Roberto Wong's Blog: El Anaquel, page 2
October 2, 2023
Bosques que se incendian – Wong
En 2015 publiqué mi primera novela, París D.F. A la distancia, me parece que dicho libro fue producto de una pulsión juvenil, una mezcla de hartazgo con un sentimiento cercano a la desesperanza. Esa energía se extinguió con el tiempo: tuvieron que pasar ocho años para publicar una nueva novela. ¿Por qué? Parte de la respuesta reside en la energía volcada en los viajes que me llevaron a vivir a San Francisco, Barcelona y Dubai, viendo lo que otros ven y viviendo lo que otros viven.
Al escribir estas líneas, sin embargo, tengo la sospecha de que quizás perdí algo en el camino, parte del ímpetu o hartazgo que me llevaron a escribir rabiosamente esa primera novela.
Entonces sucedió la pandemia.
Estaba en Dubai, con un estatus migratorio incierto y sin departamento —esperaba un visado para volver a Barcelona. Mi arrendamiento había vencido y tuve que irme a vivir a un hotel del que no podía salir salvo cada tercer día. Fue ahí que comencé a escribir “Bosques que se incendian”. En realidad, la escritura se apalancó en un cuento intitulado “Hotel Hilbert” que había escrito en 2014. El archivo original consta de veinticinco páginas y comienza con el siguiente párrafo:
El sonido del vapor saliendo de los frenos se perdió entre las voces de los pasajeros que descendían al andén. Agotado, tomé mi maleta y bajé para averiguar si seguiría en la misma ruta o tendría que hacer un transbordo.
El texto final no se desvía demasiado de aquella primera versión: un hombre, cansado y sin recuerdos, llega a un destino incierto. Todo lo que ha dejado atrás comienza a surgir de entre la bruma, revelando un misterio. El presente, por el otro lado, es confuso y ajeno.
No es difícil establecer una línea entre ese momento de mi experiencia vital y el texto. Claro, todo muy bien pero, ¿de qué trata en realidad “Bosques que se incendian”?
Cuatro personajes se encuentran varados en el Hotel Hilbert, un extraño lugar donde los huéspedes cambian de habitación cada vez que llega un nuevo cliente. Conforme pasan las noches, sus encuentros los confrontan con lo que fueron y, también, con lo que decidieron dejar de ser. Bosques que se incendian esun relato sobre la violencia de la memoria y los mecanismos de supervivencia en torno al olvido. Una obra onírica, de pasajes inquietantes, donde el absurdo y el misterio van de la mano.
A grandes rasgos, la novela es una exploración sobre la memoria —en principio me interesaba escribir un libro sobre el tema sin tener que recurrir a ella. El antecedente inmediato fue una carta de Rilke:
Y si usted estuviera encerrado en una prisión, y sus muros no dejaran llegar a sus sentidos ningún rumor venido de fuera, ¿no seguiría teniendo su infancia, esa riqueza deliciosa y regia, ese lugar mágico de los recuerdos? Dirija hacia allí su atención. Intente desenterrar las sensaciones sumergidas de ese pasado lejano; su personalidad se fortalecerá, su soledad se hará más grande hasta convertirse en una estancia en penumbra donde el estrépito de los otros pasará de largo, a lo lejos.
La afirmación de Rilke me pareció sospechosa: ¿qué pasa cuando tienes una infancia atroz, llena de violencia? En ese contexto, ¿es posible descender a ese lugar mágico? ¿Es posible desenterrar, incluso en la más triste de las soledades, los tesoros ocultos de los que habla Rilke?
Lo dudo. A partir de ese momento quise volcarme en la cara opuesta de lo que entendemos por la memoria, esto es, la imaginación, el mito, la culpa y una serie implacable de nostalgias y arrepentimientos. El Hotel Hilbert (infinito, como la memoria, y el lugar donde sucede la novela) resultó el espacio idóneo para contar esta historia —no se me escapa la conexión con el hotel en el que me encontraba encerrado en aquel momento: cada mañana recorría las escaleras, veinte pisos de arriba abajo, en un intento por no volverme loco.
Hay, además, un guiño a La Torre y el Jardín, libro de Alberto Chimal que fue muy importante en su momento para mí.
El hotel se fue expandiendo hasta su forma actual y se mezcló con otros tópicos (la estación de trenes, con ecos a Arreola; un bosque en una noche de tormenta, antípoda de un mar descrito por Silvina Ocampo) como metáfora de un espacio amenazante e inabarcable.
Sucedió, muy a mi pesar, que el texto comenzó a convertirse en un artificio (fue Eduardo Ruiz Sosa quien me hizo darme cuenta de mi error, y a quien le agradezco su lectura y honestidad en aquel momento). La única solución que encontré fue volcarme en el texto por completo. Así, “Bosques que se incendian” pasó de ser una exploración de la memoria, a convertirse en una indagación sobre el arrepentimiento y la culpa —en este momento di con el epígrafe de T.S. Eliot: I’ve been born, and once is enough. / You don’t remember, but I remember.
—¿Cuándo volvieron?
—Hace menos de una hora. Es como si un espejo se resquebrajara y uno quedara frente a su propio rostro desfigurado.
—No importa. Ya no importa.
—Claro que importa: uno debiera poder olvidar que ha sido un monstruo.
—¿Qué quiere decir?
Observé mis manos. Pese a la mala iluminación, me pareció que seguían llenas de sangre.
—Si no somos quienes creíamos ser, ¿quiénes somos en realidad?
Dice Yūko Tsushima que quizás la memoria no sea otra cosa que mirar las cosas hasta el final, hasta sus últimas consecuencias. Cuando me di cuenta de esto, no tuve otra opción más que bajar hacia ese destino inconmensurable.
Desconozco qué tan profundo bajé, ni si fracasé en el descenso.
Pero el libro está ahí, listo para encontrar a sus lectores.
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September 24, 2023
Yo soy el monstruo que os habla – Paul Preciado
“La idea según la cual una persona transexual debe ser heterosexual y la insistente y morbosa pregunta ¿trans operado o trans no-operado? que algunos de ustedes deben de hacerse mientras me escuchan proceden de ese marco psicopatológico. Déjenme sacarles de dudas: estoy operado, me he extirpado con mucho cuidado y en largas sesiones políticas, prácticas y teóricas el dispositivo epistémico que diagnostica mi cuerpo y mis prácticas como patológicas. Y ustedes, ¿están operados?”
Paul Preciado
La conferencia que Paul Preciado dictó para las jornadas internacionales de l’École de la Cause freudienne en París (2019) comienza con la siguiente declaración: «me dirijo hoy a ustedes desde la jaula del “hombre trans”. Yo, cuerpo marcado por el discurso médico y legal como «transexual», caracterizado en la mayoría de sus diagnósticos psicoanalíticos como un «enfermo mental» en mayor o menor grado, como un «disfórico de género», o estando, según sus sofisticadas y dañinas teorías, más allá de la neurosis, al borde o incluso dentro de la psicosis, habiendo sido incapaz, según ustedes, de resolver correctamente un complejo de Edipo o una envidia del pene. Pues bien, es desde esa posición de enfermo mental en la que ustedes me colocan desde donde me dirijo a ustedes».
Para hacer más accesible su punto, Preciado recurre a una historia de Franz Kafka de 1917, Informe para una Academia.
El narrador del texto es un simio que después de haber aprendido el lenguaje de los humanos se dirige a una academia de altas autoridades científicas para explicarles lo que el devenir humano ha supuesto para él. El simio, que dice llamarse Pedro el Rojo, cuenta cómo fue capturado por una expedición de caza organizada en la Costa de Oro por el circo Hagenbeck, cómo fue alcanzado por dos balas, cómo fue después trasladado hasta Europa en un barco, traído a un circo de animales e instruido hasta convertirse en un hombre. El híbrido de mono y de hombre narra cómo para poder aprender el lenguaje humano y entrar en la sociedad de la Europa de su tiempo se vio forzado a olvidar su vida de simio hasta convertirse en un hombre alcohólico. Dejaré de lado aquí el alcoholismo y la extraordinaria intuición de Kafka según la cual no es posible humanizarse sin alcohol. Lo más interesante del monólogo de Pedro el Rojo es que Kafka no presenta su historia de humanización como un relato de liberación, sino más bien como una crítica del humanismo europeo. Una vez capturado, el simio no tenía más opción que morir dentro de una jaula o vivir dentro de la jaula de la subjetividad humana. Y es desde esta nueva jaula de lo humano desde la que se dirige a la academia de científicos. Pues bien, académicos del psicoanálisis, como el simio Pedro el Rojo se dirigía a los científicos, yo me dirijo hoy a ustedes desde la jaula del «hombre trans». Yo, cuerpo marcado por el discurso médico y legal como «transexual», caracterizado en la mayoría de sus diagnósticos psicoanalíticos como un «enfermo mental» en mayor o menor grado, como un «disfórico de género», o estando, según sus sofisticadas y dañinas teorías, más allá de la neurosis, al borde o incluso dentro de la psico-sis, habiendo sido incapaz, según ustedes, de resolver correctamente un complejo de Edipo o una envidia del pene. Pues bien, es desde esa posición de enfermo mental en la que ustedes me colocan desde donde me dirijo a ustedes.
Lo que Preciado hace a partir de ese momento es dinamitar las creencias en torno a la diferencia sexual —primero, a partir de un relato personal, el de su disidencia («¿Por qué no podía ser el abandono de la feminidad una de las estrategias fundamentales del feminismo?») y, posteriormente, a partir de la antitesis de nuestras presunciones biológicas y psicológicas en torno al género y la sexualidad («el régimen de la diferencia sexual que ustedes consideran universal y constituyente, sobre el que reposa y se articula toda la teoría psicoanalítica, no es una realidad empírica, ni un orden simbólico que subyace a la estructura del inconsciente; es solo una epistemología del ser vivo, una cartografía anatómica, una economía política del cuerpo y una gestión colectiva de las energías deseantes y reproductivas, una epistemología históricamente situada que se forja junto con la taxonomía racial en el momento de expansión mercantil y colonial de Europa y que cristaliza durante la segunda mitad del siglo XIX», pág 59).
Pronto me di cuenta de que ante mí se abrían dos posibilidades: el ritual farmacológico y psiquiátrico de la transexualidad domesticada, y con él el anonimato de la masculinidad normal, o, bien, contra ambos, el show de la escritura política. No lo dudé. La masculinidad naturalizada y normal no era más que una nueva jaula. Quien allí entra no vuelve a salir. Y elegí, estimados señores y señoras. Me dije: habla, no te calles. Y es así como hice de mi cuerpo y de mi mente, de mi supuesta monstruosidad, de mi deseo y de mi transición un espectáculo público: allí estaba de nuevo la salida. Y volví a escapar, también de mis domesticadores médicos, que se parecían mucho a ustedes, queridos académicos del psicoanálisis. Digamos que no tenía otra opción, siempre asumiendo que no se trataba de elegir la libertad, sino de fabricarla.
Un libro importante y necesario que nos deja una pregunta fundamental: «¿Y si las diferencias genitales no fueran el criterio de aceptación de un cuerpo humano en una colectividad social y política?».
Esto es la complejidad y el desafío de la experiencia trans, nos dice Preciado.
Otras citas“Más les valdría haber organizado un encuentro sobre «hombres heterosexuales blancos y burgueses en el psicoanálisis», puesto que la mavoría de los discursos psicoanalíticos giran en torno al poder discursivo y político de ese tipo de animales necropolíticos masculinos que ustedes tienen tendencia a confundir con el «humano universal» y que han sido, al menos hasta ahora, el sujeto de enunciación central de los lenguajes y de las instituciones psicoanalíticas de la modernidad colonial.” Pág 20“como en el circo del régimen binario heteropatriarcal a las mujeres les corresponde el papel de la bella y de la víctima y yo no era ni me sentía capaz de ser ninguna de las dos cosas, dejé de ser una mujer. ¿Por qué no podía ser el abandono de la feminidad una de las estrategias fundamentales del feminismo?” Pág 27“Los poderosos no dejan de prometer la libertad, pero cómo podrían ellos dar a los subalternos algo que ni ellos mismos han cono-cido. Tan atado está el que ata como aquel sobre el que se trenzan las cuerdas. Y eso vale también para ustedes, amigos psicoanalistas, los grandes expertos en desatar y sobre todo en reatar el inconsciente, los grandes vendedores de promesas de salud y de libertad. Nadie puede dar lo que no tiene ni lo que nunca ha conocido.” Pág 29“La libertad de género y sexual no puede ser una distribución más justa de la violencia, ni una aceptación más pop de la opresión. La libertad es una salida, un túnel. La libertad, como ese nuevo nombre por el que ahora me conocen, o este nuevo rostro vagamente hirsuto que ven ante ustedes, no te la da nadie, se fabrica.” Pág 30“Hasta que me di cuenta de que esa suciedad y esa pestilencia correspondían a una forma de relación estrictamente homosocial: los hombres habían creado un círculo fétido para ahuyentar de él a las supuestas mujeres y dentro de ese círculo, en secreto, eran libres de mirarse los genitales, libres de tocarse, libres de bañarse en sus propios fluidos, fuera de toda representación heterosexual. Mientras las mujeres entraban en los baños para rehacer su mascarada heterosexual, los hombres iban allí para olvidarse de su heterosexualidad por un momento y afirmar un escondido goce de estar solos, sin esos extraños alter egos que eran las mujeres y de los que se acompañaban después socialmente para ejercer una función reproductiva y heteroconsensual.” Pág 37“Todos tenemos identidad. O, mejor dicho, nadie tiene identidad. Todos ocupamos un lugar distinto en una red compleja de relaciones de poder. Estar marcado con una identidad significa simplemente no tener el poder de nombrar como universal tu propia posición identitaria”. Pág 39“La primera ley que di por válida durante todo mi proceso de transición fue abolir el terror a no ser normal que había sido sembrado en mi corazón infantil. Ese terror es el que es necesario detectar, aislar y extraer de la memoria para poder encontrar una salida. La segunda ley que me di, casi más difícil de seguir, fue negarme a mí mismo toda simplifi-cación. Dejar de suponer, como suponen uste-des, que sé lo que es un hombre y una mujer, o un homosexual y un heterosexual. Dejar de suponer y empezar a experimentar” Pág 41“Las huellas que la vida pasada dejó en mi memoria se han hecho cada vez más complejas y singulares, de modo que es imposible decir que hasta hace seis años fui simplemente una mujer y que después me convertí simplemente en un hombre. Prefiero mi nueva condición de mons-trio a las de mujer u hombre, porque esa condición es como un pie que avanza en el vacío y señala el camino a otro mundo. No hablo aquí del cuerpo vivo como de un objeto anatómico, sino como lo que denomino «somateca», un archivo político viviente. Del mismo modo que Freud consideró que el aparato psíquico excedía la conciencia, hoy es necesario articular una nueva noción de aparato somático para dar cabida a las modalidades tanto históricas como externalizadas del cuerpo, aquellas que existen mediadas por las tecnologías digitales o farmacológicas, bioquímicas o prostéticas. La somateca está mutando. El monstruo es aquel que vive en transición. Aquel cuyo rostro, cuyo cuerpo, cuyas prácticas y lenguajes no pueden todavía ser considerados como verdaderos en un régimen de saber y poder determinado”. Pág 45“El cuerpo trans es con respecto a la heterosexualidad normativa lo que los campos de refugiados de la isla de Lesbos son hoy con respecto a Europa: una frontera cuya extensión y forma se perpetúan por medio de la violencia. Un lugar de control y muerte. Cortar aquí, pegar allá, sacar esos órganos, reemplazarlos por otros” Pág 46“Existe el paisaje erótico de un cuerpo. Pero no hay órganos sexuales sino como enclaves coloniales de poder.” Pág 48“En medio de esta guerra patriarco-colonial, la transición de género es una antigenealogía. Se trata de activar los genes cuya expresión había quedado cancelada por la presencia del estrógeno al conectarlos ahora con la testosterona, iniciando una evolución paralela de mi propia vida, desatando la expresión de un fenotipo que de otro modo hubiera quedado mudo. Ser trans es aceptar la irrupción triunfal de otro futuro en todas las células de mi cuerpo. Hacer una transición es entender que los códigos de la masculinidad y de la feminidad que conocemos en nuestras sociedades modernas son anecdóticos comparados con la infinita variación de las modalidades de existencia de la vida”. Pág 49“La medicina y la ley del binarismo de género representan el proceso de transexualidad como un camino angosto y peligroso, una mutación definitiva e irreversible, que solo es posible hacer en condiciones extremas, de modo que solo unos pocos, los menos posibles, sean capaces de emprender ese camino. Yo diría, sin embargo, que ese camino es más fácil y gozoso que la mayoría de las experiencias que el discurso dominante les propone a ustedes. (…) Todo lo que de terrible y temible hay en la transexualidad no se encuentra en el proceso mismo de la mutación, sino en cómo las fronteras de género castigan y amenazan de muerte a aquel que pretende cruzarlas. No es la transexualidad lo que es temible y peligroso, sino el régimen de la diferencia sexual.” Pág 52-53“En primer lugar, quiero decirles que el régimen de la diferencia sexual con el que trabaja el psicoanálisis no es ni una naturaleza ni un orden simbólico, sino una epistemología política del cuerpo, y que, como tal, es histórica y cambiante. En segundo lugar, quiero comunicarles que esa epistemología binaria y jerarquizante entró en crisis al menos a partir de los años cuarenta del pasado siglo, no solo por la contestación de los movimientos políticos de minorías disidentes, sino también por la aparición de nuevos datos científicos, revelados por los análisis de la morfología, de la carta cromosómica y endocrinológica, que hacen imposible la asignación binaria. En tercer lugar, les diré que, como consecuencia de estos cambios, la epistemología de la diferencia sexual está mutando y va a dejar paso, probablemente en los próximos diez o veinte años, a una nueva epistemología. Los movimientos transfeministas y queer de denuncia de la violencia, pero también las nuevas prácticas de filiación, de relación, de identificación, de deseo, de sexualidad, de nominación… son índices de esta mutación” pág 58“Cuando hablo del régimen de la diferencia sexual como de una epistemología me refiero a un sistema histórico de representación, a un conjunto de discursos, de instituciones, de convenciones y de acuerdos culturales (ya sean simbólicos, religiosos, científicos, técnicos o co-merciales) que permiten decidir a una sociedad determinada aquello que es verdadero y distinguirlo de lo falso. Una epistemología determina un orden de lo visible y lo invisible, por tanto una ontología y un orden de lo político; es decir, determina la diferencia entre lo que existe y lo que no existe, y establece una jerarquía entre seres diversos, determina un modo específico de experimentar la realidad a través del lengua-je, un conjunto de instituciones que regulan los rituales de la producción y de la reproducción social.” Pág 60“No me digan que la institución psicoanalítica no consideraba la homosexualidad como una desviación frente a la norma: ¿cómo explicar de otro modo que hasta muy recientemente no haya podido haber psicoanalistas que se identifiquen públicamente como homosexuales? ¿Cómo explicar que esa identificación esté vetada? ¿Cuántos de ustedes se definen hoy, aquí mismo, en esta academia, de manera pública como psicoanalistas homosexuales?” Pág 69“La transición de género y la afirmación de un género no-binario no solo ponen en crisis las nociones normativas de masculinidad y feminidad, sino también las categorías de heterosexualidad y homosexualidad con las que trabajan el psicoanálisis normativo y la psico-logía. Cuando se rechaza el diagnóstico de disforia de género, cuando se afirma la posibilidad de una vida social y sexual fuera del binario de la diferencia sexual, las identificaciones de la homosexualidad y la heterosexualidad, de la actividad y la pasividad sexual, de lo penetrante y lo penetrado, se vuelven también obsoletas.” Pág 95
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La estacion del pantano – Yuri Herrera
“La estación del pantano” narra los casi dieciocho meses que Benito Juárez estuvo desterrado en Nueva Orleans. La documentación de este periodo es escueta: se sabe muy poco de lo que vivió Juárez en esa ciudad, poco antes de regresar a México para contribuir a la revolución contra Santa Anna y, poco después, encabezar la reforma liberal. Yuri Herrera comienza con una nota en la que retoma unas breves líneas de la correspondencia de Juárez: «Viví en esta ciudad hasta el 20 de junio de 1855 en que salí para Acapulco a prestar mis servicios de campaña».
La novela arranca con el desembarco en la ciudad:
Todo se encendió: las cruces elevando los barcos de vela, las lanchas cargadas de heno y carbón, el algodón, tanto algodón, cientos y cientos y cientos de pacas de algodón, las montañas de verdura descargada, el olor a verdura fresca, el olor a verdura podrida, la promiscuidad de voces incomprensibles, el trajín de la gente, el olor del trajín de la gente; a la izquierda, el agua oscura espolvoreada de luces; las luces opacas de las farolas al frente; las luces titilantes de la ciudad a la derecha.
Como esas primeras escenas, los meses que acontecen parecen sumergirlo en una especie de delirio, a la vez que el tiempo se ralentiza, sumergiendo a Juárez y sus acompañantes en una especie de sueño:
Lo que sucedió en las siguientes semanas fue que dejaron de sentirse como semanas, a veces se sintieron como minutos y los minutos a veces como días, porque la ciudad se fue convirtiendo, primero lentamente, luego con vértigo, de una ciudad de transa y negocios en un animal vivo que comenzó a zarandearse como si se sacudiera la modorra o las pulgas y después como si no hubiera nada más importante en el mundo que bailar.
Recuerda, en este sentido, Fata Morgana de Werner Herzog: una sucesión de imágenes como una especie de cuaderno de viaje interior, hipnótico, lleno de objetos cotidianos que revelan sus secretos y, en el caso de Yuri Herrera, sus comentarios sobre la historia y la migración:
“A pesar de llevar muchos años viviendo en Estados Unidos, mi condición es la de alguien que está en un lugar donde uno no termina de encontrarse, eso es algo que me parece que la historia de Juárez podía expresar de una manera mucho más radical, mucho más clara”, dice en una entrevista.
En el caso de Juárez, lo que sucede es que, poco a poco, todo va convirtiéndose en una especie de carnaval, “como si a todo mundo le entrara una picazón que sólo se atiende volviéndose loco” (pág. 45).
A una cuadra había otro teatro. Esa vez ni sintió el nervio de la transgresión, se hizo chiquito y se metió con la gente, ahora sí a una sala de conciertos, ahí no había soirée danzante. Pero en el primer nivel no había manera de confundirse con la pared; un cancerbero lo detuvo cuando iba a entrar, le señaló una escalera; subió a la galería. El escenario estaba lleno de un solo instrumento, diez pero el mismo. Pianos. Diez pianos.
Entre estas imágenes, que rozan a partes iguales el horror y la belleza, Herrera nos propone un episodio que pudo bien suceder y que nos sumergen menos en el personajes –Juárez, en este caso– y más en una ciudad que, en un momento de su historia, lo tuvo todo: la amistad y la traición; la esperanza junto a la desolación; la vigilia y, del otro lado, los sueños más hermosos. Poco antes de partir, cerca de las últimas páginas, Juárez se detiene a “sentir la ciudad por última vez”:
Pensó que si un día cualquiera lo pusieran ahí sin decirle dónde estaba, a ojos cerrados sabría que estaba en Nueva Orleans. No podía explicarlo. Sólo que podría sentir en los guesos la resistencia de tierra movediza debajo de los adoquines. También, que en realidad no tenía esa historia clara, congruente, concisa, comunicable, para contar; que sobraban traiciones, pequeñas o secretas pero traiciones al fin, y que tenía derecho a guardárselas, en todas las lenguas que ahora sabía.
Luego dijo:
Ya, corramos.
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August 10, 2023
Ramiro Sanchiz – Ejercicios de Dactilografía
Me he entretenido mucho con este libro de Ramiro Sanchiz, tres ensayos (aunque podrían ser también una exégesis, o un tratado) sobre el afuera, es decir, todo lo que existe más allá de nuestra piel y se esfuerza por entrar, por influirnos.
El resultado es que las obras que se pretenden imaginativas en algún sentido no lo son, ya que, al momento de referir a la otredad o al afuera, lo hacen a través de caminos de lo que podríamos llamar el adentro o la mismidad, como en el juego kantiano de las categorías como aquel a priori de la cognición, que hace que lo otro solo sea percibido en términos de lo mismo y que, como dicen los psicólogos baratos, solo reconozcamos en los demás aquello que ya está en nosotros. La literatura quizá no sea otra cosa que un permanente reciclado de conceptos que fundan una y otra vez lo humano allí donde solo hay habitaciones vacías, casas abandonadas, economía, reacciones químicas y la segunda ley de la termodinámica, y así, en tanto comercio entre fantasmas, difícilmente sea capaz de hablar del afuera o de lo otro en términos que no lo degraden todo a lo mismo de siempre.
Contado así, el libro puede resultar extraño. Sanchiz comienza el primer ensayo con una anécdota sobre Carrère: «mientras leía Yoga me topé con un pasaje en que el autor confesaba no saber escribir a máquina o, mejor dicho, ser capaz de hacerlo únicamente empleando un dedo (…). A partir de esa confesión, Carrère reflexiona sobre la relación entre escritura y hardware, y postula la idea, en mi opinión indiscutible, de que ese hardware, sea el teclado de la máquina (…) no tanto condicionan la escritura -porque eso implicaría postular una suerte de escritura ideal y previa, que en su realización o actualización se ve de alguna manera modificada- sino que más bien la producen, sin apelación alguna a una anterioridad, exterioridad o trascendencia al hecho mecánico de escribir».
Entonces, es decir, me atrae la idea de prescindir del sujeto como hipótesis o modelo y, por tanto, apelar a formas de concebir la escritura que se desplacen desde lo que vemos bajo la perspectiva fundada en el sujeto a cosas como procesos o los objetos mismos. De ahí que, con el libro de Carrère cerrado sobre mis rodillas, me puse a pensar en tecnología, en teclados y exterioridades, y me decidí a ejercitar la escritura a través de ejercicios de dactilografía que activaran el movimiento de mis meñiques. Suena trivial explicado así, lo sé, pero no creo que lo sea: se escribe con el cuerpo o desde el cuerpo, después de todo (porque no se es otra cosa que ese objeto llamado cuerpo, cabe agregar), y esto hace de la escritura un sistema de interacción entre áreas cerebrales, nervios, músculos y huesos, que involucra la memoria muscular tanto como la afectiva, que postula preferencias, tropismos, condicionamientos y fetiches. No es posible saber a priori qué conexiones se esconden entre la escritura y los movimientos de las manos.
Esa incursión del afuera (en este caso, del hardware), está presente en el siguiente ensayo: Sanchiz explora la figura del flaneur empujada no por el paseo en sí, sino por el algoritmo de una app, Randonautica, que plantea un punto cercano al que visitar sin más motivación que el azar: «la app produce una ruptura en la relación medios-fines, un malfuncionamiento de la herramienta que hace que la percibamos en términos de su propio ser y no en su estado a la mano, de relación con nuestros objetivos; estos «puntos ciegos», en definitiva, han de ser aquellos que solo percibimos cuando algo fortuito hace que nos detengamos ante ellos para mirarlos como nunca antes los habíamos visto». ¿Cuáles son los efectos que estas visiones generan en nosotros? ¿Cuál es el producto del azar?
En este sentido, el tercer ensayo introduce una variable adicional: quizás nosotros también somos parte de ese afuera que intentamos decodificar.
Yo, entonces, camino por la ciudad en la noche, yendo de aquí para allá sin objetivo, sin razón, a la deriva entre la arquitectura y sus efectos, esperando el sol, esperando un indicio de retorno, y pienso que quizá en este momento hay en mi casa una copia exacta de mí haciendo todo eso que yo habría hecho de no haber salido a caminar, un replicante que se sienta en mi sofá rodeado de mis libros y escucha On Land, de Eno, o mira Blade Runner 2049, o repasa uno de mis tantos libros favoritos hasta que el sueño lo lleva a la habitación donde dormirá solo hasta la noche siguiente, cuando vuelvan Agustina y las niñas, y, si en algún momento del pasado, tras abandonar una localización inane o poco significativa, di con la certeza de que yo era la ano-malía, de que yo era el extraño, quizá fue allí cuando dejé de ser yo y me convertí en un fantasma de la ciudad, una entidad producida por las calles y las fachadas para encantarlas como no es necesario ser una casa para estar embrujado y se puede ser una ciudad o una persona (creo que Emily Dickinson dijo algo parecido, sé que lo leí en alguna parte), o cualquier cosa que esté en el medio concebible entre esas dos entidades, el adentro y el afuera, el paisaje y el yo, el futuro y la memoria. Sería fácil extender mi memoria sobre la ciudad y señalar el área de mi infancia y la zona de mi adolescencia; igualmente sencillo es el movimiento contrario por el que detecto en mis recuerdos la presencia del barrio Atahualpa o del Cordón, pero más inte-resante, pienso mientras camino o hago circular mis pensamientos a fuerza del movimiento de mis piernas, es buscar los signos del sueño en la rambla, de todos mis sueños yuxtapuestos, aglomerados en un mapa único que asimila lo real y lo inmediato;
Libro interesantísimo, que conecta con otros autores como Mark Fisher y/o lecturas relacionadas al cyberpunk. Vale mucho la pena.
Otros quotes de Ejercicios de Dactilografía
la primera versión que se escribe es la mejor por ser más fresca, más cercana al verdadero yo expresivo del escritor, sin por ello adquirir ese compromiso retentivo con la escritura que solo permite la entrega a un editor (o a un lector cualquiera) después de docenas de revisiones, y desplazando ese proceso de enmienda o corrección a las subsiguientes ediciones del libro o cuento en cuestión, si es que las hay, concibiendo, en definitiva, la publicación de un libro no como el final de su vida, sino más bien como un estado más en su proceso, ¿por qué no preguntarme si escribir todavía más rápida, más fluidamente, no representará también escribir todavía más, con mayor riqueza y mayor alcance, escribir mejor? Pero, ¿podemos estar tan seguros de ese pliegue hacia una valoración? ¿No habría que preguntarse primero, por consiguiente, hasta qué punto ir a más puede implicar ir a mejor?
No se me escapa que en algún sentido este proyecto no es del todo diferente al de Levrero y sus ejercicios de caligrafía, término cuya etimología, hasta donde puedo descifrarla a simple vista, implica una apelación a la belleza en la grafía, la escritura, los signos, y, por tanto, remite a una normativa heredada, a una opción digamos conservadora o incluso reaccionaria, que, en el caso de Levrero, se traviste de su reiterada adhesión a la creencia en el espíritu y en el inconsciente, términos sin duda problemáticos (sobre todo el primero), y a pensar el arte como expresión de ese espíritu que de alguna manera se plantea como individual, como propio. A la vez, también puede replantearse lo dicho por Levrero como una búsqueda de exterioridad si es que ese inconsciente o ese espíritu son pensados por fuera de todo lo que nos hace pensarnos como sujetos individuales. Quizá estamos pensando en lo mismo, Levrero y yo, pero elegimos distintos modelos: uno subjetivista, expresionista y uno más bien maquínico, procesual.
Descubrí entonces que, a partir de la escritura acelerada, fue emergiendo también algo que podría llamarse levrerianamente un «discurso», que, si en el caso de Levrero, como es sabido, se enmascaró de diario y entró en relación con escrituras previas que también daban vueltas sobre la idea de un yo-como-centro (o una pérdida, precisamente, de la conexión con ese centro) y que después quedaron recogidas en esa serie que va desde el Diario de un canalla hasta las distintas secciones de La novela luminosa, en el mío lo que emergió fue, en cambio, un relato de flâneur por las calles del barrio sin nombre entre Parque Batlle y Buceo al que me mudé con mi muier y mi hija mayor en 2018.
No creía, por cierto, ni me interesaba indagar en la considerable literatura psicográfica sobre líneas ley y otras especulaciones por el estilo, como en From Hell, de Alan Moore, o en las novelas de lain Sinclair, sino que pretendía más bien dejar aparte el lado «ocultural» y apelar no tanto a una posible «ciencia», sino a conceptos más indeterminados, como el de zona o campo de influencias o perturbaciones, que, en interacción con los procesos de mis sentidos, mi sensibilidad e imaginación, terminaba por apartarme de mí y hacerme pensar no tanto desde mi «mundo interior» o imaginación y sensibilidad, sino desde el paisaje, refundado como un sistema nervioso externo al que yo me conectaba o, mejor, pensando a mi «yo mismo» como una parte más de ese afuera.
De inmediato pensé en esas sirenas hechas con esqueletos de monos y peces conservadas en gabinetes de maravillas y compiladas después por tantos manuales de criptozoología o de anomalías fortianas, solo que, en este relato (que bien es posible que se haya inventado mi memoria porque, después de todo, eso es lo que la memoria hace siempre, inventar, preferir fotos a experiencias, relatos a lo vivido, la monstruosa imaginación a lo monótono real), el críptido definitivo había aparecido en una plaza y quizá no era exactamente una sirena hecha así nomás
Mi cuerpo, quiero decir, es también ese patrón, eso que, aprendido por el sistema, ha sido copiado (la lectura del texto suscita o produce una nota posterior, por la cual el término copiado ya no parece válido, en tanto la idea de copia apunta también a la de un original, cuando la doble presencia o birrefringencia del cuerpo aludido debería señalar más bien un conjunto potencial o sistema de variaciones dado en ausencia de la presentación de un tema original que procesual u ontológicamente las precede) y existe ahora (al menos) en dos formas simultáneas; la más pequeña propicia que la sienta como mía, su darse me configura como conciencia y es como si reapareciera, teletransportado, reseteado una vez más con brazos y piernas, caminando por un pasillo ahora no hacia el túnel, sino hacia el ascensor.
no soy nada de eso, soy más bien otro personaje generado por el sistema, parte del decorado, uno de tantos sujetos generativos o emergentes que recitan su diálogo o hacen esa historia de repeticiones que será la suya y como replicantes llevan consigo sus propios recuerdos, su memoria de una vida completa, sus racimos de cosas y sus fantasmas de significado. Todo esto lo sé o lo sabía, todo esto lo he dicho y repetido, he orbitado en torno a estas ideas, a este texto, a las rectas, curvas y ángulos de estas letras, pero sé, además, que toda arquitectura es generativa, que toda ciudad es una simulación producida por sí misma desde siempre, que la variedad arquitectónica y estética emerge de una maraña de circuitos que no podemos comprender, tanto porque no hay un significado que hacer nuestro ni un nosotros que comprenda. Pienso entonces en las casas abandonadas, en las escrituras ilegi-bles, en las transmisiones radiales de números que nadie sabe qué función cumplen, si es que cumplen una función; pienso en la ausencia de significado y en las conversaciones de las cosas; pienso en los zumbidos profundos de los océanos, los cantos de las ballenas y de criaturas desconocidas, sus ecos infrasónicos contra plataformas continentales, en el ruido de fondo de un casete, de todos los casetes, de todas las tormentas, de los movimientos de todas las montañas y las placas tectónicas, y los hielos, y los mares; todo esto acelerado a una percepción del tiempo compatible con mis nervios, amplificado y expandido, desflorado en mundos, abierto en bosques que brotan de la trama expuesta, crucificado en calles, nivelado en plazas, adherido a los edificios vacíos, abandonados, camino múltiple por las ciudades fantasma, los bunkers, los muros, presente en esta habitación vacía, la luz del sol contra la piedra incrustada de polvo de diamantes, la luz contra el silencio la quietud y pienso en las ciudades vacías, en los edificios vacíos, en las habitaciones vacías, en todas las habitaciones vacías, y pienso finalmente que no hay sino habitaciones vacías, edificios vacíos y ciudades vacías, entre las estrellas.
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March 22, 2023
[Podcast] Contar la vida, contar la obra, una conversación con Marc Caellas
En esta edición del podcast charlamos con Marc Caellas (Barcelona, 1974), gestor y creador artístico multidisciplinar cuya obra se ha presentado en importantes recintos a lo largo de Latinoamérica y España. Algunas últimas obras teatrales son “Bolaño vuelve a casa”, representada en Barcelona en 2020; “Sin timón y en el delirio”, presentada en la Ciudad de México en 2021; y más recientemente, “Notas de suicidio”, cuya presentación coincidió con la publicación de un ensayo homónimo que comentaremos más adelante. Marc fundó, además, la Compañía La Soledad con su colega Esteban Feune de Colombi, centrada en propuestas tetrales “potenciales, posibles y portátiles”.
De esto y más hablamos en esta edición de El Anaquel, ahora en su quinta temporada.
Transcripción pendiente
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March 15, 2023
El juramentado – Jose Joaquín Blanco (cuento)
1
Todo el lóbrego peso de la edad madura cayó sobre mi cabeza, que ya evidenciaba los primeros estragos de la calvicie, la tarde aquella de un sábado que, en el restorán español El Peque, cerca de la Plaza México, Alex me anunció que había dejado el alcohol para siempre; se había convertido en algo más severo aún que los Alcohólicos Anónimos. Ya era un «juramentado». Había asistido a una ceremonia religiosa en la iglesia de San José de los Naturales, en el centro, y le había prometido a la Virgen dejar el trago. Lo había escrito con su propia mano en una carta que depositó en una urna al pie de su estatua. Y recibió una especie de escapulario. Una estampita enmicada, que al reverso de la imagen de la Virgen de Guadalupe lucía un texto ceremonioso: los juramentados se comprometían ante ella a dejar el vicio por seis meses, hasta tal día, en el cual debían refrendar su promesa; o, valientemente, para siempre. A cambio no sólo recibían la protección guadalupana, sino su ayuda. Porque para dejar el alcohol de veras, se necesita a la Virgen de Guadalupe.
El Peque era un restorán maravilloso, perdido en el tiempo, un pequeño paraíso en la tierra. Fundado por un republicano español a finales de los años cuarenta, en el estilo de la época, poco había cambiado durante las décadas siguientes. Se conservaban el largo mostrador, las pinturas murales de un barco y de escenas de toros; las fotos de personajes relativamente ilustres que sistieron a El Peque en sus primeros, célebres años.
El dueño parecía no querer prosperar ni transformarse. Atendía con gusto y generosidad a la numerosa clientela, que se tenía ganada por sus precios bajos, sus platillos sabrosos y la abundancia en las porciones. Los tragos se servían en la mesa directamente de la botella: la cantidad que quisiera el cliente. Y claro que nosotros, cuando descubrimos (hacia 1967) el restorán y lo volvimos nuestra guarida de los sábados, nos hacíamos servir bien cargadas las cubas, para tomarnos dos al precio de una. El viejo español recibía con sonrisas entre cómplices (oh, la juventud perdida) y paternales nuestro abuso, y con frecuencia nos regalaba alguna ronda, o se olvidaba de cargarnos algunos tragos en la cuenta. Y siempre nos obsequiaba con alguna botana de cortesía. Nos sentíamos bohemios hacia los dieciocho años. A la vez que estudiábamos afanosamente para convertirnos en oficinistas perpetuos, dedicábamos los sábados a hablar de novias y de putas; de cine, de toros (subía el astro de Manolo Martínez), de poetas y filósofos (pero jamás de tele ni de futbol, que nos parecían despreciables, salvo en campeonatos mundiales). La vida se nos presentaba divertida y emocionante. Claro, el efecto de la juventud y de las cubas.
Eramos bastantes. A veces juntábamos hasta cuatro mesas. Una vez llegamos a ser quince compadres y nos quedamos hasta que cerraron el restorán. El español nos regaló dos botellas, que nos bebimos en plena calle: así, simplemente estacionamos dos coches en cualquier calle, con el radio a todo volumen (eran los años del twist), y que se chingaran los vecinos y la policía. Seguimos nuestra fiesta callejera hasta las tres de la madrugada, sin contratiempo alguno. Luego nos fuimos a insultar putas. Como no podíamos pagarlas, nada más nos acercábamos a ellas y las hacíamos rabiar. Éramos chamacos terribles, como de la nouvelle vague del cine francés.
Desde luego, aquel grupo de valientes amigos se dispersó pronto. Sólo nos seguimos tratando los desordenados y los borrachos. Pasaban los años y de repente alguno llamaba por telétono: que cómo estás, que cómo andas, que qué onda, ¿cuándo nos vemos? Ya eran borracheras más tristes y menos humildes, en bares de hoteles, con variedad (¡el órgano melódico de Juan Torres!); y luego en los cabaretuchos.
Todo ello, claro, mucho antes del table dance. Pero no olvidábamos, cada dos o tres meses, pasar algún sábado por El Peque, incluso cuando el buen español murió y su hijo criollo convirtió esa maravilla en un pinche «bistró»: pretencioso y caro, de tragos exiguos y suflés indigestos, rebautizado Le Rendez-vous.
Alex era el más borracho y el más desordenado de todos.
Duraba poco con las mujeres, y a todas las añoraba hasta las lágrimas. Se hacía de asombrosas amistades, también fugaces, con las que a ratos salía retratado en los periódicos: Manolo Martínez, Enrique Guzmán, Manolo Muñoz, Johnny Laboriel, Alejandro Jodorowsky, Mike Laure, José Agustín.
Luego nos contaba de las orgías y encerronas de los famosos. «¿Ves esta esclava? Se la gané en el póker al mismísimo Loco Valdés». Hasta salió de extra, en traje de baño, luciendo musculatura, en una película de pescadores asesinos de Hugo Stiglitz, y lo vimos en la enorme pantalla cinematográfica someter a puñetazos a una candente y feroz Isela Vega.
Le pasaban todo tipo de calamidades, de las que solía salir bastante bien librado, y las revivía una a una, con sufrimientos acrecentados, frente a una botella. Pero la vida era amable con él. Prosperaba y se conservaba más o menos ligador, a pesar de los grandes pleitos (hubo varios de navajazos y algún tiro), en que recaía cada dos o tres meses. Hasta que cerca de los cincuenta años (1995) decidió cambiar de vida.
La causa fue una mujer, la tercera con la que se casó. Era jovencita, guapísima y de buena familia. Dede luego también muy fresa y exigente. Le puso condiciones, bajo amenaza de botarlo de inmediato, que Alex le vio todas las intenciones de cumplir.
Se apareció una tarde de sábado en El Peque (bueno, ya era Le Rendez-vous bistrot), que a pesar de los treinta años transcurridos seguíamos frecuentando los tres o cuatro sobrevivientes de la bohemia juvenil. Pero ya no nos ocupábamos de hablar tanto de toros, novias, películas y poemas, sino de burlarnos de los desertores, que andaban de cursis y bien portados con sus esposas, sus hijitos y sus oficinas, y se habían vuelto bien reaccionarios, hasta a misa iban; y se permitían predicar como curas contra las putas y los borrachos. Algunos de plano se habían hecho rotarios y miembros del Movimiento Familiar Cristiano. Se les veía el aburrimiento hasta en la punta de sus escasos pelos. Y el miedo de morir: cuidando el colesterol, la panza. También el terror a dejar de ser queridos. Hacían deporte y se cuidaban la figura para no desagradar a sus exigentes esposas. Posaban como personajes de sermón para que los admiraran sus exigentes escuincles.
¡Ah, cómo cambian los tiempos, cómo nos traicionan!
Nosotros nos habíamos prometido la vida divertida y emocionante de los bohemios, ¡y en qué habíamos parado! Con gran nostalgia hablábamos de la generación de nuestros padres, cuando no había tanto feminismo ni mocherías de la salud y la vida correcta; y el hombre echaba panza con entera soberanía, ponía casas chicas con fundador ímpetu de patriarca, se emborrachaba y divertía como bestia jocunda hasta avanzada edad, y las esposas no se les rebelaban ni los acusaban con aullidos histéricos de machismo.
¡Qué hombres aquellos! Cuando el macho lo era naturalmente, y no un pedantesco perrito faldero: ¿qué otra gracia quieren que les haga, universitarias damas de la sociología, para no parecer «machista»: les enseño la panza o les presto la patita? ¡Tengan su buena cuarta de patita! Simplemente así era la vida de los hombres, desordenada; y las mujeres y los hijos debían acatar, y hasta nos parecía que lo acataban con bastante naturalidad, el pesado rol del varón en este mundo.
Tendría yo que aceptar, desde luego, que algo de esta decadencia contemporánea del hombre maduro también nos había corroído a los fieles, a los malvivientes. Algunos mentíamos. Nos las dábamos de más libres y reventados con los amigos de lo que realmente éramos, y les permitíamos a las esposas o amantes ciertos regaños y berrinches mucho más ásperos de los que en nuestra rebelde juventud les habíamos tolerado a las mamás. Y eso que entonces una madre enseñaba a sus hijos varones a que fueran lo más machos, no lo menos posible, je.
Pero teníamos al menos la vergüenza de ocultarlo. Llegábamos a El Peque, o a las cantinas y antros, como si en nada hubiéramos cambiado. Como si siguiéramos siendo tan bohemios, lacras, irresponsables y jóvenes como siempre. La vida emocionante y divertida ante todo, sin miedo a la muerte, a la ruina, al abandono, al desamor, a la soledad, al fracaso. Vivir cada día como si fuera el único. No dejarse afeminar, domesticar, castrar, amustiar por los miedos de la edad madura, por la trampa de la vida decente y la jaula de oro del impecable padre de familia.
Nos gastamos hasta la camisa para asistir a aquella encerrona de Manolo Martínez con seis toros —él solito, toro tras toro—, en Monterrey (1973), y para celebrarla seis días seguidos, sin que luego pudiéramos recordar claramente en casas de quiénes estuvimos ni con qué taurófilas, meseras o coristas dormimos todo ese tempo, hasta llegar cadavéricos pero triunfantes al hospital, a que nos pusieran algo de suero. El propio Manolo Martínez nos pagó esa cuenta de hospital.
Habría que confesar también otra hipocresía. Los sobrevivientes de nuestra bohemia éramos más o menos prósperos, lo que en sí denunciaba cierta buena conducta. Fuera de las mesas con las cubas (que se habían transformado desde hacía años en whiskies), todos nos preocupábamos como cualquier mustio licenciadito meado por los negocios y el trabajo en la oficina. Hasta éramos más o menos ejecutivos.
Cuando ocurría que nos topábamos con los compañeros de juventud que habían resultado perdedores, los que sí se daban al trago y a la aventura sin consideración, habíamos quedado más que desilusionados: aterrados. Aunque nos burláramos del pinche éxito, de vender la vida por las treinta monedas del éxito, nos repugnaba casi con una sensación física, como ante la vista o el olor de una inmundicia, la derrota del pobretón que ni siquiera tenía para pagar su cuba y que había terminado por dedicar todo su ingenio a cómo transarle los tragos a otro, y a cómo lamentarse de sus infortunios para conseguir un pequeño préstamo.
Sabíamos que nuestra bohemia («bohemia senil», dice brutalmente mi mujer) era puro teatro. La vivíamos un poco como teatro. Todos habíamos reflexionado más de una vez en que la traída y llevada «vida divertida y emocionante» no estaba en realidad en ninguna parte. Que nos la inventábamos, ya retóricamente, ya con alguna fatiga, frente a los whiskies, o en los toros, en los espectáculos de treinta bailarinas en plums y bikini, en torno a Malú Reyes, Zulma Faiad o Thelma Tixou. Pero no pretendíamos, por mucho que quisiéramos nuestros hogares y a nuestras mujeres e hijos, y por mucho que nos interesara el trabajo en la oficina, que existiera «vida verdadera» en otra parte. Tampoco estaba en misa (aunque, claro, había que cumplir de vez en cuando, por eso de los hijos); ni en nuestros departamentos, coches, aparatos.
Algo presumíamos de que ninguna vida estaba realmente en ninguna parte. Que era tan irreal, pero inevitable, el éxito en los negocios, la vida marital, el cuidado de los hijos, como las hazañas del toreo, los enamoramientos de media noche frente a una vedette o con una prostituta al lado, los mutuos lucimientos verbales de las secretariazas y edecanazas que cada quien se llevaba a la cama, si hubiera que creerle, cada tercer día. Todo resultaba, a final de cuentas tan ilusorio como un bolero. ¡Ah, pero los boleros! Alex era diferente, o al menos eso creíamos. Parecía, él sí ser un sobreviviente auténtico, un bohemio natural. Tal vez porque siempre se veía un poco inerme y tristón, y hablaba mucho más de sus calamidades y fracasos que de sus éxitos atronadores con una vedette de un antro de Insurgentes o con la secretaria de la oficina del séptimo piso. También porque siempre había sido bastante (quizás demasiado) atractivo, y le habíamos visto dejar caer, así, como quien deja caer un cigarro de la mano, cada mujerona de aquellas, de las reales, no de las disfrazadas en una noche de juerga, sino bellezotas naturales, inteligentes, con dinero, hasta alguna actriz de la tele, por las que todos hubiéramos derrapado sin esperanza; ellas le rogaban, le lloraban, le insistían, y él las dejaba ir con indolencia, para luego llorarias infinitamente con palabras y gestos que nos llegaban hasta el alma.
2
Les decía, queridos amigos, que todos debíamos ya saber a esta edad, y probablemente lo sospechamos desde muy jóvenes, que esto del trago, la bohemia, los toros, los antros, los amigos del alma copa en mano, era pura ilusión. Puro bolero. Años de José Alfredo Jiménez cuento yo. Sabíamos que la vida emocionante y divertida no estaba en ninguna parte, pero nos esforzábamos por vivir nuestros fines de semana como si en ellos sí estuviera. Así brillaban en nuestras manos los tragos. Así sonreían las chamacas en nuestros brazos. Con tal entusiasmo salíamos de los toros rumbo a los antros.
Y con cierta maña de expertos pretendíamos controlar la borrachera, los ligues, la gastritis, la cartera, hasta la información misma que soltábamos cuando, sobreactuando la ebriedad, fingíamos hablar con el alma en la mano, toda el alma, como dizque sólo los niños y los borrachos hablan.
Pero no nos lo confesábamos.
Cada cual se sentía a su modo un comediante de su bohemia, y sospechaba (estaba seguro, más bien) de la comedia del amigo. De hecho ya nos aburríamos unos a otros hasta la muerte. Ya no nos creíamos ni el bendito. Hacíamos como si nos creyéramos, nos asombráramos, nos entusiasmáramos, o nos indignáramos en nuestras pláticas. «Viejo bribón, nomás te estás haciendo el interesante, ¿a quién crees que engañas?», pensábamos.
Pero a Alex sí le creíamos. Y en cierto sentido, todo el honor y la gloria del equipo, je, estaban en su camiseta, porque a él sí le ocurrían los amores trágicos, los desastres absurdos que parecían como buscados y hasta fabricados por su sed de emociones y romanticismo.
Él sí abandonaba a las guapas y ricas por alguna suripanta cascada que lo saqueó y hasta lo metió en líos con la policía. ¿Por qué? «No sé, por pendejo», decía; pero nosotros pensábamos: No, por apasionado. La pasión no conoce de belleza ni de razonamientos, es ciega y tortuosa, es imperativa; acontece como un tropezón del destino, para quien no sufre la mediocridad de pasarse la vida huyendo de los tropezones del destino.
Él si puso en riesgo, y perdió, importantes posiciones en el trabajo con argumentos ridículos, por cierta incapacidad de simular. El sí se negó a titularse, porque el titulito de abogado era una farsa insoportable, y ¿con qué cara un hombre de honor iba andar con el pegote de licenciado? Él sí rompió muy joven con la familia, y con buena parte del apoyo y de la herencia de una familia muy rica e influyente, porque su papá se creía muy salsa y quería andarlo mangoneando y humillando todo el tiempo, ¿y cómo lo iba a aguantar?
Él sí se había creído genio más de una vez, y no sólo con cubas frente a los cuates, sino en la realidad, y se había endrogado para ganarles a los pinches capitalists en la Bolsa de Valores, y claro, perdió todo (1987); o aquella vez que se creyó un genio de la computación, y contrató a precio de oro la representación de una empresa internacional de software que iba a dominar el mercado, y de la que nunca hemos vuelto a oír (1989).
Un personaje de película, si quieren que lo resuma de una buena vez. Pero todo un personaje. Era guapo desde chiquillo. Hasta se llegó a decir que era maricón, porque no tenía novia en la escuela (luego supimos que gastó toda su juventud —sabio siempre el Alex— con puras mujeres mayores, de preferencia casadas); o que era padrotón, cuando lo descubrimos de galán de señoronas interesantes, y narcisista. Pero era también una belleza viril, algo ruda y áspera, de pocas palabras, que fue mejorando con la edad, conforme se le arrugó un poco la cara y se puso entrecano. En el momento en que «juramento» parecía un galán otoñal de película francesa.
No se resignaba el Alex, pensábamos. Le exigía al amor y a la vida toda la pasión y la aventura de las que hablábamos en nuestra bohemia juvenil. Se enfrentaba al destino sin reflexionar, sin trampas, sin cálculo; no se doblaba, como dicen que hacen los bambús, ante la dirección del viento; y no se apartaba, prudente, de los conflictos y calamidades. Le teníamos admiración, nosotros, los aburguesados que pretendíamos no serlo en la animación ya retórica de nuestras cada vez menos frecuentes reuniones de disipación y trago.
Entonces nos cayó el cubetazo de agua fría. Llega una tarde de sábado a El Peque y nos dice, así como si nada: «Voy a dejar el trago y la mala vida. Para siempre. Soy un juramentado». ¡Un juramentado!
Nos causó tanto escándalo como si un famoso descreído, de esos ateos de hueso colorado, nos llegara con el cuento de que la Virgen se le apareció y ahora se va a dedicar a beato. Los curas dicen que eso les pasa a todos los descreídos. Mi terrible mujer vocifera que los bohemios somos puro pan comido, que nos emborrachamos y nos las damos de aventureros por pura vergüenza de ser tan mensos. Les aconseja a las chicas que se casen con un parrandero, que se deja mangonear mejor: que los hombres ordenados, en cambio, sí son el calvario de una mujer. Yo la dejo hablar cuanto quiera. Las mujeres todo lo gastan de más, empezando por la saliva.
La causa era esa chica de la que les cuento. Jovencita al grado de poder ser su hija. Dizque bellísima. Lista. Y con esa arrogancia, esa infernal soberbia de las niñas ricas y listas y preciosísimas que han sido criadas como reinas del universo, y en todo saben mandar y siempre se salen con la suya.
Esas rigurosas damas sin piedad, inalcanzables.
¡Pero si alguien siempre había tenido mujeres hermosas, de todos los colores, edades y sabores, había sido él! Grandes diosas habían llorado por su abandono, como diría el poeta.
¡Y ahora esa chiquilla, por más fresca y altanera y bellísima que fuese, le decía de plano: sí, pero sin trago; sí, pero sin otras mujeres; sí, pero sin faltar ni llegar tarde a casa; sí, con gimnasio, y jogging, y comida sana; sí, pero sin amigotes, ni acto alguno de tu vida en el que yo no participe como tu centro y tu razón de vivir; sí, pero trabajando duro, por que las necesidades del hogar y de los hijos; sí, pero….!
Nos indignamos. Tratamos de disuadirlo. Eso constituía no sólo una capitulación completa (y ya les dije que Alex llevaba en su camiseta la hora y la gloria del equipo entero), sino un indigno contrato de esclavitud.
Se pasó con un pinche cafecito las dos o tres horas que estuvo con nosotros. Nos dejaba protestar, recriminarlo, incluso insultarlo, con una sonrisa entre indolente e irónica, como si no escuchara nada; o como si todo lo que escuchaba fuera caer el agua, las mismas aguas que había oído caer toda su vida y ya lo tenían aburrido.
Padecía la obsesión de la muchacha. Esa obsesión se le había vuelto delirio: sin ella su vida ya nunca tendría sentido; perderla sería su fin completo, el fin del mundo. Todo el lóbrego peso de la dad madura cayó sobre nuestras cabezas, que ya evidenciaban los primeros estragos de la calvicie, cuando lo vimos alejarse por la puerta de El Peque, digo «Le Rendez-vous. Bistrot».
Asistimos a su boda. Estuvimos de acuerdo en que la mujercita no era tan gran cosa: una chiquilla con demasiados huesos y todavía bastante parecida a nuestras propias hijas. La familia de la novia ni siquiera era distinguida, realmente distinguida, de esas que han vivido en la afluencia y el poder por varias generaciones y han adquirido cierta naturalidad aristocrática; para nada, nuevos ricos de lo más vulgares.
Cuando nos presentó como sus «amigos de toda la vida» sentimos que más que recomendarnos, se estaba despidiendo de nosotros con un gesto elegante. «¡Adiós muchachos, compañeros de la vida!» Sólo Alex se veía espléndido, más atractivo que nunca, con esa distinción otoñal que la generación de nuestros padres vio, por ejemplo, en los mejores momentos de un Arturo de Córdova.
No volvimos a verlo en muchos meses. En realidad, nos vimos poco nosotros mismos. La capitulación de Alex parecía la capitulación de todos. Sólo mi mujer se rió. Mi mujer es malévola: tiene sus ideas. Dice que me prefiere borrachín, disipadón y taurófilo a tenerme de bulto en casa todo el tiempo, estorbándole su quehacer (¿cuál, digo yo, si le pago criada?) y fastidiándola con mis teorías.
Concedo que mi insigne cónyuge conserva algo de la sabiduría de las matronas de otros tempos: no me toma mucho en serio, maneja la casa como quiere, y me ve a ratos como a un incorregible adolescente al que, no hay remedio, se sobrelleva con el mejor humor posible. Ella tiene mucho humor. Se ríe de mí todo el tiempo.
Debo confesar que, gracias a su risa, más que a mi talento, he podido andar mi doble camino de mediocre, pero no desastroso, padre de familia; y de nostálgico, pero no perdedor, bohemio a destiempo. Ella debería confesar que gracias a los toros, al trago y a ciertas escapadas non-sanctas a ciertos antros, sobrellevo pacientemente sus achaques. Y sus guisos, porque —dicho aquí en confianza— cada vez cocina peor. Siempre que me siento a la mesa exijo no sólo la sal y la pimienta, sino el bicarbonato.
3
Luego supimos lo previsible. Una vez conocidas las fiebres o las mieles del lecho (como diría Balzac, cuya Fisiología del matrimonio, ilustrada con espléndidas láminas pornográficas de la época, ha sido uno de los libros más importantes de mi vida, aunque más por su indecencia y su cinismo deliciosos que por mis poco rigurosas aficiones literarias); una vez conocidas las fiebres o mieles del lecho, digo, la muchacha se transformó. Se volvió ávida, disipada, temeraria. Eso dice Balzac, que no hay que darle mucha azúcar a la mujer en la luna de miel, porque se envicia, y ya siempre verá a los hombres con turbios ojos de opiómana.
Acaso no hubo mala fe: ella creía, antes de casarse, que quería corregir a Alex, pero dentro de ella, incluso sin sospecharlo, estaba enamorada del muchacho que Alex había sido y ya no era. No soportaba al viejo bohemio, al madurón libertino, porque los chamacos ven ridículos o vulgares los vicios que, según ellos, ignorantes y prejuiciosos, sólo en la juventud esplenden. Le fascinaba el viejo fuego vivo que adivinaba en el rescoldo transformado y juramentado de su galán otoñal. Tuvo aventuras con muchachos despreocupados que se parecían a aquel joven Alex que reinaba entre mujeres casadas; conoció con ellos el alcohol y las drogas, hasta llegué a verla en los toros.
Y Alex, cada vez más un Arturo de Córdova, pasaba madrugadas atroces, corroído por el despecho y por los celos, esperando en vano a la esposa joven que en esas mismas horas andaba corriendo a toda velocidad en motos y coches de los James Dean del barrio. Alguna enfermiza necesidad de purgatorio lo llevaba a expiar así, vergonzosamente, su juventud disipada; comerciar con Dios, la Virgen y los ángeles las penalidades actuales para limpiar su nutrida página de pecados pasados. ¿O acaso ya era insensible al amor natural (como si existiese tal cosa: «el amor natural»), al romanticismo y al erotismo simples, y necesitara pincharse el ijar para volver a encabritarse y relinchar como en los viejos tempos? ¿El cansado erotómano requería del afrodisiaco de emergencia de una corona de espinas, de algunos lanzazos en el costado y el corazón?
Sé que la edad madura tine vicios que los chamacos desconocen. Que su erotismo y su romanticismo son más acezantes. Que es infinitamente más difícil desprenderse de una pasión para un tendero barrigón y canoso, aparentemente ya más allá de todo, que para un desesperado e inexperto galancillo de veinte años.
Imagino a Alex espiando olores en las medias y la lencería de su mujer, al regreso de sus aventuras; lo imagino planeando asesinarla, o suicidarse; creo que al final de esas diabólicas madrugadas sin ella, sudoroso y con la garganta seca, después de ríspidos y llorosos coloquios con las potencias celestiales, la terminaba adorando más, como Agustín Lara; y que en su posición de víctima crecían su propia necesidad de ella y sus placeres con ella.
Seguía siendo un poco ebrio, ebrio sin alcohol, lo que los Alcóholicos Anónimos pero no los juramentados conocen como la «ebriedad seca». Se lleva ya el vino en la sangre, y sin copa alguna uno siente y se comporta como si hubiera vaciado dos botellas de coñac. Un brio de Dios. Hay torcidos placeres en la edad madura que los chamacos desconocen.
Pero la mujercilla, que nunca fue gran cosa, perdió para todos (menos para Alex) su altanería de virgen exigente y codiciable. Se acorrientó. Sus ojos ya no miraban con desprecio de todo, sino con codicia de demasiadas cosas. Ya no la virgen inmutable sino la casada ansiosa de emociones. Se pintaba y se vestía con demasiada urgencia de agradar. Celebraba con aspavientos cualquier tontería. Su Arturo de Córdova (a quien el sufrimiento ennoblecía, ahora con destellos místicos) la observaba con gestos secos de quien ha aprendido a soportar (se diría que a disfrutar) los grandes tormentos sin emitir una queja.
Hay secretos de cama que nadie conoce. Por alguna razón siguen viviendo juntos, digo yo. Podría ya haber ocurrido una tragedia. Pudieron haberse separado. ¿Por qué no regresar al vicio?, le hubiera dicho yo a Alex. ¡Más vale vicioso contento que mustio amargado, y cornudo! Pero no solicitó mis consejos. Y a la esposita pudo haberle convenido, para mayor libertad de sus aventuras, poner casa de mujer soltera. Algo elaborado y tortuoso ha de funcionar entre ellos cuando insisten, con los roles volteados, en esa mescolanza de matrimonio y aventura, de la virtud y el vicio.
Mi extrema curiosidad no llega al grado de hacerme presente en su casa, para espiarlos. Los espío de otro modo. Una mañana de cruda atroz, domingo, me presenté en el templo de San José de los Naturales, en el centro. Estaba llena de exborrachos y de borrachos vergonzantes o arrepentidos que buscaban en la Virgen la solución de sus vidas. Lloraban como poseídos.
Prometían mil sacrificios, como condenados a muerte. Sentí su ansiedad, a su modo bohemia, de llevar una vida moralmente «emocionante», de darse a sí mismos la dignidad de cierto heroísmo, de luchadores de una utopía.
Las borracheras secas, las borracheras de Dios.
Escuché cómo el cura exaltaba las aventuras del infierno y del paraíso, los combates contra la tentación, los poderosos enemigos del hombre que conducen a través de mil mañas a la débil oveja hacia la perdición de las cubas. Salían transfigurados, con apetito de virtud, como si fueran a jugar poker. O a ponerse una borrachera hasta el amanecer con las vedettes de senos más grandes de toda la capital. Los vi firmar sus compromisos de no tomar un trago más, reformar sus vidas por completo, vivir la emocionante aventura de sentirse un poco ángeles. Y recibir sus estampitas enmicadas, con su compromiso en el reverso, para colgárselas a manera de escapularios.
No sé qué pasión mayor o más absurda descubrió Alex en esta vía del sacrificio y la negación. Quizá los nervios de un blasé ya no se conmuevan sino con placeres metafísicos, con los enredos morbosos de sentir ángeles o demonios inmiscuidos en cada instante de nuestras mediocres vidas meramente humanas. Algunos placeres secretos han de desgarrar pasionalmente las fibras del sufridor. En su escena más famosa, Arturo de Córdova reza en un reclinatorio entre los pass resonantes de unas hermosas piernas de mujer.
San Alex y su diablesa.
¿O se trata simplemente de la capitulación de la edad? ¿De la conocida vulgaridad de que en la dad madura resulta más difícil, incluso insoportable, aceptar que la vida no tiene ningún sentido, y uno se lo busca en los laberintos menos razonables, y por ello los que menos lo pueden desencantar? ¿Esos sufrimientos hacen sentir algo al cincuentón de nervios estragados, incluso algo… erótico?
Mis amigos dicen, en las raras ocasiones en que nos vemos últimamente, que en realidad Alex era un fraude. Que siempre lo fue. Que tomamos, ingenuos, como vocación de vida intensa y aventurera una mera debilidad de carácter. Que Alex era una veleta movida a cada rato por un carácter más fuerte. Ahora dio el chochazo y se encontró la horma de su zapato.
Mi mujer se ríe y opina malévolamente que, a pesar de los cuernos, Alex debe estar recibiendo de su mujer algo más de lo que acostumbraba. Tal vez su vida anterior de borrachín no le daba tanto: pura alharaca y a la hora de la hora, nada.
«¡Verdaderamente esa mujer debe tener su gracia!», dice mi esposa con un tono más libertino que el de todas las suripantas que he conocido en mi vida. Y Dios sabe que suman legión. No le hice pues caso y, como estábamos en los toros, me concentré en la faena. Toreaba Ponce. Ella va a los toros, como de repente me acompaña a algún cabaret, para constatar que esos terribles placeres masculinos son puras bobadas de hombres que se niegan a crecer: que se envician con un triciclo, con unos trenecitos.
Resentí la facilidad con que una matrona (porque es voluminosa mi señora: no se podrá decir que la he matado de hambre), que se sentía en el paraíso entre sus pudines y sus plantitas, despreciaba nuestras irrefrenables nostalgias de garañones juveniles; y con una lascivia sobreactuada me le quedé mirando descaradamente a una amazona suculentísima que vociferaba a unos metros, en el tendido de sol. Mi mujer se rió más:
—¡Anda, pero háblale, no te le quedes nomás mirando! ¡Eso quisiera ver! ¡Que de veras esa chamaca pelara a un borrachín cascado como tú! ¡A lo mejor te hace recordar lo mucho que has olvidado! ¡Desde hace años! ¿Quieres que te ayude, que la llame? ¡Señoritaaa!
—Bah, no seas celosa, mujer.
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February 4, 2023
César Aira sobre Witold Gombrowicz (1986)
“Nostalgias de un polaco en el exilio” | publicado originalmente en “Creación. La revista argentina para el nuevo siglo”, 1986.
Si se hiciera un studio sistemático de la posición de exilio de los grandes escritores, de cualquier época, los resultados serían sorprendentes. Es probable, de hecho, que terminaran siendo excepciones los que vivieron e hicieron su obra en su patria y su lengua. Más excepcionales aún serían los que trabajaron fuera de un área étnica, linguística o social minoritaria o marginada. Echando un vistazo a los grandes novelistas hoy vivos, casi ninguno escapa a la regla en su sentido más lato: Nathalie Sarraute y Marguerite Duras, respectivamente una rusa y una indochina en Francia, Patricia Highsmith, tejana en Suiza, Günter Grass, ciudadano de un país que dejó de existir (Danzig, su ciudad, es hoy parte de Polonia); la lista podría hacerse muy larga, aun sin incluir a los exiliados políticos, o a los latinoamericanos. Remontarse al pasado equivaldría a hacer una monumental clasificación de intrincados exilios; podrían encontrarse ejemplos directamente inexplicables; por no dar más que uno, al azar: Juan Larrea, español radicado en la Argentina, y uno de los mayores poetas del siglo en idioma francés.
Pero hay un caso que sigue siendo el más intrigante, el más secreto, y con mucho el más importante para nosotros, argentinos: el de Gombrowicz. Nacido en Malosyce, Polonia, en 1904, a los treinta y cinco años, autor ya de un volumen de cuentos, una obra teatral y una gran novela, Ferdydurke (1938), llegó a la Argentina por casualidad (es más que probable que en sus primeros treinta y cinco años de vida no haya pensado una sola vez en la Argentina) y se quedó aquí, primero por causa de la guerra, después por pereza, o quién sabe por qué, nada menos que veinticinco años. En 1964, ya famoso en Europa, se radicó en Francia, donde murió en 1969. Toda su madurez transcurrió en un país casual, extraño, con el que no mantuvo casi otras relaciones que las estéticas y filosóficas. A la primera novela mencionada deben agregarse otras tres, de no menores méritos: Transatlántico (1953), Pornografia (1960), traducida en la España franquista como La seducción, y Cosmos (1964). Sus piezas teatrales: Ivonne, Princesa de Borgoña (1935), El matrimonio (1947), Opereta (1966). Los cuentos están reunidos en el volumen Bacacay, objeto de una reedición reciente. Hace pocos años, se conoció una temprana, y extraordinaria, novela escrita por Gombrowicz para un folletin periódico: Los hechizados. En cuanto a su Diario 1953-1966, no ha sido traducido al castellano, salvo dos sobresalientes fragmentos, cuya edición por separado preparó el autor: el Diario argentino, y estos Recuerdos de Polonia, que la editorial barcelonesa Versal presenta en muy elegante volumen.
Se trata de una encantadora, amenísima evocación de los años infantiles y juveniles de un personaje (el mismo) que Gombrowicz dibuja con mano maestra: la ironía, la piedad, el sarcasmo que toda persona madura tiene derecho a ejercer sobre el joven que fue, están potenciados en este caso por la comprensión profunda de la inmadurez, de su permanencia e irreductibilidad, núcleo de la obra witoldiana. Beneficios del azar objetivo de la historia: de un país tan inmaduro y snob como era Polonia, Gombrowicz pasó de pronto a un país que realmente le hizo entender lo que era la inmadurez y el snobismo: la Argentina. Aquí, hacia el año 1960, escribió en su Diario estos recuerdos, con vistas a organizarlos en libro, en un libro claro, persuasivo, cristalino, bien razonado, algo así como la Carta que escribió Kafka a su padre. La intención es semejante; el destinatario de Gombrowicz no es su padre, sino sus compatriotas… salvo que ya no sabe bien quiénes, o qué, son sus compatriotas. Es posible que haya escrito para explicárselo a sí mismo.
Las riquezas de este libro son innumerables; la recreación del ambiente intelectual en la Varsovia del período entre las dos guerras es inolvidable; más logrado todavía es el relato de su vocación, su lento, seguro, nada sentimental, transformarse en escritor. Cerca del final, el libro alcanza su momento climático en las páginas referidas a los judios. Hablando de sus años de universitario, a mediados de la década de 1920, dice Gombrowicz:
Poco a poco comencé a darme cuenta de que ese mundo judío incorporado al mundo polaco tenía una importancia extraordinaria como elemento explosivo y que era una de nuestras mayores oportunidades de elaborar un nuevo tipo de polaco, con una forma moderna, capaz de encarar el presente. Los judíos eran nuestro lazo de unión con los problemas más profundos y complejos del universo” (pág. 206).
Por supuesto, el cosmopolitismo judío está ahí para hacer contraste con el provincialismo polaco (Gombrowicz es de esos escritores infinitamente insistentes con sus ideas, y sabe adaptarlo todo a sus argumentos, con un estilo de repetición que es parte de su humor); pero lo que esbozan estas páginas luminosas es algo más general: la cultura del hombre, dice el genial polaco, nace de la confrontación con el otro, y el “otro” del que disponía Polonia, y Europa entera, en esos años, era el judo. El otro gran escritor político del siglo XX, Kafka, un judo, precisamente, confirma estas razones en su propio Diario.
Nada más lejos del “anarquista” que una lectura superficial de su obra haría pensar que fue Gombrowicz, y que se piensa oficialmente que fue, en la Polonia de hoy. (Más próxima de la verdad parece una de las tantas poses que adoptaba para desorientar a la gente, la del hidalgüelo terrateniente sincero, decente, realista). Frente a la apoteosis de la individualidad que es ese “anarquismo” que él proclamó y que consiguientemente le adjudicaron (resultado de la extinción de la cortesía, ese tomar al pie de la letra lo que uno dice de sí mismo), está la identidad, esa madurez, que Gombrowicz elaboró a partir de caracteres nacionales que es preciso inventar en el arte y el pensamiento. De ahí la importancia especialísima de este libro; y la de su Diario Argentino, en el que se consuma la adopción imaginaria de una nacionalidad afectada de inexistencia. Cualquiera de los dos es inagotablemente útil para argentinos. Nuestra adopción de Gombrowicz, todavía incipiente, inorgánica, es el camino para llegar a tener una literatura, y quizás algo mas.
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Nostalgia de otro mundo – Ottessa Moshfegh (reseña)
Ottessa Moshfegh (Boston, 1981, estudió M.F.A. en Brown y tuvo una residencia/beca en Stanford) saltó al reconocimiento literario con su segunda novela, Eileen (2015), en la que narra la historia de una chica en un pueblo de Massachusetts, al que llama “X-ville”. Ahí, la narradora trabaja como secretaria en una prisión juvenil al tiempo que convive con su padre, un agente de policía jubilado con problemas de alcoholismo y paranoia. Por este libro Moshfegh sería nominada al pretigioso Man Booker Prize en 2016, y ganaría ese mismo año el Hemingway Foundation/PEN Award.
Poco después, en 2017, Moshfegh publica Nostalgia de otro mundo, un libro espectacular que narra la vida de un montón de personajes atípicos, raros, borde, en continuo sabotaje o traición a lo largo de sus relaciones, trabajos y proyectos —en inglés, el libro se llama Homesick for another world, lo que quizá añade una capa adicional a lo que experimentan: un anhelo por regresar a un lugar indeterminado, probablemente inexistente.
“Me estoy cultivando”, el primer cuento, narra los andares de una maestra en un colegio enfocado en integrar migrantes a la vida académica en el país —duerme a ratos en un sleeping bag en el salón, y ayuda a sus estudiantes a contestar correctamente sus exámenes, al tiempo que llama a su exesposo cuando está borracha o se siente sola.
Por lo general, seguía borracha de la noche anterior. Algunas veces me tomaba en el almuerzo un botellín de cerveza fuerte de trigo en el restaurante indio de la esquina, para poder seguir en pie. La cervecería McSorley’s estaba cerca, pero no me gustaba nada todo ese aire nostálgico, aquel bar me sacaba de quicio.
Al cierre del cuento pareciera que algo está a punto de cambiar, pero no sucede.
En “El señor Wu” (texto originalmente titulado Disgust) un hombre se enamora de una mujer a la que ve con relativa frecuencia en su barrio y, tras un breve plan, entra en contacto con ella por mensajería instantánea. Su respuesta positiva lo sume en la desesperación:
La observó sacar la polvera y amoldarse el pelo. Se deshizo la coleta e intentó peinárselo con los dedos. Lo único que consiguió fue empeorarlo. Se lo volvió a recoger y se rascó los rabillos de los ojos. Parecía estar quitándose alguna porquería. El señor Wu sintió un poco de náusea y apagó el cigarrillo. Miró la hora. Eran las tres y media. Ella se empolvó la cara y, mientras la observaba, él se dio cuenta de que su forma de maquillarse era un poco torpe, que se estaba empolvando la cara demasiado rápido, con excesivo entusiasmo.Lo que sigue es un descenso frenético al asco y la pasión, en lo que lo privado resulta visible y, en este caso, chocante.
“Malibú”: un hombre, desempleado y con baja autoestima, conoce a una chica por teléfono. Quedan de verse y, en el inter, el hombre le pide dinero a su tío para poder salir con ella. El tío está enfermo, siente que está a punto de morir. Todo lo que el narrador desea —no estar solo, tener una conexión con alguien— lo proyecta en la mujer, al tiempo que le niega a su tío esa misma posibilidad.
Aquella noche, de camino a Lone Pine para encontrarme con Terri, no podía dejar de pensar en mi tío. Cuando lo dejé en su casa, no me invitó a entrar ni me preguntó por mi cita ni dijo nada de nada. Había salido del coche y se había quedado en la acera, apoyado en el bastón y mirando fijamente el césped. Es verdad que no lo había cortado bien. Me había dejado largos trozos triangulares sin cortar y el cortacésped en el camino de entrada en vez de llevarlo arrastrando de vuelta al garaje. Pero ¿qué esperaba por veinte dólares? ¿Cómo podía molestarse conmigo después de todo lo que había hecho por él?
El autoengaño y la decepción, en este cuento, van de la mano.
En “Un lugar mejor”, la narradora (una niña pequeña) cree que ella y su hermano gemelo fueron enviados a la Tierra desde un universo diferente. La única forma de volver de donde vienen es que cada uno de ellos mate a la persona adecuada.
Drogas, alcoholismo y sexo, aunados a grandes dosis de humor y tristeza, son los vértices por los que se mueven los personajes, crueles en su mayoría, retorcidos, aunque no por esto carentes de compasión —e, incluso, de autocompasión, lo que los vuelve más humanos.
Christian Lorentzen, al reseñar el libro en Vulture, escribió: Las historias son en su mayoría maravillas, pero ninguna de ellas es una maravilla argumental. La voz, el humor, la atmósfera y el detalle punzante son los elementos clave de su arsenal (entiéndase, narrativa)
La soledad, reflejada en estos y otros de sus libros, funciona sin duda como un lado B al espíritu de nuestro siglo: la necesidad de ser apreciados o, peor aún, objetos de deseo (“everybody’s so obsessed with being liked”, dice Moshfegh en una entrevista).
Finalmente, la mayoría de los cuentos en el libro provienen de sus colaboraciones con The Paris Review (lo que significa que pueden leerse online en inglés), y en español han sido traducidos por Alfaguara.
En este blog he publicado uno de los textos del libro, Los raritos.
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January 24, 2023
Los raritos, un cuento de Ottessa Moshfegh
El presente cuento se llama en inglés “The weirdos”, y está publicado en The Paris Review. En este link hay una reseña interesante del libro que compendia éste y otros cuentos de la autora.
En nuestra primera cita, me invitó a un taco, habló largo y tendido sobre antiguas teorías de la luz, de cómo fluye en ángulos para que se armonicen los acontecimientos en el espacio y en el tiempo, de que es la fuente de toda información, determina todos los resultados, cómo se puede invocar a los extraterrestres reflejándola en cuencos espejados de agua. Le pregunté cuál era el sentido de todo aquello, pero no pareció escucharme. Mientras estábamos tumbados en la hierba, al lado de una pista de tenis, me sostuvo la cara contra el sol, se quedó mirándome fijamente a los ojos y empezó a llorar. Me dijo que yo era la señal que había estado esperando y que, como si estuviese mirando una bola de cristal, acababa de leer un mensaje privado de Dios en el vórtice plateado de mi pupila izquierda. Lo ignoré; en cambio, me dejó impresionada la facilidad con la que rodó hasta ponerse encima de mí y me metió las manos por dentro de la parte de atrás de los vaqueros, me agarró las nalgas con las palmas y me las apretó, todo aquello delante de una familia mexicana que estaba haciendo picnic en el césped.
Era el administrador de un complejo de apartamentos en una parte de la ciudad en que las palmeras estaban enfermas. Las había infestado un parásito que las ablandaba como si fuesen cajitas flexibles y se arqueaban sobre las calles, dobladas bajo el peso de sus propias coronas, con las hojas rozando la superficie de hormigón de los edificios y metiéndose a través de las ventanas abiertas. Cuando soplaba el viento, repiqueteaban y se combaban y se las oía rechinar.
—Alguien debería cortar las palmeras —dijo mi novio una mañana. Lo dijo como si de verdad le diese pena, como si de verdad le doliera, como si alguien, no sé quién, lo hubiese defraudado en serio—. No está bien.
Lo miré hacer la cama. Las sábanas eran de algodón y poliéster de colores pastel, y estaban manchadas, desteñidas y llenas de bolitas. Con lo que se suponía que nos teníamos que abrigar por la noche era un saco de dormir de color verde pino. Mi novio tenía una colcha de ganchillo que según él había tejido su abuela, un revoltijo apelmazado de lana marrón y amarilla que él había colocado en la esquina de la cama de forma asimétrica como toque decorativo. Yo procuraba ignorarla.
Odiaba a mi novio, pero me gustaba su barrio. Era un conjunto de adosados sombríos y derruidos y talleres mecánicos. El complejo de apartamentos se levantaba unos cuantos pisos por encima de todo, y desde la ventana de nuestro dormitorio se podía ver el valle de abajo, cubierto siempre por una niebla anaranjada. Me gustaba lo feo y vulgar que era aquello. Todo el mundo andaba por el barrio con la cabeza gacha por culpa de los pájaros. Algo de los árboles atraía a una variedad rara de palomas negras con las patas de color rojo vivo y las garras con las puntas doradas y afiladas. Mi novio decía que eran cuervos egipcios. Creía que los habían enviado para espiarlo, así que se comportaba con más cuidado que nunca. Cuando pasaba por delante de un sin-techo por la calle, negaba con la cabeza y mascullaba una palabra que no creo que supiera deletrear: «ingrato». Si le daba la espalda un momento en el desayuno, decía:
—He visto que has derramado un poco de café, así que lo he limpiado.
Si no le daba las gracias con profusión, soltaba el tenedor y me preguntaba:
—¿He hecho bien?
Era un niño pequeño, en realidad. Tenía ocurrencias infantiles. Me decía que “andaba como un policía” para asustar a los criminales de noche por la calle.
—¿Por qué crees que nunca me han robado?
Me hacía reír.
Me explicó algo de la inteligencia que según él no entendía casi nadie.
—Sale del corazón —dijo, golpeándose el pecho con el puño—. Depende mucho del grupo sanguíneo. Y de los imanes.
Aquello me dio que pensar. Le estudie con detenimiento. Su cara tenía una textura espesa, como de cuero aceitado. La única sonrisa que me dedicaba era una que hacía agachando la cabeza, sacando la barbilla, estirando las comisuras de la boca de oreja a oreja, con los ojos centelleando estúpidamente a través del batir de las pestañas. Al fin y al cabo, era un actor profesional.
—Estoy pasando desapercibido —explicaba—, esperando el momento perfecto para darme a conocer. Los que se hacen famosos rápido están condenados.
Y era supersticioso. Talló un escarabajo en una pastilla de jabón blanco y lo instaló con masilla por encima de la puerta del apartamento, dijo que nos protegería de los allanamientos y les haría saber a los extraterrestres que éramos especiales, que estábamos de su parte. Todas las mañanas, salía a la fachada y despegaba los excrementos verdes y fluorescentes de los pájaros de la escalera de entrada con una manguera de alta presión. Odiaba a aquellos pájaros. Volaban en círculos en lo alto, se escondían en las frondas de las palmeras cuando pasaba un coche de policía, chillaban y graznaban cuando a algún niño se le caía una piruleta, hacían fila en los cables eléctricos y, según mi novio, contemplaban nuestras almas.
—Además —siguió, metiéndose las manos en los bolsillos, un gesto destinado a hacerme saber que estaba indefenso, que era un buen chico—, tengo que recoger un paquete en correos.
Lo dijo como si fuera una misión secreta, como si lo que tenía que hacer fuese tan difícil, tan peligroso y requiriese tanta fuerza de voluntad que necesitara mi apoyo. Como prueba, deslizó el papelito de recogida del cartero por la encimera.
—Lo harás genial —le dije, intentando denigrarlo.
—Gracias, nena—dijo, y me besó en la frente.
Miró las baldosas de la cocina, se encogió de hombros y levantó la barbilla para mostrarme su gesto valeroso. Lo dejé solo para que limpiara el suelo, lo que hacía recogiendo cada miguita con los dedos y frotando la suciedad pegada con trozos de papel de cocina que mojaba en el fregadero. Tenía una teoría para mantenerse en forma, que era tensar enérgicamente el cuerpo mientras hacia las actividades cotidianas. Iba andando con las nalgas apretadas, los brazos rígidos, el cuello y la cara colorados. Cuando me fui a vivir con él, subió corriendo las escaleras con mi maleta y se me quedó mirando como si yo fuese a aplaudir. Una vez, cuando vio que le estaba mirando el brazo sin parpadear, dijo:
—Básicamente, soy un atleta olímpico, solo que no me gusta competir.
Tenía en el hombro un tatuaje mal dibujado de un perro salivando, y escrito debajo “¡Voy a por ti!”
Y era bajito. Era la primera vez que salía con un hombre bajito. Se me pasó por la cabeza que a lo mejor yo estaba aprendiendo a ser humilde. A lo mejor ese hombre era la respuesta a mis plegarias. A lo mejor estaba salvando mi alma. Debería haber sido amable con él, pero ni era amable ni le estaba agradecida. Observé asqueada como vaciaba una caja de libros que se había encontrado en la basura, haciendo sentadillas rítmicamente cada vez que colocaba un libro en la estantería. Aquella era su calistenia constante. Sus piernas eran de acero, por cierto. Tenía los isquiotibiales tan duros que casi no podía doblar la cintura. Cuando lo intentaba, ponía cara de alguien a quien estuvieran penetrando por detrás.
—Cuando me paguen —dijo mientras limpiaba el mantel—, me pondré mi americana amarilla y te llevaré a la ciudad. ¿Te he enseñado mi americana amarilla? La compré en una boutique vintage. Carísima. Es impresionante.
La había visto en el armario. Según la etiqueta, era una chaqueta de mujer de la talla treinta y ocho.
—Enséñamela —le dije.
Salió corriendo remetiéndose la camisa por dentro, lamiéndose las palmas de las manos para repeinarse el pelo hacia atrás, y volvió con la chaqueta puesta. Los dedos apenas le asomaban por las mangas. Las hombreras casi le daban en las orejas, porque prácticamente no tenía cuello.
—¿Qué te parece?
—Estás muy guapo —dije, disimulando la mentira con un bostezo.
Me agarró, me levantó inmovilizándome los codos, me dio vueltas con cara de dolor por el esfuerzo, a pesar de su fuerza olímpica.
—Muy pronto, nena, te llevaré a Las Vegas y me casaré contigo.
—Vale —dije—. ¿Cuándo?
—Nena, ya sabes que no puedo —dijo mientras me bajaba, de pronto serio e incómodo, como si la idea hubiese sido mía.
—¿Por qué no? —pregunté—. ¿No te gusto?
—Necesito el consentimiento de mi madre —dijo, encogiéndose de hombros y frunciendo el ceño—, pero te quiero mucho —confirmó, y estiró los brazos con efusión por encima de la cabeza.
Vi cómo se le tensaba el botón amarillo de plástico de la chaqueta y saltaba. Mi novio dio un grito ahogado, se puso a buscar de rodillas como loco el botón con la cara aplastada contra la base del sofá mientras tanteaba a ciegas por debajo con sus cortos brazos. Cuando se incorporó, tenía la cara al rojo vivo y la mandíbula apretada. Su aspecto de sincera frustración era reconfortante. Lo miré mientras cosía el botón con hilo azul, haciendo rechinar los dientes y jadeando. Luego lo escuché en el baño gritar contra una toalla. Me pregunté quien le había enseñado a hacer eso. Me dejó un poco impresionada.
Volvió de la oficina de correos dos horas después, con una gran caja de cartón oblonga.
—Me ha dado uno de los pájaros esos —dijo, volviendo la cabeza para que viera la mancha de color verde brillante de mierda de pájaro que le cruzaba la cara—. Es una señal. Seguro.
—Será mejor que te limpies —le dije—. Ha llamado tu agente.
—¿Me ha conseguido una prueba? —preguntó. Vino hacia mí con los brazos abiertos—. ¿Te ha dicho para qué era?
—Un anuncio de cerveza —dije mientras daba un paso atrás y señalaba hacia él—: Tu cara.
—Ahora lo arreglo —dijo—. Nena, vamos a ser ricos.
Lo miré mientras se quitaba la ropa y se metía en la ducha. Me senté en el inodoro y me corté las uñas de los pies.
—El truco para actuar —dijo desde la ducha— es que tienes que entregarte de verdad al ciento cincuenta por ciento. El actor medio se entrega al ochenta, como mucho noventa por ciento. Pero yo me entrego hasta el final y todavía más. Ese es el secreto.
—Ajá —dije, tirando las uñas de los pies por el retrete—. ¿Ese es el secreto del éxito?
—Sí, nena —me aseguró, mientras abría de un golpe la cortina de la ducha.
Su cuerpo era un montón pecoso de músculos tensos y vello incipiente. Se afeitaba el pecho casi todos los días. Tenía una cicatriz en la caja torácica allí donde le habían apuñalado en una pelea de bar, según me contó. Decía que en Cleveland, de donde era, solía andar con mafiosos. Una vez pasó la noche en la cárcel después de darle una paliza a un chulo al que había visto patear a un pastor alemán; un animal sagrado, me explicó. La única historia que sonaba verdadera era la de que quemó una casa abandonada cuando tenía dieciséis años.
—¿Y sabes qué más? —dijo, poniéndose en cuclillas en la bañera y frotándose la toalla entre las piernas. Todas sus toallas apestaban a moho y estaban llenas de manchas de xido, por cierto—. Soy guapo.
—¿Lo eres? —pregunté con inocencia.
—Soy un auténtico semental —dijo—. Pero te pilla desprevenido. Por eso doy bien en la tele. Porque no intimido.
—Ya veo.
Me levanté y me apoyé contra el tocador, lo observé mientras se envolvía con la toalla alrededor de la cintura y sacaba su neceser de maquillaje.
—Me cambia la cara, además —siguió—. Un día parezco el vecino de al lado. Al día siguiente, un asesino impávido. Pasa, sin más. Me cambia la cara sola por la noche. Soy un actor nato.
—Es cierto —concordé, y miré como se untaba crema correctora por toda la nariz.
Mientras él estaba en la prueba, caminé por el complejo de apartamentos, pateando la basura hacia los rincones. Me senté en el patio de cemento. Había pájaros por todas partes, picoteando la basura, atestando las terrazas, ronroneando como gatos entre las suculentas. Miré a uno que venía hacia mí con el envoltorio de un caramelo en el pico. Lo dejó a mis pies y pareció hacerme una reverencia, luego extendió las alas y me enseñó el precioso brillo irisado de su pecho negro azabache. Batió las alas poco a poco, con sutileza, y ascendió desde el suelo. Pensé que a lo mejor estaba intentando seducirme. Me levanté y me fui él siguió planeando, suspendido como una marioneta. Nada me hacía feliz. Salí a la piscina, rocé la superficie de agua azul con la mano mientras rezaba para que uno de los dos, mi novio o yo, nos muriésemos.
—Lo he clavado —dijo cuando volvió de la prueba. Se sacó la chaqueta amarilla por los brazos agarrotados, la dejó en el respaldo del taburete de la barra de la cocina—. Si no me contratan, no saben lo que les conviene. Ha sido un golazo.
Seguí escurriendo los espaguetis. Asentí con la cabeza e intenté sonreír un poco.
—Y he visto lo que hacían los demás tíos en la prueba y, tía, eran todos lo peor. Es pan comido. ¿Ha llamado ya mi agente?
—No—dije—. Todavía no.
—Debería frotar mi calavera de cristal —dijo—. Ahora mismo vuelvo.
Tenía un mal presentimiento sobre lo que había traído mi novio de la oficina de correos. La caja estaba sin abrir en el sofá. Él estaba fregando con energía los platos de la cena en el fregadero, con las nalgas apretadas y vibrantes.
—¿Qué hay dentro? —pregunté.
—Ábrela, nena—dijo, girándose un poco para asegurarse de que atisbaba su sonrisa pícara. Era la misma que ponía en los primeros planos—. Échale un vistazo.
Lamí el cuchillo para limpiarlo y corté el precinto. La caja estaba llena de bolitas de poliestireno. Rebusqué dentro y encontré una larga escopeta envuelta en plástico de burbujas.
—¿Para qué es?
Para dispararles a los cuervos —dijo mi novio.
Sostuvó un plato en alto para mirarlo a la luz y lo abrillantó frenético con un trozo de papel de cocina. Me quedé pensando.
—Deja que me encargue yo —le dije—. Tú concéntrate en tu carrera.
Pareció quedarse asombrado; soltó el plato.
—Ya haces bastante en casa —dije—, a menos que te divierta disparar a los pájaros.
Cogió el plato y me dio la espalda.
—Pues claro que no—dijo—. Gracias, nena. Gracias por tu apoyo.
Aquella noche durmió con el teléfono en la almohada cerca de la oreja y no me tocó ni dijo nada salvo «Buenas noches, calaverita» a la calavera de cristal que tenía en la mesita de noche.
Apoyé la cabeza en su hombro, pero él se dio la vuelta.
Cuando me desperté por la mañana, él estaba mirando el sol a través de la niebla del balcón, abriéndose los ojos con los dedos, llorando, al parecer, aunque no estoy segura.
No había limpiado todavía el apartamento vacío cuando apareció la pareja que venía a verlo por la tarde. Me los encontré vagando por la parte de atrás de la piscina, compartiendo una bolsa enorme de patatas fritas. El hombre era más joven, de unos treinta y tantos quizá, y llevaba una camisa demasiado grande para lo enjuto que era, con arrugas rectangulares como si la acabase de sacar del paquete. Llevaba unos vaqueros cortos y zapatillas de deporte y una gorra roja de beisbol de los St. Louis Cardinals. La mujer era mayor, estaba muy bronceada y gorda, y tenía el pelo largo entrecano peinado con raya en medio. Llevaba un montón de joyas con turquesas y algo tatuado en la frente, entre los ojos.
—¿Habéis venido a ver el apartamento? —pregunté.
Llevaba conmigo la carpeta con los formularios que hacían falta y las llaves.
—Nos encanta esto —dijo la mujer con franqueza. Se limpió las manos en la falda— Nos gustaría mudarnos enseguida.
Fui hacia ellos. El tatuaje en la frente de ella era como un tercer ojo. Parecía un diamante de lado con una estrella dentro. Me quedé mirándolo un segundo de más. Luego intervino su novio.
—¿Eres la administradora? —preguntó, tocándose nervioso la nariz con el pulgar.
—Soy la novia del administrador. Pero ¿no queréis ver el sitio primero? —hice tintinear las llaves.
—Ya lo conocemos —dijo la mujer, mientras movía la cabeza.
Se movía con suavidad, como si bailara con música lenta. Parecía agradable, aunque hablaba de forma mecánica, como si estuviese leyendo el texto de una tarjeta. Miraba fija y resuelta la pared de estuco por encima de mi cabeza.
—No necesitamos verlo. Nos lo quedamos. Tu dinos dónde firmar.
Sonrió de oreja a oreja, revelando la peor dentadura que hubiese visto yo nunca. Tenía los dientes dispersos y amarillos y negros y puntiagudos.
—Estos son los impresos que hay que rellenar —dije, alargándoles la carpeta.
El hombre siguió comiendo patatas fritas y anduvo hasta el borde de la piscina y se quedó mirando al cielo.
—¿Qué pasa con los pájaros?
—Cuervos egipcios —le dije—. Los voy a matar a todos a tiros.
Me figuré que eran unos raritos y que no importaba lo que les dijera. Por la manera en que asintió el hombre y volvió a enterrar una mano en la bolsa de patatas fritas como una ardilla, me pareció que estaba en lo cierto.
—Ahora escucha —dijo la mujer, agachándose con Ia carpeta puesta sobre las rodillas y respirando muy fuerte—. Vamos a vender la finca que tenemos en el norte del estado y queremos pagar un año de alquiler por adelantado. Hasta ese punto vamos en serio con lo de alquilar este apartamento.
—Vale —dije—. Se lo diré a los dueños.
Se levantó y me enseñó el impreso. Se llamaba Moon Kowalski.
—Os avisaré —dije.
El hombre se limpió las palmas de las manos en los pantalones cortos.
—Eh, muchas gracias —dijo con sinceridad.
Me dio la mano. La mujer se mecía de un lado a otro y se frotaba el tercer ojo. Cuando volví a mi apartamento, había un mensaje de la agente de mi novio en el contestador diciendo que lo habían llamado para una segunda prueba. Me volví a la cama.
—Te he traído munición —dijo mi novio. Me puso la caja en la almohada delante de la cara—Para que mates a los pájaros.
Parecía como si hubiese pasado alguna página importante. Parecía estar de muy buen humor.
—Llama a tu agente—le dije.
Luego le volví la cara. No podía soportar verlo aullar y levantar el puño y bailar emocionado y dar empellones con la entrepierna para celebrarlo.
—¡Lo sabía, nena! —gritó.
Se me tiró encima en la cama, me puso boca arriba y me besó. Tenía un sabor raro en la boca, como a alguna sustancia química amarga. Le dejé que me abriese la camisa hasta la garganta; enrolló la tela hasta que pudo usarla como cuerda para tirar de mi hacia arriba, hacia el. Se desabrochó los pantalones cortos. Le miré la cara solo para ver lo feo que era y abrí la boca. Es verdad que me entusiasmaban algunos aspectos suyos. Cuando terminó, me besó en la frente y se arrodilló al lado de la mesita de noche, puso el dedo índice en la calavera de cristal y rezó.
Cogí la caja de balas. No había disparado nunca un arma. Había instrucciones de cómo cargar y disparar la escopeta en la caja en la que venía, con diagramas de como sujetar la culata contra el hombro y unos pajaritos flotando en el aire. Escuché a mi novio hablar por teléfono con su agente.
—Sí, señora. Sí, señora. Muchas gracias. Aja, aja—estaba diciendo.
Lo odiaba de verdad. Llegó un cuervo a posarse en el alfeizar de la ventana. Pareció que lanzaba una mirada de desdén.
Había gente a la que podría haber llamado, claro. No era como si estuviese en la cárcel. Podría haber paseado hasta el parque o la cafetería o haber ido al cine o a la iglesia. Podría haber ido a que me dieran un masaje barato o a que me leyeran la buenaventura, pero no me apetecía llamar a nadie ni salir del complejo de apartamentos, así que me senté y mire a mi novio mientras se cortaba las uñas de los pies. Tenía los pies pequeños y nudosos. Recogía los trozos de uña en un montón arrastrando el meñique por el suelo como un neurótico. Me resultaba doloroso verlo tan contento consigo mismo.
—Oye, nena—dijo—. ¿Qué me dices de subir al tejado y probar la escopeta?
Yo no quería subir. Sabía que subir le haría feliz.
—No me siento bien —dije—. Creo que tengo fiebre.
—Vaya, hombre —dijo—. ¿Ests mala?
—Sí —dije—. Creo que estoy mala. Me siento fatal.
Se levantó y corrió a la cocina, volvió dándole tragos a un cartón de zumo de naranja.
—No puedo ponerme malo ahora —dijo—. Sabes que este anuncio va a ser tremendo. Después de esto, seré famoso. ¿Quieres oír mis frases?
—La cabeza me da vueltas —dije—. ¿Ese es tu nuevo peinado? ¿Es gomina?
Siempre se ponía gomina en el pelo y siempre entornaba los ojos y fruncia los labios.
—No —mintió—. Mi pelo es así.
Fue al espejo, hundió las mejillas hacia dentro, se movió el pelo para un lado y para el otro, marcó los pectorales.
—Esta vez, cuando entre, seré una especie de James Dean, como si me importara todo una mierda pero triste, ¿entiendes?
No podía soportarlo. Me volví de cara a la pared. Por la ventana las palmeras se cernían y se sacudían y se acobardaban con la brisa. No quería que fuera feliz. Cerré los ojos y recé para que ocurriese un desastre, un terremoto enorme o un tiroteo desde un coche o un ataque al corazón. Cogí la calavera de cristal. Estaba grasienta y era liviana, tan liviana que pensé que a lo mejor estaba hecha de plástico.
—¡No toques eso! —gritó mi novio ansioso mientras saltaba encima de la cama y me quitaba la calavera de las manos—. Genial. Ahora tengo que buscar una masa de agua para lavarla en ella. Te dije que no tocaras mis cosas.
—Nunca me has dicho que no la tocara —dije—. La piscina esta justo fuera.
Se metió la calavera en un bolsillo de los pantalones cortos y se fue.
La tarde noche siguiente sonó el timbre. Contesté al telefonillo.
—¿Quién es? —pregunté.
—Somos los Kowalski —dijo la voz. Era la voz de Moon—. No podíamos esperar. Traemos el dinero y una furgoneta de mudanzas. ¿Nos abres?
Mi novio no había vuelto todavía de la segunda prueba. Había llamado para decir que se quedaba por ahí hasta tarde para ver el eclipse lunar y que no lo esperase y que me perdonaba por haber tocado la calavera de cristal y que me quería mucho y que sabía que cuando los dos estuviésemos muertos nos encontraríamos en un largo rio de luz y que allí habría esclavos que nos llevarían remando en una barca dorada hasta el espacio y nos darían de comer uvas y nos masajearían los pies.
—¿Ha llamado ya mi agente? —me había preguntado.
—Todavía no —le había dicho.
Me puse la bata y baje, sujeté la cancela con un ladrillo para que se quedara abierta. Allí estaba Moon con un sobre de papel manila lleno de dinero. Lo cogí y le di las llaves.
—Como te dije, no podíamos esperar —dijo Moon.
Su marido estaba descargando la furgoneta de la mudanza, arrastrando bolsas de basura negras desde la parte de atrás y poniéndolas en fila en la acera. Aquellos malditos cuervos cruzaban al vuelo el cielo violeta, se encaramaban encima de la furgoneta, se graznaban tranquilos unos a otros.
—Es tarde —le dije a Moon.
—Es la hora perfecta para mudarse —dijo—. Es el equinoccio. Justo a tiempo.
Su marido bajó una cabeza de alce enmarcada en un trozo de contrachapado con forma de escudo.
—Le encanta ese alce. Te encanta ese alce, ¿verdad? —le dijo Moon a su marido.
El asintió, se secó la frente y volvió a escabullirse hacia la furgoneta de la mudanza.
Volví arriba y empecé a hacer la maleta, metí el dinero que me había dado Moon en el fondo, vacié mi cajón, el estuche de maquillaje de mi novio, envolví la escopeta en aquella colcha de ganchillo horrenda, cerré la cremallera. Mientras observaba desde el entresuelo a Moon, que llevaba un gran árbol plantado en una maceta, y a su marido desplomado tras ella bajo una bolsa de palos de golf, me sentí esperanzada, como si fuésemos nosotros los que nos estábamos mudando, empezando una nueva vida. Me sentí motivada. Cuando les ofrecí mi ayuda, Moon pareció ablandarse, se echó el pelo hacia atrás, sonrió y señaló un cesto trenzado lleno de cubiertos. Ayudé al marido de Moon a sacar el viejo colchón a la acera. Lo pusimos contra el tronco de un árbol y vimos como el árbol viraba hacia atrás peligrosamente, hacia el complejo de apartamentos. Un grupo de cuervos salió de entre las hojas.
—Almas cándidas —dijo el hombre, y encendió un cigarrillo.
Cuando la furgoneta estuvo vacía, Moon me dijo que me sentara en la cocina, restregó el asiento de una silla con un trapo.
Me senté.
—Debes de estar cansada—dijo—. Deja que busque la cafetera.
—Debería irme —dije.
—No, no deberías—dijo Moon. Su voz era extraña, avasalladora. Cuando hablaba sonaba como un golpe de tambor—. Serás nuestra invitada. ¿Quieres galletitas saladas?
El tercer ojo parecía guiñarme cuando Moon sonreía. Encontró un plato y coloco las galletitas.
—Gracias por tu ayuda —dijo.
Miré las paredes, que estaban moteadas y arañadas y sucias.
—Podéis pintar, ¿sabes? —le dije a Moon—. Se supone que mi novio tendría que haber pintado, pero por supuesto no lo ha hecho.
—¿El administrador? —gritó el marido desde el sofá de terciopelo marrón que habían puesto en mitad del salón.
—¿Cuánto tiempo lleváis juntos? —preguntó Moon. Puso las manos abiertas sobre la mesa de la cocina. Eran como dos lagartos marrones parpadeando al sol.
—No mucho —dije—. Lo voy a dejar —y añadí—: Esta noche.
—Déjame preguntarte algo —dijo Moon—. ¿Es bueno contigo?
—Me pega —mentí—. Y es un imbécil. Tendría que haberlo dejado hace un montón.
Moon se Ievantó, le echó un vistazo a su marido.
—Tengo una cosa para ti —dijo.
Desapareció en el dormitorio, donde habíamos apilado todas las bolsas de basura llenas de cosas. Salió con una pluma negra.
—¿Es de los cuervos? —pregunté.
—Duerme con esto debajo de la almohada—dijo, frotándose el tercer ojo—. Y cuando te empieces a dormir, piensa en toda la gente que conoces. Empieza por los fáciles como tus padres, tus hermanos y hermanas, tus mejores amigos, e imagínatelos uno a uno. Intenta imaginártelos de verdad. Intenta pensar en todos tus compañeros de clase, tus vecinos, la gente que te cruzas por la calle, en el autobús, la chica de la cafetería, tu dentista, toda la gente que has conocido a lo largo de los años. Y luego quiero que pienses en tu novio. Cuando pienses en él, imagínatelo a un lado y a todos los demás en el otro.
—¿Y luego qué? —le pregunté.
—Luego fíjate en qué lado prefieres.
—Si necesitas cualquier cosa —dijo el marido—, ya sabes dónde estamos.
Me fui a casa y me puse la americana amarilla. No me sentaba mucho mejor que a mi novio. Puse la pluma debajo de la almohada.
Aquella noche soñé que había un mono en el árbol de fuera de mi ventana. El mono estaba tan triste que lo único que hacía era taparse la cara y llorar. Intenté alargarle un plátano, pero él negó con la cabeza. Intenté cantarle una canción. Nada lo animaba.
—Eh —dije bajito—, ven aquí, déjame que te abrace.
Pero me volvió la espalda. Me partió el corzaón verlo llorar. Habría hecho cualquier cosa por él. Me habría muerto solo por darle a aquel monito un momento de felicidad.
Mi novio volvió a casa a la mañana siguiente con un ojo morado.
—No puedo hablar contigo —me dijo mientras frotaba la calavera con sus manitas rugosas.
Me senté en la cama y lo miré. Tenía el ceño fruncido como el de un viejo.
—No puedo ni mirarte —dijo—. Andan diciendo que eres una lacra. Una lacra mala.
—¿Andan diciendo? —le pregunté—. ¿Sabes lo que es una lacra?
Ladeó la cabeza. Vi como giraban las ruedas de sus engranajes.
—Eh… —dijo.
—Me quieres, ¿te acuerdas? –dije.
—Lacra significa que lo vas a estropear todo —contestó después de un largo silencio.
—¿Qué te ha pasado en el ojo? —le pregunté, alargando la mano.
Me bloqueó el brazo con un rápido golpe de karate. No me dolió, pero vi cómo le latía el corazón a través de la camisa y el sudor le corría brazo abajo.
—No es bueno que hable contigo —dijo.
Entró en el baño. Escuche el portazo, la ducha corriendo y, al rato, los golpecitos nerviosos de la maquinilla de afeitar contra los azulejos. Me senté en la cama un rato. El sol titilaba inofensivo a través de las palmeras que se balanceaban.
Cogí la maleta y la subí a cuestas por los dos tramos de escaleras hasta el tejado. Solo había estado allí una vez, una noche de insomnio poco después de mudarme. Mi novio había subido y me había encontrado sentada en la cornisa. Habíamos hablado un rato y nos habíamos besado.
—Si consigues antorchas y las agitas hacia el cielo, es como una señal para los extraterrestres —me había dicho.
Se levantó y se puso a girar los brazos como si fuesen hélices.
—La luz los atrae —me miró fijamente a los ojos—. Te quiero —dijo—. Más que a nada en la Tierra. Más que a mi madre. Más que a Dios.
—Vale —le dije—. Gracias.
Cuando subí al tejado, abrí la maleta, saqué la escopeta. Era bastante fácil deslizar la bala dentro del cargador tubular, como lo llamaban, hacer retroceder la recamara. Eso decían las instrucciones que había que hacer. Pero no había pájaros. Intenté disparar una vez, esperando que se sobresaltaran los cuervos egipcios, esperando que algo, lo que fuera, me saltara encima, pero me temblaba la mano. Me asusté. No podía hacerlo, así que me senté un rato y me quedé mirando fijamente todo el cemento de abajo, las palmeras que se agitaban de acá para allá entre los cables de la electricidad, luego arrastré la maleta escaleras abajo de vuelta hasta nuestro apartamento.
Después de aquello, mi novio desaparecía un montón, me llamaba desde algún callejón sinuoso, hablaba rápido, me explicaba que se arrepentía, me pedía que me casara con él y, al poco, volvía a llamar para mandarme a la mierda, decirme que yo era escoria, que no le valla la pena perder el tiempo conmigo. Terminaba llamando a la puerta con costras enormes en los brazos y la cara, el cuerpo martilleándole de metanfetamina, la cabeza inclinada como la de un niño malo, pidiendo perdón. Siempre escondía su vergüenza y su desprecio por sí mismo bajo una expresión de vergüenza y desprecio por sí mismo, balanceando el puño adelante y atrás, «Caramba», actuando siempre, incluso entonces. No creo que hubiese experimentado nunca ninguna alegría ni humor verdaderos. En el fondo, seguramente pensaba que yo estaba loca por no quererlo. Y quizá lo estuviera. Quizás fuera el hombre de mis sueños.
La entrada Los raritos, un cuento de Ottessa Moshfegh se publicó primero en El Anaquel | Blog Literario.
January 21, 2023
[Podcast] Paulicea desvariada y Pau Brasil, una conversación con Rafael Toriz
Al cierre de 2022 tuve la oportunidad de charlar con Rafael Toriz sobre “Paulicea Desvariada” de Mario de Andrade, y “Pau Brasil” y “Manifiesto Antropófago”, de Oswald de Andrade, a partir de la nueva traducción que Toriz realizó en honor a los cien años de la Semana del 22.
Ambos libros están acompañados de un ensayo, “Resaca Tropical”, que da cuenta de su importancia: «La irrupción de un libro como Paulicea desvariada marca un antes y un después definitivo en la literatura latinoamericana. Y lo hace no solo por la vinculación evidente de la lengua escrita con el habla popular, sino, en esencia, por una necesidad profunda de independencia intelectual respecto a los esquemas europeos».
La nueva temporada de El Anaquel comenzará en breve.TranscripciónEn 2022 se cumplieron cien años de la Semana del 22, lo que fuera el punto de arranque del Modernismo brasileño, y doscientos años de la Independencia de Brasil.
En ese contexto, tuve una charla con @rafael.toriz, quien publicó en @alias_editorial una nueva versión de “Paulicea Desvariada” de Mario de Andrade, y “Pau Brasil” y “Manifiesto Antropófago”, de Oswald de Andrade.
Ambos libros están acompañados de un ensayo, “Resaca Tropical”, que da cuenta de su importancia:
La irrupción de un libro como Paulicea desvariada marca un antes y un después definitivo en la literatura latinoamericana. Y lo hace no solo por la vinculación evidente de la lengua escrita con el habla popular, sino, en esencia, por una necesidad profunda de independencia intelectual respecto a los esquemas europeos.
Hay que recordar el momento en el que se publican estos libros: 1922 y 1924, respectivamente, primeras décadas para un Brasil que se debate entre las incertidumbres de la guerra y la necesidad de reafirmar su independencia intelectual (o incluso espiritual, si se quiere).
“Paulicea Desvariada” como “Pau Brasil” buscan, de esta manera, desterrar el pasado (anclado en una versión europeo-céntrica y romántica) y proponer una nueva mirada a lo que significa ser brasileño en el siglo XX, al mismo tiempo que experimentan con el lenguaje y lo popular (ahora fincado en la ciudad) para dar rienda suelta a una nueva manera de ver y hacer arte.
De esto y más vamos a hablar en esta edición de El Anaquel. Antes de dar paso a la charla, me gustaría leer un ensayo de César Aira contenido en el libro “La ola que lee”, y que Rafa cita para introducirnos en el tema:
Desdeñosa ignorancia por la literatura de BrasilLa desdeñosa ignorancia que sufre entre nosotros la más rica de las literaturas latinoamericanas, la brasileña, merecería una consideración de sus causas, y de sus efectos. En canto a estos últimos, son evidentes y se simplifican en uno: la mengua del monto de placer para lectores cultos que, fatigados de los clásicos europeos, orientales, hispanoamericanos, terminan ignorando que tienen al alcance de la mano, en una lengua apenas tenuemente extranjera, un casi inagotable tesoro de deletes escritos. Y más que eso: hay, en las fronteras del nuestro, un país que ha producido esos libros, a lo largo de una historia que no ignoramos menos. Porque sucede que una literatura, para ser verdaderamente apreciada, y hasta para existir de verdad, debe apoyarse en el mito, que ella misma crea en buena medida, de la nacionalidad. En pocos países latinoamericanos, o mejor dicho, en ninguno, las letras tuvieron como en el Brasil un papel tan capital en la hechura de la nación. A la autonomía de la rigidez hispánica de nuestros países, el Brasil opone una retórica, de raíz literaria, basada en las transformaciones, maleable, mestiza, con sutilezas imperiales, africanas, orientales, cortesanas, indígenas, europeas. También tuvieron, y mil veces multiplicado, su acartonamiento, el parnasianismo, que reinó en forma asfixiante a lo largo de cincuenta años; en comparación, nuestro personaje asfixiante, Lugones, reinó menos, o no reinó nada. Pero podría decirse que los brasileños trataron al cartón como un experimento literario más, y una vez agotado lo hicieron a un lado; Lugones, en cambio, fue un acartonado malgré-lui, y su vigencia se renueva día a día.
Cuando me refiero a la ignorancia que han manifestado nuestros lectors frente a la literatura brasileña, no me refiero solo al lector medio. Uno tan ejemplar como Borges se murió sin gozar, que yo sepa, de ningún autor brasileño (y algunos estaban hechos para gustarle, como los prodigiosos adolescentes románticos, Álvares de Azevedo por ejemplo, para no hablar de Cruz e Sousa o Machado de Assis; la frecuentación de este último sobre todo, tan superior a Henry James, le habría dado a Borges una idea más rica del poderío de una literatura menor). En la misma imperdonable distracción cayó gente de la que, por su actividad, debería haberse esperado más: Victoria Ocampo, por citar una: ¡cuánto podría haber aprendido de los promotores culturales brasileños! Mientras ella traía a la Argentina a Rabindrahath Tagore y se hacía pintar su retrato por Faguet, Mário de Andrade, que era pobre, llevaba al Brasil a Lévi-Strauss y organizaba uno de los mejores museos de arte moderno del mundo, y todavía se hacía tiempo para escribir Macunaíma. (En forma caracteristica, el continuador de la obra y la actitud de la Ocampo, Octavio Paz, es militante predicador de una tajante separación entre las literaturas hispanoamericanas y la brasileña).
Como sucede con las causas de todo, las de este statu quo de distanciamiento son infinitamente opinables. Entrando en el juego, útil a veces, del círculo vicioso, podría decirse que la causa de las causas fue una radical diferencia, de esas tan abismales que producen en el intelecto corriente una repugnancia mutua. El Brasil fue el país de la nacionalidad triunfante y feliz. Ellos parecen haberse entregado, con inigualable energía laboriosa, a su snobismo provinciano, a una dependencia cultural que nunca, hasta la década pasada (cuando la literatura brasileña decae a fondo y pasa a vivir de sus glorias pasadas), fue resistida o siquiera cuestionada. Y esa entrega sin lucha, en la dialéctica tan poco militar de los hechos culturales, significó su triunfo. Todas las escuelas literarias europeas de los dos últimos siglos triunfaron en el Brasil mientras en los países hispanoamericanos fracasaban, o debían conformarse con victorias pírricas. En el Brasil triunfaron el neoclasicismo, el romanticismo, el realismo, el naturalismo, el simbolismo, el parnasianismo… En todos los casos tienen nombres dignos de poner a la altura de los más grandes: Gonzaga vale lo que Foscolo, Alencar lo que Chateaubriand, Pompéia lo que Zola, Cruz e Sousa, sin exageracion, lo que Baudelaire. Debe hacerse una excepción, anterior en el tiempo, con el barroco, en el que no tuvieron figuras comparables a las peruanas o mexicanas. En cuanto a las vanguardias, que estallaron simultáneamente en todo el continente hacia los años veinte (en 1922 en Brasil, con el nombre de “modernismo”), las brasileñas fructificaron en un nacionalismo de insólita originalidad. Imperio extenso, con áreas muy diferentes y una estructura de archipiélago desde sus tiempos coloniales, el país estaba destinado a tener una gran literatura regional, y la tuvo desde fines de la década de 1920; el regionalismo nordestino alcanzó los niveles más altos, con José Lins do Rego y, sobre todo, con Graciliano Ramos; la corriente se haría universal en esa culminación de la novela moderna que es Guimarães Rosa. La novela urbana, psicológica, de comienzos más tímidos (aunque estaba prefigurada, igual que la regionalista, en el ciclo romántico de Alencar) alcanzó su cima con Clarice Lispector. Después, es cierto, no hubo casi nada, pero tampoco en el resto del mundo hubo mucho.
Su riqueza hizo en buena media autosuficiente a la literatura brasileña. El desdén puede haber comenzado ahí.
Conversación
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