ámbito constitucional lo esencial está todavía por hacer. Por otra parte es imprescindible recuperar la inversión y sustentar sólidamente el crecimiento. Estamos en consecuencia frente a la necesidad de un nuevo proyecto y de una nueva mayoría que lo respalde.
Un triunfo electoral requiere de una mayoría social y política que lo proyecte. Una cuestión urgente será la generación de respaldo parlamentario en un Congreso más fragmentado que el actual. Para ello, la relación con el Frente Amplio será clave. Está descartado que entre al gobierno. Su identidad y proyección futura no son, por ahora, compatibles con una participación gubernamental que implica asumir responsabilidades, disciplina de coalición y reparto de cargos.
Pero, ¿por qué no pensar en un pacto de gobernabilidad para hacer avanzar un conjunto de grandes reformas? Así por ejemplo, en la Cámara de Diputados se podría estructurar una mayoría clara (83 sobre 155) haciendo converger a los representantes de la Fuerza de la Mayoría con los de la DC, Frente Amplio, Regionalistas, PRO e independientes.
No ser parte del gobierno no implica necesariamente constituirse en oposición. No tiene sentido definirse como tal a un Presidente al que se le pidió compromiso con reformas sustantivas para ser electo. De modo que si éste triunfa será porque una abrumadora mayoría del Frente Amplio votó por él. La actual experiencia portuguesa es interesante. Gobiernan los socialistas con el apoyo solo desde el Parlamento del Partido Comunista y del Bloque de Izquierda. Y las cosas han ido bien. Portugal va saliendo de su profunda crisis y retoma un crecimiento equitativo.
En Chile, el Frente Amplio no debiera condenarse a la suerte del Podemos en España que con su obcecación por darle un zarpazo al PSOE terminó por hacerle el juego a Rajoy y sufrir un fuerte castigo ciudadano. El gran desafío para el progresismo es la confluencia de la izquierda histórica con las fuerzas de los nuevos tiempos, cada una desde sus respectivas identidades.
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Miedo a Guillier
Mucho se ha dicho acerca del miedo que provoca en la derecha un eventual triunfo de Guillier en la elección presidencial. Que Chile se convertirá en otra Venezuela, que algunos preparan sus maletas para abandonar el país, que las empresas dejarán de invertir. En fin, que entraremos en una espiral de caos.
Bueno, si bien hay gente que piensa así, aquello no es más que una caricatura. Es cierto que luego de la primera vuelta se alojó un desánimo en el sector, pero con el paso de los días, la cosa se ha calmado, en parte porque ven que las posibilidades de ganar todavía son reales. Claro, no será un paseo, como se pensó, porque la elección será estrecha, pero nadie la da por perdida.
Igual, la perspectiva que pueda ganar Guillier provoca un cierto temor. No necesariamente por él, sino por algo más fundamental: con quién gobernará. Y como los resultados de las parlamentarias ya los conocemos, la respuesta es bastante obvia: con el Frente Amplio. O sea, el candidato no solo necesita sus votos para ganar la elección; también para gobernar.
Esto es bastante evidente si se piensa en cómo quedó la Cámara de Diputados. La antigua Nueva Mayoría solo tiene el 37% de los elegidos, incluyendo la DC. O sea, no le alcanza para legislar nada. Por ende, cualquier iniciativa de Guillier, debe pasar por conseguir los votos de Frente Amplio, que tiene 20 diputados. Y es obvio que, lograr aquello, pasa por tener una agenda que a ese grupo le haga sentido.
En suma, el miedo de la derecha se basa en que un eventual gobierno de Guillier termine capturado por la extrema izquierda, un sector que, pese a sus resultados, sigue siendo minoritario, porque el Frente Amplio solo logró el 16% de los votos en las parlamentarias. O sea, sus ideas representan a muy pocos, salvo que Guillier, si llega a La Moneda, las avale.
Algunos dicen que esto no sucederá. Que una vez elegido, podría girar hacia al centro, formar coaliciones más representativas del país. Bueno, puede ser, pero esa sería la voltereta política más emblemática de la historia. Una que no será gratis, porque el Frente Amplio le haría la vida imposible.
Además, hasta ahora, sucede lo contrario. El candidato ha llevado sus ideas hacia la extrema izquierda con facilidad. En sus discursos, por ejemplo, no dudó en usar la icónica frase del Che Guevara, “hasta la victoria siempre”, y luego de la Maduro, “hay que meterle la mano al bolsillo a los poderosos”.
Claro, todo esto puede ser táctico. El hombre necesita ganar. Y para eso todo vale. Pero ese Guillier, más moderado que imaginan algunos, hoy no existe. Y como nadie sabe lo que realmente piensa, ni siquiera sus partidarios, solo queda lo que se ve. Lo demás solo cae en el plano de las apuestas o deseos. Y, entonces, no es raro que exista nerviosismo o miedo. Porque, convengamos, lo que está en juego no es algo menor.
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Una pésima idea
Después de estas tres últimas semanas, ¿habrá alguien que sensatamente apoye los balotajes? Son una muy mala idea. El gobierno aprovecha para entrometerse donde no debe. Los nervios se ponen de punta, la espera es interminable. Los candidatos cometen errores estúpidos. A mayor tiempo que se destine a la segunda vuelta, aumenta el riesgo de que cualquier hecho inesperado sirva de “tipping point” (¿qué pasaría si tuviésemos un terremoto o incendios entremedio, distorsionaría la voluntad soberana?).
En el fondo, se termina inflando mayorías efímeras (instrumentales, como el “todos contra Piñera” que no sirve como programa de gobierno), además de alterar el resultado inicial de la primera vuelta que es una muestra más realista de cuánto apoyo efectivo concitan los candidatos. Se ofrece un espectáculo a cambio: los dos candidatos, de hecho derrotados, mendigando votos, mientras la supuesta carta triunfadora (el Frente Amplio) no figura en la papeleta final; es decir, el balotaje solo mediría falsas expectativas. Al menos los genios que idearon este mecanismo no hicieron, como en otros países, que la elección se volviera a repetir con todos los candidatos en segunda vuelta (Navarro y Artés de nuevo, imagínese).
El sistema está hecho para realzar la importancia de una presidencia de la República que importa electoralmente cada vez menos (ni siquiera la mitad del electorado vota). Se llega a la presidencia con una mayoría que no es tal, desinflada inmediatamente después que cesa el conteo. Sin embargo, se le otorga un tremendo poder de chantaje a quien hace posible la diferencia (el PC el 2000 y 2006, ahora el FA, entren o no al gobierno). Y eso que, insisto, las mayorías no pesan. Bachelet con menos del 20% de apoyo, según sondeos, hizo lo que quiso, y eso que tenía menos apoyo que Allende en la mañana del 11S. Poderoso poder el manejo del Estado desde La Moneda.
¿Qué habría pasado si nos hubiésemos quedado con los resultados del 19N? Piñera habría tenido que armar gobierno, aceptar la realidad (37% de apoyo a su persona), debiendo reconocer sus malos cálculos previos; es decir, habría ganado sin triunfalismo. Goic y la DC no estarían R.I.P. sino negociando con Piñera un gobierno de unidad nacional. Esto es, no habría sido necesario tener que mirar ávidas caras de gente no confiable (Ossandón y el FA), llevándolos a una mesa de negociación más pública y exigiéndoles que se dejaran de chantajes. La atención estaría puesta en la coalición, no en la figura de Piñera que entusiasma cada vez menos.
Tendríamos un régimen más parlamentarista y realista, habiéndose reducido algo la prepotencia de una presidencia magnificada fuera de toda proporción, y nos habríamos evitado cuatro semanas de un show deprimente que hace presumir cómo va a ser el próximo gobierno, quien sea que “gane”.
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¿Bienestar animal o solo salud pública?
Se ha celebrado la Ley Cholito (Ley 21.020) y criticado ferozmente su reglamento. Se dice que esta ley tiene por fin a dar protección el bienestar animal: evitar y sancionar el maltrato. El reglamento de dicha ley, en cambio, en su versión original hasta hace unos días (a) prohibía dar alimentación y agua a los animales que se encontraren en la vía pública -y también abrigo-(artículo 8); prohibía tener un animal si el terreno era menor de 100 m2 -obligando por tanto a gran parte de la población a desprenderse de sus animales- (artículo 9) y permitía la “eutanasia” de los animales -eutansia=matarlos- (artículo 16).
¿Cómo se puede explicar que una ley supuestamente tan protectora de los animales termine siendo regulada justo en su sentido inverso: incitando al maltrato, abandono y muerte de los mismos animales que la ley quería proteger? ¿Fue solo un error técnico o de redacción, de un par de funcionarios del Minsal y de la Subdere? La respuesta es no. No fue un error.
Todo el reglamento obedecía a un propósito claro y explícito que se encontraba definido en su propio artículo 1 que establecía que su objeto era: “Regular la tenencia de especies animales permitidas, número máximo tolerado de ellos y condiciones sanitarias de higiene y seguridad que deben adoptarse en casas, habitación y locales públicos y privados, para hacerla compatible con la salud pública, la higiene ambiental y la seguridad de las personas y de los bienes públicos y privados”.
Así, el verdadero objeto del reglamento nunca fue dar protección a los animales. Transversal y explícitamente dicho reglamento solo buscaba reducir la población animal en zonas urbanas y rurales de población altamente concentrada. El reglamento solo buscaba orden y limpieza, no la protección de los animales. Si los problemas del articulado del reglamento no obedecieron a un error técnico ni una impericia de funcionarios, ¿por qué el Ejecutivo entonces dictó un reglamento con un propósito tan distinto al de la propia ley que pretendía regular? La respuesta es simple y triste: no hay tal desalineamiento entre reglamento y ley. La Ley Cholito -y no su reglamento- es el verdadero problema. Si bien la ley 21.020 establece explícitamente en su artículo 1 que su objeto es “proteger la salud y el bienestar animal”; la verdad es que para esa ley la protección de la salud y bienestar animal debe hacerse -necesariamente- “mediante la tenencia responsable”. La lógica transversal de toda la ley es la tenencia responsable como mecanismo de protección de la salud pública. Los animales siguen siendo cosas. El animal no es lo primero para esta ley. Lo primero es la responsabilidad. Pero no solo esto. La propia ley en su artículo 1 señala explícitamente que su objeto es “proteger la salud pública… aplicando medidas para el control de la población de mascotas y animales de compañía”. Lo que sucedió con el reglamento fue, entonces, sumamente obvio e intuitivo en la mente de los funcionarios: se reglamentaron las medidas para controlar la población animal.
Fue gracias a la torpeza de estos que hicieron demasiado explícitas las medidas que quedó revelado que el verdadero objeto del reglamento -y de la ley- nunca fue dar protección a los animales, per se.
La protección que la Ley Cholito da a los animales es solo una protección por rebote. Si de verdad se quiere dar protección a los animales los pasos indispensables que deben darse son: (a) que dejen de ser cosas en los términos del artículo 567 del Código Civil y regularlos como lo que son: seres sintientes no humanos; (b) dar efectiva protección a todos los animales (no solo mascotas) que hoy están en jaulas y mataderos y que son nacidos, criados y luego asesinados en condiciones de total crueldad; (c) prohibir el rodeo y (d) reorientar los zoológicos hacia centros de cuidado transitorio para la reinserción de los animales en sus hábitat naturales.
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