Sonia Pericich's Blog, page 5

October 3, 2020

Gato - de Walter Brunini

 

Concurso "8 gatos desafiantes"
Sexto puesto (9 votos)Rasgo: Vago Evento: Aventura Autor: Walter Brunini


Gato

Erase un gato dorado, bienintencionado,
que se hizo a la aventura,
de incursionar en la escritura,
sin ser un gato letrado.

Quería contarles a otros gatos,
sus historias de tejados;
amores bajo la luna,
huidas de perros bravos,
las siestas en lo alto del árbol,
del delicioso gusto del pescado robado.
De los exóticos gustos de las gatas,
infalibles estrategias para cazar ratas,
de su temor por ser mojado,
de sus cinco vidas, bien gastadas.


Erase un gato que de literato, no tenía nada,
había aprendido, únicamente, a juntar las palabras;
se había instruido merodeando ciertas ventanas,
en sus eternas rondas de madrugada;
pues tenía sabido que los poetas tienen la costumbre
de escribir hasta casi entrado el alba;
y utilizó las celosías cual papel,
por pluma, utilizó sus garras,
por eso es que en los balcones de los poetas,
se observa toda la pintura arañada.

Erase un gato vago ¡Que de bibliotecas pasaba!
Un gato al que la calle, le hizo sabio a patadas, y que observando a los poetas, desde las terrazas,
aprendió a contar sus nocturnas andanzas.


Conoce un poco más al autor a través de su Entrevista EXTRA





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Published on October 03, 2020 15:25

Las cartas de Freddy - de Jorge Cuevas

Concurso "8 gatos desafiantes"
Quinto puesto (9 votos)Rasgo: Infiel Evento: Paranormal Autor: Jorge Cuevas



Las cartas de Freddy

Freddy y Laura se conocieron en el mismo pueblo, pequeño pero vivo. Él era un vendedor de autos, cuyo pasatiempo era escribir cartas y poemas de amor, cosa que a Laura le fascinaba. Ella, de enorme belleza y porte, cautivó a Freddy de inmediato, y tiempo después consumaron su amor en matrimonio.Pero poco después, Laura cayó enferma, y los doctores no le daban muchas esperanzas. Las visitas de Freddy poco a poco bajaron en frecuencia, al igual que las cartas. Ella lo atribuyó al trabajo, pero la sensación de soledad la agobiaba. Sin embargo, se enteró al poco tiempo gracias a una amiga, que Freddy estaba viendo a otra chica, que vivía a pocas casas de distancia y ya había intentado acercársele. La noticia la hizo enfurecer sin control, hasta que finalmente cayó inerte.A su siguiente visita, le fue notificado a Freddy su fallecimiento. Su cara fue sombría, pero en su interior sintió alivio. Hace tiempo que Nicolle se había vuelto su inspiración.Pasó un tiempo desde lo ocurrido. El rumor del engaño de Freddy se esparció por el pueblo rápidamente. Las miradas y comentarios eran duros, pero él lo ignoraba. Sin embargo, Nicolle no pudo soportar la crítica, y terminó poco tiempo después con él. Por primera vez en mucho tiempo, se encontraba solo, maldiciendo su suerte.Llegó a casa una noche y sintió un ambiente extraño, el aire era como un manto pesado, comenzó a sudar y a sentirse observado, pero decidió ignorarlo. Se acostó en la cama e intentó dormir. De madrugada, comenzó a escuchar una voz.— Freddy… ¿Cómo pudiste, Freddy?Se levantó de un salto. Frente a él, en medio de la habitación, vio con claridad a Laura. Su rostro estaba endurecido y pálido. Sus ojos brillaban con una luz enrojecida.— ¿También le escribías a ella, Freddy? —le preguntó con voz quebrada, pero la siguiente pregunta fue con furia— ¿Le ofrecías las mismas cartas a ella?— ¿Laura? —preguntó torpemente. Sus dientes comenzaron a castañear— ¿Qué ocurre…?— Me abandonaste, amor. —le interrumpió ella. Sus ojos lagrimeaban, pero también expulsaban flamas— Te necesitaba Freddy… necesitaba tu cariño…— ¡No! ¡No te abandoné! —sollozó— ¡Te seguí escribiendo!— MENTIRA —la terrible voz hizo temblar la habitación. Freddy no dejaba de temblar— ¡¿DÓNDE ESTÁN MIS CARTAS, FREDDY?!El hombre no soportó más y salió corriendo. Se tropezó en las escaleras y rodó hasta la planta baja. Ignoró el dolor y se de pie. Llegó hasta un escritorio en la sala y sacó una hoja y una pluma. Miró sobre su hombro y se encontró los ojos de su mujer que parecían atravesarle.— ¡Te escribiré, te lo prometo! —gritaba en pánico— ¡Diariamente! ¡Todo para ti!Comenzó a escribir frenéticamente durante horas. Al terminar, se dio la vuelta, pero Laura había desaparecido.Guardó la carta en un baúl y lo escondió en el armario. Desde entonces, sentía a alguien viéndolo todo el tiempo, y solo cuando escribía una carta y la guardaba en el baúl, la sensación se iba.Los años pasaron, el pueblo crecía, y la gente nueva preguntaba por el viejo Freddy, a quien veían cargando plumas y papel todo el tiempo, sin hablar con nadie. Algunos recordaban haberlo visto años atrás como vendedor de autos, pero ahora se sentaba fuera de su casa, ponía el papel en sus piernas o en el suelo, y durante horas escribía, borraba y volvía a escribir, se frotaba la cabeza y en ocasiones reía o sollozaba. Solo al terminar entraba, saludando al viento con la carta en mano.

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Published on October 03, 2020 15:24

La noche que descubrí al monstruo - de Malú Avellana

Concurso "8 gatos desafiantes"
Cuarto puesto (10 votos)Rasgo: Sincero Evento: Un objeto con mucha importancia Autora: Malú Avellana




La noche que descubrí al monstruo

La noche que descubrí al monstruo que habitaba en la casa fue la última vez que vi a la abuela. Debía de ser domingo, porque mi escritorio estaba limpio y a papá le disgustaba que su único día libre lo molestara con mis tareas. Por eso, sí, estoy seguro de que era domingo, y mis deberes, cumplidos o no, aguardaban escondidos en mi mochila.
El día había comenzado con los gritos de la abuela, que juraba y rejuraba que su cuarto estaba embrujado, que unas hormigas gigantes le habían hablado en sueños y que, luego de morderle las dos orejas, la habían obligado a dormir de pie en el pasillo. La abuela era una suertudota; papá, mamá y yo cambiábamos de habitación con ella constantemente, cada vez que era atacada por alguna criatura extraña; sin embargo, ninguno de nosotros tres había visto jamás a alguno de esos animalejos. ¡Ah! ¡Lo que hubiese dado por tener esa suerte! Muchos de mis amigos alardeaban con haber visto duendes, fantasmas e, incluso, extraterrestres; pero la cosa cambiaba cuando yo les contaba sobre los seres fantásticos que visitaban a la abuela. Decían que no era lo mismo, que todo eso se lo inventaba, que no era más que una vieja loca, chiflada y mentirosa, pero yo sé que no era verdad. De serlo, habría tenido la nariz grandototota, como Pinocho, y eso es imposible, su naricita era planita, como la de un chancho.
Toda la mañana, y parte de la tarde de aquel domingo, nuestras cosas y las de la abuela viajaron de una habitación a otra. Lo único bueno de todo ese ajetreo era que siempre encontraba alguno de mis juguetes o álbumes que había dado por perdidos durante semanas. Aquella tarde, sin embargo, sucedió algo diferente. Fue mamá la que, entre las cosas de la abuela, observó algo que le pertenecía. Con delicadeza, acercó sus labios a la altura de mis orejas y, apuntando hacia unos zapatitos blancos, me susurró bajito, casi en silencio: “Tráelos, son míos”. ¡Qué bueno!, pensé, ¡al menos mamá había encontrado algo suyo entre tanto movimiento! Así que, saltando de un cerro de objetos a otro, llegué hasta los zapatitos, me hice con ellos y me di media vuelta. Cuando ya estaba por llegar a mamá, la abuela me asustó con sus gritos. Se puso histérica, como cuando hablaba de sus monstruos. “¡Así que eres tú! ¡Tú me has estado embrujando! ¡Esos zapatos son míos! ¡Dámelos!”. Pero mamá, en lugar de hacer lo que la abuela le ordenaba, me quitó los zapatos de las manos y se fue hacia la habitación que, terminado el día, ocuparíamos. Fue entonces que tuve frente a mí a ese ser fantástico que tanto había deseado ver. La abuela había mutado en un monstruo, enorme y rojo, que botaba fuego por la nariz, boca y orejas y que corría con un cuchillo en dirección a mamá. “Te voy a matar”, gritaba el animal, y casi lo logra, si no fuera por papá que, de un salto, logró desarmarlo.

Aquella fue la última noche que vi a la abuela. Papá y mamá dicen que está enferma, pero que, tan pronto se sane, volverá a casa. Y eso espero, sobre todo porque muero por contarle que, desde que no está, he logrado ver y ser mordido por las hormigas gigantes de las que tanto hablaba.


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Published on October 03, 2020 15:24

Azú Virá, en nombre del amor - de Silvana Alexandra Nosach

 

Concurso "8 gatos desafiantes"
Tercer puesto (10 votos)Rasgo: Romántico Evento: Tradición Autora: Silvana Alexandra Nosach




Azú Virá, en nombre del amor

La espesura del monte era agreste y las leyendas de antiguos espíritus que rondaban en las aldeas cercanas hacían que los exploradores españoles se mantuvieran a cierta distancia. Por eso los Virá se mantenían a salvo en el corazón del Impenetrable.
Pacíficos por herencia de sangre, se alimentaban de frutos de algarrobo que molían en cuencos de piedra hasta convertirlo en suave harina. Los jóvenes, solían aventurarse entre los urundáis y los guayacanes. Cada trescientos sesenta y cinco días, cazaban con lanzas un único puma. Con la sangre del animal caído pintaban sus rostros y la piel era entregada en ofrenda al sanador de los nativos. Dos noches con sus días duraba la tradicional ceremonia. Único sacrificio. Única muerte permitida por las leyes de los Virá.
Los pumas, también atraían a los conquistadores quienes deseaban saciar su sed de ambición con las ventas de las pieles de tan esbeltos felinos. La codicia es traicionera y los hombres blancos, al final sucumbían a su deseo y terminaban adentrándose en el monte. Cincuenta monedas de oro, enorme botín por tan solo la piel de un animal.
El valiente Gonzalo Rodríguez De La Cruz, agazapado entre los arbustos espinosos, esperaba paciente la aparición de la presa que tanto deseaba, mas su corazón se vio flechado por la inesperada presencia de Azú, quien distraída, recogía vainas de algarrobo. No tardaron en descubrirse y la joven, presa de su curiosidad ante el forastero, se dejó encantar por el extraño de piel blanca. 
Azú y Gonzalo comenzaron a frecuentarse entre aquellos arbustos provocando el más dulce y peligroso amor entre ellos. Azú le enseñó la majestuosidad del puma y su sangre sagrada tan sólo derramada para venerar al monte y sus espíritus. Pero para Gonzalo, que venía de tierras lejanas, la recompensa que ofrecían por aquellos felinos, era más fuerte que el amor que la joven despertaba en su corazón. 
En uno de sus encuentros furtivos, mientras aguardaba la llegada de Azú, Gonzalo divisó un puma sobre las ramas de un palo borracho y no dudó en apuntar hacia tan preciada bestia. Cuando Azú vio lo que estaba a punto de ocurrir, intentó disuadirlo interponiéndose entre el hombre que amaba y la presa. El disparo fue certero. El puma, alertado por el grito de la muchacha, logró escapar del tirador. Gonzalo cayó de rodillas junto al cuerpo agonizante de Azú. La pena de amor le quebró el corazón mas ya no era posible salvarla. Gonzalo quedó perdido en la espesura del dolor y nadie volvió a saber de él.
Dice la leyenda que los espíritus del monte, ante el llanto desconsolado del hombre blanco, lo convirtieron en un puma como castigo por haber sido doblegado por la codicia del oro. En cambio, a la bella Azú, por su valentía y coraje, le otorgaron la gracia de una corzuela parda.
Desde ese día, nadie más ha vuelto a tener contacto con los Virá y las corzuelas huyen cada vez que se sienten descubiertas por la mirada de un puma.


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Published on October 03, 2020 15:23

September 28, 2020

Entrevista - Héctor de la Cerda (Escritor)


Héctor de la Cerda

Datos personales

Nombre y apellido / seudónimo: Héctor de la Cerda

Nacionalidad: Mexicano

Edad: 40 años

Redes sociales: 

https://www.facebook.com/profile.php?id=548163428

https://www.youtube.com/user/SkyHackerMBT/

Sitios personales: 

http://dn1-87.webself.net/ 

https://www.facebook.com/DN1Saga






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Published on September 28, 2020 16:24

"Temblores" - XXVI - El incienso

 

—XXVI—El incienso

 

No vas a la universidad un martes porque odias las clases de ese día así que, en cambio, pasas el día en tu cama. Tus papás te miran con cuidado e impaciencia cuando sales a buscar comida porque te sientes desfallecer.

—¿Hay algún problema? —te pregunta tu papá. Dices que no porque no sabes si hay algún problema o lo estás imaginando.

No te juntas con nadie. Vas a la universidad, donde todavía no tienes amigos porque pareces un imán en reversa con esto de hablarle a la gente, y vuelves a tu casa y haces tus tareas y estudias para no tener que pensar en las cosas perturbadoras que intentan meterse dentro de tu cerebro.

Y Mario te llena el teléfono de mensajes, y Javier se rinde después del cinco mensaje porque ya está acostumbrado a tus humores cambiantes. Te preguntas qué habrá pasado con tus compañeros del liceo. No ha pasado tanto tiempo desde que terminaste eso pero ya parece que no los hubieras visto hace décadas.

Ni siquiera has vivido décadas, Gaspar.

Decides silenciosamente que cortarás a Mario de tu vida porque después de tu derrame cerebral en su casa no tienes las agallas para mirarlo a los ojos de nuevo. Tiene razón: estás fallado, y usualmente lo único que te mantiene ganas de relacionarte con la gente es la idea de que no se den cuenta.

Apenas borras a Mario de tus contactos y lo bloqueas en Facebook te da pena, pero hay cosas peores, te dices. Solo aférrate a todas las veces que te hizo sentir sucio y como basura y olvida todas las ocasiones en las que tú le hiciste lo mismo a él.

No te hace sentir mejor y te pasas el día escondido en tus pensamientos porque tienes miedo de qué terminarás haciendo si tienes tan solo un traspié. No sabes qué estás haciendo en este planeta con tu existencia. Ya deberías saber, piensas. Todos se ven tan seguros de quiénes son o quizás es solo tu impresión y la verdad es que todos andan chocándose contra las paredes metafóricas dentro de sus cabezas.

Te has chocado tantas veces contra la tuya que no te sorprendería que esté tapada en tu sangre.

 

No te gusta mucho lo que estás estudiando, si debes ser sincero, pero no lo odias. Te provoca la misma sensación que las clases en la enseñanza media: no es terrible pero no es agradable. No te gusta ir pero podrías vivir así el resto de tu vida sin sufrir eternamente. Hay cosas peores. Sientes que no aprendes nada de lo que te enseñan y su asiento bien podría estar vacío—pero no es tan malo. Te da algo que hacer con tu tiempo.

No es sorpresa que pases tus clases a duras penas. La mediocridad es la regla en tu vida, pero bien, no importa porque cuando encuentres algo que te apasione comenzarás a esforzarte, ¿cierto?

¿Qué pasa si jamás encuentras eso, Gaspar? ¿Pasarás tu vida arrastrándote de meta vacía a otra? ¿Cuándo fue la última vez que escribiste un poema?

Pero no, te dices, eso no vale, porque no tenías talento para eso. Tal vez es cierto, pero todos sabemos que no hay por qué ser bueno para algo para dar lo mejor de uno en ello. Es solo que es más cómodo quedarse así.

Es siempre más sencillo acurrucarse entre las sábanas y pensar que, de todos modos, nada importa.

 

Javier te saca de tu casa a tirones metafóricos para ir a ver a Cristóbal cantar en una especie de teatro que te llena de nervios por todos los presentes. Lo único que hizo fue anunciarte que te esperaría en tal parte y tú no pudiste con la culpabilidad de dejarlo plantado, así que fuiste y él fingió no sorprenderse al verte ahí.

Se sientan al fondo porque Javier te confiesa que Cristóbal pidió que ninguno de ustedes dos asistiera, pero la curiosidad es demasiada. Sientes que esto es insensible pero ya estás ahí e igual quieres ver, aunque te tengas que tragar unos tropecientos actos antes de que digan Cristóbal Contreras. Te gusta la aliteración. No te gusta como Cristóbal aparece en el escenario pálido de nervios o como Javier suspira como un papá decepcionado.

Es terrible. No puedes explicar cómo porque no sabes nada de música, independiente de lo que diga Javier, pero apenas las primeras palabras salen de la boca de Cristóbal te sientes horriblemente mal por él y te arrepientes de haber accedido a ir. Está murmurando y se ve al borde del desmayo.

—¿Qué onda? —murmuras a Javier, que está casi hundido en su asiento con lo que debe ser el peso de la humillación de Cristóbal. Han sido los veinte segundos más largos de tu vida. Javier niega con la cabeza. Tiene la mirada clavada en Cristóbal así que tú haces lo mismo. El público se remueve en su asiento y tú te quieres morir tanto como Cristóbal debe querer desaparecer ahora mismo.

Pero llega al coro y recuerdas que Cristóbal, pese a sus nervios y sus manierismos raros, sabe cantar. Y debe ver el asombro del público que ya había perdido fe en él porque sus temblores se alivianan un poco y sigue la canción con algo más de fuerza, con una firmeza inusual en su voz. Solo has escuchado a Cristóbal cantar cosas suaves—no gritarle melódicamente a un micrófono.

Grita muy bien. Su voz se rasga pero se siente calculado. Te preguntas por qué habrá escogido esta canción porque dudas que haya sido solo por su dificultad técnica. No crees, tampoco, que sea un fan de Sia.

No tienes idea de qué estará haciendo Javier porque toda tu atención está en el escenario. Darías lo que fuera para saber qué está pensando Cristóbal mientras grita sus tripas en contra del micrófono. Qué piensa cuando la gente aplaude.

Javier sonríe como si hubiera ganado un premio y te sientes raro porque sientes que has puesto en pie en algo que no te incumbe a ti. Cristóbal huye del escenario y Javier te da un codazo.

—¿Vamos? No me importan los demás pelagatos —te dice. Tú asientes, pensando que debe ser un honor que Javier distinga a alguien del resto del mundo. El aire de afuera está repleto de frío nocturno y ni siquiera el cigarro que Javier te convida logra que te sacudas los escalofríos—. Lo hizo bien.

—Le salió la raja.

Javier se ríe y luego te mira con atención.

—Hace rato que no te veía.

Alzas los hombros.

—La u me tiene ocupado.

A principio de semestre, claro. Piensa mejor tus mentiras, Gaspar. Javier decide no mencionarlo.

—¿Me acompañas a un lugar? —pregunta él. Tú accedes porque no tienes nada que hacer y la noche tiene aire de que hay pasarla en la calle. Se sube a una micro que va a Valparaíso y tú vas con él, sin cuestionarlo. No se te va que Javier empieza a tiritar a tu lado cuando el bus está en Valparaíso, pero no dices nada.

Decide bajarse al otro lado de Valparaíso y tú lo sigues. Estás seguro de que van a terminar siendo apuñalados pero no interesa mucho, así que sigues a Javier mientras camina silenciosamente por la costa. Puedes escuchar el mar. Casi nunca lo oyes de noche, cuando el ruido es ensordecedor

Javier se detiene al lado de la baranda, mira hacia abajo y tú haces lo mismo. Puedes ver la playa y unas cuantas piedras, no muy abajo.

—¿Bajamos por aquí?

—Uh, ¿por qué no caminamos hasta la entrada?

Javier rueda los ojos y, antes de que puedas decir algo, salta la baranda y comienza a descender por las piedras. Tienes un muy mal presentimiento así que lo sigues pero las olas llegan hasta las rocas y lo único que puedes pensar es en el hermanito muerto de Néstor, lo cual es tonto porque es imposible que alguno de ustedes dos muera ahogado aquí. El agua no alcanza a llegar tan arriba y abajo hay arena. Todo va a estar bien.

Casi te resbalas. Fue mala idea. No puedes ver a Javier y cuando decides llamarlo solo para asegurarse de que no te dejó solo en la playa, en medio de una hazaña de imbecilidad suicida, escuchas un respiro ahogado, un garabato susurrado y algo deslizándose ásperamente.

—¿Javier? —llamas. Escuchas otra puteada. Estás prácticamente sentado en una piedra, buscando con los ojos en la oscuridad, pero no ves nada y el pánico te agarra de golpe—. ¿Dónde estás?

—Aquí.

Tu corazón late un poco más lento. Está un poco más abajo así que avanzas con cuidado, con cierta agilidad que olvidas que tienes hasta que reconoces su chaqueta a pocos metros de ti. Está entre unas piedras, sentado, y no parece que haya un problema, pero lo sientes. Algo está mal. Te deslizas hasta estar a su lado y estás cubierto en arena y sal por tu esfuerzo.

Tus ojos tardan en adaptarse a la oscuridad pero cuando logras verlo bien bajo la poca luz que ofrece la Luna, te vienen unas náuseas familiares. No puedes ver bien por su chaqueta pero algo está mal con su brazo.

—Quítate la chaqueta —dices. Estás alejado de la realidad. Javier te hace caso en silencio aunque debe ser un suplicio hacerlo y luego te mira con una calma enrarecida que dura unos pocos segundos. Los dos miran su brazo, como la sangre se agolpa en la piel y como el músculo, pese al quiebre del hueso, tiembla con algo que parece movimiento residual. No estás seguro de cómo funciona esto y no tienes tiempo de pensarlo, de todos modos, porque antes de saber qué estás haciendo estás en tus rodillas y casi encima de Javier, que sigue con esa expresión que solo ahora notas que no es calma sino estupefacción.

—¿No te duele? —preguntas con trepidación. Javier murmura algo incoherente y, como si tu duda hubiera prendido el interruptor y bajado la adrenalina, toma aire ruidosamente y gruñe entre dientes, empuja el piso con sus tobillos y se aprieta la mandíbula. Los ojos se le llenan de lágrimas—. Okay, okay, mira, cálmate…

—Estoy calmado —brama. Asientes mientras intentas que las manos se te compongan para poder llamar a un taxi—. ¿Ves? Por eso no debo salir de Viña.

—No seas hueón —respondes. No puedes verle el brazo sin sentir asco, pero no sabes qué hacer. Javier está pálido y sigue sangrando un poquito. Dudas que la gente se muera por tener huesos rotos, pero la cuestión igual te acecha.

—Si cada vez que salgo me parto algo…

—No es salir de Viña lo que hace que tengas accidentes, es que eres retrasado mental lo que hace que tengas accidentes, así que ahora cállate y déjame pensar.

No tienes que pensar mucho. La señorita que contesta el 131 te pregunta cuál es la emergencia y tú le tienes que preguntar a Javier cómo se llama lo que sea que tiene. Se oye cansada cuando terminas de explicarle todo y por un segundo piensas que quizá habría sido mejor pedir un taxi, así que eso haces aunque te sientas mal por llamar a una ambulancia por ninguna razón en especial. Todo esto es tan estúpido.

—¿Por qué chucha accedí a esto? Fue la peor idea de mi vida.

—Creo que desangrarte en un paradero de micro fue peor, sinceramente…

—Cállate. ¿Qué mierda vas a hacer sin mí en Concepción si ni puedes saltar sin casi matarte?

Javier no te contesta, y no sabes si es por la pregunta o porque se te quebró la voz. Tomas aire para contenerte, pero el estrés de la situación se reduce tan bruscamente que solo queda el peso del vacío de esta mierda. Te sale un ruidito patético de la garganta que ahora te duele con el esfuerzo de no llorar.

—Soy yo el del brazo roto, Gaspar.

—No es eso —murmullas. No puedes ver qué cara tiene Javier en este mismo momento. No quieres saber—. ¿Cómo pasó esta hueá, de todos modos?

—Huesitos de cristal —dice él, con cierto dejo palpable de resentimiento—. Casi me caí así que me afirmé en una piedra con todo mi peso…

Aprieta los dientes.

—Debes tener la media tolerancia al dolor —dices. La voz te tiembla. Javier suspira como si estuviera conteniendo algo.

—La costumbre.

Y te pones a llorar. No sabes por qué. Te odias por llorar por esto porque Javier debe estar sumido en un dolor que ni siquiera puedes imaginar y ahí estás tú, ahogado en llanto.

—¿Gaspar? Gaspar. Deja de llorar. No me puedes ayudar a subir esta hueá si estás llorando y creo que me voy a desmayar. Gaspar.

—No sé por qué estoy llorando —dices. Es la verdad. Javier gruñe—. Sorry.

—Sólo ayúdame a subir.

Y lo haces, aunque te corren los mocos y te los tengas que limpiar en las mangas del polerón una vez logras que Javier esté sentado en la vereda. Lo miras por unos segundos, y te duele el pecho de tanto sollozar, y él te mira de vuelta y tú vomitas lo que comiste de once en las rocas fuera de la baranda. Javier silba.

—Por Dios, Gaspar. Contrólate.

—Creo que estoy teniendo un ataque de ansiedad.

—Eso parece.

—¿Cómo está tu brazo?

—Roto.

Ríes. Tienes frío.

—Esta noche valió callampa —dices. Javier solo murmura uh-huh, probablemente demasiado cansado y adolorido para hablar más. Te sientas al lado de él—. No vas a poder tocar la guitarra.

—Mierda.

El mentón te tiembla de nuevo. Suficiente, Gaspar.

—Lo que faltaba —susurra Javier con una amargura que no le habías oído antes—. Quédate sordo y ahora quédate sin brazos. Woo.

—Te vas a sanar.

—Pero la sordera no se sana, Gaspar.

Eso es cierto. Sientes un peso extraño aposentarse entre ustedes dos, algo que no habías querido notar antes, tal vez porque Javier no quería mostrártelo. Solo está ahí ahora porque debe estar afiebrado con dolor y derrota.

—Beethoven era sordo y eso no le impidió componer canciones. Nico era sorda de un oído.

—¿No vas a mencionar a Ayumi Hamasaki?

—No creí que te gustaría ese ejemplo. Pero entiendes el punto, ¿no? Sigues siendo el mejor guitarrista que conozco incluso si no puedes escucharte tocar.

—Qué cursi, Gaspar.

—Estaba tratando de ayudar, culiao’ —murmuras, pero Javier ríe así que tú también ríes.

—¿Mejor que Néstor? —pregunta. Lo consideras por un segundo.

—Mejor.

—Pero qué honor.

—Cállate.

El taxi llega tres minutos después y lo único que el chofer les dice que es que habría sido mejor llamar a una ambulancia. Javier murmura que odia las ambulancias con su wii-uu-wii-uu.

—Mi mamá se va a infartar —dice. Respiras hondo.

—Pobre de la tía.

Podría haber sido una pierna, piensas. Podría haber sido mucho peor.


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Published on September 28, 2020 14:51

"Temblores" - XXV - La mirra

 

—XXV—La mirra

 

El primer día de intentar visualizar tu vida sin Javier para los meses venideros empieza con tu alarma sonando un sábado por la mañana y solo empeora desde ese entonces en adelante. No tienes ganas de levantarte porque eso significaría ir y afrontar el mundo, lo que nunca ha sido tu fuerte. Tú eres un francotirador, no parte de la caballería.

Igual te arrastras fuera de tu cama, desayunas con tu familia y piensas en los exámenes que debes dar en la universidad y lo mucho que solo pensar en ellos te da ganas de esconderte bajo tu cama. No sientes mucho de nada aparte de la angustia incipiente al pensar en cualquier cosa así que prefieres no pensar en nada pero esto evita que puedas sonreír de manera convincente y no actuar como si hubieras estado tres años sin dormir.

Vas a cumplir diecinueve este año, Gaspar. Nada ha cambiado. Tus hermanos hablan entre todos acerca de cosas que apenas entiendes porque no quieres escuchar y piensas que quizás deberías huir, escaparte de la sociedad y de la vida. Qué tonto. Los brazos te arden.

Sales a caminar porque te tienes miedo cuando te pones así. Ignoras las llamadas de Mario porque estás exhausto de su tono de voz y también te prohíbes llamar a Javier o a Cristóbal porque no quieres estar en el perímetro de ninguno de los dos, de todos modos, así que caminas y caminas y llegas al plan y sigues dando vueltas sin rumbo. Un sábado bien desperdiciado pero no importa porque todos los putos días de tu vida son un desperdicio.

La vida no tiene sentido, te dices, y ahí hay una verdad innegable que no te calma ni te altera, pero te hace sentir que estás ahí y a la vez no. La vida no tiene sentido. Tú existes y Néstor existe y Javier existe y todas estas cosas existen, las palomas, las bancas, los viejitos jugando carioca y las señoras fumando cigarros entre el humo de las empanadas. Todo esto existe al mismo tiempo que tú y nada de eso tiene sentido. Tus manos huelen a vómito y tu piel parece un papel arrugado. Ves pasar a un grupo de niños conversando entre ellos y riendo demasiado fuerte y algo en ti se aprieta horriblemente y tienes que pestañear unas cuantas veces para mantenerlo controlado, para aferrarte a lo único que te está impidiendo echarte a llorar.

La vida no tiene sentido, te repites, pero no estás tan seguro.

 

Mario se enoja contigo por no contestarle el teléfono y tú no hallas la fuerza para discutirle de vuelta así que le pides disculpas y luego te sientes sucio por ello. Te habla de sus pensamientos pero tú odias todo lo que le pasa por la cabeza, especialmente cuando se parece a tu cerebro, cuando sus oraciones suenan como aquellas que tú imaginas pero no dices.

—Si tanto te fascina el suicidio, ¿por qué no te matas y ya? —le preguntas. Se ve un poco dolido pero meditabundo.

—Debe ser triste hacerlo solo.

Lo es. Por Dios, lo es, pero no le dices eso.

 

La cabeza te arde y nada tiene conexión. Tus días son cuadritos en un calendario que pasan sin ton ni son y tú apenas te das cuenta. No hay diferencia entre martes y miércoles y domingo y lunes. Todo es más de lo mismo. Ya no vas a la casa de Javier porque te hace sentir raro, pese a sus invitaciones y las preguntas preocupadas de Cristóbal. No sabes qué estás sucediendo pero sabes que no es bueno.

Das todos tus exámenes y todos tus resultados son penosos. Odias esto. Odias como Mario se ríe de ti por tus notas y te dice comentarios pasivamente burlones acerca de tu inteligencia. Odias que por alguna razón le dices a Javier sobre esto en un arrebato de frustración. Están en la plaza y eso lo hace todo peor.

—Deberías dejar de juntarte tanto con ese hueón —dice él. Tú ríes.

—¿Y a ti qué te importa?

Si total se va a ir.

—Más que un comino.

Te sientes como una bebida gasificada agitada en la parte de atrás de un auto en marcha y que ahora, al ser abierta, está desbordándose en contra de la tapa. Debajo de la gruesa capa de premeditada indiferencia hay una turbulencia incontrolable que te agarra desprevenido a veces, en las noches, en las tardes solitarias, cuando te quedas con tus pensamientos y te alejas de la realidad. Todo es un exceso y a la vez es tan minúsculo que te da vergüenza siquiera enojarte por estas cosas. Deberías ponerte de rodillas y agradecerle al cielo pero en cambio te pones de rodillas frente a un tipo al que detestas pero que te quiere del único modo en que sabe hacerlo.

Es un relajo breve antes de que venga el asco y esa energía enfermiza que te agujerea los nervios. Se siente bien mientras dura, como todo, pero luego termina y piensas por qué haces esto, por qué estudias algo que no te importa, por qué no dejas que Javier se vaya sin hacerle atados, por qué no le vuelves a hablar a Néstor. Te gustaría que alguien te pudiera leer la mente y sacar todo lo que hay en ti sin que tú tuvieses que poner nada de tu parte.

Pero esto haces, esto dejas que te hagan. Hay dignidad en el sexo, Gaspar, cuando se sabe lo que se quiere y se consigue de manera honrada. Tú no quieres tener sexo. Nunca has querido. Este es tu gran escape y tu mejor autoflagelo. Es una buena manera de olvidarte de las cosas que están mal con todo, ya sabes, niños muriendo de hambre, la educación es cara, el mundo se cae a pedazos, quizás qué es de Néstor, tu mamá tiene boletas con números negativos, hace semanas que no logras bajar ni un gramo, las cicatrices no quieren irse, te sacaste un tres en Química I, Javier insiste con invitarte a comer y todo lo que dice parece una despedida, no sabes si estás bien o si estás peor que nunca, no sientes, no sientes nada, no sientes nada, nosientesnada—

¿Por qué mierda no sientes nada? Deberías estar devastado porque ya no tienes amigos, los has ahuyentado a todos, pero en cambio no hay nada. Estás vacío y eso es peor que estar muriendo de pena. No has mejorado como persona en absoluto. Sigues cometiendo los mismos errores y estás atrapado en este círculo vicioso de tu propia mediocridad.

Hablas con Javier por Skype, para ir acostumbrándote.

—Cris tiene una especie de recital, si lo quieres llamar así.

—¿Ah, en serio?

—Va a cantar Chandelier. De Sia.

—Huh. ¿Puede?

—No sé. No quiso cantarla frente a mí.

No te sorprende. La voz de Javier suena rara a través de tus audífonos. Te habla de Cristóbal porque tiene una fascinación con el pobre tipo y con sus diversos talentos. Javier probablemente quiere ser Cristóbal, que tiene huesos normales y es alto y educado y sabe hacer muchas cosas y las hace bien. Hasta a ti te gustaría ser Cristóbal que canta bonito, pero eso no es decir suficiente. Cristóbal ganaría The Voice, X Factor y Talento Chileno. Lo hace parecer fácil. Entiendes de cierta manera porque Javier lo apoya con cierto dejo de rencor, porque le debe dar envidia que Cristóbal no tenga que esforzarse.

Te gustaría tener un talento así. Te gustaría poder hacer algo, cualquier cosa, que inspire a alguien más a salir y ver el mundo. De verdad te gustaría.

 

Tus días de monotonía depresiva terminan días después de que Javier te informa de que su mudanza se ha atrasado un mes. Te molesta un poco porque ya te habías hecho la idea de no verlo durante agosto, así que estar frente a él en septiembre te caga la psiquis, un poco.

La monotonía no termina tanto como un soplido en una vela sino más como un accidente de tren. Estás en casa de Mario poniéndote los zapatos porque no soportas estar más de veinte segundos en paños menores en su presencia si no están haciendo nada, y estás en parte listo para largarte de vuelta a tu casa a ver las noticias con tus papás o algo así.

Mario te está observando. Tú lo ignoras.

—Gaspar —te llama. No suena como tu nombre cuando él lo dice. Ni siquiera suena como si tuviera hablando con una persona.

—¿Qué?

—¿Te gusta el tal Javier o qué onda?

Te sientes humillado de manera inmediata, como si acabara de reírse de todos tus sentimientos. Qué le importa, quién se cree, qué lo hace pensar qué puede decirte eso y esperar que tú te quedes callado, pero eso estás haciendo. Estás en silencio, debatiendo contigo mismo, y es como todas las veces que alguien se burló de ti sin querer al indicar todos los momentos en los que habías mirado por demasiado tiempo a Néstor o habías dicho algo inusual. No te gusta Javier y te duele que alguien piense que sí.

Es estúpido. Eres estúpido.

—Es mi amigo. ¿Por qué?

—Como nunca lo mencionas y ahora andas raro…

—No hablo de él para que no te dé la hueá.

No te cree. Te pones nervioso.

—No es mi culpa si tú no tienes amigos. Es por tu personalidad de mierda —dices, porque necesitas decir algo y siente bien que sea eso lo que sale de tu boca. Mario se pone de pie. El corazón se te aprieta. Te energizas.

—¿Disculpa?

—Me oíste. ¿O crees que la razón por la que yo vengo aquí es porque me caes de maravillas?

—Sé que vienes aquí porque estás desesperado —te dice, respirando apresuradamente y luciendo rojo bajo la luz blanca de la ampolleta. Los ojos te arden pero no te sientes capaz de pestañear bien.

—Tal vez. Pero yo puedo elegir a quién se me dé la gana. Tú solo consigues a la primera persona que tenga ganas de aguantarte.

Mario te empuja y trastabillas tontamente pero algo cruje dentro de ti. Lo puedes oír. Lo puedes sentir y así se debió sentir Javier cuando te exigió que le pegaras como si eso fuera una muestra de respeto. Lo es. Ahora, aquí, en este lugar, lo es, así que golpeas a Mario tal como te negaste a hacerlo con Javier. Los nudillos te retumban.

¿Qué estás haciendo?

Mario no tiene razones para intentar pegarte no tan fuerte y terminas con un ojo en tinta y un labio partido, que hace juego con su nariz desviada. La única razón por la que se detienen en ese punto es que mientras tú te sobas la cara de rodillas en el suelo, su celular empieza a sonar insistentemente. Te pones de pie mientras él contesta. Los oídos te zumban.

Esto no fue buena idea. Corta la llamada y se acerca a ti y prácticamente te obliga a ponerte en pie, pese a tu incipiente mareo. Te mira con algo que podrías confundir con preocupación si no fuera porque eres incapaz de pensar en tales emociones viniendo de él.

—¿Qué hueá te pasa? —pregunta. Ojalá sea retórica dado que no tienes respuesta alguna—. Estás más fallado que la chucha, Gaspar.

—Dijo el que quiere matarse pero no lo hace porque le da miedo.

Sientes que estás divagando.

—Te puedo mostrar cómo se hace —continúas— pero si a mí no me salió no veo ni por donde te saldría a ti.

Mario te mira con pena. Quieres escupirle en la cara.

—¿Por qué te da miedo, de todos modos? ¿A qué hay que tenerle miedo? ¿A dejar de existir? Si le tienes miedo a eso es porque no te quieres morir de verdad.

Tomas aire.

—Yo me quiero morir de verdad —dices y se siente liberador en su peso, en decirlo sin sentir vergüenza ni miedo de que alguien piense menos de ti por ello. Es una parte de ti de la que no te logras deshacer por más que quieras y estás cansado, estás tan, tan cansado de todo.

Esperas que llegue la vergüenza mientras Mario te da un vaso de agua y un algodón con alcohol, pero jamás llega. Deberías preocuparte. Eso tampoco llega.

 

Javier frunce el ceño cuando te ve al otro día. Tuviste que decirle a tus papás que intentaron asaltarte para salir del paso.

—¿Qué hueá te pasó?

Todo, quieres decir. Quieres decirle lo que conversaste con Mario, la estupidez que estás pensando, pero miras los ojos permanentemente inyectados en azul de Javier y te sientes culpable por ser un problema tan grande en su vida.

—Nada.

—¿Necesitas ayuda? —te pregunta Javier con la indiferencia a la que ya te acostumbraste. Te mira esperando el sí, rezando por el sí. Lo conoces tan bien a estas alturas.

—No. Todo está bien. Completamente bien. Nunca mejor.

Te observa con cuidado.

—Okay.



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Published on September 28, 2020 14:42

"Temblores" - XXIV - El oro

 

—XXIV—El oro

 

Entras a la casa de Javier como si fuera tuya y la única razón por la que no azotas la puerta es por deferencia a Cristóbal, que ya se ve al borde del pánico con tu mera disposición. Comparten una mirada entre ambos, Cristóbal apaga su teclado y se escabulle a la cocina a fingir que está preparándose algo para comer. Javier pone sus ojos raros en ti, entonces, y te arrepientes de no haberle roto las bisagras a su mierda de puerta.

—¿Cuál es tu problema? —te roba la línea.

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Published on September 28, 2020 14:30

September 27, 2020

Entrevista - Begoña Gallego de la Iglesia

 

Begoña Gallego de la Iglesia


Datos personales

Nombre y apellido / seudónimo: Begoña Gallego de la Iglesia

Nacionalidad: Española

Edad: 42

Redes sociales: 

https://www.facebook.com/cazadoresconalma/

https://www.instagram.com/cazadores_con_alma/

 

Sitios personales:  https://wordpress.com/home/begonagallego.wordpress.com

https://www.youtube.com/channel/UChG_mKd5j63nhHGC3LugcNQ


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Published on September 27, 2020 17:21

August 25, 2020

"Viajeros del viento" - de Sonia Pericich



Victoria y Blas no se conocen, y a simple vista parecen no tener nada en común. Sin embargo, el destino tiene planes para ellos.Él tiene nueve años; ella, once. El último recuerdo de ambos es estar cruzando el parque... ¿Dónde están ahora? ¿Cómo es que llegaron allí? Una aventura no planeada cambiará sus vidas y las de los habitantes de aquel pueblo oculto entre colinas. Y quizás, también la tuya.
En este libro puedes perderte o encontrarte. Ya me dirás, a tu regreso, lo que has ganado en el viaje.


Disponible en su versión EPUB en PayHip Disponible en su versión MOBI (para KINDLE) en PayHip Disponible en Tienda Smashwords y en sus minoristas Kobo, Barnes&Noble , Apple, Gardeners , y Scribd; también en bibliotecas virtuales (búscalo en tu favorita).

También en Amazon KDP en sus dos versiones, físico y digital


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Published on August 25, 2020 16:24