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January 9, 2023

Despojos y Tristes Sombras: dos libros de Lola Ancira

En su libro “El vals de los monstruos”, Lola Ancira nos acercó a personajes en los que la decadencia del cuerpo y de la mente rozan la maldad. “Despojos” sigue el camino contrario: aquí, la decadencia es ahora social y apunta a centrarnos en sus víctimas.

Leemos, así, la historia de Martina y su hijo, Heriberto, quienes intentan escapar de la violencia y encuentran un destino aciago. Un padre habla por un teléfono sin línea con su hija desaparecida. Abigaíl, otra de las protagonistas del libro, visita al asesino de su hija e, inesperadamente, se hunde en la posibilidad de la venganza.

En otra de las historias, Elisa busca los restos de su hijo desaparecido. Ahí leemos:

También le explicaron que, en el sitio en el que un cuerpo se está descomponiendo, el pasto deja de crecer y se seca, y que cuando el proceso de putrefacción cesa, el pasto vuelve a ponerse verde e incluso crece más. O que los gases de los cuerpos en descomposición generan elevaciones que descienden luego. Que la tierra removida siempre anuncia algo. Aquel trabajo era, a la vez, un sitio de aprendizaje en comunidad para recuperar un poco de lo que les fue arrebatado, para devolver la calidad de ser humano a osamentas a las que se les arrancó el nombre. Elisa se volvió parte de una comunidad marcada lo mismo por la esperanza que por el dolor.

Salvo en “Tumba viva”, pareciera que es inevitable que el remolino de la violencia lo arrastre todo hacia lo más profundo de la experiencia humana: el dolor. En este sentido, “Despojos” es así un viaje a su centro mismo.

“Tristes Sombras”, por su parte, habla de dos temas: la evolución del tratamiento de la salud mental en México (cuya institución principal fue por mucho tiempo “La Castañeda”, manicomio destruido en el que ahora hay un Walmart) y la del sistema penitenciario (cuya contraparte es “Lecumberri”, penitenciaría utilizada para criminales y presos políticos) a comienzos del siglo XX (en la transición del Porfiriato a la Revolución Mexicana, y del mundo a la llamada “modernidad”).

En una entrevista, Lola comenta:

(el libro fue motivado) por alumbrar la periferia, escuchar a los silenciados, a los ignorados, el discurso del otro; de encontrar sus voces y amplificarlas.

Ancira nos ofrece, así, una perspectiva de los abusos y atropellos que sucedían en ambos espacios: desde las mujeres recluídas en La Castañeda por sus esposos, hasta el asesinato de una mujer que detona una reliquia nigeriana. “Lecumberri”, por ejemplo, inicia con la historia de Miguel Verdugo, cuyo interés en la criminalística a comienzos del siglo XX lo lleva a un destino funesto:

Miguel Verdugo se sintió atraído hacia la criminalística desde que recibió la colección de hojas volantes de nota roja y grabados de José Guadalupe Posada tras la muerte de su abuela. Se dedicó a continuar el legado familiar recopilando material de la prensa sensacionalista, y cada noche se perdía entre las líneas de las imágenes que representaban calaveras armadas sobre caballos igual de cadavéricos, vestidas con sombreros y ropa tradicional. Sus favoritas eran «Gran calavera eléctrica», donde un esqueleto rodeado por cráneos miraba a la distancia un tranvía en el que viajaban otros esqueletos, y «La calavera oaxaqueña», que mostraba a un esqueleto valiente empuñando un cuchillo ensangrentado con la leyenda La Calavera valiente hoy acaba de llegar; todos quítense el sombrero que así la deben mirar. En otro estilo, la noticia del crimen «¡Horripilantisímo suceso! Una madre que descuartiza a su hijo recién nacido en dieciocho pedazos, el martes 15 de agosto de 1905», ilustrada por el mismo autor, exhibía a una mujer intentando deshacerse de los miembros de su bebé arrojándolos por el escusado.

“Tristes sombras” apunta, entonces, a lo cerca que está la locura o el crimen de la arbitrariedad, esto es, del capricho del sistema social (en este caso, del que entonces existía en México). La voz y experiencia de los desposeídos reverbera en las páginas de este libro y resulta necesaria, sin duda, en un siglo que aborda la salud mental desde una óptica distinta.

Viendo el conjunto de la obra de Lola Ancira, es interesante ver su evolución: desde la sombra individual (utilizando una metáfora jungiana), hasta la sombra colectiva, pasando por sus víctimas.

Como nota curiosa, Goyo Cárdenas, “El estrangulador”, aparece de una forma u otra en los libros de Lola Ancira.

La entrada Despojos y Tristes Sombras: dos libros de Lola Ancira se publicó primero en El Anaquel | Blog Literario.

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Published on January 09, 2023 01:24

January 2, 2023

A casa – George Saunders (cuento)

El presente cuento está incluído en el libro Diez de diciembre, y relata de forma brutal el regreso de un veterano a su pueblo en los Estados Unidos. Entre la nostalgia y la desesperación, vemos al entorno del personaje cerrarse sobre él debido a un misterio que ha sucedido en la guerra. También pueden leer Palos (otro cuento del mismo libro) en este blog.

1.

Tal y como solía hacer en los viejos tiempos, emergí del arroyo seco de detrás de la casa y repiqueteé en la ventana de la cocina con el ritmillo de siempre.
«Venga, entra de una vez», dijo Ma.
En la cocina encontré periódicos apilados sobre la vitro y revistas apiladas sobre los escalones y un macizo de perchas brotando del horno roto. Todo eso estaba como siempre. Las novedades: una marca de agua con forma de gato sobre el frigorífico y que la vieja alfombra naranja estuviera a medio enrollar.
«Sigo sin ser ninguna bobida señora de la limpieza», dijo Ma.
La miré raro.
«¿Bobida?», dije.
«¡Que te boban!», dijo ella, «Los del curro me están ayudando con lo mío».
La verdad sea dicha, Ma podía ser bastante malhablada. Y como hora trabajaba en una iglesia…
Nos quedamos así, mirándonos.
Entonces un tipo bajó por las escaleras con pisotones torpes y sonoros: era incluso más viejo que Ma y solo llevaba puestos unos gayumbos, unas botas de montaña y una gorra de lana de la que colgaba una larga trenza.
«¿Y este quién es?», dijo.
«Mi hijo», dijo Ma con timidez. «Mikey, este es Harris».
«¿Qué fue lo más chungo que hiciste allí?», dijo Harris.
«¿Y qué ha sido de Alberto?», dije yo.
«Alberto se largó», dijo Ma.
«Alberto enseñó sus cartas», dijo Harris.
«No le guardo rencor a ese babrón», dijo Ma.
«Pues yo le guardo mucho rencor a ese cabrón», dijo Harris. «Además, me debe diez pavos».
«A Harris no le están mirando lo de ser un malhablado», dijo Ma.
«Ella solo lo hace por los del curro», explicó Harris.
«Harris está en el paro», dijo Ma.
«Bueno, pero si no, te aseguro que no curraría en un sitio que me dice cómo tengo que hablar», dijo Harris. «Sería en un sitio que me deje hablar como quiera. Un sitio que me acepte por lo que soy. En esa clase de sitio estaría dispuesto a currar».
«No hay muchos sitios de esos», dijo Ma.
«¿Sitios que me dejen hablar como quiera?», dijo Harris. «¿O sitios que me acepten por lo que soy?».
«Sitios en los que estés dispuesto a currar», dijo Ma.
«¿Cuánto se queda?», dijo Harris.
«Todo lo que quiera», dijo Ma.
«Mi casa es tu casa», me dijo Harris.
«No es tu casa», dijo Ma.
«Pues, por lo menos, dale al muchacho algo de comer», dijo Harris.
«Se lo daré, pero no ha sido idea tuya», dijo Ma, y nos echó de la cocina.
«Pedazo de mujer», dijo Harris. «Hacía años que le tenía echado el ojo. Hasta que Alberto se dio el piro. No se entiende. Tienes en tu vida a un pedazo de mujer, un día enferma y… ¿Te las piras?».
«Ma, ¿enferma?», dije.
«¿No te lo ha contado?», dijo.
Hizo una mueca, cerró la mano y puso el puño a un lado de la cabeza.
«Bulto», dijo. «Pero yo no he dicho ni pío».
Ma cantaba en la cocina.
«Espero que al menos hayas sacado algo de panceta», gritó Harris. «Un muchacho que vuelve a casa se merece comer panceta, joder».
«¿Por qué te metes?», gritó Ma desde la cocina. «Acabas de conocerle».
«Le quiero como si fuera mi hijo», dijo Harris.
«¡Qué afirmación más ridícula!», dijo Ma. «Odias a tu hijo».
«Odio a mis dos hijos», dijo Harris.
«Y odiarías a tu hija si alguna vez llegaras a conocerla», dijo Ma.
Harris se sonrió, como si le conmoviera que Ma lo conociera lo bastante bien como para saber que sería inevitable que odiara a cualquier hijo que concibiera. Entró Ma con un platito de huevos con panceta.
«Quizá tenga algún pelo», dijo. «Últimamente parece que el bubo pelo no aguanta».
«No hay de qué», dijo Harris.
«¡Si tú no has movido ni un bubo dedo!», dijo Ma. «No te apuntes el tanto. Ve y friega la loza. Eso sí que ayudaría».
«No puedo fregar y lo sabes», dijo Harris. «Debido a mi dermatitis».
«El agua le da dermatitis», dijo Ma. «Pregúntale por qué no puede secar los platos».
«Debido a mi espalda», dijo Harris.
«Es el rey de si-no-fuera-por», dijo Ma. «Lo que no es, desde luego, es el rey de voy-a-hacer».
«En cuanto este se vaya te voy a enseñar a ti de qué soy el rey», dijo Harris.
«Oh, Harris, te has pasado, eso es realmente asqueroso».
Harris levantó ambos brazos hacia el cielo como para indicar: ganador y todavía campeón.
«Te pondremos en tu vieja habitación», dijo Ma.

 

2.

Sobre mi cama había un arco y una capa de Halloween morada, estampada con la cara de un fantasma.
«Esta hierba es de Harris», dijo Ma.
«Ma», dije. «Harris me lo ha contado».
Cerré el puño y puse la mano junto a mi cabeza. Me devolvió una mirada vacía.
«O puede que no lo entendiera bien», dije. «¿Un bulto? Él me dijo que tenías un…».
«O quizá lo que pasa es que es un bobido mentiroso», dijo. «Se pasa el bubo día inventando todo tipo de bibibobeces sobre mi. Es como una especie de pasatiempo para él. Le dijo al cartero que tenía una pierna falsa. Le dijo a Eileen de la charcutería que uno de mis ojos era de cristal. Le dijo al de la ferretería que me daban desmayos y que me salía espuma por la boca cuando me cabreaba mucho. Ahora, cuando voy, el hombre no ve la hora de largarme de ahí».
Y, para demostrar que se encontraba como una rosa, Ma dio un salto con una palmada.
Harris subía por las escaleras a golpe de bota.
«Yo no le diré que me has dicho lo del bulto», dijo Ma. «Tú no le digas que yo te he dicho que es un mentiroso».
Vale, esto ya empezaba a parecerse más a los viejos tiempos.
«Ma», dije, «¿dónde viven Renee y Ryan?».
«¿El qué?», dijo Ma.
«Tienen un sitio bien bonito aquí a la vuelta», dijo Harris. «Forradísimos».
«No creo que sea una buena idea», dijo Ma.
«Tu madre cree que Ryan es un maltratador», dijo Harris.
«Ryan es un maltratador», dijo Ma. «Siempre sé distinguir a un maltratador».
«¿Le pega?, dije. «¿Le pega a Renee?».
«Yo no te lo he contado», dijo Ma.
«Será mejor que no le ponga la mano encima a ese bebé», dijo Harris. «Dulce bebecito Martney, es un bebé monísimo».
«Y qué clase de bubo nombre es ese?», dijo Ma.
«Eso fue lo que le dije a Renee. Eso sí que lo dije».
«¿Es nombre de chico o de chica?», dijo Harris
«¿Pero qué bobones dices?», dijo Ma. «Lo has visto. Lo has cogido en brazos».
«Parece un elfo», dijo Harris.
«¿Pero un elfo niño o una elfa niña?», dijo Ma.
«Atiende. No tiene ni pajolera idea».
«Bueno, iba de verde», dijo Harris. «Así que eso no me soluciona nada».
«Piensa», dijo Ma. «¿Qué le compramos?».
«Cualquiera diría que debería saber si es niño o niña», dijo Harris. «Al ser mi puñetero nieto. O nieta».
«Ni es tu nieto ni es tu nieta», dijo Ma. «Le compramos un barco».
«Los barcos pueden ser tanto para chicos como para chicas», dijo Harris. «No tengas prejuicios. A una chica le puede volver loca un barco. Igual que a un chico le puede volver loco una muñeca. O un sostén».
«Pero no le compramos ni una muñeca ni un sostén», dijo Ma. «Le compramos un barco».
Bajé a por el listín telefónico. Renee y Ryan vivían en Lincoln. En Lincoln 27.

 

3.

Lincoln 27 estaba en la parte buena del centro. No podía creerme la casa. No podía creerme las torrecillas. La verja trasera era de secuoya y se abría con tanta suavidad, era como si tuviera un gozne hidráulico. No podía creerme el jardín. Me agaché detrás de unos setos, junto al porche cerrado. Dentro hablaban varias personas: Renee, Ryan y lo que parecían los padres de Ryan. Los padres de Ryan tenían voces sonoras/ confiadas que parecían haber sido fabricadas a partir de unas voces mucho menos sonoras/ confiadas mediante un proceso de enriquecimiento súbito.
«Que cada cual opine lo que quiera sobre Lon Brewster», dijo el padre de Ryan. «Pero fue Lon quien vino a rescatarme de Feldspar aquella vez, cuando tuve un pinchazo».
«En ese ridículo calor tan espantoso», dijo la madre de Ryan.
«Y ni una mala palabra», dijo el padre de Ryan. «Una persona absolutamente encantadora».
«Casi tan encantadora -o así me comentaste- como la familia Fleming», dijo ella.
«Y eso que los Fleming son fenomenalmente encantadores», dijo él.
«Y todas las cosas que hacen!», dijo ella. «Fletaron hasta aquí un avión cargadito de bebés».
«Bebés rusos», dijo él. «Con labios leporinos».
«Nada más aterrizar, los llevaron a diferentes clínicas del país en un plis plas», dijo ella. «¿Y quién lo sufragó?».
«La familia Fleming», dijo él.
¿Y no es cierto que también apartaron algo de dinero para la universidad?», dijo ella. «¿Para matricular a los rusitos?».
«Esos pequeños pasaron de tener una minusvalía en una nación que se desploma a tener la vida arreglada en el mejor país del mundo», dijo él. «¿Y quién lo hizo posible? ¿Una corporación? ¿El Gobierno?».
«Una pareja de particulares», dijo ella.
«Un par de personas realmente visionarias», dijo él.
Hubo una larga pausa admirativa.
«Aunque uno nunca lo diría al ver lo mal que le habla a ella», dijo la madre de Ryan.
«Bueno, hay veces que ella también le habla bastante mal», dijo él.
«A veces todo se reduce a que él le habla mal y entonces ella le contesta mal», dijo ella.
«Es como lo del huevo y la gallina», dijo él.
«Solo que hablando mal», dijo ella.
«Pero bueno, uno no puede menos que adorar a los Fleming», dijo él.
«Ya nos gustaría ser tan maravillosos», dijo ella. «Cuándo fue la última vez que rescatamos nosotros a un rusito?».
«Bueno, no nos va mal», dijo él. «No podemos permitirnos mandar traer un puñado de bebés rusos, perocreo que, dentro de nuestras limitaciones, nos va bastante bien».
«No podemos traer ni un triste ruso», dijo ella. «Hasta un bebé canadiense con un labio leporino estaría por encima de nuestras posibilidades».
«Igual podríamos subir en coche y traernos uno», dijo él. «Pero, entonces, ¿qué? No podemos permitirnos la cirugía y tampoco la universidad. Así que el bebé está aquí estancado, en América en vez de en Canadá, y todavía con el asunto del labio sin resolver».
«Chicos, ¿os lo hemos comentado?»», dijo ella. «Abrimos cinco tiendas más. Cinco tiendas en el área metropolitana. Cada una con una fuente».
«Eso es genial, Mamá», dijo Ryan.
«Eso es tan geniab», dijo Renee.
«Y, quizá, si esas cinco tiendas marchan bien, podemos abrir otras tres o cuatro tiendas y, entonces,
volver a encarar todo el asunto de los rusitos leporinos», dijo el padre de Ryan.
«No dejáis de sorprendernos», dijo Ryan.
Renee salió con el bebé.
«Voy a salir con el bebé», dijo.

 

4.

El bebé le había pasado factura. Renee parecía más ancha, menos pizpireta. También más pálida, como si alguien hubiera proyectado sobre su pelo y su cara unos rayos que destiñeran.
Era verdad, el bebé parecía un elfo.
El bebé-elfo vio un pájaro, apuntó al pájaro con el dedo.
«Pájaro», dijo Renee.
El bebé-elfo miró hacia su inconmensurable piscina.
«Para nada, dijo Renee. «Pero todavía no. Todavía no, ¿vale?».
El bebé-elfo levantó la vista al cielo.
«Nubes», dio Renee. «Las nubes fabrican la lluvia».
Era como si el bebé le exigiera con los ojos: Rápido, cuéntame qué coño es todo esto, para que pueda controlarlo, abrir unas cuantas tiendas.
El bebé me miró.
A Renee por poco se le cae el bebé.
«Hostia, Mike, Mikey», dijo.
Entonces pareció recordar algo y volvió rápidamente a la puerta del porche.
«¿Rye?», ululó. «¿Rey Rye? ¿Puedes venir a por el Principito?».
Ryan se llevó al bebé.
«Te quiero», le oí decir.
«Yo más», dijo ella.
Luego volvió, sin el bebé.
«Le llamo Rey Rye», dijo sonrojándose.
«Ya lo oí», dije.
«Mikey», dijo. «Lo hiciste?».
«¿Puedo entrar?», dije.
«Hoy no», dijo. «Mañana. No, el jueves. Sus padres se marchan el miércoles. Pásate el jueves, hablamos de la cuestión».
«De qué cuestión?», dije.
«De si puedes entrar o no», dijo.
«No sabía ni que existía esa cuestión», dije.
«Lo hiciste?», dijo. «¿Lo hiciste?».
«Ryan parece buen tipo», dije.
«Dios mío», dijo. «Literalmente el mejor ser humano que he conocido jamás».
«Salvo cuando te pega», dije.
«¿Cuando qué?», dijo.
«Me lo ha dicho Ma», dije.
« Que te dijo qué», dijo. «Que Ryan es un maltratador? ¿Que Ryan me maltrata? ¿Eso ha dicho Ma?»
«No le digas que te lo he dicho», dije, con una pequeña punzada de pánico, como antaño.
«Ma chochea», dijo. «A Ma se le va, joder. Muy propio de Ma, decir algo así. ¿Sabes quién se va a llevar una hostia? Ma. Una hostia mía».
«4Por qué no me escribiste para contarme lo de Ma?», dije.
«¿Qué pasa con Ma?», dijo con sospecha.
«¿Que está enferma?», dije.
«¿Te lo dijo ella?», dijo.
Cerré el puño y lo puse encima de mi oreja.
«¿Y eso qué quiere decir?», dijo.
«Un bulto?», dije.
«Ma no tiene ningún bulto», dijo. «Tiene el corazón jodido. ¿Quién te dijo que tenía un bulto?».
«Harris», dije.
«Ah, Harris, estupendo», dijo.
Desde dentro de la casa llegó el llanto del bebé.
«Vete», dijo Renee. «Pero antes».
Puso una mano en cada una de mis mejillas y me giró la cabeza de modo que pudiera ver a Ryan, a través de la ventana, que calentaba un biberón en la pila de la cocina.
«¿Te parece que tiene pinta de maltratador?», dijo.
«No», dije.
Y no lo parecía, para nada.
«¡Joder!», dije. «¿Hay alguien aquí que diga la verdad?»
«Yo sí», dijo. «Y tú».
La contemplé y, por un momento, ella volvía a tener ocho y yo diez y estábamos escondidos detrás de la caseta del perro mientras Ma y Papá y la tía Toni, puestos de setas, arrasaban el patio.
«Mike, dijo. «Necesito saberlo. ¿Lo hiciste?»
Retiré bruscamente mi cara de entre sus manos, me giré, me fui.
«¡Ve a ver a tu mujer, bobo!», alcanzó a gritar. «Ve a ver a tus propios bebés».

 

5.

Ma estaba en el césped de la entrada y le berreaba a un tipo achaparrado y gordo. Harris, al fondo, iba de un lado a otro y, de vez en cuando, le pegaba un puñetazo o le daba una patada a cualquier objeto para demostrar lo temible que podía ser cuando se enfurecía.
«Este es mi hijo!», dijo Ma. «Mi hijo que ha servido en el ejército. Que acaba de volver a casa. ¿Y nos haces esto?».
«Gracias por su servicio», me dijo el hombre. Harris le propinó una patada al cubo de basura de
metal.
«¿Podría pedirle que dejara de hacer eso, por favor?», dijo el hombre.
«Él no puede controlarme cuando me enfado», dijo Harris. «Nadie puede».
«¿Creen que esto me gusta?», dijo el hombre. «La señora lleva cuatro meses sin pagar el alquiler.
«Tres», dijo Ma.
«¿Así tratáis a la familia de un héroe?», dijo Harris. «Él se deja la vida en el frente y, mientras, ¿tú te presentas en su casa y abusas de su madre?».
«Amigo, disculpa, pero yo no abuso de nadie», dijo el hombre. «Esto es un embargo. Si hubiera pagado el alquiler y la estuviera embargando, so sería un abuso».
«¡Y pensar que trabajo para una buba iglesia!», gritó Ma.
El hombre, aunque achaparrado y gordo, era valiente de un modo admirable. Entró en la casa y salió cargado con el televisor, esgrimía un gesto de aburrimiento, como si el aparato fuera suyo y prefiriera tenerlo en el jardín.
«No», dije.
«Aprecio el servicio que ha prestado», dijo.
Lo agarré por el cuello de la camisa. A esas alturas, se me daba ya muy bien agarrar a la gente por el cuello de la camisa, mirarlos a los ojos, hablarles directamente.
«¿De quién es esta casa?», dije.
«Mía», dijo.
Puse un pie detrás de él, lo dejé caer sobre la hierba.
«Tranqui», dijo Harris.
«Estoy tranqui», dije, y volví a llevar el televisor adentro.

 

6.

Esa noche llegó el sheriff con unos transportistas que vaciaron la casa y lo depositaron todo sobre el césped.
Los vi llegar y salí por la puerta de atrás y lo observé todo desde High Street, sentado en el interior
del puesto de caza que hay detrás de la casa de los Neston.
Ahí estaba Ma, llevándose las manos a la cabeza, dando vueltas y sorteando los montículos de sus trastos. Por un lado era melodramático y por otro no. Lo que quiero decir es que cuando Ma siente algo profundamente hace eso: melodrama. Y eso, imagino, ¿hace que no sea melodrama?
Últimamente me ocurría algo, sucedía que sentía la presencia de un plan que fluía a través de mis
manos hasta mis pies. Cuando esto ocurría, sabía que debía confiar en ello. Notaba cómo me subía el calor por la cara y me sentía en plan vamos, vamos, vamos.
Me había venido muy bien, casi siempre.
Ahora el plan que fluía era: agarrar a Ma, empujarla dentro de la casa, hacer que se siente, acorralar
a Harris, mandarlo sentar, quemar la casa, o, por lo menos, hacer el ademán de quemar la casa, para captar su atención, para hacer que se comporten acorde a su edad.
Bajé corriendo la cuesta, empujé a Ma, la senté en las escaleras, agarré a Harris por el cuello de la camisa, puse un pie detrás de él, lo tumbé. Luego puse una cerilla en la moqueta que recubre las escaleras. Cuando empezó a arder, levanté un dedo para indicar algo así como: silencio, por mis venas corre el poder de una experiencia oscura muy reciente.
Los dos tenían tanto miedo que no dijeron ni una palabra, y eso me hizo sentir esa clase de vergüenza que sabes que no vas a curar por pedir perdón, que te empuja hacia la única opción posible, que es: sal ahí, agénciate más vergüenza.
Apagué la llama de la alfombra con la suela y puse jumbo a Gleason Street, donde Joy y los bebés vivían con Capullo.

 

7.

Hay que joderse: su casa era incluso mejor que la de Renee.
La casa estaba a oscuras. Había tres coches en la entrada. Eso quería decir que estaban todos en casa y acostados.
Me quedé pensando en ello un poco.
Luego me dirigí andando al centro y entré en una tienda. O por lo menos creo que era una tienda. Aunque no me quedaba muy claro qué era lo que vendían. Sobre unos mostradores amarillos iluminados desde dentro había unos cartuchos de plástico azules y pesados. Cogí uno. Tenía impresa la palabra «MiiVOXMAX».
«¿Qué es?», dije.
«El rollo es más bien para qué sirve, diría yo», dijo el chaval.
«¿Para qué sirve?», dije.
«¿Sabes?», dijo, «seguramente este de aquí te irá mejor».
Me entregó un cartucho idéntico pero que llevaba impresa la palabra «MiiVOXMIN».
Se acercó otro chico, traía un espresso y cookies.
Dejé el cartucho de MiiVOXMIN y volví a coger el de MiiVOXMAX.
«Cuánto?», dije.
«¿Quieres decir dinero?», dijo.
«¿Para qué sirve?», dije.
«Bueno, si lo que quieres saber es si ofrece reposición de data o información de jerarquía de dominio», dijo. «La respuesta a eso sería sí y no».
Eran agradables. Ni una arruga. Cuando digo que eran chavales, quiero decir que tenían más o menos mi edad.
«Llevo fuera mucho tiempo», dije.
«Bienvenido», dijo el primer chaval.
«¿Dónde estabas?», dijo el segundo.
«¿En una guerra?», dije con la voz más insultante de la que era capaz. «¿Igual os suena de algo?».
«Ya te digo», dijo el primer chaval con respeto. «Gracias por tu servicio».
«¿En cuál?», dijo el segundo. «No hay dos?».
«¿No acaban de anunciar que dejan una?», dijo el primero.
«Mi primo está allí», dijo el segundo. «En una de ellas. Al menos, creo que sí. Sé que se supone que tenía que ir. Nunca nos llevamos muy bien».
«En fin, gracias», dijo el primero, y me tendió la mano, y se la di.
«Yo no estaba a favor», dijo el segundo. «Pero sé que no era cosa tuya».
«Bueno», dije. «En cierto modo lo era».
«¿No estabas a favor o no estás a favor?», le dijo el primero al segundo.
«Las dos», dijo el segundo. «¿Pero sigue, todavía?».
«¿Cuál?», dijo el segundo.
«¿Todavía sigue esa en la que tú estabas?», me preguntó el segundo.
«Sí», dije.
«¿Qué crees? ¿Mejor o peor?», dijo el primero. «Es decir, desde tu punto de vista, ¿vamos ganando? ¿Pero qué estoy diciendo? La verdad es que me la trae floja, ¡eso es lo gracioso!».
«En fin», dijo el segundo, y me tendió la mano, y se la di.
Fueron tan ambles y acogedores y tan poco suspicaces -eran tan de los míos- que salí de la tienda sonriendo y me había alejado más o menos una manzana antes de darme cuenta de que seguía con el MiVOXMAX en la mano. Me puse debajo de una farola y le eché un vistazo. Parecía solo un cartucho de plástico. Era como si, de querer MiVOXMAX, no tenías más que entregar este cartucho, y alguien iría a buscarte un poco de MiVOXMAX, fuera lo que fuera aquello.

 

8.

Me abrió la puerta Capullo.
Su verdadero nombre era Evan. Habíamos ido juntos al colegio. Tenía un vago recuerdo de él con un tocado indio, corriendo por el pasillo.
«Mike», dijo.
«¿Puedo entrat?», dije.
«Creo que voy a tener que contestarte que no», dijo.
«Me gustaría ver a los críos», dije.
«Pasadas las doce», dijo.
Me parecía bastante plausible que mintiera. ¿Estaban las tiendas abiertas a medianoche? Pero bueno, la luna brillaba alta en el cielo y había algo húmedo y triste en el ambiente que parecía decir: oye, tampoco es temprano.
«Mañana?», dije.
«¿Eso te vendría bien a ti?», dijo. «¿Cuando yo haya regresado del trabajo?».
Tuve claro que habíamos acordado ser razonables. Una forma de ser razonables era formularlo todo como si fuera una pregunta.
«¿Sobre las seis?», dije.
«¿Las seis te va bien a ti?», dijo.
Lo rato del asunto es que en verdad nunca los había visto juntos. La mujer que dormía allí, en su
cama, podría haber sido una persona completamente diferente.
«Sé que esto no es fácil», dijo.
«Me jodiste», dije.
«Con todos mis respetos, no estoy de acuerdo con eso», dijo.
«Seguro», dije.
«Yo no te jodí ni tampoco lo hizo ella», dijo. «Fueron unas circunstancias muy desafiantes para todos los implicados».
«Más desafiantes para unos que para otros», dije. «¿Me concedes eso, por lo menos?».
«¿Estamos siendo sinceros?», dijo. «¿O estamos dando un rodeo para evitar el conflicto?».
«Sinceros», dije, y su cara hizo cierto gesto que, por un momento, hizo que volviera a caerme bien.
«Fue duro para mí porque me sentía como una
mierda», dijo. «Fue duro para ella porque se sentía como una mierda. Fue duro para los dos porque, al mismo tempo que nos sentíamos como dos mierdas, sentíamos todas las otras cosas que sentíamos, que, te aseguro, eran de lo más reales, una verdadera bendición, si puedo expresarlo así».
En ese momento empecé a sentirme como un pelele, como si un puñado de tíos me tuviera bien sujeto, para que así otro tío pudiera meterme su puño de La Nueva Era por el culo, a la par que me explicaba que tener su puño introducido en mi culo no constituía, para nada, la opción que más hubiera preferido y que, de hecho, le provocaba cierto conflicto.
«Las seis», dije.
«Las seis, perfecto», dijo. «Por suerte tengo un horario flexible».
«No tienes por qué estar», dije.
«Si tú fueras yo y yo fuera tú, ¿no crees que, quizá, sentirías que, posiblemente, necesitarías estar aqui?», dijo.
Un coche era un Saab, uno un Escalade y el tercero un Saab más nuevo, con dos asientos de bebé y un payaso de peluche con el que no estaba familiarizado.
Tres coches para dos adultos, pensé. Menudo país. Menudo par de capullos egoístas mi mujer y su nuevo marido. Podía ver con claridad meridiana cómo, con los años, mis bebés se transformarían poco a poco en bebés egoístas y capullos, luego en niños egoístas y capullos, chavales, adolescentes, y adultos, y yo siempre en segundo plano, merodeando como una especie de pariente sucio y poco de fiar.
Esa parte de la ciudad estaba llena de castillos. Dentro de uno había una pareja que se abrazaba. Dentro de otro una mujer tenía unos nueve millones de pequeñas casitas de navidad puestas en una mesa, como si hiciera inventario. Cruzando el río los castillos se volvían más pequeños. Al llegar a nuestra parte de la ciudad, las casas eran como chabolas de campesinos. Dentro de una chabola de campesino había cinco niños de pie sobre el sofá, perfectamente quietos. En un momento dado todos saltaron al unísono y los perros enloquecieron.

 

9.

La casa de Ma estaba vacía. Ma y Harris estaban sentados en el suelo del salón, llamaban por teléfono, intentaban encontrar un lugar adónde ir.
«¿Qué hora es?», dije.
Ma levantó la mirada hacia el lugar donde antes colgaba el reloj.
«El reloj está en la acera», dijo.
Salí. El reloj estaba debajo de un abrigo. Eran las diez. Evan me la había jugado. Me planteé volver, exigir ver a los críos, pero para cuando llegase ya serían las once y aún tendría argumentos más que decentes para objetar por lo tarde que era.
Entró el sheriff.
«No se levante», le dijo a Ma.
Ma se levantó.
«Tú, levántate», me dijo.
Me quedé sentado.
«¿Tú eres el que tiró al suelo al St. Klees?», dijo el sheriff.
«Acaba de volver de la guerra», dijo Ma.
«Gracias por su servicio», dijo el sheriff. «¿Puedo pedirle que, en el futuro, se abstenga de tirar a la gente al suelo?».
«A mí también me tiró al suelo», dijo Harris.
«Mi problema es que no quiero ir por ahí arrestando a veteranos», dijo el sheriff. «Yo mismo soy un veterano. Así que si usted me ayuda y no tira a nadie más al suelo, yo le ayudaré. No le arrestaré. ¿Trato hecho?».
«También iba a quemar la casa», dijo Ma.
«Yo no recomendaría quemar nada», dijo el sheriff.
«No es el de siempre», dijo Ma. «No hay más que verlo».
El sheriff no me había visto en la vida, pero era como si el hecho de admitir que no tenía ninguna referencia para evaluar qué aspecto tenía constituyera un motivo de vergüenza profesional.
«Sí que se le ve cansado», dijo el sheriff.
«Pero fuerza no le falta», dijo Harris. «Me tiró al suelo como si nada».
«¿A dónde irán ustedes mañana?», dijo el sheriff.
«¿Sugerencias?», dijo Ma.
«¿Un amigo? ¿Alguien de la familia?», dijo el sheriff.
«Donde Renee», dije.
«Y si eso no pudiera ser, ¿quizá al centro de acogida que hay en la calle Fristen?», dijo el sheriff.
«Desde luego, a casa de Renee no pienso ir», dijo Ma. «En esa casa se lo tienen todos muy creído. Ya nos tienen por uno barriobajeros».
«Bueno, somos unos barriobajeros», dijo Harris. «En comparación con ellos».
«Y lo que tampoco pienso hacer es ir a ningún bubo refugio», dijo Ma. «En los refugios hay ladillas».
«Cuando empezamos a salir yo tenía ladillas, y las pillé en ese refugio», dijo Harris en aras de ayudar.
«Siento que les pase esto», dijo el sheriff. «Esto parece el mundo al revés».
«Y que lo diga», dijo Ma. «Aquí estoy yo, que trabajo en una iglesia, con un hijo que es un héroe. Con una Estrella de Plata. Salvó a un marine arrastrándole por el bubo pie, bober. Tenemos la carta. ¿Y dónde estoy? Tirada en la calle».
El sheriff había desconectado y aguardaba la oportunidad de coger la puerta y volver a un mundo que él consideraba real.
«Encuentren un sitio donde vivir, amigos», aconsejó afablemente mientras salía.
Entre Harris y yo volvimos a llevar a rastras dos colchones dentro de la casa. Todavía tenían puestas las sábanas y las mantas y todo. Pero las sábanas en el colchón de ellos tenían manchas de hierba en los extremos y las almohadas olían a barro.
Pasamos una larga noche en la casa vacía.

 

10.

Por la mañana Ma llamó a algunas señoras que había conocido cuando era una madre joven, pero a una le acababan de quitar un disco y otra tenía cáncer y una tercera tenía gemelos que acababan de ser diagnosticados, ambos, maníaco-depresivos.
Con la luz del día Harris se volvió a envalentonar.
«Entonces, este asunto del consejo de guerra», dijo. «¿Fue lo peor que hiciste? ¿O hubo cosas peores pero no te pillaron?».
«Le absolvieron de todo eso», dijo Ma, seca.
«Bueno, a mí me absolvieron aquella vez de allanamiento de morada», dijo Harris.
«Además, ¿quién te ha dado vela en este entierro?», dijo Ma.
«Lo más seguro es que quiera hablar», dijo Harris. «Ventilar un poco. Es bueno para el alma».
«Mírale la cara, Har», dijo Ma.
Harris me miró la cara.
«Perdona por haber sacado el tema», dijo.
Entonces volvió el sheriff. Hizo que Harris y yo volviéramos a arrastrar los colchones fuera. Desde el porche lo miramos mientras cerraba la puerta con un candado.
«Dieciocho años llevas siendo mi hogar querido», dijo Ma, posiblemente imitando a algún sioux de alguna peli.
“Les conviene que venga una furgoneta», dijo el sheriff.
“Mi hijo sitvió en la guerra», dijo Ma. «Y mire lo que me está haciendo».
«Soy el mismo que vino aye, dijo el sheriff, y, por alguna razón, enmarcó su cara con las manos. «¿Se acuerda de mí? Ya me dijo todo eso. Le agradecí su servicio. Llamen a una furgoneta. O toda esta mierda va directa al vertedero».
«¡Mirad cómo tratan a una mujer que trabaja en una iglesia!», dijo Ma.
Ma y Harris rebuscaron entre todos sus trastos, encontraron una maleta, llenaron la maleta de ropa.
Y nos fuimos en coche a casa de Renee.
Yo iba pensando: Oh, esto va a ser la monda.

 

11.

Aunque sí y no. Esa era solo una de las cosas que iba pensando.
Otra era: Oh, Ma, recuerdo cuando eras joven y llevabas el pelo trenzado y hubiera dado lo que fuera por verte caer tan bajo.
Otra era: Vieja loca, anoche te chivaste de mí delante de la policía. ¿A qué venía eso?
Otra era: Mami, Mamita, déjame arrodillarme a tus pies y contarte lo que hice con Smelton y con Ricky G. en Al-Raz, y luego me acariciarás el pelo y me dirás que cualquiera hubiera hecho lo mismo.
Al cruzar el puente de Roll Creek, podía ver que Ma iba masticando: Sí, que se le ocurra a esa Renee rechazarme, le serviré a esa pequeña buba su bubo bobo en una buba bandeja.
Pero entonces, tachán, para cuando alcanzamos la otra orilla y el aire había pasado de ser aire fresco de río a aire normal y corriente, su cara había modulado a: Oh, Dios, si Renee me rechaza delante de los padres de Ryan y, de nuevo, vuelven a mirarme como si fuera basura, me moriré, me moriré allí mismo.

 

12.

Renee sí que la rechazó delante de los padres de Ryan, que sí que la miraron como si fuera basura.
Pero no se murió.
Teníais que haber visto sus caras cuando entramos. Renee parecía azorada. Ryan parecía azorado. La madre y el padre de Ryan hacían tantos esfuerzos por no parecer azorados, que chocaban con todo. El padre de Ryan avanzó atropelladamente, haciendo lo posible por parecer alegre / acogedor, y golpeó un jarrón que se precipitó hacia el suelo. La madre de Ryan dio una zancada, chocó con un cuadro, y acabó con el jarrón entre sus brazos enfundados en un jersey rojo.
«¿Este es el bebé?», dije.
Ma, de nuevo, me saltó a la yugular.
«¿Y qué crees que es?», dijo. «¿Un enano que no sabe hablar?».
«Sí, este es Martney», dijo Renee, ofreciéndome el bebé.
Ryan carraspeó y fulminó a Renee con una mirada que parecía decir: Pensé que habíamos discutido esto, Pastelito Mío.
Renee cambió el rumbo del bebé, lo levantó hacia mí, como si al acercármelo tanto se sobreentendiera que no era necesario que lo cogiese en brazos, al estar tan cerca de la luz y tal y cual.
Y eso dolió.
«Joder, dije. «¿Qué creéis que voy a hacer?».
«Por favor, no digas “joder” en nuestra casa», dijo Ryan.
«Por favor, no le digas a mi hijo qué bobias puede decim, dijo Ma. «Es un héroe de guerra, ¿sabes».
«Gracias por tu servicio», dijo el padre de Ryan.
«Podemos irnos a un hotel», dijo la madre de Ryan.
«No iréis a ningún hotel, mamá», dijo Ryan. «Ellos pueden ir a un hotel».
«No vamos a ir a un hotel», dijo Ma.
«No hay ningún problema con que vayáis a un hotel, madre. A ti te chifla un buen hotel», dijo Renee. «Sobre todo cuando lo pagamos nosotros».
Incluso Harris estaba nervioso.
«Un hotel suena estupendo», dijo. «Mucho ha llovido desde la última vez que me recosté en un bonito establecimiento al estilo de un hotel».
«¿Enviarías a tu propia madre, que trabaja en una iglesia, junto con tu hermano, un héroe con la Estrella de Plata que acaba de regresar de la guerra, a una pensión de mala muerte?», dijo Ma.
«Sí», dijo Renee.
«¿Puedo, por lo menos, coger al bebé?», dije.
«No mientras esté yo presente», dijo Ryan.
«Jane y yo queremos que sepas lo mucho que hemos apoyado, y todavía apoyamos, vuestra misión», dijo el padre de Ryan.
«Mucha gente ignora la cantidad de colegios que habéis construido allí»», dijo la madre de Ryan.
«La gente suele fijarse solo en los aspectos negativos», dijo el padre de Ryan.
«¿Cómo decía ese proverbio?», dijo la madre de Ryan. «Para construir no sé qué, primero debes destruir muchos no sé qué?».
«Creo que podría coger un poco al bebé», dijo Renee. «Quiero decir, estamos aquí delante, ¿no?».
Ryan hizo una mueca como si sintiera una punzada, ladeó la cabeza.
El bebé se retorció, como si él también creyera que se estaba decidiendo su suerte.
El hecho de que todas estas personas pensaran que le iba a hacer daño al bebé me hizo pensar en
hacerle daño al bebé. ¿Que me imaginara a mí mismo haciéndole daño al bebé significaba que le haría daño al bebé? ¿Acaso quería hacerle daño al bebé? No, por Dios. Pero: ¿significaba el hecho de que no tuviera ninguna intención de hacerle daño al bebé que, a la hora de la verdad, no le haría daño al bebé? ¿No había tenido yo, en el pasado reciente, la experiencia de no tener ninguna intención de hacer Actividad A, y luego me había sorprendido, de pronto, metido hasta las cejas en la susodicha Actividad A?
«No quiero coger al bebé», dije.
«Te lo agradezco», dijo Ryan. «Es un gesto por tu parte».
«Quieto coger esta jarra», dije, y cogí una jarra llena de limonada y la mecí como a un bebé, se fue derramando el líquido y, cuando la limonada ya había formado un bonito charco sobre el suelo de secuoya, dejé caer la jarra al suelo.
«De verdad, me habéis herido los sentimientos», dije.
Y antes de darme cuenta estaba en la acera, caminando deprisa.

 

13.

Y antes de darme cuenta estaba en la tienda. Había dos chavales distintos, más jóvenes que los
otros dos de antes. Quiza iban todavía al instituto. Les entregué el cartucho de MiVOXMAX
«Joder! ¡Flipa!», dijo uno de los chavales. «Nos estábamos preguntando dónde andaría».
«Estábamos a punto de avisar a los jefes», dijo el otro chaval, que traía un espresso y cookies.
«¿Es valioso?»», dije.
«Ja, ya te digo», dijo el primero, y sacó una especie de gamuza especial de debajo del mostrador, limpió el cartucho y lo volvió a colocar en su sitio.
«¿Qué es?».
«El rollo es más bien para qué sirve, diría yo», dijo el chaval.
«¿Para qué sirve?», dije.
«Es posible que prefieras este de aquí», dijo y me entregó el cartucho MiVOXMIN.
«Llevo mucho tempo fuera», dije.
«Nosotros, también», dijo el segundo chaval.
«Acabamos de salir del ejército», dijo el primer chaval.
Luego, uno a uno, enumeramos dónde habíamos estado.
Resulta que el primer chaval y yo habíamos estado prácticamente en el mismo sitio.
«Un momento, ¿entonces tu estuviste en Al-Raz?», dije.
«En Al-Raz a saco», dijo el primer chaval.
«Nunca estuve metido en la mierda, lo admito», dijo el segundo chaval. «Aunque sí que atropellé una vez a un perro con un montacargas».
Le pregunté al primer chaval si se acordaba del corderito, del muro acribillado, del niño que lloraba, la oscura puerta bajo el arco, las palomas que ascendían, súbitamente, desde el crepúsculo gris y resquebrajado.
«Yo no estaba en esa parte», dijo. «Yo estaba más bien cerca del río y de la barca que estaba del revés, donde la pequeña familia esa que vestía de rojo y que aparecía miraras donde miraras».
Sabía exactamente dónde había estado. Era increíble la cantidad de veces que, antes y después del vuelo de las palomas, había alcanzado a ver en el horizonte, junto al río, una figura agachada o suplicante vestida de rojo.
«Pero la cosa con ese perro acabó guay», dijo el segundo chaval. «Vivió y tal. Para cuando me marché, lo tenía subido de copiloto en el montacargas».
Entró una familia de nueve indoamericanos, y el segundo chaval se acercó a ellos con el espresso y las cookies.
«Al-Raz, madre mía», dije, para sondear.
«¿Para mí?», dijo el primer chaval. «Para mí Al-Raz fue lo peor de todo el rollo».
«Sí, yo también, exacto», dije.
«La cagué en estéreo en Al-Raz», dijo.
De pronto sentí que no podía respirar.
«¿Mi colega Melvin?», dijo. «Pilló un gran cacho de metralla en toda la ingle. Por mi culpa. Tardé demasiado en dar el aviso. Había como una especie de fiesta de mujeres ahí al lado, ¿sabes? Unas quince tías en una tiendecita en la esquina. Y había niños. Así que esperé. Una pena para Melvin. Para la ingle de Melvin».
Se quedó esperando que le contara la cosa jodida que había hecho yo.
Dejé el MiVOXMIN sobre el mostrador, lo volví a coger, lo volví a dejar.
«Aunque Melvin está bien», dijo, y se dio una palmadita en el paquete. «Lo enviaron a casa, ya sabes, y está haciendo un máster. Por lo visto folla».
«Me alegra saberlo», dije. «Seguro que a veces te hace de copiloto en el montacargas».
«Cómo?», dijo.
Miré el reloj de la pared. No parecía tener maneciIlas. Solamente unas formas blancas y amarillas que se movían.
«Sabes qué hora es?», dije.
El chaval levantó la vista hacia el reloj.
«Las seis», dijo.

 

14.

En la calle localicé una cabina y llamé a Renee.
«Lo siento», dije. «Lo siento por la jarra».
«Si, bueno», dijo sin poner su voz de pija. «Me vas a comprar una nueva».
Noté que intentaba arreglar las cosas.
«No», dije. «No creo que lo haga».
«Mikey, adónde estás?», dijo.
«En ningún sitio», dije.
«¿A dónde vas?», dijo.
«A casa», dije, y colgué.

 

15.

Mientras subía por Gleason tuve esa sensación. Mis manos y mis pies no sabían exactamente qué querían, pero se inclinaban por: ábrete paso empujando lo que sea / a quien sea que te evite avanzar, entra, empieza a cargártelo todo, a tirar cosas por ahí, grita lo que te pase por la cabeza, vamos a ver qué pasa.
Iba montado en una especie de tobogán del bochorno. ¿Sabéis lo que quiero decir? Una vez, en el
instituto, un tipo me pagó para que sacara el fango de su estanque. Clavabas con fuerza el rastrillo en el agua, enganchabas un cacho de fango, y lo sacabas. En un momento dado, la parte dentada salió disparada hacia el montón de fango que había ido formándose junto al estanque. Cuando fui a recuperarla, había algo así como un millón de renacuajos, muertos y moribundos, que tenían la dad que sea que tienen los renacuajos cuando tienen la barriga hinchada como las señoras embarazadas. Lo que tenían en común los muertos y los moribundos era: sus tiernas pancitas blancas se habían abierto por la repentina lluvia de fango que les había caído encima. La diferencia era: los moribundos eran los que se meneaban con un miedo loco.
Intenté salvar unos cuantos, pero eran tan delicados que lo único que hice al manipularlos fue torturarlos más.
Quizá otro podría haberle dicho al tío que me contrató: «Uy, tengo que parar ahora, me siento mal por matar a tantos renacuajos». Pero yo no podía. Así que seguí sacando fango con el rastrillo.
Con cada nuevo lanzamiento, pensé, más pancitas abiertas en canal. El hecho de continuar con la tarea hizo que empezara a cabrearme con las ranas.
Una de dos: (A) yo era una mala persona que hacía a sabiendas una cosa horrible una y otra vez, o (B) no era tan horrible, en verdad, solo algo normal, y la forma de confirmar que era normal era seguir haciéndolo, una y otra vez.
Años después, en Al-Raz, recordé aquella sensación.
Había llegado a la casa.
Había llegado a la casa donde cocinaban, reían, follaban. Había llegado a la casa que, en el futuro,
cuando se mencionara mi nombre, enmudecería, y Joy diría entonces algo como: «Aunque es verdad que Evan no es vuestro verdadero papá, Papá Evan y yo pensamos que no hace falta que paséis tanto tiempo con Papá Mike, porque lo que realmente nos preocupa a Papá Evan y a mí es que los dos crezcáis sanos y fuertes, y hay veces que las mamás y los papás necesitan crear una atmósfera especial para que eso pueda ocurrir».
Busqué los tres coches en la entrada. Tres coches significaba: todos en casa. ¿Quería todos en casa? Si, lo quería. Quería que todos, incluso los bebés, vieran y participaran y que sintieran todo lo que me había ocurrido.
Pero en vez de tres coches en la entrada había cinco.
Evan estaba en el porche, como esperaba. También en el porche estaban: Joy, y dos cochecitos de bebé. Y Ma.
Y Harris.
Y Ryan.
Renee llegaba corriendo de una forma rara por la entrada, seguida de la madre de Ryan, que se limpiaba el sudor de la frente con un pañuelo, y del padre de Ryan, que iba a la cola debido a una cojera que hasta entonces no le había notado.
¿Vosotros? Pensé. ¿Vosotros, bufones? ¿Vosotros, putos locos, todos aquí, enviados por la Divina Providencia para detenerme? Menuda fiesta. Me parto el puto culo. ¿Con qué me vais a detener? ¿Con vuestras lorzas? ¿Con vuestras buenas intenciones? ¿Con vuestros vaqueros de Target? ¿Con vuestros años chupando del bote? ¿Con vuestra creencia de que todo se puede arreglar hablando, hablando, rajando sin parar sobre la esperanza?
Los márgenes del desastre inminente se ensancharon hasta incluir la muerte de todos los presentes.
Me ardía la cara y pensé vamos, vamos, vamos.
Ma intentó levantarse de la mecedora del porche, sin éxito. Ryan la sostuvo por el codo y la ayudó, todo un caballero.
Entonces, de pronto, algo se reblandeció en mi interior, quizá al ver a Ma tan débil, y bajé la cabeza
y caminé dócilmente hacia esa muchedumbre de ignorantes, pensando: está bien, está bien, vosotros me enviasteis, ahora traedme de vuelta. Encontrad una manera de traerme de vuelta, malditos, o vais a ser los cabrones más arrepentidos que el mundo ha conocido jamás.

 

La entrada A casa – George Saunders (cuento) se publicó primero en El Anaquel | Blog Literario.

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Published on January 02, 2023 08:19

July 24, 2022

[Podcast] Cristina Rivera Garza: Escrituras colindantes y necroescrituras

Esta edición del podcast es una reemisión de una charla reciente con Cristina Rivera Garza, a quien tuve el gusto de entrevistar junto a Mónica Ojeda en el marco de Kilómetro América, el festival de literatura latinoamericana organizado por Casa América en Barcelona.

Para Rivera Garza, la literatura, que usualmente se define como una batalla contra la página en blanco, no es un ejercicio solitario, sino una práctica comunitaria. Esta idea tiene consecuencias radicales. CRG propone el concepto de desapropiación, esto es, la desaparición de la idea de autoría (o de la función autoral, retomando a Foucault).


Una poética de la desapropiación bien puede involucrar estrategias de escritura que, como las apropiacionistas, ponen al descubierto el andamiaje de tiempo y el trabajo comunal, tanto en términos de producción textual como en tiempo de lectura, pero necesariamente tienen que ir más allá. Ir más allá quiere decir aquí cuestionar el dominio que hace aparecer como individual una serie de trabajos comunales – y todo trabajo con y en el lenguaje es, de entrada, un trabajo de la comunidad— que carecen de propiedad.


Los muertos dóciles


La escritura es comunitaria, por su primer sustrato, que es el lenguaje compartido, y por el segundo, que son los materiales ajenos que participan en la creación (esto es, los otros, sus anécdotas, las mismas condiciones materiales en las que vive el escritor). También, porque en la génesis de toda escritura participa, en buena parte, la lectura —las voces de otros, fantasmas, al estilo de Pedro Páramo, que participan desde otro tiempo para crear un nuevo presente (a diferencia del paradigma de la subjetividad y el genio personal).

A diferencia de la Literatura -que vive de ocultar el trabajo comunal del lenguaje a través del parapeto del autor y que se aboca a producir objetos comerciales conocidos hasta ahora como libros- una escritura comunalitaria produciría no «el objeto [la mercancía] sino el mundo en el que el objeto existe, ni generaría al sujeto (el trabajador y consumidor] sino el mundo en el que el sujeto existe.

Estas ideas son particularmente visibles en Había mucha niebla o humo o no sé qué, libro híbrido en el que CRG explora la vida y obra de Juan Rulfo al tiempo que México entra en eso llamado “modernidad”. El libro, que transita entre el ensayo, la crónica, el cuento, por citar algunos ejemplos, sugiere una forma de leer a Pedro Páramo: “en un mundo que se empeñaba en abrir nuevos caminos y cubrirlos todos con asfalto, propiciando ese encuentro acelerado con el entorno que prometían los motores de autos y camiones, Rulfo caminó. El que camina retarda las cosas. El que camina insiste en mantener el cuerpo en contacto constante con la superficie de la tierra”.

La segunda es la idea de la frontera, una idea que sugiere un espacio liminal o un solapamiento. Ésta puede ser geográfica, pero también tiene implicaciones en lo que conocemos como género: en ambos sugiere un cruce o movimiento.  La Cresta de Ilión, novela de CRG escrita en 2002, comienza con una mujer que llega a casa del narrador en una noche de tormenta. Su silueta mojada provoca el deseo, y poco después el miedo:

Ahí estaba el característico golpe en el bajo vientre por si me atrevía a dudarlo. Ahí estaba, también y sobre todo, la imaginación.

La mujer dice ser Amparo Dávila y, por lo que cuenta después, está a la búsqueda de un manuscrito que ha sido robado. Le pide ayuda, pero el narrador se niega al tiempo que cae preso de la curiosidad, lo que lo lleva a buscar el dichoso documento. Hasta ahí la anécdota. En paralelo, lo que sucede es un cuestionamiento constante del género del narrador (que se identifica como hombre pero al que Amparo Dávila —la real y la falsa, como se aprenderá más tarde— identifica como mujer. En el prólogo, CRG explica la novela de la siguiente manera:

Mientras que las voces de las mujeres en todo el mundo siguen silenciándose (…) los personajes de este libro saben que el género —y lo que se hace en nombre del género— puede ser letal. Cuando la desaparición se convierte en una epidemia, especialmente entre las mujeres, este libro les recuerda a los lectores que siempre queda un rastro: un manuscrito, una huella, una marca, un eco digno de nuestra completa atención y nuestras indagaciones.

Este fragmento da pie a la tercera idea que quiero presentar. En el cruce entre el neoliberalismo y la necropolítica (definida, de acuerdo a Achille Mbembe, como “la capacidad de dictar quién puede vivir y quién debe morir [.…..] el control sobre la mortalidad y la vida como una manifestación de ese poder”), la escritura responde a preguntas claves de nuestra contemporaneidad tales como la precariedad del trabajo o la serie de violencias que nos acechan. A la escritura que responde a estas cuestiones CRG las define como necroescrituras. En otras palabras, narrativas que buscan subvertir, responder, desactivar los mecanismos de la necropolítica actual. Al mismo tiempo, “exploran críticamente las estrategias de producción, distribución y archivación de las distintas articulaciones textuales con el lenguaje público de la cultura. Se trata de escrituras que exploran el adentro y el afuera del lenguaje, es decir, su acaecer social en comunidad, justo entre los discursos y los decires de los otros en los que nos convertimos todos cuando estamos relacionalmente con otros”, CRG dixit.

Los mecanismos de las necroescrituras son variados, pero uno de ellos, recurrida por la autora en varios de sus libros, es la escritura documental y el uso del archivo, sobre todo, los archivos minúsculos de la memoria, de las redes, de la experiencia de todos los días. Al apropiarse de los archivos, escribe CRG citando a Nathaly Piegay-Cros, «la literatura modifica también las representaciones y las condiciones del proceso de archivación”.

En el verano de 1990, Liliana Rivera Garza, hermana de Cristina Rivera Garza, fue asesinada por Ángel González Ramos, quien en algún momento fuera su pareja y cuyos abusos irían in crescendo hasta el horrendo desenlace que la autora rescata en el libro El invencible Verano de Liliana. La brutalidad de los hechos es avasallante. Para capturar su totalidad, CRG echa mano de la idea del archivo antes descrita

Lo que emergió fue un mapa, o más precisamente: un plano. Estaban ahí las líneas que señalaban cimientos y paredes, pero también las que le abrían espacio a la ventana y la claraboya. La tentación de reconstruir la vida de Liliana como una víctima inerme ante el poder avasallador del macho fue grande. Por eso he preferido que hable ella misma: tengo la impresión de que, a cada vuelta del camino, aun en los momentos más oscuros, Liliana no perdió la capacidad de verse a sí misma como autora de su vida.

En esta desolación, entre la rabia y la injusticia, el libro es también un rescate, una vindicación. Una vez más, una forma de construir un nuevo presente:

Con mucha frecuencia, los sistemas institucionales contra la violencia doméstica y el terrorismo de pareja fallan, y lo hacen rotundamente, contribuyendo así a aumentar el poder material y simbólico del depredador. En 1990, cuando nadie hablaba de estas cosas, cuando a la violencia de pareja se le seguía asociando estrechamente a erupciones de pasión que, a veces, se convertían inadvertidamente en crímenes, cuando ni las víctimas ni sus seres queridos ni siquiera los victimarios tenían un lenguaje capaz de describir, y luego entonces de definir, y más aún contrarrestar, la violencia ejercida en nombre del amor, con la excusa del amor, era fácil, dolorosamente fácil, no estar al tanto del riesgo mortal que dicha violencia implicaba.

La escritura documental y el rescate de múltiples archivos permiten, entonces, contra narrativas a los relatos oficiales, y quizás también la construcción de un nuevo presente. Sirvan estas claves para entender la charla que se presenta a continuación.

 

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Published on July 24, 2022 14:11

[Podcast] Cristina Rivera Garza: Escrituras híbridas y necroescritura

Esta edición del podcast es una reemisión de una charla reciente con Cristina Rivera Garza, a quien tuve el gusto de entrevistar junto a Mónica Ojeda en el marco de Kilómetro América, el festival de literatura latinoamericana organizado por Casa América en Barcelona.

Para Rivera Garza, la literatura, que usualmente se define como una batalla contra la página en blanco, no es un ejercicio solitario, sino una práctica comunitaria. Esta idea tiene consecuencias radicales. CRG propone el concepto de desapropiación, esto es, la desaparición de la idea de autoría (o de la función autoral, retomando a Foucault).


Una poética de la desapropiación bien puede involucrar estrategias de escritura que, como las apropiacionistas, ponen al descubierto el andamiaje de tiempo y el trabajo comunal, tanto en términos de producción textual como en tiempo de lectura, pero necesariamente tienen que ir más allá. Ir más allá quiere decir aquí cuestionar el dominio que hace aparecer como individual una serie de trabajos comunales – y todo trabajo con y en el lenguaje es, de entrada, un trabajo de la comunidad— que carecen de propiedad.


Los muertos dóciles


La escritura es comunitaria, por su primer sustrato, que es el lenguaje compartido, y por el segundo, que son los materiales ajenos que participan en la creación (esto es, los otros, sus anécdotas, las mismas condiciones materiales en las que vive el escritor). También, porque en la génesis de toda escritura participa, en buena parte, la lectura —las voces de otros, fantasmas, al estilo de Pedro Páramo, que participan desde otro tiempo para crear un nuevo presente (a diferencia del paradigma de la subjetividad y el genio personal).

A diferencia de la Literatura -que vive de ocultar el trabajo comunal del lenguaje a través del parapeto del autor y que se aboca a producir objetos comerciales conocidos hasta ahora como libros- una escritura comunalitaria produciría no «el objeto [la mercancía] sino el mundo en el que el objeto existe, ni generaría al sujeto (el trabajador y consumidor] sino el mundo en el que el sujeto existe.

Estas ideas son particularmente visibles en Había mucha niebla o humo o no sé qué, libro híbrido en el que CRG explora la vida y obra de Juan Rulfo al tiempo que México entra en eso llamado “modernidad”. El libro, que transita entre el ensayo, la crónica, el cuento, por citar algunos ejemplos, sugiere una forma de leer a Pedro Páramo: “en un mundo que se empeñaba en abrir nuevos caminos y cubrirlos todos con asfalto, propiciando ese encuentro acelerado con el entorno que prometían los motores de autos y camiones, Rulfo caminó. El que camina retarda las cosas. El que camina insiste en mantener el cuerpo en contacto constante con la superficie de la tierra”.

La segunda es la idea de la frontera, una idea que sugiere un espacio liminal o un solapamiento. Ésta puede ser geográfica, pero también tiene implicaciones en lo que conocemos como género: en ambos sugiere un cruce o movimiento.  La Cresta de Ilión, novela de CRG escrita en 2002, comienza con una mujer que llega a casa del narrador en una noche de tormenta. Su silueta mojada provoca el deseo, y poco después el miedo:

Ahí estaba el característico golpe en el bajo vientre por si me atrevía a dudarlo. Ahí estaba, también y sobre todo, la imaginación.

La mujer dice ser Amparo Dávila y, por lo que cuenta después, está a la búsqueda de un manuscrito que ha sido robado. Le pide ayuda, pero el narrador se niega al tiempo que cae preso de la curiosidad, lo que lo lleva a buscar el dichoso documento. Hasta ahí la anécdota. En paralelo, lo que sucede es un cuestionamiento constante del género del narrador (que se identifica como hombre pero al que Amparo Dávila —la real y la falsa, como se aprenderá más tarde— identifica como mujer. En el prólogo, CRG explica la novela de la siguiente manera:

Mientras que las voces de las mujeres en todo el mundo siguen silenciándose (…) los personajes de este libro saben que el género —y lo que se hace en nombre del género— puede ser letal. Cuando la desaparición se convierte en una epidemia, especialmente entre las mujeres, este libro les recuerda a los lectores que siempre queda un rastro: un manuscrito, una huella, una marca, un eco digno de nuestra completa atención y nuestras indagaciones.

Este fragmento da pie a la tercera idea que quiero presentar. En el cruce entre el neoliberalismo y la necropolítica (definida, de acuerdo a Achille Mbembe, como “la capacidad de dictar quién puede vivir y quién debe morir [.…..] el control sobre la mortalidad y la vida como una manifestación de ese poder”), la escritura responde a preguntas claves de nuestra contemporaneidad tales como la precariedad del trabajo o la serie de violencias que nos acechan. A la escritura que responde a estas cuestiones CRG las define como necroescrituras. En otras palabras, narrativas que buscan subvertir, responder, desactivar los mecanismos de la necropolítica actual. Al mismo tiempo, “exploran críticamente las estrategias de producción, distribución y archivación de las distintas articulaciones textuales con el lenguaje público de la cultura. Se trata de escrituras que exploran el adentro y el afuera del lenguaje, es decir, su acaecer social en comunidad, justo entre los discursos y los decires de los otros en los que nos convertimos todos cuando estamos relacionalmente con otros”, CRG dixit.

Los mecanismos de las necroescrituras son variados, pero uno de ellos, recurrida por la autora en varios de sus libros, es la escritura documental y el uso del archivo, sobre todo, los archivos minúsculos de la memoria, de las redes, de la experiencia de todos los días. Al apropiarse de los archivos, escribe CRG citando a Nathaly Piegay-Cros, «la literatura modifica también las representaciones y las condiciones del proceso de archivación”.

En el verano de 1990, Liliana Rivera Garza, hermana de Cristina Rivera Garza, fue asesinada por Ángel González Ramos, quien en algún momento fuera su pareja y cuyos abusos irían in crescendo hasta el horrendo desenlace que la autora rescata en el libro El invencible Verano de Liliana. La brutalidad de los hechos es avasallante. Para capturar su totalidad, CRG echa mano de la idea del archivo antes descrita

Lo que emergió fue un mapa, o más precisamente: un plano. Estaban ahí las líneas que señalaban cimientos y paredes, pero también las que le abrían espacio a la ventana y la claraboya. La tentación de reconstruir la vida de Liliana como una víctima inerme ante el poder avasallador del macho fue grande. Por eso he preferido que hable ella misma: tengo la impresión de que, a cada vuelta del camino, aun en los momentos más oscuros, Liliana no perdió la capacidad de verse a sí misma como autora de su vida.

En esta desolación, entre la rabia y la injusticia, el libro es también un rescate, una vindicación. Una vez más, una forma de construir un nuevo presente:

Con mucha frecuencia, los sistemas institucionales contra la violencia doméstica y el terrorismo de pareja fallan, y lo hacen rotundamente, contribuyendo así a aumentar el poder material y simbólico del depredador. En 1990, cuando nadie hablaba de estas cosas, cuando a la violencia de pareja se le seguía asociando estrechamente a erupciones de pasión que, a veces, se convertían inadvertidamente en crímenes, cuando ni las víctimas ni sus seres queridos ni siquiera los victimarios tenían un lenguaje capaz de describir, y luego entonces de definir, y más aún contrarrestar, la violencia ejercida en nombre del amor, con la excusa del amor, era fácil, dolorosamente fácil, no estar al tanto del riesgo mortal que dicha violencia implicaba.

La escritura documental y el rescate de múltiples archivos permiten, entonces, contra narrativas a los relatos oficiales, y quizás también la construcción de un nuevo presente. Sirvan estas claves para entender la charla que se presenta a continuación.

 

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Published on July 24, 2022 14:11

March 13, 2022

[Podcast] La guerra: escribir para salvarse

El conflicto en Ucrania nos recuerda lo terrible que es la guerra. Dos libros nos sirven para entenderla: Las cosas que llevaban los hombres que lucharon, novela escrita por Tim O’Brien, escritor estadounidense y quien participó en la Guerra de Vietnam en 1969; y La guerra no tiene rostro de mujer, de Svetlana Alexiévich, premio Nobel de literatura 2015, que rescata las historias de las mujeres eslavas durante las guerras del siglo XX –libro conmovedor y terrible, fuera de la narrativa masculina a la que estamos acostumbrados.

En la música, escuchamos a Bob Dylan y su canción de protesta, “Masters of War”.

El Anaquel – Podcast en Español sobre Literatura · S4 Ep8 – La guerra: escribir para salvarse

Para ayudar a Ucrania:

GoFundMe: support the migration crisis at the borderPeriodismo independiente: 5WOtros links útiles de organizaciones que están apoyando a UcraniaTranscripción

Grabo esto mientras entramos al cierre del día 18 del conflicto entre Rusia y Ucrania. Pienso, por un lado, que la guerra siempre ha estado aquí: en nuestros juegos infantiles, en los aviones que chocaron contra dos torres a comienzos de siglo, en todas las implicaciones de la palabra “narco”. Hemos vivido dentro de ella, a veces sin querer mirarla a los ojos: Colombia, Afganistán, México, Siria, Yemén. Ahora, Ucrania.

¿Qué es la guerra? Es el horror, sin duda, pero es también lo que se cuenta del horror. La literatura nos da algunas pistas para entenderla: “Las cosas que llevaban los hombres que lucharon”, escrita por Tim O’brien, escritor estadounidense y que participó en la Guerra de Vietnam en 1969, narra diversos episodios donde la épica de la Segunda Guerra Mundial se desmorona y da paso al horror. En la novela, O’brien escribe sobre Bob Kiley, soldado al que todos llamaban el Rata. Matan a un amigo del Rata, así que, más o menos una semana después, se sienta y le escribe una carta a la hermana del amigo muerto.

El Rata le cuenta qué gran hermano tenía, lo estupendo que era, un compañero y camarada de primera. Un verdadero ejemplo para los otros soldados, dice el Rata. Después le cuenta algunas historias para confirmarlo: cómo su hermano siempre se presentaba voluntario para misiones a las que nadie más se presentaría voluntario ni en un millón de años, misiones peligrosas, como salir de reconocimiento o ir en una de esas patrullas nocturnas en que te jugabas el pellejo. Tenía unos cojones como un toro, le asegura el Rata. Estaba un poco loco, desde luego, pero loco en el buen sentido de la palabra; era un verdadero temerario, pero le gustaba el desafío, le gustaba ponerse a prueba, luchar de hombre a asiático, dice el Rata. Un tipo estupendo, realmente estupendo. En todo caso, es una carta fantástica, muy personal y conmovedora. El Rata casi llora a moco tendido escribiéndola. Se le saltan las lágrimas contando los buenos momentos que pasaron juntos, cómo el hermano de la chica hizo que la guerra casi pareciera divertida, matando a diestro y siniestro e incendiando aldeas y dejando humo como testimonio de su paso en todas direcciones. Y también tenía un gran sentido del humor. Como en aqueIla ocasión en que estaban a orillas de un río y se puso a pescar con una caja de granadas de mano. Fue lo más divertido en la historia del mundo, dice el Rata. ¡Vaya carnicería, alrededor de veinte trillones de peces asiáticos panza arriba! El hermano de la chica era capaz de adaptarse a las circunstancias. Sabía cómo pasárlo bien. La noche de Halloween, esa noche realmente tenebrosa, el hermano de la chica va y se pinta el cuerpo de distintos colores y se coloca una máscara rara y va hasta una aldea y empieza a asustar a la gente casi totalmente desnudo, enseñando las pelotas, sólo con las botas y un M-16. Un ser humano excepcional, dice el Rata. Bastante chiflado a veces, pero podías confiarle tu vida. Y entonces la carta se vuelve muy triste y grave. El Rata vuelca su corazón en lo que escribe. Dice que apreciaba sinceramente a aquel hombre. Dice que era el mejor amigo que tenía en el mundo. Eran como hermanos de sangre, dice, como gemelos o algo por el estilo, tenían mucho en común. Le dice a la hermana de su amigo que cuidará de ella cuando la guerra termine. ¿Y qué pasa después? Envía la carta. Espera dos meses. Pero la mamona no le contesta, dice el Rata.

¿A dónde va el narrador con todo esto? En el siguiente párrafo añade:

Una auténtica historia de guerra nunca es moral. No instruye, ni alienta a la virtud, ni sugiere modelos de comportamiento humano correcto, ni impide que los hombres hagan las cosas que los hombres siempre han hecho. Si una historia parece moral, no la crean. Si al final de una historia de guerra se sienten edificados, o si sienten que una partícula de rectitud se ha salvado de la devastación a gran escala, entonces han sido víctimas de una mentira muy antigua y terrible. No hay la más mínima rectitud. No hay virtud. En consecuencia, la primera regla básica es que puedes distinguir una auténtica historia de guerra por su lealtad absoluta y sin concesiones a lo repugnante y lo soez. Escucha al Rata. Mamona, dice. Después escupe y se queda con la mirada fija. Tiene diecinueve años, lo que parece superior a sus fuerzas, así que te mira con sus grandes ojos tristes de asesino y dice: mamona.

Poco después el Rata mata a un pequeño búfalo en un acceso de locura. Sus colegas miran al Rata pasmados, de pie frente al cadáver todavía caliente del animal. “Habíamos sido testigos de algo esencial, de algo insólito y profundamente significativo, algo nunca visto y tan asombroso que no tenía nombre”, escribe O’brien.

“Bueno, así es Vietnam”, dice uno de los soldados, y me gustaría añadir: “así es la guerra”. “El jardín del mal. En este sitio, chico, cada pecado es nuevo y original”.

En una auténtica historia de guerra, si hay alguna moraleja, es como el hilo que forma la tela”, continúa el narrador. “No puedes tirar de él. No puedes extraer el sentido sin deshacer el tejido de su significado más profundo. Y, después de todo, francamente, poco hay que decir acerca de una auténtica historia de guerra, salvo, tal vez, “¡oh!”. Las auténticas historias de guerra no generalizan. No se permiten el lujo de la abstracción o el análisis. Por ejemplo: la guerra es el infierno. Como declaración moral, esta perogrullada tradicional parece perfecta; y sin embargo, como no es más que una abstracción y una generalización, no la puedo creer con el estómago. No se me mete dentro. Todo se reduce al instinto de las entrañas. Una auténtica historia de guerra, si es contada con sinceridad, hace que el estómago la crea.

Las cosas que llevaban los hombres que lucharon recorre esa delgada línea que separa la vida de la muerte, una línea que conecta siempre con la memoria, ese espacio liminal al que el soldado se aferra: el recuerdo de un tacto, la banalidad de una silla frente a un patio cualquiera, el sabor perdido de un plato cliente. Así, O’Brien nos recuerda que no hay épica, como nos quisieron hacer creer, tan solo el recuerdo de la cotidianeidad que se esfuerza por querer salvarnos de entre todo aquel horror.

Y, sin embargo, una guerra no es solo el relato de los que combaten, sino el de las mujeres y los niños, por supuesto, pero también el de la tierra y los animales que se encuentran en ella.

La guerra no tiene rostro de mujer, de Svetlana Alexiévich, premio Nobel de literatura 2015, rescata estas historias en un libro conmovedor y terrible, fuera de la narrativa de héroes y villanos a la que estamos acostumbrados.

“¿De qué hablará mi libro?”, se pregunta en el prólogo.

Un libro más de la guerra, ¿para qué? Ha habido miles de guerras, grandes y pequeñas, conocidas y desconocidas. Y los libros que hablan de las guerras son incontables. Sin embargo, siembre han sido los hombres escribiendo sobre hombres, eso lo veo enseguida. Todo lo que sabemos de la guerra, lo sabemos por la voz masculina. Todos somos prisioneros de las percepciones y sensaciones masculinas. De las palabras masculinas. La mujeres mientras tanto guardan silencio. Durante mis viajes de periodista, en muchas ocasiones, he sido la única oyente de unas narraciones completamente nuevas. Y me quedaba asombrada, como en la infancia. En esos relatos se entreveía el tremendo rictus de lo misterioso. En lo que narran las mujeres no hay, o casi no hay, lo que estamos acostumbrados a leer y a escuchar: cómo unas personas matan a otras de forma heroica y finalmente vencen. O cómo son derrotadas. La guerra femenina tiene sus propias palabras. En esta guerra no hay héroes ni hazañas increíbles, tan solo hay seres humanos involucrados en una tarea inhumana. En esta guerra no solo sufren las personas, sino la tierra, los pájaros, los árboles. Todos los que habitan este planeta junto a nosotros. Y sufren en silencio, lo cual es aún más terrible.

Svetlana estuvo en México en marzo de 2003 para dar una conferencia en el ciclo “Cartas del destierro”, que la Casa Refugio Citlaltépetl organizó en el Palacio de Bellas Artes. De esa conferencia extraigo el siguiente fragmento:

Mi aspiración a escribir un libro sobre la guerra con mirada de mujer se debe a que pertenezco a una generación a la que le desagradaban las respuestas estériles que nos daban sobre la vida. Estaba claro que esa guerra pomposa era una justificación del sistema y que toda la sangre derramada borraba la verdad sobre su naturaleza. La verdad era totalmente diferente. Recuerdo cómo se gestó mi libro. Una vez fui a un pueblo… en Rusia hay un día en que se conmemora a los difuntos, como aquí en México. Todos acuden al cementerio para recordar a sus muertos. Tratan de hablar con el cielo, con las personas que ya no están. Y advertí algo extraño… Por lo general, en los pueblos rusos y bielorrusos todos se juntan, incluso en el cementerio. Por alguna razón, todos los habitantes de ese pueblo ignoraban a una mujer. Les pregunté por qué. Tardaron en desvelarme la historia. Finalmente me contaron que, durante la guerra, cuando los alemanes se disponían a quemar todo el pueblo, la gente huyó despavorida al bosque. Huyeron con los niños y, por supuesto, sin nada de comida. Se escondieron en el pantano. Aquella mujer, madre de cinco hijos, no tenía nada con qué alimentarlos. La más pequeña no dejaba de llorar. Todos tenían miedo de que por culpa de ella los mataran, que por su llanto descubrieran dónde se escondían. Por la noche oyeron que la pequeña le decía: “Mamá, por favor, no me ahogues. No volveré a pedirte comida”. Cuando se hizo de día, la niña ya no estaba. Esta madre salvó a todo el pueblo, pero ellos después le dieron la espalda. Cuando me lo contaron y vi a esa anciana, me acerqué a ella y la abracé, y las dos nos sentamos junto a sus tumbas. Entendí que en la vida se dan situaciones como esa. A veces no se puede seguir mintiendo… Pero tampoco se pueden escuchar las mentiras.

No sé cómo cerrar este episodio. Hay, por supuesto, una responsabilidad que cargamos todos: ayudar de la manera que nos sea posible, combatir la desinformación y la propaganda. Pero hay otra responsabilidad, quizás menos visible, que tiene que ver con la esperanza. En sus diarios, Witold Gombrowicz, escribe desde su exilio durante la Guerra Fría: “me he puesto a escribir este diario sencillamente para salvarme, por miedo a la degradación y a un total hundimiento en las olas de la vida trivial que ya me está llegando al cuello”.

De cierta forma, preparo este podcast también para salvarme: vivimos, sin duda alguna, en una época en que la desesperación amenaza constantemente con zozobrarnos.

Regreso al libro de Svetlana para finalizar:

El ser humano es más grande que la guerra. (…) He de ampliar mi visión: escribir la verdad sobre la vida y la muerte en general, no limitarme a la verdad sobre la guerra. Partir de la pregunta de Dostoievski: ¿cuánto de humano hay en un ser humano y cómo proteger al ser humano que hay dentro de ti?

A ti, que me escuchas, te dejo esa pregunta.

Si deseas ayudar, dejo algunos links relevantes en el post de este podcast.

 

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Published on March 13, 2022 14:07

December 4, 2021

[Podcast] Batman y el relato del héroe

El origen de Batman puede ser rastreado en el cruce del western con las novelas de detectives. En el número 27 de Detective Comics de 1939, Batman aparece por primera vez para resolver un asesinato por parte de un industrial corrupto. Sus métodos, en un inicio, se nutren de la tradición de Poe y Conan Doyle, al aparecer como un detective encapuchado capaz de usar la tecnología y la lógica para resolver toda clase de misterios. De esto y otras cosas hablamos en este episodio de El Anaquel, dedicado al «hombre murciélago» y a la figura del héroe en los relatos humanos.

El Anaquel – Podcast en Español sobre Literatura · El Anaquel – S4 Ep7 – Batman y el relato del héroe

En la música, escuchamos una selección heterogénea de canciones inspiradas por el comic:

Los Straightjackets – BatmanChicano Batman – Cycles of Existential RhymePrince – BatdanceLos Gandules – Batman, RobinJaden Smith – Batman

 

Transcripción

Huye de su cueva y lo hace sin sombra. Un enemigo urde su caída pero lo traiciona la risa. Otro le expone un acertijo en el umbral de un laberinto y él traza una puerta: cree cerrarla con un aletazo. Otro, incluso, lo confunde mostrándole dos caras. El hombre murciélago vuela sin rumbo con un cosquilleo en sus entrañas. Una sombra se proyecta sobre la ciudad y él la hiere. El murciélago busca la luz del reflector y no la encuentra. Nadie lo convoca. Nadie sabe de él. Nadie conoce las dolencias de su sombra, y su sombra es solo una silueta en la escena del crimen: cándida, insípida, fámula, gótica.

Escuchamos el poema “El hombre murciélago”, de Luis Alfredo Gastélum, poeta mexicano del estado de Sinaloa. El texto me pareció un excelente arranque para este episodio en el que deseo hablar de Batman, de quien por cierto se estrenará una película en 2022, pero cuyo tema sirve como excusa para meditar sobre la figura del héroe y de lo que hablamos cuando hablamos de heroísmo.

Cuando descubrí los comics de inmediato sentí una predilección por Batman. A diferencia del resto del Panteón de DC Comics –con Superman a la cabeza–, Batman era oscuro, atormentado pero, sobre todo, humano. Eran los años noventa y en esa época DC Comics se había embarcado en la misión de reinventar a todos sus héroes. A Superman lo mató Doomsday, quien podría ser visto como la irracionalidad pura y, por tanto, implacable. A Batman lo dejó paralítico un enemigo salido de la nada. Estaba fascinado: los héroes ya no eran infalibles y esto, sin duda, los hacía más cercanos.

El héroe como mito

Ignoraba, por aquel entonces, que una década atrás Frank Miller había reinterpretado, sin necesidad de un villano lleno de esteroides, al Caballero Oscuro. Batman: The Dark Knight Returns narra un futuro en el que Bruce Wayne, retirado, se dedica a correr autos de carreras y beber martinis mientras su ciudad, Gotham, se desmorona. En este contexto, Miller logra narrar el amplio universo psicológico de Bruce Wayne que lo lleva, al final de la serie, a enfrentarse a Superman, metáfora de la lucha entre el hombre y dios.

Este arquetipo, lo sabemos, no es nuevo: pienso inmediatamente en Perseo sosteniendo la cabeza de la Gorgona para poder derrotar al titán.

Thomas Carlyle, en sus conferencias sobre el culto a los héroes, dice:

Nos abocamos a la tarea de discurrir acerca de los grandes hombres: su manera de resolver los asuntos de este mundo, de qué modo formáronse en la historia del mismo.

El héroe parece surgir en los grandes relatos religiosos a partir del llamado de un dios. Pensemos, por ejemplo, en Moisés y la zarza ardiendo. O en la orden de Huitzilopochtli a los mexicas.

Carlyle escribe:

Una vez abocado a la vida, no se aduerme ya más el pensamiento; se desenvuelve, se dilata, se trueca en sistema, y creciendo, creciendo, hombre tras hombre, generación tras generación, no se detiene sino hasta alcanzar la altura correspondiente al férvido impulso que lo creara. Luego, ganada ya la más elevada cima, empieza, no pudiendo crecer más, su decadencia, y muere necesariamente para hacer lugar a otro sistema.

Carlyle, entonces, plantea ya en 1840 ese arco que poco después Joseph Campbell retomaría cien años después en su libro “El héroe de las mil caras”. En el libro, Campbell menciona que “el héroe es el hombre o mujer que ha sido capaz de presentar batalla a sus limitaciones históricas personales y locales” para alcanzar una cima más alta. Esta cima, sin embargo, es espiritual. En otras palabras, el camino del héroe es, sobre todo, un renacimiento.

La segunda gesta del héroe es volver a nosotros, transfigurado, y enseñarnos la lección que ha aprendido de la vida renovada: donde esperaba encontrar lo abominable, encontró a un dios; donde creía que debería aniquilar al otro, se aniquiló a sí mismo; donde pensaba que el viaje le llevaría al exterior, terminó llevándolo al centro de su propia existencia.

Dicho de otra forma, tanto Teseo como el Minotauro son una misma persona.

Si bien el arquetipo al que apunta Campbell permanece vivo en nuestra psique (pensemos que los arcos que propone son la columna vertebral de cualquier épica: desde los mitos griegos hasta Star Wars o Harry Potter), este cáliz espiritual se difumina a partir de que comenzamos a relacionar al héroe con la gloria militar o terrenal.

“No quisiera morir cobardemente y sin gloria, sino realizando algo grande que llegara a conocimiento de los venideros”, dice Héctor poco antes de saber que morirá en las manos de Aquiles durante la Guerra de Troya.

El héroe, entonces, pierde su áura espiritual y brilla, sobre todo, bajo la luz de la batalla. Es en ésta donde nos damos cuenta, también, que el héroe para unos es el verdugo de otros.

¿Cuál es el origen de Batman?

El origen de Batman puede ser rastreado en el cruce del western con las novelas de detectives. Por ejemplo, El Llanero solitario y El Zorro, ambos con antifaz, son un antecedente directo del vigilante. En el caso del Llanero solitario, una dupla combate las injusticias de un Estados Unidos en plena expansión. Del Zorro podemos rastrear la estética del hombre murciélago: la noche que matan a los padres de Bruce Wayne la familia ha ido a ver una película de sus películas (una versión de este mito apunta al Joker como la persona que jaló el gatillo). En el número 27 de Detective Comics de 1939, Batman aparece por primera vez para resolver un asesinato por parte de un industrial corrupto. Sus métodos, en un inicio, se nutren de la tradición de Poe y Conan Doyle al aparecer como un detective encapuchado capaz de usar la tecnología y la lógica para resolver toda clase de misterios.

Llama la atención que la historia del origen de Batman sea el relato de un trauma: sus padres, asesinados frente a él, detonan una sed de venganza que lleva a Bruce Wayne a vivir dos vidas: la del millonario frívolo y, del otro lado, la del justiciero.

The Dark Knight Returns de Frank Miller y lo demoniaco en el héroe

En este marco, en The Dark Knight Returns Frank Miller presenta a Batman como un playboy quincuagenario que revive glorias pretéritas al arriesgar su vida en el automovilismo. Demonios de su vida pasada todavía lo atormentan: la muerte de Robin en manos del Joker y, por supuesto, la muerte de sus padres. Por las noches Wayne escucha la voz de un murciélago que le dice “yo soy tu alma”. Batman sale de su letargo –aunque valdría la pena decir que más bien revive– al mismo tiempo que Two Face es liberado.

No es fortuito que Harvey Dent, el fiscal desfigurado por un ataque con ácido, sea el primer enemigo al que se enfrenta el viejo héroe. Su rostro ha sido arreglado por los avances de la cirugía plástica y, pese a esto, Dent regresa al crimen cubriendo su rostro con vendas: así, la dualidad de Dent ha quedado invisible tras las vendas, mientras que la de Batman se nos presenta cada vez más clara.

El Joker, que por años había estado catatónico, observa las noticias y se entera del regreso de Batman. Lo que aparece a cuadro entonces es una diabólica sonrisa que los lleva a ambos a un último enfrentamiento.

Two Face, el enemigo dividido y, en cierto sentido, el Destino con su moneda en el aire, es el detonante para que tanto el Joker como Batman se encuentren. En el momento en el que el superhéroe captura a Two Face, el criminal grita: mírame y ríete, Batman. Pero la risa, como sabemos, pertenece al Joker. Así, en Batman: The Dark Knight Returns, todo es un juego de espejos que parece recalcar que no hay heroísmo sin horror, que es imposible entender a Batman sin el Joker y viceversa.

Podría decirse que, tras la Guerra de Vietnam, la dualidad monstruosa del héroe fue mucho más clara. Los soldados que regresaron a casa y fueron recibidos con desfiles en su honor habían cometido las peores atrocidades a miles de kilómetros de ahí. Muchos de ellos terminaron metiéndose una bala en la cabeza.

Paul Zweig, en el libro El aventurero: el destino de la aventura en Occidente (The Adventurer: the fate of adventure in the Western world), habla sobre la naturaleza demoniaca del héroe en Odiseo y Beowulf. Este último, en la corte de Hrothgar, es acusado de impureza por su fascinación por lo demoniaco, es decir, por el placer que encuentra en cada una sus luchas.

Zweig escribe:

Beowulf describe la domesticación del guerrero demoníaco en un héroe; el proceso de aprendizaje por el cual la fuerza del aventurero es regulada a partir de actos civilizados. Como guerrero, Beowulf descubrió en su interior un espejo del mundo demoníaco. Así, pertenece al reino de las furias oscuras contra las que su lucha más de lo que quiere creer.

Es curioso que Zweig mencione al espejo interior en el que el héroe ve al monstruo reflejado: precisamente, una de las ilustraciones más famosas de Two Face es la del villano mirándose al espejo. El antiguo fiscal se ha convertido en criminal en el momento en el que sucumbe, por venganza o trauma, ante la maldad. Batman, por su parte, está del otro lado al negarse a matar. Esta es la única línea que lo separa de el Joker. De nuevo a The Dark Knight Returns: en el último encuentro entre el Joker y Batman el criminal se mofa del héroe diciéndole que esperaba que tuviera las agallas para matarlo. Pero no lo hace. Esa frontera es la única que separa a Batman del mundo demoníaco que dice combatir.

La relación entre estos dos personajes es un tema favorito del comic: The White Knight, escrita por Sean Murphy, presenta una ciudad Gótica con un Joker reformado que compite para alcalde. En esta versión, Batman es percibido como un criminal al servicio de la élite de la ciudad. Pese a que los papeles han sido invertidos, la relación entre ambos es la misma: el Joker lo único que desea es ser tan importante para la ciudad como Batman.

En The killing joke, escrita por Alan Moore, el Joker plantea la idea de que cualquier hombre es capaz de perder la cordura tras el estímulo correcto. Para probarlo, el villano secuestra a Gordon, el comisionado de policía, y le muestra las imágenes de su hija desnuda, desangrándose en el suelo por un disparo en el abdomen.

Gordon no enloquece. Cuando Batman llega, el comisionado le pide capturarlo by the book, que no es sino un eufemismo para decir que la ley debe prevalecer, y con ella, las instituciones. Batman, quien al inicio del comic se pregunta si no terminarán matándose el uno al otro, lo captura como se lo han pedido. Al final, sin embargo, el Joker hace una broma y Batman termina carcajeándose con él, en una rara convergencia.

Paul Zweig diría que el héroe requiere de ese contacto con lo demoniaco para poder triunfar. La hipertrofia de esta intersección se dará con El Batman que Ríe, una historia extraña en la que Batman, en un universo paralelo, mata al Joker finalmente. En ese momento el cuerpo del payaso libera una toxina que convierte al hombre murciélago en un nuevo Joker creando, así, un nuevo supervillano cuya única motivación es la muerte.

La dualidad del héroe: el horror

Dijimos hace un momento que el héroe, de acuerdo a Zweig, requiere para triunfar de entrar en contacto con lo demoniaco. Batman no es muy distinto: su principal herramienta no tiene nada que ver con la tecnología que utiliza. Es mucho más primitiva y, al mismo tiempo, efectiva: el miedo. Antes que llevar a los criminales a la justicia, Batman desea aterrorizarlos.

Por ejemplo, Frank Miller muestra cómo Batman cuelga a un criminal en la cima de la torre más alta de Gotham solo para escucharlo gritar. Al cierre de The White Knight, Batman se sincera con Gordon:

Disfruto de herir a criminales. No uso una pistola ni les quito la vida, pero eso no me convierte en un buen tipo. Puede ser parte de su rehabilitación, pero mi brutalidad también ha empeorado a criminales como el Joker. A veces no sé por qué utilizo una máscara: ¿es para asustarlos? ¿O porque me doy miedo a mí mismo?

Si la tesis de Joseph Campbell es cierta y toda gesta heroica es, al mismo tiempo, una conquista espiritual, los monstruos que el héroe encuentra en el camino no son otra cosa que versiones o facetas de sí mismo. En el libro “Soy lo que me persigue”, Ismael Martínez y Carlos Pitillas escriben:

Las ficciones afirmativas suelen tener finales que confirman los valores tradicionales de la comunidad: al final, el monstruo es derrotado, la amenaza reducida, la razón y el orden social son restituidos. Estas ficciones participarían de la lógica que, según Terry Heller, reactualiza las represiones socioculturales que sostienen nuestra vida social.

En otras palabras, nos enseñan al monstruo para exorcisarlo inmediatamente. En este contexto, la carcajada del Joker es un relato cautelar que nos recuerda lo cerca que estamos todos del abismo.

En Julio de 2012, en Aurora, Colorado, Estados Unidos, un chico llamado James Holmes entró en la sala donde se estrenaría la tercera parte de la trilogía de Batman dirigida por Christopher Nolan.

Holmes lanzó varias bombas de humo antes de disparar la munición de cuatro armas automáticas contra la multitud que esperaba ver la película. Veinticuatro personas perdieron la vida esa noche. Cuando los policías finalmente lo apresaron, James Holmes les dijo que él era el Joker.

Franco “Bifo” Berardi utiliza esta tragedia como punto de partida para un ensayo sobre el rol del capitalismo en la salud mental. “Holmes, me di cuenta, quería eliminar la separación entre el espectador y la película. Quería ser parte de la película”.

Éste libro, titulado “Héroes”, tiene varias implicaciones. La que nos concierne apunta a la siguiente idea:

la forma épica del heroísmo desapareció al final de la modernidad, cuando la complejidad y la velocidad de los eventos humanos sobrepasaron la fuerza de la voluntad. Al surgir el caos, el heroísmo fue reemplazado por una maquinaria gigantesca de simulación. Estos juegos de simulación tomaron, la mayoría de las veces, la forma de alguna subcultura como el rock, el punk, la cybercultura, etcétera. Aquí yace el origen de la forma post moderna de nuestra tragedia: en la frontera en la que la ilusión es confundida con la realidad, y las identidades son percibidas como formas auténticas de pertenencia. Este fenómeno está acompañado de una falta desesperada de ironía, en tanto los humanos respondemos al estado actual de permanente desterritorialización al adherirnos a un sentido de pertenencia a partir del asesinato, el suicidio, el fanatismo, la agresión o la guerra. Solo a partir de la ironía y nuestro entendimiento de la simulación en el corazón de todo lo heroico es que tenemos una posibilidad de salvarnos.

En cierto sentido, la difuminación entre la realidad y la película sirve a Bifo para analizar a los que sufren y se vuelven asesinos debido a la maquinaria capitalista de hyperconexión e hypercompetitividad en la que estamos inmersos. En otras palabras, figuras como Batman (millonario exitoso, galante, fornido, el mejor de su clase, de cualquier clase, rompenarices, héroe), son solo un arquetipo tóxico, el epítome del individualismo, mismo que tiene sus raíces en un sistema nocivo, patriarcal y capitalista que brinda excesiva atención a este tipo de figuras. Pensemos, por ejemplo, en Jack Paul, el Youtuber convertido en boxeador profesional y quien recientemente peleó contra Floyd Mayweather.

Bifo, en el libro antes citado, nos cuenta que “ ‘Running amok’ es una expresión en inglés que proviene del idioma malayo. En el contexto original de Malasia, un hombre que previamente no ha mostrado signos de ira violenta adquiere un arma y, en un frenesí repentino, mata o lesiona a cualquier persona en las inmediaciones. «Running amok», así, es una forma de restablecer la reputación de uno como hombre, ser respetado, pero también es una forma de escapar del mundo cuando la vida se ha vuelto intolerable, y generalmente culmina en el suicidio. Es un síndrome ligado a la cultura, cuyas manifestaciones están moldeadas por las expectativas sociales y el contexto cultural”.

Batman: El Mundo, de Alberto Chimal

Me interesa invitar, en este momento, a Alberto Chimal, escritor mexicano, autor entre otras obras de La Torre y el Jardín, finalista del premio Rómulo Gallegos, y quien recientemente ha escrito una colaboración con DC Comics titulada “Batman El Mundo”.

Alberto, muchas gracias por acompañarnos.

Me llama la atención que Batman es el único superhéroe cuyo origen es el trauma. ¿Cómo crees que define esto al personaje?

En la historia que escribiste decidiste centrarte en los feminicidios en México. ¿Hay, en medio de esta serie de tragedias, un espacio para el heroísmo?

¿Cuál crees que sea el futuro de Batman pensando que, al día de hoy, el vigilante tiene muchas asociaciones negativas, sobre todo si se piensa en los paramilitares en la frontera entre México y Estados Unidos, o el abuso de poder por parte de la policía en México y otros lugares del mundo?

Alternativas al relato del héroe

“Demasiada emoción, demasiadas exudaciones de masculinidad, demasiada admonición moral, demasiada superación de uno mismo, demasiado culto a la muerte”, escribe Ulrich Brockling en su libro “Héroes postheroicos” al referirse a figuras como Batman.

El libro plantea preguntas clave para abordar la figura del héroe en el siglo XXI: ¿cuál es la intención de estas narrativas y su valor de uso? ¿qué orden social exigen? ¿qué fenómenos autorizan, con qué valores, normas de conducta y reglas emocionales los orientan? ¿Qué poder de decisión otorgan o deniegan y que marcos imaginativos inauguran?

Por poner un ejemplo, una característica del héroe reside, sin duda, en su capacidad de sacrificio. «Dulce y honroso es morir por la patria», dice un antiguo poema de Horacio. De la misma forma, se considera heroico dar la vida para salvar la de otros. Brockling, sin embargo, acusa que los regímenes políticos y religiosos dependen de la disposición al sacrificio para mantener su sistema de privilegios. Desmantelar lo heroico ofrece, entonces, otra posibilidad: la revalorización de lo cotidiano, la lucha contra la indiferencia, la importancia de la comunidad.

En su ensayo “Teoría de la bolsa de transporte de la ficción”, Úrsula K. Le Guin escribe:

En las regiones templadas y tropicales en las que parece que los homínidos evolucionaron para transformarse en seres humanos, el principal alimento de la especie eran los vegetales. Pero es es difícil contar un relato verdaderamente apasionante de cómo arranqué una semilla de avena de su vaina, y luego otra, y luego otra, y luego otra, y luego otra. No puede competir con cómo le di una estocada con mi lanza al enorme flanco peludo de un animal. Este segundo relato no solo tiene Acción, también tiene un Héroe. Y los Héroes son poderosos. El relato del héroe no es el relato de la comunidad. Es el relato de él.

Pero quizás esto está cambiando. Lo hemos visto, recientemente, con las nuevas narrativas del feminismo. También, con la pandemia: el personal médico en la primera línea, los trabajadores de supermercado, los recogedores de basura, los policías, etcétera, fueron revestidos de una aura heroica que, desafortunadamente, no fue correspondida con un cambio de su realidad material. Podría decirse, a la manera de Bifo, que todo esto no fue sino otra simulación.

En todo caso, quizás hay en este momento un giro narrativo, uno que nos aleja de individualismo de Batman para regresarnos al relato ancestral al que refiere Úrsula K. Le Guin, donde no hay un actor poderoso, sino tan solo bolsas, objetos para recoger y conservar, relaciones mutuas que no pueden ser caracterizadas como conflictos ni armonía, sino como procesos continuos, fluidos y horizontales. Si Joseph Campbell proponía un viaje a sí mismo, Brockling, apoyado en el pensamiento de otros como K. Le Guin, proponen una ruta contraria, un hacia fuera enfocado en los otros, en la comunidad.

Hay que bajar a los héroes del pedestal, dice Brockling, meterlos en una bolsa con otras personas, animales y cosas. Hay que contar las historias que no tratan de luchar, matar ni sacrificarse, sino de cuidad, recoger, recolectar.

“Si queremos calificar de postheroico el arte de contar esas historias y la disposición a entusiasmarse por ellas, entonces lo cierto es que nuestro presente aún está muy lejos de ser postheroico. Pero sería una buena idea que llegara a serlo”, concluye.

Cerramos con Jaden Smith, y su tema “Batman”. Hasta la próxima.

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Published on December 04, 2021 18:10

October 17, 2021

[Podcast] La Barcelona de Carmen Laforet y Jean Genet

¿Qué significa vivir en una ciudad? Pienso en esta pregunta ahora que se ha terminado el verano y he regresado a Barcelona después de una pausa que me ha llevado por un par de lugares. Propongo una respuesta a partir de dos novelas: «Nada», de Carmen Laforet, y «Diario de un ladrón», de Jean Genet. Este mini-episodio es un breve homenaje a la ciudad que ahora considero mi hogar.

Por la parte musical escuchamos «Bestia», de Oriol Tramvia, representante del rock de los años 70 en Cataluña.

El Anaquel – Podcast en Español sobre Literatura · El Anaquel – S4 Ep6 – La Barcelona de Laforet y Genet

 

Transcripción

Uno de los mitos fundacionales de Barcelona cuenta que Heracles y Hermes (también llamados Hércules y Mercurio) fundaron la ciudad tras recuperar una barca perdida durante la expedición para obtener vellocino de oro. La ciudad mantiene a ambos personajes en su memoria: Heracles cuenta con un par de fuentes y una calle, mientras que a Hermes lo podemos encontrar en símbolos escondidos por toda la ciudad.

Yo descubrí Barcelona un poco más tarde, de manera muy similar a la forma en que comienza “Nada”, novela de Carmen Laforet por la que ganó el premio Nadal en 1944.

“Por dificultades en el último momento para adquirir billetes, llegué a Barcelona a medianoche, en un tren distinto del que había anunciado, y no me esperaba nadie”.

Para Andrea, el personaje principal, Barcelona se presenta como un espacio amplio, lleno de promesas:

“Sin abrir los ojos”, nos cuenta la narradora, “sentí otra vez una oleada venturosa y cálida. Estaba en Barcelona. Había amontonado demasiados sueños sobre este hecho concreto para no parecerme un milagro aquel primer rumor de la ciudad diciéndome tan claro que era una realidad verdadera como mi cuerpo, como el roce áspero de la manta sobre mi mejilla. Me parecía haber soñado cosas malas, pero ahora descansaba en esta alegría”.

Esta alegría, sin embargo, no dura mucho: la atmósfera se cierra y se sofoca en la calle Aribau donde vive con sus parientes, miembros de una clase burguesa venida a menos que habita en el Ensanche, esto es la serie de barrios que se construyeron como parte de la expansión de Barcelona a fines del siglo XIX.

La Barcelona de “Nada” sucede poco después, a mitad del siglo XX, poco después de la guerra civil y el comienzo del franquismo. Antes de la guerra, Barcelona era una ciudad burguesa y artesana no exenta de miseria. Habían sucedido poco antes un par de Exposiciones Universales que la habían puesto en el mapa, y se había destruido la Ciudadela para convertirse en parque. En 1939, al final de la Guerra Civil, comenzó una época de represión y un reespañolización cultural cuyas cicatrices siguen presentes hasta nuestros días. Paco Villar cuenta que la Barcelona de la postguerra era una ciudad acribillada por el hambre.

Este contexto explica la situación familiar de Andrea: su departamento, por ejemplo, está plagado de animales disecados y muebles encimados unos arriba de otros; por un lado, metáfora del desorden mental en el que viven (su tío, por ejemplo, se muerde frenéticamente las mejillas intentando sonreír) y, por el otro, mecanismo de supervivencia: cada semana venden un mueble para tener algo de dinero.

La novela ya no se separará de estos personajes raros y lúgubres, pero abrirá el relato, como contrapunto, a Ena, una amiga de la universidad por quien Andrea descubrirá, como quien ve una película, la alegría, el amor, la plenitud, es decir, todos esos anhelos con los que llega a Barcelona.

Cuando el mundo de Andrea se encuentra con el de Ena, sobreviene la catástrofe. La ciudad es el lugar donde se pierden las ilusiones, parece concluír Laforet.

En un un artículo reciente en El País, Anna Caballé comenta el sino a partir del éxito de la novela: “Nada se convertiría en una pesadilla, una hipoteca existencial, una carga muy pesada de llevar porque carecía de cierre”.

Yo, como Andrea, llegué a Barcelona sin que me esperara nadie. A mí, sin embargo, me interesó menos el Ensanche: la ciudad vieja, y en particular el Raval, comenzaron a atraerme bajo su gravedad. Muy temprano percibí aquí el corazón de la Barcelona canalla y, quizás, la parte más real de la ciudad: cruda y sucia; multicultural; lejana del escaparate y más cercana a lo sórdido.

Camilo José Cela definió al Raval como “heroica Numancia del amor barato y del coñac”. En la época medieval el Raval estaba fuera de la ciudad amurallada. Prácticamente deshabitado, se componía de huertas, masías y más de tres conventos. En el siglo XIX, el Raval se fue transformando en una zona industrial en la que construyeron viviendas de pésima calidad para alojar a los obreros que llegaron de todas partes de España. Fue en esta época que proliferaron las tabernas y los prostíbulos, de la misma forma que ahora abundan los narcopisos. En el barrio de las Drassanes, Paco Villar cuenta que “se vivía en plena calle porque la gente no cabía en los pisos”.

Jean Genet sitúa en el Raval su novela “Diario de un ladrón”, que escribe por las mismas fechas que “Nada” y que representa el lado B de la Barcelona que hemos leído antes:

“El Paralelo es una avenida de Barcelona paralela a las célebres Ramblas. Entre estas dos arterias, muy anchas, una muchedumbre de calles estrechas, oscuras y sucias forman el Raval”.

Este libro es único en tanto es la síntesis de dos contrarios: la brutalidad de los bajos fondos junto al más puro lirismo. Guiado por su intuición, Genet busca en su pasado toda la belleza que esconden las ocasiones más sórdidas. Al comienzo del libro, por ejemplo, cuenta sus rutinas como mendigo:

“España estaba entonces cubierta de miseria con forma de mendigos. En Barcelona frecuentábamos sobre todo la calle del Mediodía y la calle del Carmen. Dormíamos, a veces, seis en una cama sin sábanas, y desde la madrugada íbamos a mendigar a los mercados. Salíamos en panda del Raval y nos dispersábamos por el Paralelo, con un capacho al brazo, porque las amas de casa nos daban con más facilidad un puerro o un nabo que una perra. A las doce volvíamos, y con el fruto recogido nos preparábamos la sopa. Voy a a describir las costumbres de la miseria. En Barcelona vi a esas parejas de hombres en que el más enamorado decía al otro: “Hoy cojo yo el cesto”. Un día Salvador me arrancó suavemente de las manos la cesta y me dijo: “Voy a pedir limosna por ti”. Nevaba. Salió a la calle helada, cubierto con una chaqueta rota, andrajosa, con una camisa sucia y tiesa. Su rostro era pobre y triste, artero, pálido y mugriento, porque hacía tanto frío que no nos atrevíamos a lavarnos. Hacia las doce volvió con las verduras y algo de grasa. Aquí indico ya uno de esos desgarrones, terribles porque los provocaré a pesar del peligro, que me han revelado la belleza. Un amor inmenso me inundó y arrebató hacia Salvador. Salí del hotel poco después que él y lo estuve viendo, desde lejos, implorar a las mujeres. Como había mendigado ya, para otros o para mí mismo, yo conocía la fórmula: una mezcla de religión cristiana y la caridad confunde al pobre con Dios”.

Para Genet, la ciudad es lo sórdido y lo sórdido es el espacio necesario para experimentar la belleza. Entre estas dos novelas, escritas en la misma época, sitúo el paréntesis de la Barcelona que me interesa.

“Barcelona no es de nadie, pero yo solo tengo a Barcelona”, escribe Carlos Zanón en su guía de la Ciudad Condal. Otros podrían decir lo mismo: aquí Arthur Cravan, sobrino de Oscar Wilde, peleó en un combate de box con el campeón peso pesado Jack Johnson poco antes de desaparecer en su viaje a México; aquí George Orwell combatió contra el franquismo durante la Guerra Civil; aquí Keith Haring pintó su famoso mural contra el SIDA, un año antes de morir; y aquí regresé a vivir hace poco más de un año, en plena pandemia.

Cierro con una cita del libro “Desde la ciudad nerviosa” de Enrique Vila-Matas: “Me tocó vivir una infancia y primera juventud en una Barcelona infame que yo sospechaba que no estaba en ningún mapa”. Este es el colofón de lo que significa vivir en cualquier ciudad: entender que uno habita un espacio inapresable, inabarcable e inefable, en el que no somos más que un engrane de su maquinaria de azares, una pieza pequeña del conjunto de dichas y desdichas que a diario se yerguen y destruyen entre sus calles.

 

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Published on October 17, 2021 14:30

October 16, 2021

Palos, un cuento de George Saunders

George Saunders, escritor norteamericano (1958), es autor de diversos libros de cuentos, así como del libro de ensayos The brainded megaphone. Su trabajo ha aparecido en The New Yorker, GQ y Harper’s Bazaar, por mencionar un par de ejemplos, espacios donde ha ganado el National Magazine Award en cuatro ocasiones. Demoledor y entrañable, Palos es parte de su volumen Diez de diciembre, publicado en 2013 en Alfabia.

Cada año, la noche de Acción de Gracias, seguíamos todos a Padre en procesión mientras él iba arrastrando el traje de Santa hasta la carretera para después apuntalarlo sobre una especie de crucifijo que había construido con un poste de metal en el jardín. Durante la semana de la Super Bowl el poste se vestía con el casco de Rod y con un jersey, y Rod tenía que vérselas con Padre si quería descolgar el casco. El Cuatro de Julio el poste era el Tío Sam, en el Día de los Veteranos de Guerra, un soldado, en Halloween, un fantasma. El poste era la única concesión de Padre a la alegría. Se nos permitía coger un solo Plastidecor de la caja cada vez. En Nochebuena le gritó a Kimmie por desperdiciar una rodaja de manzana. Aleteaba por encima de nosotros mientras vertíamos el kétchup, y decía: «Ya está bien, ya está bien, ya está bien». Los cumpleaños se celebraban con magdalenas, no con helado. La primera vez que traje una chica a casa me dijo: «¿Qué tiene tu padre con ese palo?». Y yo me quedé allí sentado, parpadeando. Nos fuimos de casa, nos casamos, tuvimos nuestros propios hijos, descubrimos que la simiente avara germinaba también en nosotros. Padre empezó a revestir el poste con más complejidad y con una lógica menos discernible. El Día de la Marmota lo cubrió con una especie de abrigo de piel y colocó un foco para garantizar que hiciera sombra. Cuando un terremoto azotó Chile, tendió el poste en el suelo y pintó una serie de fallas a su alrededor con aerosol. Murió Madre y vistió el poste como la Muerte y colgó del travesaño fotos de cuando Madre era un bebé. Pasábamos a visitarlo y descubríamos extraños fetches de su juventud colocados alrededor de la base: medallas del ejército, entradas de teatro, viejos jerséis, tubos de maquillaje de Madre. Hubo un otoño que pintó el poste de amarillo chillón. Aquel invierno lo cubrió de hisopos de algodón para darle abrigo y le dio al poste retoños clavando por el patio seis estaquitas con sus correspondientes travesaños de palo. Tendió cordel entre el poste y los palos y fijó con cinta adhesiva cartas de perdón, reconocimientos de culpa, súplicas para ser comprendido, todo escrito con una letra desquiciada sore tarjetas de cartulina. Escribió en un cartel la palabra «AMAR) y lo colgó del poste y pintó otro que decía «¿PERDONAR?», y luego murió en el pasillo con la radio puesta y vendimos la casa a una pareja de jóvenes que desclavaron el poste de un tirón y lo dejaron junto a la carretera para que lo recogiera el camión de la basura.

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Published on October 16, 2021 05:32

August 13, 2021

Si viviéramos en un lugar normal – Juan Pablo Villalobos

“Si viviéramos en un lugar normal” relata la vida de un adolescente en Lagos de Moreno en los años 80, poco antes de la elección de Salinas de Gortari como Presidente de México –entre las crisis inflacionarias y la corrupción electoral, el país está hecho mierda. La pobreza, al lado de la desesperación, empujan al personaje principal a salir de casa a buscarse la vida a partir de tranzas (metáfora, quizás, de que en México el progreso siempre va ligado a la trampa).

La novela parece querer dinamitar, además, ciertos tópicos frecuentes en aquello que llamamos «mexicano» (lo surrealista de nuestro país, por mencionar uno como ejemplo, sirve para ocultar el horror de dos niños que han sido secuestrados).

Dice Roberto Dominguez que en “la narrativa de Villalobos hay una dimensión más de lo social y menos de lo nacional, porque sus espacios se miden en hábitos y ámbitos, entendidos como estructuras patrimoniales diferentes”. Esto permite, de acuerdo al crítico, mostrar con honestidad un panorama injusto, disonante y violento como el único habitable. Esta nota sirve para entender “Si viviéramos en un lugar normal”: todo termina para mal y a esto no hay escapatoria. La epopeya personal del narrador se convierte, así, en el relato de la trayectoria de nuestro país durante los último cuarenta años.

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Published on August 13, 2021 02:52

August 9, 2021

[Podcast] Juan Pablo Villalobos: Otras maneras de escribir

En esta nueva edición de El Anaquel hablamos con Juan Pablo Villalobos, escritor mexicano, sobre su vida y obra (en particular, sobre «Fiesta en la madriguera», «Si viviéramos en un lugar normal», «Te vendo un perro» y «No voy a pedirle a nadie que me crea», novela por la que ganó el Premio Herralde en 2016). Sobre sus libros se ha dicho que tienen “ la lucidez del que sabe que nos engañan. Villalobos –algo así como un Kurt Vonnegut en habla hispana– se aleja de los clichés con los que carga su tierra” (Miqui Otero) y que «ha encontrado un tono y un ritmo propios, que no se parecen a ningún otro en la narrativa mexicana actual. Hace reír con el absurdo y al hacerlo muestra el sinsentido del mundo” (Fernando García Ramírez).

El Anaquel – Podcast en Español sobre Literatura · El Anaquel – S4 Ep5 – Juan Pablo Villalobos: Otras maneras de escribir

Por la parte musical escuchamos a “Diles que no me maten”, quinteto oriundo del DF que toma su nombre de un cuento de Juan Rulfo.

Diles Que No Me Maten – Manos de piedraDiles Que No Me Maten – Quién es nosotrosDiles Que No Me Maten – No te mates de paseoDiles que no me maten – Barrio Chino

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Published on August 09, 2021 03:13

El Anaquel

Roberto Wong
El Anaquel es un blog y podcast sobre Literatura y Libros, realizado por Roberto Wong, escritor mexicano ("París D.F." es su primera novela. "Los recuerdos son pistas, el resto es una ficción", es un ...more
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